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Un gran físico experimental amigo mío, Leon Lederman, consiguió explicarlo con un simple cuento. Allá va.

Una delegación extraterrestre viene a la Tierra en misión de paz. Pertenecen a una peña deportiva galáctica y están interesados en conocer nuestros deportes. Los llevamos a un campo de hockey sobre patines y presencian una serie de partidos. Resulta que por las particularidades de su órgano visual no pueden percibir un objeto esférico: la pelota. ¿Qué ven? Ven gente corriendo de un lado para otro y no entienden nada. ¿Qué hacen? ¿Por qué se desplazan tan deprisa? ¿Adónde se dirigen? Estudian concienzudamente el asunto. Por los uniformes, deducen que hay dos equipos; por sus carreras, parece que persiguen algo que va cambiando de posición en la pista. El árbitro se desplaza en esta dirección, parece mirar a algo concreto, que nunca se detiene, algo errático y de velocidad variable. Empiezan a trazar diagramas y descubren ciertas simetrías en las posiciones: atacantes, defensores, carreras en paralelo de miembros de un equipo, alineamientos y, en fin, un cierto orden secuencial. Sin embargo, no pueden ver lo fundamental. Así somos los físicos de partículas: intentamos comprender el hockey sin ver la bola. Al final, los alienígenas perciben un abombamiento de la red de la portería, y conjeturan la existencia de una pelota invisible, por la forma que adopta la red en el momento del choque. La hipótesis de la pelota hace que todo cobre sentido.

Reconstruir lo invisible con indicios, observar lo inobservable -radiaciones generadas que miden los detectores tras una colisión, rastros fantasmagóricos como trazos en una cámara de niebla- es un extraño trabajo; sin embargo, tal vez las particularidades del universo invisible no sean tan distintas a las del universo visible que nos rodea, en las que percibimos hechos en cascada que invaden nuestros sentidos, nos exponemos al mundo de las reacciones humanas, al universo psicomental de nuestros semejantes, y tratamos también de descifrar qué es lo que está pasando, y en realidad estamos ciegos, somos ciegos jugando a hacer diagramas, interpretaciones, atribuyendo intenciones, guiándonos por vagos signos que creemos ciertos. Y así sucede también en nuestras relaciones íntimas: entre personas que comparten el mismo espacio, hay algo invisible que no sabes qué es, un patrón anómalo que tratas de identificar, pero que no estás preparado para percibirlo; hay como una ceguera mental, en medio del amor y de la decepción, una ruptura lógica en la cadena de secuencias que tratas de inferir por otros medios, y cuando todo se acaba, estás seguro de que en realidad no sabes qué fue lo que precipitó el desenlace y qué papel tuvo cada uno en la trama. Entonces, quizá, ya no importa, o sí importa, pero no hay nada que hacer.

Una cosa es segura: todo habría sido más fácil entre Elena y yo, desde el principio, si no hubiera tenido que trasladarme a Ginebra en septiembre de 1984, apenas comenzada nuestra relación. Las partículas están aquí, nos rodean, pululan por el mismo aire que respiramos, nos atraviesan y fluyen a través de nuestro cuerpo. Entonces, ¿por qué ir a buscarlas tan lejos, en la frontera franco-suiza? Habría vivido junto a la mujer que amaba sin renunciar a la investigación. El problema es que en España, a mediados de los ochenta, no había nada prometedor para un físico de partículas. Tenía entonces veintisiete años y muchas ambiciones.

Un año después de conocernos en el refugio del Monte Perdido conseguí la plaza que había solicitado en el CERN (Consejo Europeo para la Investigación Nuclear), en Ginebra. La echaba tanto de menos que los primeros meses apenas podía concentrarme. Hablábamos mucho por teléfono y todos los fines de semana volaba a Madrid. Nuestro primer año juntos estuvo hecho de momentos breves, de días fugaces, intensos, ávidos de pasión, siempre con la premura de tener que partir de nuevo a Ginebra, y esos apenas cinco días que nos separarían se nos hacían eternos.

