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Aquella misma noche leí Eureka. En el prólogo se explicaba lo que para su autor había significado esta obra. Poe le escribió a su esposa Virginia Clemm: «No tengo deseos de vivir desde que escribí Eureka. No podría escribir nada más». ¡Extraña afirmación! Según el editor, Poe le anunció que su libro iba a revolucionar la ciencia y el conocimiento humano. Estaba firmemente convencido de ello. El editor no le creyó e imprimió tan sólo quinientos ejemplares en marzo de 1848 y el libro fue acogido con desdén por lectores, críticos y científicos. No se comprendió en absoluto, y no es de extrañar que así fuera. Su redacción es, a todas luces, estridente y desatinada. Se diría que es el producto de un arrebato incontenible, o que ha sido compuesto bajo el efecto de las drogas o en el transcurso de un delirio. Abunda en palabrería metafísica, en referencias a Dios, su tono es altisonante, exaltado y, a ratos, resulta ininteligible.
Sin embargo, Andy tenía razón. Poe describía, a su manera, el Big Bang. Anunciaba que todo el universo surgió de la nada a partir de una «partícula primordial». A continuación, la materia se «irradia» alrededor, dentro de una «limitada esfera de espacio» con un «número inexpresablemente grande de átomos». Describe la expansión del cosmos a partir de ese punto original y cómo lentamente, merced a la gravedad, la materia se condensa y se forman los astros. Habla de la gravedad como la fuerza que provoca el colapso del universo y su contracción (aunque no lo enuncia con estos términos, pues no existían en su época).Y no se queda ahí: Poe imagina también que en un lejano futuro esta expansión seguirá un proceso inverso, «volverá sobre sí misma», por efecto de la gravitación, hasta regresar a la partícula primordial, su unidad original, para recomenzar de nuevo. Y concluye que este ciclo «continúa para siempre; un nuevo universo irrumpe a la existencia y luego se hunde en la nada, a cada latido del corazón divino». Me pareció realmente insólito. ¡Estaba hablando del Big Crunch!
Él mismo describió en su libro lo que Andy llamó clarividencia: «Nada sé de caminos, pero conozco la maquinaria del universo. Eso es todo. Lo aprendí con mi alma, lo alcancé por la simple fuerza de la intuición».
Un día entero dediqué a adquirir lo que necesitaba: agua, crema de protección solar, ropa fresca y blanca, gorra de visera, gafas de sol, pastillas de glucosa, potabilizadores de agua, un grueso abrigo, mantas para las gélidas noches, linterna y un botiquín básico. Alquilé un Range Rover 2.5 TD, casi nuevo. Era perfecto para los agrestes desfiladeros de Atacama. Al amanecer enfilé la Panamericana A-5, paralela a la costa, dirección Arica. Es imposible perderse en esta carretera que baja de norte a sur y atraviesa todo el continente como un espinazo.
A medida que me acercaba al norte, pasado Antofagasta, el paisaje se iba tornando más y más árido. Es algo que ocurre gradualmente, pero no por eso deja de sorprender. Sales de un sur lluvioso, cruzas una región central con una llanura de amables labrantíos y pastizales, jalonada por pueblos, y a medida que te adentras en el norte o valle costero, la orografía se vuelve inhóspita. Atraviesas un extraño pasillo: a un lado, el interminable océano; al otro, el desierto y la precordillera de los Andes; a un lado, el sol estallando contra el violento azul; al otro, el reverbero de Atacama. Y en medio de nada, la carretera que se iba quedando más vacía a medida que me alejaba de la capital. Cuando quise poner el aire acondicionado, descubrí que estaba averiado.
Pasado Iquique, las poblaciones son cada vez más pequeñas y escasas. Reposté en un surtidor de la oficina salitrera Santa Laura, una mina abandonada en medio de un montón de máquinas en ruinas. En torno a este lugar se alza un pequeño pueblo, con su iglesia y su escuela. Aún se conservan pequeñas oficinas y un campo de fútbol vacío, de tierra hollada como si hubiera pasado por ella un rebaño de caballos, y las porterías oxidadas y sin red. Sólo se escuchaban las cigarras junto a un pequeño tamarugo de escuálida sombra. Yacimientos salinos de nitratos, nitratos de Chile. Oxígeno, sosa, cal, potasa. Todo esto tenía un encanto indudable, el de la llanura plana y salina y sin una maldita cabeza de ganado, y la carretera polvorienta como un inverosímil signo de civilización; y arriba, sobre un cielo blanco, el sol licuante.
