37944.fb2 El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

18

Para celebrarlo, Annette y yo cenamos en un moderno restaurante del 133 de Champs Elysées, servidos por camareros muy serios, vestidos de verde, que hablaban con acento de París. Ocupamos una mesa libre en una esquina, junto a una mampara de vidrio laminado con vistas a la majestuosa plaza iluminada. Annette se había debido de tomar sin duda un par de copas o más antes de llegar. Me recomendó la perdiz a las finas hierbas con puré de manzana servido con arroz salteado y betterave, esto último no supe qué era -el menú no estaba traducido al castellano-, pero sonaba perfecto.

– Betterave? -Sonrió-. No recuerdo cómo se dice en español. ¡Hace tanto tiempo que vivo en Francia que ya empiezo a olvidar mi propia lengua! Es una hortaliza muy rosa,' redonda y dulce. Se come cocida en ensalada.

Annette dibujó una remolacha en el reverso de su tarjeta de visita.

– Este lugar está lleno de bobos -murmuró con satisfacción, mirando discretamente alrededor.

– No lo había notado. ¿Cómo lo sabes? ¿Les has pasado a todos un test de inteligencia, o es puro ojo clínico?

Ella se echó a reír llevándose los nudillos al puente de la nariz.

– Aquí llamamos «bobo» al bourgeois-bohémien. Es un estilo de vida. Burgués acaudalado que no renuncia al romanticismo un punto bohemio. Es culto, sibarita, amante del cine y la literatura; frecuenta cafés musicales y literarios, como el Café de Flore; lleva zapatos de diseño y vota a los partidos de izquierda.

– ¿Y tú?

– Bobo de la cabeza a los pies.

– Yo soy un bobo español. Un bobo de verdad. Por cierto, ¿por qué dejaste Chile?

– Me fui de mi país por amor a mi país. Porque no podía quedarme viendo cómo lo destrozaban.

– Pero hace cuatro años que tenéis democracia.

– ¿Democracia? -replicó con dolida incredulidad-. Eso dicen. Mira, hay que estar allí para saber lo que pasa en realidad. Pero no hablemos de eso ahora. Brindemos por Francia, y por Brookhaven.

Chocamos suavemente las copas y hundimos los labios en un oscuro Château Michelet del 88.

Pronto nos trajeron el entrante, un auténtico cuadro culinario. La cantidad de comida de las raciones era inversamente proporcional al tamaño de los platos.

Annette creía que había dado un paso en firme, pero en realidad carecía de boyas en este mar de dudas.

– Así que marchas a mi país. ¿Puedo preguntar la razón?

– Tengo que encontrar a un antiguo amigo de Elena, llamado Gustavo Valenzuela, y entregarle una carta y una reliquia indígena, un deseo que Elena no pudo cumplir.

– ¿No puedes localizarlo por teléfono y enviarlo por correo?

– Prefiero hacerlo en mano. Además, debo hablar personalmente con él.

En cuanto terminamos la botella, Annette me preguntó si quería cambiar de vino. Lo cierto es que el Burdeos me resultaba un tanto amargo, comparado con los tintos españoles. Tras consultar la carta, Annette se decidió por un Borgoña; pidió un Château de Beauregard Poully Fuissé. Resultó una elección perfecta.

Tras beber un sorbo, me miró con una fijeza que me incomodó.

– Elena me habló mucho de ti, Lucas. Te admiraba. En serio. Te tenía completamente idealizado. Tenía verdadera dependencia patológica. Cuanto más la dejabas de lado, más te amaba. Siempre atribuía el fracaso a sus errores. Creía que había hecho algo mal. Ni siquiera se atrevía a preguntar «¿En qué me equivoqué?».

– Se equivocó en enamorarse de mí.

– Para ella eras… un amor inalcanzable.

– Debimos dejarlo cuando aún estábamos a tiempo.

– Sí, debisteis hacerlo. ¡Era una mujer tan buena! -La voz se le quebró por la emoción.

– Eso que dijiste la otra vez, lo del falso… Xanadú es una bobada.

– Bien sûr, monsieur La Raison. Te crees el no va más de la objetividad.

Los ojos le brillaban y resultaba graciosa.

– «Si los hechos no se ajustan a la teoría, cambia los hechos.» Ley de Murphy -dije.

– Pensaba que esa ley se reducía a lo de la tostada con mantequilla. Por cierto, qué gran verdad. Se cumple siempre. Supongo que tú tendrás la explicación científica, señor físico.

– Bien, no es precisamente el tema de mi tesis, pero a bote pronto se me ocurren un par de explicaciones. Primera: que la tostada no está equilibrada, pues el peso de la mantequilla hace que la probabilidad de caer por una cara o por la otra no sea la misma. Segunda: aunque fuera tan equilibrada como una moneda nueva, el hecho de caer una o varias veces en la misma cara no indicaría una tendencia. Habría que repetir la prueba un número de veces estadísticamente significativo.

Annette hizo una señal al camarero, que acudió solícito.

– Tráiganos quince tostadas, ah, y un buen plato de mantequilla.

– Quinze, mademoiselle?

– Mi amigo y yo hemos decidido que hoy rompemos la dieta, ¡y queremos hacerlo a lo grande!

El camarero fingió no darse cuenta de que estábamos bebidos.

– Si me permite una sugerencia, señora, tal vez en lugar de mantequilla prefieran nuestro exquisito foie micuit.

– Es una buena sugerencia, pero tenemos un irresistible antojo de mantequilla, ¿verdad? -Me miró y yo asentí.

