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– ¿Dónde nos quedamos? Ah, sí, tiene razón, en aquella aldea mágica, perdida en el tiempo, en un claro del bosque. El ayllu, una comunidad familiar quechua, no contaminada por la civilización, una joya para cualquier antropólogo andino. Al entrar ahí, tuve la sensación de que era el último reducto viviente de los incas, un resto del Tahuantinsuyo preservado de la civilización, descendientes directos de los habitantes de Machu Picchu. Los rasgos de esa gente, su fisonomía, era idéntica a la del niño congelado en el volcán. Por eso me dijo Elena: «Aquí es donde deberíamos haber enterrado al niño, entre los suyos».
»Sin embargo, el imperio inca, como usted sabrá, se extinguió a finales del siglo XVI. Pizarro ejecutó al emperador Atahualpa, se lo cargó al garrote vil, y poco después Tupac Amaru fue decapitado por orden del virrey Francisco de Toledo. Toda su cultura terminó con ellos. Todo ha desaparecido. Aquella gente, la del ayllu, no era propiamente inca, como Elena quiso hacerme ver, sino sus descendientes. Todas las familias del ayllu estaban emparentadas con un antepasado común.
»Esta aldehuela primitiva representaba para Elena una especie de paraíso donde el tiempo y el espacio se conjugaban en una armonía perfecta, en ciclos de vida. Reinaba un estilo de vida sencillo, comunitario, en el que todos trabajaban por igual y todos compartían los bienes del trabajo. Había una organización mínima. El jefe era llamado el curaca y se encargaba de organizar los trabajos y dirimir los conflictos. En el ayllu, Elena experimentaba una suerte de comunión con la naturaleza, una integración perfecta.
»Esto fue lo que Elena me explicó, pero debo decir que yo entré con mal pie en ese reino de pureza. Fue llegar y caer en las drogas.
»Los efectos alucinógenos del brebaje del qollahuayo duraron apenas unas pocas horas, pero en mi mente la vivencia del tiempo se distorsionó y se estiró como una membrana elástica, de forma que cuando volví a recuperar la conciencia de dónde estaba y qué me estaba sucediendo, no tenía ni la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí. Había anochecido. Salí. Elena estaba tendida en la hierba, en actitud extática, con los ojos fijos en el cielo. Le pregunté cómo estaba, intenté mantener una conversación cabal con ella, pero me fue imposible. La cabeza me zumbaba como si cien zopilotes me carroñearan el cerebro.
»Dormimos en un pequeño granero de llamas y alpacas, sobre esteros, y fue la peor noche de mi vida. Me levanté varias veces a vomitar, hasta que ya no me quedó ni una gota de papilla. Elena, en cambio, durmió profundamente. A la mañana siguiente me dolía la cabeza, estaba de mal humor y discutimos. Elena quería quedarse un día más allí, en el ayllu, con el brujo herbolario. La perspectiva de regresar solo por esa selva donde la espesura borraba los caminos no me resultaba halagüeña, así que decidí esperarla. Y fue una espera estéril, porque Elena pasó el día con el qollahuayo. Hablaban en quechua y practicaban extraños ritos en torno a la máscara inca que habíamos sustraído al niño del volcán. Elena fumaba una pipa de ese tipo, que esta vez me negué a probar. El otro invocaba a los espíritus de la montaña para que perdonaran nuestra profanación. Estaba convencida de que habíamos matado a ese niño al liberarlo del hielo. Hubo rituales arrebatados entre brasas de leña y espirales de humo azul. Me alejé de allí.
»Hice por encontrar el camino de regreso, pero era como si todos los caminos trazaran círculos concéntricos en torno a la aldea, que siempre me llevaban al mismo lugar. Unas indias de mirada muda me dieron choclo, tortas amargas y carne de serpiente cocida. Llovió un rato y me refugié en la casa del alfarero. Amasaba vasijas idénticas a las que encontramos en los enterramientos, idénticas a las de los museos. Vi telares de dos postes hincados en el suelo. Escuché cantar a una niña en su lengua nativa y vi a un muchacho cazando con una honda. Fue cayendo la noche como si se acercaran las mismísimas estrellas. Se encendieron fogatas, alrededor de las cuales se congregaba la comunidad indígena. Se rezaban plegarias y se contaban historias perdidas en el tiempo, que Elena escuchaba, con avidez, olvidada de mi presencia. Sentí como si estuviera soñando. Todo resultaba irreal, onírico. Me retiré a dormir.
»A la mañana siguiente fui a hablar con Elena. No estaba en la choza del curandero, ni en ninguna otra. Apareció al mediodía, salió de la espesura del bosque. Me miró como si no me conociera. Traté de convencerla para que volviera conmigo. Le dije que la había hechizado ese brujo. Tenía la cara pálida y una expresión alucinada. La cogí del brazo, pero enseguida se soltó. Fue imposible comunicarme con ella. "Tú no lo entiendes, no lo puedes entender", repetía. No lograba sacarla de ahí.
»Creía que tenía que purgar su falta. De acuerdo, le dije, quédate con tu apestoso brujo. Y volví solo. Tardé unas diez horas en conseguir llegar de nuevo a Aguas Calientes. Diez horas angustiosas perdido entre el follaje.