La Panamericana cambia de nombre durante un par de kilómetros por el de «calle Comercio», al atravesar el diminuto pueblo de Pozo Almonte, pues esta carretera es su única calle, con algunos tristes comercios. A algo más de un kilómetro, la siguiente localidad tiene nombre de western: Humberstone. Es otra aldea fantasma erigida en torno a una oficina salitrera, venida a menos cuando el negocio dejó de ser rentable, a principios de los sesenta. Las casas se conservan en buen estado y la iglesia parece restaurada. Recorriendo sus parajes encontré una piscina de cobre con techumbre de caña, casas de antiguos mineros, una «pulpería» vacía. A las cuatro el calor abrasaba la garganta. Como en una imagen del far west, vi pasar, empujada por el viento, una de esas bolas de arbustos resecos llamadas salsolas. Paré, bebí y agoté el primer bidón de cinco litros. Di un breve paseo por los alrededores para estirar las piernas y tuve la impresión de que todo aquello me iba a gustar. Mientras almorzaba comida enlatada rebañada en pan apoyado contra la trasera del coche, me entretuve en buscar similitudes con los desiertos españoles. En cierto modo, pudiera recordar algo a los Monegros, por la salinidad, sólo que el desierto aragonés tiene una fisonomía diferente, un color más ceniciento, como de blanca caliza calcinada, moteada por mechones ralos de arbustos pajizos, con esos taludes romos, que el cierzo ha ido alisando hasta conferir una perfecta horizontalidad a sus techos, a veces escalonados, pero siempre rectilíneos, salvo por la presencia de alguna que otra sabina extraviada. El cierzo hace del desierto aragonés un lugar más desolado de lo que realmente es. El viento me produce una vaga tristeza.
En cambio, no se parece nada al desierto de Tabernas, de suaves lomas, tachonado de palmitos y cactus mediterráneos. La luz mediterránea de este desierto lo convierte en un lugar acogedor, que lejos de ensombrecer el ánimo, como en Monegros, lo eleva. Y aún más enardecedor me resultó el paisaje volcánico de Lanzarote, pura roca negra. Este de Atacama es un desierto diferente, desolado y sobre todo antiguo, un desierto horizontal, que duele en los ojos, que provoca espejismos de agua en la carretera; un yermo con casas en ruinas y un montón de cosas abandonadas, como estas formidables máquinas salitreras de Santa Laura, que sugieren una huida masiva, precipitada, en plena faena, provocada por la súbita erupción de un pánico colectivo. Proseguí el viaje hacia el norte, impaciente por descubrir qué había más allá de Humberstone.
Más adelante volví a toparme con un asentamiento humano: Huara, repentino como un oasis en el desierto. En otro tiempo había sido una estación de servicios que proporcionaba el salitre. El volante del coche ya estaba untuoso de sudor. Paré ante un control de carabineros anunciado con un cartel al pie de la carretera:
CONTROL OBLIGADO
LOCOMOCIÓN COLECTIVA Y DE CARGA
Allí, tras mostrar a los aburridos agentes de aduana mi documentación, me aprovisioné de agua en una tienda, compré comida enlatada y pedí un mapa del valle de Camarones. Una señora flaca me indicó que con suerte conseguiría uno en la garita de control de carabineros. Tras beber de un tirón, a gollete, medio litro y meter cinco grandes bidones de agua en la trasera del coche, entré de nuevo en la polvorienta cabina. Me examinó con curiosidad, sin levantarse de la mesa donde completaba un crucigrama, un hombre grueso y desaseado. No me cobró el mapa, regalo de la casa, dijo. Rascándose la cabeza por debajo de la gorra, parecía preguntarse qué se le habría perdido a un español por esos andurriales.
– ¿Qué se puede visitar por aquí? -inquirí.
– En Huara hay una farmacia que tiene más de cien años, la farmacia y botica Libertad, transformada en museo. Un poco más adelante, en Tiliviche, es famoso su cementerio. No se lo pierda. Una de las siete maravillas del mundo.
Antes de continuar, colgué en la ventanilla opuesta una toalla empapada para refrescar el aire que entrara en el coche. Anhelaba el frío de la noche. La luz dolía en el fondo de los ojos. El mapa que llevaba conmigo, junto a la palanca de marchas, no servía para nada. Habría de librarlo todo a la intuición. En el reverso del mapa se decía algo del arte rupestre de la quebrada de Camarones, «célebres geoglifos, petroglifos y pictografías de los pueblos precolombinos que habitaron estas tierras». Elena me habló de ellos, pero no debí de escucharla y apenas lo recordaba.
La carretera emprende un leve descenso poco después de pasado Huara y, avanzando más adentro de Atacama, penetré en el valle de Tiliviche. No es que el cambio fuera muy perceptible. Más arena por todas partes. Algún arbusto escuálido, asfixiado. Otro pueblo salitrero que debió de conocer tiempos mejores. La única mancha verde era una plantación artificial cerca de una pequeña hacienda. Crucé varios puentes toscamente incrustados en una cortada, para sortear un desnivel, sin señalizar siquiera: un aviso implacable de no pisar el acelerador.