En realidad, con el paso de los meses me acostumbré a esta rutina y hasta me pareció excesivo tener que verla todos los fines de semana, cuando podía adelantar trabajo los sábados. Cada vez me entusiasmaba más lo que aprendía allí a velocidad vertiginosa. Reduje los viajes a Madrid a dos veces por mes.

Me sentía un privilegiado por las oportunidades que me brindaba el CERN. Iba a trabajar en bicicleta, embutido en un plumas con bandas reflectantes, casco de obra y, a la espalda, la mochila con mi ropa de trabajo. La zona fronteriza del CERN tenía una belleza sobrecogedora cuando la cruzaba cada mañana, a las siete y media, recién amanecido, respirando el aire puro y frío, con las majestuosas montañas del jura, a pocos kilómetros, y al sureste, el lago de Ginebra.

La frontera franco-suiza pasa justo por el CERN, y mi hotel se encontraba en Francia, así que para entrar en el complejo debía cruzar al lado suizo, pero mi laboratorio se encontraba virtualmente en el lado francés. Y al mediodía, hora del almuerzo, me dirigía al restaurante ubicado en la zona suiza. Resultaba curioso vivir en la frontera. Por cierto, la comida solía ser italiana.

En las enormes instalaciones del CERN trabajábamos unos cinco mil científicos. Las distancias entre las diferentes zonas aconsejaban desplazarse en bicicleta. Allí me hice muy amigo de un norteamericano llamado Andrew Harris con quien los fines de semana iba a practicar alpinismo. Compartíamos el sentimiento de la montaña. Nuestra primera proeza fue coronar el Monte Rosa, el Dufourspitze. Desde el refugio de Rothorn, a tres mil metros, hicimos una hermosa travesía por un glaciar, con un día radiante, cegados por el manto nivoso. Nos rodeaba un anfiteatro de cumbres imponentes: el Lyskamm, el Wisshorn, la Dent Blanche… Pernoctamos en Zermatt, y desde allí, a la mañana siguiente, emprendimos la ascensión por el espolón oeste. La bajada fue mucho más penosa, porque el tiempo cambió y comenzó a llover. En uno de los pasos aéreos su mano me salvó la vida.

Andrew Harris y yo formábamos parte de la división experimental adscrita al acelerador SPS, que hacía viajar las partículas por un anillo subterráneo de siete kilómetros de circunferencia a velocidades cercanas a la luz. Es imposible tener una panorámica de semejante anillo, pero cuando estabas dentro, lo sentías. Sentías que habitabas en el interior de una inmensa ballena sumergida a grandes presiones, con tripas de imanes y bobinas de miles de toneladas y cámaras de vacío.

Nada escapaba a ese imponente zumbido; ni siquiera dejaba de percibirse en los edificios exteriores. A cada paso, un cartel de advertencia: «Peligro. ¡Radiación!». Notar la maquinaria subterránea que hervía bajo tus pies, la vibración de los inmensos imanes y los intensos voltajes de radiofrecuencia que empujaban el flujo de protones alrededor del anillo era una sensación vigorizante; querías saber cuanto acontecía allí dentro. Querías estar allí para vivir esa aventura de Gulliver en el país de lo enano.

El objetivo de mi viaje al Laboratorio Nacional de Brookhaven, en Long Island, quedó paralizado cuando en noviembre de 1992 un colega de mi laboratorio en Madrid me avisó de que Elena Blanco había fallecido en un accidente de carretera. Logré comunicar con Susana, la hermana de Elena, quien me confirmó la noticia.

No pude conseguir un vuelo de regreso a Madrid anterior al que había reservado. Llegué a Madrid tres días más tarde, cuando ya se había realizado el entierro.

Era domingo. Un domingo cualquiera de invierno. Me encontré en mi piso de la avenida del Mediterráneo, desorientado, sin saber qué hacer. A mis treinta y cinco años, mi vida había entrado en vía muerta.

Reinaba un silencio siniestro. El tiempo se había detenido. Antes de su viaje sin retorno, Elena había dejado la casa extrañamente limpia y ordenada. Todo estaba demasiado recogido. Sobre la mesa de la cocina dejé el correo acumulado en la última semana. De las quince cartas, siete eran para Elena, Caja Madrid recordaba a la difunta sus deudas con la entidad, además de proponerle un ventajoso plan de pensiones «para mejorar su vida».Varios panfletos me aseguraban que soy hijo de Dios, y otro, escrito a máquina, era la oferta de un Gran Chamán Africano capaz de resolver todos los problemas imaginables. El resto, publicidad de coches.

