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Dicen los viejos (sic) que en este país
hubo una guerra (sic),
que hay dos Españas que guardan aún
el rencor de viejas deudas.
[…] Pero yo sólo he visto gente
que sufre y calla, dolor y miedo,
gente que sólo desea
su pan (sic), su hembra (sic) y la fiesta (sic) en paz.
[…] Dicen los viejos (sic) que hacemos
lo que nos da la gana (sic);
y no es posible que así pueda haber
gobierno que gobierne nada (sic)
[…] Pero yo sólo he visto gente
muy obediente, hasta en la cama (sic),
gente que tan sólo pide
vivir su vida, sin más mentiras (sic) y en paz. Libertad, libertad, sin ira libertad, guárdate tu miedo y tu ira porque hay libertad, sin ira libertad, y si no la hay, sin duda la habrá (y sic).
Jarcha, Libertad sin ira (1977)
En las postrimerías del ocioso estío, ha regresado a mí este año, por dos vías distintas, un poema de Antonio Machado que desde hacía tiempo estaba ausente de mi ánimo: el soneto A Líster, jefe en los ejércitos del Ebro […] La poesía de circunstancias, sean éstas cualesquiera, puede ser pésima; pero, aparte de eso, toda poesía es de circunstancias: de circunstancias fueron las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, el Llanto de García Lorca por Ignacio Sánchez Mejías y el poema de Antonio Machado sobre el asesinato de García Lorca […] ¿Por qué, entonces, habrá tenido tan mala fortuna crítica? ¿Por qué, ahora, tiene que buscarle disculpa quien quiere ponderar sus quilates estéticos? [… ] Después de aquel momento, durante la guerra generalizada, Líster seguiría en campañas europeas, fiel a su vocación; y hoy, pasados tantos años, su lealtad podrá parecer un anacronismo; hoy, el soneto en que Machado quiso enaltecerle produce una cierta sensación de vago malestar. Hoy ¡se es tan avisado! ¡Se está tan por encima de ciertas cosas!
Francisco Ayala (1988)
Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico, que estaba escondida en el quicio de la puerta. La recogí y la puse en su sitio, entre un camión de bomberos y un Ferrari rojo, en el estante donde mi hijo tenía desplegada su escudería, y los dedos me dolieron, me dolió el olor de aquella habitación, los dibujos del edredón a juego con los de las cortinas, la telaraña por la que yo mismo había condenado a Spiderman a trepar eternamente sin llegar nunca a alcanzar el techo. Salí de allí deprisa, sin hacer ruido, como si fuera de noche, en otro tiempo, pero Miguelito no estaba durmiendo en su cama y yo tampoco me sentí mejor. Mientras avanzaba por el pasillo hacia lo que ya era el dormitorio de mi ex mujer, casi pude verle, ver a su madre, escuchar su voz, recuperar ruidos, risas, timbres, pisadas, ecos aún despiertos de mi primera vida. Recordé también cada palabra y cada pausa de la conversación que habíamos mantenido la noche anterior.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya… Todavía reconozco tu voz.
Aquel diálogo había rematado uno de los días más crueles, más violentos y desagradables de mi vida, un día que podría haber sido el peor si no hubiera perdido ya la cuenta de los candidatos a aquel título. Creía que no ibas a volver, me dijo Raquel cuando me abrió la puerta, a las ocho de la tarde de aquel día nefasto, 30 de septiembre, viernes, que había empezado cuando la radio de su despertador se encendió sola, a las siete de la mañana.
—Tengo que irme a trabajar —me anunció, y estaba tan despierta como yo—. Ayer me pedí el día, porque me imaginaba que lo iba a necesitar, pero hoy… No tengo más remedio.
—Claro —esperó un momento por si yo quería añadir algo, pero no encontré nada más que decir. [743]
Mientras la veía levantarse y salir por la puerta sin volverse a mirarme, recordé sus palabras, aquel brillante y aterrador diagnóstico de lo que me esperaba, yo sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, pero no quería, y me imaginaba que los sábados por la mañana siempre hacía sol, y yo volvía de la calle con bolsas de la compra y ramos de flores que ponía en jarrones de cristal transparente… No me levanté para desayunar con ella. Debería haberlo hecho, pero estaba muy cansado. En la plaza de los Guardias de Corps no había dormido mucho mejor que en la calle Jorge Juan.
A las ocho y cinco volvió a entrar vestida de ejecutiva, con uno de sus trajes de chaqueta, y sus zapatos de medio tacón, y su maletín de piel marrón, pero aquella vez ya no la arrastré conmigo para arrugarle la ropa
haciéndola rodar sobre las sábanas. Ella tampoco lo esperaba. Vino con un trozo de tostada en la mano, y se lo metió en la boca antes de sentarse a mi lado.
—¿Qué vas a hacer tú?
—¿Hoy? —era una pregunta estúpida, pero ella asintió con la cabeza igual—. Pues no sé… Debería ir a casa a ducharme y a cambiarme de ropa, pero no me apetece. Y luego… No lo sé, la verdad.
—Bueno, pues… —se inclinó sobre mí y me besó en los labios muy levemente, como si le diera miedo apretar su boca contra la mía—. Yo, cuando salga de trabajar, voy a estar aquí.
Me limité a mover la cabeza y se marchó sin decir nada más. Entonces me quedé solo, y en la quietud de los objetos, el silencio de una casa vacía, comprendí que mis sentidos habían vuelto a engañarme.
La segunda parte de mi vida no había empezado con la confesión de Raquel en un dormitorio ajeno y deshabitado, aquella extrañeza áspera pero también de algún modo consoladora por su propia y excepcional naturaleza. La segunda parte de mi vida no había comenzado aún, no comenzaría hasta que me levantara de aquella cama conocida, en la que había dormido muchas otras noches, para afrontar la rutina de los días laborables, esa cadena de preceptos fastidiosos y reconfortantes al mismo tiempo que Raquel había tenido la suerte de recuperar ya.
Habíamos dormido muy juntos, abrazados a ratos, y habíamos echado un polvo furioso, sin hablar, a las cuatro o las cinco de la mañana, en un momento en el que nuestros insomnios coincidieron, pero eso no nos puso las cosas más fáciles cuando sonó el despertador. Volví a mirarlo y comprobé que ya eran las diez menos veinte. No podía quedarme el día entero en la cama, y me dije que lo más sensato sería empezar por el principio. [744]
Debería haber llamado a Mai. Eso es lo primero que tendría que haber hecho aquel día, y fue lo último que hice. No me arrepentí. Tú eres el único bueno, Álvaro, me había dicho Raquel, pero eso no era verdad del todo. Para mi mujer, para mi hijo, yo era el malo, siempre lo sería. Por eso tendría que haberla llamado, tendría que haber ido a la que en teoría seguía siendo mi casa, pero me duché en la que todavía era la casa de Raquel, registré los cajones de su armario y acabé encontrando una camiseta azul marino lo bastante grande para mí. Luego me senté a desayunar en la mesa de la cocina y sucumbí al encanto de un espejismo retrospectivo, la dulzura de una escena que nunca había visto, la felicidad del aire que rodeaba el cuerpo de Raquel mientras yo lo imaginaba sin ser todavía capaz de recordarlo con precisión, apenas unas horas después de haberlo abandonado por primera vez, cuando creía que nada estaba en juego, casi nada, mi libertad y su piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común.
Debería llamar a Mai, pero no me apetecía. Necesitaba llamar a Fernando, pero no podía. Si no puedo ni decirlo en voz alta, si no me lo puedo creer ni yo, ¿cómo voy a contárselo a nadie? Mis propias palabras flotaban como un eco amargo sobre las flores que Raquel no había colocado en ningún jarrón de cristal transparente y no era sábado por la mañana, aunque el sol entrara por la ventana con una vocación de alegría irritante, casi cruel. Terminé con la que solía ser mi única taza de café del desayuno y empecé con la que aquel día sería la segunda. Habría una tercera.
Yo era un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, sin otra extravagancia que una aversión morbosa a los entierros, y mi vida una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Es una historia muy larga, muy antigua, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada. Siempre se puede no hacer nada, aprender a vivir sin preguntas, sin respuestas, sin furia y sin piedad. Siempre se puede no vivir y hacer como que se vive, al menos aquí, en España, un territorio inmune a la ley de la gravedad, la excepción a la ley de la causa y el efecto, el país donde nadie ve nunca una manzana que se cae de un árbol, porque todas las manzanas están ya en el suelo desde el principio y eso es lo más práctico, lo más sabio, lo más cómodo, lo mejor para todos, mientras las manos sean más rápidas que la vista, mientras las paradojas más elementales de la óptica jueguen a favor de quien maneja las lentes, mientras el prestigio moderno de la gente pequeña que hace lo que sea por sobrevivir oponga su transparente [745] actualidad al caduco prestigio de los hombres y las mujeres admirables, tan anticuados por otra parte, tan inservibles en realidad, tan fastidiosos en su abnegación, en su terquedad, en la esterilidad de su sacrificio, porque si se hubieran estado quietos, si se hubieran dado por vencidos, si no se hubieran jugado la vida en vano tantas veces, tampoco habría pasado nada. Que no serían admirables, sólo eso, pero los habríamos comprendido igual. ¿Cómo no íbamos a comprenderlos, si a nosotros la ley de la gravedad no nos afecta?
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Porque, para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, tan valiente como para perdonar a tu madre, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo. Yo te habría querido, abuela, yo habría sido un hombre mejor si hubiera podido quererte a tiempo, si hubiera podido leer esta carta sin haber tenido que robarla antes. A lo mejor estoy equivocada, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor. Yo te quiero, abuela, y nunca te he visto, pero te quiero, y tú nunca me has conocido, pero te quiero, y jamás me has tocado, jamás me has abrazado, jamás me has besado, pero te quiero, te quiero, de verdad y de repente, te quiero.
Españolita que vienes al mundo, te guarde Dios. Ni Dios ni amo. Ni siquiera el derecho a saber quién eres tú, porque para vivir aquí, lo mejor es no saber nada, incluso no entenderlo, dejarlo todo como está y las ramas del manzano perpetuamente desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, esa astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos, porque los que aún no son cadáveres, ya están muertos de miedo. Ni siquiera el derecho a saber quién soy yo, porque en aquella época ser hijo de según quién era difícil, de alguien como tu abuela, hasta peligroso. Por amor o por cálculo, para proteger a una niña especial o las propias espaldas, lo mejor es no saber, o aún mejor, que nadie sepa, y en eso se resumen tantos años, dos, tres generaciones enteras, casi un siglo de dolor y de soberbia. En ese punto confluyen las estrategias de la preocupación y del prestigio, la memoria de los vencedores y la de los vencidos, intereses distintos y un solo resultado para los hijos, para los
nietos de todos.
Españolito que vienes al mundo, vengas de donde vengas, nunca confíes en que te guarde Dios. Guárdate tú solo de las preguntas, de las respuestas y de sus razones, o una de las dos Españas te helará el corazón. [746]
Mi corazón estaba helado, y ardía.
También podía no hacer nada, pero no me salía de los cojones.
Hubo una tercera taza de café, y hubo una cuarta. Después llamé a mi hermano Julio. Cuando salí a la calle, me sentí extraño dentro de mi cuerpo, como si no estuviera muy seguro de ser yo, de ser el hombre que dejaba de andar al llegar a la esquina, y miraba a su izquierda, y levantaba la mano para parar un taxi, y pronunciaba una dirección con la voz alta, clara, que reconocía sin dificultades como su propia voz. Ese hombre era yo, más y menos que antes, el mismo y distinto, pero ya no volvería a ser otro. Eso era lo único que sabía con certeza.
Julio me había citado en una cafetería que estaba en el primer tramo del Paseo de La Habana, muy cerca de su oficina. Al llegar hasta allí, estaba convencido de que ya no podía pasarme nada demasiado grave, pero unas horas más tarde, cuando crucé otra vez la Castellana, estaba tan furioso, tan triste, tan destrozado, que decidí volver andando. La caminata me sentó bien, pero los nudillos de los dedos y la mitad derecha de la cara empezaron a dolerme en la misma proporción en la que fui recuperando la calma, y a mitad de camino, el dolor me obligó a detenerme. Entré en un bar, me tomé una copa y ya no encontré ningún taxi libre. Estaba demasiado cansado para seguir andando y me metí en el metro, pero era ya muy tarde, tanto que Raquel no tuvo tiempo de recuperarse en los minutos que transcurrieron desde que llamé al portero automático hasta que la encontré esperándome con la puerta abierta y los ojos húmedos, una expresión indescifrable al fondo, mucho más allá de lo que yo lograba ver en ellos.
—Creía que no ibas a volver —me dijo, y pensé que me hablaba como si fuera un soldado que volvía de la guerra.
—Pero he vuelto —dije yo, y había vuelto de la guerra.
Ella me abrazó y yo la abracé, ella me besó y yo la besé, y percibí el calor, el placer, el eco pálido de una antigua alegría. Yo amaba a Raquel Fernández Perea, y eso, que había llegado a serlo todo, era ahora muy poco, pero era también lo único que tenía.
—¿Qué te ha pasado, Álvaro? —sin dejar de abrazarme, Raquel separó su cabeza de la mía, me miró, frunció el ceño—. Te has dado un golpe en el ojo, ¿no? —acercó un dedo tembloroso a mi cara y me tocó el párpado sin apretar—. Lo tienes hinchado y un poco rojo.
—No es nada, es que… He estado hablando con mis hermanos, con los mayores —hice una pausa, y empecé a reírme sin saber muy bien de qué me reía—. Me he pegado con Rafa. Tiene gracia, ¿sabes?, porque hace veinte años que no me pego con nadie y creía que él iba a [747] hacerlo mejor que yo, pero no, ya ves, al final él ha sido el que ha cobrado más, deben de haberle dado un montón de puntos… —volví a reírme y Raquel no me siguió—. Por lo demás, he bebido bastante, pero… Me tomaría otra copa. ¿Tú quieres?
—Pero, esto… —se separó de mí, me cogió de las manos, protesté y se
fijó en mis nudillos hinchados, despellejados—. Madre mía… Pero, háblame, dime, ¿qué es lo que has hecho? —estaba muy asustada, y mi sonrisa no la tranquilizó—. ¿Estás borracho, Álvaro?
—Un poco, sí, pero…, bien, nada grave.
—¿Cómo que un poco?
—Estoy bien, Raquel, de verdad… Voy a tomarme otra copa, porque tengo que llamar a Mai. Ahora mismo vuelvo.
Me fui a la cocina con el móvil en la mano, y allí, con movimientos lentos, parsimoniosos de puro inseguros, puse sobre la encimera un vaso, una bandeja de hielo, una botella de whisky. No me va a sentar bien, pronostiqué, no me iba a sentar bien, no había comido. Y sin embargo, el primer sorbo me calentó por dentro, me asentó dentro de mi cuerpo, gobernó la audacia de mis dedos mientras se movían con una seguridad ficticia sobre el teclado del teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya… Todavía reconozco tu voz.
—¿Cómo está el niño?
—Bien. Pregunta por ti.
—Me gustaría verle.
—Bueno, sí, de eso ya hablaremos.
—Claro, pero yo había pensado…
Hasta ahí, todo fue bien. Hasta ahí había logrado cumplir mis objetivos, encajar la dureza de su voz con serenidad, replicar con frases cortas, desprovistas de agresividad pero también de cualquier complicidad que pudiera resultar equívoca. Hasta ahí todo había ido bien, pero estaba más borracho de lo que creía, me atasqué en los puntos suspensivos y Mai aprovechó mi vacilación.
—Tú no tienes nada que pensar, Álvaro. No pensaste en él cuando te fuiste de casa, así que ahora no me vengas con rollos. Verás al niño cuando lo diga el juez.
—No creo que tengamos que llegar a eso, Mai… —percibí la condición pastosa, confusa, de mi voz, y procuré hablar más claro, más despacio—. Deberíamos ser capaces de arreglarlo…
—¿Como personas civilizadas? ¡Vete a la mierda, Álvaro!
Creí que había colgado, pero podía escuchar su respiración al otro [748] lado de la línea, agitada al principio, como un jadeo, entrecortada después, progresivamente sorda, el eco de su furia, su amargura, y estuve a punto de decirle que lo sentía, y habría sido verdad, era verdad que lamentaba su dolor, un sufrimiento más, otro cadáver que cargar sobre mis hombros en la desolación de aquel desierto donde nada crecía. Estuve a punto de decirle que lo sentía, pero ella estalló a tiempo para ahorrarme los insultos que mi compasión habría merecido.
—¡No me da la gana de ser una persona civilizada! ¿Me oyes? ¡No me da la gana! Porque me has destrozado, me has hecho polvo, ¿te enteras? Eres un cabrón, un hijo de puta falso y mentiroso, y yo no me merecía esto, no me lo merezco. Yo te quería, Álvaro, te quería, y ahora sólo quiero que te mueras, que te pudras con esa… —escuché el principio de los sollozos, su final, el silencio de una calma aparente—. Lo siento. No debería haberte
hablado así. Me he pasado la vida criticando a las mujeres que… Lo siento, de verdad. Estoy muy mal.
—No pasa nada —prefería la mínima apariencia de superioridad moral que me daban sus gritos, sus insultos, y sin embargo no aproveché las ventajas estratégicas de aquella tregua, no pude hacerlo, estaba demasiado borracho, demasiado dolido, y magullado, demasiado cansado—. Me gustaría ir a casa, Mai. Tengo que recoger algunas cosas.
—Claro. Pero preferiría no verte, así que… Mañana por la mañana, temprano, cuando Miguel se levante, nos vamos a la sierra, a pasar el fin de semana. Puedes venir a casa a partir de las once. Cuanto antes te lo lleves todo, mejor.
—Te llamo el lunes, entonces, para ver cómo está el niño y…
—Vale.
La conversación no había durado más de dos o tres minutos, pero al interrumpirla estaba tan agotado como si acabara de realizar un ejercicio físico desmesurado, destinado a salvar mi propia vida. Me acabé la copa sin medir las consecuencias, y todo el alcohol que había bebido inundó de golpe la cámara de paredes acolchadas en la que se había convertido mi cabeza. Fui al baño a mojármela y, al salir, tropecé con el hombro en una de las paredes del pasillo, pero ese golpe no me dolió tanto como la mirada de Raquel, que me esperaba sentada en el borde de una butaca, inclinada hacia delante, los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos.
El amor de mi vida me miraba como miraría al director de la cárcel un preso que espera noticias de su indulto. Eso me dolió, y me dolió su angustia, me dolió su miedo, pero nada tanto como la discrepancia entre la escena que estaba viviendo y la que Mai estaría imaginando, música de violines y niños rubios, regordetes, tan graciosos [749] con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, flores cayendo del techo y una luz tenue, matizada, envolviendo a una pareja que baila, que gira, que sonríe, y se besa, y vuelve a sonreír, un anuncio de colonia ni muy cara ni muy barata, de esos que acaparan las pausas publicitarias de la televisión cada año, en Navidad. Eso era lo que estaba imaginando Mai y eso era lo que tendría que estar viviendo yo, la versión más edulcorada y más cursi, la más ñoña y primeriza, de una buena historia de amor, la mejor que había tenido en mi vida. Eso era lo que me tendría que estar pasando y yo también era capaz de imaginarlo, porque lo recordaba, recordaba los tiempos de la alegría, aquellos días en los que el suelo se resquebrajaba de puro placer con la risa de Raquel, y esas sonrisas hondas, luminosas, que eran la expresión de un júbilo pequeño e íntimo, su manera de decirme que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que celebraba mi presencia en su vida, que le gustaba, que me quería. Aquella mujer era esta mujer, pero su compañía ya no era suficiente para que aquel hombre siguiera siendo yo.
—¿Te duele? —me preguntó ella entonces, señalando hacia su propio ojo, y yo hice un gesto ambiguo con los labios, como si hasta eso me diera igual—. ¿Quieres tomarte algo? Debo de tener ibuprofeno por ahí. Es bueno.
—No… —y estuve a punto de confesarle que agradecía el dolor, porque me mantenía despierto, me hacía compañía—. No merece la pena.
Me desplomé en el sofá e intenté calcular cuánto tiempo duraría la
resaca, el pantano de silencio en el que nos habíamos quedado atrapados, la espesura de los muros que asfixiaban la espontaneidad de todos los gestos, todas las palabras, y el sigilo de Raquel, su cautela, esa forma de andar de puntillas sobre las sílabas, sobre las miradas, sobre las caricias. Ella sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, lo sabía todo, desde el principio, quizás también lo que yo estaba pensando cuando la miré, y vi que me miraba.
—Ven aquí —le pedí—, ven conmigo.
No sonaban los violines. No caían flores del techo ni una pareja de niños rubios y regordetes, tan graciosos con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, revoloteaban sobre nuestras cabezas. La luz, directa y amarilla, la ponían tres bombillas de sesenta vatios, pero Raquel se sentó a mi lado, me abrazó, aplastó la cabeza contra mi hombro y la besé como solía besar a mi hijo. Estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca.
—¿No me vas a contar lo que ha pasado?
—No —respondí—. Ahora no… Es que no me apetece, Raquel, no [750] quiero hablar de eso… Prefiero esperar y contártelo todo junto, cuando se acabe todo esto.
—¿Qué es todo esto, Álvaro? —su voz temblaba, y yo no quería que empezara otra vez, no quería que llorara otra vez, no iba a poder soportarlo.
—No eres tú —le dije, y quizás no me había explicado bien pero me aburrió la simple idea de intentar hacerlo mejor—. Lo que quiero decir es que… Estoy aquí contigo, Raquel, he bebido mucho, y quiero estar bien, tranquilo. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, ¿sabes? Estoy harto de secretos, y de culpas, y de llantos. No puedo más, en serio, no me apetece seguir…
—Vale, vale —lo dijo en un murmullo, pero enseguida elevó la voz hasta un tono de solicitud bastante conseguido—. Estoy pensando que es mejor que no tomes nada ahora, ¿sabes?, porque ya son las ocho y media, y te va a venir mejor un analgésico cuando te metas en la cama, ¿no te parece?
Asentí con la cabeza y no se me ocurrió nada más que decir, aunque su última frase, tan vulgar, tan rutinaria, tan cargada de sentido común como la decisión de una madre experta y responsable, había logrado conmoverme.
—¿Quieres que salgamos? —me propuso después de un silencio demasiado largo, como eran de repente todos los silencios—. Podríamos ir al cine. Eso igual te entretiene.
—Ya he ido hoy al cine —le contesté.
—¿Sí? —se separó de mí y se me quedó mirando, muy asombrada—. ¿Cuándo?
—A las tres, o a las tres y media, no estoy muy seguro… Había estado hablando con Julio y no tenía ganas de comer, y en la calle hacía calor, y faltaban más de dos horas para mi cita con Rafa, y… No sabía adónde ir. He visto un cine y he entrado.
—¿Y qué has visto?
—No lo sé —y era verdad—. No me acuerdo. Me he salido antes del final, y… Tampoco miraba a la pantalla.
—¿No has comido? —negué con la cabeza—. Pues entonces voy a hacer algo para cenar.
Casi pude escuchar la campana, medir su alivio, y el mío, cuando uno de los dos encontró algo que hacer. Raquel cocinaba muy bien y siempre hacía demasiada comida, pero aquella noche agradecí el exceso. Necesitaba comer, y aún más la doméstica mansedumbre de aquella escena, sus opiniones sobre las espinacas, y el pescado, y las patatas hervidas. [751]
—¿A que no parece que sea congelada? La lubina, digo… —negué con la cabeza y seguí comiendo—. Es por la mayonesa, también, porque la mayonesa de bote lo estropea todo, le da un sabor falso a cualquier plato, es como si le contagiara los conservantes al pescado, a la verdura, bueno, y los espárragos, ya, no digamos. Comer espárragos buenos con mayonesa de bote es un crimen, y una tontería, además, porque no se tarda nada en hacerla, y no hay color, la verdad. Lo del puré de patatas instantáneo lo entiendo mejor, porque… —se calló, me miró, se mordió el labio inferior como si pretendiera partirlo por la mitad—. Ya estoy diciendo tonterías otra vez, ¿no?
—No. ¿Qué pasa con el puré de patatas instantáneo?
—¿Te interesa de verdad?
—No. Pero me gusta oírte hablar.
—Como si lloviera…
—Sí. Pero también me gusta oír llover.
Y siguió lloviendo, llovió mucho, durante mucho tiempo, toda la noche llovió sobre los purés de patatas y las alcachofas, sobre las tortillas de patatas duras, blandas, con cebolla y sin cebolla, sobre las virtudes y los inconvenientes de los recetarios antiguos y modernos, sobre la milagrosa condición del chocolate, y el fracaso del primer postre difícil que una Raquel Fernández Perea de diecisiete años intentó en la cocina de la casa de sus padres, y las Sachertorte que ahora le salían mejor, pero de verdad, de verdad, sin exagerar ni un pelo, que las que se compran en Viena. Sobre todo esto llovió y siguió lloviendo, por dentro y por fuera, sobre sus palabras y sobre las mías.
La voz de Raquel hilaba una lluvia templada y mansa que resbalaba sobre las verdades, sobre las incertidumbres, pero era capaz de cabalgar el tiempo, de empujar hacia delante los minutos, de aligerar su peso y dar al plomo una consistencia ligera, espumosa, casi aérea, como la del almíbar del que me hablaba mientras caía la lluvia de sus labios, esa lluvia que a veces la hacía sonreír a ella, y a veces me hacía sonreír a mí, y hasta obraba el prodigio de devolver a algunos instantes la corteza crujiente y dulce de aquellos días en los que siempre era ahora porque sólo existía un adverbio de tiempo, o a lo mejor era sólo que yo estaba borracho y llovía, y siguió lloviendo.
Llovió toda la noche, aquella noche rara en la que ya se habían agotado todos los secretos, todas las culpas, todas las lágrimas, y sólo quedaba el silencio, su ferocidad, la hostilidad discreta pero implacable de una espada sin filo y sin aristas. Yo estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca, pero Raquel hablaba, su voz llovía sobre mí, sobre la cápsula de ibuprofeno que me llevó a la cama antes de [752] tumbarse a mi lado, sobre mis párpados, sobre mi cuerpo y sobre el suyo, y
siguió lloviendo, llovió toda la noche, sobre nuestro sueño, largo y profundo al fin, llovió, y amaneció tarde un sábado radiante, una mañana que parecía hecha para el sexo y la pereza. Las sábanas estaban tibias, las persianas entornadas, y Raquel desnuda, su piel dorada, suave, sin la menor imperfección, ningún accidente en la superficie mullida y tersa de su vientre, un escote inmaculado y las caderas que tenían el poder de sacar al planeta de su órbita. Raquel Fernández Perea estaba desnuda y me miraba con sus ojos grandes de un color extraño, verdosos pero oscuros. Raquel, pensé, Raquel, y me gustaba pensarlo, Raquel.
—Me tengo que ir —dije al final, y habíamos logrado follar como si ninguno de los dos sintiera la obligación de estar callado, pero ninguno de los dos había pronunciado tampoco una sola palabra.
—¿Adónde?
—A ver a mi madre.
—No vayas, Álvaro.
Antes, al decir que me iba, la había asustado sin querer, pero ahora estaba mucho más asustada, tanto que me cogió de una mano y la apretó muy fuerte, como si no estuviera dispuesta a dejarme marchar.
—No vayas —repitió, sin aflojar la presión—. ¿Por qué? ¿Para qué? Si ya lo sabes todo, y todo es verdad, eso sí que te lo juro por lo que tú quieras, que todo lo que te he contado es verdad. Déjalo, Álvaro, por favor, no vayas. Si no va a servir de nada, nada sirve de nada y yo ya me he equivocado bastante, ya me he equivocado yo por los dos, en serio, si llego a saber… No vayas, Álvaro, hazme caso, que sé de lo que hablo. No vayas, no vayas…
Me acerqué a ella, la besé en los labios, liberé mi mano de la suya, me levanté, empecé a vestirme despacio.
—No vayas, Álvaro.
—Te quiero, Raquel.
Le había dicho muchas veces que la quería, pero esas palabras nunca habían significado tanto como aquella mañana, cuando me fui a ver a mi madre por mí, pero también por ella, para comprarle el sol de otros sábados por la mañana, para llegar a verla entrando por la puerta con bolsas de la compra y ramos de flores, para regalarle jarrones de cristal transparente donde colocarlas. Para poder vivir conmigo, para poder vivir con ella, para poder vivir, y no hacer como que vivía, le dije que la quería, y me marché.
Fui hasta la calle Hortaleza andando para hacer tiempo, y llegué a las once menos veinte, pero llamé por teléfono desde el portal para [753] asegurarme de que no había nadie arriba. Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico. Cuando la dejé en su sitio y volví a entrar, vi la maleta de los viajes largos encima de la cama y sentí otra vez un espejismo de humedad, el clima de la tristeza, como si al otro lado de las cremalleras y de las hebillas hubiera algo más que ropa, memoria inerte de mi cuerpo, un paisaje ajeno que mis ojos pudieran contemplar desde un lugar distinto al que ahora ocupaban en mi rostro.
Una maleta cerrada puede llegar a ser un objeto tan triste como un sueño cumplido, desprovisto de las ilimitadas esperanzas que caben en ella cuando aún permanece abierta sobre una cama. La expectativa de la felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota
consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos. Eso pensé yo, eso sentí mientras abría aquella maleta para enfrentarme a la impecable geometría de mis camisas dobladas, una perfección atroz en su ambivalencia, las manos de Mai doblándolas cientos de veces por los mismos sitios, diez, cinco, un año antes, las manos de Mai doblándolas la noche anterior, quizás esa misma mañana, una sola imagen y dos significados antagónicos. Yo me había preparado para eso, lo había imaginado muchas veces, me había hecho fuerte para soportarlo, porque la alegría no tiene precio. La tristeza tampoco lo tiene, pero mientras buscaba con cuidado, levantando los picos de la ropa para no desafiar al orden antes de tiempo, adiviné que allí dentro no iba a encontrar lo que necesitaba.
Mi único traje gris, el de las tesis y las oposiciones, seguía colgado en un extremo de la barra vacía, con su correspondiente camisa blanca de vestir, y la corbata que usaba siempre guardada aún en el bolsillo izquierdo de la americana. Hacía más de un año que no me lo ponía. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, el día del entierro de mi padre, el día de su funeral, el día que quedamos en la notaría para repartirnos su herencia y muchos otros días, banquetes, aniversarios, cumpleaños. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, sí, pero no me he dado cuenta, sí, pero se me ha olvidado, sí, tienes razón, lo siento mucho, mamá.
Hoy voy a ponerme una corbata, mamá. Al salir de la ducha, me pregunté si merecía la pena, pero eso ya no tenía importancia. Me vestí por orden y sin ganas, como cuando tenía nueve, diez, once años, y subía al escenario del salón de actos del colegio en todas las fiestas de fin de curso, para recoger el premio de cálculo mental, hecho un hombrecito. Yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a [754] ellos. Aquella mañana de sábado, con sol y sin Raquel, al mirarme en el espejo con su ropa, con su aspecto y mi ojo derecho morado ya del todo, pensé en ellos tal y como nos habíamos encontrado el día anterior, Julio, Rafa, Angélica, y me di cuenta de que jamás nos habíamos parecido menos.
—¡Coño, Álvaro, podías haber avisado! No te puedes imaginar la que se ha liado, y claro, todo el mundo cree que yo sabía que…
Mi hermano Julio había venido hacia mí sonriendo, pero antes de acabar la frase se paró en seco, entornó los ojos, y con los labios todavía entreabiertos, sosteniendo las palabras que ya no iba a pronunciar, me cogió por los hombros y me miró.
—No tienes buena cara —murmuró—. ¿Qué te pasa?
Cuando Raquel me contó que nunca se había acostado con mi padre, no había pensado en ellos. La verdad no era sólo demasiado fea, demasiado brutal, y sucia, y amarga. También era demasiado mía. Era mi amor lo que estaba en juego, era mi vida, el amor de mi vida, el futuro que iba a comenzar cuando el pasado lo hizo saltar por los aires. No había sido un estallido limpio, furioso, alegre como el olor de la pólvora en las fiestas de los pueblos, en las pasiones que fulminan con justicia la pobreza de una existencia inútil, en las batallas de las guerras justas. No. Había sido más bien una implosión, una detonación sorda, silenciosa, controlada a distancia por la rígida voluntad de algunas mujeres, algunos hombres muertos. Así se
había venido todo abajo, mi amor, mi vida, el amor de mi vida, como un gran edificio que desaparece en un instante y hace mucho ruido, y levanta mucho polvo, y fabrica en el suelo un agujero tan grande como su perímetro, pero nada más, ni un solo cascote fuera del terreno previsto, delimitado por las vallas. Así había sido, así había creído yo, había sentido yo que había sido, y todo era asunto mío, sólo mío, desde el principio, desde que mi madre envió al hijo equivocado a aquella entrevista en la que todo pareció acabarse, aquel despacho donde todo empezó sólo para poder acabar después. Eso había sido todo, una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos. Raquel era asunto mío, era mía y nada más que mía, mía y de ningún otro hombre que hubiera tenido el mismo apellido, mía siempre, para siempre y todavía.
Cuando me contó que nunca se había acostado con mi padre, no [755] había pensado en ellos. La verdad había quemado la tierra, la había arrasado como una helada en primavera para dejarme solo, nadie detrás, nadie a un lado, nadie al otro, la silueta borrosa y encogida de Raquel en un punto aún lejano, lateral, del horizonte. Y sin embargo, al margen de esa sombra, estaban allí, mi madre, mis hermanos, cabecitas recortadas en el árbol genealógico que seguía colgado en una esquina del salón de La Moraleja, un indicio, y ni siquiera el más ridículo, del fervor por las manualidades en el que la señora de la casa había entretenido sus ocios durante una temporada. Antes había sido la restauración de muebles antiguos, después fue el punto de cruz, cuadritos y más cuadritos, y tapetes, y toallas, y sábanas de cuna con las iniciales de los nombres de todos sus nietos, letras mayúsculas, cursivas o no, cabalgando animales, viajando en barco, sirviendo de mascota o escondite a niños vestidos de azul o niñas vestidas de rosa. El cuarto de mi hijo estaba repleto de los frutos del tiempo libre de su abuela, pero antes le había dado por los árboles genealógicos y había hecho docenas, para sus hijos, para sus yernos y nueras, para sus amigos. El más grande se lo había quedado ella, y había pintado las ramas, las hojas, con tintas especiales de brillos metálicos y el pulso impecable de un miniaturista. Allí estábamos todos, nuestras cabecitas recortadas formando un extraño dibujo, un árbol de copa moderadamente frondosa que se estrangula en el centro para desparramarse en la abundancia de las ramas inferiores, nada por aquí, nada por allá, y de repente, la familia Carrión Otero, mis padres y mis hermanos, ¿para qué más?, siete, y luego catorce, y luego veintiuno, bajas y altas conyugales, nacimientos y más nacimientos y por fin una muerte, que nunca arrancaría una sonrisa humillante de puro completa de la cartulina dorada que servía de fondo.
Aquella mañana, Raquel se había ido a trabajar para dejarme a solas en el umbral del resto de mi vida. Yo me senté en la mesa de la cocina y me tomé un café, y luego otro, y otro más, y fumé mucho, fumé de una manera obsesiva, incesante, mientras pensaba en mi padre y pensaba en mí, en asuntos graves y en detalles triviales, hasta que aquel marco tan historiado se instaló en mi memoria con su cargamento de hojas verdes y caras sonrientes, los espacios vacíos que mi madre había previsto a su pesar para futuros matrimonios de sus hijos, y aquellos comentarios que sonaban a advertencia y no dirigía a nadie en particular, aunque los hacía siempre con
los ojos clavados en los de Julio, su hijo predilecto a pesar de todo. A mí, dejadme de líos porque no pienso volver a hacerlo, así que el que no quepa, se queda fuera…
Mi padre ya estaba fuera de nuestra vida, pero mi madre jamás quitaría [756] su foto de aquel árbol. Raquel ya estaba dentro de mi vida, pero nadie recortaría jamás su cara de una foto para pegarla en el lugar que le correspondía. Yo nunca me he parecido a mi padre, soy el único de sus hijos que nunca se ha esforzado en parecérsele. Tampoco me parezco a mis hermanos, pero quizás ellos no han conocido nunca el significado exacto de ese verbo. El que no quepa, se queda fuera. Yo ya estaba fuera, pero seguía estando dentro, siempre lo estaría, igual que Teresa González Puerto, que era maestra, muy buena, y quería mucho a su marido, y tocaba el piano mal, muy mal, pero le gustaba tocarlo, pobrecilla. Para su hijo, mi abuela había muerto el 2 de junio de 1937, cuando más viva estaba. Para mis hermanos, tal vez también para mi madre, yo empezaría a morir en el instante en el que lograra levantarme de aquella mesa en la que fumaba y bebía café de una manera incesante, obsesiva, para intentar volver a estar vivo otra vez.
Había pasado el tiempo, mucho tiempo. Es una historia larga, muy larga y muy antigua, no la entenderías y, además, creo que no te conviene saberla. Cuando Raquel me la contó, los grandes episodios me abrumaron tanto que no advertí los cabos sueltos. Mi abuelo se encontró con tu padre un día, en un café de París, y lo invitó a su casa, empezó a ir por allí, y como era tan simpático y todo el mundo le cogió cariño, pues enseguida se hizo como de la familia… Entre el tercer y el cuarto café, volví a pensar que tendría que llamar a Mai, que eso era lo primero que debería haber hecho aquella mañana, pero marqué el número de Raquel para escuchar el espectro de su antigua voz, un hilo angustiado, quebradizo.
—Hola, Álvaro —pero adiviné que iba a seguir hablando—. ¿Te… ? —hizo otra pausa—. ¿Ha pasado algo?
En los resquicios de sus palabras pude presentir dos respuestas, las dos temidas, una indeseable y la otra no, me voy o no me voy, te dejo o no te dejo, vuelvo a casa o no vuelvo, adiós o hasta luego, Raquel.
—No pasa nada —opté por una fórmula abreviada—, pero me gustaría saber una cosa. Acabo de darme cuenta… Cuando tu abuelo se encontró con mi padre en París, ¿de qué se conocían?
—De Torrelodones, claro —y estaba mucho más tranquila—. Mi familia veraneaba allí antes de la guerra. Tenían una casa…
—Ya, ya, eso lo sé. Pero en Torrelodones, aun siendo un pueblo, habría muchos niños, ¿no? Y mi padre, antes de la guerra, era pequeño, porque nació en el 22. Por eso, he estado pensando que es raro que tu padre lo reconociera, después de tantos años.
