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Conducir es un acto que te hace sentirte dueño de la situación, aunque no seas dueño de nada, ni sepas en qué situación te encuentras. Basta con pisar un pedal y comprobar que el coche te obedece.

Al atardecer del tercer día llegué a una zona occidental de la quebrada de Humallani y me detuve a admirar un imponente cactus de tres metros de altura, con los brazos bifurcándose del tronco y señalando el cielo, como un candelabro en medio del rielante calor. Una tierra yerma, amortajada. Vacié medio bidón de gasolina en el depósito de combustible. Aproveché para estirar las piernas y subí a un pequeño calvario, desde el que se avistaba el poblado de Esquiña, metido en una pequeña cuenca. Las casas eran caparazones chamuscados. La arena barría las calles. A lo lejos aún se adivinaba una carretera, por el polvo que levantaban los camiones. El sol era un agujero blanco. Seguí adelante. De vez en cuando pasaba cerca de una casa de labor, pintura descamada y algún lugareño atezado que me observaba receloso.

Cuando ya no era posible avanzar sin los faros del coche, extendía una manta en un espacio entre arbustos y respiraba el silencio de la noche. Era un silencio distinto, más puro, cristalizado en el frío. Escudriñando la limpia negrura celeste, donde algunas estrellas parecían caer del firmamento dibujando amplios arcos, me acordé de la descripción de Elena, aquel Farolero que iba encendiendo las estrellas, un universo traspasado por un aliento divino. Cerré los ojos.

Pronto me vi rodeado de extraños seres. Me cercaron.

No sé cómo habían llegado; estaba rodeado. Gesticulaban, hablaban una lengua extraña. Se movían con torpeza, me tocaban, estaban fríos. Estaban muertos.

Rostros negros como la brea e inescrutables. Eran momias.

Una de ellas llevaba puesta la máscara de jade sobre el rostro y se acercó a mí. Era Elena. «Me arrancaste las vísceras.»

Las cuencas negras de los ojos de la momia que me escrutaba tras la vidriera de la urna del Museo San Miguel de Azapa eran los cañones de una escopeta apuntándome de cerca. Dos agujeros negros que me encañonaban desde la muerte, y me, avisaban de mi destino. De niño me gustaba mirar por el interior de los cañones relucientes de la escopeta de caza de mi padre; me fascinaban esos conductos oscuros que guardaban pálidos reflejos, lunas, sombras secretas, y me entregaba a imaginar la velocidad a la que los perdigones salían atravesando ese breve túnel. Los cañones olían a aceite lubricante. Años después, imaginé los anillos subterráneos donde hacíamos colisionar las partículas como largos cañones de una escopeta, futurista.

Me escrutaba un cadáver desde el otro lado. Un cadáver antiguo, seco, embalsamado; cuero viejo, barro, ceniza y arpillera. Aún se le entreveían los pómulos, la dentadura podrida y una mata como de esparto encima del cráneo. Era un joven chinchorro, cuyo linaje habitó estas tierras hace miles de años. La momia fue hallada -asevera la placa de la urna- cerca del mar, en la cala Chinchorro. El perro de un pescador la desenterró. Fue la primera. Se dató en el 5000 a. C. Era la momia más antigua del mundo. Corrió la noticia, llegaron los arqueólogos y empezaron a exhumar momias por doquier. Así se inició el Proyecto Hombre del Desierto, desarrollado por arqueólogos de la Universidad de Tarapacá, en colaboración con otros países. Elena perteneció a ese equipo.

