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Me gusta pasear por París en invierno, me gustan los Champs Elysées antes de que florezcan sus castaños, antes de que las parisinas se quiten los elegantes abrigos y antes de que se empiecen a llenar las terrazas de Saint-Germain, y antes de que lleguen las riadas de turistas con sus cámaras de fotos y sus enormes planos desplegables.

El viento removía las copas de las acacias y el cielo tenía el mismo color plata vieja que la cubierta del libro que acababa, de adquirir en una librería polvorienta al final de una galería porticada, y que empecé a leer en mi habitación 43 (me gustan los números primos), junto a la ventana empañada. Mente y materia. En la fotografía en blanco y negro de la portada aparece el gran Erwin Schrödinger, ya mayor, con unas gafas de montura circular -modelo típico de los años cincuenta- sobre la punta de la nariz, en cuyos lentes se adensa la luz como en una lupa, o como si los lentes fueran dos discos blancos, dos diminutas constelaciones. Erwin mira hacia abajo en actitud de concentración, y se diría que analiza un problema insoluble.

En aquellos días de París en que me preparaba para volar a Chile me acordé a menudo de mi buen amigo Andrew Harris, que, según mis últimas noticias, residía en Santiago y trabajaba escribiendo libros de divulgación científica. Podía ser una gran oportunidad para volver a encontrarnos. Hacía cuatro años que no nos veíamos, desde que, inopinadamente, dejó el CERN. Su decisión nos sorprendió a todos, dado que nos hallábamos en un momento crucial del programa y él era uno de los bastiones del equipo. Me reconfortaba pensar que al menos tenía un amigo en el país donde pensaba pasar las próximas semanas; me reconfortaba pensar que al menos tenía un verdadero amigo en alguna parte del mundo.

Cuando le telefoneé para anunciarle que partía a Santiago, temí que el número que constaba en mi agenda ya no fuera el suyo; por eso fue un alivio escuchar su voz de marcado acento escocés. Se alegró sobremanera al saber que pronto volveríamos a vernos. Le prometí que le llamaría en cuanto llegara al hotel de Santiago.

La peripecia de la escalada alpina establece entre los escaladores una ligazón tan fuerte como los cordajes que comparten. Reina una silenciosa compenetración, una confianza rendida al que abre camino por encima de ti y te sustenta si pierdes pie. Y cuando coronas la cima, hay un abrazo mudo y una sensación de plenitud y conjunción, una breve e intensa dicha. Tal fue la forja de nuestra amistad.

Casi todos los fines de semana metíamos todo el material de escalada en el maletero del coche y recorríamos cien o doscientos kilómetros por carreteras serpenteantes hasta las faldas de un macizo. Coronamos todos los cuatromiles del Valais: la Dent Blanche, el Cervino, el Weisshorn, el Monte Rosa, el Breithorn… Admiraba su coraje. Nunca perdía su buen humor. Lo que más temía no era despeñarse, sino que se rayaran sus gafas contra la luz ultravioleta, las más caras del mercado. Aquellas gafas eran más sagradas para él que su propio culo. Se reía masticando el hielo que se pega a la crema labial. Bufaba como un asno, pero nunca protestaba.

De todas las horas que pasé con Andy Harris, las que más recuerdo son las de nuestras escaladas, su puntillosidad en los preparativos y su locuacidad en el viaje de vuelta a Ginebra. Solía decir que la experimentación en los gigantescos aceleradores no era el camino para alcanzar la cima, y utilizaba la palabra cima -top- con un doble sentido (top es el nombre que recibe uno de los quarks que perseguíamos).

Conservo un álbum de fotos de nuestras aventuras alpinas y de aquellos incomparables paisajes: los bosques de pino negro de Zermatt, los grandes chalets de madera con los balcones repletos de geranios, los glaciares, lagos y torrentes, las aristas afiladas por las que transitábamos, el Cervino, con su afilado colmillo buscando el cielo.

A Andy le gustaba mucho este ensayo de Schrödinger. Solía recomendarlo. Por eso lo compré en cuanto lo vi en la librería y me dispuse a leerlo, como si fuera una manera de ir acercándome a él, de anticipar nuestro encuentro.

