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Susana se parecía mucho a su hermana, a pesar de que era bastante más joven. Me quedé mirándola un tanto sobrecogido antes de invitarla a pasar. Durante unos segundos me entregué al deleite de un espejismo, cedí a la fácil recreación, diez años más joven, su pelo liso y fragante, nuestra vida podría recomenzar limpia de errores. Ahí estábamos otra vez, ella, yo.

Había preparado café, té, licores, refrescos, en mi papel de anfitrión. No quiso tomar nada. Parecía tener prisa. Estaba incómoda, los dos lo estábamos, por distintas razones.

Era la segunda vez que nos veíamos a solas. Nos habíamos encontrado en otras ocasiones, en fiestas familiares, comidas colectivas (la última vez, en el funeral), y siempre habíamos intercambiado unas palabras amables, unos minutos de cortesías y de nada. Apenas nos conocíamos, salvo por lo que nos habían contado del otro; casi todo lo que sabemos de los demás es lo que hemos oído a terceros, de quienes a su vez hemos oído hablar. De estos falsos mimbres se hace nuestro dietario social. Elena siempre hablaba muy bien de su hermana. Por Elena supe que tenía un novio gallego que había estudiado Empresariales y vivía con sus padres, por Elena supe que Susana era asmática y tímida, y estudiaba Derecho.

Para que no diera la impresión de que quería retenerla, lo primero que hice fue entregarle las joyas de Elena. Las guardó en un pequeño bolso de color lavanda, como el pañuelo que llevaba recogiendo una pequeña coleta, tras lo cual se quedó unos instantes junto a la jamba en actitud pensativa, cabizbaja y retorciendo el asa. Tal vez su propósito y el de su madre era marcharse tan pronto como recuperara esos bienes de valor, sin más concesiones, y así lo había planeado, pero en ese momento a los dos nos pareció un desplante violento, habida cuenta de que yo nunca había tenido un mal gesto con ella. Tras mucho insistir, aceptó mi ofrecimiento de sentarse y beber algo, aunque fuera agua mineral.

Le expliqué que había dado casualmente con la combinación de la caja fuerte. Le expliqué que la clave había resultado ser una fecha, 29-11-90, y me preguntaba si ella sabría el porqué de esa fecha. Tal vez ese día ocurrió algo importante en la familia.

Ella ejercitó la memoria durante algunos segundos.

– No tengo ni la menor idea. ¿Por qué te interesa tanto saberlo?

– Simple curiosidad.

– Ah.

Mi respuesta no le pareció muy satisfactoria.

– ¿No crees que sea importante? -inquirí.

– Puede ser, no sé. Ya no importa.

Quedamos callados, cada uno ocupado en sus propios pensamientos: yo. Comencé a torturar mi mente para encontrar algo que decir. Ella me allanó el camino.

– ¿Te preocupa eso?

Me miraba con incipiente curiosidad. Lo que sabemos de los otros lo sabemos por otros. Lo que ella sabía o creía saber de mí procedía de una fuente adversa: su madre. Una madre que nunca aprobó nuestra relación, a la que nunca le caí en gracia. Hubiera bastado con que Elena fuera feliz a mi lado, supongo. Tal vez Susana se estaba preguntando si yo era tan mezquino como me habían pintado.

– Hablando de fechas, ¿cuál es tu fecha de nacimiento?

Se la dije.

– Virgo, claro -repuso.

– Claro… ¿qué?

– Es típico de Virgo -dijo-. Sois puntillosos y obsesivos con los detalles sin importancia. Yo soy Tauro. Soy terrible para las fechas.

Aprovechando que la taxonomía astral parecía haber devuelto el orden a la situación y justificado mi extraño proceder, cruzó las piernas y se relajó un poco.

– En ese caso -bromeé-, si a partir de ahora te olvidas de felicitarme por mi cumpleaños, no lo tendré en cuenta.

– Mi madre te envía saludos cordiales.

– ¿Lo dices en serio?

– No, claro. -Sonrió.

