37944.fb2
La primera vez que la vi estaba empapada y apareció casi gateando por la oscura entrada del refugio de montaña en una noche de tormenta. Buscaba un lugar para guarecerse, sin sospechar que había otro inquilino dentro, emboscado en la oscuridad. Nuestro primer contacto tuvo esa cualidad ancestral, de encuentro en una cueva, de miedo animal a un desconocido. Con la breve claridad del exterior vi ese miedo instintivo en sus ojos, al descubrirme escrutándola desde un rincón oscuro, un pánico que la hizo retraerse en la puerta del refugio y dudar. Pero fuera la lluvia arreciaba, y las tinieblas cubrían el Monte Perdido, borrando sus sendas.
Dejé que el haz tembloroso de su linterna me recorriera la cara.
– ¿Hola? -dijo con un hilo de voz.
Respondí con el mismo saludo, lo cual resultó un tanto gélido. Habría sido más tranquilizador que le hubiera dado la bienvenida, o hubiera hecho un comentario en broma sobre nuestra penosa situación, algo para ahuyentar los escalofríos. Para colmo, el espacio era angosto, opresivo. Finalmente, lo que la lanzó adentro fue el trallazo de un rayo. Avanzó cojeando dos pasos vacilantes hacia el interior, pero el recelo le aconsejó apostarse junto a la puerta, por si acaso. La reconocí con mi linterna. Pasé un haz luminoso por su cara asustada, su pelo calado y su impermeable amarillo. Sería tres o cuatro años más joven que yo. Decidí colgar la linterna de una viga de madera del techo, a modo de lámpara. Saqué de mi mochila una toalla seca y se la lancé. No quería acercarme aún.
– Iba con un grupo y me quedé rezagada. Me he perdido -dijo con voz trémula.
La tormenta también me había sorprendido y obligado a buscar refugio. Noté que no la tranquilizaba saber que era uno de esos locos solitarios que practican senderismo de montaña sin compañía. Mi presentación había empezado mal, lo cual, vistas las circunstancias, agravaba el problema. Pronto sería noche cerrada, y aquello no tenía visos de escampar. No tendríamos más remedio que pernoctar juntos.
Su miedo inicial había cedido para dar paso al recelo. En estos casos, para tranquilizar al otro o mostrar buenas intenciones, uno suele presentarse y preguntar algún tópico, qué estudia o en qué trabaja, dónde nació o en qué ciudad vive, y con un poco de suerte surge un conocido común. Eso tiene un efecto tranquilizador, como silbar en un ascensor, por absurdo que sea. Uno puede ser un peligroso psicópata, un descuartizador de mujeres perdidas en el monte que las espera en un refugio de piedra con un machete afilado, pero si uno se presenta así, aclarando si estudia o trabaja y dónde, parece que pierde peligrosidad.
Tiritaba. Se quitó el impermeable, que no le había impedido mojarse las perneras de los pantalones. Tenía una muda en la mochila y me di cuenta de que deseaba cambiarse, pero mi presencia se lo impedía. Yo no estaba dispuesto a exponerme al aguacero para contentar su pudor, así que me limité a apagar la linterna. Poco después sentí cómo se cambiaba los pantalones, con sofocados quejidos por una lesión en el tobillo. Sin duda, aquel frufrú al desnudarse excitó más mi imaginación que lo que pudiera haber visto a la luz de la linterna.
La encendí de nuevo, pero esta vez en la posición de luz roja intermitente. Se me ocurrió una broma tonta y le dije que así enviábamos una señal de emergencia. Me dedicó una frágil sonrisa que me cautivó, y creo que fue entonces cuando sentí en la piel el mordisco de un veneno maravilloso y desconocido.
Había que actuar. Traía en mi mochila un pequeño estuche de primeros auxilios y me ofrecí a vendarle el tobillo. Creo que mi tono de voz tranquilo le inspiró confianza. Ése fue mi primer contacto con su cuerpo: el tobillo. Lo sentí caliente, hinchado, pequeño y delicado. Arrodillado a sus pies como un vasallo, con pulso vacilante lo fui vendando, y a cada vuelta de venda me parecía que acortábamos distancias. Rematé con un lazo, alcé la mirada y me topé con su sonrisa rasgando las tinieblas como una bengala.
La tormenta rugía fuera. Nos resignamos a pasar la noche allí, con un par de mantas polvorientas que había encima de una tosca banqueta de madera. Qué podíamos hacer sino conversar y esperar. Conversar y conocernos. Se llamaba Elena Blanco.
Cuando le dije que trabajaba de becario en la Facultad de Física de la Autónoma, Elena contestó que acababa de licenciarse en Historia, en la especialidad de Arqueología. Era una antigua vocación. Cuando niña -me relató-, solía veranear con sus padres haciendo viajes por América Latina. Una tarde de finales de septiembre, nadando en las aguas termales del lago Amatidán, en Guatemala, su pie tropezó con algo duro en el légamo del fondo. Se sumergió, hurgó en el lodo caliente y encontró una figurita tallada en piedra que representaba a un hombre desnudo.
