37944.fb2 El Coraz?n De La Materia - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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De espaldas a la balaustrada del mirador del cerro San Cristóbal, con el viento agitándole la melena y cubriéndole la sonrisa, me hizo una foto que más tarde conservaría. ¿La amaba? Sentía que si seguía mirándola, si el viento seguía moviéndole el pelo, si la tierra seguía rotando y ella permanecía ahí, frente a mí, terminaría amándola, y probablemente eso ocurriría el mismo día en que salía mi vuelo a Nueva York. El mismo día en que tendría que decirle adiós.

La señal siempre es la misma: una oleada de tristeza incontrolable que fluye como un río subterráneo, bajo un aleteo de embobamiento, una propensión a la contemplación estática que deja un poso de amargura. Comenzaba a sentir esa temerosa aproximación, el reclamo, la piel galvanizada, la inseguridad y la duda.

Pero entre el día en que uno sospecha que ama a una mujer o que acabará amándola, y el día en que la ama de verdad pueden pasar muchas noches. Y en una noche pueden ocurrir infinidad de sucesos en el laberinto del corazón. En el tiempo del universo, una noche no es nada, pero en el tiempo de la mente, una mujer puede convertir la noche misma en el firmamento.

Aquella mañana, mientras desayunaba en la cocina, pude escuchar una conversación telefónica en francés proveniente del salón. La voz de Annette me alanceaba como a un venado herido. Sus palabras, dulces, iban dirigidas a un hombre llamado Édouard. Leí en ellas la complicidad cariñosa de quienes se conocen mucho y comparten un código común.

Annette no me había hablado de ningún hombre; tampoco yo había preguntado. Mi curiosidad comenzó en París, cuando me planteaba qué clase de relación le unía a Elena. La curiosidad se había convertido en inquietud desde que me alojaba en su casa y Annette ocupaba cada vez más el espacio de mis pensamientos. No estaba seguro aún de conocer la respuesta, considerando la esperanzadora aunque remota posibilidad de que hubiera atribuido a la conversación escuchada más pasión de la que había, a ese Édouard más importancia de la que tenía en su vida.

– ¿Qué te parece la vista? -dijo-. ¿No es increíble?

Ante nosotros se dibujaba una imponente panorámica de la ciudad, cuyo trazado asemeja un tablero de ajedrez. Reconocí las arboladas avenidas del centro, las empinadas torres de oficinas del barrio de Los Leones, donde confluyen las avenidas de Apoquindo e Isidoro Goyenechea, la parte de la ciudad que más me atraía. La ciudad se extendía en grandes barrios satélite, apenas distinguibles desde el antepecho del mirador, como un conglomerado informe de viviendas que brillaban bajo el sol y parecían llegar hasta los pies de los Andes. A lo lejos, borrosa por la calima, se alzaba la cordillera como un gigantesco mural que, por contraste, hacía que la ciudad pareciera una ridícula maqueta.

Pasamos la tarde bebiendo cerveza en una terraza del parque. Ella me hablaba de la ciudad y de sus gentes, de cómo en París todo se transmuta en nostalgia.

– ¿Por qué me seguiste en París? -inquirió de repente.

Tardé unos segundos en reponerme de la pregunta a quemarropa.

– No tenía nada más interesante que hacer.

– ¿Te parecía interesante seguirme?

Asentí.

– ¿Por qué?

– En las películas de Rohmer los hombres siempre siguen a las mujeres en París.

– ¿Te gusta Rohmer?

– Elena me llevaba a ver sus películas en versión original. Largas escenas de diálogos y bellos escenarios. Cuento de verano y Cuento de invierno, el mismo cuento siempre, cambiando la estación.

– Así que me convertiste en la heroína de la película.

– Eres la primera mujer a la que sigo.

– También estás siguiendo a Elena.

– Sí, puedes llamarlo así.

– ¿La encontraste?