A mis treinta y cinco años mi vida carecía de rumbo. Dicen que a partir de los treinta un físico deja de ser creativo. Sin embargo, el mismo Schrödinger tenía treinta y ocho años y era un simple profesor de física en Zurich cuando, en la Navidad de 1925, se tomó unas vacaciones: dejó a su esposa en casa, alquiló durante veinte días una casa en los Alpes suizos y se encerró allí con sus cuadernos de notas, un artículo de De Broglie sobre las partículas y las ondas y, no lo olvidemos, con una amiga vienesa. En esos días se había propuesto sacar la teoría cuántica de la crisis en que se hallaba sumida y, al mismo tiempo, disfrutar de una breve pasión. Veinte días febriles con sus veinte noches para colmar la copa. Unas semanas después de estas vacaciones publicó su famosa ecuación diferencial de ondas que revolucionó la física, y todavía nos causa asombro y admiración.

Mente y materia es una recopilación de textos que Schrödinger leyó en el Trinity College de Cambridge allá por el 56, donde destilaba sus ideas sobre el mundo y la mente. No hallé en sus páginas una pista que me permitiera intuir por qué Andrew nos abandonó, pero me sorprendieron las ideas del autor, pues, pese a investigar la naturaleza de la materia, no era en absoluto materialista, ni reduccionista, sino que creía en el mundo espiritual. Afirmó que la conciencia no está alojada físicamente en el cerebro. Afirmó: «Todas las mentes son una sola».Y también: «Fuera de la mente no hay nada». Me pareció una temeridad semejante afirmación nacida de uno de los mayores genios de la física.

– Me gusta pensar que si viviera aquí sería feliz -suspiró Andy.

Subíamos lentamente, traqueteando, en el tren cremallera que ascendía a Zermatt desde la ciudad de Visp, donde habíamos estacionado el coche. Atravesamos un escenario de vertiginosas praderas por donde discurrían arroyos de agua cristalina y, más arriba, comenzaban los centelleantes neveros. Mi amigo tomó un par de fotografías, que a buen seguro parecerían dos postales. Estábamos frente a frente, encajonados entre nuestras abultadas mochilas de alpinistas, por cuyos compartimentos laterales asomaban los piolets.

– ¿No lo eres ya? -pregunté.

Casi siempre se le veía sonriente, al menos mucho más que a mí. Y ahora su leve y franca sonrisa brillaba gracias a la vaselina labial con aroma a mora. El sol de los Alpes le arrancaba un infantil arrebol en las mejillas.

– Creo que es debido a este trabajo tan absorbente; no me satisface.

– ¿No te satisface por arduo y absorbente?

Guardó la cámara en su funda y ésta en la mochila.

– Sabes que me gusta trabajar. Tal vez es convicción lo que me falta. No tengo las cosas claras.

– Si tuviéramos las cosas claras no habría trabajo -observé.

A lo lejos reverberó el eco de una campana de bronce. Pero aún no se divisaba el campanario.

– Cierto, pero al menos tú, Lucas, tienes fe en que estamos en la línea adecuada. De que nuestros esfuerzos darán fruto. Y yo lo dudo seriamente.

Me pregunté si Andy albergaba serias dudas de que obtuviéramos pruebas experimentales de los quarks libres, o pseudolibres, o por el contrario, sus dudas iban más allá, si se remontaban a cuestionar la importancia del descubrimiento que, con muchas probabilidades, nos esperaba en un horizonte no muy lejano. Al fin y al cabo, la existencia de los quarks había sido probada matemáticamente con rotundidad, era una pieza esencial del puzzle, de hecho, nuestro modelo estándar de partículas ya funcionaba contando con los quarks (y sin ellos se iba a pique).Todos dábamos por seguro que estaban ahí, dentro del protón, pero eso no era suficiente. Necesitábamos pruebas «palpables». Tal vez el desánimo de Andy emanaba de no conformarse con eso: pedía más. Pedía la síntesis, la unificación, la Trinidad.

– Eres un soñador impenitente -le dije.

– Avanzamos muy despacio -repuso, y no supe si se refería esta vez al tren cremallera.