—Sí, pero su madre, o sea, tu abuela Teresa, era amiga de todos ellos. De mi abuelo no tanto, porque también era el más joven, pero [757] había sido amiga de su hermano Mateo, y de su cuñado, de los dos que fusilaron. Ellos eran socialistas, del mismo partido que ella, iban a las reuniones de la Casa del Pueblo en verano, y luego, no sé… El caso es que mi abuelo conocía a tu abuela, y no reconoció a tu padre por ser él, sino por ser su hijo. No sé si me entiendes…
—Sí, claro que te entiendo.
Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, estaba dentro pero estaba fuera, estaba dentro y fuera a la vez, y yo era el único que lo sabía. O no. Tampoco pude extraer ningún estímulo del último café, apenas dos dedos de un líquido ya tibio y demasiado denso, un poso áspero, terroso, en mi paladar saturado. Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, tal vez yo era el único que lo sabía, tal vez no, quizás Rafa y Angélica lo habían sabido siempre, desde siempre, quizás mi madre no se había enterado nunca del destino de su suegra, pero sabía lo demás, tenía que saberlo.
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. ¿Y por qué? ¿Para qué? Veinticuatro horas antes de que Raquel me hiciera esas mismas preguntas y se las contestara a sí misma, si no sirve de nada, nada sirve de nada, para intentar disuadirme de emprender la visita que cerraría el círculo, yo me las hice también. ¿Y por qué? ¿Para qué? No eran muy originales. Estaban respaldadas por un clamor multitudinario, tan cerrado que se diría unánime, millones de voces callándolas a la vez durante décadas enteras, un silencio más estruendoso que cualquier grito. ¿Por qué? ¿Para qué? En las preguntas, la estrategia de los vencedores confluía con la de los vencidos. En las respuestas, si no sirve de nada, nada sirve de nada, también.
¿Por qué? ¿Para qué? Por mí, para mí, un mal hijo que presta oídos a la versión del enemigo, Álvaro el ingrato, el traidor, un buen profesor, un buen padre, un buen hijo, un buen ciudadano. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero aquello ya no tenía que ver con la figura, con la memoria de mi padre. Era mi propia identidad, mi propia memoria la que me empujaba, y ellos también estaban allí, sus cabecitas sonrientes, recortadas y pegadas en la misma cartulina. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero pensar en mí era pensar en ellos, en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Fotos individuales, fotos de grupo, una familia, mi familia. Todavía estaba a tiempo de salvarla, de consagrar su imagen ejemplar y risueña, de ahorrarles el disgusto de saber quiénes eran. O no. Quizás ya lo [758] sabían, y ni siquiera les importaba. El verbo creer es un verbo especial, el más ancho y el más estrecho de todos los verbos.
Ya no quedaba café, pero seguí fumando, pensando, en el verbo creer, en el verbo saber, en el verbo querer, solo y en la compañía de los otros dos. Pensé en la palabra generosidad, en la palabra responsabilidad, en la palabra egoísmo. Pensé en el orden y en el caos, en el pasado y en el futuro, pensé en Teresa, pensé en Raquel. Qué mala suerte, abuela, qué mala suerte, Álvaro, qué mala suerte, amor mío, que mala suerte hemos tenido, qué mala suerte seguimos teniendo, qué mala la que tendremos. Cómo empezar a vivir así, cómo poder con todo esto. Nunca estaremos solos, tú y yo nunca podremos vivir juntos y solos, porque siempre habrá demasiada gente alrededor, vivos o muertos, contigo y conmigo, acostándose con nosotros, levantándose con nosotros, comiendo, bebiendo, andando con nosotros. Aquella película en la que cuatro memos fabricaban un cañón que mataba a los fantasmas. Y tanto amor, y que no sirva de nada.
¿Por qué, para qué? Por mí, porque sí. Porque la reflexión es enemiga de la acción y ya no podía pensar más. Porque estaba atrapado en un laberinto perverso que tenía muchas salidas y ninguna buena. Generosidad, responsabilidad, egoísmo. Julio cogió el teléfono enseguida, y me saludó con un tono jocoso y preocupado a la vez que no fui capaz de explicarme en aquel momento. Luego, mientras salía a la calle, y cruzaba la plaza, y levantaba una mano en el aire para parar un taxi sin estar muy seguro de que el hombre que hacía todas esas cosas fuera yo, comprendí que Mai había hablado. Entonces me di cuenta de que había pasado por alto una cuestión muy importante, y la necesidad de proteger a Raquel, de buscarle una coartada, cualquier excusa que minimizara su intervención en aquella historia fea, sucia, triste, me prestó la clase de serenidad que puede llegar a reunir un bombero dispuesto a salvar la vida cuando advierte que está cercado por las llamas. Y sin embargo, no fui capaz de contestar deprisa a la pregunta con la que me recibió mi hermano.
—Vamos a sentarnos a una mesa —propuse a cambio—. Tengo que hablar contigo.
Ya se lo había advertido antes, por teléfono, pero él me siguió sin decir
nada.
—En primer lugar, me he ido de casa, pero eso ya lo sabes, ¿no?
—Claro que lo sé —y sonrió, como si no hubiera escuchado el preámbulo de mi frase anterior—. Mai llamó ayer a Angélica y, como te puedes figurar, a la media hora ya lo sabía hasta mamá. A mí me cayó una bronca tremenda, encima. Tú tenías que saberlo, Julio, seguro que lo [759] sabías, él siempre te ha tapado a ti y tú, ahora, le habrás tapado a él, porque todos los hombres sois iguales, todos unos cerdos, etcétera… Por eso te he dicho antes que podías haber avisado, macho.
—Ya —sonreí—. Lo siento. ¿Y qué es lo que ha contado Mai exactamente?
—A Angélica, no lo sé. A mí me cayó un chorreo de la hostia porque tú habías dejado a tu mujer por otra más joven.
—No es más joven. Mai no le lleva ni un año.
—Pues para tu hermana, como si estuviera acabando el bachiller. Y eso es lo único que sé.
—Ya, bueno… —miré el reloj, era casi la una, pedí una cerveza—. Raquel tiene treinta y seis años, pero… Es una mujer especial.
—Me lo imagino —y se echó a reír.
—No, no es sólo eso —volví a sonreír—. No sé cómo contártelo… ¿Te acuerdas del entierro de papá, Julio?
—¿El entierro de papá? —levantó mucho las cejas—. Sí, claro que me acuerdo, pero no sé qué tiene que ver…
—¿Te acuerdas de que después fuimos a comer, y yo os pregunté por una chica que había llegado al final, y todos me contestasteis que no la habíais visto, y estuvimos hablando de quién podría ser?
—Pues… —me dirigió una mirada perpleja, se quedó pensando, negó con la cabeza—. Me suena, pero… No sé. ¿Es importante?
—Sí.
—¿Es ella?
—Sí.
—¿Y qué hacía en el entierro de papá?
—Es prima nuestra.
—¿Prima nuestra? —aquella revelación logró impresionarle por fin.
—Sí, prima tercera. Su bisabuelo y el nuestro, el padre de la abuela Mariana, eran hermanos.
—¡Joder! —clavó los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos, se frotó la cara un par de veces y me miró—. ¿Y por qué no la conocemos?
—Ése es el tema —le dije—. Por qué no la conocemos…
Hice una pausa para tomar aire. Me animé a mí mismo y lo solté de un
tirón.
—Cuando encontré aquel pastillero con la viagra, ¿te acuerdas?, estuve mucho tiempo pensando en papá, en qué clase de hombre habría podido ser, qué vida habría podido vivir sin que nosotros lo supiéramos. Entonces, tú estabas muy liado con los impuestos de la herencia, y mamá me pidió que fuera a La Moraleja en tu lugar. Ya había ido [760] una vez, pero no me había llevado nada, ni fotos, ni cosas, y como cuando llegué estaba solo, porque aquella tarde Lisette tenía clase de no sé qué, me dediqué a curiosear un rato en el despacho. Estuve mirando en los armarios y encontré una carpeta de cartón con los papeles de la División Azul. Encima de todo había unas notas muy recientes, con nombres, fechas, frases que no entendí y un teléfono apuntado. Así conocí a Raquel, el teléfono era suyo. Hablé con ella, le pregunté quién era y me dijo que prefería quedar conmigo —me pregunté si estaría mintiendo bien y no hallé en el rostro de mi hermano nada que me sugiriera lo contrario—. Me pareció todo muy misterioso, pero al final quedamos, y me contó que había conocido a papá por casualidad, porque tenía un piso en un edificio de Tetuán que os interesaba comprar, para unirlo a otro que ya teníais y edificar algo más grande y más alto, supongo que sabes de lo que te hablo…
—Pues… Espérate, porque eso también me suena, pero compramos varios edificios en Tetuán, y ahora no sé…
—Da igual. Seguro que al final te acuerdas, porque ella se resistió mucho tiempo a vender. Trabaja en un banco y es muy lista. Supuso que cuanto más tiempo aguantara, más dinero le daríais, y así fue. Al final, papá le cambió su piso por un ático de esos que Rafa nos quiso vender a nosotros, bueno, por lo menos a mí, en la calle Jorge Juan. Estaba preocupada, porque la operación se había cerrado un par de días antes de que papá entrara en el hospital y no estaba segura de que la compraventa fuera efectiva. Por eso había venido al entierro. Antes o después, tendría que hablar con alguno de nosotros, y quería conocernos, ver qué pinta teníamos… En fin, eso fue lo que me contó y a mí me pareció muy raro, no creas que no. Por supuesto que era raro, era mentira, pero en aquel momento a mí me dio igual, porque era una rareza inofensiva, y además, y sobre todo, porque ella me gustaba. Empezamos a coquetear a los diez minutos de vernos y, claro, pues, entonces… A partir de ahí, lo demás daba lo mismo. El día de la notaría comprobé que aquel ático no estaba entre las propiedades que íbamos a heredar y tuve una bronca con Angélica, ¿te acuerdas?
—Sí —sonrió—, eso no se me ha olvidado.
—Pues aquella noche volví a llamar a Raquel, volvimos a quedar y me gustó todavía más. Me gustaba tanto que nos enrollamos enseguida y me siguió gustando, hasta que me volví loco por ella, ya lo sabes, y le acabé pidiendo que nos fuéramos juntos. Entonces desapareció y me volví loco pero de verdad, lo pasé muy mal, fatal, en serio. Fue todo una casualidad, ¿comprendes?, todo. Podría haberle pasado a Rafa, podría haberte pasado a ti, podría haber sido otra la inmobiliaria que hubiera [761] estado interesada en comprar el edificio donde ella vivía, y no habría reconocido el nombre de papá, y ni siquiera nos habríamos conocido. Pero pasó así, y me pasó a mí, y me enganché, me quedé colgado como un adolescente. Y ahora me acabo de enterar de que sólo me había contado una parte de la verdad.
No era una buena historia. Tenía lagunas, imprecisiones, zonas de sombra, y cuando ya la había lanzado, más allá del último punto que me habría permitido retroceder, me di cuenta de que antes o después Rafa tendría que conocer a Raquel, y si la reconocía como la asesora de inversiones a la que había visitado una vez, aunque no hubiera estado en su despacho ni diez minutos, mis explicaciones se vendrían abajo como una fila de fichas de dominó. Pero en aquel momento, ése era el menor de mis problemas y, si mi relación con mi familia sobrevivía a aquel fin de semana, sería también el menor de los suyos. Además, Rafa no solía fijarse mucho en las mujeres, y Julio, que siempre le reprochaba que le gustaran lo justo, o sea, poquísimo, estaba tan atónito que encajó mi historia de una vez, y se la tragó sin masticarla.
—Creo que sí sé quién es —dijo luego—. Bueno, yo nunca llegué a verla, no llevaba aquel asunto personalmente, pero me acuerdo de que en una de las casas de Tetuán hubo una tía que nos trajo de cabeza una temporada. Lo que no entiendo es… ¿Cómo pudo cambiarle papá un piso tan barato por otro tan caro? Era viejo, pero no era tonto. ¿Y por qué tienes esa cara, Álvaro? Al fin y al cabo, la tía ha vuelto, estás con ella. Deberías estar encantado, ¿no?
Le miré, me froté los ojos, pedí otra cerveza.
—¿Te acuerdas de Mariloli, Julio?
—¿Mariloli? —y negó con la cabeza, como si temiera por un instante que su hermano se hubiera vuelto loco—. ¿La hija del portero de Argensola?
—Sí, esa misma. ¿Te acuerdas de una muñeca que se había encontrado tirada en la calle, y resultó que era de Clara, y ella le pidió que se la devolviera, y no quiso?
La muñeca pelirroja vestida de verde era tan poderosa, tan inmune a los efectos del paso del tiempo, que también hizo cambiar la expresión de mi hermano. En ese instante, comprendí que él sabía, que probablemente lo había sabido desde siempre, quizás desde aquel mismo día, pero se lo conté todo, quién era nuestro padre, aquel hombre admirable, y cómo había logrado hacerse a sí mismo, desde los dos carnés que había guardado como trofeo hasta que la visita de Raquel le enfrentó con su propia vida al borde de la muerte. No le di más explicaciones y él no me las pidió. [762]
—Pues es una putada, sí —y sin embargo sonreía—. Ahora, que lo que no entiendo son los problemas de esa tía, sus remordimientos, que se sintiera culpable por haberse liado contigo sin haberte dicho la verdad. Al fin y al cabo, todo fue una casualidad, tú lo has dicho. Debe de ser tan rara
como tú, Alvarito, porque con haberse estado callada… ¿Que sabía que tu padre era un hijo de puta? Pues muy bien, yo también lo sé, ya te lo conté una vez. Llevo muchos años viviendo con eso, y aquí estoy. ¿Que de repente se le presentó la ocasión de darle un disgusto, y la aprovechó? Pues mira, quien más y quien menos… ¿Que papá se murió porque una desconocida apareció un buen día en su despacho cargada con unos papeles que no habría querido volver a ver por nada del mundo? Eso da igual, Álvaro. Ella no le mató, ni mucho menos. Tenía ochenta y tres años, antes o después tenía que morirse. Y se murió. Él está muerto y tú estás vivo. Eso es lo único importante.
—El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
—Pues sí —levantó su vaso en el aire y volvió a sonreír—. Nunca mejor
dicho.
—Pero… No lo entiendo —hice una pausa para mirar a mi hermano y vi cómo se deshacía su sonrisa en una mueca melancólica—. ¿A ti no te importa?
—Yo ya lo sabía, Álvaro. Lo sé desde hace muchos años. Desde aquella misma tarde en la que tu chica, Raquel se llama, ¿no?, vino a casa con su abuelo —acabó su cerveza, se quedó mirando el vaso y levantó la mano—. Creo que me voy a pedir algo más fuerte… ¿Quieres un gintonic?
—No —eso no significaba que no quisiera beber y mi hermano se dio cuenta.
—¿Un whisky? —asentí, y él se ocupó de pedirlo—. Aquella tarde… Teníamos un partido de fútbol y yo marqué tres goles, me acuerdo perfectamente. Jugué de puta madre, y papá estaba muy contento, muy orgulloso de mí. En aquella época, eso era lo que más me importaba. Yo quería mucho a papá, le admiraba mucho, jugaba para él, para que me viera, para que me abrazara al final de los partidos. La semana siguiente iba a hacer una prueba para los juveniles del Madrid, ¿te acuerdas tú de eso?
—Claro —sonreí—. Me tiré meses presumiendo de ti en el colegio. Aposté con todos mis amigos a que te iban a fichar.
—En fin… —él también sonrió—. Lo siento. El caso es que mamá estaba horrorizada, pero a él le hacía mucha ilusión tener un hijo futbolista. Fuimos hablando de eso al salir del campo, papá y yo solos, [763] porque Rafa estuvo todo el camino callado, enfurruñado. En aquella época tenía muchos celos de mí, porque llevaba toda la temporada chupando banquillo. Y entonces llegamos a casa, y había una niña con Clara, y… Pues nada. Yo no me di cuenta de nada, la verdad. Antes de cenar, mamá vino a buscar a Rafa y se lo llevó. Papá quería hablar con él y, lo que son las cosas, yo estaba seguro de que iba a hablarle de mí, a pedirle que no fuera tan celoso, que me ayudara, que me apoyara, que se resignara a ser peor futbolista que yo. Eso creía, y me alegré, porque Rafa estaba insoportable, todo el día picado, metiéndose conmigo, haciéndome burlas… Pero no era eso. En la cena estuvieron todos muy serios, papá, mamá, Rafa y Angélica.
—¿Y yo? —la parte de la historia en la que ahora coincidían Julio y Raquel me había devuelto a unos días tan insignificantes para mí que no podía recordarlos con precisión—. ¿Dónde estaba yo?
—Pues supongo que en la cocina. Clara y tú debíais cenar allí todavía. Desde luego, en aquella cena no estuvisteis. Me acuerdo muy bien de todo
porque… Luego, por la noche, Angélica vino a nuestro cuarto.
—Y yo ya estaba dormido —supuse por mi parte, y volví a pensar que el destino era un mal aliado al medir mi asombrosa, sistemática ausencia, en un episodio que acabaría siendo más importante para mí que para cualquiera de mis hermanos.
—Sí. Tú estabas durmiendo y yo a punto de dormirme, pero me espabilaron muy deprisa. Lo tenían todo planeado. Me dijeron que tenían que hablar conmigo, que era muy importante. Me fui con ellos al cuarto de jugar y no me dejaron encender la luz. Nos sentamos en el suelo, casi no nos veíamos. Era muy emocionante. La puerta del dormitorio estaba abierta, y llegaba el resplandor de tu lamparita, aquella azul que mamá te trajo de París, ¿te acuerdas? La encendieron ellos antes de salir y… No sé, parecía muy emocionante, ya te lo he dicho, pero Rafa empezó a hablar, a contarme una historia muy rara, y yo al principio no entendía nada…
Llevaba un rato jugando con los hielos de su copa. La dejó en la mesa para mirarme y yo le miré, y me asombré de la calidad de su memoria, la seguridad con la que iba reconstruyendo para mí sin la menor duda, ningún titubeo, los detalles de aquella noche remota, palabras, gestos, sensaciones, él, mi hermano Julio, al que nada le importaba mucho, al que nunca le importaba nada, al que todo le daba igual porque no sabía tomarse la vida en serio.
—La situación es muy grave, me dijo, el muy gilipollas —se echó a reír, pero ni siquiera pretendía parecer contento—. Tienes que saberlo [764] porque estamos todos en peligro, sobre todo papá, pero él lo hizo por nosotros… Eso decía, y a mí estuvo a punto de darme la risa, porque hablaba como si se lo hubiera aprendido todo en una película. A eso sonaba, ¿sabes?, parecía un actor en una película, y bastante mala, por cierto. Papá lo hizo todo por nosotros, porque era muy pobre y no quería que nosotros lo fuéramos… —entonces fue él quien empezó a gesticular, y abrió mucho los ojos, y habló en un susurro, y movió las manos como si estuviera representando un papel, imitando al imaginario actor al que Rafa hubiera imitado aquella noche—. Él quería que viviéramos bien, y los otros eran malos, mataban a la gente, ¿comprendes? Quemaban las iglesias, las casas, lo quemaban todo, y además se habían marchado, habían huido porque eran unos criminales, así que lo suyo no era de nadie… —por fin recuperó su propia voz, sonrió, me miró—. No te entiendo, Rafa, le dije. ¿Qué hizo papá? ¿Y quiénes eran los otros? Déjame a mí, le pidió Angélica entonces. Ella ya era mucho más fría que él, más lista, y estaba menos nerviosa. Se levantó, abrió la puerta sin hacer ruido, salió al pasillo y volvió al rato, andando de puntillas, con un libro muy grande entre las manos. Toma, me dijo, míralo. El libro se titulaba España en llamas. ¿Tú lo has visto alguna vez?
—No. Ni siquiera me suena. ¿Estaba en casa?
—Claro que estaba en casa. Pero por mucho que os quejéis, ser de los pequeños también tiene sus ventajas, ¿sabes?, porque aquello era… ¡Buah!, el catálogo de una carnicería. Cadáveres y más cadáveres, niños degollados, hombres fusilados, mujeres llorando… Y muchos incendios, eso sí, crucifijos quemados, vírgenes tiradas por el suelo… En fin, te lo puedes imaginar. Rafa quería seguir hablando, pero Angélica, que es mucho más lista, no le dejó. Ella quería que viera todas aquellas fotos y yo no pude llegar hasta el final.
¿Qué es esto?, pregunté, y ella me lo explicó mucho mejor, mucho más claro que Rafa. Esto es lo que hicieron los rojos en la guerra, me dijo. Y hoy ha venido un señor, que es tío de mamá y era rojo, a decirle a papá que ha vuelto a vivir aquí, y que sabe que él se quedó con todo. ¿Cómo que se quedó con todo?, le pregunté, porque aquello sonaba mal, muy mal. Es lo que te ha dicho Rafa, antes, me contestó ella, muy tranquila. Los rojos se marcharon, lo dejaron todo, sus casas, sus cosas. Y papá se lo quedó, dije. Bueno, no es eso exactamente, me explicó ella, todo eso se subastó, se repartió, como si dijéramos, entre algunas personas, entre muchas, y papá, pues… Aquélla era también la familia de mamá, ¿no? ¡Ah, bueno!, me tranquilicé, si era de mamá…
—Creo que me voy a pedir otra copa —anuncié en aquel momento. [765]
—Te vas a emborrachar, Álvaro.
—Pues sí, igual… Pero eso es lo de menos, porque…
—Ya —alargó una mano por encima de la mesa, la posó en mi brazo derecho, lo apretó un momento—. Me lo imagino. Total, que aunque parezca mentira, me dijeron que todo era de mamá, pero yo no me lo creí. Enseguida me di cuenta de que no podía ser verdad, porque, entonces, ¿para qué había venido ese señor? ¿Y por qué se habían puesto todos tan nerviosos? Lo pregunté, pero ya no quisieron contestarme. No podían, claro, pero eso lo comprendí después. Lo importante, me dijo Rafa entonces, con ese tono de hermano mayor y responsable que me ha sacado siempre de quicio, es que estés pendiente de todo, que no hables de esto con nadie, y mucho menos con los pequeños, pero que me digas si alguien te sigue o te pregunta algo, porque ahora papá puede tener problemas, como se ha muerto Franco y los rojos están envalentonados… Yo les dije a todo que sí, que no se preocuparan.
El camarero me sirvió la primera copa de más que bebería aquel día, y Julio, que se contentó con una tónica, esperó a que se marchara para seguir hablando.
—Yo estaba cagado de miedo, Álvaro —me dijo entonces, como si necesitara justificarse por aquella vieja respuesta—, no había cumplido todavía dieciséis años. Cuando me fui a la cama, las fotos que había visto no paraban de darme vueltas en la cabeza, no me dejaban dormir. En aquella época… todo era política. Las calles estaban llenas de carteles de unos y de otros, la gente hablaba todo el día de lo mismo, los curas nos hablaban también, en el colegio, era imposible no saber, no ver todo aquello. Y los nuestros… Yo qué sé, papá, mamá, los padres de mis amigos, el padre Aizpuru, pues estaban todos muy preocupados, muertos de miedo ellos también. No les gustaba nada lo que estaba pasando, parecía que se nos venía encima un desastre, una catástrofe, acababan de legalizar al Partido Comunista y aquello era el fin del mundo. Yo lo sabía, me daba cuenta, pero a pesar de todo… A pesar de todo, no me podía dormir. ¿Y sabes por qué? —negué con la cabeza—. Por la niña.
—¿Qué niña?
—Tu novia —y mi hermano sonrió—, esa chica, Raquel se llama, ¿no?
—Sí, pero no te entiendo, Julio.
—Pues es muy fácil. Yo había visto las fotos, toda esa sangre, esos
muertos, pero antes la había visto a ella. Tiene gracia que tú no te acuerdes, porque yo me acuerdo perfectamente. Llevaba un vestido blanco con florecitas de color granate, una chaqueta del mismo color [766] que las flores, y dos trenzas con lazos en las puntas. Era igual que Clara, iba vestida igual, hablaba igual… Sólo la vi un momento y no me fijé mucho, ni siquiera habló conmigo, pero luego, en la cama, mientras le daba vueltas a todo, me acordé de ella, una niña pequeña, corriente, que jugaba a las muñecas con mi hermana, y esa niña… No sé cómo explicarlo, pero no pude relacionar con ella la historia que me habían contado Rafa y Angélica, las fotos que había visto. A su abuelo no le vi, pero ella… Era tan corriente, tan pequeña, tan inocente, tan de aquí… ¿Me entiendes?
—Sí —le entendía, pero no encontré más palabras para agradecerle que se hubiera puesto de parte de aquella niña pequeña, a la que yo no lograba recordar ni siquiera después de escuchar la descripción de la ropa que llevaba puesta aquella tarde.
—Pues eso. Pensé que, en realidad, lo que nosotros teníamos, tendría que ser suyo. Y ella no parecía pobre, desde luego, no era pobre, tenía la misma pinta que Clara, que sus amigas, ya te lo he dicho, y sin embargo… Eso daba lo mismo, porque ella era de nuestra edad, de nuestra generación, y parece que el tiempo lo borra todo, pero… Yo pensé que sus abuelos se habían quedado sin nada, que sus padres habrían crecido sin nada, ¿no?, en un país extranjero, solos, y nosotros, papá, y mamá, y la gente como papá y mamá, aquí, viviendo de puta madre… No sé, no puedo explicarlo bien, pero aquella niña de pronto me dio mucha pena y mucha vergüenza, aunque yo no tuviera la culpa, porque eso no debería haber sido así, porque no era justo. Me pareció que no era justo. Entonces le pregunté a Rafa si estaba dormido y me dijo que no. ¿Papá es un ladrón, Rafa?, le pregunté luego, y él se enfadó conmigo, ¿cómo va a ser papá un ladrón?, gilipollas, que eres gilipollas… Eso me contestó y no quise volver a hablar con él, ¿para qué? Ya le conoces. Ni yo ni nadie iba a conseguir que cambiara de opinión.
—¿Y qué hiciste?
—¿Cuándo?
—Pues yo qué sé, al día siguiente, más tarde…
—Nada —sonrió—. ¿Qué iba a hacer, si no se podía hacer nada? Al día siguiente era domingo. Fuimos a comer a Torrelodones en el coche, y mientras dábamos un paseo por el pueblo, la gente se paraba a saludarnos, y yo miraba a papá, le veía sonreír a todo el mundo, y pensaba que ellos lo sabían, que tenían que saberlo, que lo sabía mamá, y la señora del estanco, y el dueño del mesón, los que nos saludaban, los que nos besaban y nos tocaban la cabeza, todos tenían que saberlo, pero nadie había dicho nunca nada, no pasaba nada, era como [767] si nadie supiera una palabra de nada… Durante algunos días seguí teniendo la misma sensación. Por un lado, si notaba que me miraba alguien por la calle, en el metro o en cualquier tienda, tenía la impresión de que lo sabían, de que todos estaban enterados de que mi padre era un ladrón, pero luego me daba cuenta de que los conocidos, los que tenían que saberlo, los amigos de papá, las amigas de mamá, los de Torrelodones, hacían como que no sabían nada.
—¿Y Rafa? No sé, Angélica, mamá… ¿No volvieron a hablar contigo? ¿No te explicaron nada más?
—No. Yo nunca, en mi vida, he vuelto a oír una palabra sobre este tema —hizo una pausa, me miró, le miré—. Hasta que no me lo has dicho tú, no me lo había dicho nadie. Y entonces… —volvió a sonreír, como si, en el fondo, lo que me había contado no tuviera tanta importancia—. Pues bueno, no es que se me olvidara, porque nunca se me ha olvidado, pero… Me acostumbré a vivir como los demás, a vivir como si no supiera, como si no me importara nada. Hice fatal la prueba para los juveniles del Madrid, eso sí.
—Eso sí —y la naturaleza inesperada, abrupta, de aquella conclusión, me hizo sonreír—. Hice un ridículo espantoso y perdí todas mis apuestas.
—Ya, bueno… Estaba muy nervioso pero, además, la verdad es que no quería que me contrataran. No sabía exactamente qué era lo que había hecho papá, pero eso daba igual, porque yo sabía que no era bueno. Y nunca he sido un meapilas, ni un santo, ni mucho menos, ni siquiera estoy seguro de ser una buena persona, pero… La verdad es que ya no le admiraba, ni me importaba que estuviera orgulloso de mí. Tenía sólo quince años, pero nunca volvió a importarme.
—Y sin embargo… —no me atreví a seguir, pero él me entendió igual.
—Y sin embargo, aquí estoy, ¿no? —asentí con la cabeza y él sonrió—. Hasta aquí he llegado, sin sufrir, sin hablar, y tan contento. Pues sí, es verdad. Yo no soy como tú, Álvaro, ya lo sabes. También es cierto que no me acuesto con aquella niña del vestido blanco con flores granates, que, por cierto, a ver si me la presentas, porque tengo mucha curiosidad por ver en qué se ha convertido, pero de todas formas, a mí todo esto me interesa más bien poco, mucho menos que a ti, y mucho menos que a Rafa. No es mi vida y no es la tuya, Álvaro, hazme caso. Papá no era bueno, ya te lo dije una vez, pero eso no tiene nada que ver contigo, ni conmigo, y además… No se puede hacer nada. ¿Para qué?, a estas alturas…
Mi hermano Julio fue el primero que me dijo que nada servía de nada. Entonces pensé en Teresa González Puerto, en su vida y en su [768] muerte, su cabecita recortada sobre una cartulina de color dorado y sus palabras, esa herencia que debería compartir con el hombre rubio y sonriente que miraba el reloj, y pedía la cuenta, y volvía a sonreírme.
Julio también era su nieto, aunque aquella carta nunca cambiaría nada para él, no le haría un hombre mejor, ni distinto. Quizás, después de todo, lo mejor sea que sigamos estando solos tú y yo, abuela, pensé. Mejor guardarte para mí, ahorrarte la indiferencia o la hostilidad de mis hermanos, llevarte conmigo en las mañanas soleadas y en las lluviosas, entre las flores que no llenan ningún jarrón de cristal transparente. Pero él también era nieto. Y, tal vez, el mejor de los que le quedaban.
—Hay algo más, Julio —ya había cerrado la tapa de su teléfono móvil, se lo había guardado en un bolsillo, se estaba palpando la americana para asegurarse de que no se dejaba nada—. Aquel día que encontré la carpeta azul, descubrí también una carta de la abuela Teresa, la madre de papá. La escribió para despedirse de él cuando se marchó de casa, porque ella no murió en junio del 37, eso es sólo lo que papá nos dijo. La verdad es que murió en la cárcel de Ocaña, cuatro años después, en el 41 —mi hermano me miró con los ojos muy abiertos, se cogió otra vez la cabeza con las manos, se removió en la silla.
—¡Joder!
—Pues sí, joder… Pero eso no es todo, ¿sabes? —y entonces, cuando estaba a punto de seguir hablando sin esperar respuesta, él levantó la mano en el aire para pedir tiempo.
—Otro día, Álvaro —volvió a echarle un vistazo el reloj y se asustó—. No te enfades conmigo, pero… Es que ahora no puedo quedarme, de verdad. Tengo una cita para comer, y es muy importante, es… —hizo una pausa, me vio sonreír, sonrió—. Vale, es una tía. No me voy a acostar con ella ni nada, en serio, sólo estamos tonteando, pero no me gustaría quedar mal. Yo te llamo luego, esta tarde, mañana, cuando pueda, y nos vemos, y me lo cuentas todo, porque de verdad que me interesa mucho, pero… Es que ahora me tengo que ir, ya llego tarde.
—Bueno —le dije, y sonreí—, como tú quieras.
—¿Seguro que no te enfadas conmigo?
—Seguro que no me enfado.
—Vale, pero antes de irme, voy a darte un consejo, dos, en realidad… —y ésas eran las últimas palabras que habría esperado escuchar de él en aquel momento—. El primero es el mejor, y el más importante. Hazme caso, Álvaro, y lárgate de aquí. Vete ya, esta noche, mañana, coge a esa tía y lárgate. Vete a un sitio bonito, divertido, enciérrate con ella en un hotel de lujo y hártate de follar. Fóllatela hasta que [769] no puedas más, hasta que te duela la polla de tanto usarla, y después, sigue follando hasta que ya no la sientas. Fóllatela como si no fuera la nieta de su abuelo, como si nunca hubiera conocido a papá, como si te la acabaras de encontrar, como si no fuera prima nuestra. Y cuando consigas sentirte como si no tuvieras polla, decide qué es lo que quieres hacer, quedarte con esa chica o volver a casa, arrodillarte en el suelo, apoyar la cabeza en las rodillas de tu mujer y pedirle perdón. Yo he hecho ambas cosas, y las dos funcionan. Hazme caso, Álvaro, que sé de lo que hablo. Dedícate a vivir, y piensa en ti, joder. Olvídate para siempre de papá. Eso también funciona, y también lo sé por experiencia. Y ahora me voy, pero ya…
Entonces se levantó, me abrazó, me besó en una mejilla.
—¿Y el otro? —le pregunté—. ¿El segundo consejo?
—El segundo consejo es que no se te ocurra hablar con Rafa de esto —y se puso serio, muy serio de repente—. Que ni se te ocurra, Álvaro, te lo digo en serio.
Pero yo no soy como tú, Julio, pensé mientras le veía salir del bar a toda prisa, no soy como tú, ya lo sabes. [770]
Las cartas empezaron a llegar durante la última semana de abril de 2004, pero Raquel Fernández Perea, que había aprovechado el puente de mayo para irse a Estambul con su amiga Berta, se enteró de todo antes de abrir la suya.
—¿Lo sabes ya? —Nati salió a su encuentro cuando todavía estaba buscando las llaves en el bolso, como si llevara toda la tarde acechando su regreso—. ¡Qué disgusto más grande, madre mía! Yo no sé lo que vamos a hacer…
Raquel no le dio importancia a este recibimiento. Aquel patetismo sistemático, casi deportivo, formaba parte del carácter de su vecina de enfrente, una mujer mayor que estaba muy bien de salud y mejor de la cabeza, pero padecía de un aburrimiento crónico.
Nati vivía sola. Había estado casada y se había quedado viuda antes de cumplir cuarenta años, había tenido dos hijos y el mayor se había matado en un accidente de moto cuando era casi un crío. Entonces, su hija ya vivía en Tenerife, donde había encontrado trabajo como camarera en un hotel. Después conoció a un chico, se casó y se quedó allí. Venía a ver a su madre cuando podía, y se había ofrecido muchas veces a llevarla con ella a Canarias, pero Nati se resistía a dejar su casa. Mientras pueda hacer la comida, limpiar y bañarme yo sola, no me muevo de aquí, decía. A cambio, la soledad la había desterrado de su propia vida para instalarla en la ficción perpetua de esos programas de televisión que pretenden reproducir en directo la realidad de las vidas ajenas.
—¿Qué ha pasado, Nati? —Raquel abrió la puerta, metió la maleta en el recibidor, se volvió para abrazarla, le dio dos besos—. Seguro que no es tan grave.
—¡Uy que no! —su vecina se llevó las manos a la cabeza, las colocó luego a ambos lados de su cara, cerró los ojos y cabeceó varias veces. Parecía a punto de echarse a llorar, pero Raquel sabía que se estaba limitando a ejecutar una versión razonablemente dramática de los [771] gestos que había aprendido en la televisión—. ¡Que nos echan a la calle, eso pasa!
—¿Cómo nos van a echar, mujer?
—Ya verás, ya…
Cuando se mudaron allí, ocho años antes, Raquel llevaba casada sólo tres, y todavía estaba bien con su marido. Aquel piso fue el primer problema grave que tuvieron. Al principio, él se negó a comprar, porque aquello no era exactamente un chollo. Al final tuvo que reconocer que era una oferta demasiado interesante como para dejarla pasar, pero nunca le gustó vivir allí, por más que su mujer hubiera tenido la precaución de venderle el barrio con otro nombre. Ella estaba encantada, sin embargo, y se apresuró a apuntar su nueva casa en la larguísima lista de favores que le debía a Paco
Molinero, su mejor amigo del trabajo, amigo a su vez de un director de sucursal que, antes de embargar a un cliente por impago, se había ofrecido a encontrarle un comprador que se hiciera cargo de su hipoteca. El edificio, viejo sin llegar a antiguo, era feo, ramplón, y no tenía ascensor. El piso, un segundo de setenta metros cuadrados, con los techos demasiado bajos, dos dormitorios pequeños, interiores, y poca luz, no era mucho mejor, pero Raquel se quedó con él por un precio tan barato que compensaba todos sus defectos. Nunca pensó en vivir allí mucho tiempo. Su idea era venderlo en tres o cuatro años para reinvertir la ganancia en algo que le gustara de verdad, pero cuando venció ese plazo, ya estaba mucho más cómoda. Desde el verano del 99, tenía la casa para ella sola. Aquel año, Josechu y ella decidieron irse de vacaciones por separado para aclararse las ideas, y los dos lograron a la vez ese objetivo. Él no volvió. Ella lo celebró.
Aquel verano, Raquel pensó mucho en su vida. Intentaba comprender lo que le estaba pasando y no lo logró del todo. Nunca lograría comprender cómo había sido posible que su matrimonio se disolviera con tanta naturalidad, una mansedumbre más cercana al cansancio que a la paz. Ella se había casado enamorada, o eso creía, y no era consciente de haber llegado a arrepentirse de haberlo hecho. Lo que había pasado era más fácil y más difícil de entender, más sencillo y mucho más complicado. En algún momento, Raquel se dio cuenta de que le apetecía más vivir sola que con Josechu, y en ese instante, todas las pequeñas manías de su marido, las discrepancias más tontas sobre el plan de los viernes por la noche o los programas de televisión favoritos de cada uno, se fueron agigantando para convertirse primero en un problema, y enseguida, en las sucesivas etapas de una crisis. No existía una razón concreta, no hizo falta. El estupor era recíproco, [772] y pudo más que la inercia. Así se separaron, sin pasión, sin rencor, y casi sin darse cuenta. Tal y como habían vivido juntos durante mas de seis años.