Una somnolencia que no era de cansancio sino de pesadumbre me arrastró al dormitorio, en cuya puerta colgaba la vaporosa bata blanca con las iniciales de Elena. Una bata que cubrió tanta belleza y ahora pendía ahí, desposeída. Me metí en la cama y me envolví en las sábanas y me envolví en su olor para intentar dormir.

Soñé con ella y cuando abrí los ojos, todavía en las brumas del sueño, se me apareció borrosamente, como un espectro. Intacta, sonriente, una luz en la oscuridad, una sombra en la luz. Me pareció que se acercaba a mí, despacio. Cerré los ojos y continué durmiendo.

Los cajones del baño estaban llenos de cosméticos en los que nunca había reparado. ¿Cómo había llegado todo eso hasta allí?

Me daba miedo abrir los armarios, tan llenos de cosas, llenos de sombra y destrucción. Los retratos y fotografías me miraban desde la felicidad del pasado. Había una de Elena con siete años, junto a su hermana, ambas con un vestido de nido de abeja en un domingo de Ramos. En otra me pegaba a su oscuro jersey de lana, cuyas mangas le llegaban hasta media palma. Abrí las ventanas, me concentré en el ruido del tráfico, los coches saliendo del túnel en dirección a Conde de Casal.

El funeral se ofició en la parroquia del Carmen, en el barrio de sus padres, una semana después del entierro, para que yo pudiera asistir. Lo hice acompañado por mi madre, una mañana ventosa de domingo. Tenía el cuello rígido y entumecido, apenas podía mover la cabeza sin la sensación de que me atenazaba una garra. Aun así, no pude evitar mirar la cúpula truncada que mostraba el cielo: un trampantojo de nubes doradas, ángeles y querubines. El cura, tan bajito que apenas se distinguía tras la mesa del altar, nos tranquilizó al asegurarnos que su último tránsito había sido breve y dulce, y había llegado sin incidencias al reino celestial, donde le habían brindado una jubilosa acogida.

Tras la ceremonia mantuve un intercambio de saludos con la familia que resultó desangelado, en medio de los pésames y los sollozos. Siempre me ha parecido que llorar en público tiene algo de ostentación o histrionismo. Creo que, por decoro, es algo que uno debería hacer a solas.

Si hay algo peor que la formalidad es la formalidad del dolor, esos diálogos forzados en que no se tiene nada que decir, y los sentimientos se desbordan por doquier. A veces, el simple hecho de hablar me resulta un acto impúdico. Susana, vestida con un traje de color negro, se acercó a preguntarme cómo estaba. La familia de Elena nunca me procuró afecto, nunca me aceptó y, pese a la presencia de mi madre, les pareció el momento apropiado para la demostración definitiva. Sus miradas estaban llenas de reproche; me hacían responsable de la desgracia. Los amigos de Elena, en cambio, se mostraron mucho más cálidos y comprensivos, especialmente la pareja que vivía en el piso de enfrente, Ángel y Francis. Su aflicción y su pésame sí rezumaban honestidad.

Después del funeral, mis vecinos me invitaron a cenar a su casa. Francis es algo más alto y delgado que Ángel, más jovial tal vez, más juvenil en su estilo de vestir. La tímida afabilidad de Ángel me resulta muy agradable. Trabaja de ginecólogo en el hospital Ramón y Cajal y es un excelente cocinero. Habían preparado berenjenas escabechadas y pato horneado con virutas de naranja. Eran los platos preferidos de Elena.

Me parecía evidente que ellos sabían muchas cosas de nosotros, aunque sólo fuera por la escasa distancia que separaba las puertas de nuestros pisos. Este simple hecho habría bastado para hacerlos blanco de mi recelo (no soporto que nadie atisbe en mi vida, no soporto a los vecinos en general) y, sin embargo, su discreción y su amabilidad lograron ganarnos a los dos. Ante ellos nos mostrábamos como una pareja bien avenida y ellos nos trataban como si de hecho lo fuéramos, o como si así lo creyeran.

