37944.fb2 El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Una mujer con clase es algo difícil de definir, y desde luego que ésta lo era. Llevaba un rato observándola en la sala de embarque para el vuelo a París, divirtiéndome con su paciencia ante las impertinencias de un crío de unos cinco años que no paraba de darle manotazos a El País, mientras su madre, donde quiera que estuviera, no tomaba cartas en el asunto. La mujer le pidió muy educadamente al niño que no tirase de su periódico, se lo pidió primero en español y luego en perfecto francés, e incluso le ofreció algunas páginas sueltas del periódico, si era eso lo que quería. El niño aceptó el ofrecimiento y se entretuvo un minuto rasgándolas, pero pronto volvió a la carga, esta vez interesado en su bolso abierto, de donde asomaba algo envuelto en papel de aluminio. Ella retiró el bolso, le conminó dulcemente a portarse bien y buscó con la mirada a su madre, a alguna mujer de alrededor que pudiera parecerlo; o que estuviera en actitud vigilante, y llegó a la misma conclusión que yo: que era la mujer dormida de la última bancada, la única viajera que tenía, como él, la tez ligeramente oscura de los magrebíes. Me preguntaba hasta dónde llegaría la paciencia de la mujer, y en qué momento perdería los nervios, así que casi me alegré cuando al pasar al bies, con un gesto veloz, el crío sacó del bolso el objeto que brillaba, adivinando que se trataba de comida. Durante unos segundos pareció calibrar las opciones: salir tras él e intentar recuperarlo, exigirle en tono imperioso que se lo devolviera… En lugar de eso, optó por invitarle con un gesto a que se sentara a su lado. Ni siquiera fue un gesto autoritario, sino más bien maternal. Para mi sorpresa el niño obedeció la indicación. Ella le miró con preocupación. «¿Tienes hambre, pequeño?, As-tu faim?» El crío asintió y la mujer le ayudó a desenvolver el sándwich y sonrió al ver con qué apetito se lo comía, sin moverse de su lado. Por suerte había preparado otro y antes de que el crío se lo quitara, comenzó a mordisquearlo a su lado, con lo que la estampa de los dos fue perfecta: uno zampando vorazmente, la otra comiendo con admirable delicadeza, sin dejar caer una sola miga sobre la lámina de papel aluminio que dispuso en el regazo. Tenía unas manos finas y unas uñas cuidadas, y una sonrisa suave y perfecta. Iba vestida con sencillez y elegancia, de azul marino, y aunque era más de diez años mayor que yo, me pareció atractiva. Por eso me alegré de que nos tocaran asientos contiguos en el avión. Tenía ganas de conversar con ella sobre lo que fuera. No fue difícil empezar, pues ella ya había advertido cómo observaba la escena, y aludí bromeando al hecho de que ella misma se acercara a despertar a la madre de la criatura cuando comenzó el embarque. Lo hizo también con delicadeza, posando una mano en su hombro y llamándola señora y mademoiselle.

– Tiene usted mucha paciencia con los niños.

Ella sonrió.

– Me gustan mucho los niños. Me llamo Gema Laguna. -Me tendió la mano y nos presentamos en un movimiento lateral un tanto incómodo, al estar atados a los asientos.

– Diría que es una madre estupenda.

– La verdad es que no pude tener hijos -sonrió de nuevo-, me tuve que conformar con los sobrinos. Tengo seis, todos ya adolescentes.

Mientras despegábamos me contó que durante más de una década había estado en trámites de adopción, pero concurrieron una serie de factores adversos: documentación extraviada en el camino, negligencias administrativas, retrasos inauditos… Ser soltera mayor de cuarenta años ralentiza las gestiones, y cuando por fin obtuvo alguna esperanza de las autoridades había llegado a los cincuenta, edad que se había fijado como límite. Hubo de renunciar a la adopción, dado que había entrado en un nuevo ciclo vital, y quería ocuparse de sus padres.

– Cuando retiré mi solicitud, en cierta forma me sentí liberada. Demasiados años de maltrato institucional.

