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Altitud: 11.120 metros. Temperatura exterior: -59 grados. Hora local: 23.17. La luz piloto al extremo del ala desbrozaba las tinieblas. Volábamos hacia la noche, ampliando la noche, prolongando su manto. Volábamos contra la órbita terrestre. Abajo, una extensión tenebrosa: el negro océano.
Dormí muchas horas, soñé cosas extrañas, y mis sueños estaban poblados por mujeres. Se mezclaban Annette y Elena, y en alguno también apareció Vera y Lady Macbeth; a veces Elena asumía la caracterización de Annette y era psicóloga, y vivía en París, o adquiría rasgos de Vera, tenía el rostro y la voz de Elena Blanco, pero adivinaba el futuro, su propio futuro, y siempre acertaba con su muerte. Era un personaje trágico, encaminándose a su final, contando las horas que le faltaban. De cuando en cuando me despertaba arrebujado en la manta azul marino de la compañía aérea, encogido en mi asiento 25 A. Mis oídos se destapaban de golpe y se hacía presente el monótono zumbido del avión, en la semioscuridad pespunteada por las suaves luces rojas de los paneles del techo abovedado. Volvía a dormir y ahí estaban ellas otra vez, Elena con la máscara de jade al cuello, y en todos los sueños en los que aparecía Annette desempeñaba un papel positivo, arrojaba claridad en medio de la confusión.
Aterrizamos en Santiago de Chile, en plena primavera. Fue como un despertar a la luz, a una luz distinta, meridiana. El aire puro me reanimó. A la salida del aeropuerto internacional de Pudahuel, al mediodía, un termómetro marcaba 25 grados. Taxis negros con techo amarillo. Tomé uno hasta el hotel Carrera. Me sentía cansado, hecho un asco. Demasiadas horas de mal dormir, alimentándome de comida plastificada. En cuanto llegué a la habitación, me duché, me cambié de muda y telefoneé a Andy, como habíamos acordado. Me invitó a cenar a su casa. Puse el despertador a las siete y me acosté.
Lo primero que me gustó del nuevo país fue su bebida nacional, el pisco sour. Con la segunda copa ya me sentía como en casa. Otra ventaja de visitar un país, una ciudad, es poder reunirte con algún viejo amigo, cuya pista había empezado a borrarse.
En los primeros momentos, como era de esperar, me abrumó un tanto con sus muestras de efusividad, no porque no pudiera corresponder a su alegría, sino porque, dado que no soy tan expresivo como él, y mucho más lento de reacciones, en comparación parecía no conseguir estar a tono con el momento. Me agradó ver que no había cambiado, salvo que estaba un poco más delgado y con muchas más canas, además de bastante ojeroso, y los ojos un punto irritados, como si llevara varias noches sin dormir. En su alegría por el reencuentro advertí un punto de fuga en otra dirección opuesta. Él también y me examinó de la cabeza a los pies y mi incipiente barriga le mereció una piadosa sonrisa.
– Veo que hace mucho que no subes un cuatromil.
– Acertaste. ¿Y tú?
– Bueno, hice el obligado ascenso al Aconcagua. Cinco días de caminata atravesando montañas, hasta llegar al campamento base. Técnicamente no reviste gran dificultad, el problema es respirar allá arriba. Necesitas dos o tres días para aclimatarte.
Encontraba demasiado áridos los Andes. Echaba de menos los bosques alpinos. El Valais, aquellos majestuosos anfiteatros. Desde arriba, el mundo era un océano verde.
Vivía en el 195 de la calle Morandé, esquina Agustinas, en un apartamento muy céntrico y espacioso, a veinte minutos de mi hotel. Estaba decorado con gusto, pero nada más entrar percibí cierto aire de provisionalidad. Había libros por todas partes, incluso por el suelo. Reinaba el desorden: cajas de cartón apiladas en las esquinas, una alfombra enrollada apoyada en la pared, cierto amontonamiento en las mesas. En un principio supuse que estaba de mudanza, hasta que me explicó, con una sonrisa triste, que su pareja le había dejado un par de semanas atrás, pero aún no se había llevado sus pertenencias
– Aún estoy a tiempo de quemarlas. -Sonrió.