En el centro de la mesa, vestida con un elegante mantel y junto a las velas, una botella de Lambrusco acompañaba a un ramo de vistosos crisantemos. Sonaba suavemente, de fondo, Tristán e Isolda. Son grandes amantes de la ópera y consumados wagnerianos (creo que incluso pertenecían a una sociedad wagneriana), y todas las óperas que tenía Elena en casa las habían grabado ellos, siempre las más excelsas versiones. En alguna ocasión, ella me confesó que no entendía a Wagner, pero que se sentía incapaz de confesárselo a ellos.

Francis hizo gala de su sentido del humor durante la cena, que de otro modo hubiera resultado demasiado triste. Recordó momentos divertidos con Elena, sus extravagancias y su afición a las brujas.

– ¿Brujas? -inquirí extrañado.

Francis se echó a reír.

– ¿No sabes que consultaba a una adivina?

– ¿Cómo dices?

– Sí, una de esas que te leen el porvenir.

No me extrañaba demasiado, pues conocía el gran interés de Elena por lo oculto. Tenía en casa un extraño libro: I Ching. Pero nunca creí que se tomara en serio estas cosas.

– Ahora que lo dices, algo me suena -dije, por decir algo.

– Ha estado en el funeral -añadió Ángel-, y te ha saludado. Se llama Vera. Una mujer muy delgada y guapa, con el pelo teñido de caoba.

La recordaba bien. Se había presentado como una amiga de Elena y, naturalmente, no me dijo a qué se dedicaba.

Le pregunté a Francis qué creía que llevaba a Elena a consultar una vidente.

– Yo creo que simplemente buscaba diversión. Ella debe de ser una mujer exótica. Se llevaban muy bien. A mí también me divierte que me echen las cartas del tarot, no es que lo crea a pie juntillas, pero siempre aciertan en algo. Algo de brujas tienen que tener, ¿verdad?

– Haberlas, haylas -corroboró Ángel sonriendo bajo el bigote entrecano.

Guardaban en un cajón una tarjeta de visita que les había dado Elena, para recomendarles que la visitaran. Era de un suave color púrpura, papel granulado y letras en negro:

Vera Vázquez

Vidente

Consulta: de lunes a sábado de 18.00 a 22.00 h.

Tel. 91 8791097

Madrid

El pasillo de tu casa puede llegar a ser una penosa travesía. Es como ingresar en un túnel. Todo me suponía un gran esfuerzo. La cinta de las persianas me oponía una tenaz resistencia. Durante la primera semana tenía la confusa sensación de andar dormido, comer dormido, dormir dormido. Me levantaba dormido y, dormido, me quedaba pensando en qué hacer, dónde guardar las pertenencias de Elena.

Me abrumaban los objetos que se trajo de sus viajes por América Latina: ponchos, sargas y alpacas, amuletos brujos, cholas, jarapas para el sofá, dientes ensartados que dan buena suerte, plumas de cóndor, la miniatura de un trono de Atahualpa, caudillo inca. Lo introduje todo en una gran bolsa de plástico y lo bajé al trastero con un sentimiento persecutorio de estar obrando mal.

La música era mi única compañía. Música antigua, la lluviosa melancolía de John Dowland, una hoguera que crepita en la oscuridad y llena la estancia de calor. Hora tras hora, los discos iban girando en la sombra. El llanto del laúd, el gemido ronco de la viola de gamba, la elegancia de la tiorba. Matthew Locke, Christopher Tye, la guitarra barroca de Gaspar Sanz. Mudarra, Ortiz. Elena prefería a los españoles del barroco temprano. Yo anteponía a los franceses: Lully, Couperin… Cadencias, lenitivos a la angustia. Mientras escucho dejo de pensar, dejo de pensar con palabras.

