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A1 alba, la luz entro a cuchillo por la ventana. El sol calentaba rápidamente el aire helado de la noche. Me sentía satisfecho de estar allí y había decidido continuar la ruta por el desierto con la esperanza de tropezarme con algún extraterrestre de pacíficas intenciones y vocación didáctica.

La línea más corta entre dos puntos es una recta, en geometría euclidiana. La línea más larga entre dos puntos es un viaje, en la geometría de Elena, que yo había adoptado como propia. En lugar de seguir por la Panamericana hasta el museo, me dispuse a dar un buen rodeo, internándome por el desértico valle de Camarones, donde Elena vivió y trabajó durante varios meses. Recuerdo que me dijo que era el paisaje que más le impresionó en su vida. Nunca había visto nada igual. Era una buena oportunidad para comprender qué quiso decir y por qué lo dijo.

El sol caía a plomo cuando arranqué. Continué por la llanura costera hasta dar con el ramal que se adentraba en el interior del valle. Comenzaba un camino pedregoso en fuerte pendiente, por el filo de un barranco. La tierra ferruginosa reverberaba. El polvo que levantaban las llantas entraba por algún resquicio de la ventanilla y se quedaba adherido a la garganta. Comencé a sudar copiosamente. Dispuse una toalla empapada en cada una de las dos ventanillas laterales bajadas, para que el aire entrase algo más refrigerado. También me humedecí la camiseta. Temía que el coche se recalentara y me dejara tirado en medio del páramo, así que procuraba no revolucionar demasiado el motor y bajar algunos tramos en punto muerto. Conduje despacio por una ladera septentrional hasta llegar a un letrero oxidado y vencido:

CONANOXA. LUGAR ARQ____________________ÓGICO

Montañas de arena pespunteadas por ralos arbustos, ocotillos, candelillas y algún que otro cactus. Me costaba pensar que Elena había pasado tanto tiempo por aquí, en pequeños campamentos móviles.

Viré hacia el oeste y seguí adelante, dando tumbos y arrancando quejidos a los amortiguadores y la carrocería. Cada media hora tenía que volver a mojar las toallas. El camino se estrechaba en una simple línea y ya temí haberme salido de ruta cuando a lo lejos divisé un caserío en la ladera meridional, al otro lado del lecho seco de un riachuelo donde aún crecían algunos yerbajos.

El rostro atezado de un muchacho que alimentaba gallinas me observó, emboscado tras un portón. El chaval fue a avisar a su padre, un tipo flaco y desgarbado con patillas hasta el mentón, que me miró con recelo.

Seguí por la pista polvorienta. Al caer la tarde detuve el vehículo a la entrada de Camarones, un pueblo en ruinas. En los aledaños encontré montones de herrumbre de máquinas agrícolas y un depósito de ceniza. No se veía un alma. Atravesé el silencio, dejando atrás una calle de tierra llena de cascotes y eché una ojeada al interior de lo que debió de ser la escuela, franqueando una puerta desvencijada. Aún se podían ver restos de pupitres y un mapa de África desgarrado en el suelo. Más adelante llegué a la antigua plaza. Casas de adobe, más maquinaria agrícola y una caseta donde aún se podía leer en letras despintadas «Radio Principal FM», y las dependencias municipales con vidrieras rotas y saqueadas, donde los muebles metálicos de archivos descansaban el sueño eterno de una burocracia por fin paralizada del todo. El poblado terminaba en algunas construcciones de cañas, y tras una puerta me topé con la cara de un perro escuálido que me dirigió una mirada suplicante.

Volví al vehículo y continué el viaje hacia el este. Pronto me acostumbré a beber el agua caliente de los bidones. Me complacía ver cómo brotaba la vida vegetal en las oquedades. Encontré unos árboles extraños, capaces de vivir entre las dunas.

