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Quién era yo, de dónde venía, cuáles eran mis intenciones, por qué le buscaba, eran preguntas que sin duda se hizo mientras me acercaba a su mesa en una taberna de Arica, donde habíamos quedado citados por teléfono. Nos estrechamos las manos. Las manos pueden llegar a ser muy amenazadoras por el simple hecho de estar ahí, al final de los brazos, cuando son las de un desconocido que se acerca a ti, por eso conviene estrecharlas pronto.
Gustavo Valenzuela reaccionó con sensibilidad a la noticia de la muerte de Elena. Nada que ver con la fingida consternación con la que decimos «lo siento» cuando nos revelan que alguien a quien apenas tratamos ha muerto. Quedó unos minutos traspasado por la melancolía mientras me escuchaba atentamente, una mano en el mentón y la otra dando vueltas mecánicamente a la cucharilla del café.
Sin muchos preámbulos le entregué la máscara de jade y la carta de Elena.
Examinó la reliquia un instante y me di cuenta de que la reconocía. El verde jade brilló a la luz del ventanal, una luz de final de la tarde. A continuación la dejó suavemente en la mesa, cerca de mis manos, en lo que juzgué como una desaprobación del deseo de Elena. Cabeceó, afligido y desconcertado. Desdobló la carta y se aplicó a su lectura.
Por el movimiento de sus ojos iba adivinando qué línea de ese texto -que me sabía de memoria- recorrían. Su lectura silenciosa me evocaba la voz de Elena.
Gustavo Valenzuela era un hombre de cuarenta años largos, facciones angulosas y abundante pelo negro e hirsuto que le brotaba en remolinos de la frente con ímpetu vertical. Aunque le sobraban unos cuantos kilos tenía complexión robusta y vestía una camiseta negra, por cuyo cuello asomaba su vello. Su desconfianza inicial hacia mí me resultó convincente. Sin embargo, mis esperanzas de que pudiera aclararme algo se fueron disipando minuto a minuto. Frunció el ceño observando la carta, pensativo, mientras se acariciaba el mentón, y me miraba de hito en hito, como analizando la situación: la suma de esa carta y yo, la incoherencia de Elena y la de mi presencia allí, frente a él, esperando alguna respuesta. No entendía a qué venía todo eso.
Era un bar tranquilo, de poca clientela, que bien podría haber sido un local de Madrid. Lo eligió él, conocía al dueño, quien le trataba con familiaridad. Y ahora nos hallábamos sentados ante una sólida mesa de madera, de bordes mellados. A través del hilo musical nos llegaba un rumor de saxofones y piano, una lánguida cadencia de bossanova que fue definiéndose como una versión de jazz.
– Es una bella máscara inca. Esto que tiene en la frente -señaló- es el llauto, un turbante que hacían con lana de vicuña. Y esta especie de borla encajada en el llauto se llama mascaipacha. Es la corona imperial. Por lo que deduzco, quiere que lleve este objeto al Museo San Miguel de Azapa, pero no entiendo su reacción, y menos ahora.
– ¿No es suya la máscara?
– ¡No! ¡En absoluto!
– Por el tono de la carta parece arrepentida.
– Sí, así es. ¿Qué puedo hacer yo? Si quiere, me encargo de llevar la máscara al museo, por mí no hay problema. La pondrán en una vitrina.
Asentí. Introdujo la reliquia en el sobre almohadillado, lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, y palpó suavemente el bulto para que viera que estaba a buen recaudo.
La situación no estaba resuelta aún, ambos éramos conscientes de ello.
– ¿Qué se imagina usted? -inquirió.
Aduje que no me imaginaba nada especial (falso: no podemos librarnos de las sospechas, sólo tenemos libertad para creérnoslas o no).
– Verá -dije-. No he venido a interrogarle. No sé qué hay detrás de todo esto, ni qué interés pueda tener para mí. Pero sigo sin entender este asunto, la máscara. ¿De dónde procede?
– ¿No se lo contó ella?
– No.
Su mirada, antes recelosa, se hizo más afable.
– Comprendo. No esconde ningún secreto. Sólo una pequeña historia. La historia de cómo la encontramos, del niño que surgió del frío.
Eran las ocho. Teníamos tiempo. Pidió un pisco antes de empezar.
– ¿Conoce el volcán Llullaillaco? -inquirió.
Sí, lo había visto, al pasar cerca de Antofagasta, en medio de la planicie desértica; cómo no verlo, cómo no ver esa imponente mole, rompiendo la verticalidad de la llanura; parecía un toro gigante arrodillado, hundida la cerviz en la tierra, con regueros de sangre blanca manchando su espinazo. Chile es eso, en esencia: violentos contrastes en un pequeño espacio. La maravilla de las antítesis.