El ascetismo jansenista de Sainte-Colombe interpretado por Jordi Savall y Wieland Kuijken emergía a todo volumen por dos torres negras de Bang & Oflusen del salón. Íbamos juntos a conciertos, comprábamos las novedades que recomendaban los críticos de la revista Goldberg; por una vez nos sentíamos afines en algo. Elena fracasó en su intento de convertirme a la poesía y al cine de autor con subtítulos, y no precisamente porque no pusiera amor en sus campañas. La música antigua era ese refugio donde nuestras soledades se encontraban, como en aquella primera vez.

Me sentía como esos decapitados en movimiento que todavía dan algunos pasos antes de caer.

El insomnio me aficionó a un programa de radio en el que la gente contaba sus miserias personales. Voces que emergían desde siniestras covachas de la noche. La incondicional comprensión que les prodigaba la locutora ponía alas a su afán de contar, de desnudarse y mostrar sus llagas. Gente angustiada a causa de sus relaciones personales, por lo que dicen o piensan los demás, por lo que suponen que quieren decir cuando dicen, por lo que suponen que piensan y no dicen, por cómo los miran, por cómo les hablan, por no entenderlos o por no compartir su forma de ser. Pero también había otros problemas más reales, como el de una mujer que había intentado de todas las formas posibles concebir hijos, y no lo había conseguido. Eso me hizo recordar que Elena ansiaba tener hijos.

Legiones de hormigas carnívoras desfilaban por la mugre de mi conciencia. La cara licuefacta en el espejo. Mirada de verdugo arrepentido. Un verdadero despojo, pero estaba decidido a salir, quería salir. Amo la vida.

La casa era un formidable desorden. Los estados de desorden son siempre mucho más numerosos que los estados de orden, de modo que se tiende hacia ellos, según la segunda ley de la termodinámica. Una entropía muy masculina. Por extraño que parezca, los objetos de casa no tienden a quedarse donde uno los dejó, sino que se confabulan y organizan para amontonarse y distribuirse a su antojo.

Sus libros abiertos, sus cintas de música, su ropa extendida sobre la cama, el último periódico que compró, en el brazo del sillón, el peine en el borde del lavabo, su barra de labios abierta… Recogerlos era una dolorosa purga interior. Me lo impuse como una suerte de penitencia.

Una mañana sucedió algo extraño. Mientras me ajustaba un guante se me cayó el otro por el hueco del ascensor; antes de que pudiera iniciar un movimiento de agacharme lo vi desaparecer en un instante por la estrecha ranura de apenas dos centímetros. Pero un guante se dobla, me dije; un guante no cae de canto, como una lámina; un guante no se desliza por una ranura, limpiamente, ni aunque lo intentes una y otra vez; un guante sencillamente cae de cualquier manera, excepto de ésta. Son tantas las maneras en que puede caer un guante, tantas las posiciones que puede adoptar… ¿Cómo era posible? ¿Por qué se había filtrado limpiamente por el hueco del ascensor?

Para describir con justicia este incidente, debo añadir algo más que la descripción externa y centrarme en una extraña vivencia interior, que no sé realmente cómo calificar. Tuve un presentimiento, o por primera vez en mi vida creo que experimenté eso que la gente llama un presentimiento, y que a mí me ha parecido siempre otra cosa, algo que podría ser expresado de forma más corriente; este presentimiento relampagueante fue como una voz interior que, al percibir la caída de la prenda, me avisó: «Va directa al foso». Decimos «una voz», pero en realidad es nuestra propia voz, y tal vez sería mejor expresar sin rodeos que supe, con una exactitud demoledora, antes de que el guante llegara al suelo, lo que iba a ocurrir en las próximas décimas de segundo. Y la confirmación inmediata de esta fatalidad me llenó primero de una sorda furia, y poco después de perplejidad.

He aquí la anomalía. ¿Cómo lo supe? ¿Lo supe o además contribuí sin querer a que sucediera? Fue como si mi estado anímico negativo hubiese creado alguna suerte de influencia, fuerza, qué sé yo. Como si mi mente hubiera arrojado el guante al foso, para, de nuevo, castigarme a mí mismo. Elena solía decir que nuestras emociones influyen en las cosas, en el mínimo granulado de la realidad, porque todo cuanto existe está conectado por fuerzas misteriosas. Nunca lo creí.