La mesa estaba puesta. Un rato después despachábamos, unas sabrosas costillas de cordero patagón. El cuchillo se hundía en la carne aromática, y mi estómago reaccionó como si llevara tres días sin comer. Ese cordero no le habría gustado a Elena. No le gustaba el cordero cuando sabía demasiado a cordero. Le gustaba la ternera, siempre y cuando no supiera demasiado a ternera. Si tenía un gusto indefinido entre ternera y cordero no le importaba, tampoco había problema si el cordero o la ternera podían pasar por buey, mientras no supiera demasiado a buey. Con un besugo que supiera mucho a besugo no había problema.
– Así que me has pillado en plena crisis -dijo Andy-, pero qué bueno que hayas venido, Lucas.
– ¿Llevabais mucho tiempo juntos?
– Once meses, todo un récord. Considerando, claro, que mi mejor marca anterior estaba en cinco. Ya puedo presumir de tener relaciones estables.
– Si hubiera esperado un poco más, habríais podido celebrar vuestro primer año.
Observé un póster de Freddie Mercury de 60 por 120 centímetros, convenientemente enmarcado. Él adivinó mis pensamientos:
– Montreux. -Sonrió.
– Exacto. Aquel pub con nombre de jefe sioux, ¿cómo era…?
– The Chief Horse Galopping.
– Eso es, The Chief Horse Galopping, como si lo estuviera viendo, con esa estatua del indio emplumado a la entrada.
Brindamos por Montreux y por los viejos tiempos.
Nuestro paso por Montreux fue fortuito, cuatro años atrás. Se encontraba en la ruta hacia Les Diablerets, al norte del Ródano, que planeábamos escalar, pero el mal tiempo nos obligó a esperar allí. Yo estaba un tanto frustrado, pero Andy, inmune al desaliento, me convenció para regresar al día siguiente y tomárnoslo con calma. Y aquí entra en escena aquel pub, The Chief Horse Galopping. Llevábamos un par de horas conversando y levantando cervezas, envueltos en una cálida atmósfera de humo, cuando entró el mismísimo Freddie Mercury, acompañado de unos amigos. Como fan absoluto, Andy dio el correspondiente bote en la silla al reconocerlo, a pesar de sus gafas de sol y su gorra beisbolera. A partir de entonces, fue imposible hablar de nada cabal con Andy, pendiente todo el tiempo de la mesa que ocupaba su ídolo. Precisamente, saco del bolsillo un llavero con su figura, que me mostró muy orgulloso.
– Ve y enséñaselo -le dije entre hipidos de risa-. Seguro que le conmueve.
Dicho y hecho: se presentó sonriente, llavero en ristre como un lunático con un péndulo. Sus carcajadas se oyeron en todo el local. Le hicieron un sitio junto a Freddie, y ya no pude escuchar nada más, sólo veía que Andy hablaba, gesticulando mucho, y ellos escuchaban atentos, aprobadores, y de vez en cuando se reían con las bromas de Andy; uno de ello hizo un gesto al barman, que trajo más bebida, y poco a poco comprendí que no le habían hecho un sitio porque estuvieran aburridos y necesitaran un bufón del cual reírse, sino que realmente, Andy les había caído muy simpático, especialmente al rockero, a Freddie. Los estuve observando un rato desde la barra, en la línea visual de Andy; confiando en que me hiciera un guiño, un ademán cómplice o me presentara a sus nuevos amigos, pero estaba tan absorto en Freddie, en sus palabras, en su rostro, que se olvidó completamente de mí. Durante un rato me estuve preguntando qué les habría contado Andy, de qué hablaban, de qué reían. Al cabo de una hora, aburrido de beber solo, decidí retirarme y dar un paseo por los alrededores del lago Leman, aprovechando que el cielo se había despejado y lucía una luna casi llena. Llegué hasta el castillo de Chillon, que resplandecía con una luz fantasmal en la ribera.
Aquella noche no regresó al hotel. En vano le esperé hasta que me venció el sueño. Cuando desperté a la mañana siguiente y vi que su cama seguía vacía me quedé perplejo. No lograba explicármelo. No había en el grupo una sola mujer, entonces, ¿con quién había pasado la noche? De pronto, la evidencia me golpeó el cráneo como un coco que cae de un cocotero. «Idiota -me dije-, acabas de enterarte de que tu amigo es gay.»
«La mejor experiencia de mi vida -dijo al llegar, desaliñado y con la expresión feliz de quien no ha dormido apenas-. Es tierno, y mucho más inseguro en la cama que en el escenario. Es maravilloso.»