– Así es, uno de los volcanes más altos del mundo, 6.723 metros, pero tiene un defecto, ¿sabe cuál? Es limítrofe. La cara este pertenece a Argentina. Es la cara mala, claro. -Sonrió-. Los argentinos dicen que el volcán es suyo, cuentan el medio por el entero. ¡Fíjese que en la Argentina un par no significa dos, sino tres o cuatro! Ahora bien, como se nos ocurra decir que el Aconcagua asoma por nuestra frontera, tenemos una declaración de guerra.
Relajó los hombros y sonrió de nuevo. También yo me fui encontrando cómodo. La bebida hacía que me sintiera como si escuchar fuese una de mis virtudes.
– Pues bien, yo recién había llegado a arrimar el hombro con mi padre, que entonces era el director del museo, pero no pertenecía al equipo de Elena, de hecho ni la conocía hasta que ocurrió algo inesperado. Se presentaron en el museo dos arrieros indios de la cordillera. Venían del Llullaillaco. Aseguraban haber encontrado una momia sepultada en el hielo, unos cuatro mil metros de altitud y en la ladera oeste, que es la nuestra. Se ofrecían a guiarnos a cambio de una recompensa. Mi padre se encargó de las negociaciones y llegaron a un acuerdo. Tardamos un día en reunir el equipo para la expedición. Nos desplazamos hasta las faldas del volcán en todo terreno, con remolques para las mulas, siguiendo la ruta de Antofagasta.
– ¿Cuántos eran?
– Ocho, al mando de Elena, además de los arrieros. La ascensión fue muy penosa, más de lo que imaginábamos. Ningún camino bueno, créame. Lava negra, lava afilada bajo las botas. En cuestión de horas, pasamos del calor del desierto a un frío glacial. Después nos encontramos con planchones de hielo y nieve, pequeños glaciares, y mientras sudábamos la gota gorda, Elena charlaba animadamente con los arrieros. Dimos un rodeo por la ladera sur, avanzando en zigzag, y la noche nos sorprendió a algo más de tres mil metros; allí montamos el campamento. Nos hizo una noche infernal, la temperatura bajó hasta los 20 grados bajo cero, el viento hacía trepidar las lonas y parecía que fuese a voltearnos a todos con las tiendas y arrojarnos al vacío.
»A la mañana siguiente, temprano, continuamos la marcha. El viento había cesado. Los muleros nos habían informado mal, no estaba a mitad del volcán, sino más cerca de la cima, a algo más de cinco mil metros. Dos de los expedicionarios tuvieron que volver porque uno de ellos empezó a sufrir mareos por la altura. Nos planteamos regresar todos. Nuestros esfuerzos habrían sido en vano, y allí, a cinco mil metros, con todo lo que nos había costado remontar ese cono de lava y hielo, con la noche que habíamos pasado, y a punto de llegar a nuestro objetivo, nos invadió una mezcla de agotamiento y desesperación. Además, estábamos indignados con los arrieros, que nos habían engañado. Hicimos una parada para comer, reconsideramos la situación y Elena decidió que había que continuar. Quería ver la momia. Nos infundió coraje, nos sacudió el frío de los huesos y continuamos subiendo. Un par de horas después llegamos al lugar.
»Nada resultó como esperábamos. Lo que esperábamos era hallar una momia en una zona del volcán no expuesta al hielo. Lo que hallamos fue un niño congelado. Un niño inca que llevaba más de quinientos años en una cámara de hielo, en posición fetal, envuelto en mantas de alpaca, a algo más de un metro de profundidad. Seis o siete años tendría, no más. Estaba intacto, literalmente intacto. Tenía los ojos entrecerrados, tenía hasta las pestañas. Cuando lo sacamos de la fosa, después de picar hielo hasta que nos salieron ampollas, pudimos verlo mejor. Ningún daño, ningún deterioro. Conservaba los rasgos indígenas, la expresión intacta, con la cara contraída por el frío, el pelo peinado en finas trenzas. Parecía dormido más que muerto. Nos dejó sobrecogidos, atónitos. Parecía que en cualquier momento fuera a abrir los ojos y a mirarnos desde otro tiempo.
»Rodeaban al cuerpo los objetos típicos de los ajuares funerarios incas: sandalias, tejidos con decoración geométrica, estatuillas de madera, pequeñas vasijas de cerámica, una bolsa: de piel con hojas de coca y esa máscara de jade, el objeto más novedoso, cuyo significado nadie pudo descifrar, salvo que quizá se tratase de una ofrenda votiva.
»Elena izó con cuidado aquel cuerpecito rígido, centelleante, y entonces le ocurrió algo, un leve desfallecimiento del que se repuso pronto. Se levantó y dijo que estaba bien, pero estaba muy pálida. Respirábamos mal, jadeábamos más que respirábamos, apenas llegaba oxígeno a nuestros pulmones, le dio el soroche en pleno. Embalamos al niño en la caja, lo recubrimos de nieve y nos apresuramos a bajar.