– Ahora sé cosas que antes ignoraba. También averigüé algo de ti: que tocas muy bien la tiorba.

– Toco en un pequeño grupo de diletantes. Hacemos soirées musicales. Allí toca también mi novio Édouard. Es profesor de clave en la Schola Cantorum.

– ¿Lleváis mucho tiempo juntos?

– Dos años, casi tres. Nos va bien.

– No deberías confiarte.

– ¿Por qué no?

– Los profesores de clave son absolutamente infieles.

– ¿También lo has visto en una peli de Eric Rohmer?

No deseaba seguir hablando de su novio, o a aquel paso acabaría escuchando sus virtudes y cualidades de amante. Me había convertido en una presa fácil de su ironía.

Llevábamos un rato observando una gran afluencia de gente. En unos minutos nos vimos invadidos por una multitud. Annette preguntó qué estaba ocurriendo.

– Va a venir Florencio Souza -contestó una señora.

– ¿Quién es?

– Es un hombre muy conocido en toda América. Un santo.

– ¿De veras? ¿Qué hace?

– Habla sin lengua. Predica la palabra de Dios. Es un milagro.

Decidimos esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pronto pudimos escuchar las primeras palabras salidas de un megáfono. Había un tipo de baja estatura y rostro atezado subido a una peana, hablando a la multitud.

Repartían octavillas entre los asistentes.

UN HOMBRE QUE HABLA SIN LENGUA Florencio Souza sorprende a cuantos le escuchan porque sin lengua, habla y evangeliza a quien se le acerca. Florencio Souza tiene una historia extraordinaria. Hace cinco años, por estar inserto en el mundo de las drogas, perdió la lengua en una trifulca callejera. Cuál no sería la sorpresa que al convertirse en creyente pudo hablar sin tener el único órgano que puede emitir palabras. Ahora lleva por todo el mundo el mensaje de Jesucristo, que le liberó de las drogas, con la prueba inconmensurable de su boca.

Sobre el texto aparecía una fotografía de la cara del predicador con la boca grotescamente abierta, enseñando hasta la campanilla, para demostrar su falta de lengua. Pésima fotocopia, la boca era un agujero negro y redondo.

Annette tiró de mi mano. Nos abrimos paso entre la gente. A medida que nos acercábamos al predicador, la densidad de cuerpos bullendo aumentaba. Olor a humanidad.

La arenga del predicador reverberaba en un silencio extasiado.

– …Y yo recorrí Bolivia y hablé a los hermanos bolivianos, y yo recorrí el Perú, y hablé con esta misma boca mutilada a los hermanos peruanos, y recorrí las selvas de Nicaragua, Guatemala y Ecuador, y relaté con la lengua cercenada el testimonio de Jesucristo redentor a nuestros hermanos nicaragüenses, guatemaltecos y ecuatorianos, y yo atravesé Venezuela, hermanos, y la República Dominicana; yo platiqué a las multitudes en Brasil con esta misma boca sin lengua, en español, y todo el mundo me entendió, porque yo os digo que no hablo por mi boca, sino por la boca de Jesucristo salvador, que no entiende de lenguas ni de naciones, porque su palabra es eterna, hermanos. Por eso decid conmigo, hermanos, ¡ALELUYA!

– ¡ALELUYA! -clamó una voz multitudinaria y unánime.

Annette me apretaba con fuerza la mano, tal vez sugestionada por aquella marea de fe que nos mecía.