Antes de enterarme de su orientación sexual habíamos vivaqueado a cuatro mil metros, nos habíamos calentado juntos alrededor de una hoguera, y nos habíamos abrazado por encima de la línea de las nubes. Y en ninguno de aquellos momentos sospeche nada. Me tuve que enterar porque se folló a Freddie Mercury. Esta anécdota todavía nos hacía reír al recordarla.
– La noche que pasé con Freddie Mercury: ahí tienes un buen tema para tu próximo libro. O mejor: Cómo Freddie Mercury me reveló el Tercer Ojo.
– Pobre hombre -dijo, recuperando la seriedad-, qué pronto murió. Tenías que haber estado en el concierto que se celebró en su memoria en abril del año pasado en el estadio de Wembley. Fue apoteósico. Hubo artistas de todo el mundo, los mejores. No cabía un alfiler en el estadio. Todos unidos en un mismo sentimiento, cantando a voz en grito I Want to Break Free. Ya lo creo que sí. Meses después viajé a Montreux, esta vez solo. Muy solo. Me acordé de ti, y también de él. Ya sabes que soy un nostálgico. Me pregunté por dónde andarías. Aquel pub ha desaparecido. En su lugar hay una agencia inmobiliaria. Pero han erigido una estatua a Freddie, junto al lago Leman. Te gustaría verla, tiene pose de torero victorioso, con una mano en alto. Hasta su estatua es sexy. Él solía pasar muchas temporadas allí, en Montreux, y había fundado su propio estudio de grabación. Por eso Montreux quiere recordar al gran Freddie.
En aquella época, Andy Harris ya estaba madurando la idea de dejar el CERN, los quarks, todo eso, pero prefirió no comentármelo. En estos años, su vida había hecho un gran recorrido. Se había convertido en un escritor de éxito con su primer libro de divulgación científica, The Matter of Mind, de cuya quinta edición me había reservado un ejemplar. Sentí el mordisco de la envidia, sana o insana, la envidia de su entusiasmo por un proyecto que todavía desconocía.
– A finales de los ochenta empecé a cuestionarme muchas cosas. No era feliz allí, no creía demasiado en lo que hacíamos, y todo me parecía de una lentitud exasperante. Empecé a pensar que me había equivocado de camino. Me planteé en qué consiste ser físico. En alguna parte escuché a alguien decir que un físico es la manera que tienen los átomos de conocer los átomos.
El diseño de la portada era bastante comercial: una mente que se expande en una suerte de halo luminoso hacia el espacio exterior. Escribía en un despacho rectangular del ala sur de la casa, rodeado de libros y macetas, con vistas a la Plaza de la Constitución. Traté de imaginarme a mi amigo tecleando ante un ordenador, hora tras hora, para escribir 314 páginas. Uno se pregunta de dónde extrae alguien el conocimiento para escribir 314 páginas. ¿Cuántas páginas sería capaz de escribir yo? ¿Diez? ¿Quince?
Trataba acerca de las relaciones entre materia y mente y tímidamente se aproximaba a la conciencia desde la cuántica, en tono especulativo y sin tecnicismos. Me apeteció enseguida leerlo.
El sopor que comenzó a producirme el cordero patagón me había reducido a un puro organismo desprovisto de conciencia, materia sin mente, inteligencia peristáltica. Un suave hormigueo cuántico, un borboriteo cálido recorría mi cerebelo, y hasta juraría que lo oía. Pero no: era la cafetera en la cocina. Andy Harris propuso continuar la conversación en el sillón, donde el cuerpo se hundía como un saco mullido e informe.
– La conciencia, Lucas, representa un grado de evolución insólito de la materia.
Después de esta declaración necesité un cigarrillo. Me tenté los bolsillos vacíos.
Andy no fumaba, pero afortunadamente su ex novio sí. Me alcanzó un paquete de cigarrillos que extrajo del bolsillo de un abrigo de cuero negro, colgado en la percha de la entrada. Dentro había también un mechero. Marlboro light no era mi marca, pero en casa ajena saben mejor hasta los cigarrillos de otro.
– Quédatelos; puede que no los extrañe -dijo portando el café y las tazas en una bandeja que puso sobre la mesa. Sonríe ante su pueril venganza. El olor del café me devolvió la conciencia, el ser y la nada. Retomar el hilo.
– Espera un momento, Andy. La materia, ¿evoluciona? Este verbo implica perfeccionamiento y en cierto sentido, finalidad. Y la finalidad es una atribución humana, demasiado humana.
