37944.fb2 El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

30

Por invitación reiterada de mi amiga, dejé el hotel y me instalé en su chalet de las afueras, en una habitación de invitados más que acogedora, con vistas al campo, un pequeño cuarto de aseo, un armario ropero vacío, cama individual, mesa de trabajo y una estantería llena de las novelas que leía Annette en su juventud. Sin salir de esa habitación podía leer la obra completa de Pablo Neruda. Pese a tantas facilidades, no estaba seguro de haber hecho bien aceptando. Un punto de ambigüedad me incomodaba. Por otra parte, sentía una confluencia de deseos, uno de ellos el deseo de saber más sobre Elena, y estaba convencido de que la discreción y reserva que Annette había mostrado en París se irían diluyendo.

Sin embargo, Annette no tenía mucho tiempo para mí. A sus noventa y un años, su abuela Angélica se estaba muriendo. Su relación con ella siempre había sido muy especial y había regresado a Santiago principalmente para estar a su lado en las últimas horas. Pasaba todo el día en casa de su abuela en el centro de Santiago, con sus hermanos. No quería morirse en un hospital. Todavía podía conversar, aunque su vida se iba apagando.

Y como los problemas familiares nunca vienen solos, Alejandro, el sobrino de Annette al que conocí en la fiesta, se escapó de casa y se refugió en la de su tía. Se presentó en el porche con una pequeña maleta y una expresión entre enfadada y decidida.

– Hemos discutido otra vez -murmuró.

– Siéntate ahí y espera. -Le indicó el sillón con gesto grave-. Ahora mismo voy a hablar con tu madre. ¿Cómo le haces esto ahora, sabiendo cómo está la abuela?

Annette se encerró en la cocina y mantuvo una larga conversación telefónica con Isabel. Me retiré al jardín a leer. Ese jardín era una maravilla a partir de las siete de la tarde; Annette había puesto música y por el bafle exterior entraba en el aire la voz de Hepburn cantando Moon River. Lo único que perturbaba mi paz era sentir en el cogote la mirada inquisitiva de Alejandro. Finalmente se acercó con una mezcla de recelo y curiosidad.

– Eres el novio de mi tía y vivís juntos en París, ¿verdad?

– Ya te dije que no. ¡Qué insistencia!

Se sonrojó.

En ese momento, Annette salió al jardín y le dijo a Alejandro que había llegado a un acuerdo con su hermana: podía quedarse un par de días, hasta que se arreglara todo.

– Pensé que estabas sola -dijo Alejandro-. Creo que estoy estorbando. Mejor me voy.

– De ninguna manera.

– Quizá soy yo el que debería irme -dije, haciendo un gesto vago que abarcaba a Alejandro y al nuevo escenario.

Annette perdió la paciencia, dio un taconazo en el suelo y gritó, fuera de sí:

– ¡Basta ya de tonterías! ¡Nadie se va de mi casa!

Nos quedamos sin respiración. Y en un quiebro brusco, ella alzó las cejas, estiró una larga sonrisa irónica, juntó las manos en actitud de plegaria y añadió en un susurro:

– ¿De acuerdo?

El chico se hizo de rogar un poco más, pero finalmente se instaló en otra habitación. Annette no parecía disgustada por la situación, sino más bien preocupada por su hermana. Cenamos en una rústica mesa donde presenté mi especialidad: pimientos verdes rellenos de tortilla de patata con cebolla y ensalada de aguacate. Annette llevaba una camiseta drapeada, ceñida, que le marcaba el busto. Por la puerta corredera entornada entraba la brisa del anochecer y combaba las cortinas. Annette encendió unas velas y unos tiernos golpecitos en la mano a su sobrino aplacaron su ánimo. La conversación se centró en él. Su reacción, que al principio me pareció un acto de rebeldía pueril, escondía un plan. Buscaba el apoyo de su tía para irse a estudiar matemáticas en la Universidad Denis Diderot, en París. No estaba conforme con el programa de estudios de la Facultad de Ciencia. Criticó a sus profesores de primer curso. Criticó el sistema de exámenes. Criticó que en una misma asignatura incluyeran álgebra y geometría. La licenciatura con mención en matemáticas duraba cuatro años en total. Me gustó escuchar a un joven estudiante que quería aprender más álgebra lineal, más mecánica analítica estuve de acuerdo en que matemáticas no se debería estudiar en sólo cuatro años. Este simple comentario bastó para que Alejandro me mirase con simpatía como a un aliado. Había obtenido el año anterior un buen resultado en la Prueba de Selección Universitaria, y entonces Annette le ofreció alojarlo en su casa de París si alguna vez quería completar sus estudios allí o hacer un postgrado. Alejandro se había adelantado y quería mudarse el curso próximo. Su plan no recibía la aprobación de su madre. Isabel vivía separada, tenía un modesto sueldo como oficinista y, al parecer, no veía posible que su hijo viviera en una ciudad tan cara como París, ni estaba dispuesta a delegar en su hermana semejante carga.

