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A la mañana siguiente me levanté con resaca. No había bebido apenas, tal vez se debía al impacto de la revelación de Annette. Había dormido mal y tenido pesadillas. No recordaba nada. Pero sentí un escalofrío al saberme en casa de Annette, en ese presente suspendido en el aire, como un alambre de funambulista, en el que yo evolucionaba en precario equilibrio.
Bajé a la cocina. Ella no estaba. Sentí una dolorosa decepción.
Sobre el hule de la mesa encontré una nota suya. Su abuela Angélica había fallecido esa noche. Durante el día iba a asistir a los oficios fúnebres y dormiría en casa de su hermana. Deduje que Alejandro estaría con la familia. A su escueta nota añadía la fotocopia de un recorte del diario El Mercurio, del 16 de marzo de 1986.
El artículo era la crónica, en tono irónico, del suceso televisivo en el que se desmanteló el burdo truco de Vera. En la fotografía, algo borrosa, se veía a un enano saliendo del buzón volcado y a una Vera perpleja, seis años más joven.
El sol entraba por la ventana de la cocina. Quedaba café templado en la cafetera. La lavadora trabajaba entre sollozos y era como si hablara por mi cuerpo, como si me estuviera escuchando a mí mismo.
Qué estúpido fui al creerla, me dije. Sufre más el pundonor de aquel que ha sido embaucado que el del embaucador que ha sido delatado. Creí haberla puesto a prueba. Mi truco del suceso imposible de prever, aquella tarjeta que guardaba en mi bolsillo y que le reté a adivinar, tampoco había funcionado. Sin duda su abstención se debía a simple ignorancia, más que a una oculta sabiduría. Mi error me acercaba un poco a Elena, me ayudaba a entender que es humano dejarse engañar por una mujer tan hábil y astuta. Y también es humano atribuir a una persona un poder sobre nuestro destino, y plegarse a ese poder, como el súbdito ante el señor.
¿Cómo había ido a caer Elena en las garras de Vera? No podía ser una simple coincidencia que fuera de nacionalidad chilena la vidente que había escogido en Madrid, una ciudad de escasa población chilena, en la que el gremio de videntes era un producto bastante autóctono. Alguien debía de haber servido de enlace, alguien en Chile, próximo a Vera, tuvo que darle sus referencias en Madrid, tal vez una recomendación unida a una tarjeta de visita. Elena buscaría en Vera una forma de continuidad a algo que habría empezado en Santiago de Chile, en procura de refugio espiritual.
Aún quedaban muchos puntos oscuros. La profecía de Vera, siendo falsa, se cumplió. Elena falleció en el día prescrito. La naturaleza de su accidente permanecía opaca. ¿Auto sugestión? ¿Profecía autocumplida? O dicho de otro modo: ¿suicidio?
Otra cuestión que no acababa de ver clara era la implicación de Annette en todo esto. Su relato había quedado interrumpido en el desenmascaramiento. ¿Qué ocurrió después? ¿Qué quería ocultarme?
Lo lógico es que no bien conoció Annette los oscuros antecedentes de Vera en Chile, utilizara esta información para despertar a Elena de su pesadilla esotérica y abrirle los ojos a la realidad. Habría sido un verdadero jarro de agua fría. ¿Fue así como ocurrió? ¿La avisó a tiempo?
De haber sido así, Annette no se habría sentido culpable por lo que consideraba un suicidio involuntario, presa de un estado de sugestión. Esa llamada de Annette avisándola de que Vera era una impostora nunca tuvo lugar, esa llamada es la que intentó realizar cuando yo llegué a casa, y Elena ya descansaba bajo tierra; fue su voz en el contestador telefónico, sonando en el silencio de la casa, con un timbre de preocupación creciente, en la que de pronto comprendí que tenía una noticia apremiante que darle; por eso insistió un día tras otro, dejando avisos en el aparato. «Tengo una información muy importante», decía uno de sus mensajes grabados. Ahora comprendía de qué información se trataba. Finalmente, fui yo quien levantó el auricular; ella entonces comprendería que había llegado demasiado tarde.
Poco más quedaba por averiguar sobre esta trama, cuya existencia desconocía antes del accidente de Elena. El objetivo de mi viaje a Chile estaba cubierto, y me pregunté qué estaba haciendo allí, en aquella casa. Mis sentimientos hacia Annette se habían avivado ahora que se había adelantado a darme una respuesta negativa a una pregunta que aún no había sido formulada. Deseaba, no obstante, seguir en ese espacio pernicioso y hechizante, entregado a la autocomplacencia morbosa del amante no correspondido. Deseaba apurar mis días en Chile junto a Annette, porque este dolor recóndito hacía que me sintiera vivo por dentro.
¿Hasta qué punto sabía Annette cómo me sentía? No descartaba la posibilidad de que disfrutara con ansia vengativa haciendo girar con sus propias manos el torniquete de mi corazón.
Y si ése era su castigo, estaba perdido.