– Y estuve en la Pampa argentina, y en Buenos Aires, y la gente me seguía, y las plazas se llenaban para escuchar el mensaje de Jesucristo, y venían los médicos a verme la boca y no lo podían creer, pero yo les devolví la fe, hermanos, yo vi pues a esos muchachos de la pobreza, de las calles de Lima, de La Paz, de Quito, vi a esos muchachos de caras sucias que eran como yo, y vi con estos ojos a los chicos de Bogotá que viven de la delincuencia, platiqué con ellos porque yo era uno de ellos, hermanos, yo era un delincuente que robaba en las tiendas, un maleante, hermanos, todos lo sabéis y no lo oculto, aunque me avergüenzo, llevaba una mala vida, una vida de pecado, y andaba metido en drogas, y en pandillas, cuando no sabía leer, y en una pelea me tajaron la lengua, por la droga, sí, hermanos, la droga me volvió loco, me metió el diablo en el cuerpo, yo podía haber muerto en una sucia esquina de una cuchillada, pude haber muerto en pecado, miserable de mí, pero he aquí que Dios se fijó en su siervo, me dijo: «Levántate, pues, y habla». ¡ALELUYA!

– ¡ALELUYA!

La multitud enardecida saltaba, botaba, boqueaba, vociferaba su entusiasmo: subía como un redoble de tambores un fragor festivo, un júbilo multitudinario. Esta ola nos zarandeaba y Annette seguía aferrada a mi brazo; me clavó las uñas hasta hacerme daño.

– Vámonos -grité cerca de su oído.

Pero era difícil salir del centro, abrirse paso al exterior, cuando todo alrededor nos cierra el paso, nos engulle. También, como en el interior de la materia, operan fuerzas nucleares fuertes, fuerzas que nos absorben hacia dentro, nos impiden romper la cohesión interna. Éramos dos electrones intentando salir de la órbita del núcleo.

Y mientras porfiábamos, empujando cuerpos que no tenían ojos para nosotros, que ni siquiera se daban cuenta de que pugnábamos por salir, el predicador siguió perorando sobre cómo era un caso perdido, desahuciado por médicos, mudo sin remisión, hasta que el Señor le otorgó su gracia y recobró el don de hablar.

Le indiqué a Annette que se pusiera detrás de mi espalda; yo fui metiendo la cabeza entre los cuerpos, para abrir brecha.

– Y Dios puso en mi boca mutilada la Palabra, para que predicara con ella su mensaje salvador. Y Dios me dijo: «Ve, y allá donde vayas cuéntalo, cuenta cómo el Verbo no necesita lengua para predicar la Verdad».

Logramos finalmente salir del círculo. Ya éramos dos electrones libres. Nos alejamos rápidamente. La voz del predicador se fue quedando atrás, cada vez menos sonora, menos persuasiva, pero durante largo rato, mientras bajamos el cerro San Cristóbal, seguimos escuchándola, predicando el milagro, la buena noticia de su siervo, y es que la salvación vence al pecado y Cristo es la respuesta, aleluya.

Entramos en un bar. Estábamos cansados y sedientos. En mi caso, no era una fatiga física, sino una necesidad de tranquilidad.

– ¿No te parece increíble? -dijo Annette, dando sorbos al gintonic.

– Sí, claro. Tanta gente haciendo esas cosas…

– No me refiero a los fieles, sino al predicador. ¡Hablaba sin lengua!

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Le has visto la lengua?

– No creo que pudiera verla aunque la tuviera.

– Fíjate en la foto. -Señaló la octavilla que aún conservaba.

– Aquí sólo se ve una mancha negra. No significa nada.

– Es una boca vacía -insistió.

– Y si lo es, ¿qué?

– Palatales, labiales, dentales, guturales, fricativas. Lo estudié en la escuela. Ese hombre las pronunciaba todas.

– La foto es una chapuza. La boca negra me da asco.

– Así que no crees en los milagros -dijo.

– No; no especialmente. No en días laborables.

– Admitirás que no todos los días se tiene ocasión de ver a un hombre hablando sin lengua.

– Desde luego.

– Es una lástima ver a toda esa gente vibrando de fe y pensar que son un rebaño de idiotas.

– Hay cosas peores. Pensé que tú eras escéptica.

– No me conoces. ¿En qué te basas?

– Tú misma me lo dijiste.

– Y tú, ¿te consideras escéptico?