Una vez más, intenté transmitirle lo que para mí tenía sentido. El sentido radicaba en la escala de la realidad a la que intentamos llegar. La insondable escala de Planck, que alberga las leyes del universo. Me escuchó con afable interés, sonriendo y, al final, en vez de replicar, se limitó a palmearme el hombro con camaradería y gratitud, con lo que me quedé bastante intranquilo.

Observé la nieve virgen. Daban ganas de saltar del compartimento y hundirse en ella. En lo alto fue despejándose la fisonomía del pueblo, con sus casas tradicionales de madera oscura y sus tejados de pizarra gris, inclinados y pulidos. La silueta del Cervino, cuya cima engullía ahora una masa nubosa, me resultaba gratamente familiar: su forma de prisma imperfecto me había acompañado en mi infancia en las cajas de pinturas de colores, pero no acababa de tener claro si eran las de la marca Alpino o las Caran d'Ache. Me pregunté si Andy se encontraba deprimido, o si se deprimiría cuando regresáramos al CERN, y si podría contar con él hasta el final del programa Iones Pesados.

Fue en Zermatt, tomando una raclette con patatas cocidas cuando Andy me habló de su propósito de escribir un libro de divulgación que tratara de conciliar la mecánica cuántica con nuestra sustancia interior. Así lo dijo: nuestra sustancia interior. Me pareció una idea apasionante y audaz, y extremadamente difícil, si no imposible.

Un año después -y entonces, Andy ya había abandonado el CERN, para mi gran disgusto- me envió por correo algunos pasajes de su manuscrito. Halagado por su inmerecida confianza en mi criterio, me pareció conveniente animarle a concluirlo, aunque su texto me desconcertó. No cabía duda de que escribía muy bien, tenía el don de la claridad, no tanto el del rigor y la exactitud. Observé que Andy era de esas personas a las que les molesta la sencillez explicativa del azar y necesitan que todo tenga una causa más profunda y que todo esté relacionado e interconectado. En varias ocasiones citó una «conciencia cósmica», que definía vagamente como una unidad de todo el cosmos que posee una conciencia y que busca, contrariando a la entropía, una mayor complejidad. Para abreviar, podía haberla llamado Dios. En el último capítulo, inconcluso, se esbozaba lo que podía ser la continuación del libro, una especie de física de lo etéreo, una termodinámica del espíritu. Los estados de la energía, los estados cuánticos del alma. En el prefacio se definía a sí mismo como un psiconauta, pero no especificaba el significado de este término, que hacía pensar en argonauta del universo psicomental. Ondas, corrientes, pensamientos. El campo cuántico de la mente. Me quedé con las ganas de seguir leyendo, pero el manuscrito concluía ahí, súbitamente, en la página 112, como si en el paso de las preguntas a las teorías explicativas hubiera sufrido un bache creativo. Transmitía una sensación de lirismo. Elena se interesó por el manuscrito y lo leyó de una tacada; su reacción fue mucho más entusiasta que la mía.

«Querido psiconauta: ¡has pasado de la escala de Planck a la escala de Jacob! Te deseo suerte en esta nueva aventura», le escribí.

Me preguntaba qué habría sido de Andy y de su libro.

Pensé que hablar con alguien sobre la prueba de selección a la que me enfrentaba al día siguiente me ayudaría a afrontar la tensión. Elena había confiado en ella. ¿Por qué no habría de hacerlo yo? Si ya me había abierto al mundo de las videntes, el siguiente paso era abrirme al universo psicomental, creer en los psicólogos.

Quedamos en un bar cerca de su casa, un bar de copas normal y corriente. Sabiendo que a Annette le gustaba beber, no me equivoqué al suponer que prefería hacerlo acompañada. Con el segundo whisky me animé a explicarle mi situación. Y, mientras lo hacía, vi que todo estaba unido: los quarks, mi crisis con Elena, la conferencia de Turín, Barry Ledig, la pistola humeante con la que le disparé, el puesto al que optaba en Brookhaven, el accidente de Elena. Cuando terminé, llevaba mediado el tercer whisky.

Era evidente, sin necesidad de que me psicoanalizara, que me sentía culpable y que por eso mismo no me juzgaba digno del puesto. Y dado que Annette sabía de qué calaña estaba hecho, pensé que hasta me daría la razón.