Nati, la vecina de enfrente, fue una de las grandes beneficiarías de un divorcio en el que nadie salió perjudicado. Ella fue uno de los pocos elementos permanentes en la vida de Raquel, mientras todas sus tentativas sentimentales se frustraban sin remedio, más bien antes que después. Tras la separación, Paco Molinero volvió a la carga. Lo había hecho en otras ocasiones, tantas que ella había perdido ya la cuenta, antes de su boda y después, siempre que percibía el más sutil síntoma de desaliento en una mujer de la que se había enamorado casi en el instante en que la conoció. Raquel lo sabía, y le quería, nunca podría dejar de quererle, porque Paco era una de esas pocas personas que acaparan todos los campos semánticos del adjetivo «amable». Era simpático, generoso, divertido, buen compañero, solidario, comprensivo, encantador sin empachar y un hombre muy atractivo. Al mirarle de lejos, como si no le conociera, Raquel le encontraba incluso seductor. Lo era, las mujeres lo sabían y él sabía lo que sabían las mujeres. Alto, estilizado pero corpulento, castaño sin llegar a rubio, con los ojos claros y una barba cuidadosamente descuidada, ofrecía una aproximación bastante exacta al modelo de hombre deseable que mejor encajaba con sus propias aspiraciones, y por eso, cada vez que atacaba, Raquel pensaba que el error estaba en ella, que era ella quien se estaba equivocando, y trataba de encontrar en sí misma el fallo, la deficiencia, esa
proteína que no sabía sintetizar y debía de ser el obstáculo para que su historia con aquel hombre fuera de una vez a alguna parte.
Entonces se cargaba de argumentos, de razones, se armaba por dentro, se decidía, decidía que esa vez sería distinta y pasaba lo mismo de siempre. Paco Molinero le gustaba mucho vestido. Paco Molinero le gustaba mucho desnudo. Y hasta ahí. Sólo hasta ahí, porque cuando él la tocaba, Raquel sentía algo mucho peor que nada. Sentía que él estaba tocando a otra, que no era ella la mujer que le besaba, que le abrazaba, que se dejaba arrastrar hasta la cama, tan lejos se encontraba de su propio cuerpo. Y luego era peor. Luego, después de desesperarse por haber sido incapaz de estar concentrada en lo que había hecho, le miraba, y le veía sonreír, y se dejaba besar, abrazar, y comprendía que él no se había dado cuenta de nada, que no se estaba dando cuenta de nada, y cada vez la frustración era mayor, eran mayores la culpa y la tristeza, y por encima de ellas crecía el enigma del sexo imposible, injusto, odioso y absurdo, pero sobre todo imposible. Al día siguiente, Raquel ya no sabía qué hacer con Paco, excepto prometerse a sí [773] misma que nunca, nunca más, y aprovechar el primer momento libre de la mañana siguiente para volver sobre el fabuloso plan de la estafa hipermillonaria con la que se entretenían desde hacía años. Aquel proyecto, que había empezado siendo un simple juego, un pasatiempo inocente que los dos sabían que nunca llegaría a cumplirse, acabó funcionando como la contraseña de su mutuo fracaso. Cada vez que ella se acercaba a su despacho, y en lugar de susurrar con una sonrisa rendida que lo de anoche había estado muy bien, le anunciaba en voz alta que creía haber resuelto la transparencia informática de determinadas transferencias a un banco de las islas Caimán, Paco sabía que tenía que dejarla tranquila una temporada.
—¿Y ese chico? —Nati ponía el colofón a cada uno de sus encuentros.
—¿Qué chico? —aunque Raquel lo sabía de sobra.
—Pues ese que ha estado aquí el fin de semana y ha estado ya otras veces, Paco se llama, ¿no?
—Sí, se llama Paco.
—¿Y dónde está?
—Pues en su casa, Nati, ¿dónde va a estar?
—¡Qué pena!, ¿no?
—¿Qué pena qué?
—Pues eso, que parece muy majo, y yo creo que te conviene mucho, y… —cuando paraba, Raquel iba ya por el tercer resoplido—. ¡Ay, hija, no me mires así, que ya me callo!
En esas ocasiones, Raquel volvía a ver la cara de Josechu, y hasta sentía la tentación de darle la razón al recordar la insistencia con la que se quejaba de las visitas cotidianas de aquella anciana tenaz y solitaria, que vivía en el permanente acecho de las vidas de sus vecinos y era capaz de exagerar cualquier noticia, seleccionada al azar con independencia de su naturaleza, para procurarse la ocasión de salir de su casa y tocar el timbre de la puerta de las demás. Pero eso sólo ocurría cuando Nati hacía campaña a favor de Paco Molinero, y su enfado no solía sobrevivir a las disculpas. Al fin y al cabo, después de cada mejora teórica de su gran delito económico, Raquel alternaba ciertos instantes de anonadamiento con moderados
arrebatos de promiscuidad que no arrojaban un balance mucho mejor. El teatro la aburría por exceso, la banca la aburría por defecto. Los conocidos de Berta eran incontables, divertidos y, con frecuencia, muy buenos en la cama, porque necesitaban desesperadamente gustar, pero sólo sabían hablar de sí mismos, de sus éxitos, de sus críticas y de cómo les encantaría que fuera a verlos ensayar. Sus clientes eran más aburridos, solían estar casados y follaban peor, porque siempre tenían prisa y eran demasiado [774] ricos como para preocuparse por gustarle o no a alguien. El resultado de todo esto era que, antes o después, Raquel se encontraba mirando a Paco Molinero, comprendía con claridad que él era el único hombre que le convenía, y todo volvía a empezar, desde el principio.
Pero ésa no era la única razón de la perpetua indulgencia que derramaba sobre su vecina de enfrente. Ella estaba acostumbrada a cuidar de sus abuelas y había crecido en una familia marcada por la cultura del exilio, la permanente obsesión por crear redes de ayuda. Nati la necesitaba, y a ella le daba pena, pero sobre todo le caía bien. Era graciosa, simpática, estaba muy viva, y dispuesta a hacer cualquier cosa a cambio de un poco de compañía. Su marido nunca lo entendió, pero Raquel estaba segura de que se merecía el cuarto de hora que dedicaba a comentar con ella, o más bien a apostillar con monosílabos y exclamaciones, la versión de la actualidad, dramática hasta el disparate, que solía acontecer todas las tardes, a eso de las siete.
—¿Te has enterado ya?
Si un político había ingresado en un hospital, seguro que se había muerto, si había estallado una bombona de butano en un edificio de Leganés, seguro que había ardido el barrio entero, si una actriz se había separado de su marido, seguro que él le había puesto los cuernos con su mejor amiga, si había habido un atasco en la M—30, seguro que se había despeñado un autobús escolar con cien niños rubios y guapísimos. Siempre lo contaba así, y no porque fuera mentirosa, sino porque se aburría. Sus mentiras no eran más que eso, soledad y aburrimiento, la debilidad de poner un poco de emoción en su vida aunque fuera a costa de sembrar toda clase de muertes y destrucciones imaginarias. Nati había descubierto por su cuenta que la felicidad no da mucho de sí en el terreno de la ficción y cultivaba el recurso de la desgracia con entusiasmo, sin percibir la pequeña y constante humillación que se infligía a sí misma al hacerlo. Eso era lo que más conmovía a Raquel mientras la escuchaba, pero la compasión no bastó para que se la tomara en serio aquella tarde de abril de 2004, cuando la vio venir con una mala noticia que, excepcionalmente, no había conocido a través de la televisión.
—Mira, aquí está… —volvió corriendo desde su casa, con un papel en la mano izquierda y un molde de aluminio cobijado en el regazo—. ¡Ah!, y te he hecho un bizcocho.
—¡Qué bien! —Raquel sonrió y mantuvo abierta la puerta para ella—. Pasa, anda, déjalo en la mesa. Voy a hacer café.
—Si quieres, lo hago yo.
—Pues sí, mejor… [775]
Acababa de llegar de Estambul y estaba muy cansada. Eran casi las ocho y todavía tenía que deshacer la maleta, poner una lavadora, tenderla,
ducharse, lavarse la cabeza y programarse para volver a madrugar al día siguiente. No tenía ganas ni cuerpo para aguantar a su vecina, pero cuando se sentó con ella en la cocina y leyó aquella carta, se alegró de haber acatado, una vez más, la vieja y buena costumbre de la disciplina.
—Tú no te preocupes, Nati —dijo en voz alta, sin dejar de leer, cuando todavía iba por la mitad—. Eso lo primero…
—¡Pa chasco! —entonces Raquel la miró, y se dio cuenta de que harían falta algo más que dos frases hechas para tranquilizarla—. ¿Y cómo no voy a preocuparme, a ver?
La verdad es que era como para preocuparse. Raquel ya había oído rumores e incluso había leído una noticia en el periódico, aunque sus términos eran tan ambiguos que se limitó a clasificarla como un rumor más. Y sin embargo, antes o después tenía que pasar, porque su piso y el de Nati, el edificio del que formaban parte, la calle en la que se encontraban y el barrio al que pertenecían, estaban sujetos, en conjunto y sin remedio, a la implacable lógica de la especulación.
Cuando Paco Molinero, siempre interesado en ganar puntos, le ofreció aquel piso de la calle Ávila, Raquel le anunció a Josechu que iban a vivir en General Perón. Eso no era verdad, pero tampoco era mentira. General Perón, distinguida arteria de lo que se entiende por un barrio burgués, nacía justo donde terminaban las naves industriales abandonadas, las pequeñas fábricas decimonónicas, los antiguos chalés de veraneo y las casas baratas de la calle Ávila. Desde la frontera de Tetuán se veían las luces de la Castellana, las torres de Azca y el estadio Santiago Bernabéu, pero esas vistas nunca impedirían que Tetuán siguiera siendo Tetuán, el barrio popular, abigarrado y viejo, que a Raquel le gustaba y a su marido no. En los últimos meses, ella había pensado que tal vez sólo fuera una cuestión de tiempo. Si los derribos seguían produciéndose al mismo ritmo, muy pronto a Josechu empezaría a gustarle su calle más que a ella, pero nunca había calculado que su turno llegara tan pronto.
—¿Has hablado con el presidente de la comunidad, Nati?
—Sí, y va a haber una reunión, creo. Pero yo no sé… —entonces señaló la carta que Raquel tenía en la mano—. Ahí pone que nos van a echar, ¿no?
—No, no pone eso —y sin embargo, Raquel acercó su silla a la de su vecina, la cogió de la mano y empezó a hablar muy despacio, como si se dirigiera a una niña pequeña—. Lo que pone es que nuestro edificio [776] ha entrado en un plan de renovación urbana. O sea, que el ayuntamiento —o la puta que lo parió, pensó, pero no lo dijo— ha decidido modernizar toda la zona, ¿entiendes? Tirar las casas viejas para edificar casas nuevas encima.
—Pero ésta no es una casa vieja —protestó Nati, con el hilo de voz que le quedaba después de comprobar que su vecina, que era joven, y manejaba ordenadores, y tenía carrera, había entendido lo mismo que ella.
—Mujer, nueva tampoco es.
—¡Pues para eso —y estaba menos indignada que a punto de echarse a llorar—, que tiren las de la Puerta del Sol, que son mucho más viejas! No te digo…
—Ya, pero ésas están protegidas, Nati, el centro no se puede tirar, porque… —Raquel decidió ahorrarse argumentos—. Mira, no vamos a
ponernos a discutir eso ahora. El caso es que el ayuntamiento ha hecho una norma, o sea, una ley, como si dijéramos. Pero eso hay que verlo, hay que discutirlo, no se puede aplicar tan fácilmente. Seguro que nosotros podremos recurrir, y vamos a recurrir, y si resulta que no podemos, pues… Nos van a tener que comprar los pisos. Porque tu piso es tuyo, Nati, y no te lo va a quitar nadie, ¿comprendes? Si no nos queda más remedio que vender, venderemos, pero a cambio de un montón de dinero, o de un piso en el edificio que construyan encima de éste.
—Ya, pero entonces… ¿adónde me voy yo mientras me construyen el piso nuevo?
—Pues a Tenerife, por ejemplo —Raquel sonrió, pero la anciana no le devolvió el mismo gesto—. Tu hija está deseándolo, ya lo sabes.
—Ya, pero como me vaya a Tenerife, no vuelvo —y eso era lo que más miedo le daba—. Seguro que no vuelvo.
—Pero tú no te preocupes, mujer, en serio… Si estas cosas son larguísimas. Entre el recurso, que nos contesten, que volvamos a recurrir y eso, te van a entrar hasta ganas de irte a casa de tu hija, ya verás.
—¿Seguro?
—Seguro.
Aquel día Raquel consiguió que Nati durmiera de un tirón, pero su estrategia no sobrevivió al contacto con la realidad. Cuarenta y ocho horas más tarde, su vecina vino a buscarla para entrar de su brazo en una reunión de propietarios donde sus profecías se vinieron abajo, una tras otra, como un juego de fichas de dominó puestas en fila india. El presidente defendió la rendición sin condiciones con tanto ardor como si ya hubiera empezado a cobrar una comisión de una inmobiliaria, [777] pero sus argumentos parecían sólidos. Lo eran. La casa presentaba una serie de deficiencias estructurales que la situaban al borde de la declaración de ruina, y aunque la comunidad podría estudiar su rehabilitación, ningún banco concedería un crédito a los propietarios de un edificio condenado por una normativa municipal de obligado cumplimiento. Sin embargo, y por fortuna, había una constructora interesada en comprar las viviendas para asegurarse la propiedad del solar y edificar encima. Él proponía que aprovecharan la oportunidad y vendieran cuanto antes, porque no tenían otra salida. Eso lo veremos, dijo Raquel, que había sido una de las más combativas, antes de despedirse. ¿Y qué es lo que vamos a ver?, le preguntó el presidente con una sonrisa que acabó de convencerla de que ya estaba untado. Pues todo, respondió ella, amenazándole con un gesto del dedo índice, todo… Pero a las diez de la mañana del día siguiente, ya había descubierto que esa totalidad era tan insignificante que se podía resolver con dos simples llamadas telefónicas.
—No podéis recurrir, Ra —su hermano Mateo, abogado en ejercicio, no tardó ni un cuarto de hora en devolverle la primera—. Lo siento.
—¿Y por qué? —ella no estaba dispuesta a desalentarse con facilidad—. Todas las leyes se pueden recurrir.
—No, todas no. Hay leyes, normas en este caso, que no admiten recurso, porque se entiende que trabajan a favor del interés general, y por lo tanto no pueden paralizarse al entrar en conflicto con intereses particulares.
—¿Interés general? —aquellas dos palabras la sublevaron tanto que notó que se ponía colorada al repetirlas—. Te voy a decir yo…
—No, Ra, a mí no me digas nada —su hermano la interrumpió a tiempo—. Yo no he hecho esa norma, ni tengo nada que ver con ella. Yo te digo lo que hay, simplemente.
Acababa de colgar cuando el teléfono sonó otra vez. Era una de sus conocidas del Departamento de Créditos.
—Nada que hacer, ¿verdad? —Raquel se contestó a sí misma antes de dar a su colega la oportunidad de hacerlo—. Estamos listos.
—Pues sí. Lo siento mucho, pero además te voy a decir una cosa. No os conviene nada arreglar el edificio. Sería tirar el dinero, porque…
—Esa norma no se puede recurrir, ¿no?
—Justo.
—Ya, me acabo de enterar. Bueno, gracias por contestar tan deprisa…
—De nada. Y suerte.
Eso es lo que nos haría falta, se dijo Raquel durante todo el día, un poco de suerte… [778]
No pensaba en ella, que había comprado a tan buen precio que iba a ganar en cualquier caso, sino en Nati, en el pensionista del primero derecha, en Maruja, esa mujer que vivía sin marido y con tres hijos adolescentes dos pisos más arriba. Todos habían estado callados durante la reunión, ella los había visto, había estado pendiente de sus caras, de sus gestos, los había ido estudiando por turnos para encontrarlos cada vez más hundidos, más pálidos, más acobardados en sus sillas, con la mirada baja y los brazos muertos sobre las piernas. Su casa era lo más valioso que tenían, seguramente lo único, la habrían ido pagando poco a poco, y al llegar al final, habrían respirado hondo. Ya no puede pasar nada, habrían pensado, ya es nuestra para siempre, se acabó la incertidumbre, se acabó el agobio, se acabó la angustia, y todo para perderla ahora a manos de un cabrón de especulador adornado con los laureles del interés general, siempre igual, siempre lo mismo. Pues no.
Raquel Fernández Perea lo pensó una vez, y luego dos, tres veces, lo repitió hasta que empezó a sonarle bien, y entonces volvió a agarrarse al teléfono.
—No te pongas nerviosa, Raquel —Paco Molinero, que negociaba mejor que nadie y era el conspirador más aplicado que conocía, empezó por pedir calma—. A ver, cuéntamelo todo pero en orden y despacito, ¿eh?, desde el principio…
—¿Cómo lo ves? —le preguntó ella al final, después de acatar sus condiciones.
—Pues… —y procuró restar solemnidad a su diagnóstico—. Bien no, porque bien no está.
—Ya, pero tengo un plan.
En la cama no se entendían. Delante de una mesa y con un problema en medio, formaban un equipo casi insuperable, porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa y mucho más audaz, Paco más astuto y mucho más realista. Por eso les gustaba tanto trabajar juntos, y el equilibrio solía traer la solución de la mano. La de aquel día, resistir es vencer, no fue muy brillante, pero al menos tenía el aspecto de una solución.
—¿Qué tal? —aquella tarde, Nati se asomó a la puerta de su piso
cuando Raquel todavía estaba en el ascensor—. Fatal, ¿a que sí? ¿A que nos echan a la calle?
—¡Qué dices! —pero de repente le dio tanta pena que la abrazó y la besó más de la cuenta, aun a costa de que aquel exceso restara eficacia a sus mentiras—. Que no, ni hablar. He estado haciendo gestiones y… [779] Bueno, lo he consultado con mi hermano, que es abogado, y con Paco, ya sabes, y ahora mismo me voy a ir a ver al aparejador del ático, que ayer estuvo muy bien en la reunión, ¿verdad?
Hasta que no oyó su nombre repetido en la voz del presidente mientras le pedía calma en vano una y otra vez, Raquel ni siquiera sabía que se llamaba Sergio. Era un chico bajito, delgado, casi insignificante y más joven que ella, pero había tenido la impresión de que era también el único vecino con el que podía contar. Él se lo confirmó enseguida.
—No podemos recurrir —le dijo al encontrársela al otro lado de la puerta, y sólo después la saludó—. Hola.
—Lo sé —contestó ella, saltándose el saludo—. Pero algo habrá que
hacer.
—Desde luego —y subrayó estas palabras con un movimiento de la cabeza—. Lo que sea.
Tardaron menos de dos horas y media docena de cervezas en elaborar un plan articulado en tres fases bien definidas, asalto al poder, trabas burocráticas, resistencia numantina.
Los dos se pusieron de acuerdo muy deprisa. Sergio también sospechaba de la indolencia del presidente, aquella incomprensible urgencia por negociar un precio global por todos los pisos. Seguro que lo han untado, dijo, y mientras sacaba un cuaderno del bolso, Raquel no sólo le dio la razón. También lo propuso como primer objetivo. Luego tomó muchas notas, informar a los vecinos, hacer una campaña electoral soterrada, promover una junta, impugnar al presidente, forzar una reelección, presentar nuestra candidatura, Sergio presidente y yo vice, no, al revés, él prefiere que yo sea presidenta y él vice, y después, no entregar ningún papel en plazo, no contestar a ningún requerimiento, no cogerle el teléfono a los de la inmobiliaria, seguir pagando la contribución y los suministros como si nada, fijar un precio actualizado por cada vivienda, subirlo en un diez por ciento, rebajar al final un veinte y ni un céntimo más, que no se nos note, hablar con los medios, salir en la tele, aguantar aunque nos corten la luz y el agua, prever la manera de seguir teniendo luz y agua enganchándonos a la red de los vecinos, no van a tirar la casa con nosotros dentro, no pueden tirar la casa con nosotros dentro, no pueden hacer nada si nosotros estamos dentro. Al final, subrayó esta última frase tres veces y se despidió de su compinche.
—Vamos a darnos veinticuatro horas para pensarlo —propuso él mientras la acompañaba hasta la puerta—. Quedamos mañana a la misma hora, ¿quieres?, por si se nos ha pasado algo… [780]
—Vale —Raquel sonrió, le besó en las mejillas—. Hasta mañana, entonces. Y ya sabes, resistir es vencer.
—¿Qué? —él se la quedó mirando como si nunca hubiera escuchado esa frase.
—No, nada.
Resistir es vencer, volvió a repetir para sí misma. Resistir es vencer,
por supuesto que sí, joder, alguna vez tiene que ser verdad…
Durante mucho tiempo, estuvo segura de que ésa iba a ser aquella vez, porque todo salió bien, muy bien, desde el principio. Consiguieron el apoyo de todos los vecinos con la única excepción del presidente anterior y de una señora que tenía su piso alquilado y nunca iba por allí, y a la semana siguiente de su elección, les llamó un señor de Promociones del Noroeste, S.A. para decirles que tenía mucho interés en conocerles y que para él sería un placer invitarlos a comer.
—Ni hablar —contestó Raquel—. Si quiere venir a vernos, quedamos en mi casa una tarde que le venga a usted bien. Esta semana no, porque no puedo yo, y la que viene tampoco, porque el vicepresidente está de vacaciones…
Le hicieron esperar más de un mes y acudieron a la reunión con dos abogados, Mateo Fernández Perea, al que le divertía mucho la indignación de su hermana mayor, y la novia de Sergio, que acababa de terminar la carrera y estaba muerta de miedo. El enviado de la inmobiliaria era un ejecutivo de estilo Armani y treinta y tantos años, abogado y economista, con gafas de montura Truman y la cabeza casi rapada para disimular una calvicie más que incipiente. Se llamaba Sebastián López Parra y les dio su tarjeta a todos antes de sentarse. Luego los miró despacio, uno por uno, y Raquel se dio cuenta de que era lo bastante listo como para apreciar las peculiaridades del panorama que estaba contemplando. Por eso empezó siendo cortés, casi untuoso, mientras enumeraba las ventajas que una colaboración mutua reportaría a todas las partes, y fue endureciendo el tono de su discurso poco a poco, para intentar convencerles de que carecían de cualquier posibilidad real de oposición. No se atrevió a ofrecerles dinero, pero se las arregló para que el dorado reflejo del soborno fuera embadurnando sus palabras y sus pausas. Al terminar, volvió a mirarles y se detuvo en Raquel, como si hubiera adivinado que aquél era el hueso en el que iba a pinchar.
—Muy bien, pues ahora voy a hablar yo —ella le dedicó su sonrisa más encantadora antes de pronunciar una cifra a la que su interlocutor respondió con otra aún más ancha.
—¡Por favor, señora! Yo creía que estábamos hablando en serio. [781]
—Y estoy hablando en serio, se lo aseguro —Raquel hizo una pausa y se acabaron las sonrisas—. Soy asesora de inversiones y trabajo en la gestora de fondos de Caja Madrid, pero llevo muchos años en la empresa, conozco a mucha gente. He estado hablando con un par de peritos y, como usted sabe bien, sin duda, su valoración se aproxima muchísimo más a la cifra de nuestra demanda que a la de su oferta. Si usted insiste en tomarse nuestro precio a broma, podemos dejarlo aquí y empezar a negociar con otro comprador. Estoy segura de que ustedes no son los únicos interesados. Y el hecho de que sean ya los propietarios de los edificios colindantes es más relevante para ustedes que para nosotros. Una cosa es que tengamos que vender nuestras casas, y otra muy distinta que tengamos que vendérselas a Promociones del Noroeste. Nadie nos obliga, como comprenderá.
En ese momento, Sebastián López Parra volvió a sonreír, se quitó las gafas, limpió los cristales con mucha parsimonia y el extremo de la corbata, se las puso de nuevo y miró a Raquel, que había podido adivinar sin grandes esfuerzos la secuencia de sus pensamientos y calculaba ahora, con la misma
exactitud, el grado de sorpresa de su interlocutor, la clase de pobre gente con la que había esperado encontrarse aquella tarde.
—Pero usted sabe —prosiguió él en un tono sereno, hasta respetuoso— que si no llegan a ningún acuerdo previo con nuestra empresa o con cualquier otra, cuando la norma entre en vigor les expropiarán por las buenas y entonces saldrán perdiendo.
—Sí —pero Raquel estuvo a su altura—, como usted sabe, sin duda, que esto no es Chicago durante la ley seca, así que ya me explicará qué procedimientos legales —y recalcó esa palabra— pueden aplicar para impedir que lleguemos a un acuerdo con otro comprador. Eso sin contar con que, si nosotros salimos perdiendo, hay muchas posibilidades de que ustedes salgan perdiendo lo mismo, o más.
—Muy bien —las gafas de Sebastián López Parra relucían, pero se las volvió a limpiar con el mismo esmero antes de levantarse—. Tenemos que valorar todo esto, como comprenderán…
—Desde luego —Raquel también se levantó.
—Sigo pensando que su precio es excesivo e incluso que no se ajusta a la realidad del mercado, pero les pediría que, mientras elaboramos una nueva oferta, no empiecen a negociar con otros posibles compradores. Todos estamos interesados en llegar a un acuerdo, creo yo.
Se despidió de Mateo, de Sergio y de su novia con sendos apretones de manos y siguió a Raquel hasta la puerta.
—Adiós —se limitó a decir allí, con una sonrisa ambigua, en la que [782] el asombro se entremezclaba con la admiración y quizás, incluso, con un leve indicio de lo que, en otras circunstancias, ella habría podido interpretar como complicidad.
—Hasta pronto —correspondió la presidenta, mientras pensaba que, por lo menos, les habían mandado a un hombre inteligente.
—¡Qué bien has estado, tía! —chilló la novia de Sergio, mientras cruzaba el salón para ir a abrazarla.
—Pero ¿por qué has subido el precio? —le preguntó él, en cambio—. No es lo que habíamos hablado.
—Sí, ya —se disculpó ella—, pero es que, de repente… No sé. He tenido la impresión de que no nos van a tener que cortar la luz ni el agua, ¿sabes? Me apostaría cualquier cosa a que van a pasar por el aro bastante antes. Por eso he subido el precio, porque, si tengo razón, vamos a necesitar un buen margen para regatear, ¿no?
—Ojalá.
Eso mismo era lo que estaba pensando ella, ojalá, y que aquello no iba a ser fácil en ningún caso. No lo fue, y sin embargo, la resistencia siguió señalando con terquedad el camino de la victoria. Hubo otras reuniones, con abogados y sin abogados, con peritos y sin peritos, con órdagos y sin órdagos, y a veces los dos jugaban de farol y a veces uno llevaba juego y el otro no. Así terminó la primavera, pasó el verano, llegó el otoño y empezó a hacer frío.
Para aquel entonces, Sebastián López Parra, que había empezado a negociar con los propietarios por separado al día siguiente de conocer a la nueva presidenta, sólo había conseguido convencer a los pensionistas del primero, que tenían miedo de todo y una casa en un pueblo de Guadalajara
a la que se mudaron para ahorrarse problemas. Los demás habían preferido creer a Raquel cuando les aseguraba que si se mantenían firmes y unidos, a la larga ganarían todos. Era un cálculo muy sencillo y ella estaba segura de que al final saldrían las cuentas. Tenían que salir, porque 2004 estaba a punto de terminar y la nueva normativa entraría en vigor en la primera mitad del año siguiente. Resistir, resistir y resistir. El 10 de enero de 2005, Sebastián López Parra hizo su última oferta. Representaba un cuatro por ciento menos de aquella cifra en la que Sergio y Raquel habían decidido juramentarse para no rebajar ni un céntimo casi un año antes, pero los dos la recibieron como una victoria. Era una victoria. Resistir es vencer, y habían vencido.
—Y esta tarde, ni se te ocurra hacer un bizcocho, Nati —tres días después, un mensajero fue entregando una propuesta de contrato de compraventa a cada uno de los propietarios, y cuando su vecina la [783] llamó al trabajo para anunciarle que había recogido la suya, Raquel se dijo que había que celebrarlo—. Yo compro pasteles, y canapés de Mallorca, de esos que te gustan tanto. ¡Ah! Y una botella de Bailey's.
—¡Ole! —y Nati se las arregló para aplaudir por teléfono.
—Pues eso. Tú díselo a Maruja y yo aviso a Sergio, para que venga también.
La verdad es que no es para tanto, Raquel sonrió al colgar, anda que, cualquiera que nos viera… No era para tanto, pero era no quedarse en la calle, y eso ya era bastante. Con lo que iban a cobrar por cada piso, nunca podrían comprarse otro equivalente en el edificio que iban a construir sobre el suyo. Como mucho, les alcanzaría para dar una buena entrada y quedarse con una hipoteca no muy incómoda. Visto así, la suya era una victoria pírrica, y sin embargo, lo que habían conseguido era mucho más de lo que tenían otros vecinos de Tetuán, todos los que se habían rendido sin luchar.
Lo más curioso es que ninguno de ellos pensaba quedarse en aquel lugar que habían defendido con tanto afán. Nati había decidido que, con el dinero y la libertad de gastárselo en volver si no se aclimataba a la vida en las islas, ya se podía marchar a Tenerife. El saldo de su cuenta corriente representaba para ella una autonomía semejante a la que proclamaba al afirmar que aún podía limpiar su casa, y lavarse ella sola, y hacerse la comida, y ahora hablaba de la mudanza con ilusión, casi con alegría, porque ya no era una capitulación, sino un cambio de aires. Sergio, por su parte, se iba a vivir a Aluche, a casa de su novia, un piso que ya habían puesto en venta con la intención de reunir entre los dos dinero suficiente para comprarse algo en Madrid. Y Raquel estaba bastante segura de que su abuela accedería a venderle el piso de la plaza de los Guardias de Corps, que llevaba vacío más de un año, desde que Anita decidió que no le apetecía seguir viviendo allí sin su marido.
Entonces se había mudado a Canillejas, a casa de su hija Olga, que tampoco había querido quedarse en París después del accidente de tráfico que la dejó viuda, y todos, Raquel la primera, habían intentado convencerle de que alquilara su piso, pero ella decía siempre lo mismo, más adelante, si acaso más adelante. La verdad era que le daba pena meter allí a cualquiera, y por eso, Raquel confiaba en quedárselo al final, aunque de entrada, su abuela le hubiera dicho que no.
—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía, cómo voy a venderte mi casa? —Anita se ponía muy nerviosa cada vez que salía el tema—. Yo te la regalaría si pudiera, pero…
—Pero no puedes —completaba Raquel—, porque sólo tienes una [784] casa, y dos hijos, y otros cuatro nietos, y cinco bisnietos, y no es justo que me favorezcas a mí sobre ellos. Es eso, ¿no?
—Sí —y afirmaba con la cabeza y mucha convicción—, claro que es
eso.
—Pues entonces, ¡véndemela, abuela! Yo te la compro, tú te quedas con el dinero, y ya es tuyo y lo repartes como quieras, ¿no lo entiendes?
—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía? —repetía Anita, y todo volvía a empezar desde el principio, hasta el día en que Ignacio Fernández Salgado decidió que ya estaba aburrido de escuchar lo mismo todos los fines de semana.
—Pues haciéndolo, mamá, no seas pesada —y soportó, impertérrito, la mirada de escándalo de su madre—. ¿No te das cuenta de que es lo mejor para todos? Si ese piso no lo quiere nadie, sólo ella, y la van a echar de su casa… ¿Qué prefieres, que Ra se tenga que ir a vivir a un sitio que no le guste y a ti te la compre un extraño? ¿Es que eso sería mejor? Si el dinero es todo igual, mamá, no tiene nombre ni apellidos.
Desde el día en que su padre intervino a su favor, Raquel sabía que la aquiescencia de su abuela era sólo cuestión de tiempo, y aquella tarde, cuando llegó a su casa cargada de bandejas, la expectativa de mudarse al piso de los días mejores, el escenario de los sábados que había compartido con su abuelo Ignacio en la que seguía siendo la mejor historia de amor de su vida, elevaba su ánimo mucho más que el éxito de la negociación. Ése era el verdadero final feliz de su relación con las gafas y la corbata de Sebastián López Parra, y una prueba inmejorable de cómo opera el azar sobre el destino de las personas. No esperaba tropezarse con ninguna otra cuando besó a Nati, a Sergio, a su novia y a Maruja, la madre separada del tercero, que se había unido a la fiesta con su hijo pequeño, y dispuso las bandejas sobre la mesa del salón, y bebidas para todos, antes de sacar un documento de un sobre y empezar a leerlo, por fin, en voz alta.
—En Madrid, a 17 de enero de 2005, reunidos doña…
—Pero hoy es día 13 —objetó Nati.
—Pero vamos al notario el lunes que viene —le aclaró Sergio—. Déjala leer y luego preguntas.
—Doña Natividad Melero Domínguez —siguió Raquel—, en adelante la vendedora, y don Julio Carrión González, en adelante… —no puede ser, se dijo a sí misma, no puede ser, sería demasiada casualidad, es imposible.
—¿Y ahora, qué pasa? —preguntó Nati, cuando aquella pausa se convirtió en un silencio. [785]
—Nada, es que… —Raquel volvió en sí muy despacio mientras se repetía que no, que no, que no podía ser, que el mundo estaba lleno de Julios, y de Carriones, que había hasta una bodega con ese nombre, y que era una coincidencia, tenía que ser una coincidencia—. No sé, éste nombre me suena, pero…, bueno, voy a seguir, don Julio Carrión González, en adelante el comprador, acuerdan…
Leyó el contrato hasta el final, y se sumó a las sonrisas y los aplausos
de los demás, pero no firmó encima de su nombre, como hicieron Nati, y Sergio, y Maruja, después de comprobar que en todos los ejemplares constaba la misma cantidad, y era la pactada. Luego atendió a sus invitados durante más de dos horas, habló, rió, escuchó, y rellenó las bebidas de todos ellos, pero en ningún momento dejó de darle vueltas a aquel nombre, Julio Carrión González, ni de repetirse que no, porque no podía ser, era imposible.
Estaba casi segura de que nunca había conocido el segundo apellido del hombre que le había sacado dos chupa–chups de las orejas en una lejana tarde de mayo de 1977, porque apenas había vuelto a oír hablar de él desde aquel día. En casa de sus padres nunca se hablaba de la guerra, ni del exilio, ni del regreso. Era como si nada de todo aquello hubiera sucedido, como si la familia Fernández nunca se hubiera movido de Madrid, como si la familia Perea hubiera vivido siempre en Torre del Mar, como si su padre no hubiera nacido en Toulouse, como si su madre no hubiera nacido en Nimes, como si ninguno de los dos conservara la huella palidísima pero aún perceptible de un acento ajeno, que estiraba sus eses y aflautaba sus úes para imprimir a sus palabras una música extraña, que no acababa de sonar igual que la que brotaba de las voces de sus padres, de sus hijos, de los desconocidos que andaban por la calle.
A Ignacio Fernández y a Raquel Perea no les gustaba hablar de eso, no les gustaba que se hablara de eso delante de ellos, y cuando no les quedaba más remedio que mencionar aquella época delante de alguien, usaban términos tan ambiguos que cualquiera habría podido pensar que habían estado en Francia estudiando, o de vacaciones. Julio Carrión era el mejor ejemplo de aquella estrategia en la que Raquel tampoco había reparado mucho hasta que se encontró con su nombre en un contrato de compraventa. Cuando pasó lo de Carrión, decía a veces su padre, o antes, o después de lo de Carrión, y si alguno de sus hijos le preguntaba qué era lo que había pasado en realidad, él respondía que nada, un socio del abuelo que le había salido rana. Y sin embargo, ella sabía más que sus hermanos de aquel hombre. Sabía que su abuelo le había llamado hijo de puta, sabía que después había llorado, [786] y sabía lo que Ignacio Fernández Muñoz había querido contarle muchos años después, una tarde de primavera en la que habían vuelto a recorrer de la mano Recoletos por el puro placer de pasear, sin ir ni volver de ninguna parte.
—¿Nos tomamos un helado? —ella ya había cumplido diecinueve años, pero seguía pasando con sus abuelos las tardes de casi todos los sábados y guardaba una memoria fiel de los ritos de su infancia—. Yo invito.
—No. Invito yo.
—Vale, pero… —y entonces se le ocurrió que aquella ocasión era tan buena como cualquier otra para volver a la carga y no sacar nada en claro—. Oye, abuelo… ¿Te acuerdas de aquel día que fuimos de visita a aquella casa donde había unos niños, y me regalaron una muñeca? —él asintió con la cabeza y una sonrisa cargada de ironía que ella interpretó como una respuesta—. No me lo vas a contar nunca, ¿verdad?
—¿Qué?
—Lo que pasó aquella tarde.
—¡Qué pesada eres, Raquel! —Ignacio Fernández Muñoz se paró en medio del bulevar para mirar a su nieta sin dejar de sonreír—. Me lo has
debido preguntar…
—Cientos de veces, ya lo sé —aceptó ella—. Pero como nunca me contestas.
—Sí que te contesto —le dio a su nieta un helado, probó el otro y reemprendió la marcha muy despacio—. Te contesto siempre. Fui a ver a ese hombre porque tenía que hablar con él. Y eso hice, ni más ni menos, ya lo sabes.
—Sí, pero hablar, hablar… Eso no significa nada, abuelo, también estamos hablando tú y yo, ahora.
—¿Y eso no significa nada?
—¿Ves? —y Raquel sonrió a su pesar—. Ya me estás liando otra vez. Siempre igual, no sé ni para qué te pregunto, porque…
Él se echó a reír y siguieron andando, comiéndose el helado que cada uno sujetaba con la mano que no le daba al otro, y ella pensó que no iba a lograr arrancarle ni una sola palabra más, como de costumbre. Pero aquella vez fue diferente.
—Vamos a hacer un trato —propuso él cuando estaban llegando a Cibeles—. Yo te cuento lo importante y tú no me preguntas nada, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué?
—Esa pregunta ya no entra en el trato.
—¡Jo, abuelo, qué pesado eres! [787]
—Pues anda que tú…
Los dos se echaron a reír a la vez, pero ella habló primero.
—Vale —se resignó—. Sin preguntas.
Entonces se abrió el semáforo. Cruzaron la calle Alcalá en silencio, pasaron por delante de la fachada de Correos, y él volvió a pararse delante de una luz roja.
—Vamos por el bulevar, que es más bonito, ¿no? —Raquel asintió con la cabeza—. Aquella tarde fui a ver a un hombre que se llama Julio Carrión. En París, hace muchos años, éramos amigos, o por lo menos, yo creía que era mi amigo. Por eso, cuando nos dijo que iba a volver, le pedimos que vendiera las propiedades de la familia para mandarnos el dinero que sacara, porque mis padres aquí eran ricos, pero allí éramos pobres, no teníamos nada. Él nos prometió que lo haría y se quedó con todo.
—¿Os lo robó? —preguntó Raquel, y su abuelo asintió con la cabeza—. ¿Todo? —y su abuelo volvió a asentir—. ¿Y cómo pudo…?
—Hemos hecho un trato, señorita.
—Sí, pero…
—Sí pero nada ——Ignacio Fernández pasó un brazo por los hombros de su nieta, la atrajo hacia sí, la besó en la cabeza—. Los tratos se cumplen.