– Si no hubiera evolución, no habría vida. Nosotros somos una evolución de la materia, a partir de la química del carbono.
– De acuerdo, por puro azar -objeté.
– Ahí te equivocas.
– Demuéstrame que somos algo más que un enorme entrecot patagón con ojos, perdido en la inmensidad de la galaxia -lo reté.
– No habría vida ni por tanto conciencia si no hubiera química orgánica, y no habría química orgánica sin las propiedades del carbono. Y no habría química orgánica si la masa del electrón no fuera la que es -aseveró-, o tuviera cualquier otro valor distinto del que tiene, ¿me equivoco?
– No, por cierto, pero ¿adónde quieres llegar?
– Fíjate entonces que el valor del electrón podría haber sido, en principio, cualquier otro, pero sólo si es el que es pueden darse las condiciones de estabilidad atómica que son necesarias para que se dé la química y la biología, y en consecuencia la aparición de observadores conscientes.
– Correcto, saltándonos, claro está, diez millones de pasos intermedios, desde los primeros ácidos nucleicos hasta la aparición de los primeros organismos; desde la célula eucariota hasta el Homo Idiota -dije.
– ¿Te has preguntado por qué la masa del electrón es la que tiene y no cualquier otra? -Sonrió.
– No me sirve como respuesta eso de «porque de lo contrario no estaríamos aquí». Toma tautología. Eso sería como decir que el sol existe porque de lo contrario no existiría el girasol.
Andy se echó a reír con mi ejemplo. Su buen humor me contagió, y añadí:
– Si, de hecho, hubiera una evolución positiva de la materia inanimada, ¿cómo se explica que existan objetos tan antiguos y estúpidos como los crucifijos y los coranes, y los enhebradores de aguja con imágenes de santos? ¡Deberían haber desaparecido de la faz de la Tierra!
– Espera, necesito otra copa. -Cabeceó, divertido.
Durante un rato escuché con agrado su teoría. Una teoría tan completa que incluía un diseño del cosmos, elegante, racional, que habría complacido a Elena. Pero ¿y la entropía?, objeté. Según la termodinámica, no vamos hacia estados de mayor complejidad, sino a la pura aniquilación, a la materia indiferenciada, una inmensa sopa de mierda y de nada.
Se nos habían terminado los hielos. La cocina conectaba con el salón por una ventana a través de la cual le vi acuclillarse frente al frigorífico y llenar la cubitera. En cierto modo, estaba disfrutando. Disfrutaba de volver a conversar sobre física, del placer de una grata conversación con un amigo.
– ¿Te has preguntado cuál es el alma de la materia? -escuché.
– Yo no sé nada del alma, Andy. No sé nada del alma ni de mi alma.
– Sabes a qué me refiero.
– Sí -admití-. En el fondo de lo invisible subyace algo que aún no conocemos. Algo que no es simplemente una subpartícula indivisible. Tal vez el vacío. O tal vez un campo de fuerzas.
– O una fuerza de la que emanan todas las demás.
– Es posible.
– En realidad, no es una fuerza física, Lucas, sino un campo espiritual. Este campo impregna todo el universo. ¿No crees que tiene sentido?
– Desde luego que lo tiene. Pero hay otras teorías con sentido acerca de este mundo sin sentido.
– Este mundo sí tiene sentido.
– ¡Si tú lo dices!
Caminaba lentamente por el salón mientras conversaba; se paraba a dar un sorbo y mirarme, y yo le seguía en mi línea visual, despeinado como un filósofo, como me imagino que deben de ser los filósofos cuando disertan como quien piensa en voz alta, para instruir a los legos, una mano en el bolsillo del vaquero y la otra en el vaso, del sillón a la ventana y de la ventana a la estantería, rodeando las cajas, la mirada a ratos perdida. Me di cuenta con un pellizco de nostalgia de que sí había cambiado, de que no era exactamente el mismo hombre que yo conocí, el escalador alegre y tenaz, el compañero de equipo que analizaba los datos del diseño experimental en el SPS; su mirada tenía un nuevo brillo, y se expresaba con una convicción desconocida, y este nuevo hombre que en realidad era una evolución del anterior (tal vez una evolución positiva, como la evolución de la materia según su teoría) me seguía resultando humano y cercano, aunque quizá un punto vago e incomprensible, casi poético, tanto que en un gesto de la mano que sostenía el vaso se le derramó un poco de licor al suelo.