No lo hizo. Sí me hizo, en cambio, muchas preguntas sobre Brookhaven, sobre el puesto, sobre lo que me atraía de ese trabajo. Se interesó por los quarks, de los que ni siquiera había oído hablar. Me dejó que le hablara de algunos quarks, como «encanto», «arriba», «abajo», «fondo», y los demás, y de los colores que habíamos inventado para identificarlos y combinarlos. Y alzó las cejas cuando le dije que los quarks están confinados a perpetuidad, en tripletes, dentro del protón, y que, cuanto más se los trata de separar, mayor se vuelve la fuerza que los une.

– ¿Por qué? -inquirió-. Quiero decir… ¿qué los aprisiona?

– El vacío.

– ¿Y qué es el vacío? ¿Es algo? ¿La nada?

– El vacío, en teoría, es algo muy dinámico. Contiene partículas virtuales que aparecen en pares, luego se aniquilan y vuelven a desaparecer. El vacío no está vacío, sino frecuentado por…, digamos, criaturas extrañas. -Escarbé el aire con los dedos.

– ¡Qué vacío más lleno! Creía que el vacío es un absoluto. Y esas criaturas extrañas, ¿qué son?

– Son nudos y torceduras complejas, topológicamente hablando -me daba cuenta de que parecía un profesor de universidad borracho, al que le empieza a costar trabajo pronunciar palabras largas-, nudos emparentados con… «agujeros de gusano».

– ¿Agujeros de gusano? -Se desternillaba.

– Exacto. Son lugares donde el espacio se retuerce sobre sí mismo y nada es lo que parece. En el mundo cuántico, nuestra lógica salta en mil pedazos.

Reía adorablemente ebria. Reía como si todo fuera una absurda broma. El vacío nos rodea, le dije. El vacío nos inunda. Estamos llenos de vacío.

– ¿Qué pensarías tú que ocurre cuando hago esto? -pregunté posando mi mano sobre la suya.

– Pensaría que estás tratando de seducirme.

– Me refiero a lo que ocurre en el contacto, entre los átomos.

– ¿Que tus átomos tratan de seducir a los míos?

Retiré suavemente la mano. Me ardía.

– En realidad -dije-, tus átomos de la superficie de la mano y los míos no se rozan siquiera. Lo que contacta es tu vacío y mi vacío.

– Nuestros vacíos sedientos de totalidad.

– ¿Tienes sed de… totalidad?

– En este momento sólo estoy sedienta de gintonic.

Llamó al camarero y pidió la bebida. Yo también necesitaba más dosis de alcohol para atravesar el nuevo campo magnético y llegar indemne al otro lado.