– En realidad no era un hombre, como averiguamos después, sino el dios Chac. Fuimos al museo de la capital, el Popol Vuh, mostramos la figura a uno de los conservadores y la figura despertó tanto interés que pronto nos vimos rodeados por un grupo de expertos. Yo, claro, estaba emocionada con mi hallazgo. Era una escultura maya, del período preclásico, anterior al año 300 después de Cristo. Una pequeña joya que tuvimos que donar al museo, ya que formaba parte del patrimonio cultural del país. Los jefes del museo me agasajaron como a una pequeña reina. Me sentí importante. Mis padres estaban muy orgullosos de mí, y yo también. Y así nació una pasión que siempre me ha acompañado. De pequeña creía que era una pasión por las figuras, que a mis ojos eran como joyas, pero todo eso ha evolucionado y ahora me doy cuenta de que lo que realmente me gusta es reconstruir el pasado remoto a partir de huellas y restos.
Le dije que los físicos también buscamos reconstruir el pasado remoto a partir de radiaciones de fondo, emisiones lejanas, ecos del tiempo. Somos arqueólogos de mundos perdidos.
La tormenta cesó, el cielo se abrió diáfano y ella propuso salir a cazar estrellas. Así dijo: cazar estrellas. Esperaba que alguien como yo le explicara lo que había allá arriba. Pensé que se conformaría con que le indicara la posición de la Osa Mayor y la Osa Menor. Pero todo eso lo sabía de sobra.
– Cuéntame… por ejemplo, cómo se formaron esas estrellas.
Había una respuesta rápida y simple: el azar. Ella se volvió hacia mí y me miró como si acabara de hacer un comentario extemporáneo.
– ¿Azar? ¿Quién se cree eso? No creo que eso te sirva ni para un aprobado.
Le hablé entonces del encuentro casual de fragmentos de materia procedentes de las nubes difusas del espacio. Y de cómo entra en juego esa fuerza irresistible que atrapa y junta los fragmentos, y los va fundiendo: la gravedad.
En realidad, los fragmentos perdidos éramos nosotros. Así es como me sentía. Fragmentos errantes, en la inmensidad de la noche. El azar que nos había reunido. Una invisible fuerza nos atraía. La fusión.
Ella encontró mi explicación muy poco romántica, dadas las circunstancias.
– ¿Fusión nuclear? -protestó-. Estoy en contra de las centrales nucleares y de los residuos radiactivos.
Me eché a reír, por lo absurdo de su réplica. Fusión y fisión: confusión.
Elena Blanco torció un gesto de disgusto por mi risa, se puso en pie y se metió en el refugio. No tardé en ir tras ella. Había bloqueado la puerta. Embestí con el hombro, cedió al segundo intento y apenas puse un pie dentro, tambaleándome por el impulso, se abalanzó sobre mí.
Caímos. Me despojó de la ropa y me hizo el amor. Creo que es una expresión apropiada, habida cuenta de que, siendo mi primera vez, me dejé hacer.
Era como si se hubiera transformado. Nada que ver con la chica asustada e insegura que había visto entrar. También yo me sentí transformado al experimentar su desnudez evolucionando entre mis manos, que la recorrían a ciegas.
Al principio, no tenía muy claro si sus gemidos eran de dolor, por el tobillo, o de placer, o se alternaban. Después vacié mi cabeza de cualquier duda.
Han pasado ocho años y aún me parece ayer, porque era la primera vez, y porque, durante semanas sucesivas, no hice sino evocar esos momentos. Nunca había estado con una chica y nunca volví a estar con otra. Ella, en cambio, había pasado por numerosas relaciones con hombres.
Al amanecer, Elena me habló de su fantasiosa cosmogonía. En ella no había ni fusión nuclear ni elementos causales, sino un Farolero, el que enciende las estrellas en su ronda nocturna por la bóveda celeste. Las enanas blancas eran literalmente enanas y blancas, y también había enanas negras, duendecillos, jugando al escondite por la nebulosa de Orión, y gigantes rojas tocadas con sombrero y con cinturones de asteroides para sujetar sus enormes pantalones.
Para ella, los nombres lo decían todo, encerraban historias nostálgicas: estrella fugaz, constelación, nebulosa, supernova, quásar, asteroide… Hablaba de los mares y ríos de la Luna, de pasadizos transparentes que conectan las puertas de las estrellas, de los anillos concéntricos de Saturno que, como todo el mundo sabe, son de azúcar escarchado. Y había lagunas y estuarios siderales, y ríos de espuma y vías de plata que, si se sabía observar bien, podían verse en los más sutiles telescopios.
Las distancias se medían en año luz y su opuesto, el año tortuga.
Yo le dije que todo eso era maravilloso, y me pareció que podría funcionar. Aún habría que puntualizar algún detalle sobre el Farolero, pero eso no invalidaba tan completa teoría. Me hizo prometer que renunciaría a mi principio del azar que rige el universo, en favor de su fe. Cómo negarme.
Así nos sorprendió el amanecer.
En una hoguera, calentamos agua en cazos de aluminio y desayunamos té. Entre los dos organizamos algo parecido a un desayuno con nuestros bocadillos de embutidos. Examiné su tobillo. Continuaba hinchado, pero pude entablillarlo y, de ese modo, ayudarla mejor en el camino de descenso.
Si antes me había dado una lección de física, poco después me dio una de matemáticas, cuando sacó de su mochila dos botes de crema bronceadora, de protección 10 y 20. Vertió en la mano un poco de cada uno, los mezcló y dijo:
– ¿Quieres protección 30? Es lo mejor para la montaña.
En realidad, no había protección suficiente para guarecerme de aquel amor descalabrado y anumérico. Ni menos aún podía imaginarme que allí comenzaba una relación que duraría ocho años. Todo terminó súbitamente con una llamada telefónica que recibí en Brookhaven, Long Island, en la que me anunciaron que Elena Blanco acababa de fallecer en un accidente.