Eso era todo lo que Raquel Fernández Perea sabía de Julio Carrión cuando se encontró con ese mismo nombre junto al suyo, en un documento legal.
Habían pasado dieciséis años desde la tarde en la que logró arrancarle a su abuelo aquella confidencia y casi el mismo tiempo desde que no pensaba en ella, porque al llegar a Neptuno, él le había hecho prometer que nunca hablaría de aquello con nadie. ¿Otra vez?, le había preguntado ella, otra vez, había respondido él con una sonrisa. Sin embargo, Raquel se dio
cuenta de que el motivo de su silencio ya no era su abuela, sino su padre, y no le costó trabajo aceptar una cláusula que por otra parte le resultaba muy familiar. A Ignacio Fernández Salgado no le gustaba que su hija supiera tantas cosas de las que él prefería no hablar, y como no se atrevía a reprochárselo a su padre en voz alta, era Raquel la que se llevaba una bronca cada vez que se le escapaba un dato, un nombre, una fecha que debería haberse guardado para ella sola. En 1988, cuando se enteró por fin del significado de aquella expresión enigmática, «lo de Carrión», que no habría llegado a escuchar ni una docena de veces, el pasado no estaba de moda. Recordarlo parecía de mal gusto, y su vida estaba repleta, llena de cosas que hacer y en las que pensar. [788]
A los diecinueve años, Raquel Fernández Perea estaba contenta con casi todo, y España también. A los treinta y cinco, en cambio, aquel nombre la desasosegó tanto que, cuando se marcharon sus vecinos, antes de recoger los vasos sucios y de vaciar los ceniceros, se sentó delante del ordenador y cruzó los dedos después de escribir el nombre de la inmobiliaria a la que iba a vender su piso en la barra del navegador.
Promociones del Noroeste, S.A., tenía una buena página web, moderna, vistosa y con animaciones bastante sofisticadas. Estaba diseñada para animar a la gente a comprarse una casa, con planos on–line y diversos simuladores de plantas y modelos, pero en una barra lateral, a la izquierda, aparecía el consabido quiénes somos, que remitía a otra web, la del Grupo Carrión, del que formaban parte aquella y otras cinco inmobiliarias. En un epígrafe titulado recursos humanos, Raquel encontró un acceso al equipo directivo, presidente, don Julio Carrión González, consejero delegado, don Rafael Carrión Otero, director gerente, don Julio Carrión Otero. Al lado de cada nombre, una frasecita en rojo, ver más. Apretó la tecla del ratón y vio más, allí estaban, una foto tras otra, el mago de los chupa–chups y sus dos hijos mayores, casi tan rubios como cuando eran niños pero con mucho menos pelo. Raquel Fernández Perea comprobó que lo imposible dejaba de serlo y no le quedó más remedio que creer en lo increíble cuando empezó a leer «Don Julio Carrión González nació en Torrelodones (Madrid) en 1922. De formación autodidacta, fundó su primera empresa, Construcciones Carrión, a finales de 1947…».
Miró las fotos durante mucho tiempo, leyó las biografías varias veces, echó de menos a aquel niño moreno que, seguramente por ser el más joven, aún no tenía un cargo en la cúpula del emporio familiar, y después se quedó quieta, sentada ante la pantalla sin saber muy bien qué hacer, adónde ir después de aquello. Pensaba en su abuelo, que había muerto de un infarto cerebral en la primavera de 2003, cuando estaba a punto de cumplir ochenta y cinco años de una vida buena y terrible al mismo tiempo, buena porque él la había hecho así, terrible porque así la habían hecho otros para él. La muerte de Ignacio Fernández Muñoz había sido el golpe más duro que su nieta había recibido en su vida, porque le había querido más que nadie, más que a nadie, y le seguía necesitando, siempre le necesitaría. En aquel momento, sola ante el ordenador, le hacía más falta que nunca, porque no sabía qué hacer, adónde ir, cómo resolver aquella broma del azar, cómo clasificar lo que tal vez fuera una oportunidad, una tontería o la humillación póstuma, definitiva. [789]
—¿Qué hago, abuelo?
Lo preguntó en voz alta y nadie le contestó, así que recogió los vasos, vació los ceniceros, lo fregó todo y se fue a la cama, pero no pudo dormir.
También podía no hacer nada, firmar el contrato, vender el piso, mudarse a la plaza de los Guardias de Corps y seguir viviendo como si nunca hubiera leído el nombre de Julio Carrión en un documento. En los vaivenes de aquella noche larga, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, sospechó que eso le habría dicho él, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, si ya no se puede hacer nada. Ésa era la traducción aproximada del consejo con el que la había abrigado cuando tenía ocho años, ya hemos vuelto, ¿no?, y lo más lógico es que tú ya vivas aquí siempre, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada, siempre se puede no hacer, no saber, no querer, pero ella ya no tenía ocho años. Gracias también a su abuelo, se había convertido en una mujer fuerte, inteligente, capaz de defenderse sola, sin la protección de nadie. No hagas nada, Raquel, no se puede hacer nada, ¿por qué?, ¿para qué? Las sábanas estaban arrugadas y ella agotada, incómoda en su cuerpo, en su memoria y sus apellidos. Pero tengo que saber, abuelo, aunque sea para no hacer, aunque luego no haga nada, tengo que saber, tengo que entenderlo, ¿es que no te das cuenta? En algún momento de aquel diálogo imaginario se quedó dormida y soñó que el despertador empezaba a sonar. Entonces se despertó, y el despertador estaba sonando.
—¿Qué hago, abuelo?
Mientras se preparaba el desayuno, volvió a escucharle, a imaginarle, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, ya no se puede hacer nada… Pero a la luz del sol su descubrimiento de la noche anterior le pareció feo, y duro, era tan duro, el mismo nombre, el mismo hombre, una historia parecida, tantos años después, la ley siempre de su parte y que no cambie nada, nunca. Estaba exagerando, lo sabía, pero sabía también que no era culpa suya. Para no exagerar, tendría que haber sabido. Para juzgar con serenidad y no hacer nada, antes tenía que saber.
—¿Qué vas a hacer esta noche, abuela? —ya eran las once de la mañana y lo había pensado mucho, pero no había encontrado ningún argumento que la impulsara a cambiar de opinión.
—¡Ay, Raquel, qué alegría que me llames! Porque te iba a llamar yo, ¿sabes? —Anita Salgado se echó a reír, y su nieta sintió que aquella risa la calentaba por dentro—. Ya te imaginarás para qué…
—¿Sí? ¡Qué bien! —pero en aquel momento, el piso de la plaza de [790] los Guardias de Corps le interesaba muy poco—. Pues yo tengo que hablar contigo, abuela. ¿Te viene bien que quedemos esta tarde, a última hora? Podemos…
—No. Esta tarde voy a ir al teatro con Olga y con tu madre.
—Bueno, pues entonces podemos comer juntas mañana. Te invito a un restaurante chino, ¿te apetece?
Le apetecía, siempre le apetecía. La debilidad de sus dos abuelas por la comida china había sido uno de los grandes hallazgos de Raquel, y su éxito le divertía tanto que nunca se cansaba de fomentarlo. Anita había sido la primera y seguía siendo la más incondicional. Es que es todo tan mono,
decía, ¿a que sí? Las bandejitas, y los cuencos, estas cucharas de porcelana a juego, y los colores, el rosa anaranjado de la salsa, que hasta dan ganas de hacerse un vestido con él, ¿verdad? Y comer como los pajaritos, un poco de esto, un poco de lo otro, sin abusar de nada y tan a gusto… Su nieta sonreía y le daba la razón aunque no la tuviera, porque Anita se ponía tan morada que, al terminar, se la quedaba mirando y le decía, lo de hoy, a tu hermano no se lo contamos, ¿vale?
Ignacio, el médico de la familia, estaba muy preocupado por el sobrepeso de su abuela, que era hipertensa y se saltaba a la torera todos los regímenes que él iba fijando, con cuatro imanes y una paciencia infinita, en la puerta de su nevera. Raquel no dudaba de que tuviera razón, pero le daba más miedo que Anita, al borde ya de los ochenta años, volviera a tirar la toalla, como hizo cuando se quedó viuda y dejó de teñirse el pelo, y de pintarse las uñas, y de salir a la calle, hasta que le dio por pasarse el día entero en la cama y les asustó tanto que empezaron a repartirse su tiempo entre todos. Desde entonces, su hija, su nuera, o las dos juntas, la llevaban al teatro todas las semanas, su hijo a los toros cuando había corridas, y sus nietos iban a verla los sábados o los domingos, Mateo con sus hijos e Ignacio con la suya y el tensiómetro escondido para pillarla a traición. Pero Raquel, que no tenía niños ni trabajaba por las tardes, era quien más se ocupaba de ella. Todas las semanas quedaban un par de veces para ir al cine, a la peluquería, y de vez en cuando, sin que se enterara nadie, a comer en un buen restaurante chino.
Aquel sábado reservó mesa en uno de los mejores antes de ir a recogerla con el coche. Ella la estaba esperando en el portal, y al verla, le dedicó una sonrisa tan radiante que Raquel se arrepintió antes de tiempo de ir a echarla a perder.
—A ver que te bese, eso lo primero.
Y le estampó a su nieta en las mejillas dos largas series de besos sonoros, [791] breves y rápidos, tan repetidos como ráfagas de ametralladora e imposibles de devolver, antes de aceptar el brazo que le ofrecía para acompañarla hasta el coche, que estaba a dos pasos. El sobrepeso, que tanto preocupaba al tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, no había restado agilidad a su cuerpo hasta hacía algunos meses, cuando sus piernas acusaron de golpe todos los años que aún no lograba reflejar su rostro, redondo y vivo gracias a los enormes ojos oscuros, siempre brillantes, que aún sabían reflejar a la sonrosada manzanita de antaño.
—¡Ay, hija mía, qué contenta estoy! —y después de proclamarlo, inició una compleja maniobra que le permitió acomodarse sola en el asiento del copiloto, mientras Raquel mantenía la puerta abierta sin hacer el menor ademán de prestarle una ayuda que la habría ofendido.
—¿Ya? —le preguntó entonces.
—¡Pues claro! —su abuela la miró como si no entendiera qué estaba haciendo ahí fuera, de pie, mirándola—. ¿A qué esperas? —y sólo cuando la tuvo sentada a su lado, el motor en marcha, se animó a explicarle los motivos de su alegría—. He estado hablando con todos de lo de la casa, ¿sabes? Primero con Jacques, que estaba en Babia, como siempre, y ni siquiera sabía de lo que le estaba hablando. ¡Pero si yo ahora vivo en Milán, abuela!, me dijo, ¿para qué quiero yo una casa en Madrid? Total, que por ese
lado… Y Annette se puso contentísima, fíjate, porque como a ella le gusta mucho venir, no como al descastado de su hermano, y estar siempre en medio del follón, pues me dijo, ¡qué bien, abuela! Así cuando vaya, en vez de quedarme en vuestra casa, que está en el quinto pino, pues me quedo en la de Ra, que está en un sitio buenísimo, y le sobra sitio y no creo que le importe. Y yo le dije que seguro que no, porque como os lleváis tan bien… ¿No habré metido la pata, verdad?
—Claro que no, abuela. Yo quiero mucho a Annette, ya lo sabes, somos muy amigas, y me va a sobrar sitio, desde luego.
—Pues eso. Total, que luego hablé con tus hermanos, que eran los que más me preocupaban, porque como Mateo siempre dice que tú has sido la niña bonita y la nieta preferida, y que por eso te regalé la pulsera de la abuela María, y que a él no nos lo llevábamos a dormir los sábados cuando era pequeño…
—Pero lo dice en broma, abuela —Raquel aparcó, salió del coche, abrió la puerta y esperó a que Anita bajara tan sola como había subido—. Ya sabes lo miedoso que era. Nunca se atrevía a dormir fuera de casa.
—Bueno, bueno, pero por si acaso hablé con él, me puse muy seria, [792] le dije, Mateo, por favor, si te molesta que le venda la casa a tu hermana, si la quieres para ti, lo que sea, dímelo… Y me mandó a paseo. Lo de Ignacio fue mucho mejor, no te lo pierdas. Mira, abuela, tú lo que tienes que hacer es venderle el piso a Ra de una vez y luego darme a mí el dinero sin que se entere nadie, eso sí, y nos vamos tú y yo juntos a Las Vegas y nos lo fundimos todo en cuatro días… Eso me dijo, ¿qué te parece? ¡Es tan gracioso! Mira que se pone pesado con lo de que estoy gorda, pero por lo demás, me parto de risa con él, la verdad. Y sin embargo no le gusta vivir en el centro, a nadie le gusta, sólo a ti. Tú eres igual que tu abuelo, y por eso… Por eso, creo que es bueno que te quedes tú con la casa, porque… A él le encantaba, y él te quería tanto, tanto… Te adoraba, ya lo sabes, para él tú siempre fuiste su niña, la única que… Bueno, qué te voy a contar.
Raquel creyó que había sido capaz de pasar por encima de todos aquellos puntos suspensivos, pero cuando miró a su abuela, la vio borrosa.
—No vamos a llorar, ¿verdad? —dijo entonces, mientras movía los párpados muy deprisa.
—No —Anita no llegó a tiempo para eso, pero se secó dos lágrimas con los dedos y sonrió—. Claro que no. Oye, por cierto, y qué bien que hayamos venido aquí, ¿no? ¿No es aquí donde hacen ese arroz que está como pegado y que me gusta a mí tanto? ¿Y el pato ese que se come en unas tortitas?
—Sí, ése también lo hacen.
—Uy… —y sonrió todo lo que sus labios daban de sí—. ¡Cómo nos vamos a poner!
Luego, mientras el camarero las acompañaba a su mesa, apretó el brazo de su nieta con los dedos de pura excitación, y antes de mirar la carta, anunció que no sabía si empezar con una sopa o con un rollito, sólo para que ella le dijera que, si quería, podía tomar las dos cosas. Raquel le consultó el menú antes de pedir la comida y escogió un vino bueno, tinto, que su abuela no quiso probar sin brindar primero.
—Por tu casa —dijo.
—Por la tuya —y las dos se echaron a reír.
—Bueno, ¿y de qué querías hablar conmigo? —preguntó Anita después.
—Verás, es que… —te voy a estropear la comida, abuela, pensó Raquel, y no quiero—. Mira, mejor hablamos luego de eso, ¿vale? Ahora cuéntame qué obra fuiste a ver ayer, quién la hacía, si el protagonista era guapo, si te gustó el argumento…
Así salvaron las entradas, las gambas, los fideos, el arroz y el pato [793] con sus tortitas, pero antes de pedir el postre, Anita Salgado se quedó mirando a su nieta como cuando era niña y estaban las dos solas en la cocina de su casa de París.
—Muchas gracias, estaba todo muy bueno. Y ahora, ¿me vas a decir por qué estás tan nerviosa?
—No estoy nerviosa, abuela.
—Claro que lo estás —y entonces sonrió—. Yo soy vieja, no ando bien, me estoy quedando sorda y de vez en cuando me falla la memoria, ya lo sabes, pero no soy tonta, nunca lo he sido.
—No, eso no.
—¿Y entonces?
Raquel hizo una pausa, la miró, rellenó su copa de vino y la vació de un trago.
—La inmobiliaria que quiere comprarme la casa se llama Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima. ¿Te suena? —ella negó con un gesto y su nieta tomó aire antes de seguir—. Su dueño se llama Julio Carrión González.
—No puede ser —Anita Salgado volvió a decir que no con la cabeza varias veces, como si así pudiera eliminar aquel nombre de todas las
conversaciones presentes y futuras . Será otro, seguro, es una
coincidencia, hay hasta unas bodegas…
—Ya, ya lo sé —la interrumpió su nieta—. Yo también pensé en las bodegas. Pero luego entré en Internet y…
—¡Ja, Internet! —y enfatizó su escepticismo con grandes aspavientos—. Como para fiarse, ya te digo, vete tú a saber las tonterías que saldrán por ahí…
—Abuela —Raquel se puso seria y consiguió que Anita se callara, que la mirara, y comprobar que de pronto se había convertido en la más nerviosa de las dos—. Es él. Lo vi en la página de su propia inmobiliaria, Julio Carrión González, nacido en Torrelodones, en 1922, que fundó su primera constructora en 1947. Es él, ¿lo entiendes?, el mismo.
—1922… —Anita dejó de mirarla y su voz descendió hasta rozar los límites de un susurro mientras se dedicaba a perseguir una miga imaginaria sobre el mantel con la punta de los dedos—. Sí, porque estaba entre Ignacio y yo. Yo soy del 24, así que…
—Es él, abuela —Raquel la cogió de la mano y se la apretó hasta que logró que volviera a mirarla—. En la página también había una foto y le reconocí. Se conserva muy bien.
—Pero tú… —y el estupor agrandó un poco más sus ojos negros y enormes—. ¿Cómo vas a haberle reconocido tú, criatura, si no le has visto [794] nunca? Bueno, a lo mejor en alguna foto de París, eso sí puede ser, pero entonces era casi un niño, no puedes estar segura…
—Sí, abuela. Estoy segura porque yo le vi, le conocí. Muchos años
después, en 1977. El abuelo me llevó a su casa un sábado por la tarde. Me dijo que íbamos de visita a casa de un amigo, y el amigo era él.
—¿El abuelo…? —Anita Salgado, a dos meses de cumplir ochenta años, se abismó en su propio asombro, y miró a su nieta como una niña pequeña miraría un colador, sin comprender por qué no puede retener el agua que acaba de echarle encima—. ¿Mi marido? ¿Ignacio fue a ver a Carrión…? ¿En 1977? ¿El año que volvimos…?
Raquel asintió con un gesto, y eso bastó para que su abuela se viniera abajo. El silencio se hizo largo, y tan espeso como si el ruido de los cubiertos, los gritos de los niños, las palabras y las risas de las personas que las rodeaban, no tuvieran otro objeto que subrayar la desolación de una anciana que se había tapado la cara con las manos y apretaba fuerte, como si pretendiera hundir su rostro en sí misma o desaparecer del todo. Pero a su alrededor, el mundo seguía existiendo, y en él, su nieta la miraba sin saber qué hacer, qué decir, cómo consolarla.
Me lo prometió —antes de hablar se destapó la cara para permitir que Raquel viera sus ojos encendidos, las mejillas más tersas de repente—. Me lo prometió muchas veces, yo le obligué, le dije que no volvería si no me lo prometía y me lo prometió. Me juró que no iría a verle, que no le buscaría, que no… Por tus hijos, le dije, por mis hijos te lo juro, y luego, ya ves… Y encima, te llevó a ti, tuvo que llevarte, porque… ¡Qué hombre más cabezón! El más terco, el más imprudente, el más chulo y el que más narices tenía que tener, siempre, siempre igual…
La rabia desembocó en la pena muy deprisa y Anita empezó a llorar, pero esta vez ya no quiso taparse la cara, y a Raquel le dolió tanto verla así, tan pequeña, tan sola, tan mayor y tan triste, que fue su propio dolor el que la levantó, el que la sentó en la silla contigua a la de su abuela y la impulsó a abrazarla, a mantenerla pegada contra sí hasta que colocó en sus labios algo que decir.
—Perdóname, abuela, por favor… Perdóname. Lo siento, lo siento mucho, de verdad.
—¿Y por qué vas a pedirme tú perdón? —aquellas palabras por fin la hicieron reaccionar—. Si tú no tienes la culpa de nada, hija mía… —entonces volvió a sentarse derecha en su silla, se secó la cara con el pico de la servilleta, miró a Raquel, la cogió de la mano y tomó aire, como si quisiera darse fuerzas a sí misma—. ¿Y qué pasó? No iría armado, ¿verdad? [795]
—¿Armado? —y Raquel, estremecida todavía por el llanto de su abuela, la estrepitosa consecuencia de su revelación, no supo si asustarse más de esa palabra o de la naturalidad con la que la había sugerido—. Pues no, por supuesto que no, pero ¿qué dices? ¿Cómo iba a ir armado, abuela?
—No, claro, en el 77 ya… —y volvió a parecerle increíble el tono pacífico, casi dulce, de aquella reflexión—. ¿Y entonces? ¿Para qué fue allí?
—Pues… —y Raquel tuvo que pararse a pensar en una pregunta que incomprensiblemente nunca se había hecho antes a sí misma—. No lo sé. La verdad es que no lo sé, abuela. Llevaba una carpeta de piel castaña, muy vieja, con papeles, me dijo, y… No sé nada más. La mujer de Carrión me llevó a la cocina a merendar con sus hijos y estuve jugando con ellos todo el rato. A él sólo lo vi una vez, cuando volvió de la calle, porque vino primero a
ver a los niños, y me pareció un hombre muy simpático. Me hizo un truco de magia, me sacó…
—Caramelos de detrás de las orejas.
—Sí, más o menos —confirmó Raquel, mientras Anita asentía con un gesto sabio y amargo a la vez—. Eran chupa–chups. Luego su mujer vino a buscarle, se fue, y debió de estar hablando con el abuelo un buen rato, pero no le volví a ver. Cuando nos fuimos, él… —Raquel la miró, y pensó que ya había llorado bastante—. Él me pidió que no te contara nada, abuela. Me obligó a prometérselo, y después, cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que era una historia muy larga y muy antigua, que no la iba a entender y que no me convenía saberla porque yo ya iba a vivir siempre aquí, y para vivir aquí, había cosas que era mejor no saber.
—Menos mal —y la viuda de Ignacio Fernández Muñoz sonrió por fin.
—Ya —Raquel no esperaba otra cosa, y sin embargo no estaba dispuesta a rendirse—. Pero yo tengo que saberlo, abuela. Necesito que me cuentes esa historia, aunque sea larga y antigua. Ahora me conviene saberla, y ya no tengo ocho años.
—¿Y por qué? —ella le dedicó una mirada de asombro limpia y sin dobleces—. ¿De qué te va a servir saber eso?
Pero su nieta ya tenía preparadas sus propias preguntas.
—¿Y de qué me sirve saber cómo me llamo, abuela? ¿De qué me sirve saber cómo te llamas tú, y cómo se llamaban tus padres, y por qué no comes nunca albaricoques? ¿De qué me sirve no haberte escuchado decir nunca en mi vida, ni una sola vez, el nombre de tu pueblo? ¿De qué me sirve eso, abuela? De nada, ¿no? No me sirve de nada, para nada, excepto para saber quién soy yo, y por qué me llamo como me llamo. ¿Te parece poco? [796]
Anita Salgado Pérez la miró, guardó silencio, y no encontró palabras para responder a esas preguntas, pero llevó una mano temblorosa hasta su cara, la acarició, la atrajo después hacia sí, y colocó la cabeza de su nieta sobre su pecho, como cuando era niña, para besarla muchas veces.
—Vámonos de aquí —dijo después—. Éste no es un buen sitio para hablar.
Raquel pidió la cuenta, pagó y no esperó a que le trajeran la vuelta.
—¿Adónde quieres que vayamos?
—Llévame a casa —y justificó su elección antes de que su nieta tuviera tiempo para protestar—. Olga no está. Ha quedado con tu madre para ir a las rebajas.
Caminaron en silencio hasta el coche y ninguna de las dos habló hasta que completaron la mitad del trayecto en el Madrid desierto de la sobremesa de los sábados.
—Te lo voy a contar —dijo Anita entonces—. No sé si hago bien, seguramente no, pero te lo voy a contar sólo si me prometes dos cosas.
—No decirle nada a nadie —propuso Raquel con una sonrisa.
—Sí, ésa es la primera. ¿Y de qué te ríes, si puede saberse?
—¡Pues de qué me voy a reír, abuela, de que siempre es igual! Cada vez que aparece Julio Carrión en mi vida, alguien me pide que no se lo cuente a nadie, primero el abuelo, y ahora tú…
—Bueno, pero ¿me lo prometes?
—Sí, te lo prometo. ¿Y la segunda?
—La segunda es que no hagas nada raro con lo que voy a contarte, Raquel. ¿Que Carrión quiere comprarte el piso? Pues muy bien, el mundo es un pañuelo, una casualidad como otra cualquiera, ¿qué le vamos a hacer? Tú se lo vendes, te mudas al mío, y aquí paz y después gloria, ¿estamos? —Raquel se limitó a asentir con la cabeza, pero su abuela se dio por satisfecha—. La verdad es que es increíble, a quien se lo cuentes… Y te voy a decir una cosa. Menos mal que tu abuelo está muerto. Nunca creí que pudiera decir algo así, pero llevo un buen rato pensándolo, porque si viviera, y con lo que te quería, no quiero ni figurarme…
Raquel Fernández Perea tampoco hubiera podido creer que algún día iba a escuchar esas palabras de aquellos labios, y la impresionaron tanto que empezó a dudar de sus propias razones. Pero no podía echarse atrás, y al llegar a Canillejas, miró a su abuela y sospechó en la firmeza de su gesto que ella ya no se lo habría consentido. Entonces pensó que el silencio pesa tal vez en quien calla más que la incertidumbre en quien no sabe, y si era así, las dos mujeres que más habían querido [797] a Ignacio Fernández Muñoz tenían algo que ganar en aquella conversación.
—¿Quieres que haga café? —le preguntó al entrar en su casa.
—No, ¿para qué?, ya hemos tomado. Trae el frasco del aguardiente de guindas, mejor, ¿sabes dónde está?
Escogió una butaca que estaba al lado del balcón, y sólo volvió a hablar cuando su nieta sirvió las copas, sentada en la misma banqueta que le gustaba cuando era niña y se quedaban las dos solas para ver una película en la televisión mientras Ignacio se iba a dormir la siesta.
—Lo que pasó, lo sabes, ¿no? Carrión nos lo robó todo. Bueno, a mí no, porque yo no tenía nada. Se lo robó a mis suegros, que eran muy ricos.
—Sí, eso lo sé —admitió Raquel—. Pero no sé nada más. Ni cómo lo hizo, ni quién era, ni de qué le conocíais…
Anita Salgado levantó una mano en el aire, como si quisiera pedirle a su nieta tiempo, o que no fuera tan deprisa.
—El caso es que tu abuelo lo pasó muy mal, ¿sabes? Se sentía culpable de todo lo que había pasado, siempre pensó que la culpa era suya, y mira que se lo dijimos, ¿eh? Todos se lo dijimos, sus padres, sus hermanas, y yo, yo se lo dije un millón de veces, que no era culpa suya, no era culpa de nadie, sólo del canalla aquel, que nos había estafado, que nos había robado porque era un ladrón, ni más ni menos, ésa era la verdad, pero él… A él, el dinero le daba lo mismo, bueno, a lo mejor lo mismo no, pero no era lo que más le importaba. Lo que no podía soportar era que Julio nos hubiera engañado, que nos hubiera mentido para robarnos, eso era lo que más le dolía, no el dinero. Si hubiera sido… Qué sé yo, un desconocido, un abogado que hubiéramos contratado desde París o un amigo de algún amigo, pues le habría parecido una faena, una putada, como decía él, sí, pero que Julio fuera capaz de hacernos algo así a nosotros, que le habíamos tratado siempre tan bien, que éramos como su familia, porque estaba siempre metido en casa…
—¡Claro! —y de repente, Raquel se dio cuenta de quién era el hombre del que estaban hablando—. Por eso has dicho antes lo de las fotos de París, ¿no? Carrión es ese chico que lleva una camisa blanca, arremangada, en unas fotos en las que estáis todos juntos, detrás de una mesa con una tarta,
un cumpleaños de papá, ¿no?, o de Olga.
—Bueno, el cumpleaños era de Aída, la hija de María, pero sí, ése es Carrión.
—Claro. Como nunca nos habéis contado nada…
—Pues no, ¿para qué? Y de él, menos, porque… Eso es lo que te estaba [798] diciendo, que tu abuelo con eso no pudo nunca, nunca… Y llegó un momento en el que dejamos de hablar de él, y luego hicimos como que se nos había olvidado, y al final, afortunadamente se nos olvidó de verdad, pero da igual. Yo estoy segura de que Ignacio se murió con esa pena, con esa angustia… Todavía me acuerdo de los primeros días, las primeras noches. Delante de su familia disimulaba porque tenía que ser fuerte. Sus padres, que eran los que más habían perdido, porque eran los dueños de todo, se lo tomaron con mucha calma. Hace un año no teníamos nada, ¿no?, y ahora tampoco lo tenemos, ¿qué más da quién nos lo haya quitado? Podría haber sido Franco, en el 39, y estaríamos igual, decían.
—Ya —objetó Raquel, muy seria—, pero no es lo mismo.
—Pues no, pero ¿qué quieres? —su abuela respondió con una sonrisa triste—. A ellos les habían matado a un hijo, y luego a un yerno, tenían un nieto en Madrid al que ni siquiera conocían, ¿qué más les daba el dinero? Ignacio lo entendía, les daba la razón, pero por las noches, en la cama… Otra traición, decía, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo. ¿Para qué vivo yo? Vivo para que me traicionen una vez, y otra, y otra, y ya no puedo, no quiero, para eso prefiero morirme… Eso me decía, el pobre, y yo le decía, no te mueras, Ignacio, no te mueras, ya ves, qué tontería, y luego me quedaba callada porque no sabía por dónde seguir, cómo animarle, y él volvía a hablar con aquella pena, aquella amargura negra, negra, ¿por qué tiene que pasarnos siempre lo mismo?, ¿por qué todo tiene que ser siempre igual? Somos los parias de la Tierra, Anita, los parias de la Tierra, maldita sea… Siempre decía eso, y tenía razón, porque todos nos dejaron solos, todos nos abandonaron y nada nos salió bien, nunca nos salió nada bien, y cada vez estábamos más solos, cada vez éramos menos, y Franco más poderoso, y todo más difícil, y entonces, Julio, que era uno más, uno de los nuestros, de los buenos, nos traicionó también, y eso fue lo que más le dolió a tu abuelo.
Anita se quedó callada para contemplar su tristeza en los ojos de su nieta, y Raquel le devolvió la mirada en silencio. Intuía que le haría falta mucho tiempo para procesar lo que acababa de oír, pero aquello era apenas el principio, y preguntó en voz baja, casi con miedo.
—¿Julio Carrión era del partido, abuela? —pero ella la miró como si de repente no entendiera nada—. ¿Era socialista, anarquista, militaba en alguna… ?
—¡Y yo qué sé! —Anita interrumpió a su nieta, la miró con un gesto de desamparo casi infantil y por fin sacudió la cabeza en un movimiento brusco, casi violento—. Sí, claro que sí. Vamos, él decía que sí [799] y yo creía que sí, todos lo creíamos. Tenía un carné de la JSU, desde luego, eso lo vi yo con mis propios ojos, y era un carné antiguo, además, hecho en Madrid, cuando la guerra. Lo que no sé… Lo que no sé es qué era Julio Carrión en realidad, o no, sí que lo sé. Era un oportunista, un sinvergüenza, un cínico. Y una mala persona.
—Pero… —su nieta no encontró una buena manera de expresar su
perplejidad—. No lo entiendo. ¿Cómo es posible…? ¿Es que nunca os disteis cuenta de nada?
—Pues no —Anita sonrió—. ¿Qué quieres que te diga? Nunca encontramos nada raro en él, y tampoco lo buscamos, eso desde luego. Es que no era lógico pensar… La madre de Julio era socialista, ¿sabes?, una de esas maestras republicanas a las que admiraba todo el mundo. Tu abuelo la había conocido, y decía siempre que era una mujer encantadora, muy roja, muy valiente. Ella era de Torrelodones y mis suegros tenían una casa allí, iban todos los veranos, se conocían bastante, así que, cuando Ignacio encontró a su hijo, solo, perdido, exiliado y rodeado de exiliados, en un café de París, pues lo trajo a casa. Era el hijo de su madre, ¿no?, que había sido amiga de Mateo, que había sido amiga de Carlos, que había muerto en la cárcel mando estaba condenada a treinta años. En aquella época, las cosas eran así, eso nos bastaba. ¿Cómo íbamos a sospechar de él?
Unos meses después, sólo unos meses después, Raquel Fernández Perea aprendería que aquella mujer se había llamado Teresa González Puerto, y escucharía su voz en la voz de su nieto, un hombre moreno cuyos rasgos encajaban casi como un duplicado en el rostro del traidor que guardaba en su memoria. Cuando eso ocurriera, Raquel descubriría que la capacidad para traicionar de Julio Carrión era infinita, pero el amor que obraba el milagro de devolver a la vida a una mujer muerta tanto tiempo atrás, la afectaría mucho más. Teresa González Puerto volvería a vivir en el cuerpo que Raquel amaba, en la pasión de los labios que la nombraban, en el relieve de las manos que la acariciaban, y aquella vida nueva sería buena, justa, sería hermosa y emocionante, y tan terrible como el negro presagio de una tormenta devastadora. Cuando eso ocurriera, Raquel comprendería por qué se había enamorado del nieto de aquella mujer, por qué no había amado nunca a otro hombre como lo amaba a él, aquella imprescindible determinación de disolverse en su cuerpo que le resultaba tan necesaria como el impulso de respirar, de beber cuando tenía sed, de dormir cuando tenía sueño. Cuando eso ocurriera, se daría cuenta también de que su sueño estaba sentenciado, de que nunca habría mañanas de sábado con sol para que ella llegara de la calle con la compra y un gran ramo [800] de flores frescas que repartir entre varios jarrones de cristal transparente. Pero aquella tarde de enero de 2005, mientras su abuela intentaba enseñarle que nunca hay que fiarse de las historias españolas, porque siempre lo acaban echando todo a perder, Raquel Fernández Perea no sabía nada de esto todavía.
Anita Salgado le había prometido a su nieta que iba a contarle lo que pasó y cumplió su promesa. Estuvo hablando casi tres horas, a ratos en orden, a ratos en desorden. Reconoció que había olvidado algunas fechas, algunos nombres, y pasó muy deprisa por algunos detalles para detenerse en otros que le gustaban más, pero su memoria sostuvo sin grandes dificultades una versión precisa, coherente y completa de un episodio que nunca había podido olvidar. Así, Raquel pudo ver a Julio Carrión tal y como era a los veinticinco años, el hombre más simpático del mundo y un seductor nato, brillante, ingenioso, tan atractivo como para romper el freno de Paloma Fernández Muñoz, una parte de la historia que ella ignoraba por completo. Su abuela reconoció que Julio le caía bien a todo el mundo, pero,
aunque se ganaba a los hombres con la misma facilidad y los niños le adoraban, gustaba sobre todo a las mujeres. Por eso creía que su cuñada jamás habría hecho con otro lo que hizo con el, y aún más, que la posibilidad de vengar a su marido a través de Carrión no había sido un motivo, sino el pretexto de un deseo que tal vez ni siquiera creía tener, y que desde luego nunca se habría atrevido a expresar en voz alta. Pero Anita estaba segura de que aquel deseo había existido, y al llegar al final, permitió que Raquel descubriera que no había compadecido a nadie tanto como a Paloma.
—Ella fue la que más sufrió, lo pasó mucho peor que tu abuelo, en aquella época y también unos años más tarde, cuando nos enteramos de que Julio se había casado con la hija de su prima Mariana, la que había entregado a su marido, ¿comprendes? A nosotros eso ya nos dio igual, pero para ella fue el colmo, algo mucho peor que una traición, como el doble, o el triple, yo qué sé… Total, que después de todo, resultó que el dinero fue lo de menos pero de verdad, porque Paloma se sentía tan humillada, tan avergonzada de sí misma, tan arrepentida de lo que había hecho, que dejó de hablar, y de comer, y se pasaba los días callada, sin mirar a nadie, sin decir nada. Yo intenté hablar con ella muchas veces porque la quería mucho, siempre la quise mucho.
—Trabajabais juntas, ¿verdad? —Raquel había visto otra foto, las dos detrás de un mostrador, con delantales blancos, Anita embarazada y muy sonriente, Paloma no.
—Sí, al principio, en Toulouse… Ella fue la única que me ayudó [801] cuando lo de mi madre y la que más me animó cuando Ignacio tuvo que marcharse de casa para que no le denunciaran, así que iba a verla con cualquier excusa, y cuando estábamos a solas, le decía, pero vamos a ver, Paloma, si tú estás viuda, si eras libre, ¿que pasaste una noche con él?, pues ya está, ¿qué significa eso?, nada, no significa nada, anda que no hay noches en la vida, y tú no podías saber por dónde iba a salir ese cabrón, no lo sabía nadie, ninguno de nosotros… Déjame, Anita, me decía siempre, no tengo ganas de hablar de eso. Pero yo insistía, por ella, por su bien, es que tú no estuviste con el Julio Carrión que está ahora en Madrid, Paloma, le decía yo, tú estuviste con otro hombre al que todos queríamos, en quien todos confiábamos… ¡Ya está bien!, me decía entonces. Y se levantaba, y se iba a su cuarto, y echaba el pestillo, y nadie volvía a verla hasta el día siguiente. ¿Tú sabes que se intentó suicidar?
—No —Raquel negó con la cabeza y un gesto triste—. Yo no sé nada, ¿qué voy a saber? Si nunca me habéis contado nada, abuela.
—Pues se cortó las venas con una cuchilla de afeitar, cuando se enteró de que Julio… En fin, ¡pobre Paloma! —y Anita parecía dolerse todavía de cada palabra que pronunciaba—. Tu abuelo me tenía a mí, tenía a los niños, pero ella… Ella estaba sola, siempre sola. Y eso que era tan guapa, pero tanto tanto, una mujer tan imponente, que siempre tenía a medio París detrás, muchos españoles, desde luego, pero también franceses, muchos… Al tío Francisco le conocimos por eso, ¿sabes? Estábamos todavía en Toulouse y él esperaba todas las tardes en la puerta de la panadería hasta que la veía salir, y luego la seguía hasta nuestra casa sin decir nada, y se quedaba en el portal mucho rato, por si se animaba a asomarse o volvía a
salir. Le tomábamos mucho el pelo, María la que más, porque era muy gamberra, y fíjate, lo que es la vida, así empezaron a salir juntos. Un buen día, el pobre Francisco se dio cuenta de que se lo pasaba mucho mejor con las bromas de la pequeña que con los desplantes de la mayor y cambió de objetivo. Dejó de seguir a Paloma, empezó a seguir a María, ella le dijo que sí y hasta hoy. Pero su hermana no, nunca, ella no le hacía caso a ninguno, ni siquiera los miraba, y por eso, yo creo… Debió de sentirse tan mal cuando se dio cuenta de que, con tantos hombres al retortero, había ido a elegir al peor…
—¡Vaya! —Raquel, tan pendiente de los labios de su abuela que no había oído el ruido de la puerta, reconoció al instante aquella voz—. ¿Y esta tertulia?