– Se pierde la fe, pero no la sed de totalidad -dijo Annette, haciendo girar los cubitos de hielo en la disolución-.Yo me eduqué en un colegio católico de Chile, durante la dictadura. En mi entorno, ser católico no era una cuestión de elección, iba adscrito a mi cédula de identidad. Además, de muchacha era muy devota, un punto mística. Rezaba mucho a Dios, hablaba con él todas las noches, al acostarme, y ¡lo gracioso es que él me contestaba! Sus mensajes, que no estaban hechos de palabras, sino de ideas, vibraban dentro de mí. Y me llenaban de paz. Cuando empecé a tener uso de razón y comprendí lo que ocurría a mi alrededor, en los años ochenta, la Iglesia católica se enfrentó al régimen militar. Muchos sacerdotes y monjas fueron torturados y desaparecidos bajo la acusación de terroristas o de proteger a terroristas. Hubo curas incomunicados en Cuatro Álamos. Nada que ver con lo que ocurrió en Argentina, donde la Iglesia fue cómplice de las Juntas Militares. En mi país, la Iglesia luchó por los chilenos. Así que cuando me fui a estudiar a París, algo por lo que siempre me he considerado una privilegiada, tenía razones de peso para sentirme orgullosa de mi catolicismo, de los mártires de la Iglesia. Pero con el tiempo fueron calando en mí otras lecturas, otros pensamientos, ya sabes, Camus y todos los demás, no te aburriré con la lista, y me puse a analizar seriamente los preceptos religiosos, y a ese Dios que supuestamente está ahí arriba, interesadísimo en todo lo que hacemos, para premiarnos o castigarnos, y para darnos nuestro merecido al final de la vida. Y fui comprendiendo con horror que, en realidad, yo nunca había escuchado a Dios, sino a mí misma, a una construcción de mi mente llamada Dios, que me colmaba de paz y amor por autosugestión. En realidad no fue todo tan rápido, diría que tardé algunos años en ver con claridad que la religión católica nos infantiliza y nos convierte en seres sumisos, incapaces de pensar por nosotros mismos. Habiendo perdido la fe en la Iglesia, aún mantuve mucho tiempo la fe en Dios, no en el Dios de la Biblia, antropomórfico, sino en un Dios creador del universo, una entidad mística, ubicua, que podía llamarse Amor. Y quise creer que era este Dios despersonalizado, morador del universo, el que me había hablado y aconsejado durante toda mi vida. Pero también este Dios sucumbió a un elemental análisis racional, y vi que era de nuevo otra proyección de mi mente, de mi necesidad de sentirme parte de un plan supremo, colmado de sentido, parte importante del mundo, y de dar un orden y un sentido a mi vida. Fue muy doloroso asumir que este Dios también era un producto de mi fantasía, de una increíble fantasía colectiva, y que había vivido en un permanente autoengaño. Me sentí débil y miserable, me detesté, pero luego resurgí de mis cenizas y comprendí que más bien debía sentirme orgullosa de haberme atrevido a pensar por mí misma, dejando a un lado las necesidades y flaquezas de mi ego. Por eso es cierto que perdí la fe, pero nunca he perdido el ansia de totalidad. En fin, ésta es mi historia de una fe marchita, creo que me he desviado del curso de nuestra conversación. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, el vacío. Las partículas. La oferta de trabajo en ese laboratorio de Brookhaven. ¿Por qué no me hablas de ese trabajo?

– Bien, digamos que lo que se proponen en el Laboratorio Nacional de Brookhaven es derretir el vacío.

– ¡Derretir el vacío!

– … Y de ese modo despegar los quarks. Derretir el vacío equivaldría a volver al estado del universo en los primeros instantes. El grupo RHIC pretende hacer chocar núcleos de oro a altísimas velocidades en trayectos de cuatro kilómetros, dirigidos por imanes superconductores y con energías de cien mil millones de electrovoltios. Y todo ese despliegue para encontrar respuesta a las grandes preguntas, como: ¿Cuál es el origen de la masa?, ¿Cómo empezó el universo?, ¿Por qué las mujeres son tan raras?

Ella se echó a reír.

– Me temo que, sea como sea el universo, los hombres jamás nos entenderéis.

Su risa era una sacudida de felicidad, algo expansivo, envolvente y maravilloso.

Al final, yo también acabé riéndome de mí mismo, con la última copa que era incapaz de terminar.

– Creo que necesitas ese trabajo, Lucas. Cuando hablas sobre esas cosas, los quarks, no te pareces a nadie que haya conocido. Eres único. Eres un morceau de musée. Por otra parte, el fracaso de una relación de pareja no tiene por qué significar también un fracaso mortificante de todo el plan de vida de la propia existencia. Así que… ¡A por ello! ¡Demuéstrales que, eres el mejor!

Mi velada con Annette había dado un giro al estado de ánimo con el que me enfrentaba a la prueba. Ya no pensaba que merecía fracasar. ¿De qué me iba a servir fracasar? ¿Arreglaría algo del pasado? ¿Haría de mí una mejor persona? Nada de eso. Lo que hice, hecho estaba. Debía seguir adelante.

Un inglés, un alemán y un español se encuentran en una oficina para concurrir a una prueba que desconocen. Parece un chiste. Lo malo es que en este chiste nadie hablaba, no había diálogos. Nos limitamos a mirarnos de soslayo. Éramos tres treintañeros bien trajeados con caras de preocupación a las nueve de la mañana en la vigésimo quinta planta de un inmueble de oficinas de Montparnasse. Tres depredadores deseosos de aniquilar a sus dos rivales. Una secretaria de un rubio oxigenado nos había invitado a esperar en unas butacas.