– En este momento, sí, porque no te creo. Me estás tomando el pelo.

– Podría ser. Te declaras escéptico, y aun así crees en las videntes. Crees que Vera acertó con su fecha agorera.

– Te expliqué lo de la caja fuerte.

– No me hace falta. Sé que hubo una predicción, una fecha.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo dijo Elena por teléfono, un mes antes del final.

– Entonces debes admitir que acertó.

– Era una embaucadora, Lucas. ¿No te diste cuenta? Por lo visto te engañó a ti también. Jugaba con las esperanzas de la gente, sirviéndose de burdas tretas. Manipulación mental, sugestión, miedo. Pobre Elena, ¿cómo pudo acabar en ese camino?

Escuché su explicación conteniendo el aliento. A Annette le desagradaba hablar de todo esto, volver sobre aquellos días oscuros en los que Elena sufrió una recaída. «Ideas de muerte -anotó en su libreta-. Influencias perniciosas; ocultismo. Dependencia patológica.» El teléfono ya no servía. El caso se le iba de las manos. La conminó a tratar el asunto en su consulta. Elena no quería viajar a París, no se sentía con ánimo ni con fuerzas. Annette se iba dando cuenta de que lo tenía todo en contra: el canal era inapropiado y no conseguía acertar con el mensaje, o Elena estaba demasiado obcecada como para escucharla. Los argumentos racionales no servían de mucho, pero aun así intentó en vano convencerla.

Al enterarse del origen chileno de Vera, mi amiga recurrió a sus contactos en Santiago. Confiaba en poder descubrir algún antecedente que pusiera una sombra de duda sobre Vera, algo que utilizar como argumento para alejar a Elena de las garras de esa bruja. Fue mucho más fácil de lo que había supuesto, porque era un personaje muy conocido en Santiago. A mediados de los ochenta solía aparecer en un programa de Chilevisión: Misterios sin resolver. Tenía un número de adivinación con gente del público, en directo. Había un buzón donde la gente metía un sobre con un número y ella lo adivinaba. Los trucos suelen ser siempre decepcionantes, en comparación con el espectáculo. Pero Vera nunca insinuó que fuera una ilusionista, ella se presentaba como dotada psíquica. La consultaban personalidades del país, hombres de negocios; tenía una clientela de oro. Pues bien, todo eso acabó en un programa. Tres jóvenes que se encontraban entre el público saltaron al plató y antes de que pudieran ser interceptados por el personal de seguridad, derribaron el buzón, que ocultaba… ¡un enano! Un enano con un intercomunicador. El escándalo obligó a interrumpir la emisión. Se comentó el caso en la prensa y en la radio durante un par de semanas. Poco después se olvidó, aunque nadie olvidó que la mujer era una embaucadora. Se quedó sin clientela y se vio obligada a buscar nuevos caladeros lejos de su país, donde no llegara su fama.

– A ver si lo entiendo bien. Esto significa que, aunque era una impostora, no me mintió cuando me dijo que le había hecho a Elena esa profecía perversa.

– Así es.

– Y si era una impostora, ¿cómo se pudo cumplir su profecía?

– Hay profecías que, según quien las reciba, se cumplen. Y hay burdos augurios que se convierten en profecías si hay alguien dispuesto a creerlos ciegamente, alguien vulnerable a la manipulación. Y hay profecías tan perversas que perversamente se cumplen, que anulan nuestra voluntad para dilucidar su mentira, que sugestionan y aniquilan.

– ¿Y por qué a Elena? ¿Qué le había hecho ella?

– Posiblemente nada. Vera encontró en Elena un cabeza de turco para desatar su rencor de exiliada forzosa.

Me quedé un rato observándola. Ella se debió de sentir incómoda, se puso en pie y dijo, con una media sonrisa pícara:

– ¿Sabes una cosa, Lucas Frías? Estás mucho más guapo cuando te quitas la venda de los ojos.