Vivían en un mundo dominado por dioses, espíritus y demonios, en el que tendrían que vérselas con los problemas más duros de la subsistencia. Los objetos que depositaban en las tumbas eran pistas que hablaban de su forma de vivir y de su forma de morir, del significado de la vida y la muerte. A los niños los enterraban con sus juguetes, hechos con huesos, mimbres, cañas. Para pescar utilizaban anzuelos de nácar y de espinas de cactus, sedales de fibra de totora trenzada con cabellos, arpones y redes, enseres que dejaban con sus muertos, ofrendas, útiles para su nueva vida. Estos objetos preservados del tiempo serían para Elena como aquella figura maya del dios Chac que había hallado aquel verano de su infancia en el fondo cenagoso del lago Amatitlán, en Guatemala, que despertó su vocación por las culturas prehispánicas.

El hecho más relevante es que las momias descubiertas eran las más antiguas jamás halladas, y databan de unos quinientos años antes que las egipcias. Las condiciones de extrema sequía del desierto, a lo que se añadía la corriente del Humboldt, habían posibilitado una conservación admirable.

En vano Elena había intentado transmitirme su emoción al encontrar un niño embalsamado junto a sus juguetes y comparó -lo recuerdo perfectamente, aunque tal vez no lo dijera con las mismas palabras- su liberación de las entrañas de la tierra con la extracción de un bebé de las entrañas de la madre. Había que limpiarlo, cuidarlo y darle un suave acomodo.

A mí me costaba entender el valor que pudiera tener un muerto antiquísimo. Qué me importaba a mí que fuera el fiambre de Moctezuma o el de Atahualpa.

Llevaba conmigo la pequeña máscara de jade, y la última carta de Elena cuidadosamente doblada, para entregársela a quien iba dirigida.

No había muchos visitantes en este museo medio perdido en las afueras de Arica. Tres jóvenes con pinta de estudiantes, deambulaban haciendo bromas, riéndose de quién sabe qué. Las instalaciones eran más bien modestas. En media hora recorrí las dos exposiciones permanentes, su pequeña tienda, su Sala Colonial y la dedicada a la Arica Prehispana, cuya joya era el imponente petroglifo similar al de la quebrada de Conanoxa, y que por cierto no tenía nada de anormal, salvo el talento artístico de quienes labraron los dibujos de esta lasca. Ciertamente, las fisuras eran de una notable ejecución y sin duda utilizaron instrumentos muy precisos y afilados. En efecto, uno de estos símbolos (como me refiriera Rosa, la hostalera) asemejaba una nave espacial, modelo clásico platillo volante, que es al parecer el arquetipo de aeronave preferido de los alienígenas de todas las galaxias. Pero también podría ser una simple torta de maíz.

Introduciendo una moneda pude disfrutar de un breve reportaje audiovisual sobre la historia de las excavaciones y los trabajos realizados en la zona. Explicaba el Proyecto Hombre del Desierto. Entre las diapositivas pude ver a Elena vuelta de espaldas, en segundo plano, Elena silueteada en la sombra con un canchal al fondo. Llevaba una camiseta verde claro, pantalones cortos y gorra de visera. Permanecía de pie, cargando el peso a un lado, como solía hacer. Por desgracia, sólo aparecía un segundo. Cuando terminó el montaje lo hice recomenzar una segunda vez. Y luego una tercera. Sentía el peso de una melancolía difusa y lejana como la radiación de fondo.

Necesitaba beber algo. Acudí a la cafetería. Sólo había un cliente, un tipo en pantalones cortos y botas camperas, bebiendo a gollete una cerveza Austral. Estaba apostado en la barra y conversando con la joven camarera de cabello ondulado. Cuando llegué le estaba diciendo que fumaba como Lauren Bacall.

– Es una actriz famosa, ¿no? -dijo ella.

– Sí, y salía siempre fumando como tú, en las pelis en blanco y negro. Esta cafetería también es en blanco y negro.

Señaló los azulejos del suelo, como un damero. El mostrador era negro mate. La chica iba toda de blanco. Estaba acodada en la barra, descansando la mejilla en la mano libre, tenía unos ojos algo trágicos, tras el humo de su cigarrillo.

– Pues gracias. Nunca me lo habían dicho.