Tiliviche se me fue revelando como el brazo de un desfiladero que conecta con otro brazo: el valle de Tana, donde volví a vislumbrar una ladera de vegetación rala. Más adelante, siempre hacia el norte, paralelo a la costa, dejando atrás Tana, ya no se veía más que puro desierto, con incipientes dunas, y una carretera completamente recta que temblaba en el horizonte como vista sobre la llama de una vela. Entré en una zona conocida como «Las siete pampas» aunque no pude contar ni una sola. Reduje por una calzada cuarteada y llena de socavones.
Penetré en una especie de gran cañón desértico, cerrado en embudo como una trampa: la cuesta de Chiza. Detuve el coche en la cortada del arcén y saqué un par de fotografías del cañón, y una del coche. Esta vasta extensión circundante me producía cierta liberación. La temperatura caía con celeridad. En cosa de minutos me cubrí con un jersey de lana. A partir de allí emprendí un repecho de veintiún kilómetros hacia el noroeste, sobre un terreno pedregoso y proclive a los derrumbes.
Anochecía cuando llegué a Cuya, el primer pueblo del valle de Camarones. Los chilenos llaman a los valles «quebradas» y a las montañas «cerros». Enclavado en el fondo de la garganta, Cuya cuenta con un pequeño control de aduanas. Jamás vi un país con tantas aduanas y casi todas inútiles. Era un punto de paso, sin posibilidad de escape, entre el desfiladero y el mar.
Sin apearme del coche cené un bocadillo de embutidos. Las temperaturas seguían bajando. El termómetro del coche marcaba cuatro grados. Me acerqué hasta la costa para otear la inmensidad del Pacífico y allá arriba, pinchadas en el hule negro, las estrellas. Hacía frío, un frío del demonio. Un frío maravilloso.
Buscando un lugar donde pernoctar, encontré una fonda de carretera secundaria llamada Casa Chica, en la que tuve el honor de ser el único huésped del día. Un letrero rezaba a la entrada:
CASA CHICA, CORAZÓN GRANDE
Le pregunté a la casera si tenían habitaciones libres. Me recibió con la alegría de quien ve aparecer al primer cliente de la semana.
– Le subiré la estufa a la habitación número seis. ¿O prefiere alguna otra?
Dije que la seis era perfecta, aunque realmente no había visto ninguna.
– Espere unos minutos aquí mientras me encargo de hacer algunas diligencias.
Diligencias. Hacía tiempo que no escuchaba esta palabra tan correcta. La última vez debió de ser en una película de John Ford.
Rosa era una mujer gruesa de la cintura para abajo; la grasa le había ensanchado las caderas, las nalgas y las piernas; este desequilibro le confería un andar pesado, bamboleante, como de paquidermo con busto femenino. Su faz era alegre, coqueta, y sus ojos, claros y bonitos. El salón comedor era una sala pequeña, con cocina americana, caldeada por una estufa de butano. Me sirvió la cena en una mesa con un mantel bordado con vistosas flores y me llenó de agua un vaso de color verde, como los que usábamos en España treinta años atrás. El primer plato humeaba y olía bien.
– Éste es un guiso típico de aquí: cazuela de gallina correteada.
Le pregunté por lo de correteada.
– Las gallinas de corral cerrado no saben igual. Acá tenemos mucho espacio y los corrales son abiertos. Corremos tras las gallinas para cogerlas y eso les da salud.
Sin preguntarme si no tenía inconveniente en que se sentara a mi lado, tomó asiento arrastrando una banqueta y afianzando su enorme trasero.
– Acá servimos siempre nuestra cocina tradicional, con vino Pintatani, el del lugar. La bodega que le ha dado el nombre ya no existe, se llamaba Hacienda Pintatani y pertenecía a un vasco que hace unos doscientos años compró la mayoría de las propiedades de la zona y plantó frutales y viñedos, cuando había salitreras prósperas y campos de cultivo, porque venía el agua del norte de Codpa, hasta que los codpeños cortaron el suministro y se quedaron toda el agua, y se malograron las tierras y la población huyó al sur. Ahora toda esta tierra está abandonada, la Hacienda Pintatani está en ruinas, y todavía quedan enterradas tinajas enormes de greda, pero aún nos queda este rico vino; beba, buen hombre. ¿Es usted científico?
– ¿Por qué me pregunta eso?
– Tiene toda la pinta. Acá vienen muchos, también americanos, a estudiar los fenómenos de esta zona. Traen camiones enteros llenos de antenas y registradores de ondas y frecuencias. Ésta es la región de mayores avistamientos de ovnis de todo el planeta.