»Elena seguía mal y casi sin voz decía que había tenido un presentimiento, una conexión psíquica, que había que devolver al niño a la roca madre, que su alma moraba dentro, lo repetía una y otra vez, "su alma está dentro", con lo que su estado nos empezó a preocupar; los arrieros le ofrecían sus asquerosas hojas de coca, y nosotros estábamos deseando llegar al museo. Tal vez bajamos demasiado deprisa, y sobrevino el accidente: el mulo que cargaba con la caja tropezó y cayó, la caja se salió de las cuerdas y rodó por la pendiente de hielo como un trineo hasta caer por un barranco. Cuando conseguimos llegar al lugar, la caja de pino estaba hecha astillas, pero el cuerpo del niño apenas había sufrido daños. Lo envolvimos en una frazada que rellenamos de nieve, pero no fue suficiente para conservarlo frío. A medida que descendíamos y nos acercábamos al desierto, y el sol caía a plomo, el hielo que lo recubría se fue derritiendo y el niño comenzó a emanar aceite y a sangrar por las orejas. Pudimos percibir su olor. Era muy penoso, teníamos la extraña sensación de que sufría. En las faldas sentimos la acometida del viento seco del desierto al mediodía. Ya no había forma de conservarlo en condiciones. Expulsó más sangre y agua; cuando llegamos al museo parecía un cadáver reciente y traíamos un ánimo de funeral.
»¿Qué le había ocurrido a Elena? Allá arriba declaró que el alma del niño le había hablado, le había rogado que no lo descongelaran, que moriría.
– Mal de altura -apunté-. La falta de oxígeno en el cerebro puede provocar obnubilación de conciencia y alucinaciones. Es un fenómeno bien conocido entre montañeros.
– Sí, sí, precisamente temimos que hubiera sufrido esta afección, un pequeño edema cerebral. Al regreso reportamos lo ocurrido a mi padre, y él tomó una decisión rápida: ingreso en un hospital. Elena estaba indignada. Decía que se encontraba bien y no estaba dispuesta a que le examinasen el cerebro solamente porque había tenido una experiencia de percepción extrasensorial. Así la denominó. No le hicieron el menor caso y fue trasladada a la Clínica Alemana, en Santiago, pero no se sometió a las pruebas neurológicas. Se largó de la clínica. Todo se torció ahí. Hubo disputas con mi padre y con algunos miembros del equipo que estuvieron en el Llullaillaco, pero también contribuyó a fortalecer nuestra amistad; de hecho yo estuve acompañándola ese día en el hospital; comprendía sus razones. Era que la estaban tratando como a una enferma, cuando ella no se sentía una enferma. Mi padre intentó después arreglar las cosas; sólo había querido actuar con responsabilidad, un edema cerebral no es ninguna broma, había que confirmarlo o descartarlo. Elena entendía esto, por supuesto, pero yo creo que el error de mi padre fue la indelicadeza: despreciar a priori su vivencia, tomarla por un episodio delirante y tratarla como a una enferma.
– ¿No cree que sufrió mal de altura?
– Yo no digo ni que sí ni que no. En esta crisis entraron varios factores. La ruptura de la caja para embalar al niño fue un hecho clave. Fuimos víctimas de un accidente, no conocíamos bien el terreno. Los arqueólogos son personas perfeccionistas y puntillosas, y según fui conociendo a Elena me di cuenta de que, además de ser muy perfeccionista, sufría cuando las cosas no salían como debían, o cuando podía imputarse a sí misma el más mínimo error.
»Fue una experiencia negativa. Las consecuencias de perder la caja fueron desastrosas. En el camino de vuelta, el niño había perdido lo que llaman estado de liofilización y comenzó un proceso imparable de corrupción. No se echó a perder del todo, ya que pudo ser congelado de nuevo para servir de estudio, pero ya sabe usted que la cadena del frío es un asunto delicado, y cuando se rompe una vez, no se deja retornar al punto anterior. Ella asumió toda la responsabilidad.
– ¿Qué quiso decir con eso de «su alma está dentro»? -le requerí.
– Yo no soy el más indicado para responder a esa pregunta.
– Entiendo.
– ¿Le habló alguna vez del alma de las cosas? -me preguntó a su vez Valenzuela.
– ¿El alma de las cosas? Puede que sí.
– Creía que las cosas inertes tienen alma, que había una continuidad natural entre lo inanimado y lo animado, entre la materia inerte y la vida. Hasta una mota de polvo formaba parte de lo que ella llamaba «totalidad». Su forma de hablar llegó a fascinarme. Era una mujer intrigante, ¿sabe? Pero las cosas cambiaron después, no sé cómo decirle. Me embarqué en una extraña experiencia con ella, no vaya a pensar mal, llamémoslo una experiencia antropológica. De momento quédese con esto, con el niño que surgió del frío. Fue un viraje extraño, el comienzo de un rumbo nuevo para ella.