»Elena regresó a San Miguel de Azapa nueve días después. Nuestra amistad había terminado. Mi padre la despidió del equipo, porque pretendía incorporarse al trabajo después de tomarse una semana más de vacaciones de la que él le había dado. Era un incumplimiento de contrato. Marchó a Santiago y allí le perdí prácticamente la pista. Un amigo común me comentó que Elena estaba colaborando con la revista Revelación. Es una publicación muy difundida en Chile y en otros países andinos. La dirige un tipo que se presenta como periodista investigador, Juan José Queno, especializado en culturas andinas y en temas de ocultismo con un barniz antropológico. Dirige un movimiento que condena los museos que él llama de profanación, donde se exhiben restos humanos o momias. Y es un fanático defensor de la pureza racial de los indios aimaras, quechuas y nahuas. También sabe mucho de alienígenas y de ovnis avistados en el desierto de Atacama. Me contaron que asistía a su conocida tertulia de los viernes en el bar Unión. Si le interesa conocer a este curioso individuo, vaya a verlo a su tertulia.
»Esto es cuanto puedo decirle. Es todo cuanto puedo contarle. Ah, no se preocupe por la máscara de jade. Ya está en el museo.
»Luego de todo lo que llevo contado, de esta extraña peripecia, tiene gracia que en realidad todavía no he respondido su primera pregunta, e imagino que aún se estará preguntando por qué Elena me devuelve ahora esa máscara inca, precisamente a mí y por qué me la envió al museo, y por qué lo ha hecho después de tres años en los que, le aseguro, no hemos mantenido ningún tipo de contacto. Pues bien, es la misma pregunta que me ha tenido zumbando en el cerebro como un moscardón desde que me enseñó usted esa carta. Y si no se la contesté al principio es porque necesitaba repasar los hechos y atar cabos. Y llegados a este punto, debo admitir que sigo sin tenerlo claro, pero he barajado tres posibles explicaciones que podrían encajar.
»La primera sería el escrúpulo profesional. Como buena arqueóloga, no habría querido quedarse con una reliquia que pertenece al patrimonio cultural de mi país. Habría comprendido que su lugar es una vitrina del museo. Y si no lo hizo antes posiblemente sea porque no estaba preparada o se lo impedía cierto resentimiento, al quedar fuera del proyecto por decisión de mi padre, antes del vencimiento del contrato. El tiempo pudo haberla ayudado a ganar distancia y restañar las heridas, ya sabe, no se sentía del todo tranquila luciendo esa joya que le recordaba cómo acabó en sus manos, y finalmente prevalecería su sentido profesional.
»Otra explicación, más pesimista, es la de la superstición. El empacho lisérgico que le deparó el qollahuayo tuvo efectos a largo plazo, y continuó pensando que la máscara portaba la maldición a quien había profanado la tumba de hielo del niño inca, contraviniendo la voluntad religiosa de sus padres. En su carta menciona esa palabra, maldición, y no parece que sea en tono de guasa. Allá en el ayllu utilizaron la máscara para comunicarse con los espíritus de los antepasados. Podemos suponer que en los meses que permaneció en Santiago, colaborando con el grupo de la revista Revelación, se mantuvo en esta línea de pensamiento mágico. Para liberarse de la maldición, pensó que debía devolverla a la región donde fue hallada. Ésta es la explicación pesimista, porque denota un comportamiento nada juicioso.
»Por último, se me ocurre una explicación un tanto banal, pero no por ello menos plausible, y es que Elena haya dejado de conceder valor a esa máscara, suponiendo que sólo la viera como un exótico souvenir de su paso por Chile. Cuando estuve en Cuba me traje una máscara esculpida en una cáscara de coco, pues me pareció que representaba muy bien el espíritu cubano y además le vi muchas posibilidades decorativas. Al volver a mi país y a mi rutina, ese objeto perdió su fascinación, me pareció vulgar, dejó de tener sentido, y además no pegaba nada con la decoración de la casa. Así que me pregunté para qué diantre me la traje. Es posible que a Elena le ocurriera algo semejante con la máscara. Tal vez no sea la mejor explicación, pero tampoco la descartaría.
El relato de Valenzuela fue, en esencia, el relato de una decepción. Quizá por eso mismo me parecía, si no objetivo, al menos sincero. La misma espiritualidad de Elena que le había atraído al principio era la que le había llevado a distanciarse de ella.
Tal vez estaba buscando algo que sencillamente no existe. Creyó haber vivido una experiencia reveladora en el volcán Llullaillaco. El hallazgo del niño congelado y el incidente posterior inició su rumbo a ninguna parte. Creía haber establecido una suerte de comunicación con el niño, un aleteo fugaz, el niño había abierto los ojos para ella, la había señalado con una mirada relampagueante allá arriba, a cinco mil metros, en aquel aire enrarecido. Su extraña vivencia -que ella denominó «conexión psíquica», aunque pudo ser debida al mal de altura- la llevó a frecuentar chamanes de la selva, a consumir sustancias alucinógenas y a perderse en interpretaciones oscuras sobre los misterios incas y sus posibles secretos acerca de la conservación de la vida en estado de animación suspendida. Muertos que no están muertos, estados de transición, un infierno de conjeturas.