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Bebíamos cerveza Austral. Bebíamos cerveza Toro Bayo. En la cafetería de la facultad servían la Block. Andy seguía siendo un devorador de cacahuetes; nunca los tomaba de uno en uno, sino a puñados. Era divertido verlo. En la pared opuesta a su escritorio colgaba un póster de las Highlands, su lejana patria. Hablaba haciendo rodar su silla. De cuando en cuando, una llamada nos interrumpía.
Yo quería hablar con él de las partículas y de los quarks, pero él sólo quería hablar de las limitaciones de mi visión reduccionista de la física. El todo no es igual a la suma de las partes.
– Si tratas de analizar la Novena Sinfonía estudiando sus notas por separado en un pentagrama, la sinfonía se desintegra, se vuelve irreconocible. No tiene sentido, Lucas. La sinfonía sólo cobra entidad desde su unidad.
Recordé que ese mismo ejemplo lo había empleado en su libro de divulgación científica.
Reduccionismo. Esta palabra me hacía pensar en Elena, en cierto viejo reproche, aunque ella utilizaba otro término: mecanicismo. Mi mecanicismo, según Elena, era cortedad de imaginación. Miopía mental. Recordaba bien aquella discusión. Ella hablaba mientras se pintaba los ojos en el espejo del tocador que reflejaba mi figura un poco desgarbada, apoyada en la jamba.
Íbamos a cenar con Ángel y Francis a un vegetariano de Chueca.
Ser mecanicista o, más propiamente, reduccionista, no suponía ningún problema para mí, le dije; más bien al contrario.
– Entonces -replicó-, ¿crees que el alma es un amasijo de átomos, que se pueden atomizar los sentimientos, las relaciones? ¿Curará la mecánica cuántica nuestros problemas, en el futuro? ¿Curará el amor?
Esta vez era Andy quien me hacía otra de esas preguntas imposibles de responder:
– ¿Tú te consideras la suma de tus partes?
Tras unos instantes de perplejidad, lo encontré gracioso.
– No te negaré que tengo un gran aprecio a mis partes, pero la verdad es que nunca me lo he planteado.
Se esforzó por corresponder a mi sonrisa aunque no entendió la broma, quizá porque, a pesar de su gran dominio del español, desconocía ciertos usos muy coloquiales.
Me maliciaba que quería algo de mí y estaba preparando el terreno, sondeándome. No sabía adónde pretendía llegar, o en qué lío quería meterme. El veía que el destino o la providencia me había traído hasta allí, e imagino que el destino no derrocha tantas energías si no es con algún fin concreto y para traer un beneficio a quien identifica su escurridiza mano. Por mi parte, no tenía inconveniente en escucharle atentamente y dejarme convencer, aunque ya le había avisado de mis compromisos con el Laboratorio Nacional de Brookhaven. El debate sobre el reduccionismo metodológico es sano y habitual en ciertos foros, pero resulta improductivo si no viene acompañado de una propuesta concreta. Estaba de acuerdo en que necesitábamos una inyección de creatividad e imaginación para hacer avanzar nuestros modelos. Estaba de acuerdo en que nos enfrentábamos a cierta crisis, ante la incapacidad de establecer una teoría más o menos unitaria o cohesionada, y de responder a tantas preguntas acuciantes. La materia de su discurso se me antojaba un tanto filosófica, si bien es cierto que nos encontrábamos en un momento delicado, en el que, por extraño que pareciera, nuestros colegas físicos comenzaban a cambiar la matemática por la filosofía, al menos en lo que respecta a especular sobre cuestiones fundamentales, como la naturaleza del tiempo, o de la masa, el vacío y la totalidad, o al papel de la conciencia en el decurso de la realidad -de cómo influye el observador en lo observado a cómo nuestros pensamientos afectan al mundo-, o la posibilidad de una conectividad de todas las cosas, a pequeña y gran escala. Un cierto coqueteo con la filosofía comenzaba a estar bien visto entre nuestra cuadrilla. Un paradigma nuevo podía resultar refrescante, siguiendo la clásica afirmación de T S. Kuhn, de que la ciencia avanza cuando el paradigma emergente reemplaza al antiguo. El problema es que no me imaginaba la forma en la que Andy podía dar cierta consistencia empírica a sus audaces afirmaciones.
Le interesaba la interfaz física y mente. Cómo la mente opera sobre la materia, cómo el observador modifica el objeto observado. Mi problema era que cuando me hablaba de la mente, no sabía muy bien a qué se refería.
– ¿Qué sabemos realmente de la naturaleza de las fuerzas? -decía-. ¿Qué sabemos del tiempo? ¿Qué sabemos de la mente humana? Es absurdo mostrarnos arrogantes y despectivos contra quienes investigan las facultades psíquicas, como si tuviéramos una teoría unificada, una teoría del todo, sin flecos ni contradicciones, sin obtusas paradojas.
Me dejaba fumar en su despacho. Sus ventanas daban al campus. Escribía en la pantalla azul, con Word Perfect 5.1, y tenía una impresora de chorro de tinta, último modelo. A veces, cuando nos cansábamos de la Austral, bebíamos ron añejo que guardaba en un armario bajo llave. Departíamos con Bach al mínimo volumen. Le escuchaba y de vez en cuando le interrumpía y de vez en cuando me burlaba amistosamente de sus ambiciosos propósitos. Le dije que había cambiado la física por la criptofísica.
– Lo que estamos haciendo, Lucas, es abrir una brecha hacia lo desconocido. Vamos más allá de las columnas de Hércules de la lógica.