Tras recibir una llamada, la secretaria nos acompañó al despacho de nuestro examinador, que nos recibió con una sonrisa discreta y al mismo tiempo divertida, como si todo aquello tuviera algo de gracia. «Welcome to the japanesse room», bromeó. Lo de japonesa sería por la ausencia de decoración. De hecho, no era una habitación japonesa, sino una habitación completamente vacía, salvo por las tres sillas formando un triángulo. Cada silla tenía un brazo con un pequeño dispositivo electrónico. Eso y unos estores de lino, color crudo, para tamizar la luz del exterior. Los estores eran de estilo zen.

Mr. Walter nos invitó a ocupar una silla, y él permaneció en pie sin dejar de sonreír.

– Bien, les explicaré en qué consiste el juego, porque esto ante todo es un juego endiablado. Vaya por delante que son ustedes buenos candidatos para el puesto. Lo que pretendo averiguar con todo esto es quién de ustedes posee una cualidad muy preciada y poco frecuente que llamamos «visión». Es algo que va más allá de la inteligencia. Y para averiguar si tienen visión, lo primero que vamos a hacer es vendarles los ojos.

Acto seguido, la secretaria nos cubrió a cada uno con un antifaz negro. Lo hizo con cuidado, asegurándose de que no entraba la luz por ningún resquicio. En un instante todo lo vi negro me pareció escuchar con mayor claridad a Mr. Walter.

– Vamos a pintarles a cada uno un círculo en la frente. Este círculo puede ser de dos colores: rojo o azul. Ganará quien primero descubra de qué color es el suyo. Les daré una única pista: tan pronto como se lo indique, se retirarán el antifaz y observarán el círculo de los otros dos candidatos, y si uno o ambos es rojo, dirán en voz alta: «Sí». En caso contrario, si ninguno es rojo, dirán: «No». Más allá de esto, no se permite pronunciar palabra. Tan pronto como uno de ustedes sepa la solución del acertijo, debe pulsar el botón del dispositivo. El primero que lo haga, si su respuesta es correcta, obtendrá el puesto. Obviamente, un error conlleva quedar eliminado. Mucha suerte y… ¡a por ello!

Noté en mi frente el contacto húmedo de la punta del rotulador esbozando un círculo entre mis cejas y pude oler el intenso perfume en la muñeca de la secretaria. Poco después, a una orden de Walter, nos quitamos el antifaz y nos cruzamos una mirada relampagueante, y en un segundo, al unísono, los tres dijimos «Yes».

Los tres veíamos un círculo rojo. En mi caso veía dos llamativos círculos rojos, uno en cada frente. Por tanto, cada uno estaba viendo, al menos, uno rojo.

¿Qué veían, además, en mi frente? Ya fuera rojo o azul, se justificaba el «sí» por el segundo círculo rojo que veían. ¿Cómo saber de qué color era mi círculo? Con la información disponible, no parecía posible. Me vi en un atolladero. Era obvio que el juego consistía en llevarnos a esta crisis. No nos habían marcado de forma aleatoria. Se trataba de encontrar la trampa o algo así, o el resquicio lógico. Si uno de mis dos contrincantes tuviera la marca azul y los tres hubiésemos contestado un sí, estaría claro que el de la marca roja estaría viendo en mi frente el color rojo. Entonces no haría falta ser un genio para deducir mi color. Pero no era el caso.

Empecé a torturarme la mente para discurrir a gran velocidad. Apenas habían transcurrido unos pocos segundos desde nuestro «Sí». Repasé la información, en busca de algún elemento que me ayudara a avanzar. En los dos primeros segundos llegué a una conclusión segura: es imposible acertar, a menos que me la jugase al azar (una entre dos). Cinco segundos después, me di cuenta de que algo había cambiado. Había un dato nuevo, relevante, que debía considerar: los segundos pasaban y nadie respondía. Esto era así, sin duda, porque todos veíamos lo mismo. Todos veíamos dos círculos rojos. Todos estábamos en el mismo atolladero.

Fue entonces cuando pulsé el botón de respuesta.