Acodada sobre el hule, había apoyado el mentón en la mano y me dirigió una sonrisa maternal. Está bien, le di una oportunidad para que me contara su historia.
– Si quiere conocer la verdad de este valle y sus antiguos pobladores, no vaya a Santiago ni a la Universidad de Tarapacá. Allí sólo le contarán la vaina oficial. La verdadera la conocemos los que llevamos toda la vida aquí. Lo que hay que hacer primero es visitar el petroglifo sagrado. ¿Oyó hablar?
Admití que no.
– Está en la quebrada de Conanoxa, a unos sesenta kilómetros. Le recomiendo que se acerque a verlo, si puede. Es toda una experiencia. Ese auto que ha traído le puede valer por estos caminos de herradura. La gente se desplaza en burro y caballo. El petroglifo le sorprenderá a un científico como usted. Vaya sin prejuicios, con la mente abierta, deje que la piedra le cuente su historia. Lo descubrió en el 87 una familia aimara que vive en Codpa, mientras abrían un camino; a la madre la conoce mi cuñado, que trabajaba en la central hidroeléctrica de Chapiquiña y es primo hermano de doña Remedios, la farmacéutica de Codpa, que es amiga personal de la familia aimara, muy buena gente, humilde y trabajadora. Podían haber hecho negocio del descubrimiento, pero lo dejaron estar. Lo increíble del petroglifo no es su tamaño, sino sus inscripciones cinceladas en la roca. No le puedo contar más, porque hay que verlas. Y no es sólo las inscripciones, sino cómo están hechas. La precisión del corte en la piedra, las hendiduras tan perfectas demuestran que utilizaron herramientas que no se podían conocer en aquella época, como rayos de esos modernos. Y contienen imágenes de platillos volantes.
– Entiendo. Visitantes. ¿Alguna misión secreta?
– Arica es el sitio más seco del mundo, casi nunca llueve; figúrese, es como decir que acá en el norte no se conoce la lluvia. Por eso es el lugar perfecto para estudiar cómo sobrevivir en un planeta sin agua. Por eso, ellos vienen acá.
De golpe se interrumpió ante la llegada de su marido, un tipo robusto, de espesa barba negra y pobladas cejas. Atisbé una sombra de temor en los pequeños ojos de la hostelera. En los segundos que él tardó en quitarse las botas en el umbral y colgar su chaqueta llena de tierra en el perchero, mientras la miraba de reojo, ella cambió de conversación en un giro inesperado, para evitar el silencio o justificar que estuviera sentada a mi lado sin hacer nada mientras yo pelaba una manzana.
– Yo estuve en España una vez, cuando era joven. Qué linda ciudad, Barcelona. Pasé un verano inolvidable allá, al poco de morir Franco. -Se dirigió a su marido-: Tienes café caliente en el puchero.
No parecía un hombre muy comunicativo. Esbozó un gesto hosco y se frotó las manos para entrar en calor. Mientras se servía un café, ella le preguntó cómo le fue la jornada. Él dio respuestas lacónicas. Era conductor de autobús. Me sentí incómodo en esa extraña situación y me levanté.
Ella insistió en acompañarme a la habitación. Subimos un tramo de escalera cubierto por una desmedrada alfombra. Era un cuarto exiguo, rectangular, con una ventana al fondo, junto a un lavabo. Una estufa eléctrica la había calentado, pero por el olor a polvo quemado, deduje que hacía tiempo que no se habilitaba esa habitación para ningún huésped. La vieja cama crujió al sentarme en el borde, pero el colchón era recio y las sábanas estaban limpias. Ella me mostró el armario donde había una gruesa frazada y se retiró tras desearme una buena noche.
El tramo frío de la escalera me había producido un intenso estremecimiento interior. La estufa era un viejo aparato que apenas me llegaba a los tobillos, y que aparté lo más posible de la cama.
Pronto, la noche entró en la habitación y sentí en el silencio el abrigo de la soledad. Me veía a mí mismo en ese lugar apartado y extraño y pensé que me había convertido en un fantasma.
A ratos se oía un lejano coche circulando por la carretera. Miré hacia el cuadrado de noche que tenía sobre mí y, luego, hacia el rojo resplandeciente de las dos barras de resistencia de la estufa; mis pensamientos iban a la deriva. Acudían a mi mente imágenes, fragmentos del paisaje que había visto desde el coche, el color de la tierra y el color del cielo. El mismo cielo que amó Elena.
Antes de caer dormido desenvolví la máscara del plástico acolchado y quedé un rato admirando su misteriosa belleza, ensimismado en su intenso verde, en los ojos como granos de café, en la extraña envoltura de su cabeza, sintiendo que algo no encajaba, y por eso mismo me producía una vaga fascinación.