Los denominaba «fenómenos anómalos relacionados con la conciencia». De eso trataba Inquiring Minds, su nuevo proyecto de investigación. Estaba convencido -y al parecer había presentado pruebas- de que ciertas señales físicas de nuestro cerebro podían mover objetos lejanos merced a ciertas técnicas de concentración. Si en algo estaba de acuerdo con él es en que si pudiera demostrarse que había algo de cierto en todo esto, sería el descubrimiento del siglo.
Se había convertido en un cazador de mentes.
– No tenemos por qué renunciar a nuestros principios -decía-. Se trata de avanzar en el conocimiento científico superando prejuicios. No tenemos respuestas, pero tenemos muchas preguntas.
Su primer gran éxito fue un artículo aparecido en Nature. Era un número reciente, de hacía dos meses, que al parecer había suscitado una gran controversia.
– Lee el artículo, Lucas. No estamos hablando ya de teorías, sino de evidencias. Lo estamos probando en un laboratorio.
Andy desafiaba mi credulidad.
Parecía emocionado, y me alegré por él. Había encontrado su verdadera pasión. Sólo me inquieta la duda de si su pasión era verdadera.
– Hoy mismo lo leeré, y da por hecho que buscaré cualquier resquicio.
EXPERIMENTO
TEMA: Fenómenos anómalos relacionados con la conciencia.
SUJETO: L. R., 36 años.
LUGAR: Laboratorio n.° 5, Zócalo, block B, Departamento de Física de la Facultad de Ciencia, Santiago de Chile.
L. R. (en adelante, sujeto) permanece a lo largo de toda la sesión sentado en una silla rígida de madera de pino clavada al suelo; se encuentra a 2,8 metros del objeto crítico: una barra cilíndrica de acero de 10 cm. de largo y 2 Mm. de diámetro, para cuya flexión se requiere una fuerza de 10 newtons.
Dicho objeto se encuentra confinado en el interior de una campana de vacío que lo aísla del sujeto. Se trata de una campana de Bell estándar, elaborada con vidrio de 0,6 cm. de grosor y 50 cm. de alto, aplanada en el borde, herméticamente sellada contra una placa de base por el procedimiento de grasa para sellar de bajo vapor. La campana de Bell está provista de una espita de entrada en un lado y una válvula de vaciado de aire, y en el momento del experimento, la barra cilíndrica de acero se encuentra en su interior y en un grado de vacío del 92 %. La mesa que sostiene la campana es rectangular y de plancha horizontal, fabricada en pino macizo con incrustaciones de madera de pitósporo y una gruesa capa de poliuretano; su lado más cercano al sujeto está a 1,80 m. del mismo. Sobre la mesa y a 15 cm. a la derecha de la campana de Bell hay una copa de cristal de bohemia con 100 centímetros cúbicos de agua, destinada a revelar cualquier temblor, vibración o movimiento que afectara al edificio o a la mesa. No circulan corrientes de aire, residuales o de cualquier otro tipo en el interior de la sala, bien aislada del exterior, y la temperatura es de 24° C controlada por climatizador. La humedad relativa es del 24 %. El suelo es de moqueta de pelo corto. La sala experimental dispone de ocho cámaras sincronizadas que registran la escena en cuatro ángulos y dos profundidades; todas ellas graban planos fijos. Además, un sensor de movimiento y un dispositivo miden posibles cargas electrostáticas en el ambiente. Los niveles registrados son bajos y de nula influencia.
La escena es presenciada, además, por tres experimentadores -entre los cuales se encuentra el director de Investigación- situados al otro lado de un cristal unidireccional, tintado por dentro en un 20 % y reflectante al otro lado, de 0,5 cm. de grosor, que contribuye a la insonorización de los espacios anexos, barrera física que impide la distracción del sujeto por cualquier señal visual y/o auditiva de los testigos. No hay nadie más en la sala, que se encuentra en total silencio. Una de las cámaras apunta a la campana de vacío y otra registra al sujeto.
A las 18.12 horas el sujeto comienza su concentración y 15.3 minutos después estira la mano hacia el objeto, si bien, no del todo, conservando cierto ángulo en el codo, sin cambiar el resto de la disposición del cuerpo (sentado sobre la rabadilla, las piernas sin cruzar, el torso erguido y la espalda apoyada en el respaldo de la silla) y logra que la barra se curve 60° el lapso de 1,4 segundos. De los seis intentos, en cinco se obtuvo este resultado con barras muy semejantes, alcanzando los 90° de máxima flexión, y sólo uno de los intentos resultó infructuoso, debido a lo que el sujeto calificó de «pérdida de concentración».
Se describían más detalles técnicos en el artículo, como los referidos a la aleación exacta de acero de la barra fabricada para el experimento, y se completaba con algunas fotografías de la secuencia y de los metales antes y después de la acción, además de datos del espectrómetro de masas y del microscopio electrónico, que revelaban la extraordinaria cualidad de una torsión que apenas había modificado la estructura atómica del acero. Se especulaba con una interacción mente-materia de naturaleza cuántica, en una función de onda que nos llevaría a postular nuevas teorías físicas para explicarlo. Se dedicaban tres líneas a las sensaciones subjetivas que relataba el sujeto: «Sólo lo consigo cuando me olvido de que estoy siendo sometido a prueba. Ésta es la parte más dura de la concentración, más incluso que entrar en contacto mental con el objeto».
Realmente, empezaba a ponerse interesante.