El camarero se retiró con el pedido.

– ¿Quieres que nos echen? -le dije-. ¿Qué piensas hacer con quince tostadas?

– Verificación experimental. No podemos arriesgarnos a probar con una tostada mal balanceada, que tienda a caer siempre por el mismo lado. Para contrarrestar este sesgo necesitamos una tostada distinta para cada ensayo. ¿Me equivoco?

– Es correcto.

– Además, imagino que una tostada al microscopio es muy irregular. Nada de supersimetrías y esas cosas, ¿verdad?

– Más bien física del caos.

– Partiendo del hecho de que siempre habrá un lado más pesado que el envés, dejemos al azar si untamos de mantequilla el lado más pesado o el lado más ligero, en sucesivos intentos.

El camarero dispuso en nuestra mesa un plato de tostadas; cubiertas por un paño fino y una pequeña bandeja con un bloque de mantequilla. Las tostadas aún calientes parecían perfectas para un experimento en toda regla. Antes de retirarse, el camarero comprobó por un asentimiento de Annette que todo estaba a nuestro gusto.

– ¡La hermenéutica de la tostada nos dará la sabiduría!; -rió.

La blanda textura de la mantequilla facilitaba la tarea de aplicar una capa fina y ligera. Al terminar, extrajo del bolso una pequeña libreta y trazó una línea en una hoja para anotar los resultados, C («con») y S («sin»). Se volvió a ambos lados para comprobar que nadie nos estaba observando y sostuvo la primera rebanada en posición vertical a la altura de la mesa. Allá va.

Primer lanzamiento: S

Segundo lanzamiento: S

Una comensal de la mesa de al lado nos lanza una mirada de reprobación, al tiempo que susurra a su compañera:

– Quelles maniéres!

Annette finge no oírlo y deja caer la tostada una y otra vez.

Tercero: S

Cuarto: S

Quinto: S

Sexto: S

No quería mirar al suelo, pero la curiosidad era excesiva. En el octavo ensayo con el mismo resultado, comencé a interesarme por esta curiosa tendencia unívoca.

– Ahora tienes que continuar tú, para que no se pueda decir que yo no las dejo caer horizontales. Repartamos equitativamente el factor humano.

Los comensales de al lado se removían en la silla, escandalizados. La sonrisa de Annette era tan radiante que logró disipar mi sensación de ridículo. Incluso me sentí liberado cuando efectué mi primer lanzamiento. Y aún más en los siguientes ensayos. Insólito: todas las rebanadas cayeron por el mismo lado.

Los quince ensayos sin excepción fueron anotados en la columna S. No hubo modo de que nuestra tostada cumpliera la ley de Murphy.

Quince sucesos no son muchos para verificar una teoría, pero la claridad del resultado parecía rebatir la ley de Murphy con cierta solvencia. Ella negó con la cabeza.

– Más bien deberíamos concluir que cuando se quiere demostrar la ley de Murphy, ésta no se cumple, para fastidiar.

Antes de tomar un vuelo a Santiago de Chile, pasé una extraña noche de jarana con mi hermano y sus amigos bohemios, que celebraban la inauguración de su nueva exposición de óleos en una taberna española con el infame nombre de «Torero's, bar de tapas». Por la efusión de su saludo, nada más llegar me di cuenta de que ya estaba bastante bebido. Me presentó a su novia Fleur, una imponente guineana de piel café, uno noventa de altura, pechos opulentos y anchas caderas, que se conducía como la maestra de ceremonias, con desparpajo y simpatía, hablando a ratos francés, a ratos español con el grupo de argentinos y españoles. En el momento en que me puse de puntillas para besarla, no pude evitar evocar a mi madre, cómo le caería esta noticia. Formaban una pareja estrafalaria, él tan delgado que parecía perderse entre las hechuras de su novia. Había barra libre y los botellines de cerveza circulaban de mano en mano. El bar pertenecía a un amigo de Pablo y lo había cerrado para nosotros. La exposición se ofrecía en una trastienda que antes era una sala de futbolines, y los cuadros de mi hermano ocupaban, a diferentes alturas y muy juntos, las cuatro paredes empapeladas de amarillo.

Me habría gustado poder decir que me encantó la exposición. Como me temía, sus temas seguían siendo retratos anónimos de caras deformes y bodegones con insectos marca de la, casa (cucarachas de antenas largas y enormes gusanos entre la, fruta podrida). Él hablaba, en fin, de la influencia de las pinturas negras de Goya en su visión artística, pero nadie se lo tomaba en serio. Afirmaba que en su pintura buscaba representar el misterio humano. Cuando le pregunté en qué consiste eso del misterio humano, me miró como a un necio.

El color predominante de su paleta continuaba siendo el color mugre. Más que una inauguración de exposición fue una juerga de amigos que cada dos por tres brindaban por el artista. Curiosamente, nadie se acercaba a ver los cuadros.

Su compañero de piso, un argentino arrogante, me comentó que esos mismos cuadros los había expuesto antes en tres lugares diferentes, y a las inauguraciones habían asistido los mismos incondicionales.

A las cinco de la mañana me retiré, agotado y aturdido por el humo de los cigarros de marihuana. Mi hermano me despidió con un fuerte abrazo y me dijo, con torpe vocalización y escaso equilibrio (Fleur lo sostenía, sonriendo), que aquel reencuentro había servido para unirnos.

No supe cuándo volveríamos a encontrarnos.