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Regresé a Santiago de Chile a toda prisa para no perderme la conferencia de Andy en la Facultad de Ciencia. La lectura de su libro en el desierto me había aclarado una duda superficial: por qué se habían vendido trescientos mil ejemplares en todo el mundo. Su estilo ameno y didáctico contribuía a ello, pero sobre todo se debía a que, a partir de postulados de la física cuántica, había establecido una serie de posibilidades vertiginosas, una conexión entre la mente y la materia que rescataba al género humano del limbo de la insignificancia material y efímera y nos confería una existencia llena de sentido en un orden cósmico. Un mensaje, en fin, reconfortante para la humanidad.
Lo cierto es que a mí no me había reconfortado en absoluto. Más bien me había provocado una urticante inquietud, ya que no había contribuido a esclarecer ninguna de mis dudas importantes. No era sólo la idea de que un desalmado como yo tuviera alma, entidad que me resultaba profundamente antipática, sino el hecho de que mi amigo más querido hubiera rebasado cierta frontera tácita de fidelidad a la ciencia -la única comunidad real o ficticia a quien sentía que debíamos cierta fidelidad, tal vez porque nunca nos la ha pedido-, al ir, en su afán heterodoxo, demasiado lejos en sus elucubraciones. Al final de su libro, Andy preconizaba un nuevo campo de estudio, una interfaz física y mente desde las leyes cuánticas, y en esta nueva vía tenían cabida nociones que me sonaban vagamente a espiritualidad. La denominaba «el Nuevo Paradigma».
Así que durante el camino de regreso, atravesando la hirviente Panamericana en dirección sur, sumido en esa absorta reflexividad que depara el acto de conducir solo, medité sobre el Nuevo Paradigma y me pareció como si ciertas anomalías de la realidad se filtraran cual fluido ectoplasma por los tabiques de compartimentos que deberían ser estancos. El mundo de Elena y sus conexiones psíquicas por una parte, la predicción trágica de Vera por otra, y ahora Andrew Harris y su Nuevo Paradigma, que sostenía, entre otras cosas, que todo está interconectado por fuerzas invisibles y no existen los sucesos aislados.
Tapices en las paredes, retratos de decanos eméritos, polvorientos bustos de mármol, tupidos cortinajes color tapete y suelo de tarima crujiente. Las gradas se fueron llenando gradualmente entre murmullos; la mayoría eran universitarios, alumnos y profesores. Al principio me parecía imposible que a una conferencia de física pudiera concurrir tanta gente, llenar un aforo de más de trescientos asientos; esto me llevó a pensar que tal vez debería tomarme a Andrew en serio; era toda una celebridad ahí, en la Facultad de Ciencia, y no cabía duda de que sus ideas sobre la conciencia y su relación con el dominio de las partículas suscitaban un enorme interés.
Mientras esperaba que diera comienzo la conferencia, me puse a recordar las pistas tan vagas que me aportaba la conversación con Gustavo Valenzuela del día anterior. Ignoraba si avanzaba en la línea correcta. El tiempo me acuciaba. Un niño inca en una coraza de hielo me hacía pensar de nuevo en el niño que nunca tuvimos, el niño que ella proyectó y nunca logró liberar del hielo de mi indiferencia. Perdí el aprecio de su hermana y de su madre, pero ella porfió. Todo puede significar algo o nada. Todo puede ser una señal en alguna dirección. Un volcán nevado en medio del desierto, la máscara de jade, el niño que surgió del frío. Qué pudiera tener esto que ver con el deseo de morir, o con el deseo de creer que existe un destino inapelable y el deseo de saber qué día ha señalado el destino para tu muerte, o con querer que se cumpla el destino que te ha sido revelado a través de otro.
Un aplauso anunció la entrada en escena de Andrew Harris. Americana de ante, camisa blanca y pantalones negros; nunca le gustó ir trajeado. Subió al estrado con su paso de alpinista entusiasta y experimenté un infantil deseo de hacer notar mi presencia alzando la mano sobre las cabezas, saludándolo.
Hablaba despacio, aquilatando cada palabra, pronunciando con el cuidado de quien no está seguro de dominar por completo la lengua que ha aprendido, como si estuviera en un examen de dicción. Tenía una voz rica en matices, grata de escuchar y sabía conferir cadencia a sus frases.
– Hay una fábula maravillosa que John Godfrey Saxe relata en un poema -comenzó-. Esta fábula condensa todo lo que he venido a decir.
»Hace mucho tiempo, en un bosque del Indostán, se reunieron cuatro ciegos que presumían de sabios, porque podían reconocerlo todo a través de las manos. Fue a visitarlos un estudiante, para aprender de su sabiduría, pero antes decidió probar si su fama era cierta. Se internaron en el follaje y el hombre les pidió que reconocieran lo que les ofrecía.
»Uno de ellos dijo tener entre sus manos una serpiente, pues tocó algo alargado que se movía. El segundo dijo estar tocando un árbol recio y de áspera corteza. El tercero afirmó que se trataba de una soga que colgaba de alguna rama alta. El último se chocó contra una superficie firme y sólida y concluyó que era una pared. Todos creían tener la razón.