Su madre, con varias bolsas y una sonrisa elocuente del éxito de su expedición, entró en el salón delante de su cuñada Olga. [802]
—Ya ves —su hija se levantó para saludar a las recién llegadas—. La abuela me vende el piso. Hemos comido en un chino y luego nos hemos venido a celebrarlo.
—¡Qué bien, mamá! —Olga besó primero a su sobrina y después a su madre—. Ya era hora de que te decidieras.
—Desde luego —su cuñada estaba de acuerdo—. A ver si ya podemos volver a hablar de otra cosa en las comidas…
Entonces preguntó si había café hecho, su hija le dijo que no, Olga se ofreció a poner la cafetera, sonó el teléfono y aquella tarde se convirtió en otra cualquiera mientras Raquel Perea les enseñaba lo que había comprado en las rebajas para sí misma, para su marido, para sus nietos.
—Y he estado a punto, pero a punto de comprarte una falda, hija mía, de esas vaqueras largas y deshilachadas, con tules y lentejuelas, que se llevan tanto. A mí me parecía muy mona, pero como contigo nunca estoy segura, he pensado que no, que me ibas a decir que era una horterada, y… —entonces, mientras volvía a llenar las bolsas, miró el reloj—. ¡Uy, las ocho menos veinte! Me tengo que ir. ¿Has traído el coche? —su hija asintió con la cabeza—. Podrías acercarme, y de paso subes y le das un beso a tu padre.
—No, sí que te acerco, pero no subo. Mejor veo a papá mañana, pensaba ir a comer con vosotros, y además… ¿Me puedes dar unas llaves de Guardias de Corps, abuela? —Anita levantó las cejas—. Ahora que sé que por fin va a ser mi casa, me haría ilusión ir a verla, empezar a pensar en cómo la voy a poner, y… Por cierto, ¿qué pasa con los muebles que siguen allí? ¿Puedo quedármelos?
—No hay gran cosa, no te hagas ilusiones —le advirtió su madre.
—No —confirmó su tía—. Pero lo que queda no lo quiso nadie, ¿verdad, mamá? Están las camas pequeñas, el sofá grande del salón, que aquí no entraba, un par de veladores y el escritorio de papá. Ése dijiste que te lo querías quedar tú, ¿no, Raquel?
—Sí, pero en Tetuán no me cabía —y siguió hablando con mucha precaución, sin mirar a su abuela—. Por eso me gustaría darme una vuelta por allí, para ir haciéndome una idea.
—¿Ahora? —pero Anita se decidió entonces a entrar en la conversación—. Si es de noche.
—Bueno, pero habrá luz —Raquel contestó como si no hubiera
apreciado en su tono ninguna suspicacia—. ¿O te la han cortado?
—No, no… Como Jacques dijo que iba a venir en Navidad y aquí no cabíamos… —su abuela la miró al fondo de los ojos, y ella le devolvió una mirada igual de intensa—. Las llaves de tu abuelo están en [803] el cajón de su mesilla, bueno, en el de la mesilla que está a la derecha —pero cuando Raquel ya estaba de pie, la detuvo—. Un momento —y esperó a que su nieta se volviera para mirarla—. Acuérdate de lo que me has prometido.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Que me acuerdo.
—¿De qué? —preguntó Olga, pero ninguna de las dos quiso responder a esa pregunta.
Ocho meses después, cuando su nieta Raquel le contó la última historia que habría querido escuchar en lo que le quedaba de vida, antes de pedirle cobijo, Anita Salgado asintió con la cabeza un par de veces. Luego la abrazó, le aseguró que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera, y por último, le dijo que aquella tarde de enero, cuando la vio salir por la puerta con las llaves de su marido en la mano, ya estaba segura de que no iba a cumplir su promesa. Quizás ella también lo intuía, porque el relato de su abuela pesaba demasiado, pesaban sus palabras y pesaban sus silencios, pesaba sobre todo la desesperación de un hombre amado que estaba muerto, otra traición, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo vivir así y para esto prefiero morirme.
Raquel Fernández Perea nunca podría olvidar esas palabras, pero quizás no habrían llegado a ser más que eso, palabras inolvidables, si su abuela le hubiera dado sus propias llaves, si no hubiera identificado a la primera la que abría un cajón que ella sólo había visto abierto una vez en su vida, si no hubiera encontrado allí una pistola antigua, una caja de balas y una vieja cartera de piel castaña que contenía algo más que papeles.
—Lo habrías encontrado igual —le dijo ella ocho meses después—. Habrías destrozado el cajón, habrías llamado a un cerrajero… La culpa es mía porque tendría que haberlo tirado todo, la cartera, la pistola, eso es lo que tendría que haber hecho. A tu padre no se lo quería dar, a Olga tampoco. Me habría costado un disgusto, ya sabes cómo odian ellos esas historias, así que tendría que haberlo tirado y lo pensé, pero me dio pena, me dio una pena horrible porque esas cosas eran de Ignacio, eran Ignacio, y no me decidí, lo dejé todo igual que estaba y ya ves, qué desastre.
Raquel no le llevó la contraria, pero en aquel momento volvió a pensar que si le hubiera hecho caso a su abuelo, si hubiera cumplido la promesa que le hizo a su abuela, nunca habría conocido a Álvaro Carrión Otero. [804]
Y sin embargo, Álvaro no existía cuando Raquel sacó aquella cartera del cajón sin tocar el arma, las manos temblando de una emoción confusa en la que se entremezclaban demasiadas cosas, tantas que prefirió irse al salón para leer todo aquello, escrituras de propiedad a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, escrituras de propiedad a nombre de María Muñoz Palacios, copias legalizadas de los testamentos de los padres de ambos, una copia de un poder notarial emitido en París, el 27 de marzo de 1947, por Mateo Fernández Gómez de la Riva a favor de Julio Carrión González, una copia de un poder notarial emitido también en París, en la
misma fecha y en el mismo despacho, por María Muñoz Palacios a favor de Julio Carrión González, media docena de cartas con sus correspondientes sobres, todas fechadas y mataselladas en Madrid, en las que Julio, a secas, mandaba muchos besos para todos después de dar cuenta de sus gestiones y las infinitas dificultades que estaba encontrando para llevarlas a cabo, el resguardo de una transferencia de cinco mil pesetas efectuada en febrero de 1948 desde una sucursal del Banco Español de Crédito a una cuenta corriente abierta en una oficina del BNP, en París, a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, otra media docena de cartas distintas, con membrete de una asesoría jurídica de Madrid, fechadas en el otoño de 1948 y en las que un tal Manuel Rubio Martínez, que era abogado y se despedía deseando salud a sus corresponsales, informaba progresivamente a don Mateo Fernández Gómez de la Riva y a doña María Muñoz Palacios de que, en aquella fecha, no constaba en ningún registro que siguieran siendo propietarios de ninguno de los bienes por los que se habían interesado, tierras e inmuebles que habían sido objeto de sucesivas incautaciones extraordinarias amparadas por la Ley de Responsabilidades Políticas para después ser vendidos a terceros por su propietario anterior, don Julio Carrión González.
—¿Sebastián? —eran las ocho y media de la mañana del lunes, pero se dijo que no tenía sentido esperar más—. Hola, soy Raquel Fernández Perea, la presidenta de…
—Sí, sí —él estaba despierto, su voz risueña—, ya sé quién eres. ¿Cómo estás?
—Bien. Pero te llamo para que sepas que esta tarde yo no voy a ir al notario.
Lo anunció en un tono neutro, sereno, y percibió al otro lado de la línea un silencio tan compacto como si López Parra se estuviera limpiando las gafas con la punta de la corbata.
—Bueno, si te ha surgido cualquier inconveniente —dijo por fin, esforzándose por ponerse en lo mejor—, podemos quedar otro día de esta semana, por la mañana o por la tarde, cuando te venga bien. Los demás podrán venir, ¿verdad? [805]
—Sí, todos los demás estarán allí, pero mi caso es distinto. Yo no sabía que Promociones del Noroeste es una empresa de Julio Carrión. Mi familia tiene una relación muy larga y complicada con ese señor, y necesito hablar con él antes de decidirme a venderos mi casa.
—¡Raquel, por favor! —en ese punto, Sebastián López Parra empezó a perder la paciencia—. Llevamos casi un año con este tema. Yo creía que ya habíamos pasado por la fase de las triquiñuelas, ¿sabes?, y no me parece serio…
—No es una triquiñuela, Sebastián, te lo aseguro —estaba diciendo la verdad y él se dio cuenta—. Y no tiene nada que ver contigo. Quiero ver a Julio Carrión, necesito hablar con él, y antes de eso no voy a firmar nada.
—Bueno, si te pones así, puedo intentar arreglarlo. Acabo de verle, está en su despacho, él también es abogado, así que no creo que le importe…
—Creo que no estamos hablando del mismo hombre, Sebastián. Yo no quiero ver a Julio Carrión hijo. Con quien quiero hablar es con su padre.
—¡Pero eso no puede ser! —y se dio cuenta de que su interlocutor se
había puesto muy nervioso—. Eso no, por Dios, de ninguna manera, don Julio es un hombre muy mayor, tiene más de ochenta años, no se le puede molestar… Mira, Raquel, me he portado muy bien contigo, creo yo, así que no me busques problemas, por favor. Don Julio es el dueño de la empresa, sí, y viene todos los días a la oficina un par de horas, para no aburrirse, pero ya no pinta nada aquí. Mis jefes son sus hijos, ¿comprendes? Y no puedo hacer eso, porque no me lo perdonarían. Me costaría el empleo, en serio.
—No creo que él tenga ningún interés en que sus hijos estén al tanto de este asunto —Raquel Fernández Perea se asombró de su propia frialdad, la tranquilidad que ella misma detectaba en sus palabras—. Estoy casi segura de eso, así que te voy a proponer una cosa. Habla con él, o déjale una nota a su secretaria. Dile solamente que la nieta de Ignacio Fernández quiere verle, sólo eso. Y que si él no quiere recibirme, tendré que hablar con sus hijos. Y ahora tengo que dejarte, Sebastián, estoy muy liada.
Cuando colgó el teléfono, apenas tuvo tiempo para preguntarse si sus cálculos serían correctos antes de que los nervios, la ansiedad y el miedo que había logrado aplazar durante aquella conversación la estrujaran por dentro como un corsé de hierro. Eso fue lo que sintió, [806] una presión insoportable en el estómago, el cuello ardiendo, las manos empapadas de sudor, y un deseo súbito de estar equivocada. Ella había calculado que la familia Carrión no sería muy distinta de la familia Fernández, y si las víctimas habían mantenido su expolio en secreto durante tantos años, el verdugo habría observado las mismas reglas con más motivo. Unos segundos antes, estaba segura de eso, y sin embargo ahora no sólo comprendía que sus sospechas carecían de cualquier fundamento, sino que esperaba además que la realidad le llevara la contraria, que Julio Carrión no le diera importancia a su llamada, que no contestara, que no la recibiera, que nunca tuviera que mirar a ese hombre a la cara.
Pero ¿dónde me he metido?, se preguntó muchas veces durante aquella mañana, ¿cómo se me habrá ocurrido a mí hacer esta locura? Lo que el sábado por la noche estaba tan claro, lo que el domingo la deslumbró desde las fotos enmarcadas que había mirado con más atención que nunca en casa de sus padres, ahora le parecía una barbaridad, una insensatez descomunal. La foto de la boda de Carlos y Paloma, Mateo cobijando a Casilda dentro de su capote mientras los dos miraban de frente a la cámara, Ignacio vestido con el uniforme del ejército francés y Anita con su hijo en brazos, abrazados en un parque de Toulouse, cinco hombres sonrientes exhibiendo un tanque alemán como un trofeo, Ignacio Fernández Salgado y su hermana Olga con trajes regionales, él vestido de baturro y ella de chulapa, los dos con la cara llena de churretes y un helado en la mano, Raquel Perea con minifalda y flequillo en Córdoba, delante del Cristo de los Faroles, y más fotos de sus bisabuelos, y de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, de sus padres, fotos que hablaban, que la miraban, que la hacían sonreír y le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces, mientras las veía, mientras conversaba con los rostros de las fotografías, todo estaba muy claro, tanto que el lunes por la mañana le pareció mentira. ¿Pero es que me he vuelto loca o qué? Y luego, cuando se cansó de regañarse a sí misma, sintió lástima del pobre Sebastián, que se había portado muy bien con ella y aprovechaba cualquier ocasión propicia para insinuar que estaba dispuesto
a portarse todavía mejor en cuanto ella le dejara.
Pero Raquel Fernández Perea, que había hablado tantas veces y de tantas cosas con su abuelo Ignacio, no sabía que los hombres y las mujeres valientes nunca temen nada, ni a nadie, en el instante de la batalla. El miedo llega después, justo cuando empiezan a preguntarse cómo han podido estar tan locos. Por eso, aquella noche, cuando salió de la ducha y vio que tenía un mensaje en el móvil, reconoció el número desde el que la habían llamado y volvió a sentir una tranquilidad [807] casi absoluta, de la que no llegó a ser consciente mientras activaba el buzón. Hola, Raquel, soy Sebastián. He hablado con la secretaria de don Julio y después me ha llamado él. Si te parece bien, podéis encontraros en su despacho pasado mañana, miércoles, a las once y media. Confírmamelo cuanto antes porque me ha pedido que le avise, por favor. Ella apreció el tono neutro, cauteloso, de aquella voz, y contestó con un SMS, muy bien, allí estaré. Y cuando terminó, las manos le temblaban tanto que se le cayó el teléfono al suelo.
Lo demás fue mucho más fácil. Ya no había vuelta atrás, y la necesidad le devolvió el coraje. El miércoles por la mañana, Raquel Fernández Perea se levantó, desayunó, se vistió de ejecutiva y se fue a trabajar con las venas rellenas de plomo. Con la misma frialdad, a las once cogió un taxi, le dio la dirección de un imponente edificio de oficinas que se asomaba a la Castellana a la altura de Azca, y procuró no pensar en nada. No pudo impedir que sus piernas temblaran como alambres huecos al acercarse a la recepcionista, pero logró anunciarse con voz serena. La secretaria de Julio Carrión González la estaba esperando en la puerta del ascensor de la tercera planta, y después de saludarla con la fórmula más escueta de las posibles, la guió en silencio por un pasillo alfombrado hasta una sala de espera decorada con muebles bonitos, caros, clásicos, de madera.
—Don Julio la recibirá enseguida —le dijo mientras le ofrecía asiento con una mano—. Espere aquí un momento, por favor.
Raquel se dio cuenta de que aquel ambiente tenía muy poco que ver con el resto del edificio, una construcción moderna y elegante de desnudas fachadas de cristal, pero no tuvo tiempo de pensar mucho más.
—Don Julio la está esperando.
Un instante después, Raquel se encontró en una sala tan inmensa que tuvo que acercarse al hombre que la miraba desde la mesa del fondo para estar segura de que era él. En aquel momento, no sentía nada distinto de lo que experimentaba cada mañana al enfrentarse a un cliente desconocido, y su anfitrión no hizo nada que modificara su estado de ánimo. Julio Carrión González no se levantó de la silla para saludarla, y ella correspondió a su descortesía quedándose parada ante él para estudiarle desde arriba. Recordó entonces la descripción de su abuela y confirmó la impresión que le había producido la foto de la página web. Julio Carrión era un anciano atractivo. Seguía teniendo el mismo pelo que cuando era joven, ahora blanco, y la misma fuerza en la cara, los ojos como chispas.
—Te pareces mucho a tu tía Paloma —él fue quien empezó a hablar, y la cogió por sorpresa—. Te lo habrán dicho ya, ¿no? Ella tenía el pelo [808] más oscuro y los ojos más claros que tú, muy azules, pero la forma de la cara, la barbilla y el cuello, esas mandíbulas tan limpias, tan… bonitas… En
eso eres igual que ella.
Raquel no contestó. Siguió mirándole desde arriba, con un sabor metálico en la boca y la sangre muy pesada de repente.
—Siéntate, por favor —Julio Carrión se resignó a ser educado—. Y dime, ¿qué es lo que quieres?
—De momento, que no me tutee —Raquel escuchó el sonido de aquella voz como si no fuera la suya, pero sacó fuerzas de sus propias palabras—. Yo no tengo ganas de tutearle a usted.
Al escucharla, el anciano se echó a reír y su cara se convirtió en un sol radiante, como esos que pintan los niños pequeños, lleno de rayos y coloreado hasta romper el papel. Raquel logró definir aquel gesto, pero no interpretarlo. Ignoraba que a Julio Carrión siempre le habían gustado las mujeres valientes, y que aún no sabía que ella iba a ser la última, y la excepción.
—Bueno, no quería molestarla… —añadió al rato—. Pero usted es mucho más joven que yo.
—Desde luego —dijo ella, y él volvió a reírse.
—Muy bien, entonces, ¿podría decirme qué es lo que quiere? —con ochenta y tres años recién cumplidos, seguía siendo un hombre muy simpático y parecía disfrutar de esa condición—. Supongo que advertirme que su piso ha subido mucho de precio, ¿no?
—Pues no —en ese momento se puso serio, y Raquel sospechó que no volvería a verle reír—. No exactamente. No sé si usted se acordará de mí, pero yo era la niña que iba con Ignacio Fernández cuando él fue a verle a su casa, un sábado por la tarde, en el mes de mayo de 1977 —hizo una pausa para estudiar el efecto de sus palabras y le vio asentir con la cabeza—. Aquella tarde, él llevaba la misma cartera que he traído yo hoy —la sacó de su maletín y se la enseñó despacio, por dentro y por fuera, antes de volver a guardarla—. La ha visto, ¿no? Es la misma, y contiene los mismos documentos. Lo que quiero saber es de qué habló mi abuelo con usted aquella tarde. Para eso he venido.
—¿Y por qué tendría yo que contarle eso?
Hizo esa pregunta en un tono de voz completamente distinto al que había empleado hasta entonces, y Raquel se dio cuenta. Le miró con atención y vio que se había puesto rígido. Ahora estaba muy estirado en la silla, la cabeza recta, un gesto duro en los ojos, en los labios, pero ella sintió que todo esto, lejos de aplacarla, la espoleaba.
—Porque, de entrada, si no me lo cuenta, no voy a venderle mi casa.
—Mire usted, señorita —y sus labios compusieron una sonrisa sarcástica [809] que subrayó el desprecio de sus palabras—, su casa me importa un bledo, ¿se entera? Tengo dinero de sobra para comprar cien inmuebles como el suyo. Así que no me amenace, por su bien se lo digo.
—Ya —y Raquel Fernández Perea se sintió mucho mejor, porque su sangre volvió a ser sangre, líquida, caliente, y a circular deprisa por sus venas—. Muy bien, pues en ese caso, yo misma hablaré con el señor López Parra para informarle de que mi piso ha dejado de estar en venta. Se va a llevar un disgusto tremendo, eso por descontado, porque ha trabajado mucho en esta operación, pero donde hay patrón, no manda marinero, y usted es el dueño de esta empresa, ¿no? No le explicaré nada, no se
preocupe. Así se lo podrá contar todo usted mismo. Eso será lo mejor, ¿no le parece?
Dejó aquella pregunta en el aire, le miró y vio que el desprecio, el sarcasmo, sin llegar a disolverse, se integraban poco a poco en una expresión más compleja.
—No sé adónde quiere usted ir a parar, pero si piensa que me va a dar miedo, está muy equivocada —y sin embargo, Raquel se dio cuenta de que ya había empezado a temerla—. No quiero echar a perder el trabajo de uno de mis mejores empleados, ni correr el riesgo de paralizar un proyecto tan ambicioso como el de Tetuán por una tontería, pero tampoco puedo perder todo el día con usted, así que dígame un precio y se lo pagaré.
—Quiero saber de qué hablaron mi abuelo y usted aquella tarde. Ése es mi precio.
Julio Carrión González chasqueó los labios y apretó los puños a la vez, sin molestarse en disimular su impaciencia. Después se frotó la frente, apoyó la cabeza en una mano, se quedó pensando.
—Su abuelo está muerto —dijo por fin—. ¿Cómo sabrá que le estoy contando la verdad, que no la engaño?
—Inténtelo —le animó ella, y él no quiso añadir nada—. No creo que pueda engañarme, señor Carrión. Yo conocía muy bien a mi abuelo. Le conocía tanto que después de haber hablado este rato con usted, estoy casi segura de lo que ocurrió aquella tarde.
—¿Sí? —hizo una pausa para volver a mirarla con la altanería de antes—. Dígamelo usted, entonces.
—Le ofreció dinero, ¿verdad? Y él no lo quiso aceptar.
Supo que había acertado cuando los ojos de Julio Carrión huyeron de los suyos para recorrer la habitación tan despacio como si la estuviera mirando por primera vez.
—Le voy a decir una cosa que le va a sorprender —dijo por fin—, señorita… [810]
—Raquel.
—Muy bien, pues… Le voy a decir una cosa que le va a sorprender, Raquel. Yo admiraba mucho a su abuelo. Ignacio era un hombre de una pieza, un hombre valiente, honrado, generoso —miró a su interlocutora y comprobó que su expresión no había cambiado, pero insistió de todas formas—. He conocido a pocas personas como él, y siempre le admiré, se lo digo en serio. El hecho de que no nos pareciéramos, de que yo no pensara, ni creyera, ni sintiera lo mismo que él, nunca me impidió apreciarle. No se lo digo por cinismo, créame. De hecho, no tengo ninguna necesidad de decírselo, pero es la verdad.
—Yo no le he pedido su opinión sobre mi abuelo —y no voy a perder los nervios antes de tiempo, cabrón—. No tengo ningún interés en conocerla.
—Ya, pero… —Julio Carrión esbozó una sonrisa que se estrelló antes de llegar a nacer con la dureza de los ojos de la mujer que le miraba—. Quería que lo supiera.
—¿Y aquella tarde?
—Aquella tarde… —hizo una pausa, volvió a frotarse las cejas, rompió a hablar por fin—, Ignacio vino a verme para que supiera que había vuelto a vivir en España, en Madrid, y que conservaba las escrituras de los bienes de
sus padres y…, bueno, toda la documentación. Eso era lo único que quería, que yo lo supiera. Y le ofrecí dinero, tiene usted razón, mucho dinero, pero él no quiso venderme la cartera que está ahora en su maletín. Prefiero quitarte el sueño, me dijo. Prefiero que vivas a partir de ahora con la angustia de no saber qué hago, qué estoy haciendo, qué voy a hacer. Voy a acabar contigo, Julio, pero nunca sabrás cómo, ni cuándo, ni de dónde te llegará el primer golpe. Quiero que lo sepas, para eso he venido… Y eso fue todo. Después se levantó y se marchó sin despedirse. Me he saltado los insultos y he resumido mucho, pero le aseguro que no me dijo otra cosa.
Entonces fue Raquel la que se quedó callada. Estaba sobrecogida por lo que acababa de oír, y aún más por la certeza de que aquel hombre no la había engañado. Lo que le había contado era la verdad, tenía que ser verdad porque era la única versión que encajaba con lo que ella sabía de su abuelo, pero necesitaba tiempo para asumirlo, para analizarlo y poder empezar a creerlo.
Mientras tanto, Julio Carrión la miraba.
Un instante después, se equivocó.
—¿No me va a preguntar qué hice yo? —y su acento volvió a ser sarcástico, casi risueño—. ¿No quiere saber cómo reaccioné?
Si él no hubiera hecho esas dos preguntas, Raquel Fernández Perea [811] habría estado a tiempo de recordar las advertencias de su abuelo Ignacio, esa pacífica recomendación que él mismo había observado al reducir su venganza al escueto armazón de una amenaza que nunca iba a cumplir. Su nieta había abierto el cajón de su escritorio y había visto una pistola, una caja de balas. Al menos una de ellas llevaría escrito el nombre de Julio Carrión González desde treinta años antes, pero su propietario nunca había querido darle el destino que le reservaba. Raquel lo comprendió, aceptó sus actos y sus razones, sintió mucha pena, mucho orgullo, mucho amor. Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Y quizás tenía razón, seguramente tenía razón, ella estaba a punto de aceptar que tenía razón cuando escuchó esas dos preguntas, y miró a Julio Carrión para estrellarse con la humillante condición de su sonrisa.
—Yo nunca me tomé en serio a Ignacio —prosiguió él—, nunca le tuve ni pizca de miedo, no crea. Le ofrecí dinero, sí, porque en aquellos tiempos todo estaba muy revuelto, y no sabía quién podía llegar a asesorarle, a dirigirle contra mí. Además, en aquella época, todavía no estaba claro si estos asuntos no acabarían por resolverse en un juzgado. Eso era lo que me preocupaba, él no. Porque le conocía. Quizás no tan bien como usted, pero le conocía, y sabía que era demasiado bueno, demasiado serio, sensato y responsable como para echar a perder su vida sólo por arruinar la mía. En 1947 me habría matado, desde luego, pero en el 77… Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, y los comunistas, que eran los más valientes de todos, las cosas como son, no paraban de hablar de la reconciliación nacional, así que, ya ve… Su abuelo está muerto, y yo aquí, charlando con usted. Como en la vida misma. Por eso lo mejor es que se deje de fantasías y empecemos a hablar de negocios de una vez, porque los buenos sólo ganan en las películas, señorita.
Hijo de puta. Hijo de la gran puta. Hijo de la grandísima puta.
Eso fue lo que pensó, y en este orden, Raquel Fernández Perea
mientras se levantaba, y cogía su bolso, y el maletín, antes de dar la espalda a su anfitrión para empezar a andar hacia la puerta con pasos firmes, decididos.
—Pero… ¿adónde va?
A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones. Julio Carrión González por fin se había levantado, y la miraba con las manos apoyadas en la mesa, ni rastro de la superioridad que había exhibido unos segundos antes en su gesto, ni en su voz.
—Tengo que valorar todo esto —le dijo en el tono profesional, sereno y cortés, que usaba con sus clientes—. Todavía no puedo tomar [812] una decisión, como comprenderá, pero no se preocupe. Ya tendrá noticias mías.
Aceleró el paso y cerró la puerta del despacho a sus espaldas. La secretaria levantó la vista de la pantalla del ordenador al verla.
—Por favor —Raquel sonrió y ella no llegó a corresponder—, necesito ir al baño.
Después de vomitar el desayuno, se sintió un poco mejor. Cuando salió a la calle, recibió la cuchillada del viento helado de la sierra como una caricia, y volvió a respirar. Ya no tenía miedo. Sus piernas la sostenían sin dificultad, pero la escena que acababa de vivir la había sumergido en un estado de insensibilidad peculiar, una especie de anestesia espontánea que le permitió volver al trabajo, sentarse en su mesa, hablar por teléfono y resolver los asuntos que tenía pendientes con la eficiencia de una máquina bien programada. No se sentía del todo dentro de su cuerpo, pero su cabeza funcionaba sin problemas en cualquier dirección excepto en la que conducía al despacho donde había estado aquella mañana. Quizás por eso, al salir del banco no fue a su casa, sino a la de sus abuelos. Allí, sentada en el sofá, el único mueble del salón que había sobrevivido a la mudanza, fue recuperando lentamente el control sobre sus terminaciones nerviosas, y por fin pudo pensar como si no fuera nieta de Ignacio Fernández Muñoz.
No era la primera vez que se veía obligada a tomar una decisión en condiciones difíciles. Las negociaciones, con la tensión que implican hasta las más sencillas, formaban parte de su trabajo. No sabía jugar al póquer, pero había aprendido a aguantar, a disimular sus verdaderos intereses, a apostar sin otra base que sus propias intuiciones, puras especulaciones teóricas. A veces conseguía hacer ganar mucho dinero a sus clientes y a veces no, pero no solía equivocarse. Por eso decidió esperar. Analizó su situación como si se la hubiera encontrado aquella mañana dentro de una carpeta, encima de su mesa, y llegó a la conclusión de que el próximo movimiento no le correspondía. Lo hizo Carrión, y muy deprisa.
—Hombre, Sebastián —y le saludó como si encontrárselo al otro lado del teléfono, cuarenta y ocho horas después de haberse entrevistado con su jefe, representara una sorpresa extraordinaria—, me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?
—Bien —pero el tono risueño que él intentó imprimir a su voz no resultó tan logrado—, verás, es que… ¿Estás trabajando?
—Pues claro —aquella pregunta la desconcertó—. ¿Tú no? Todavía es viernes, que yo sepa. [813]
—Sí, no, me refiero… Quería saber si estabas en tu despacho, porque… Estoy aquí abajo. ¿Puedo subir a verte un momento?
—¿Aquí abajo? —y entonces su sorpresa fue extraordinaria de verdad—. ¿En la plaza de las Descalzas?
—Sí, claro… Por eso, te decía… Si tienes un hueco…
Raquel consultó su agenda, luego el reloj, y repitió esa acción dos y hasta tres veces, antes de lograr comprender lo que veía.
—Tengo una entrevista a la una —logró decir por fin—, pero si no vas a tardar mucho…
—No, no. Va a ser sólo un momento.
Pasaron algunos más, hasta seis minutos, antes de que Sebastián López Parra se anunciara con los nudillos en la puerta de su despacho. Cuando lo tuvo delante, Raquel todavía no había logrado explicarse su visita, pero ya intuía que aquella novedad jugaba a su favor.
—Pasa, pasa —se levantó de la mesa para saludarle y lo encontró nervioso, como incómodo dentro de su traje—. Siéntate, por favor —él aceptó la sugerencia sin decir nada—. Bueno, pues… No sé —le sonrió—, me parece tan raro verte aquí…
—Ya. Ya me lo imagino, pero… La verdad es que soy un mandado, y nunca mejor dicho.
Al entrar, traía en la mano un sobre blanco que colocó encima de la mesa junto con una llave que se sacó en aquel momento de un bolsillo. Luego la miró y frunció el ceño, como si no estuviera muy seguro del significado de lo que iba a decir, ni de la reacción que provocaría en la mujer que tenía delante.
—Don Julio Carrión me ha pedido que venga a verte para traerte esto. Ha insistido en que viniera yo en persona y me ha dicho que no quería esperar. Por lo visto, ha decidido encargarse en solitario de la compra de tu casa. No me ha dado explicaciones y yo tampoco me he atrevido a pedírselas, pero, la verdad… —entonces se quitó las gafas, las miró, y renunció a limpiárselas—. Mira, Raquel, yo no sé quién eres tú, ni qué asunto hay por debajo de esto, ni por qué de repente corre todo tanta prisa, pero…
Volvió a atascarse por segunda vez en el mismo lugar y negó con la cabeza, como si nunca fuera a atreverse a decir en voz alta lo que estaba pensando.
—En este sobre hay una propuesta de intercambio —se limitó a decir en un tono informativo, neutro—, un trueque, como si dijéramos. Don Julio Carrión se queda con tu piso semiexterior de setenta metros sin ascensor en la calle Ávila, y tú recibes a cambio un ático de ciento [814] ochenta metros habitables, más sesenta de terraza haciendo esquina, en un edificio de lujo que está en la calle Jorge Juan a la altura de Núñez de Balboa, a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca. Y por si eso fuera poco, él se hace cargo además de todos los impuestos, los tuyos y los suyos. Además de los papeles, te he traído una llave —la señaló— porque don Julio supone que querrás ir a verlo, aunque, si mi opinión te sirve para algo, puedes firmar con los ojos cerrados.
—¿Sí? —Raquel le miró, le sonrió—. ¿Tú lo has visto ya?
—¿El ático? Claro que lo he visto, pero no es sólo eso…
Y por fin, como si fuera un alumno que se relaja después de haber bordado un examen oral, se reclinó en la butaca, se desabrochó la chaqueta, cruzó las piernas y le devolvió la sonrisa.
—Mira, Raquel, esto es lo más extraño, lo más inaudito que ha sucedido nunca en Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima, te lo digo en serio. Yo trabajo allí desde hace más de diez años, y jamás he visto nada parecido. Don Julio Carrión no es una dama de la caridad, como te puedes figurar, y su hijo Rafa es todavía peor, lo que se dice un tiburón, claro que él no sabe nada de esto, y su hermano tampoco, eso es lo primero que me ha dicho su padre, que lo más importante es que no se entere nadie, en eso llevabas razón. Fíjate hasta qué punto la llevabas que lo que vamos a hacer no es una permuta, sino una operación muchísimo más complicada. Él te dona el ático a ti, tú le donas tu piso a él, y después él se lo vende a la inmobiliaria por el mismo precio que van a recibir los demás vecinos. ¿Y eso para qué? Pues para que no quede ningún rastro, por supuesto, para que nadie pueda probar que te ha cambiado una mierda de piso por un superático de lujo, y no tenga que preguntarse por qué. El caso es que…, bueno, mira, te lo voy a decir, porque me caes muy bien, ya lo sabes, y… —la miró con atención y se echó a reír—. Vas a pegar un pelotazo de puta madre, Raquel. Pero de puta madre para arriba, en serio.
Raquel rió con él sólo para ganar tiempo, pero ya había empezado a notar el hormigueo de la euforia, como un chisporroteo eléctrico justo debajo de la piel.
—Qué bien —dijo por fin, y cogió el sobre, la llave, para guardarlos juntos en un cajón—. Bueno, pues… iré a ver la casa, por supuesto, cuando tenga un momento libre, dentro de unos días tendrá que ser, porque quiero aprovechar el fin de semana para empezar la mudanza. Me voy a instalar en el piso de mis abuelos, que lleva mucho tiempo vacío, y tengo que arreglar muchas cosas, así que… Te llamo el lunes, ¿de acuerdo?, el martes como muy tarde. [815]
Sebastián López Parra asintió con la cabeza, pero no hizo ademán de marcharse.
—¿Y no vas a contarme nada? —se atrevió a preguntar por fin—. Te lo agradecería mucho, porque…
—¡Uy! —ella le interrumpió a tiempo—. Es una historia muy larga, Sebastián, muy larga y muy antigua. No la entenderías y, además, creo que no te conviene nada saberla.
Se levantó para dar por concluida la conversación y le acompañó hasta la puerta. Aún faltaba un cuarto de hora para la una, pero el cliente al que había citado para esa hora se presentó enseguida. Mientras hablaba con él y repasaban juntos el historial y las estadísticas de sus inversiones, ya no logró comportarse como si el sobre que no había tenido tiempo de abrir y la llave que lo acompañaba no estuvieran guardados en su cajón. Había mentido a Sebastián, porque no podría mudarse al piso de la plaza de los Guardias de Corps hasta que pasaran, como mínimo, quince días. Su abuela había decidido pintar la casa antes de vendérsela, y ése era el plazo que habían impuesto los pintores, pero ya había descubierto que a Julio Carrión no le sentaba bien esperar, y después de comprobar que el contrato que le había traído Sebastián se ajustaba escrupulosamente a sus palabras, se propuso perseverar en la misma estrategia. Eso no impidió que, al salir de trabajar, pidiera un pincho de tortilla en el bar más cercano, y después de engullirlo de pie, en la barra, se fuera derecha a tomar posesión de su
flamante propiedad.
El portal bastaba para catalogar aquella casa, que estaba en efecto a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca, como un edificio de lujo, pero eso no la impresionó tanto como el ático en sí. El recibidor era tan grande que al principio lo tomó por el salón, y cuando atravesó el dintel que lo comunicaba con el resto, se encontró en un espacio tan descomunal que ni siquiera supo cómo llamarlo. Separado en dos ambientes por tres escalones, en el primero navegaba una mesa de comedor con ocho sillas que parecía de juguete, y en el tramo que la separaba de tres enormes sofás blancos y colocados en U, habría cabido el salón—comedor de cualquier piso de tres dormitorios. Allí sólo había uno, la pared del fondo curvada como el ábside de una iglesia y ella las había visto más pequeñas, aunque quizás lo más sorprendente era el tamaño del cuarto de baño, que en realidad eran dos, uno enorme y otro ocupado por un jacuzzi que parecía una piscina, al borde, eso sí, de una maravillosa pared de cristal con unas vistas tan espectaculares como las que se veían desde la terraza, que fue lo que más le gustó. En comparación, [816] la cocina era tan ridícula que le costó trabajo encontrarla más allá de lo que al principio interpretó como una doble hilera de armarios empotrados en un pasillo. Eso no lo entendió muy bien. Lo demás, perfectamente.
—Conque no me tienes miedo, ¿eh, cabrón?
Recorrió el ático otra vez, ahora más despacio, fijándose en los detalles, una chimenea de mármoles rosa y gris, bonita, antigua, que habrían encontrado en el derribo de algún viejo palacio, dos inmensos televisores de plasma, uno en el salón y otro en el dormitorio, tan estilizados y elegantes, tan caros, que parecían formar parte de la decoración, los suelos de tarima, que tal vez provinieran de la construcción original, como las molduras del techo, y más mármol, más madera noble, más tecnología sofisticada hasta en el baño, donde la ducha de masaje, protegida por una resplandeciente mampara de cristal curvo, se activaba en un panel digital con más teclas que el salpicadero de un coche de lujo. Al principio, Raquel se sentía como una niña pequeña que acaba de llegar a un parque de atracciones, pero estuvo allí toda la tarde, viendo, mirando, tocando, encendiendo y apagándolo todo, hasta que se acostumbró a habitar aquel espacio. Entonces se sentó en un sofá, miró hacia delante como si Julio Carrión González pudiera verla desde alguna parte, y se echó a reír.
—Te vas a cagar, hijo de puta —y lo repitió más despacio, recalcando cada sílaba, recreándose en su sonido—. Te vas a cagar…
En aquel momento ya había logrado dejar de escuchar. No había sido fácil, porque desde el principio, desde el instante en el que entendió lo que estaba pasando, supo que iba a traicionar a su abuelo y a su abuela al mismo tiempo. A ella le había prometido que no iba a hacer nada raro, y ésa era la misma promesa que le habría arrancado él si estuviera vivo. Ignacio Fernández Muñoz había renunciado a la venganza, la había reducido a las mínimas proporciones de una amenaza que nunca iba a cumplir, había elegido el futuro de sus hijos, de sus nietos, de su propia vejez apacible, y su mujer se había puesto de su parte muchos años después con una sonrisa rotunda. Pero esto es distinto, se dijo a sí misma la nieta de ambos, esto es un negocio, sólo un negocio. Y no llegó a pensar que el dueño de aquel ático
se habría armado con un razonamiento idéntico en la primavera de 1947, porque dejó de escuchar a tiempo.