Hablaba con dulzura, sin rencor. Todo en ella era agradable. Trabajaba como profesora de geografía e historia en un instituto de enseñanza secundaria. La conversación resultaba muy interesante, pero, viendo que tenía una novela en el regazo, no dejaba de preguntarme si hubiera preferido pasar el vuelo leyendo antes que conversando con un desconocido, y, tras el primer silencio, se lo insinué.

– Ah, no se preocupe. -Sonrió-. En realidad, sólo me faltan diez páginas para acabarla, y no tengo nada más para leer, porque el periódico acabó hecho añicos en manos de ese niño.

Me mostró la novela, titulada Otra vuelta de tuerca. Le pregunté de qué trataba.

– Bueno, es sobre unos niños que son testigos de una serie de apariciones, que podrían ser figuraciones infantiles, aunque más bien parecen realmente fantasmas -explicó, entusiasmada Y divertida-. Pero no se crea, no es una novela de terror. No intenta dar miedo, pero sí crear una atmósfera inquietante. ¡Y realmente lo consigue! Nunca sabes qué es real y qué es imaginario.

– Los asuntos de fantasmas nunca me llamaron la atención -le comenté.

– ¿Nunca se ha tropezado con uno?

– No, que yo sepa. Ni ellos conmigo.

– Pues le diré que yo sí. Fue la experiencia más extraña de mi vida. Una noche, con veinte años, se me apareció mi difunta abuela.

– ¿No sería un sueño?

– ¡Qué va! Yo volvía a mi casa una madrugada, por una calle desierta, y, de pronto, me la encontré sentada encima de un coche de color azul, mirándome, sonriente. Me sentí tan amedrentada que no pude decirle nada, ni saludarla siquiera; sencillamente pasé de largo y seguí adelante. Llevaba quince años muerta, pero la recordaba perfectamente. Tenía en casa una foto suya, con un vestido negro, muy anticuado, de esos de cuello de encaje y falda con enaguas, y se me apareció con el mismo vestido y la misma cara que en la foto.

– Es increíble.

– ¡Desde luego! No pude dormir en toda la noche. ¿Qué querría? Quizá verme por última vez. No dijo ni una palabra.

– Es que los muertos no hablan.

Nos echamos a reír. Le pregunté qué interpretación le daba ahora, después de tantos años.

– Fue un milagro, claro, algo inexplicable, pero tampoco creo que en realidad fuera un suceso trascendental. Después de mucho pensarlo, creo que mi abuela tuvo la ocurrencia de presentarse así. O a lo mejor quería que me pasara el resto de la vida preguntándome por qué hizo eso. ¡Era muy bromista, mi abuela!

– ¿Es usted religiosa?

– No. Mis padres son agnósticos, igual que yo. Sin embargo, después de aquella aparición me acerqué a algunas religiones, tratando de encontrar una explicación. La religión católica no dice nada de fantasmas. Las orientales suelen hablar de reencarnación, con lo que tampoco me resolvían la papeleta. Así que sigo aferrada a mi agnosticismo, o una variante que incluye vida en el más allá. ¡Agnosticismo con fantasmas!

Ya en el aeropuerto Charles de Gaulle bajamos juntos a la sala de recogida de equipajes y luego tomamos un taxi al centro.

Dejábamos atrás el aeropuerto cuando me preguntó a quemarropa:

– Usted no me cree, ¿verdad? No cree en las apariciones.

Lo admití. No creía en apariciones, pero sí la creía a ella. Es evidente que muchas personas ven apariciones.

Como parecía conocer muy bien la ciudad, le pregunté por algún hotel confortable y no demasiado caro. Me explicó que no hay hoteles baratos en París, pero si no tenía problemas con los muertos, había uno bastante acogedor y económico, porque sus habitaciones daban al cementerio de Montmartre.

– ¡El mundo está lleno de supersticiosos! -Sonrió.

Nos despedimos en Montmartre. No volveríamos a vernos.