»El estudiante advirtió que los cuatro estaban equivocados, pues, tocando sólo las partes, habían sido incapaces de reconocer el todo. Así, uno había palpado una trompa; el otro; una pata; el tercero, la cola, y el cuarto, el costado del elefante.
»Esta fábula ilustra muy bien la crisis a la que hemos llegado los físicos de partículas. Hemos pretendido entender la naturaleza del elefante fragmentándolo, desmenuzándolo, y al final, no hemos conseguido unificar nuestras teorías.
»Durante muchos años trabajé en el laboratorio CERN, y esta experiencia hizo que me sintiera realmente como un ciego que presume de sabio. Creíamos reconocer las partículas sin verlas, gracias a nuestros avanzados aceleradores. Nos perdimos en un maremágnum de partículas que salían de otras partículas, y siempre había otra dentro de la más pequeña "¿Adónde me lleva todo esto? -me preguntaba-. ¿Conduce este camino a la cima?"
»Como todos los que me han precedido, también yo, durante un tiempo, me pregunté cuál es nuestra sustancia interior, la que nos impulsa a respirar, a vivir, a padecer, a procurar y bregar, a recordar y a olvidar, a amar. Muchos buscaron la respuesta en la filosofía, en las órbitas celestes, en los vericuetos del pensamiento y de los sueños. Yo preferí la simplificación, me concentré en un trozo pequeño, muy pequeño, el más pequeño de todos. Desmenuzar, aislar, encapsular, analizar. Si todo ocurre en la mente, ¿cómo es que aún no hemos aislado el factor anómalo que nos hace ser infelices? Ha de haber una materia oscura también en la profunda y etérea corriente del pensamiento que nos hiere. Llegué a la conclusión de que esa corriente de conciencia era la escritura de un campo cuántico. En ese álgebra profunda, que nos cifra y nos hace conscientes, está la clave del universo y de la materia.
»Si mi mente está hecha de átomos, si nuestros pensamientos son campos cuánticos, ¿es posible conocer la materia, separadamente de uno, mirarla con ojos limpios, entender su organización?
»El alma habita en el huecograbado de las cosas. Es una corriente que fluye. Está presente en todo el universo, desde lo más grande a lo más pequeño, desde las inmensas galaxias hasta el último ladrillo de la materia.
»Ahora, como saben muchos de ustedes, trabajo en lo que llamamos "el Nuevo Paradigma". Creemos que el estudio de la mente y de sus límites nos puede dar muchas claves sobre las leyes de la naturaleza. Lo malo de estudiar la mente es que no podemos observarla desde fuera de la mente. Es como pedir a la Medusa que escriba un tratado sobre el lenguaje de las serpientes.
Sin quererlo me dejé llevar por ensoñaciones y recuerdos, algunos bastante triviales, como una ocasión en la que viajaba con Andy Harris y al cruzar la frontera dos gendarmes franceses nos hicieron parar y salir del coche. Examinaron nuestra documentación y nos preguntaron de malos modos si portábamos estupefacientes. No supimos a quién rayos buscaban ni por qué nos interrogaban de esa forma, pero Andy tuvo la feliz ocurrencia de enseñarles el pase de seguridad del CERN. En cuanto vieron que éramos científicos, nos pidieron disculpas y pudimos proseguir el viaje. Después Andy convirtió aquello en una anécdota que demostraba su teoría de que los científicos somos personas socialmente muy bien consideradas, aunque nadie tenga interés en leer nuestros trabajos.
Cómo añoré los Alpes, el cantón del Valais, con sus prados y sus bosques de pino negro. Cómo añoraba la luz del frío, esa luz azulada y cristalina, los blancos anfiteatros glaciares, las paredes difíciles donde restallaba la punta de la piqueta. Las colonias de íbices huyendo a lo lejos, saltando con insólita agilidad entre los riscos. Coronamos muchas cimas juntos, los techos del Valais. Sufrimos hasta echar el bofe en la ascensión del Matterhorn por la arista nordeste, muy expuesta y con un viento racheado que sacudía nuestros anoraks como si fuesen cometas de nailon en un ventisquero. Cuando llevábamos la mitad del tramo recorrido, nos dimos por vencidos y descendimos hasta el refugio Hörnli, a 3.177 metros. Allí pernoctamos y a la mañana siguiente lo intentamos de nuevo, con éxito. Nos dimos un abrazo en la cumbre. Entonces presenciamos uno de los fenómenos visuales más extraordinarios de los Alpes: sobre la vecina cumbre del Kyskamm se formó un extraño efecto luminoso de alta montaña: el «espectro de Broken». Teníamos el sol a nuestra espalda, y sobre la masa iridiscente de nubes a nuestros pies, se proyectó una aterradora figura envuelta en un halo rojo.
La tos del oyente que tenía a mi derecha me devolvió a la «realidad».