No le resultó fácil hasta que logró convencerse de que, en realidad, aquella situación no tenía tanto que ver con su familia como con su talento. Al fin y al cabo, llevaba más de diez años perfeccionando un proyecto de enriquecimiento súbito que nunca le permitiría coger [817] un avión con Paco Molinero para disfrutar a medias de los tres o cuatro millones de euros que jamás llegarían a depositar en una cuenta corriente cifrada de un banco de las islas Caimán. Aquello era sólo un juego, pero era su juego favorito. Raquel Fernández Perea calculó por encima el valor de aquel ático que sería suyo en el instante en el que quisiera poner su firma en un papel, y sonrió. Mira por dónde, pensó después, ahora tengo la oportunidad de llevarme casi lo mismo sin infringir la ley, sin huir de España y casi sin despeinarme, como quien dice. Y recordó una vez más a Julio Carrión, el último fragmento de su discurso, para hablar con él por última vez como si lo tuviera delante.
—Como en la vida misma, macho.
A partir de aquel momento, todo fue brillante, fácil, sencillo.
—¿Qué te pasa, Raquel? Estás muy rara —le dijo Nati el lunes por la
tarde.
—¿Yo? —preguntó ella—. ¡Qué va! Si no me pasa nada.
—¡Uy, que no! Desde que no viniste con nosotros al notario, tienes una cara… Estás como alunada, en serio.
—No digas tonterías, Nati —y Raquel se esforzó por sonreír—, de verdad que no me pasa nada.
En efecto, no había pasado nada todavía. No pasó hasta que Sebastián López Parra, un poco cansado ya de esperar siempre en vano sus llamadas, la llamó el miércoles a última hora. Ella estuvo muy simpática. Le dijo que había visto el ático, que le había encantado, que las vistas eran maravillosas, que nunca se habría atrevido ni a soñar con una casa así, y que el siguiente viernes iría a verle, a media mañana, para firmar el contrato.
—Pero no hace falta que te molestes —objetó él—. Como habrás visto, yo ya firmé las dos copias por poderes, en nombre de don Julio. Sólo necesito que me devuelvas una firmada, por mensajero, y lo demás lo arreglamos en el notario.
—Ya, pero es que me hace ilusión —le explicó, con la misma vocecita de adolescente entusiasmada en la que había mantenido toda la conversación—, y el viernes tengo la mañana muy despejada.
—Bueno, como quieras. Para mí, siempre es un placer verte, ya lo
sabes.
Pobre Sebastián, pensó Raquel al colgar el teléfono, y el viernes, en su despacho, volvió a pensar lo mismo al despedirse de él.
—Muy bien, pues entonces, ya, nos vemos en la notaría, y entonces… —la miró y se puso colorado—. No sé, ahora que ya se ha acabado todo esto, a lo mejor podríamos quedar algún día, a cenar o algo… [818]
Luego se hizo un lío al besarla en las mejillas y, más colorado todavía, la precedió hasta la puerta.
—Vale, pues ya me llamarás, ¿no? —dijo Raquel entonces y se dio la vuelta al darse cuenta de que él tenía la intención de salir con ella—. No hace falta que me acompañes, Sebastián, en serio. Conozco el camino, línea
recta desde los ascensores del vestíbulo, no tiene pérdida…
Movió la mano en el aire para decirle adiós y pulsó el botón de la planta baja, pero una vez allí, después de que las puertas se abrieran y volvieran a cerrarse, subió hasta la tercera.
Aquella vez ya no había nadie esperándola, pero recordaba el camino y el dibujo de la alfombra. Pasó de largo por la sala de espera, y encontró abierta la puerta del despacho donde en aquel momento no estaba la secretaria a la que había conocido la semana anterior. Entonces pensó que a lo mejor se había equivocado, que tal vez, aquella mañana, Julio Carrión González hubiera preferido no ir a trabajar. No perdió ni un minuto en aquel misterio, tan insignificante que su solución estaba al alcance de la mano con la que empuñó el picaporte. Al fondo, en aquel despacho que ya no le pareció tan grande, estaba él, hablando por teléfono.
—La tengo delante en este mismo momento —le oyó decir mientras iba a su encuentro—. Ya, ya, pues está aquí. Te digo que la estoy viendo…
—Sebastián no tiene nada que ver con esto.
Un instante después de advertírselo en el mismo tono que había usado diez días antes para pedirle que no la tuteara, se sentó en una butaca sin que nadie le ofreciera asiento, cruzó las piernas y le miró.
—Sebastián creía que yo me iba —insistió—. Eso es lo que le he dicho.
—Bueno, bueno… —Carrión intentó tranquilizar a su empleado—. No, no pasa nada. Ya, luego te llamo.
Colgó el teléfono, se enderezó en la silla y la miró de frente. Raquel le devolvió una mirada serena y ligeramente insolente.
—Creía que ya no teníamos nada más que discutir —de nuevo fue él quien habló primero.
—Respecto al piso de Tetuán —y sonrió—, desde luego que no. Como sin duda le habrá comunicado ya el señor López Parra, he aceptado su oferta, muy generosa, por cierto, muy ventajosa para mí, en ese sentido no puedo reprocharle nada.
—Me alegro de saberlo, porque no estoy dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con sus preguntas.
—¡Ah! No, pero no se preocupe —y la sonrisa de Raquel se ensanchó [819] hasta rozar los dominios de la risa—. Hoy voy a hablar yo. Usted no va a tener que hacer otra cosa que escucharme. Y no va a ser una pérdida de tiempo, se lo aseguro. De hecho, creo que no se va a arrepentir del tiempo que invierta en esta conversación.
—Perdóneme, señorita —y volvió a mirarla desde muy arriba, con la altanería que ella ya conocía y que en esta ocasión no llegó a producir ningún efecto—, pero no creo que usted tenga nada interesante que decirme.
—Pues se equivoca, señor Carrión —se acomodó en la butaca, cruzó primero las piernas, luego las manos que colocó sobre su regazo, pretendía parecer cómoda y se dio cuenta de que lo había conseguido—. La verdad es que, en los últimos días, se ha equivocado usted bastante, incluso demasiado, diría yo. Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, dijo usted el otro día, y seguramente tendrá razón, pero voy a decirle otra cosa. Los hombres más astutos, los más listos, también se vuelven tontos al llegar a viejos —sonrió sin esperar respuesta, y no la obtuvo—. Yo ni siquiera lo sospechaba, pero usted me ha dado elementos de sobra para
comprenderlo. El más importante es, por descontado, el ático que me acaba de cambiar por mi humilde piso de setenta metros en Tetuán. Es una oferta muy generosa, ya se lo he dicho, pero tan desproporcionada que me ha hecho pensar. He pensado mucho, y a fuerza de hacerlo, he llegado a varias conclusiones. La primera es que usted es el más mentiroso de los dos. El otro día me advirtió que no me tenía miedo, y al principio me engañó, lo reconozco. Pero ahora, después de valorar el interés que se ha tomado por cerrar esta operación en persona, ya no le creo. Usted sí me tiene miedo, señor Carrión, me tiene mucho miedo. Y ha sido tan torpe como para demostrármelo.
Hizo una pausa medida, calculada, la primera de una larga serie de interrupciones estratégicas, y la remató con una sonrisa franca, sincera en apariencia.
—¡Oh!, no crea que no comprendo sus argumentos, sus razones… Para alguien tan rico como usted, unos cuantos cientos de miles de euros más o menos no tienen importancia, ¿verdad? Usted calcularía que con el ático me iba a quedar satisfecha, y se ha equivocado —entonces improvisó una mirada de asombro, amable todavía—. ¿Qué creía, que los nietos de mi abuelo no hemos estudiado? —y volvió a sonreír—. ¿No le ha contado Sebastián a qué me dedico? ¡No, señor Carrión! Una persona inteligente habría sabido ponerse en mi lugar, anticiparse a mi reacción, y a usted no se le ha ocurrido. Por eso le he dicho al principio que ha hecho usted muchas tonterías para ser un hombre [820] tan brillante, tan astuto. Y yo, modestamente, sí he procurado ponerme en su lugar, analizar esta situación desde su posición, desde sus intereses. Lograrlo no me ha resultado muy difícil y me ha permitido llegar a nuevas conclusiones. Por eso estoy segura de que, después de hablar conmigo, lo que usted pensaría es que la paz y la tranquilidad no tienen precio.
Se detuvo de nuevo, para darle la oportunidad de intervenir, pero él siguió callado, tranquilo, mirándola con la misma expresión, curiosa pero no demasiado atenta, que dedicaría a un objeto exótico encerrado en una vitrina. Eres duro de pelar, se dijo Raquel, pero no se arrugó. Por una parte, ya contaba con eso, y por otra, no tenía nada que perder.
—En eso se volvió a equivocar, pero no dejo de comprenderle, se lo digo en serio. Le comprendo tan bien que quiero proponerle un trato. He venido a ofrecerle su paz, su tranquilidad, las que no quiso venderle mi abuelo. Cómpremelas a mí. Yo soy peor que él, lo reconozco. No soy tan digna, ni tan valiente, pero eso a usted le dará igual, supongo, incluso le reconfortará, porque la admiración no ayuda a hacer negocios… —volvió a mirarle y de nuevo fue incapaz de descifrar su expresión—. Para alguien como yo, una humilde vecina de Tetuán, no va a ser fácil mudarse a la calle Jorge Juan, ¿sabe? En los próximos tiempos, voy a tener muchos gastos. Se lo puede imaginar, muebles, ropa, complementos… Ponerme a la altura de mi casa me va a costar una fortuna, y espero que usted lo comprenda, como yo le he comprendido a usted.
Él escogió aquel momento para empezar a actuar, pero limitó al mínimo su intervención. Antes de abrir los labios, movió una mano en el aire, como si quisiera borrar lo que acababa de oír, y sonrió.
—¿Pretende usted chantajearme, señorita Fernández? —dijo
solamente.
—¿Chantajearle? —Raquel abrió mucho los ojos, en sus labios una expresión de inocencia absoluta—. ¡Qué palabra tan fea! —negó con la cabeza y sonrió—. No, por Dios, esto no es un chantaje. Es una transacción comercial de lo más común. Yo poseo algo que usted desea y estoy dispuesta a vendérselo, nada más. He escaneado todos los documentos de los que estuvimos hablando el otro día para que pueda comprobar que no le engaño… —sacó de su maletín un sobre blanco, bastante abultado, y lo dejó encima de la mesa—. La impresora ha ido registrando en todas las hojas la fecha y la hora en la que se realizó cada copia, y las he colocado por orden cronológico —como él no hacía el menor ademán de tocarlo, ella abrió el sobre y fue enseñándole [821] su contenido—. Aquí está todo, ¿ve?, las escrituras de propiedad de los bienes de mis bisabuelos, los poderes que hicieron a su nombre, sus cartas, con todos los besos que fue mandando para los niños, el resguardo de la transferencia que les hizo para despistarles, las cartas del abogado al que contrataron y los documentos que les fue adjuntando… —él le echó un vistazo distraído a cada uno de aquellos papeles, como si no le importaran mucho en realidad—. Todo. Su paz y su tranquilidad. Un millón de euros y serán suyos.
—¿Un millón de euros? —Julio Carrión se echó a reír—. ¿Pero usted se ha vuelto loca? ¿Qué se cree, que seguimos en 1977?
Raquel guardó la calma. Había previsto minuciosamente esa reacción, y se limitó a sonreír.
—Ya sé que antes le he dicho que no le iba a hacer preguntas, pero… Dígame una cosa, señor Carrión, ¿a usted le gusta leer? —le miró con atención, pero él no quiso contestar ni siquiera con un gesto—. Supongo que no, y eso significa que no frecuentará las librerías, ¿verdad? Pues es una pena. Debería hacerlo porque resulta muy interesante, mirar los escaparates, fijarse en las portadas, hojear las novedades a medida que van apareciendo, en fin… A usted, especialmente, le convendría mucho estar al tanto del mercado editorial, porque, además…, no se puede ni imaginar la cantidad de libros que se están publicando ahora mismo en España sobre personas como usted y vidas como la suya. Es increíble, pero no hay más que mirar las portadas, venga brigadistas, venga milicianos, y vengan milicianas también, eso por supuesto. Es un fenómeno muy interesante, y en cierta medida todavía inexplicable, incluso para mí, que soy nieta de rojos, bueno, qué le voy a contar a usted, si conoce de sobra la historia de mi familia… Y no estamos en 1977, desde luego, no hay más que mirar las contraportadas para darse cuenta. En 1977, todo el mundo estaba muerto de miedo. Ahora no.
—Desde luego —asintió él—. Eso es lo que estoy intentando que entienda.
—Ya, pero es usted el que no me entiende a mí. Me temo que estamos hablando de miedos distintos. Por eso le conviene dejarme terminar… ¿Le molesta que fume?
Le apetecía fumar, pero eso era lo de menos. Sacar el tabaco del bolso, escoger un cigarrillo, encenderlo y acercar el cenicero que estaba sobre la mesa, no fueron más que etapas de un pretexto, la condición de una nueva pausa estratégica, cuidadosamente medida y calculada.
—No son sólo los libros, ni las películas, aunque ésa es otra, la cantidad de documentales que se hacen sin parar sobre la guerra, la posguerra, [822] las cárceles, los campos españoles, los franceses, los niños robados a las presas republicanas, los desaparecidos… —y entonces improvisó un amable tono de sorpresa—. De estos últimos temas, nadie se atrevía a hablar en 1977, ¿verdad? A eso me refería, pero es lo de menos, ya se lo he dicho —al llegar a ese punto endureció a la vez su voz y su mirada—. Los jueces están autorizando las exhumaciones de toda la gente a la que los fachas pasearon durante la guerra, y después. Los están desenterrando de las cunetas de las carreteras, los sacan de los pozos, del fondo de los barrancos… ¿Está siguiendo usted ese tema por la prensa? Puede hacerlo incluso por la televisión, porque en los informativos aparecen noticias relacionadas con todo esto de vez en cuando. Figúrese, cómo se sentirán los asesinos, ¿no?, porque muchos están vivos todavía, falangistas, caciques, guardias civiles… Tendrán más o menos su edad, y los habrá hasta más jóvenes, porque en algunas zonas la guerrilla duró casi tanto como la dictadura. Imagíneselos. Estarían en sus casas, jubilados, tan tranquilos, viendo la televisión, y de repente, llega una orden de un juez y, ¡zas!, todo sale a la luz…
Raquel Fernández Perea se lo estaba jugando todo a una carta, y acababa de sacarse de la manga el primer pico. Nada por aquí, nada por allá, y de repente la luz de los focos, los motores en marcha, los micrófonos abiertos, prensa, radio, televisión. Ésa era su única jugada e iba de farol, pero confiaba en que el miedo, un miedo antiguo, cuajado, que había ido fermentando lentamente desde una cálida tarde del mes de mayo de 1977, hiciera su trabajo. La impasibilidad de su contrincante no le permitió adivinar el grado de su acierto, pero al menos no se había echado a reír, no se estaba burlando de ella. Eso la animó a seguir, en el tono blando, compasivo, casi tierno, que más le convenía.
—Y bueno, ya sé que saben que nadie va a ir más allá, que no los van a juzgar ni los van a meter en la cárcel, por supuesto, pero sus hijos, sus amigos, sus vecinos, los compañeros de colegio de sus nietos… —cerró los ojos y movió la cabeza con un gesto de disgusto improvisado—. Menudo panorama, ¿verdad? No es que yo crea que se merezcan otra cosa, pero tampoco debe ser muy agradable. Así que, ya ve, todo cambia y nada permanece, sobre todo en este país. Desde 1977 ha llovido mucho, pero cuando parecía que la historia ya había logrado consolidar el cambio climático, ahora resulta que las borrascas se han vuelto locas —entonces volvió a animarse, a sonreír—. No le voy a engañar, yo estoy encantada. Me parece lo justo, pero sé muy bien que lo justo rara vez sucede en España. Por eso le he dicho desde el principio que le entiendo, entiendo la costumbre de la impunidad. Es razonable que usted no encuentre razones para cambiar de hábitos, pero [823] yo creo que se equivoca, señor Carrión, se lo digo sinceramente. Se equivoca, como se equivocaron todos esos señores que ahora no pueden evitar que sus nietos sepan lo que fueron, criminales, torturadores, secuestradores y asesinos.
Raquel Fernández Perea apagó el cigarrillo en el cenicero y comprobó que su corazón latía a una velocidad frenética. La carta había salido de su manga. Estaba sobre la mesa y no tenía otra. Desde la butaca en la que se
encontraba parecía un as, pero no sabía qué aspecto tendría desde el otro lado. Y sin embargo, al mirar a Julio Carrión, creyó encontrarle más pálido.
—Por otro lado, he meditado mucho sobre todo esto, ya se lo he dicho, y un millón de euros me parece un precio razonable, porque… Ya sé que nadie le va a procesar, señor Carrión, por lo menos de momento —volvió a mirarle, volvió a sonreír—. Espero que a estas alturas ya se haya dado cuenta de que no soy tonta. Sé que nadie le va a arrebatar lo que no es suyo, porque una cosa son los partidos políticos y los sindicatos, que como usted sabe sin duda —y recalcó mucho aquella frase— sí están recuperando lo que les robaron, y otra muy distinta los ciudadanos particulares. No crea que no lo sé, eso está claro. Pero si usted no llega a un acuerdo conmigo, se expone a que le ocurran otras cosas, no tan graves como un procesamiento, desde luego, pero muy desagradables en todo caso. Porque yo no soy tan buena como mi abuelo, ya se lo he dicho.
Julio Carrión se aflojó la corbata para poder desabrocharse los dos primeros botones de la camisa. Empezaba a tener mal aspecto, y no podía haber escogido un momento peor para demostrarlo. Eso pensó Raquel mientras sentía que su cuerpo se aflojaba, que su sonrisa se ensanchaba, que su pie se acoplaba con naturalidad al pedal de un acelerador que hacía cada vez más ruido. Entonces, él se desabrochó también el cinturón y ella pisó hasta el fondo.
—Si no llegamos a un acuerdo, es posible que publique estos documentos, ¿sabe? No se figura lo bien que quedarían como apéndice documental en cualquiera de los libros que he mencionado antes, un libro que contaría su historia, señor Carrión, y la historia de su suegra, que entregó al marido de Paloma a los falangistas, en fin…
Se obligó a hacer una pausa con la que no contaba para sujetar sus nervios, y lo consiguió a duras penas. Tenía unas ganas locas de volver a fumar, pero las sujetó a la vez.
—Mi familia conserva fotos bastante buenas de su suegra y de su mujer, Angélica, cuando era niña. Podríamos publicar incluso esa carta tan bonita que Carlos le mandó a Paloma desde la cárcel de Porlier, [824] unos días antes de que lo fusilaran. Y quizás no llegaría a ser un best–seller, pero seguramente se vendería bien, este tema ahora tiene muchísimo éxito, ya se lo he dicho. Yo no ganaría mucho, porque tendría que ir a medias con alguien que supiera contarlo, un escritor o un periodista que figuraría como autor del libro, pero eso sería lo de menos. Ya he ganado bastante con mi piso de Tetuán, así que… Piense un momento en esa posibilidad, señor Carrión. Yo no me haría famosa, pero usted sí —soltó una risita, como si su última frase le hubiera hecho mucha gracia—. Y ya sé que los escándalos son mucho menos graves en las ciudades que en los pueblos pequeños, porque aquí todo se atomiza, todo se diluye, y es probable que sus hijos ya sepan que es usted un delincuente, porque para eso trabajan todos juntos, pero yo me encargaría de que también se hicieran famosas sus empresas.
Al entrar en aquel despacho, no estaba muy segura de que le conviniera llegar tan lejos. Había preparado aquella parte del discurso con tanto cuidado como las demás, pero era consciente de su condición, mucho más frágil, más precaria y arriesgada que las amenazas personales. Estaba dispuesta a aplazarla, a esperar un momento mejor, a reservarla para
cuando él estallara, pero Julio Carrión ya tenía muy mala cara, una palidez enfermiza en la piel, y su respiración se había convertido en un jadeo. Raquel no sabía jugar al póquer, pero estaba acostumbrada a tomar decisiones en condiciones difíciles, y a apostar.
—No creo que eso le convenga, sinceramente, porque usted, como todos los grandes constructores, dependerá en gran medida de las inversiones públicas, encargos, créditos, subvenciones, en fin… Si la gente se entera de quién es usted, de cómo se ha hecho rico, se acabaron las autopistas, señor Carrión, se acabaron los ambulatorios y los hospitales, se acabaron los colegios, los institutos, y las licencias para construir viviendas de precio libre a cambio de destinar un porcentaje a vivienda protegida —él no movió un músculo, no dijo nada, no se rió de ella, no recobró la calma, ni siquiera sonrió—. Eso funciona así, ¿verdad? Ningún partido político va a afrontar el desprestigio de seguir haciéndole rico, y si le soy sincera, no creo que ninguna empresa privada se atreva tampoco. ¿Y le parece mucho un millón de euros? He meditado sobre este tema y creo que soy bastante razonable. No pretendo hundirle, ni arruinarle, ni siquiera empobrecerle. Podría haber multiplicado mi precio por cualquier cifra, pero eso le obligaría a dar explicaciones, a desprenderse de algunas propiedades, a hacer un agujero en sus cuentas corrientes que después no le sería posible justificar. Como venganza no estaría mal, desde luego, pero yo no quiero vengarme. Lo único que pretendo es hacer un buen negocio. Y en el fondo, todo es [825] culpa suya, porque nunca habría llegado tan lejos si usted no me hubiera regalado un ático que vale otro tanto antes de saber por dónde respiraba. No creo que reunir un millón en dinero negro le resulte difícil. De lo contrario, yo misma se lo fabrico, no hay problema. Lo hago con mucha frecuencia. Sebastián le habrá contado que soy asesora de inversiones, ¿verdad? Y usted ya es cliente de la entidad para la que trabajo, lo he comprobado en los archivos que utilizo todos los días. Así que bastaría con liquidar sus fondos de una manera adecuada.
Entonces, Julio Carrión volvió a moverse. Las manos le temblaban cuando llevó la derecha al bolsillo de su camisa para sacar un pastillero de plata, cuadrado y con la tapa rayada, que tuvo que volcar sobre la mesa para coger una pastilla blanca, diminuta, que no había sido capaz de seleccionar con la agitada pinza de sus dedos. Se la metió en la boca y no recurrió al agua para tragarla, aunque a su lado había un carrito con una botella grande y varios vasos. Raquel se asustó. Le vio cerrar los ojos, dejar caer la cabeza sobre el respaldo del sillón, descansar, y comprendió que aquella escena había terminado.
Recogió las fotocopias de los documentos, volvió a meterlas en el sobre, éste en el maletín, y se levantó. Estaba segura de que no iba a pasar nada más, pero entonces Julio Carrión González, recuperado en apariencia de la crisis que parecía haber sufrido, abrió los ojos, se inclinó hacia delante, se aferró a los brazos del sillón, y habló por fin.
—Eres una hija de puta.
—Pues sí —Raquel sonrió—, pero ya va siendo hora de que alguna vez el hijo de puta se apellide Fernández, ¿no le parece?
Luego empezó a andar hacia la puerta en un estado de ánimo muy diferente del que tenía la primera vez que había salido de aquel despacho.
Estaba tan excitada que le habría gustado gritar, pero al llegar a la puerta se dirigió a él con la misma serenidad de antes.
—Sebastián conoce todos mis datos, dirección, teléfonos, correo electrónico. Espero que no tarde mucho en responderme. Soy una mujer muy impaciente.
Pero Julio Carrión González nunca pudo responder a Raquel Fernández Perea. Ése fue el único detalle que se le escapó, la única posibilidad que no llegó a medir, a sopesar, a analizar, mientras preparaba aquella entrevista, ni después, mientras elaboraba con la misma meticulosidad sus planes para el futuro.
En su empresa no encontraron ningún inconveniente en darle un crédito hipotecario sobre el ático de Jorge Juan para que pudiera pagar la casa de su abuela al contado. Después, cuando todo hubiera terminado, Raquel ya había decidido vender el ático, liquidar el crédito y [826] disfrutar de la diferencia. El resto del dinero, ese millón de euros que cobraría en cualquier momento, iría a parar a manos de Anita, para que ella, en su momento, heredara sólo la parte que le correspondiera. Robar a un ladrón tiene cien años de perdón, pero Raquel aún creía que podía elegir, y no estaba dispuesta a compartir la condición de su víctima. La forma de lograrlo era el único punto débil de sus planes. No sabía cómo conseguir que una parte de la fortuna de los Fernández Muñoz volviera a manos de su familia sin que su abuela se enfadara con ella por haber incumplido sus promesas, pero tenía mucho tiempo para pensarlo. La tardanza de la respuesta de Carrión tampoco le inquietaba. Reunir dinero negro sin levantar sospechas no es fácil, ella lo sabía, y suponía además que el dueño de Promociones del Noroeste recurriría de nuevo a Sebastián López Parra para arreglarlo todo. Por eso, cuando llegó a la notaría donde había quedado con él, estaba segura de que las escrituras que les habían reunido allí sólo representaban una parte de la operación.
—Supongo que ya lo sabes, ¿no?
Y sin embargo, cuando Sebastián le hizo esa pregunta, justo después de saludarla, comprendió al mismo tiempo que había sucedido algo importante y que era algo que escapaba a su control.
—¿Qué? —procuró parecer risueña, pero él no la siguió esta vez.
—Don Julio tuvo un infarto hace diez días, el viernes pasado no, el anterior, cuando viniste a la oficina.
—¡No me digas! —y su expresión de alarma era tan intensa que su interlocutor no dudó un momento de su autenticidad—. Pero… ¡qué barbaridad! La verdad es que lo encontré muy pálido, con mala cara…
—Sí —Sebastián asintió varias veces—. Yo también. Cuando fui a verle a su despacho, estaba ya en el pasillo. Me dijo que se iba a casa, que no se sentía bien… Me dijo también que no me enfadara contigo, que habías ido a consultarle una tontería.
—Pues sí, pero cuando me acordé ya estaba casi en la puerta, y… , bueno, son historias de familia, largas y complicadas, ya te lo dije el otro día —hizo una pausa para mirar a Sebastián, y dedujo que carecía de cualquier indicio para sospechar la verdad—. Pero eso es lo de menos, porque… Pobre hombre, ¿cómo está?
—Muy mal. Tuvo otro infarto grave hace unos seis meses y se recuperó
bien, pero antes ya había tenido amagos y su corazón está muy cascado, por lo visto… No sé, parece que los médicos no creen que vaya a salir de ésta.
No salió. Dos semanas más tarde la familia Carrión publicó la noticia de su muerte en tres periódicos de Madrid. La esquela era discreta, [827] elegante, y no informaba de la hora ni del lugar del entierro, pero Raquel Fernández Perea tuvo una corazonada. No estaba segura de que en los cementerios de Madrid le hubiesen dado esa información si la familia del difunto hubiera dispuesto lo contrario, pero en Torrelodones ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.
El primer día de marzo de 2005 amaneció un sol radiante en un cielo azul cobalto, tan puro, tan vivo, tan intenso como si fuera la ilustración de un cuento infantil. Raquel llegó al pueblo antes que el cortejo y lo dejó pasar. Cuando el coche fúnebre embocó la carretera del cementerio, cerró el suyo y se fue a un bar a tomar un café, pero hacía tanto frío que no logró entrar en calor.
Un cuarto de hora después, volvió a coger el coche y se marchó al cementerio. Allí, apartado de todos, a medio camino entre la puerta y la fosa, un hombre moreno se volvió hacia ella y la miró a los ojos. [828]
Yo tenía once años, y mis padres un chalé en el pueblo de Navacerrada. Era una casa de dos plantas con garaje y jardín, en una urbanización de parcelas de mil ochocientos metros cuadrados, todas iguales, aunque algunas tenían piscina y otras no. Situada en la falda de un monte sembrado de pinos, ofrecía un escenario clásico para un veraneo de clase media tirando a alta. Sin recinto vallado ni vigilancia de ninguna clase, tenía calles de tierra, una explanada con espacio suficiente para jugar al fútbol y una docena de niños de mi edad.
—¿Rafa?
—Sí.
—Hola, soy Álvaro.
Cuatro años después, mi padre construyó en La Moraleja una casa para vivir todo el año, con un jardín tan grande que nunca llegamos a usarlo entero y una piscina en la que cabía varias veces la que teníamos en Navacerrada. Su familia había dejado de pertenecer a la clase media, y en consecuencia, aquel chalé se vendió. Aparte de mí, nadie pareció lamentarlo mucho. Mis hermanos mayores ya lo eran demasiado como para apreciar la monotonía de los veranos en la sierra, y Clara aún no había descubierto la libertad desde el manillar de una bicicleta, pero yo había sido muy feliz en aquel lugar, y siempre tendría una cicatriz en la pierna izquierda para recordarlo.
—Ya, me imaginaba que ibas a llamar.
—¿Estás en la oficina? Tengo que hablar contigo.
—Ahora no, Álvaro, son casi las dos y media…
Aquella tarde habíamos ido a la presa en bici. Lo teníamos expresamente prohibido y por eso lo hacíamos. Para llegar hasta allí, había que pedalear durante un buen trecho por una carretera peligrosa, con mucho tráfico, y cruzarla después para alcanzar la gloria, el puente que se elevaba sobre el dique del embalse. Los pescadores ni se molestaban en volver la cabeza para mirarnos, pero nosotros nos sentíamos muy orgullosos de aquella hazaña que se agotaba en sí misma, porque una [829] vez arriba no había gran cosa que hacer, mirar el agua, dejar las bicis en un recodo para descansar en la hierba que recubría las lomas del otro lado del puente, advertirnos los unos a los otros en voz alta que aquello era ya Becerril, y no Navacerrada, y pensar en el camino de vuelta, una cuesta abajo mucho más temible que el repecho que habíamos tenido que coronar a la ida.
—Bueno, entonces podemos comer juntos.
—No, no puedo. He quedado con un asesor de la Consejería de Obras Públicas de Castilla–La Mancha.
—¿Y a qué hora vuelves a la oficina?
Hasta que a alguien se le ocurrió que existía más de una manera de hacer carreras. La culpa la tuvo el Tour, o la Vuelta a España, esas etapas
que veíamos juntos todas las tardes en una casa o en otra, respetando siempre un turno establecido para que no se enfadara la madre de ninguno y frecuentando lo menos posible las que tenían piscina, para poder seguir bañándonos juntos todas las mañanas sin que ninguno recibiera quejas por los abusos de su pandilla. No teníamos cronómetro, pero sincronizábamos nuestros segunderos antes de empezar, como en las películas de espías, y corríamos contra el reloj en la calle donde terminaba la urbanización, aunque para celebrar las finales subíamos siempre hasta el puente de la presa.
—A las cinco, pero… No sé, Álvaro, tampoco hace falta que quedemos hoy, ¿no? Ya sé que has dejado a Mai, y sé que la has dejado por otra, y yo no digo nada, por cierto, prefiero suponer que sabes lo que haces y por qué lo haces. Ni Isabel ni yo tenemos la menor intención de intervenir en esto, así que…
—Ya, pero es que tengo que hablar contigo también de otras cosas.
—¿Sí? Bueno, pues entonces…
Aquella semana yo no me había clasificado, pero entré en el puente esprintando, de pie sobre los pedales, el cuerpo oscilando a un lado y a otro. Supongo que pretendía demostrarme a mí mismo, y a los demás de paso, que sólo había tenido un mal día, pero que seguía siendo de los mejores, de los más rápidos. Quizás nunca lo fui tanto como aquella tarde, porque bastó con que la rueda rozara con el bordillo para que la bicicleta saltara por los aires y yo con ella. Aterricé de perfil sobre uno de los pedales de la bici del chico que marchaba, y que cayó, detrás de mí. Era un modelo antiguo, de bordes dentados, y el filo metálico se me clavó en la pantorrilla izquierda como si fuera una esquirla de metralla.
—Voy a verte a las cinco, ¿vale?, y otra cosa… ¿Te importa que llame a Angélica para quedar con ella allí también? [830]
—A mí no, pero te advierto que a ti sí debería importarte. Está hecha una fiera. No sé si sabes que quien habló con Mai fue ella.
—Sí, ya lo sé, me lo ha contado Julio. He estado tomando una cerveza con él, se acaba de ir. Pero tengo que hablar con Angélica igual, quiero hablar con todos vosotros.
La primera vez que intenté levantar la pierna del pedal, moví la bici entera. El metal estaba demasiado incrustado y mis amigos tuvieron que ayudarme. Cuando tiraron de mi pie para arriba, aullé de dolor, pero eso no me impresionó tanto como el chorro de sangre que brotó de la herida. Me había hecho un buen destrozo y estaba solo, con once años y entre otros chicos de once años, lejos de casa, lejos del pueblo, en el puente de la presa. Mi eterno competidor, el otro ciclista más veloz de la pandilla, había ido ya a avisar a mis padres, pero la sangre no paraba de brotar, y entonces me acordé de los tebeos de Hazañas Bélicas, y de esas películas sobre la guerra del Pacífico que solía ver con papá y con Julio los sábados por la noche. Lo había visto hacer muchas veces, sabía por qué, para qué se hacía, y no vacilé. Me quité la camiseta, la rasgué por la costura, me la lié justo encima de la herida y apreté muy fuerte con la ayuda de un palo que hizo las funciones de tornillo. Al ponerme de pie, la herida me dolía tanto que creí que iba a desmayarme, pero no me quejé, porque la expectativa de la bronca y el castigo me daba mucho más miedo que el aspecto de mi pierna. En
aquella época, yo ya lloraba poco, muy poco, casi nunca, pero sabía que mis padres estaban en casa y que sería él quien vendría a buscarme, porque mamá nunca había aprendido a conducir.
—Muy bien, como tú quieras. Entonces nos vemos a las cinco… Cinco y media, mejor.
—Vale, a las cinco y media.
—Bueno, te tengo que dejar, que llego tarde…
Fue papá el que vino, y muy deprisa. Cuando su coche enfiló el puente, sentí que me quedaba sin aire, pero pude ver su cara antes de que aparcara, y en ella ni rastro de la furia que esperaba. Cerró la puerta sin echar la llave y vino hacia mí casi corriendo, con el ceño fruncido de preocupación y un gesto alarmado, pero también compasivo, que me pareció más digno de su mujer. Nunca había visto aquella expresión en su rostro, y tampoco había escuchado nunca el temblor de aquella voz. ¿Qué te ha pasado, hijo? Entonces llegó hasta mí, me cogió por los hombros, me miró con atención, me besó en la frente. Me he caído y me he hecho una herida en la pierna, le dije, y él ya estaba en cuclillas, mirándola. ¿Y esto?, preguntó señalando mi camiseta con un dedo. Estaba sangrando mucho y me he hecho un torniquete, [831] le expliqué, y volvió a levantarse, me miró, sonrió. Eres muy valiente, Álvaro. Me abrazó, le abracé, y me sentí muy feliz de repente, muy orgulloso de llamarme Carrión, de ser su hijo.
—¿Sí?
—Hola, Angélica, soy Álvaro.
—¡Hombre! Contigo quería yo hablar. Estarás contento, ¿no?
Luego pasó su brazo derecho por debajo de los míos y me advirtió que no apoyara la pierna herida antes de ayudarme a llegar hasta el coche. Mis amigos nos abrieron paso, en sus ojos una luz unánime de simpatía, casi admiración por aquel hombre que era mayor y sin embargo sabía comportarse como un igual, un compañero. Aquel invierno, mi padre había cumplido cincuenta y cuatro años, no muchos menos de los que tenían los abuelos de algunos chicos de la urbanización, y aunque no los aparentaba, el dato de su edad bastaba para inspirar en ellos un respeto fronterizo con el temor. Todos, sin excepción, preferían tratar con mi madre, que era tan joven como las suyas, muy rubia y apacible en apariencia, pero aquella tarde aprendieron que Julio Carrión era un hombre extraordinario, y esa condición se reveló con una intensidad que nunca habían sospechado cuando me acomodó en el asiento trasero y, antes de coger el volante, se quedó de pie junto a la puerta, les miró, les sonrió y les dio las gracias por haber ayudado a su hijo. A partir de aquel momento, habrían hecho cualquier cosa por él.
—Mira, Angélica, lo que no estoy es dispuesto a discutir contigo.
—Pues me temo que no te va a quedar más remedio, porque lo que has hecho no tiene nombre, Álvaro, en serio. ¿Tú sabes cómo está tu mujer? ¿Sabes que la has destrozado? ¿Y tu hijo? ¿Es que no has pensado en él? No entiendo cómo has podido…
—Refréscame la memoria, Angélica. Tú te liaste con Adolfo antes de dejar a Nacho, ¿verdad?
Cuando salimos del puente, le pregunté adónde íbamos. Primero a casa, me contestó con voz serena, a avisar a mamá y a que te pongas otra camiseta, no puedes ir por ahí medio desnudo… Y luego a Madrid, a que te
cosan esa pierna en un hospital. Pero podemos ir al médico del pueblo, ¿no?, propuse yo, dispuesto a minimizar mi responsabilidad, y él negó con la cabeza. No, dijo luego, no me fio. Prefiero llevarte a un hospital, sólo tienes dos piernas, que yo sepa, y no me cuesta ningún trabajo… Entonces llegamos a casa y mi madre vino corriendo hacia el coche, abrió la puerta, me cubrió de besos, me miró la herida, empezó a chillar. ¡Pero, bueno, Angélica!, y aquella tarde, su marido sólo la regañó a ella, si no ha sido nada, un simple accidente, [832] ¿qué quieres, asustar al niño? Vete a por una camiseta, anda, y mete un pijama para cada uno en una bolsa, y los cepillos de dientes, por si nos tenemos que quedar a dormir en Madrid…
—Sí, pero Nacho ya me había dejado a mí una vez, acuérdate. Se largó con una enfermera y estuvo tres meses fuera de casa, y luego, cuando volvió… Bueno, da igual. Mi caso no tiene nada que ver con el tuyo, Álvaro.
—No poco.
—¡No! Nada en absoluto. Mi matrimonio era un desastre, hacía años que estaba muerto y tú lo sabes, lo sabe todo el mundo.
El era así, capaz de transmitir serenidad, confianza. Era muy difícil llevarle la contraria, y aquella tarde, su mujer ni siquiera lo intentó. Entonces dejé de sentirme culpable y empecé a vivir lo que estaba ocurriendo como una aventura, hasta un privilegio. Lo fue. Mientras conducía hacia Madrid, sólo me preguntó dos veces si me dolía la pierna, y le mentí. No mucho, dije, y él me contó una historia antigua y emocionante de la que nunca me había hablado antes y que nunca le escucharía repetir después, un episodio que parecía la secuencia de una película, Romualdo Sánchez Delgado, que había estado jugando al fútbol conmigo hacía sólo un par de domingos, inconsciente y con medio cuerpo congelado, y mi padre, su amigo Eugenio, cada uno con una pistola en la mano, advirtiendo en español a un médico alemán que le matarían allí mismo si se le ocurría amputarle la pierna. Así que ya ves, me dijo, cuando empezábamos a distinguir a lo lejos la torre de La Paz, soy un especialista en salvar piernas y esta vez ni siquiera voy a tener que sacar la pistola, ¿no? Y yo me eché a reír, y volví a asegurarle que no me dolía, y a sentirme feliz, orgulloso de él, de ser su hijo.