La caída del atardecer dejaba en las dunas una cualidad opalina, casi rosada, y tuve encima de mí un cielo rayado como un tigre malva. Qué lejos parecía España, qué lejos mi vida cotidiana. Y qué pequeño e insignificante se siente uno cuando se encuentra en medio de esa vastedad que no alcanzan a abarcar los ojos. Solía decir Elena que este desierto es el lugar donde había sentido con más fuerza la presencia vibrante de Dios. Entendí entonces por qué se sentía así, por qué lo dijo; no eres más que una pálida sombra que se proyecta en un espació sin límites, y cuando por fin te quedas sin referencias y no hay ninguna salida de emergencia, ningún cartel indicador, asumes que estás a expensas de esta vasta infinitud, desguarnecido, pusilánime como el hombre antiguo ante el enigma de la naturaleza.

Llevaba conmigo el libro de Andy y lo leía a ratos, cuando menguaba el calor y aún quedaba luz. Hacía un ameno recorrido por la historia de la física cuántica. Casi todo me era más o menos familiar, hasta los últimos capítulos, en los que exponía una visión más personal. Arriesgaba en el capítulo de las grandes preguntas. Una de ellas, invitada de todo buen banquete que se precie, es el origen de la masa. El origen de la masa carece necesariamente de masa, argumentaba. El origen de la masa no puede ser materia. No es materia, no es una partícula, ni siquiera es una función de onda. No podemos descubrir el origen de la masa por la vía reduccionista, porque no es algo material. Lo definía como un campo inmanente. Un campo espiritual. Imposible verlo, imposible detectarlo directa o indirectamente. Sólo podemos inferir su existencia a través de sus efectos, fenómenos y transformaciones.

La luz parecía haber adquirido la corporeidad de un fluido. Pensé en el éter, en el inexistente éter que impregna el espacio invisible, campo donde navegan las partículas de la luz y las ondas electromagnéticas. Éter, cuánto perdimos al prescindir de ti, después de tantos años sirviendo nuestros intereses, alejándonos el fantasma del vacío, de la nada. Las partículas de luz resbalaban por tus cuerdas de pentagrama, todo fluía sin problemas, los campos magnéticos, el viento del espacio, los lejanos ecos se transmitían por tu piel invisible, ubicua, y hasta las ecuaciones de la relatividad parecían encajar bien contigo, y allí, en el desierto, donde la luz se hace tan corpórea, habría que reinventarte, devolverte a la física con alguna pequeña trampa, con alguna imprecisa ecuación que arrojara un resultado infinito. Cuando ya no tuvimos a Dios, aún te teníamos a ti, amado éter.

Conforme la luz huía, llegaba el frío. Una hora después me encontré ante un hermoso batán de piedra, abandonado. Tras vaciar el calzado de chinas, renovar la muda y cubrirme con un abrigo, me envolví en una gruesa manta. Ovillado, aguardé la noche bajo el vasto cielo.

La noche hace de Atacama un páramo gélido. Soplan vientos glaciales, vientos de un invierno austral. Me metí en el coche, pero seguía tiritando. Me cubrí con más ropa, me froté los brazos y los costados hasta que por fin fui entrando en calor. El frío es la conciencia de que circula sangre caliente por nuestras venas, el equilibrio entre el interior y el exterior, homeostasis, no nos abandones.

Cuántas veces ella, Elena, sintió este frío. Cuántas veces Elena anduvo por aquí, como yo ahora, mi antipartícula. Cuanto acontece funciona mediante simetrías, como las partículas. El frío (noche), el calor (día). El amor y el desamor. Cuando ella me amaba yo me hallaba en el desamor; yo soy el ser y ella, la nada. Ella en el vacío cuántico y yo siguiendo la pista perdida del amor, fuera de plazo, fuera de ruta. Ella estuvo aquí en tanto yo estaba allá, y ahora soy yo quien está aquí y ella no está. Recuerdo y olvido. Parece una idea interesante. Lástima que no sea más que un juego tonto de símiles, un pasatiempo lingüístico.

No cabe pensar que pudo suicidarse una mujer que hizo de la vitalidad su principal rasgo. Siempre quería llegar al fondo de las cosas. Nunca se aburría. Podía estar triste, desolada, pero nunca apática, nunca pasiva o indiferente. Este desierto le producía una sensación vigorizante. Veía una tierra de promesas, preñada de hallazgos por descubrir. Yacimientos ocultos, seres humanos preservados del tiempo, enterrados en alguna parte. Para ella, la vida tenía un claro propósito, un significado. Por eso mismo veía que yo carezco de una dimensión sobre la que evaluar mi vida. Si nada importa, si los hechos carecen de significado, si no hay razón para cambiar algo en el mundo o en mí mismo, ¿cómo me siento?