Hipnotizado, me quedaba escudriñando la nebulosa con forma de hélice que forma la espuma clara en la superficie del café, tras revolverlo con la cucharilla. Elena Blanco era un miembro fantasma. Lo sentía ahí, pero no podía tocarlo. Dolía, pero no podía verlo.

Mi contrato en el CERN era por dos años. Fue el momento de reconsiderar nuestra situación y decidir qué peso aquilataba Elena en el fiel de mi vida. Decidí quedarme en Ginebra al menos dos años más. No es que no la amara, sino que mi amor a la investigación de las partículas era una certeza más sólida, algo que, enunciado, parecía cobrar más sentido. Me había especializado en cromodinámica cuántica y mis líneas de trabajo se iban definiendo cada vez más hacia un proyecto que podría arrojar luz sobre los enigmáticos quarks. El corazón de la materia era cada vez más el foco de mi corazón.

Una relación a distancia produce desgaste. Era consciente de que Elena, en Madrid, podría cansarse de esperarme, conocer otros hombres, o decidir que mi vida y la suya eran vectores divergentes. Tal vez habría sido lo más normal, habida cuenta de que ni siquiera habíamos cohabitado más tiempo seguido que las vacaciones veraniegas que solíamos pasar fuera (la Toscana, los Alpes suizos, la Bretaña, el sur de Irlanda…). Viajes en los que la libertad era nuestra aliada. En cambio, nuestra vida cotidiana consistía en no vernos, en no cruzarnos, en no tocarnos, en no sentirnos sino como el eco de una voz lejana en un auricular, como un recuerdo que iba quedando atrás.

Elena Blanco tampoco paraba demasiado tiempo en Madrid. De hecho, al tercer año de nuestra relación se trasladó al norte de Chile, cerca de Arica, en pleno desierto de Atacama, para trabajar en una serie de excavaciones arqueológicas relacionadas con asentamientos fúnebres y momias, organizadas por el Museo San Miguel de Azapa. «Proyecto Hombre del Desierto», se llamaba. Allí permaneció algo más de un año.

Para mí fue como una prórroga para seguir ocupado en mis quarks sin preocuparme por el futuro de nuestra relación. Me tranquilizaba saber que no me estaba esperando. De hecho, suponía que todo eso era una transición hacia un final inevitable. No quería que me dejara (ni yo quería dejarla), pero comprendía que había hecho una elección y debía estar preparado para cuando llegara ese momento.

Al poco de regresar de Chile, Elena consiguió un puesto como lectora en la Sorbona. Yo seguía en Ginebra. Nuestra relación había resistido hasta entonces la dura prueba de la distancia, pero no sería así por siempre. Durante el verano de 1990 decidimos que no podíamos continuar con una «relación de vacaciones». Nos queríamos, de acuerdo, pero eso tenía que traducirse en algo mas concreto, en algún tipo de fórmula de convivencia o plan de futuro. La elección estaba clara: o el trabajo, o nosotros. Eran términos excluyentes. Elena no sabía francés ni alemán, y era muy difícil que encontrara trabajo en Ginebra. Al término de su estancia en París le ofrecieron una plaza de profesora titular en la Complutense. Madrid se perfilaba como único nexo posible, punto de encuentro donde recomenzar una vida juntos. El peso de la decisión recaía sobre mis hombros.

En aquellos meses en que ella se hallaba en París, mi vida estaba en un punto álgido. Me encontraba en un momento crucial en mis investigaciones sobre los quarks. Era el coordinador de un equipo de un centenar de investigadores y nos hallábamos inmersos en un programa trascendental de experimentos. Teníamos preparada toda una maquinaria titánica. íbamos a unir toda la potencia disponible para, a una temperatura y una energía nunca logradas hasta entonces, romper definitivamente el protón y liberar sus tres quarks. Calculábamos que lo conseguiríamos provocando una colisión entre iones pesados a la increíble energía de 33 TeV, a una temperatura cien mil veces superior a la del núcleo del sol. No podía abandonarlo todo por ella en ese momento. Y no lo hice.

Todo estaba preparado, teníamos dispuestos siete detectores experimentales diferentes en un tiempo, cuando Elena me telefoneó y me dio un ultimátum. O volvía, o me dejaba.