Annette escuchaba y aprobaba sus deseos de mejorar su formación, pero le advirtió que la situación era delicada, y que ella no podía contravenir los deseos de su hermana. Le recordó que, aunque ya era mayor de edad, dependía económicamente de su madre.

Tal vez por no dejarme fuera de la conversación, Annette me pidió opinión. Sugerí descomponer el problema en sus elementos, despejar variables. Irse de casa era una. Vivir lejos de su madre podía ser otra. Conocer un país distinto, otra. Estudiar en una prestigiosa universidad, otra más. Vivir con su tía Annette en París era un deseo en sí mismo, distinto a ser un buen matemático. ¿Qué le motivaba más, París o las matemáticas? ¿La bohemia o la geometría diferencial? Alejandro dejó de mirarme como un posible aliado cuando mencioné que la Universidad de Buenos Aires tenía un gran prestigio. La discusión continuó un rato más entre tía y sobrino, porque yo me retiré a la habitación de invitados.

Después de una ducha, me tumbé en la cama con la luz apagada y me puse a pensar en el Tronador, un macizo cubierto de glaciares, con travesías de hielo y nieve. Tres mil quinientos metros de altura. No iba a ser como nuestras difíciles ascensiones del cantón de Valais -ni me hubiera atrevido a tanto-, y sin embargo no las tenía todas conmigo. Mi forma física distaba mucho de ser la de aquellos años. Había perdido práctica, estaba desentrenado. Me sentía fuerte, pero inexperto. Faltaban sólo doce días. Doce días para ponerme en forma. Me distrajeron unos ruidos en el jardín. Me asomé sin encender la luz.

Era Annette, haciendo unos ejercicios de espalda. Al principio me pareció que estaba en chándal, pero enseguida advertí que era un pijama gris. Tendida boca arriba con las rodillas dobladas, arqueó la columna hasta levantar las nalgas dos palmos del suelo, recuperó a los pocos segundos la posición inicial y repitió el ejercicio veinticinco veces. Al cabo de unos minutos cambió a una posición de gateo estático, encorvaba la espalda como un gato enfurecido y la relajaba hasta una curva cóncava y estilizada, y así fue repitiendo el ejercicio otras veinticinco veces. Concluyó con unos estiramientos, tocándose la punta de los pies con las manos manteniendo rectas las piernas. Al fin, bostezó y se retiró a descansar.

Escuché cerrarse la puerta de su dormitorio, en la planta baja. La casa aún no estaba en silencio, pues Alejandro había entrado en el cuarto de baño y abierto el grifo. En ese momento, cuando uno se queda escuchando, solo y al tiempo compartiendo el espacio con otras personas que tal vez escuchan también, es cuando experimenta el peso de una incómoda extrañeza y el pudor. El somier de alambres de mi cama rechinaba al cambiar de posición, y no podía dejar de pensar que cada vez que me movía Annette lo escuchaba abajo. Si me levantaba por la noche al cuarto de baño, el ruido de las cañerías también podía desvelarla. No es que fuera algo de lo que avergonzarse, ni mucho menos, pero estos escrúpulos sin duda exagerados me impedían sentirme cómodo, y me llevaban a preguntarme si no habría sido mejor declinar la invitación y quedarme en el confortable anonimato del hotel. Pero al mismo tiempo me preguntaba por qué me habría invitado, y si debía entenderlo como algo más que un gesto de generosidad y amistad.

Como una racha de viento árido que te golpea la cara al torcer una esquina, me acometía violentamente la borrosa imagen de Annette nadando desnuda en la corriente del Arrayán, la noche de la fiesta. No cesaban de reírse, pues también sus amigos, todos nosotros, estábamos desnudos y bastante bebidos. Resultó divertido y natural, y nunca me habría imaginado capaz de hacer algo así, pero lo hice. Annette se tiró de un salto a la poza, apenas nos dio tiempo a admirar su desnudez bajo la luna. Después fuimos saltando los demás, entre breves gritos, mientras ella nos observaba sumergida hasta el cuello y riéndose de la escena. No puede decirse que aquella diversión tuviera un ápice de erotismo, pero en ese momento, recordándolo, me eroticé a tal punto que se esfumó cualquier esperanza de conciliar el sueño.

Una hora más tarde me puse la bata y salí al jardín sin hacer ruido. Había una gran luna de nácar remontándose sobre la precordillera. El aire olía bien. Rodeé la casa y me situé ante la ventana entornada del dormitorio de Annette. La observé durante un rato, con la débil claridad que entraba en la estancia. Estaba tendida sobre el costado, hacia mí, destapada. La cadera se alzaba suavemente, como un promontorio que se ondulaba sobre su cintura. Llevaba una camiseta de tirantes finos y culotte, y el pelo le cubría parte de la mejilla. Podía ver uno de sus pechos asomando casi completamente del escote. Sentí circular la adrenalina por la sangre. Durante un rato me entregué a imaginar que me colaba por su ventana, me acostaba en su cama e ingresaba en su calor. Tal vez me habría atrevido si hubiera conseguido apaciguar mi corazón.