Seguía disertando sobre la mente. Proyectó una imagen de las redes neuronales. Un escenario donde ingentes cantidades de pensamientos, impulsos nerviosos llenos de información -millones de bits de información procesados en paralelo- recorren pequeñísimas distancias. Aseguraba que las leyes que ocurren en las escalas mínimas del interior de la mente son distintas. La conciencia va más allá del soporte, «salta» al exterior y modifica lo que vemos.
– ¿Hasta dónde puede llegar la mente humana? Ciertamente, ni los genetistas ni los neurobiólogos lo saben. Nuestra mente es algo extenso, que no conoce barreras, que se conecta con la materia que la rodea, en una suerte de, si me permitís la palabra, abramos comillas, campo espiritual, cerramos comillas. Tenemos pruebas de ello, y estamos trabajando para que nuestras pruebas sean incontrovertibles. Hablo de lo que tradicionalmente se ha denominado telepatía, premonición, déjà vu, anticiparse… Una mente que es parte del universo, que se extiende, que conecta con lo que vemos y deja su huella en la materia. Las fronteras de dentro y fuera de la mente son ilusorias. Nos encontramos en un nuevo capítulo en nuestra comprensión de la mente y del mundo.
Siguió así un rato más, y de nuevo perdí el hilo, me teletransporté a los Andes, hice un viaje astral a Zermatt, a su viejo cementerio que rodea la iglesia, en la que se exhiben los piolets de, quienes han fallecido ascendiendo el Matterhorn. Las lápidas expresaban el amor a la montaña de sus víctimas.
El auditorio estalló en una ovación operística. Andy aprovechó el fin de su alocución para beber agua. El presentador, a su izquierda, abrió el turno de preguntas. Había muchas manos alzadas. El primero en hablar se presentó como un licenciado en Física por la Universidad de Buenos Aires.
– Me asombra, señor Harris, su disertación. Usted afirma que está trabajando en un campo experimental. Me permito recordarle que la física nunca ha experimentado con las personas ni con sus sensaciones.
– ¿Qué es experimentar? -adujo Andrew-. No es hacer experimentos para confirmar las teorías ortodoxas y comúnmente aceptadas. Hemos invertido millones de dólares en esa clase de experimentos, con nuestros modernos, carísimos y complejos aceleradores de partículas, nuestros radiotelescopios, nuestras sondas espaciales, y seguimos con los mismos interrogantes. Experimentar no es eso. Experimentar es transgredir los límites, romper fronteras, es arriesgar e innovar. Es atreverse con lo desconocido.
Era el turno de un profesor de aire desaliñado y sabio:
– Le agradezco su exposición, profesor Harris, y quiero. que sepa cuánto me alegro de que científicos serios como usted superen los prejuicios para profundizar en misterios que a muchos nos apuran. Le hablaré de un caso que me afecta personalmente. Hace años mi padre sufrió un accidente de coche que estuvo a punto de costarle la vida. La misma noche del accidente y a la hora exacta, las dos y diez de la madrugada, me desperté de golpe gritando y llamando a mi padre. No sé cómo, pero presentí que algo grave le había sucedido. He comentado esta experiencia con algunos amigos, y puedo asegurarle que me han referido experiencias similares.
El testimonio de este profesor me dejó pensativo. Presentimientos, adivinaciones, precognición. No difería en esencia del caso de Vera. Una mujer intervino a continuación. No conseguía verla bien desde mi asiento, ya que se encontraba sentada en una de las últimas filas. Contó que era viuda y que su marido había muerto de un infarto en Caracas, dos años atrás, y en el preciso instante en que fallecía, ella, en su casa de las afueras de Santiago, tuvo una fugaz visión de su marido en un espejo de la casa, haciéndole un ademán de despedida. Hubo otras personas que relataron experiencias parecidas, extrañas intuiciones, percepciones más allá de las limitaciones espaciales de la vista, y también hubo algunas deserciones en la sala por parte de profesores que desdeñaban tales creencias y protestaban, con razón, por ese cambio de registro en una ponencia supuestamente científica. Para asimilar estas protestas al acto, y convertirlas en un hecho positivo, Andy fomentó un debate sobre lo que es y no es ciencia y, amparándose en la fuerza moral que prestaban a su tesis quienes habían relatado sus vivencias personales -y siempre parece un sólido argumento apelar a la inteligencia del público que participa, como si dudar de ésta fuera descabellado-, se ganó a la audiencia afirmando que los científicos no deben despreciar lo que no comprenden, cuando son tantas las personas que han experimentado conexiones psíquicas, sino empezar reconociendo que algo anda mal en nuestras leyes físicas cuando no tienen cabida en ellas sucesos de esta naturaleza.
Con esta conclusión dio por zanjado el debate y clausurado el acto. Tan sólo unos pocos, prácticamente invisibles, nos abstuvimos de aplaudir en lo que, sin exagerar, fue una ovación. Algunos incluso se pusieron en pie. Fue divertido.