Le pregunté qué tal le iban los estudios.

– Bien, un poco agobiada. Mi novio y yo hemos alquilado un piso en Bravo Murillo. Y tú, ¿conseguiste el trabajo en Nueva York?

– ¿Qué trabajo? -me sobresalté.

– Algo sobre los átomos, ¿no?

Eso no encajaba. Le había dicho a Elena que mi viaje obedecía a una reunión rutinaria de trabajo.

– ¿Cómo sabes tú eso?

– Nos lo contó Elena. Nos dijo que pensabas trasladarte a Nueva York si conseguías no sé qué puesto. Estaba hecha polvo.

Me quedé fulminado. No podía explicarme cómo había llegado a Elena esa información. Durante unos segundos me invadió una penosa sensación de irrealidad. No tenía ninguna lógica. Estaba completamente seguro de que por mí no lo había averiguado. Entonces, ¿cómo lo sabía?

Estaba mudo, pálido, y Susana leyó en mi reacción una confirmación, no sólo de que era cierto, sino de que se lo había ocultado a su hermana.

Para romper la parálisis y ganar algo de tiempo me levanté y me serví un whisky. Sólo tres personas estaban al corriente de mis planes de trabajar en el RHIC; las tres eran colegas de trabajo y sólo una de ellas conocía a Elena: el Proyectazo. Sin duda él es el traidor, me dije. ¿Por qué se lo diría? ¿En qué ocasión? Tuvieron que verse de espaldas a mí. Resultaba muy extraño. Elena y el Proyectazo. Un nuevo nubarrón se cernía sobre mí.

– La engañaste en todo -prosiguió Susana con su voz lenta, dulce e implacable-. También en lo de tener hijos.

Esto último no era cierto, pero ¿de qué serviría discutir? Ya me había dejado en una posición bastante débil, como para encima tratar de argumentar, alegar o justificar algo que sencillamente no era de su incumbencia. La evidencia de que Elena conocía mis planes de Brookhaven, Long Island, Nueva York, me había dejado sin argumentos. Sólo pensaba en el Proyectazo. Ni por lo más remoto había podido imaginar que fuera un confidente de Elena. Necesitaba tiempo para encajar el golpe.

– ¿Qué tenías en contra de los hijos? -insistió ella, impaciente.

No respondí. ¿Qué tengo yo en contra de los hijos, de los hijos propios, de los proyectos de crear hijos, de transmitir mis cromosomas? ¿Es el tan común miedo a la responsabilidad compartida, la de educarlos y protegerlos?

– Me preguntas por una fecha tonta. ¿Qué puede importarte eso, después de todo? ¿Sabías que mi hermana estuvo en psicoterapia en París, por tu culpa?

No, tampoco lo sabía. Pero enseguida relacioné ese dato con la voz del contestador automático, Annette. El prefijo era de París.

– No estoy en contra de los hijos, sino de las puñeteras hermanas.

– Gracias por las joyas -dijo levantándose muy tranquila-.Y por el agua mineral. Que Dios te lo pague con muchos hijos.

– Y buenos partos -murmuré.

En la siguiente ocasión en que telefoneó Annette desde París me apresuré a descolgar. Fue una conversación breve, entretejida por fúnebres silencios. Sabía quién era yo y estaba preparada para la noticia que tenía que darle, y se la di. Se le empañó la voz. Hubo algo especial, significativo, que no sabría cómo precisar. Me hubiera gustado prolongar la conversación. Me hubiera gustado verle el rostro. A mi mente acudieron en tropel infinidad de preguntas que no era el momento de formular. Eran las nueve de la noche y la casa estaba en silencio, y me imaginé a esa mujer sollozando en su casa o gabinete de París, Annette, terapeuta, una bella voz sin cara, acento latinoamericano, posiblemente chileno.

Lloviznaba. A través de la ventana vi moverse las copas desmochadas de los plataneros, el tráfico fluyendo hacia el este, ventanas iluminadas mostrando una parcela insignificante de las vidas insignificantes de los hombres.