En parte tenía razón, si bien nunca lo consideré un problema, ni me sentí invadido por el vacío. No me estaba desintegrando, o al menos no tan rápido. Mi vida tenía una dirección: avanzar en el conocimiento. El problema era que yo había desviado esa dirección, y necesitaba encauzar mi rumbo. El amor era un buen rumbo, pero no quise verlo.

¿Cuál era mi rumbo actual? Me conformaba con saber mi posición. Longitud oeste 70, latitud sur 20; exactamente en la intersección del meridiano 70 y el paralelo 20. Si Dios ajustara a este punto su zoom vería un baqueteado Range Rover que avanzaba dando tumbos por el desierto y, dentro, a un insignificante pecador con barba de cinco días y dos centímetros de costra de sudor y roña; pecador y libre.

Amaneció. Tenía los músculos de la espalda entumecidos, una sensación de apaleado que me recordaba a las noches alpinas en tienda de campaña, y aquellos amaneceres de felicidad y gran quebranto de huesos. Me estiré durante varios minutos, provocando un concierto de chasquidos. Hacia el este, la precordillera andina se diluía en la calima, como emergiendo de un espejismo. Me senté alegremente a desayunar un bocadillo de sardinas sobre una piedra roma.

A las diez ya tenía de nuevo la ropa empapada de sudor. Bebí agua del bidón, que la noche había enfriado. Seguí conduciendo por la pista. En una localidad llamada Tatlape me topé con una plantación de cebollas milagrosamente fértil y un extraño árbol que debía de ser frutal, y dos corrales con gallinas. No parecía un sitio concurrido, por eso me sorprendió el cartel de bienvenida:

PROHIBIDO OCUPAR LOS CORRALES

O ESTACIONAR TODO TIPO DE VEHÍCULOS

En la ribera del río seco entreví alfalfares para forraje, cultivos de maíz y orégano, escalonados en los flancos del desfiladero. Los regaban con agua de vertiente, acumulada duran te la noche en un estanque y distribuida mediante un tosco sistema de canales. Todas las casas tenían una característica techumbre de paja a dos aguas y tapiales de adobe. Haciendas ígneas cociéndose lentamente bajo la canícula, un silo de maíz, piedras unidas por argamasa y cardos. Con los campesinos intercambié un saludo con la mano. La única que me respondió era una anciana que parecía mimetizada con el fondo ocre de una cortina de cretona. Nada que objetar. Uno no se viene al desierto a hacer vida social. Tal vez sería un buen lugar para mí.

Volví al coche. El camino se estrechaba por una garganta casi intransitable. La nube de polvo era tal que me impediría ver un mulo que se me plantara delante. Esto dificultaba el avance, habida cuenta de que me guiaba por las rodadas arenosas, que a ratos desaparecían misteriosamente, como barridas por la arena que depositaba el viento, para reaparecer más adelante. No pasaba de la segunda marcha y no apartaba los ojos del terreno, mientras el desfiladero se iba cerrando sobre sí mismo como una trampa. Me excitaba y me aterraba la idea de quedarme varado en un arenal y acabar allí, en medio de la nada, con los sesos derretidos. Podría gritar y nadie me oiría, podría palmar allí mismo y tardarían semanas en encontrar mi cadáver, semanas o meses, y para entonces tal vez el sol me habría calcinado y desecado y momificado.

Pero nada de eso sucedió. Continué el trayecto paralelo al curso del río Camarones, por el que milagrosamente aún discurría un hilo de agua. Lo que me fascinaba de este paisaje era su materialidad física. Hasta las sombras parecían tener relieve, en vez de sólo dos dimensiones. La luz endurecía las aristas y congelaba los sonidos. Podía sentir la palpitación de la tierra abrasada. Y la soledad también cobraba una consistencia tangible. Me sentía real en un mundo real.