– Ah, ¿no? Qué raro. Ojo, yo no digo que te parezcas a Lauren Bacall, sólo que fumas como ella. ¿No has visto aquella peli?

– ¿Cuál?

– No me acuerdo del título. Salía Bogart haciendo de detective privado en plan cínico.

– No me gusta Humphrey Bogart. Era enclenque y bajito.

– Puede ser. No fumaba tan bien como Lauren Bacall ni como tú.

Me senté cerca, pedí una cerveza y me sorprendió que el tipo de los pantalones cortos me metiera en su conversación.

– ¿No crees -me dijo- que fuma como Lauren Bacall?

– Por supuesto. Creo que te refieres a El sueño eterno.

Él sonrió y chasqueó los dedos con alegría infantil.

– ¡Me alegro de que me lo hayas recordado!

Desafiante, ella apagó el cigarrillo en un gesto de claudicación.

– Qué lástima -suspiró él-.Ya no se parece a Lauren Bacall fumando. -Se dirigió a mí-. ¿Eres de Madrid? Por el acento…

Nos estrechamos la mano con simpatía. Antes de presentarse -era paleontólogo-, me presentó a Verónica, la camarera.

– Oye, tiene mérito que estemos dos madrileños en este museo del desierto. ¡Somos como una plaga!

– No vienen muchos turistas españoles a ver nuestras momias -dijo Verónica.

– Chile ha dado al mundo célebres momias -dijo él-. Verbigracia, Pinochet.

– Ésa todavía anda viva y jodiendo -dijo Verónica.

– La momia de Lenin -dijo Juan Luis, el paleontólogo- se exhibe en un mausoleo de la Plaza Roja de Moscú. Se forman colas para verla. La momia de Pinochet atraería mucho turismo. El viejo debería pensar más en el bien de su país.

– He observado que a ciertas momias de este museo les han cubierto el rostro -dije-. ¿Por qué hacen eso?

– Es cuestión de sensibilidad -dijo el paleontólogo-. Algunas momias proceden de saqueos de tumbas y podrían tener descendientes vivos. A mí no me gustaría que la cabeza de mi abuelo se exhibiera en un museo de Berlín. Y me siento mucho más cómodo estudiando el esqueleto fosilizado de un neandertal que el de un bosquimano o un aborigen australiano de hace treinta mil años, con descendientes étnicos.

– ¿Conocéis por casualidad a Gustavo Valenzuela?

Juan Luis hizo un gesto de negación.

– Conozco al señor Juan, su padre -dijo Verónica-. Era el director del museo cuando me contrataron. El hijo estuvo un tiempo por aquí, pero apenas le traté. El señor Juan Valenzuela dejó el museo hace un año.

Eso explicaba la devolución del envío de Elena.

– Tal vez en secretaría podrían facilitarme el teléfono personal del antiguo director.

– Lo siento. No dan información privada a los visitantes -repuso ella.

– En la guía telefónica me será imposible encontrarlo. Valenzuela es un apellido muy corriente aquí.

– Ven conmigo -me invitó Juan Luis.

Le seguí hasta la oficina de la secretaria, una cincuentona con gafas de gruesa pasta colgando del cuello, que le trató con afable deferencia. Ya se conocían. Le pidió el teléfono de Gustavo Valenzuela. Ella se caló las gafas y lo consultó en su agenda.

– ¿Quiere también el de su padre, señor Arsuaga?

– No hace falta -repuso ante mi gesto indicativo.

– Aquí tiene. -La secretaria le sonrió con timidez y extendió una tarjeta donde había escrito el número-. Es su número personal. Creo que ahora está sin trabajo. Le hará ilusión que le llame usted. ¿Es para alguna excavación?

– Todo es posible en esta vida -repuso, asiendo la tarjeta con satisfacción-. Muchas gracias, Francisca.

A la salida me entregó el teléfono con una sonrisa y un guiño.

– ¡No me negarás que tengo buena mano con las mujeres!