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E1 viaje de regreso a Santiago fue una auténtica pesadilla. No recordaba haber viajado nunca con él en esas condiciones. Apenas pronunció una palabra. Conducíamos en silencio. A veces yo iniciaba alguna conversación, pero su desdén hacía que me sintiera ridículo en mi torpe intento de distraer lo evidente. Tampoco quería mostrarme paternalista o condescendiente, pero lo cierto era que me preocupaba su estado. Me habría aliviado verlo llorar o gritar, o darme puñetazos, o que me dejara tirado en la carretera, con mi mochila, cualquier gesto de autoprotección. En lugar de eso se hundió en una hermética angustia.

Me había llevado un par de horas la noche anterior, en el refugio, explicarle la conspiración que el CSICOP había urdido para asestar un golpe a las seudociencias; ni siquiera conocía la existencia de esta organización, y ni por asomo se le había pasado por la cabeza que Lorenzo fuera un psicomago a sueldo del CSICOP. Fue arduo, fue como llevarlo de la mano por un campo de minas y al mismo tiempo procurando que no saltara por los aires, mientras él me escuchaba en un silencio al principio perplejo, luego consternado y finalmente desgarrado.

No es que la operación en sí fuera algo difícil de explicar; la dificultad era avanzar sobre la destrucción de lo que para él constituía una realidad incuestionable, como la buena fe y la honradez de sus compañeros, John Lizzy y, sobre todo, Lorenzo Rubio. Era como certificar que en los últimos meses había vivido un sueño, una alucinación, que nada era lo que parecía, que todo era un gigantesco decorado de cartón piedra, y las personas eran actores conchabados, burlándose de él a escondidas. El investigador había acabado siendo el investigado. Esto es algo demasiado duro de asumir así, de golpe, por muchas pruebas que puedas ofrecer. Había que destruir todas sus nociones y percepciones desde su llegada a Chile, y conferirles un significado totalmente distinto, demoledor para su propia imagen, había que aniquilar todos sus proyectos, declarar la invalidez de todas sus horas de trabajo, de todas las expectativas e ilusiones que había albergado sobre el programa Inquiring Minds, había que demoler Inquiring Minds y cuanto lo rodeaba, su inmenso castillo de espejismos, y convertir en ridículos sus discursos, conferencias, contactos, sueños. Era como abrirle los ojos a la futilidad de su propia existencia. A la futilidad de sus principios. A la futilidad de su vida. Nunca me había visto en una situación semejante.

Aunque tal vez era hurgar más en su herida, durante el viaje de regreso reiteré que Lizzy, ese bastardo, había actuado de forma ruin; había intentado hacerme cómplice, en un desesperado intento por salvar la operación. Mostré clara mi indignación, intenté que sumara la suya a la mía, para hacer una especie de frente inútil pero catártico, ideando formas de venganza que nunca consumaríamos. Le sugerí la mejor forma de devolverle el golpe a Lizzy, a Rubio, a todos los implicados en el montaje: dejar que siguieran trabajando para, el día más importante, el de Stanford, no presentarse. Tampoco entró en este juego. Comprendí que tal vez no quería seguir escuchándome y continuamos en un opaco silencio.