—Vale, Angélica, en eso llevas razón. Pero eso no cambia nada. Tú te enamoraste de otro hombre y yo me he enamorado de otra mujer. Entonces era tu vida y ahora es la mía. Cada uno toma sus propias decisiones, ¿no?
—No es lo mismo, Álvaro.
—Pues, mira, probablemente no, pero seguro que se parece bastante.
El torniquete se lo ha hecho él mismo, doctor, con su camiseta y un palo que ha encontrado tirado en el suelo, ¿qué le parece? Después de sonreír con mi padre, el médico, que era joven y simpático, examinó la herida, se me quedó mirando, me sonrió a mí. Eres muy valiente, Álvaro, escuché por segunda vez en una sola tarde, esto tiene que haberte dolido mucho. Yo no contesté, y él volvió a dirigirse a mi padre. Le vamos a poner anestesia local para coserle. Se va a quedar con un buen siete, pero si cicatriza bien, no va a tener ningún problema… [833] Él asintió con la cabeza, sonriendo siempre. No tenía miedo, y eso bastaba para que yo tampoco lo tuviera. Cuando terminó con el vendaje, que era muy aparatoso, el médico se puso serio para advertirme que lo más importante de todo era que no apoyara el pie. Ya sé que es una faena hacer reposo en mitad del verano,
pero no te va a quedar más remedio, y para eso también hace falta ser valiente… Luego, papá me enseñó a andar con muletas y aprendí bien, muy deprisa, tanto que, al llegar al coche, estuve seguro de que iba a llevarme de vuelta a Navacerrada. Pero me abrió la puerta del copiloto y condujo en dirección contraria, hacia una marisquería carísima que estaba en la calle Fuencarral, muy cerca de la glorieta de Bilbao. Yo sólo había ido allí una vez, en uno de sus aniversarios de boda, pero él debía frecuentarla bastante, porque los pocos camareros que no estaban de vacaciones le saludaron por su nombre, me alegro de verle, don Julio.
—Yo creo que no.
—Pues yo estoy seguro de que sí. Y además, yo no soy como Julio, Angélica, yo no le ponía los cuernos a Mai, no andaba detrás de todas las mujeres con las que me tropezaba. Estoy seguro de que tú lo sabes, porque ella lo sabe también.
—Claro que lo sabe. Por eso está dispuesta a perdonarte, está deseando que vuelvas a casa. Piénsalo, Álvaro. No puedes tirar tu vida entera por la borda por un simple capricho.
Ya sé que agosto no tiene erre, le dijo al maitre cuando nos sentamos a la mesa, pero estoy seguro que podrá usted hacer algo por este héroe del ciclismo. Desde luego, aquel hombre sonrió antes de empezar a servirnos una cena maravillosa, pero ni las cigalas, ni los percebes, ni el centollo me gustaron tanto como estar allí, con mi padre, cenando juntos como dos compañeros, dos camaradas. Nunca había estado tantas horas a solas con él, y nunca había pensado que pudiera ser tan fácil, que encontraríamos tantas cosas de las que hablar, que nos reiríamos tanto. Aquella noche fue una de las más grandes de mi vida, tal vez la mejor que había vivido hasta entonces, o al menos así la recordaría después, y cuando salimos del restaurante era muy tarde, y no podía iluminarnos otra luz que la de las farolas, pero yo vi un resplandor amarillento y cálido acariciando el cuerpo de mi padre, rodeando su cabeza como un halo imposible, distinguiéndolo de los árboles y los edificios, de los coches y los transeúntes, y aquella luz me abrazó a mí también, me fundió con él en un lugar aparte, y nunca podré recordarlo de otra manera, mi padre y yo brillando juntos en la oscuridad compacta de una noche de agosto, en la ciudad desierta del verano de mis once años. [834]
—No es un capricho. Y no voy a volver.
—Pues te equivocas. Te vas a equivocar y lo siento por ti. Porque tienes una mujer estupenda, y una vida buenísima, Álvaro. Mai y tú habéis sido siempre muy felices, daba envidia veros, y lo sabes, y de repente…
—Mira, Angélica, no quiero seguir discutiendo sobre esto. Tú no sabes nada de mí y no te lo voy a contar ahora. Pero tengo que hablar contigo. De papá. Por eso te he llamado.
Nunca he olvidado aquella luz que estaba en nosotros, que éramos nosotros, que nos acompañó hasta la calle Argensola, y me sostuvo en el portal mientras él aparcaba, e inundó el ascensor, el recibidor, el pasillo, y se hizo más fuerte mientras mi padre me ayudaba a ponerme el pijama, y me tapaba como a un niño pequeño, y me besaba antes de acostarse en la cama de al lado, por si los calmantes no hacían el efecto previsto y el dolor me despertaba en la mitad de la noche. Aquella luz no se extinguió ni siquiera
cuando nos quedamos a oscuras y de repente sentí que no podía quedarme dormido sin hablar, sin contarle lo que me pasaba. Te quiero mucho, papá, le dije entonces. Y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Eso me dijo, y la felicidad me escoció en los ojos, mis ojos de niño valiente, que sólo tenía once años pero aquella tarde no había llorado, que ya lloraba poco, muy poco, casi nunca.
—¿De papá? ¿Y qué tienes que decirme tú de papá?
—Algunas cosas que no se pueden contar por teléfono. He quedado con Rafa en su despacho, a las cinco y media. ¿Puedes venir?
—Sí, pero iré solamente si me prometes que vas a pensar muy bien en lo que acabo de decirte.
Al día siguiente, los dos nos levantamos de muy buen humor. Bajamos a desayunar a la calle y hablamos poco. Ya no hacía falta. Fuimos oyendo la radio en el viaje de vuelta y también recuerdo el sol, el viento que entraba por la ventanilla, las canciones del verano que tarareamos a dos voces. Luego, mamá se hizo cargo de mí. Me abrazó, me sobó, me besó un millón de veces, y sacó una butaca de mimbre al porche, colocó delante un taburete para que apoyara el pie, me preguntó qué me apetecía leer, escuchar, comer, beber, se ofreció para jugar conmigo a todos los juegos de mesa que teníamos en casa y yo me dejé mimar, pero respondí con una sonrisa a todas las sonrisas con las que su marido glosó aquella escena, y con una mirada de inteligencia a todas las que me dirigió durante aquellos días. Dos semanas después, ella se empeñó en venir con nosotros a Madrid, y soltó un chillido al ver la cicatriz, que no era un siete sino más bien una zeta [835] mayúscula en el centro de mi pantorrilla izquierda. ¡Angélica, por Dios, que no es una niña! Mi padre se echó a reír. Además, en cuanto empiecen a salirle pelos, ni se le nota… En eso también tuvo razón. Yo era el único de sus hijos que había salido a él, y mis piernas se cubrieron pronto de un vello oscuro y rizado, capaz de ocultarlo todo excepto que soy, que siempre seré, hijo de Julio Carrión González.
—Angélica, por favor… Tengo cuarenta años.
—Precisamente por eso. Es la mejor edad para hacer tonterías.
—Bueno, pues ya está. Yo te he avisado y no voy a prometerte nada, pero si quieres venir, allí nos vemos.
Cuando acabé de hablar con mi hermana Angélica, la pierna volvía a dolerme. Sentía la cicatriz, su forma exacta, el dibujo que trazaba sobre mi piel, el miedo, la valentía y aquel viejo dolor, calor y frío, los labios de la herida blandos, ensangrentados, quemando la carne, hundiéndola hacia dentro. Hacía muchos años que no lo recordaba. Aquel día no habría querido recordarlo, y sin embargo la pierna me dolía, la luz brillaba, me iluminaba con tanta fuerza como si nunca se hubiera apagado, como si nada pudiera extinguirla. Sentado a solas en una cafetería del Paseo de La Habana, ante una mesa de madera oscura que tendría cualquiera de esos misteriosos nombres africanos que Mai habría sabido adjudicarle sin vacilar, aún podía verle frente a mí, en otra mesa con un mantel rosado, una vela encendida y una imponente fuente de marisco entre los dos, su sonrisa grande, poderosa, su cabeza magnífica. Veía a mi padre aquella noche de verano, un resplandor amarillo y tierno nimbando su rostro, y me veía a mí mismo, tal y como era entonces, pequeño y valiente, orgulloso, feliz de estar con él, de ser
el hijo de un hombre extraordinario. No había elegido aquel recuerdo, no habría querido recuperarlo, pero no pude arrancar sus ojos de los míos. Mi memoria había elegido por mí, y había querido devolverme aquel dolor, aquel amor, tan sólido y sincero, tan auténtico, que nada, nadie, podría acabar con él, herirlo, derrotarlo.
—Póngame otro whisky, por favor. Y algo para picar.
—Ahora mismo le traigo la carta.
—No, no quiero comer. Con unos panchitos tengo bastante.
Yo amaba a mi padre. Le quería, le admiraba, le necesitaba. Quizás no lo había olvidado pero me las había arreglado para no recordarlo mientras leía la carta de mi abuela, y después, cuando Raquel me habló de Julio Carrión González, joven y seductor en la derrota, en la victoria, en el desastre final, definitivo. Un mentiroso, un tramposo, un traidor, un ladrón, un estafador, un oportunista, un hombre sin moral, sin sentimientos, sin escrúpulos, una mala persona. Todo eso era fácil, [836] había sido fácil escucharlo, aprenderlo, encajar cada dato, cada secreto, en el perfil de un personaje de ficción, un desconocido de nombre familiar que era mi padre, sí, y el de mis hermanos, el marido de mi madre, pero nada más. Mientras mi propio amor estuvo ausente, esas dos palabras, mi padre, no fueron más que una etiqueta, una expresión útil para clasificarle, un título sin demasiado contenido. Julio Carrión González había sido mi padre y yo su hijo, su heredero pero no su cómplice. Hasta que mi memoria me traicionó para serme fiel, y todas las palabras recobraron de golpe su sentido.
—¿Me trae la cuenta, por favor?
—Aquí tiene, señor.
—Gracias, quédese con la vuelta.
Había aprendido a amar a Raquel Fernández Perea por encima del amor de mi padre. Ahora tendría que aprender a amarla al margen de ese amor, y de todas sus mentiras. Entretanto, me había ido rompiendo por dentro, al principio suavemente, un pequeño crujido en la conciencia, la insidia de unos pocos objetos vergonzosos, las torpezas de mi imaginación y el furor con el que había decidido exterminarlas. No había sido sencillo pero tampoco demasiado complicado, hasta que la verdad se ató a mis brazos, a mis piernas, y empezó a galopar en cuatro direcciones distintas, y sentí la tensión, el desgarro de un desmembramiento que nunca podría reparar. Dispuesto a recomponerme como fuera, tuve que aceptar que las articulaciones no volverían a ser las mismas, que mis huesos no se soldarían en los ángulos que formaban antes y mi cuerpo arrastraría para siempre las secuelas de aquel proceso, miembros amputados, de longitud dispar, la huella de la sangre, una cojera leve, o no tan leve, un dolor sostenido, sordo y fatigoso, en el amanecer de los días nublados. El amor lo puede todo, y entre quedarse con algo y quedarse, sin nada, cualquiera escogería quedarse con algo. La nada no puede compararse excepto consigo misma, el amor tampoco.
—¿Me da una butaca para la sesión de las tres y media?
—¿Para qué sala?
—Pues… Para la que sea, no sé, la dos…
El amor no puede compararse excepto consigo mismo, y tampoco se puede deshacer, no se puede mentir, no se puede obviar mientras exista. Por
muy inconveniente, por muy indeseable, por muy terrible que sea. En la calle hacía calor, en el cine frío, pero la sonrisa de mi padre llenaba la pantalla, y yo escuchaba su voz cálida, segura, eres muy valiente, Álvaro, y la mía, ronca de emoción, te quiero mucho, papá, y otra vez la suya, y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Nada de [837] lo que había pasado ya, nada de lo que pudiera pasar en el futuro, borraría ese rostro, apagaría esas voces. La pierna me dolía tanto que tenía el cuerpo encogido, los ojos me picaban de ganas de llorar las lágrimas que tenía guardadas desde aquel verano, aquella noche blanca y luminosa en la que me sentí feliz, orgulloso de ser hijo de Julio Carrión González. Habían pasado casi treinta años y no había dejado de serlo, ésa era una de las pocas cosas que nunca podrían cambiar, pero en los últimos días, mientras el mundo entero se venía abajo, había logrado olvidar que le quería, que le admiraba, que le necesitaba. No lo había recordado hasta aquel momento, y sólo en aquel cine con aire acondicionado, donde se proyectaba una película de la que jamás me acordaría después, me di cuenta de lo que significaba aquel amor que había podido con todo, que lo había resistido todo, que no cedía a la razón, ni al corazón, porque era yo, como Raquel, como mi cuerpo, como mi nombre.
—Perdone, pero había quedado con mi hermano Rafa y no está en su despacho.
—Es que éste ya no es su despacho. Se ha trasladado al de don Julio, bueno, al de su padre.
—Ya… ¿Y Julio?
Había tenido que aprender a amar a Raquel por encima del amor de mi padre, y ahora tendría que aprender a seguir amando a mi padre al margen de mi amor por Raquel y de mi propia voluntad. Y nada sería tan duro, nada tan difícil ni tan raro como aceptar esa soledad nueva y más cruel, la conciencia de ese amor que no deseaba pero tampoco podía dejar de sentir, por más que despreciara a aquel hombre, por más que me avergonzara de él, por más que me humillaran su historia y su codicia. Yo no me merecía un padre así, pero nunca iba a tener otro. Él no se merecía el amor de un hijo como yo, pero yo nunca podría dejar de quererle. Era mi padre, y eso lo explicaba todo, lo estropeaba todo, era mucho más que una frase, tres palabras. Era mi padre. Lo comprendí entonces, cuando estaba a punto de apretar el gatillo, de encender la mecha, de activar el detonador que haría saltar por los aires a Julio Carrión González al menos para mí, al menos en mi vida, de una vez y para siempre. El hombre más simpático del mundo, el seductor congénito, el encantador de serpientes, el hechicero de su propio talento, el autodidacta brillantísimo, el triunfador sin derrotas, iba a desaparecer del horizonte de su familia al menos por unas horas, y ni siquiera la ceguera del más ciego de sus hijos lograría devolverlo entero, sano y salvo, sin mancha ni quebranto, a la cartulina dorada donde su mujer había pegado nuestras cabecitas recortadas. [838]
—Julio se ha quedado en su despacho de siempre. Él…, bueno, ya sabe, no le da tanta importancia… En fin, ¿quiere que le acompañe?
—No hace falta, gracias.
—Hasta luego, entonces.
Julio me había advertido que no llamara a Rafa y sabía por qué me lo decía. Yo también. Por eso le había llamado. Si no hubiera quedado con él y
con Angélica, no habría pasado nada. Julio se habría cuidado de mantener nuestra conversación en secreto hasta que hubiera logrado olvidarla, y tampoco habría tardado mucho, porque a él no le interesaban esta clase de asuntos. En eso se parecía a Clara, no era como yo, no era como Rafa. Pero yo sabía lo que iba a hacer, y sabía por qué lo hacía. Después, mis hermanos mayores se preguntarían por mis razones y nunca las entenderían del todo. Pensarían que había querido vengarme de mi padre en ellos, que me había vuelto loco de pronto, que me había dejado llevar por una ira incomprensible, que me movía un odio repentino o una extraña variedad de fanatismo ideológico, incentivado por una pasión sexual que no me convenía y que acabaría arruinando mi vida sin remedio. Todo eso llegarían a suponer, pero yo estaba muy tranquilo, muy seguro de mis actos y de los motivos que los impulsaban. Quería hablar. Quería escuchar. Sólo eso, nada más que eso. Quería contar en voz alta lo que nunca había contado nadie y quería escuchar en voz alta las palabras que nunca había escuchado. Quería que supieran lo que yo pensaba, lo que yo sentía, y averiguar qué pensaban, qué sentían ellos al saber del hombre que había sido su padre. Parecía muy poco pero era mucho, porque había pasado el tiempo, y el silencio pactado para encubrir la verdad había terminado por suplantarla. Ahora la verdad era aquel silencio sólido, duro, imperturbable, la verdadera inexistencia de datos, de palabras, de recuerdos, y los labios cerrados, y las conciencias mudas, y la exquisita indolencia de la riqueza. Había pasado mucho tiempo, pero no demasiado, porque nunca es demasiado. Había pasado mucho silencio, tanto que su duración parecía una garantía de eternidad, pero yo iba a romperlo. Aquello no iba a acabar bien, y eso también lo sabía.
—Buenas tardes, he quedado con mi hermano Rafa…
—Sí, pase, le está esperando.
—¿Y Angélica? Ha venido también, ¿verdad?
La secretaria me lo confirmó con un gesto, y al empujar la puerta recordé uno de mis cumpleaños, el séptimo debió de ser, el octavo quizás. Yo había pedido un futbolín de sobremesa que estaba agotado en todas las jugueterías, y por la tarde, cuando volví del colegio, me encontré con un premio de consolación, un juego de magia, el archisabido [839] regalo que mis hermanos mayores ya habían recibido más de una vez. Mi decepción fue tan grande que empecé a protestar cuando el paquete todavía estaba a medio abrir, y mi madre se ofendió, se enfadó mucho conmigo. Mi padre no dijo nada, pero al día siguiente apareció con una caja enorme. Con un mago en la familia tenemos bastante, le escuché decir mientras lo abría, y luego, muchos años después, volvió a regalarme aquel mismo futbolín que yo ni siquiera sabía cuándo habían guardado en el trastero. Mi hijo Miguel acababa de nacer y entró con él en la habitación del hospital. Como ha sido niño…, murmuró mientras nos abrazábamos.
—Hola.
Rafa estaba sentado en la silla de papá y no hizo ademán de levantarse. Angélica ocupaba una de las dos butacas reservadas a las visitas, al otro lado de la mesa, y tampoco se movió, pero yo fui a saludarles a los dos, primero a él, luego a ella, y me devolvieron los besos de pie, con
una frialdad que me convenció de que ya sabían para qué los había convocado aquella tarde.
—Mira, Álvaro… —Rafa me lo confirmó enseguida, mirándome a los ojos mientras jugueteaba con un portaminas de acero, fino, elegante, idéntico a los que solía usar mi padre, al que Raquel me dio como si hubiera sido suyo, quizás el último que usó en su vida—. Ya sé que te están pasando muchas cosas a la vez, y que son importantes, y por eso… Bueno, es lógico que estés nervioso, excitado, ¿no? Antes, cuando me has llamado por teléfono, me has contado que ya habías visto a Julio, y como me extrañaba mucho todo esto, yo también he hablado con él. Lo primero que me ha dicho es que te había pedido que no me llamaras, y tendrías que haberle hecho caso, ¿sabes?, porque…
Hizo una pausa para mirar a Angélica, pero ella no quiso intervenir. Entonces, volvió a mirarme y siguió hablando en el mismo tono, lento, precavido y aún amable, aunque ya impregnado de un elaborado efecto de superioridad.
—No nos vas a contar nada que nosotros no sepamos. Es una historia muy antigua, que a estas alturas carece por completo de importancia en cualquier sentido, y que además no debemos valorar, porque no podemos hacerlo. Ni tú, ni yo, ni nadie que no haya vivido aquella época, nadie que no haya tenido que tomar decisiones en unas circunstancias tan terribles que ni siquiera las podemos imaginar. Así que, antes de que empieces, te voy a decir dos cosas. La primera es que nada [840] de lo que me cuentes va a hacer cambiar mi opinión sobre papá. Y la segunda es que… —me dedicó una sonrisa irónica—. En fin, Julio ya me ha contado esa historia del teléfono apuntado en una nota, dentro de una carpeta con papeles de la División Azul, pero la verdad es que no me he creído ni una palabra, Álvaro. Prefiero decírtelo desde el principio. Esa tía no es trigo limpio. Estoy seguro de que fue ella la que te encontró a ti, y más seguro todavía de que lo único que quiere es tu dinero.
Lo dijo con tanta seguridad, en un tono tan solemne, que me hizo sonreír.
—¿Y se puede saber de qué te ríes? —mi reacción le había picado—. A mí no me parece gracioso.
—A mí sí —contesté, pero no quise precipitar las cosas, así que me contenté con mirarle, y miré a Angélica antes de empezar a hacer mis propias preguntas—. Decidme una cosa, ya que lo sabéis todo… ¿Sabéis también que la abuela Teresa, la madre de papá, murió de una neumonía infecciosa el 14 de junio de 1941, cuando estaba presa en el penal de Ocaña?
—Eso no es verdad —Angélica abrió la boca por fin.
La abuela Teresa murió en plena guerra, en verano del 37, creo, y de tuberculosis, Álvaro, lo sabes de sobra, todos lo sabemos.
—No, Rafa —le miré, miré a mi hermana, y vi que los dos me miraban con la boca abierta, una expresión de asombro todavía pura, incontaminada de otras emociones—. Lo que sabemos es lo que papá nos contó, lo que quiso que creyéramos, pero no es la verdad. En junio de 1937, la abuela abandonó a su marido, pero estaba viva, muy viva. Le escribió a su hijo una carta de despedida, porque él no quiso marcharse con ella. La tengo yo. La
encontré en su despacho de La Moraleja, en esa carpeta de cartón azul que tú no crees que exista. Pedí una copia de su partida de defunción, os la puedo enseñar cuando queráis. La abuela murió en Ocaña, presa, o penada, como dicen los papeles que me mandaron del registro. En 1939 la juzgaron y la condenaron a muerte por un delito de auxilio a la rebelión. Después, le conmutaron la pena por treinta años de prisión.
Mi hermano no reaccionó, pero su cara estaba tan blanca como si se hubiera quedado sin una gota de sangre en el cuerpo. Angélica, que era más inteligente pero carecía en absoluto de cultura política, se limitó a ponerse nerviosa.
—Pero, no lo entiendo… —dijo, revolviéndose en la butaca—. ¿Y eso qué es, qué significa? ¿Por qué estaba en la cárcel? ¿Qué es lo que había…? [841]
—¿Hecho? —le pregunté, y ella asintió—. Nada. No había hecho nada. No la metieron en la cárcel por lo que había hecho, sino por lo que era. Era socialista. Y republicana, por descontado.
—¿Pero qué dices, Álvaro? —y dejó escapar una risita nerviosa de la que tal vez ni siquiera fue consciente—. Eso no puede ser… ¿Socialista, la abuela?
—Sí, socialista —yo también sonreí, al comprobar que el trabajoso izquierdismo que mi hermana parecía haber adquirido por vía seminal, era tan débil que no llegaba a traspasar la superficie, a arañar siquiera su antigua convicción de que las víctimas siempre se merecen la suerte que han corrido—. Militante del Partido Socialista Obrero Español. De la agrupación de Torrelodones, claro. Igual que el abuelo de tu marido, aquel al que tiraron vivo a un pozo, en Canarias, porque él también era socialista, estaba afiliado a la UGT, ¿verdad?
No quiso confirmarlo en voz alta pero me dio igual, porque yo lo sabía. Ella también, aunque se limitara a taparse la boca con una mano para mirarme con ojos de alucinada. En ese momento, me volví hacia mi hermano y comprobé que el color no sólo había regresado a su rostro, sino que se había incrementado sobre sus mejillas en una peligrosa proporción.
—Y tú ¿con qué derecho te llevas nada del despacho de papá? —me preguntó con el cuerpo inclinado sobre la mesa, los puños apretados contra el tablero como si pretendiera hundirlo en el suelo.
—Con el mismo que tú, Rafa —no me daba miedo, y se dio cuenta—. Cuando llegué, en la pared había varios huecos. Lisette me dijo que te habías llevado algunas fotos, y que Julio había cogido el retrato de mamá que papá tenía en un marco de plata. Pensé que había empezado la barra libre.
—No es lo mismo.
—No, en eso tienes razón. Pero vosotros no tuvisteis la curiosidad de buscar nada. Yo sí, y por eso encontré esa carpeta, aunque no la quiero para mí solo, ya lo ves. Os estoy contando lo que había dentro y puedo haceros copias de todo. Hay papeles muy interesantes, por cierto.
—Para mí no, desde luego —Rafa se relajó, volvió a reclinarse en el sillón, buscó de nuevo refugio en la arrogancia—. ¿Que la abuela era socialista? Pues muy bien. Eso pasa hasta en las mejores familias, ya se sabe. ¿Que la metieron en la cárcel después de la guerra? Normal, para eso
la habían ganado, ¿o no? Si las cosas hubieran sido al revés, los rojos habrían hecho lo mismo. ¿Y qué más?
—Mucho más —sonreí—, pero prefiero ir por partes. De momento, reconoceréis que ya os he contado una cosa que no sabíais. Bueno, en [842] realidad son dos. Primero quién era la abuela. Y segundo, quién era papá. Un hombre capaz de renegar de su madre, de enterrarla en vida, de mentir sobre ella a sus propios hijos…
—¡No! —Angélica me interrumpió con una súbita violencia—. Eso no es verdad, Álvaro, eso no es así, no puede ser así. Papá debió de tener motivos, razones para hacer lo que hizo. ¿Por qué te pones de parte de la abuela y en contra suya, vamos a ver? A papá lo conocíamos, a ella no. No sabemos nada de la abuela, no podemos saber qué clase de persona era, igual… —huyó de mis ojos para buscar consuelo en los de Rafa—. En aquella época, todos hicieron cosas horribles, ¿o no?, las mujeres también. Igual era… No sé. Si la condenaron a muerte, a lo mejor fue porque había matado a alguien, o lo había denunciado. Madrid estaba llena de checas, torturaban a la gente, la mataban por leer el Abc…
—La abuela era maestra —miré a mi hermana, a mi hermano, respiré hondo, me asombré de mi serenidad, la tranquilidad con la que hablaba—. Daba clase a los párvulos en la escuela de Torrelodones. Era una militante muy activa, con responsabilidades en el partido, sólo a nivel local, pero responsabilidades al fin y al cabo. Y era también una mujer libre, muy valiente, eso sí. Hablaba en los mítines, presidía comités, ayudaba a los refugiados… Los franquistas condenaban a muerte a las personas como ella, dirigentes de partidos de izquierdas que no habían cometido ningún delito, siempre por lo mismo, auxilio a la rebelión, aunque fueran ellos quienes se habían rebelado. Ellos empezaron, y después, ellos desencadenaron el terror de una forma ordenada, sistemática, nada que ver con los crímenes individuales y espontáneos de la zona republicana. Eso fue lo que pasó, nada más. Lo siento por ti, Angélica —sonreí, aunque no sé si mi hermana llegó a percibir la ironía—, pero tu abuela nunca mató a nadie, nunca torturó a nadie, nunca denunció a nadie. La gente de su pueblo la adoraba.
—Eso no lo sabes —Rafa estaba todavía menos dispuesto a digerir mis sonrisas—. Te estás montando una fantasía…
—No —le interrumpí—. Os estoy contando la verdad. En Torrelodones todavía hay gente que se acuerda de ella. Encarnita, la dueña de la farmacia, sin ir más lejos. ¿Sabéis quién es, verdad?, la vimos en el entierro de papá. Luego fui yo a verla un día, a su casa, y ella me contó quién era la abuela, cómo era… Roja perdida pero muy buena persona, me dijo, eso sí, sobre todo buena, que no se te olvide… La conocía muy bien, la quería mucho. Fue alumna de la escuela en la que trabajaba, pero antes, y desde siempre, muy amiga de Teresita. Tenían la misma edad. [843]
—¿Teresita? —mi hermano había vuelto a perder de golpe el aplomo y el color.
—¡Ah, coño! Claro, que eso tampoco lo sabéis… Pues para saberlo todo, estáis aprendiendo un montón de cosas, ¿no? —hice una pausa para disfrutar de aquel momento y comprobé que, para mi asombro, casi me estaba divirtiendo—. Papá tampoco era hijo único. Tenía una hermana pequeña, Teresa Carrión González, que nació en 1925. Tengo su partida de
nacimiento, me la dieron en el registro de Torrelodones, si os interesa, os la puedo fotocopiar. Tengo también una foto en la que aparecen ella, la abuela y todos los alumnos de la escuela del pueblo. Encarnita la ha conservado durante todos estos años, y su hija me regaló tres copias, una normal y dos ampliaciones, de la abuela y de Teresita, que entonces debía de tener… No sé, unos doce años. Pero no sé nada más de ella. En los papeles que guardaba papá, no aparece por ninguna parte, ni fotos, ni cartas, nada. No sé si murió durante la guerra, o después, o si sigue viva. Él no la buscó, desde luego, y su padre tampoco. En las cartas que le escribió a Rusia, ni la menciona.
—Pero… —Angélica estaba igual de perdida—. No puede ser, porque esa niña… Viviría con él, ¿no?, estaría…
—¿En su casa? —mi hermana me miró, asintió con la cabeza—. Claro. Vivieron juntos hasta que la abuela abandonó a su marido, en junio de 1937. Teresita se fue con ella, papá no. Encarnita me dijo que ella no lo entendió, no lo entendió nadie, por lo visto, porque Julio, o sea, papá, quería mucho al amante de la abuela, el hombre con el que se marchó, que se llamaba Manuel, y también era maestro, y socialista, y mago aficionado. Él fue quien le enseñó a hacer magia.
—Entonces, la abuela Teresa… —Rafa sonrió—, aparte de maestra, y socialista, y republicana, era un putón.
—Lo mismo que tu hermana —yo también sonreí—, aquí presente.
—¿Quieres dejar de hablar de eso, Álvaro? —a ella no le hizo gracia la comparación—. Te estás poniendo muy pesado, en serio.
—No —Rafa salió en su auxilio—, porque en aquella época todo era distinto. Aquello sería un escándalo descomunal, figúrate, una mujer casada, una adúltera, que dejó abandonado a su hijo, encima… Menuda humillación. No me extraña que papá no quisiera volver a saber nada de ella.
—A mí sí. Porque, en primer lugar, ella no le abandonó. Fue él quien no quiso marcharse con ella.
—¡Anda ya, Álvaro! —y se echó a reír—. No me vengas con retruécanos…
—No es un retruécano, porque en aquella época… —me obligué a [844] parar, porque las sonrisitas de mi hermano estaban empezando a enfurecerme, y no quería perder los nervios antes de tiempo—, a Teresa no le convenía. Precisamente en aquella época, lo que hizo la abuela no era ni más ni menos grave que hoy mismo. En España había divorcio, Rafa, y matrimonio civil. Las mujeres divorciadas podían vivir solas o volver a casarse sin perder la custodia de sus hijos —entonces me dirigí a mi hermana—. Por eso he hablado de ti, Angélica, y no pretendía criticarte, al contrario, sobre todo ahora, que estoy en la misma situación que tú, pero además… —hice otra pausa para volverme hacia él y mirarle despacio—. Es cierto que la República no acabó con la caverna. Con eso no acabaremos nunca. Y el abuelo Benigno se alegraría mucho de que Franco ganara la guerra, desde luego, porque era un pedazo de facha y un meapilas, no hay más que leer las cartas que le escribió a papá a Rusia, así que todos los fusilamientos le parecerían pocos, y todas las procesiones también, en eso no voy a llevarte la contraria. Para él, su mujer no sería más que una puta roja, una desgracia y una desgraciada, pero para su hijo no era igual, no
podía serlo, porque… —jódete, Rafa, pensé antes de soltarlo—. Papá se afilió a la JSU un mes y medio después de que su madre se fuera de casa.
—¡Eso es mentira! —él se levantó, dio un par de pasos hacia mí y los labios le temblaban, le temblaba la voz, las manos, el dedo índice con el que me señalaba, le temblaba el cuerpo entero mientras me miraba como un mal actor aficionado, que interpretara el papel de un noble castellano, rancio y deshonrado, en cualquier obra del Siglo de Oro—. ¡Estás mintiendo, Álvaro! No me lo creo, ¿me oyes?, no voy a consentir que sigas diciendo…
—Anda, Rafa, siéntate —y esta vez fui yo quien sonrió—. No es mentira, es verdad. Lo sé, porque también encontré su carné, una cartulina rectangular, doblada por la mitad. Eso sí que te lo voy a fotocopiar, pero en color, por un lado la cubierta, que es roja y tiene en la portada una estrella dorada de cinco puntas y tres letras mayúsculas, la ese más grande que las otras dos, y por otro, lo que hay dentro, una foto de papá a los quince años, su nombre completo, la fecha de nacimiento, en fin, lo típico…
Mi hermano no se movió. Cerró los ojos, volvió a abrirlos, se miró las manos, las metió en los bolsillos y levantó la cabeza antes de posar sus ojos en mí como si nunca me hubiera visto antes. Su rostro había cambiado de época, de género, y ahora parecía el de la estatua decapitada de cualquier emperador romano, digno, soberbio, patético, demasiado grande para ser contemplado desde el suelo. Me aguanté la risa, y volví a pedirle que se sentara con un movimiento de la mano. [845] Nunca me había caído bien, pero en aquel momento, al verle hacer el ridículo de aquella manera, llegó a darme hasta un poco de lástima.
—¿Qué es la JSU? —Angélica salvó la situación con una vocecita de cachorro asustado.
—La Juventud Socialista Unificada —contesté, y al mirarla me di cuenta de que ya no tenía fuerzas ni para taparse la boca con una mano—. La fusión de las Juventudes Socialistas y las Juventudes Comunistas. Se unieron un poco antes de que empezara la guerra y siguieron juntas hasta el final.
—¿Y papá era de… eso? —volvió a preguntar, como si ya no estuviera segura de nada.
—Sí. Y de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, también. Hay otro carné, pero es del año 41, eso sí. De finales de junio, por cierto, se ve que le gustaba afiliarse en verano… —sonreí, pero ninguno de los dos quiso seguirme—. Papá se hizo falangista cuando se alistó en la División Azul. Allí no debían saber nada de su pasado, supongo que los de la JSU quemarían sus archivos antes de que los franquistas entraran en Madrid, para proteger a sus militantes. ¿Eso tampoco lo sabíais?
—Yo no —contestó ella,
—Yo tampoco —Rafa por fin volvió a su silla, andando despacio, y habló sin la seguridad, la convicción de antes—. Pero no me parece tan raro. Cambiaría de opinión.
—Desde luego, eso se le daba muy bien, podríamos decir que era su deporte favorito… Le gustaba tanto tener varias opiniones que nunca llegó a renunciar a ninguna, nunca cambió del todo. Iba y venía, pero sin destruir nunca las pruebas de su adhesión a la causa que más le conviniera en cada momento. Guardó sus dos carnés durante toda su vida. Estaban juntos,
envueltos en la misma hoja de papel de seda, dentro de una cartera de piel alargada, pequeña, de esas que se usan para guardar los talonarios de cheques, con la carta de su madre y una foto hecha en París, en 1947, en la que le acompaña una mujer guapísima, espectacular, que se llamaba Paloma Fernández Muñoz y era pariente nuestra, por cierto, prima hermana de la abuela Mariana. Y tía abuela de mi novia, también, porque Julio os habrá contado que me he liado con una prima nuestra, ¿no? Seguro que eso sí que lo sabéis.
—Pero… —Rafa se había quedado enganchado bastante antes—, papá nunca estuvo…
—¿En París? —no se había atrevido a acabar la frase y tampoco quiso asentir a mi pregunta—. Sí, claro que estuvo allí. Vivió en París más de dos años, desde finales del 44 hasta abril del 47. Cuando comprendió [846] que los alemanes iban a perder la guerra, desertó. En vez de volver a casa, se quedó en Francia. Creía que los aliados invadirían España para deponer a Franco y restaurar la democracia, todo el mundo lo creía en aquel entonces, era lo justo, lo lógico, lo que tendría que haber pasado. Por eso desempolvó su viejo carné de la JSU, para mezclarse entre los exiliados y volver como un vencedor, ¿comprendéis?
Me detuve para mirar a Rafa, para mirar a Angélica, otra vez pálidos, otra vez mudos, y seguí hablando.
—Así se encontró con los Fernández. Ellos eran de Madrid y veraneaban en Torrelodones. El único hombre superviviente de la familia era comunista, pero su hermano y su cuñado, los dos muertos, fusilados aquí al lado, en el cementerio del Este, eran socialistas, compañeros y amigos de la abuela Teresa. Ignacio Fernández también la había conocido, y reconoció a papá una tarde, en un café. Lo llevó a su casa, y su familia le acogió, le protegió, le dio de comer, le prestó dinero, le ayudó a buscar un trabajo… Llegaron a ser tan íntimos, a confiar tanto en él, que cuando decidió volver a España, le pidieron que arreglara la venta de las propiedades que tenían aquí, porque antes de la guerra eran muy ricos, pero se habían marchado sin nada y no vivían mucho mejor que al cruzar la frontera. Y él se comprometió a ayudarles como ellos le habían ayudado antes, volvió con poderes para actuar legalmente en su nombre, y se lo robó todo. Todo —miré a mi hermano, él me miraba—. Eran tiempos duros, desde luego, pero yo creo que sí podemos valorar, Rafa, creo que podemos opinar, y hasta juzgar, aunque no los hayamos vivido.
—Cállate —la primera vez lo dijo casi en voz baja, sin alterarse, la espalda erguida contra el respaldo del sillón, las manos sobre los brazos.
—No me da la gana —le contesté—. No me voy a callar. Tampoco os conviene, porque os quedan algunas cosas importantes por descubrir, y a mí también. Os he contado muchas cosas, y me merezco que me contéis algo a mí. Por ejemplo, cómo os explicó papá la visita de Ignacio Fernández, el día que apareció con su nieta Raquel en la casa de Argensola, en mayo del 77. Y cómo creéis que conoció a la abuela Mariana, y a mamá.
—Pues…
—Cállate, Angélica.
—No, Rafa —mi hermana afrontó con firmeza la tensión de un rostro que estaba a punto de cambiar, aunque ni ella ni yo supimos prever en qué
dirección—. ¿Por qué? —y se volvió hacia mí—. No nos explicó mucho, en realidad. Nos dijo que conocía a la abuela de Torrelodones, que ella veraneaba allí, que la ayudó a vender las propiedades de su familia [847] y que se repartieron los beneficios. Luego, cuando mamá se hizo mayor, fue a pedirle ayuda. La abuela pretendía tenerla encerrada en casa, pero ella quería trabajar, y él la contrató como secretaria, empezaron a salir juntos, y… Pero, bueno, todo eso ya lo sabes, ¿no? —asentí, lo sabía—. Eso fue lo que nos contó. Y que los de Francia se lo habían dejado todo a la abuela Mariana y ahora venían a reclamar, pero que no tenían ningún derecho. Con la ley en la mano, no.
