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Llegamos por la noche a su apartamento, le acompañé hasta el salón, le pregunté si estaba bien; no quería retirarme dejándolo en ese estado. Entonces comenzó a repetir machaconamente una pregunta, por qué, y cada vez que lo hacía su mirada se hacía más febril, enajenada. Le llené una copa. De pronto clamó en un espantoso aullido, un grito desgarrador: «¿POR QUÉ?». Me asusté al verlo y el vaso que sostenía en la mano fue a parar al suelo. Tenía el semblante desencajado, los puños apretados, los brazos contraídos, una mirada de loco. Implosionó.
Encontré en el cuarto de aseo unos sedantes entre las medicinas e hice que se tomara dos con un trago de agua. Se limitó a abrir la boca y a beber el vaso de agua que le puse en la mano. Después lo acompañé a la cama, me aseguré de que se iba a acostar, como un buen chico. Apagué la luz y me retiré sin hacer ruido.
Por extraño que pareciera, aún tenía hambre. Cené en una pizzería, no muy lejos de allí. Me atronaba la cabeza. Me atronaba en la cabeza el Tronador, cuya cima no habíamos logrado alcanzar, por mi culpa. Me atronaban los últimos acontecimientos. Tenía ganas de asesinar a alguien, por ejemplo a Lorenzo Rubio o a Vera.
Sin pretenderlo, había arrastrado por el barro a Andy, pero ¿acaso era culpa mía? ¿Acaso podía haberlo evitado? Todavía me quedaban dudas de si no hubiera sido mejor dejar que las cosas siguieran su curso y que él mismo descubriera el engaño; aunque fuese demasiado tarde. Necesitaba hablar con Annette. La llamé desde una cabina, pero no estaba en su casa.
Volví a pensar en Andy, en su estado. Me acerqué hasta su portal y vi la luz encendida de sus ventanas. Llamé y esperé. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Aporreé la puerta, desesperado.
Quien abrió fue el vecino de enfrente, lógicamente alarmado. Era un hombre de edad avanzada, vestido con bata de casa; detrás asomaba tímidamente la cabeza de su mujer. Me disculpé y les expliqué que tenía serios motivos para pensar que a Andy le ocurría algo.
– Vaya al ático y avise al portero. Puede que tenga las llaves.
Así lo hice. Emilio, el portero, un hombre de recias espaldas, estaba acostado cuando llamé a su puerta, a juzgar por su aspecto soñoliento y el tiempo que tardó un abrirme (un par de minutos que me parecieron una eternidad). Se ajustó unas gafas de gruesa pasta y me miró con extrañeza mientras le explicaba el problema. Por suerte, tenía confianza con el propietario del apartamento y le había dejado sus llaves por si surgía una eventualidad. Fue a buscarlas y enseguida bajamos. Los vecinos curiosos entraron con nosotros. Todo aconteció muy deprisa. Andy yacía de bruces en el sillón del salón profundamente dormido, con un brazo descolgado hasta la alfombra, donde encontré, vacío, un frasco de somníferos.
Con una creciente sensación de pánico en el estómago, así su muñeca y comprobé que el pulso le latía aún débilmente. Consulté el reloj: las once y media, y yo había salido unos minutos antes de las ocho. En el peor de los casos, hacía tres horas y media que se había tragado el contenido del frasco. Mientras intentaba reanimarlo inútilmente, incorporándolo, sacudiéndolo de los hombros, dándole cachetes, el portero, sin perder ni un ápice de serenidad, telefoneó al servicio de urgencias. Minutos después una ambulancia frenaba ante el portal.
Cada segundo contaba y, dado mi desasosiego, a pesar de la presteza con que actuaban los sanitarios, tendiéndolo sobre la camilla, inyectándole adrenalina y aplicándole la mas carilla de oxígeno, en una coreografía mil veces ensayada y desplegada con metódica eficiencia, aún me parecía que no actuaban suficientemente rápido, que estaban perdiendo unos segundos vitales. En realidad, en menos de tres minutos concluyeron las medidas de reanimación, que no lo arrancaron de su profundo sueño, y al cerrar las compuertas traseras fue como un dramático fin de acto, en el que me pregunté si volvería a verlo vivo. Mientras el vehículo enfilaba la calle haciendo sonar la sirena, tenía agarrotado el corazón porque comprendí con horror que tal vez ahora tendría que cargar con dos suicidios sobre mi conciencia.