Habló de las facultades misteriosas de la mente. Le pregunté si creía que es posible predecir acontecimientos futuros.
– Por supuesto.
– ¿A pesar del principio de incertidumbre?
– Sólo es válido para la cuántica -repuso.
– ¿Quién puede predecir qué curvas va a adoptar, el humo de este pitillo que sostengo en la mano?
– Nadie. Ni el mejor físico -admitió.
– ¿Quién puede predecir cómo se comportará tu novio cuando entre por esa puerta?
– Sólo podría aventurar que entrará de mal humor. Pero tal vez me equivoque y me traiga un regalo. No me preguntes cómo reaccionaría yo en ese supuesto.
– ¿Puedes predecirlo?
– ¡En absoluto! -Sonrió.
– No podemos predecir el comportamiento humano.
– Hay potencias en la mente que no son las del cálculo, y permiten no sólo predecir, sino adivinar.
– Me gustaría saber cómo es posible esto.
– Quiero enseñarte algo. Para mí es una manifestación maravillosa de la clarividencia y la capacidad de conocer lo que aún no se puede conocer -dijo Andy.
Me entregó un pequeño libro de Edgar Allan Poe, en versión inglesa, titulado Eureka.
– Es la obra maldita de Poe. No es ni literatura ni ciencia. No la entendieron en su época y le llevó a la destrucción.
Admití que no había leído nada de ese autor. Intrigado, le pregunté qué tenía esa obra de clarividente.
– Es una especie de visión del origen, la historia y el destino del universo, escrita en 1847, que presenta asombrosas coincidencias con las teorías cosmológicas más actuales. A su manera, describe el Big Bang y también el Big Crunch, cuando, por supuesto, no existían estos conceptos, ni tan siquiera existía la cosmología.
– De hecho, la cosmología nació un siglo después -observé.
– Así es. A mediados del siglo xix se desconocía, por ejemplo, por qué el sol y las estrellas emiten luz y calor. Los telescopios tenían un alcance muy limitado. Y en cuanto a la materia, se creía que el átomo era indivisible y apenas se sabía nada de él.
– Lo leeré con mucho interés.
– Quédatelo, te lo regalo. Y ahora dime, ¿qué planes tienes ahora que ya no estás en el CERN?
Le hablé de mi nuevo puesto de subdirector de la división experimental del RHIC en el Laboratorio Nacional de Brookhaven.
– ¿Cómo? -Se giró, sorprendido-. ¿Con Barry Ledig?
Asentí.
– Te recuerdo -dijo- que fue él quien boicoteó la presentación de nuestros trabajos sobre los quarks en la conferencia internacional de Turín, ante la comunidad científica. Dijo que nuestros resultados eran vacuos.
– Digamos que se ha retractado.
– ¿Ante quién? ¿Ha convocado una conferencia para admitir su error?
– No, desde luego que no.
– ¿Entonces?
– El tiempo nos ha dado la razón. Nuestra sopa de quarks era real. Ahora han mejorado las instalaciones y tienen la tecnología necesaria para avanzar desde donde nos quedamos.
– A mí no me ha pedido perdón.
– El caso es que me tiende la mano y me brinda una oportunidad. Estoy sin empleo, Andy, y ya sabes que yo no sirvo para otra cosa.
– Ese tipo no se merece tu talento.
– Gracias, pero así como tú pareces desencantado de los quarks, yo estoy volviendo a cobrar ilusión por apresarlos.
Conversando sobre mi futuro en Brookhaven se nos hizo tarde. No supe si desaprobaba mi decisión por el temperamento de Barry Ledig o porque quería incluirme en su equipo.
Volvimos paseando a mi hotel. La noche estaba apacible y hacía una temperatura veraniega. Me costaba esfuerzo creer que fuera diciembre. Mientras charlábamos observaba a la gente, su forma de hablar y de vestir, sus gestos, sus caras. Trataba de situarme en la nueva latitud, y sin embargo, pese al largo viaje, no tenía la sensación de hallarme en un país muy diferente al mío en una ciudad distinta a otra europea; el indigenismo escaseaba. Me agradaba la sencillez y la bullente vida de sus calles, y me alegraba de haber hecho ese viaje y de haberme reencontrado con Andy.
En el vestíbulo del hotel me regaló un ejemplar de su libro, con una emotiva dedicatoria: «Para Lucas, por nuestra vieja amistad».