—Claro —murmuré—, claro… Él ya se había ocupado de eso, pero…
Hice una pausa y de repente me pregunté si aquello valía la pena, si de verdad servía para algo, por qué, para qué hablaba. Estaba muy cansado, y asqueado de mí mismo, de mi padre, de su historia, de mis hermanos, de todo. Había pasado el tiempo, mucho tiempo, y yo ni siquiera los había conocido, no había conocido a mis abuelas, ni al abuelo de Raquel, a su hermano, a su cuñado, a Paloma. Y estuve a punto de arrepentirme, a punto de levantarme y de decir en voz alta que ya todo daba igual, y salir a la calle, de repente necesitaba salir a la calle, respirar un aire distinto del que había en aquel despacho, volver a Raquel, con Raquel. Tal vez lo hubiera hecho si no hubiera vuelto la cabeza, si no hubiera mirado a mi hermano, si no hubiera visto cómo me miraba él.
—Las cosas no fueron así —seguí hablando deprisa, sin ganas, sólo para acabar de una vez—. La abuela Mariana se había quedado con todo sólo porque era la única que no se había exiliado. Antes, en los primeros meses de la guerra, vivía en Argüelles, pero un bombardeo destruyó su casa. Entonces su tío le ofreció la suya, en la glorieta de Bilbao, y allí se quedó cuando los dueños se marcharon. Y se aseguró muy pronto de que nadie la molestara ni le expropiara nada. Unos pocos días después de que los franquistas entraran en Madrid, el marido de su prima Paloma apareció por allí a medianoche. Tenía veintiocho años y era teniente del ejército de la República. Estaba cojo y tenía el brazo derecho inútil, le habían herido de gravedad en el frente, a finales del 36. Sólo quería esconderse, pasar allí una noche, dormir en una cama y comer algo. Iba desarmado, no podía recurrir a nadie más, y eso fue lo único que le pidió a Mariana, que le dejara dormir una noche allí. Y a la mañana siguiente, ella le denunció. Los falangistas fueron a por él, le encontraron durmiendo, le sacaron de la cama en pijama, lo metieron en la cárcel, lo juzgaron por rebelión militar, lo condenaron a muerte y lo fusilaron enseguida, para que la abuela se convirtiera en toda una benefactora del régimen y pudiera vivir tranquila, sin problemas, disfrutando de lo que no era suyo. Así que, ya ves —me volví hacia mi hermana—, tu abuela Teresa no denunció a nadie, [848] pero tu abuela Mariana sí. Y se creía muy lista, pero no contaba con papá. No podía imaginar que todo lo que había robado se lo iba a robar a su vez, de verdad y para siempre, otro más listo que ella, Julio Carrión González, el hombre que empezaba a hacerse a sí mismo.
—No digas eso, Álvaro —Angélica, impresionada a su pesar por lo que acababa de oír, chasqueó los labios en un gesto de desagrado y se hizo un lío consigo misma, con su memoria y con sus convicciones, con lo que quería y
con lo que no podía creer—. Lo cuentas de una manera, que parece… A los republicanos les expropiaron sus bienes, sí, pero eso no era robar porque había leyes, tribunales, había… Era una consecuencia de la guerra, ¿no?, una situación excepcional, y ellos no estaban aquí, ellos… Lo habían abandonado todo, habían renunciado a todo, como si dijéramos…
—No. No podemos decir eso, Angélica. Ellos no renunciaron a nada, huyeron para salvar la vida, solamente. Y tenían razones para hacerlo. Los dos hombres de su familia que no lograron escapar acabaron fusilados.
—Bueno, pero de todas formas… No podemos hablar de lo que pasó como si hubiera sucedido ayer… —y entonces su expresión se serenó, como si por fin hubiera encontrado el argumento que estaba buscando—. Si lo que cuentas es verdad, lo que hizo la abuela fue horrible, desde luego, ese pobre hombre, no sé… Es imperdonable. Pero lo de papá es distinto. Él no fue un ladrón, Álvaro. Lo que hizo era legal.
—¿Legal?
Tendría que haberme marchado ya, pensé, justo después de hacer esa pregunta, tendría que marcharme ahora mismo. Llegué a pensarlo pero no pude hacerlo, porque toda la sangre que tenía en el cuerpo se concentró de golpe en mi cabeza, y mis orejas empezaron a arder, me ardía el cuello, la cara, sentía la sequedad del fuego en la garganta, la lengua quemada, áspera, y todo era anaranjado, todo rojizo, aquella habitación, los muebles, los cuadros, mis hermanos, el mundo ardía, todo estaba ardiendo, mis ojos sólo distinguían el color de las llamas cuando mis piernas se levantaron solas y mi voz dejó de serlo para convertirse en una máquina de gritar.
—¡Este puto país era ilegal, Angélica! ¡Todo, de arriba abajo, era una puta ilegalidad! ¿Me oyes? Las leyes eran ilegales, los jueces eran ilegales, los tribunales…
Entonces sentí un golpe en el hombro y me volví. Rafa estaba detrás de mí, y al mirarle, vi en sus ojos una sombra del fuego que me consumía.
—¡Cállate! —me agarró por la camiseta y empezó a escupir insultos [849] mezclados con gotas de saliva, su rostro tan pegado al mío como si nos fuéramos a besar en la boca de un momento a otro—. ¡Cállate, cabrón, hijo de puta, cállate ya!
—Déjame, Rafa —tiré con mis manos de las suyas, le obligué a soltarme, y entonces, quizás sin ser todavía consciente de que lo estaba pensando, calculé que él era más alto pero yo el más fuerte de los dos—. No me toques.
Retrocedió dos pasos y se apoyó en la mesa, pero seguía estando demasiado cerca de mí, y aquella sensación de calor sin nombre preciso, las llamas anaranjadas que me deslumbraban y lo envolvían todo, se fue espesando y definiendo, ganando peso, volumen, hasta encajar en un grado supremo, ignorado para mí, de una sensación conocida, que era violencia y no me consentía moverme, andar, largarme de allí antes de que fuera tarde.
—Estoy harto de ti, ¿te enteras? —él siguió hablando, gritando, escupiendo algo más que insultos mezclados con saliva—. Estoy hasta los huevos del niño mimado, del genio de la familia, del científico de los cojones. ¿Qué sabes tú del mundo real, Alvarito, qué sabes tú del precio de las cosas? Yo te lo voy a decir… ¡Una mierda! Eso es lo que sabes, toda la vida comiendo la sopa boba, gastándote el dinero de papá, viviendo como Dios,
para que vengas ahora con gilipolleces… —entonces se calló un momento, me miró, dejó escapar una risita amarga, seca, que transformó sus labios en una mueca—. Y lo peor es que él lo hizo por ti más que por nadie, por ti, que eras su favorito, su hijo preferido, Álvaro es el más listo, Álvaro es el mejor, es el único que se me parece, eso decía todo el tiempo, sin parar, y ahora… ¡Serás cabrón, desagradecido de mierda! Tu padre no quería que pasaras por lo que había pasado él, ¿te enteras? No quería que creciéramos en la miseria, él sabía muy bien lo que significa ser pobre, lo sabía, tú no, tú no tienes ni idea, Álvaro… ¿Te has preguntado alguna vez lo que le costaba a papá el alquiler de la casa que tenías en Boston? Yo sí lo sé. A mí me tocó ir al banco para poner en marcha la transferencia automática con la que te lo pagábamos cada primero de mes. Porque el niño no podía ponerse a trabajar al acabar la carrera, como los demás, el niño no, qué va, él tenía que hacer una tesis doctoral, y luego otra, porque le habían dado una beca en el Instituto Tecnológico de Noséquépollas, y eso era la hostia de importante, no veas, allí sólo van los sabios del mundo, pero él no podía vivir en una residencia, como los demás, el niño no, pobre Alvarito, a él había que buscarle un apartamento, y había que pagárselo, porque ya tenía bastante con ser tan inteligente… [850]
—Eso no es verdad, Rafa —mi sangre circulaba a tanta velocidad que casi podía sentir el colapso, el atropello de mis propias venas, pero aún podía hablar con tranquilidad, aún podía parecer tranquilo—. Yo hice mi primera tesis con una beca de mi universidad, y ya era profesor de la facultad cuando me fui a Boston. Llevaba casi cuatro años cobrando un sueldo todos los meses.
—¡Claro, tu sueldo! Perdona, se me había olvidado… —y volvió a reírse—. El Estado invierte en ti, Alvarito, igual que en las carreteras… Eso te gusta más que pensar en el dinero de papá, ¿no? Así puedes seguir siendo puro, bueno, progresista, así puedes seguir dedicándote a las cosas importantes de verdad, como que todos los niños inmigrantes de San Sebastián de los Reyes puedan disfrutar de los placeres del capitalismo haciendo el gilipollas una vez al mes en tu museo de juguete, ¡hala!, ¿y por qué baja la rampa?, ¡hala!, ¿y por qué se apaga la luz?, ¡hala!, ¿y por qué ahora va más despacio… ?
—¡Cállate, Rafa! —y yo fui hacia él, yo le cogí de las solapas, yo le escupí mi desprecio a la cara—. Si a ti no te da vergüenza hablar así, a mí sí me da vergüenza escucharte, ¿me oyes? No sabes lo que dices, no tienes ni idea…
—¡Oh, fíjate! —y sin abandonar el soniquete pretendidamente ingenuo, infantil, con el que subrayaba el asombro fingido de sus ojos muy abiertos, apresó mis manos con las suyas pero no consiguió que le soltara—, la Tierra se mueve…
—¡Cállate! —y de repente me encontré diciendo en voz alta lo que estaba pensando—. Eres de lo peor, lo peor, la escoria más miserable, lo más despreciable… Eres repugnante, Rafa, me das asco. Estás orgulloso de ser como eres, ¿no?, de ser un animal. Estás satisfecho de lo que no sabes, de no saber nada, eso es lo que te gusta y lo que te gustaría que hiciéramos los demás, hacer sin pensar, hacer y no saber, vivir sin preguntarnos jamás por qué suceden las cosas… Eres peor que papá…
—¡Suéltame, Álvaro!
—Mucho peor, eres más duro, más cínico… Y tú lo has elegido, has podido elegir… —aflojé la presión cuando mi propio pensamiento se hizo más fuerte que mis manos—. Eres lo que más odio en este mundo, tú y los que son como tú.
—¡Que me sueltes!
—Eres un hijo de puta, Rafa…
Le solté y me pegó. Me dio un puñetazo en el ojo derecho y no me dolió porque mi cuerpo era ya sólo violencia, sólo fuerza, rabia, movimiento, una energía nueva y potentísima. Por eso no pudo tirarme. [851] Encajé el puñetazo de pie y embestí con la cabeza por delante, como un toro furioso, enloquecido, lo derribé de un cabezazo y me eché encima de él y empecé a pegarle yo, con los dos puños, tan abismado, tan concentrado en lo que estaba haciendo que él ni siquiera acertó a responderme, no pudo responderme, no supo, se tapaba la cara con las manos y yo le pegaba igual, una vez, y otra, y otra, su cabeza se movía al ritmo de mis golpes, caía hacia un lado, luego hacia el otro, para regalarme una emoción oscura, el tenebroso placer de mi fuerza, de su debilidad, y un deseo insaciable de no terminar nunca.
—¡Álvaro, Álvaro, por Dios!
Escuché la voz de mi hermana, la reconocí, y volví de la remota región de mí mismo a la que me había trasladado en el último minuto, quizás sólo segundos. No podía haber pasado mucho más tiempo, porque Angélica acababa de gritar, acababa de arrodillarse a mi lado. Ahora lloraba, y me tiraba de la manga, la estaba oyendo y sentía la presión de sus dedos, pero no la miraba. No podía mirarla porque tenía los ojos clavados en Rafa, que estaba debajo de mí, y tenía la cara llena de sangre, y gemía, se quejaba con los brazos muertos, tirados en el suelo, y en mis manos también había sangre, los nudillos me dolían pero no sentía nada más. Los nudillos me dolieron hasta que de repente la perplejidad se esfumó, se esfumaron la rabia y la emoción, y me quedé a solas conmigo mismo y con mi propia versión del horror. Hacía más de veinte años que no me metía en una pelea. Nunca había pegado tanto a nadie. Y nunca había pegado a nadie así.
—Lo sabía.
Entonces, alguien se acercó desde atrás, me cogió por las axilas, me levantó e inmovilizó mis brazos con los suyos, aunque todo hubiera terminado ya.
—Te lo dije, Álvaro, lo sabía, sabía que esto iba a acabar así, te conozco y le conozco a él, le conozco mucho mejor que tú…
Era mi hermano Julio. Cuando empezamos a discutir a gritos, una secretaria había abierto la puerta, nos había visto, y se había asustado tanto que había ido corriendo a buscarle. Ahora estaba conmigo, rodeándome con sus brazos todavía, y le miré, y no encontré nada que decirle, ninguna palabra que sirviera para explicar qué había pasado. Entonces, Rafa se incorporó con mucho trabajo, se llevó las manos a la cara, chilló de dolor.
—Me has roto la nariz, cabrón —hablaba con una voz pastosa, gutural, como si tuviera la garganta llena de flemas.
—Déjame ver… —Angélica se acercó a él y le tocó con cuidado, pero sin ceder a sus protestas—. No, no creo que esté rota, pero sí muy
inflamada… [852] Van a tener que ponerte algo ahí. Levántate, vamos, yo te ayudo —lo intentó, pero no pudo moverle—. Ven, Julio, échame una mano…
Le cogieron cada uno de un brazo y consiguieron ponerle de pie mientras yo contemplaba la escena como un figurante, un espectador neutral del dolor que otro hubiera provocado.
—Voy a llevarte ahora mismo a mi hospital, Rafa, para que te miren bien. Van a tener que darte unos puntos en el labio, seguramente también en una ceja, nada grave… Por lo demás, no tienes ningún hueso roto, así que no te pongas nervioso, por favor —por primera vez en mi vida, celebré el carácter de mi hermana Angélica, ese puntilloso autoritarismo de suma sacerdotisa de la salud que solía sacarme de quicio—. Pero antes de nada, tienes que lavarte la cara, vamos al baño, yo te acompaño, ven con nosotros, Julio… —entonces se volvió hacia mí—. No te vayas, Álvaro, por favor. Quiero hablar contigo.
Julio me miró como si se le hubiera olvidado que yo también estaba con ellos, y antes de seguirles se acercó a mí, me puso una mano en la cabeza, me besó en la mejilla. No dijo nada y se fue, me dejó solo, de pie, en aquel despacho inmenso donde todo había empezado, mi padre y Raquel, verdades y mentiras, la vida que no había vivido, la que me quedaba por vivir, Pero mi hermana no tardó en volver.
—Álvaro…
Estaba seguro de que iba a regañarme, y dispuesto a encajar la regañina sin protestar, porque era justa, lógica, porque me la merecía. Rafa me había pegado primero, pero yo no me había limitado a devolverle el golpe. Había perdido el control y era culpable. Estaba seguro de que era eso lo que Angélica quería decirme, lo que me iba a decir, pero cuando pronunció mi nombre, secándose todavía las manos en una toalla de papel blanco que sus dedos iban tiñendo de rosa, percibí en su voz la pequeña angustia de las confesiones difíciles.
—Álvaro, yo quería decirte… —empezó a estrujar la toalla, a retorcerla para estirarla después, mirándola como si aquel ejercicio absorbiera toda su atención, pero entonces se le ocurrió algo mejor que hacer—. A ver, déjame que te vea el ojo.
Se acercó a mí, lo miró durante unos segundos, lo limpió con un pico de la toalla que tenía en la mano, lo palpó sin hacerme daño.
—Nada —concluyó—, se te va a poner morado pero no tienes ningún corte, y… Bueno, yo quiero pedirte un favor, Álvaro… Ya sé que para ti todo esto que nos has contado de papá, y de la abuela, de las dos, en realidad, pues… Para ti es importante y yo lo comprendo, lo comprendo muy bien, no creas, pero, a pesar de todo… A lo mejor [853] no lo entiendes, él tampoco lo entendería, lo sé, pero… La verdad es que prefiero que Adolfo no se entere de nada, quiero pedirte que no le cuentes nada, por favor, porque… —la toalla no era ya más que una pulpa informe entre sus dedos cuando la encerró en un puño y apretó muy fuerte—. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?, y él…, bueno, pues está siempre dándole vueltas a lo de su abuelo, está obsesionado con ese tema, y tampoco ganaría nada con saber…
Entonces por fin me miró, y lo que vio en mis ojos no la animó a seguir. Un instante antes, yo no habría creído estar más entero que la celulosa que ella acababa de destrozar, pero la temperatura de mi cuerpo
volvió a elevarse mientras mi ánimo recobraba una súbita y misteriosa serenidad.
—Vete a la mierda, Angélica.
Lo dije sin alterarme, sin levantar la voz. Después, di media vuelta y me marché. [854]
Cuando Mariví le recitó por el interfono la referencia de la carta que había enviado a la viuda de Julio Carrión, Raquel Fernández Perea se puso tan nerviosa que sintió náuseas, pero al pensar en la que se le venía encima, se esforzó por recuperarse tan deprisa como si su visitante estuviera ya sentada al otro lado de la mesa. Luego descolgó el teléfono y marcó a toda prisa un número de cuatro cifras.
—La tía Angélica ha venido. Está aquí.
—Pero… —Paco titubeó sólo un segundo—. Tendría que haber llamado para pedir una cita, ¿no?
—Pues sí, pero ya ves. Ha preferido presentarse sin avisar. No es buena señal.
—¿Por qué? No te agobies, Raquel, lo vas a hacer muy bien, estoy seguro.
En ese momento, fue Álvaro Carrión Otero, y no su madre, quien llamó a la puerta de aquel despacho.
—Te dejo, ya ha llegado.
—Suerte —y esa palabra nunca significaría tanto y tan poco a la vez.
Al salir de la notaría convertida en la flamante propietaria de un ático de lujo en el que nunca iba a vivir, Raquel ya presentía que Julio Carrión no saldría vivo de aquel infarto. Se daba cuenta de que existían muchas posibilidades de que su segunda visita hubiera causado la muerte de aquel hombre, pero aunque a ella misma le pareciera increíble, la verdad es que eso le daba igual. Si él no se había sentido culpable de nada durante más de cincuenta años, no iba a sentirse ella culpable ahora, al contrario. Habría celebrado aquella muerte como un epílogo justo, hasta gozoso, de la vida de su abuelo Ignacio, si no fuera porque la desaparición de Carrión desbarataba todos sus planes.
Muerto el perro, se acabó la rabia. Durante la agonía de quien iba a ser su víctima y acabó resultando su enemigo, Raquel recordó muchas veces aquella frase que había escuchado repetida en París y en español, en multitud de voces y todos los acentos posibles, mientras recorría [855] con su familia un montón de casas diferentes donde siempre les recibían a gritos, con una botella de champán y una tortilla de patatas. Muerto el perro, se acabó la rabia, sí, pero era otra rabia la que ella sentía al calcular que, después de todo, Carrión iba a ganar otra vez, aunque esa victoria le costara la vida. Se enfurecía tanto sólo de pensarlo, que en su propia furia halló la solución. Cuando comprendió que la rabia que estaba viviendo como una experiencia personal no era más que una pasión delegada, heredada del amor de un hombre muerto, recordó a tiempo que ni los pecados ni las culpas se heredan, pero las deudas, en cambio, se cobran sin excepción de las herencias. Ella lo sabía muy bien, porque para eso trabajaba en un banco.
Le habría resultado muy fácil atacar a los hijos de Julio Carrión, porque les conocía, sabía qué aspecto tenían, dónde trabajaban y que Sebastián protestaría mucho al principio, pero acabaría llevándola de la mano hasta la puerta de sus respectivos despachos. Parecía una buena hipótesis, pero la descartó antes de terminar de explorarla. No temía ser injusta, sino equivocarse, porque tampoco ella había podido olvidar jamás una muñeca pelirroja que iba vestida de verde. Clara Carrión debía de tener su misma edad y sus hermanos eran mayores, pero ninguno rebasaba la frontera de su propia generación, la primera en mucho tiempo de españoles que nunca han tenido miedo. Y el miedo era la clave de su plan, el requisito imprescindible para el éxito de su proyecto. Sin él, no había nada que hacer. Si Julio Carrión González no hubiera tenido miedo, si ese miedo no hubiera sido el mismo que paralizó a Anita Salgado Pérez al enterarse de que su marido había ido a ver a aquel hombre casi treinta años antes, el discurso que Raquel había preparado, memorizado y ensayado ante el espejo de su dormitorio hasta lograr repetirlo de un tirón en aquel despacho inmenso, no habría tenido más efecto que una sonrisa de suficiencia, teñida, si acaso, de una mínima inquietud. Porque todo lo que le había contado era cierto, y las librerías estaban verdaderamente llenas de libros sobre la guerra y la posguerra, y cada mes aparecían nuevos documentales sobre el tema, y los jueces autorizaban todas las semanas exhumaciones de las víctimas de la represión franquista, y el Estado seguía pagando indemnizaciones a los partidos y sindicatos republicanos expoliados por los vencedores de la guerra civil, y cada uno de estos acontecimientos era una novedad en sí mismo y la coincidencia de todos ellos una novedad mayor, pero para aprovecharla, hacía falta mucho más que una carpeta de piel marrón en las manos de una economista sin contactos en el mundo editorial.
Lo que Raquel poseía era mucho para ella pero muy poco para un [856] periodista, porque había tantos casos parecidos y tantos peores, más novelescos, más aparatosos, con más niños, más víctimas, más muertos, que la pequeña tragedia de los Fernández Muñoz nunca superaría la media de la gran tragedia nacional. Era así de brutal, así de duro, pero así era. Ella lo sabía, y sabía que aunque se saliera con la suya, aunque se dedicara a peregrinar por las redacciones de los periódicos y los despachos de las editoriales hasta encontrar a alguien dispuesto a invertir en su historia, las consecuencias de su publicación, lejos de herir de muerte a la familia Carrión, no representarían para sus miembros nada más grave que una molestia pasajera. El futuro de su grupo empresarial no iba a verse comprometido en absoluto por la revelación del pasado de su fundador. Raquel Fernández Perea también estaba segura de eso, y sin embargo arriesgó y ganó, habría ganado si la muerte no le hubiera disputado su trofeo antes de tiempo. Porque había apostado al miedo de aquel hombre, y su miedo no la había defraudado.
Julio Carrión González tenía miedo, mucho miedo, siempre lo había tenido. Aquel día, en su despacho, Raquel se había dado cuenta de que su actitud no era una reacción proporcionada a las amenazas que escuchaba, sino la consecuencia de una vieja costumbre, años y años recordando a Ignacio Fernández, esperando a que cumpliera su promesa, preparándose para recibir el golpe último, definitivo. Su abuelo, después de todo, se había
salido con la suya. Había logrado quitarle el sueño y había creado las mejores condiciones para que su nieta rematara la faena, pero su ambición la había perdido. Había salido todo tan bien, que todo se vino abajo cuando el miedo dejó de ser un aliado para convertirse en un vengador.
Sin embargo, lo que había funcionado con el padre, no funcionaría con los hijos. Raquel podía imaginar la escena, su discurso, la respuesta que obtendría a cambio, ¿sí?, muy bien, guapa, publica lo que quieras, pues no faltaría más… Ellos nunca la temerían, y su tranquilidad bastaría para desarmarla, por eso los descartó enseguida. Quedaba su madre, la viuda y heredera principal de Julio Carrión González, la hija del Sapo, aquella niña rubia de ojos claros que se convirtió en una preocupación constante para todos los habitantes de la casa donde vivía, porque no se asustaba al oír las sirenas que alertaban de los bombardeos y seguía jugando tan tranquila, en cualquier rincón de un piso enorme. Para Angélica, que había nacido en el verano de 1935, aquel sonido era vulgar, corriente, la banda sonora de todos los días, nada por lo que hubiera que preocuparse. Eso era todo lo que Raquel sabía de ella, eso y que le sentaba mal comer bien. Su organismo estaba tan habituado a digerir sólo pan negro y lentejas, que cuando conseguían [857] algo más nutritivo, tenían que acostarla enseguida con dolor de estómago.
Su abuela Anita no había podido contarle cómo había conseguido casarse con Carrión, o cómo había logrado él casarse con ella. No lo sabía. Mariana Fernández Viu no se había puesto en contacto con sus tíos ni antes ni después del regreso de Julio, pero en septiembre de 1949, la noche antes de coger el tren que la devolvería a Galicia y a la casa de sus padres, había ido a ver a Casilda García Guerrero, la viuda de su primo Mateo. Ella sí había mantenido una relación epistolar constante con los Fernández Muñoz desde el final de la guerra, incluso después de casarse otra vez, y en los años peores, cuando estaba sola con su hijo en una buhardilla miserable de la calle Ventura de la Vega, había recurrido a Mariana en las ocasiones desesperadas, cuando no tenía trabajo o el niño enfermaba. En aquellas visitas, el Sapo siempre la había ayudado lo justo y ella nunca le había pedido más. Nunca tampoco habían llegado a hablar de otras cosas, por más que una supiera que su suegro había enviado a aquella dirección decenas de cartas que nunca habían obtenido respuesta, y por más que la otra sospechara que lo sabía.
Por Casilda supieron los Fernández en Toulouse, y después en París, cómo estaban las cosas en Madrid, y fue también Casilda quien les escribió para contarles lo que Mariana le había contado a ella, después de localizarla con mucha urgencia a través de uno de sus hermanos pequeños, que trabajaba en una taberna de Embajadores. Por aquel entonces, Mateo Fernández Gómez de la Riva, su mujer y sus hijos sabían ya, a través del abogado al que habían contratado ante la falta de noticias, que Julio Carrión se lo había robado todo con la única excepción de la casa de Torrelodones. La madre del mayor de sus nietos les contó que acababa de echar a su sobrina de allí, que ella parecía ahora muy interesada en representar los intereses de su familia en España para recuperar lo que se pudiera, y que la había mandado a tomar por culo con todas las letras. Claro que a lo mejor no he hecho bien, añadía antes de despedirse. Yo creo que ese cabrón ya se
habrá encargado de que no podáis recuperar nada, pero si queréis que escriba al Sapo, por si se puede hacer algo, tengo su dirección… Ellos sabían que no había nada que hacer, y que si hubiera, sería a favor de Mariana. No se fiaban de ella más que de Carrión y casi preferían aquel final a cualquier otro que implicara un reparto de beneficios. Cuando éste se produjo, les pilló desprevenidos.
El día que encontraron, siempre en una carta de Casilda, un recorte de la sección de notas de sociedad de un periódico de Madrid, ya estaban [858] en 1956 y habían alcanzado un nivel de vida lo bastante confortable como para no recordar a Julio Carrión a todas horas, pero eso no les ayudó a entender aquella noticia, «el pasado sábado, día 5 de mayo, don Julio Carrión González, de treinta y cuatro años de edad, contrajo matrimonio con la señorita Angélica Otero Fernández, de veintiuno, en la iglesia de Santa Bárbara». ¿Qué os parece?, había escrito Casilda a lápiz, en el margen, yo me quedé de piedra cuando lo vi… A ellos les pasó algo semejante, pero lo olvidaron enseguida con la única excepción de Paloma, que volvió a venirse abajo cuando parecía que ya no podía hundirse más.
Historias como ésta, la única que Anita le pudo contar sobre Angélica aquella tarde en la que le prometió contárselo todo, le enseñaron a Raquel la lección del miedo, que ella ya no aprendería de ninguna otra manera. No le resultó fácil comprenderla. Nadie de su edad, de su generación, lo habría logrado sin resistencia.
—Pero, vamos a ver, abuela —se había empeñado una y otra vez—, eso no puede ser, no me lo creo. Si Casilda estaba aquí, si os escribía y le escribíais todo el tiempo…, ¿cómo pudo quedarse Mariana con todo? ¿Por qué no buscó ella un abogado, por qué no puso una denuncia, yo qué sé… ?
—¿Quién, Casilda? —Raquel asentía con la cabeza, y ella sonreía—. ¡Pobrecita mía! Como para ir a un juzgado, estaría…
—Bueno, pero podría haber buscado a alguien que la representara. Seguramente, alguien habría podido hacer algo.
—Sí, meterla en la cárcel, de momento.
—¿Por qué? Si ella ya había estado presa al final de la guerra, ¿no? Y la habían soltado. Y yo no digo que fuera derecha a una comisaría, pero… No sé, estaba fatal, viviendo en la miseria, trabajando como una burra, con un crío pequeño, y la otra con todo, sin ningún derecho, y… Cuando Carrión volvió, hacía ocho años que se había acabado la guerra, ocho años —y cuanto más lo repetía, menos lo entendía—. ¿Y antes, ni siquiera se os ocurrió? ¿No se os pasó por la cabeza intentar nada? A tu marido, que era abogado, y a su padre, que era ingeniero y trabajaba en un ministerio… Ellos eran de aquí, conocerían a mucha gente, tendrían amigos, compañeros de trabajo. No eran unos pobres ignorantes, no estaban desamparados, sabrían a quién recurrir, digo yo. Por eso no lo entiendo, la verdad es que no entiendo. ¿Cómo pudo pasar todo eso, abuela?
—Porque teníamos miedo, Raquel —Anita miró a su nieta, volvió a sonreír—. Todos teníamos miedo, los ricos y los pobres, los cultos y los incultos, todos, mucho miedo. Casilda tenía miedo, y tu abuelo y sus [859] padres, también. Temían por ella, por el niño, tú… Tú no sabes de lo que estás hablando, Raquel, no puedes imaginártelo siquiera.
Quizás por eso se quedó callada. Buscaba argumentos nuevos, pero no
los encontró.
—Mira —su abuela se los proporcionó enseguida—, cuando los fascistas entraron en Madrid, Carlos, el marido de Paloma, fue a ver a un íntimo amigo suyo, profesor de su misma facultad, que se había hecho comunista en plena guerra y pasaba por ser el más revolucionario de todos. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba, pero sé que era de una familia de militares fachas. Por eso se había salvado, y por eso Carlos pensó que podría salvarle a él. Tuvo que ir andando hasta Aranjuez para buscarle, y cuando lo encontró, su amigo le escuchó, le prometió ayuda, le pidió que le esperara. Y se fue a denunciarle. Eso es lo que le dijo a Carlos su hermana pequeña, y que se marchara corriendo de allí. Le dio dinero para volver a Madrid en tren y le salvó la vida, aunque sólo fuera para que Mariana pudiera entregarlo al día siguiente. ¿Comprendes?
—Y esa chica era de derechas —supuso Raquel.
—Claro. De derechas pero, por lo que se ve, muy buena persona, mucho mejor que su hermano —Anita sonrió—. Por eso teníamos miedo, porque no podíamos confiar en nadie. Del único que nos fiamos fue de Julio, porque era como de la familia, y ya ves…
Raquel conocía a Casilda desde que tenía memoria. Todos los años, al volver de sus vacaciones en Torre del Mar, sus padres hacían una parada para llamarla, y comer o cenar con ella. Casilda era la tía de Madrid, una mujer mayor, cariñosa, que le daba muchos besos antes de asustarse de cuánto había crecido, y le traía siempre una caja de caramelos de violeta, que le gustaban mucho y en París no se encontraban. Después, cuando se volvieron, los encuentros se hicieron más frecuentes. Casilda casi siempre les acompañaba cuando iban a comer fuera de Madrid, y alguna noche, hasta vino a quedarse con ella y con Mateo para que sus padres pudieran salir. Por eso, Raquel no entendió bien lo que pasó el día que volvieron los abuelos, aquel que había empezado con un vermú de grifo en las Vistillas. A las seis de la tarde sonó el timbre de la puerta, ella fue a abrir y se la encontró hecha un mar de lágrimas. ¿Qué ha pasado, tía, te has hecho daño? Ella contestó que no con la cabeza y luego le preguntó si había llegado el abuelo. Sí, respondió Raquel, está en el salón. Pero no estaba en el salón, sino justo detrás de ella, y cuando se dio cuenta, tuvo que quitarse de en medio para que no la aplastaran, porque el abuelo abrazó a Casilda, y Casilda abrazó al abuelo, y estuvieron así, abrazados en mitad del recibidor, [860] durante mucho, muchísimo tiempo, ella llorando y diciendo en voz baja, ¡ay, Ignacio, Ignacio!, como si se quejara, y él con los ojos cerrados, acariciándole la cabeza como si fuera un bebé.
Cuando su abuela le contó lo que sabía de Julio Carrión, Raquel recordó esta escena entre otras que habían convertido su infancia en la edad más emocionante, la más agitada, intensa e imprevisible de toda su vida, pero ya fue capaz de analizarla desde otra perspectiva, y no necesitó hacer más preguntas. Después de la guerra, Casilda no habría podido salir de España, pero años más tarde ni siquiera se le ocurrió intentarlo, como sus suegros, sus cuñados, tampoco pensaron jamás en tomar una iniciativa tan peligrosa como mandarle un simple billete de avión. Ya nunca podría preguntarle a la viuda de Mateo si había tenido pasaporte antes de 1976, porque sólo había sobrevivido unos meses a su cuñado Ignacio, pero Raquel
estaba casi segura de que jamás habría corrido el riesgo de presentarse en una comisaría donde iban a exigirle un certificado de penales. Parecía mentira, pero era verdad, y era absurdo, pero así era.
Para todos ellos, el tiempo había pasado pero el miedo permanecía, tan poderoso, tan desafiante, tan infranqueable como una montaña de cumbres nevadas que los lugareños se acostumbran a mirar desde el llano durante años y años, sin atreverse siquiera a imaginar que alguien pueda escalarla, y coronarla, y contemplar qué es lo que hay al otro lado. Eso había sido el miedo para ellos, un paisaje, una patria, una costumbre, una condición invariable que no se cuestiona, la misma vida. Y eso, pensó Raquel Fernández Perea algún tiempo después, tenía que ser el miedo para Angélica Otero Fernández.
—Pero ¿la viuda lo sabe todo? —le preguntó Paco Molinero el día que decretó que había llegado la hora de ponerse a trabajar en serio.
—Tiene que saberlo —contestó ella sin vacilar—. Ya sé lo que estás pensando, yo lo he pensado antes, pero no me importa. Cuando le diga cómo me llamo, va a saber en el acto quién soy y qué es lo que quiero, pero lo lógico es que se ponga tan nerviosa como él, que me cite de un día para otro, que no le diga nada a nadie antes de verme. Sus hijos, que son los que me preocupan, no conocen mi nombre, eso lo sé, Sebastián me lo dijo. Me contó que Carrión le había dicho que lo más importante era que nadie se enterara de nada, y además yo me apellido Fernández, alguna ventaja tenía que tener. Ella tampoco conoce a la familia de mi madre, el Perea no le puede sonar, así que…
Dejó la frase a medias al comprobar que su interlocutor no movía la cabeza de un lado a otro por un impulso casual.
—No —él se lo confirmó muy pronto—. No estaba pensando en [861] eso, sino en lo contrario. ¿Cómo puedes estar tan segura de que lo sabe todo?
No encontró una respuesta sólida para esa pregunta. Sólo contaba con sus propias sensaciones y el recuerdo de una tarde remota, la intuición de una niña de ocho años, aquella mujer rubia, elegante, que se retorcía las manos como si pretendiera desollárselas mientras se preguntaba dónde habría podido dejar el tabaco. La visita de Ignacio Fernández la había puesto más que nerviosa, casi histérica, como enferma de ansiedad, pero eso era lo único de lo que estaba segura.
—Cuando mi abuelo me llevó a casa de Carrión, aquel sábado del 77 —prosiguió en un tono más cauteloso, como si pretendiera convencerse a sí misma antes que a su interlocutor—, ella nos recibió. Iba muy arreglada, con un vestido negro y muchos collares de perlas, parecía a punto de salir, y estaba tan tranquila como lo estarías tú, en tu casa, si una tarde de sábado llamaran a la puerta y te encontraras con un hombre mayor, bien vestido, con buena pinta, que lleva a una niña de la mano. Nos sonrió, nos preguntó qué queríamos, y cuando mi abuelo le dijo su nombre… Bueno, se descompuso, no te lo puedes ni figurar. Estuvo a punto de caerse redonda al suelo.
—Ya —su amigo sonrió, sirvió vino en las copas y se echó hacia atrás con la suya en la mano—. Eso quiere decir que sabía algo, Raquel. A la fuerza tenía que saberlo, ¿no? Cuando ese tío volvió a España, ella era una
niña, viviría con su madre, lo conocería de vista como mínimo, eso sí. Pero no podemos saber cómo se encontraron siete años después, no sabemos cómo se hicieron novios, si volvieron a tratarse por casualidad o él fue a verlas a Galicia, o… Vete a saber. Quizás lo sabe todo, pero quizás sepa sólo una parte, y tú no puedes saber cuál.
—¿Y eso te parece tan importante?
—Sí —él se puso serio—. Porque es el punto débil de toda esta historia.
Julio Carrión González ya llevaba ocho días enterrado cuando Raquel invitó a Paco Molinero a cenar por correo electrónico. Pero, bueno, él fue a verla un par de minutos después, ¿y esta novedad? ¿Tanto trabajo te cuesta andar veinte pasos hasta mi despacho? No, no es eso, Raquel sonrió, pero la ocasión requiere cierta formalidad, y para asegurarse de que su invitado no cometiera errores de interpretación, añadió que no se trataba de estrenar su casa nueva, que también, sino sobre todo de hablar de negocios. Dame alguna pista, le pidió él, y ella le contestó que no podía, voy a necesitar un par de horas sólo para ponerte en antecedentes, así que…
La realidad acortó bastante sus previsiones. Raquel logró resumir [862] mucho porque Paco no era nieto de Ignacio Fernández y no necesitaba hacer preguntas a cada paso. Aun así, se quedó tan impresionado con lo que acababa de oír que no fue capaz de opinar.
—Es muy fuerte, tía, tengo que pensármelo.
Ella asintió con la cabeza y envolvió su decepción en una sonrisa que él logró desarbolar a tiempo.
—¡Eh! —se acercó y la cogió por un hombro para zarandearla con suavidad—, ¿pero qué te has creído? Lo que tengo que pensarme es qué hay que hacer para que la viuda afloje un millón, no si venderle los papeles está bien o no.
—Entonces, ¿te parece bien?
—¿A mí? —se señaló con su propio índice y se echó a reír—. Me parece de puta madre, vamos…
Durante una semana entera, Paco la llamó o le escribió a diario, casi siempre más de una vez, para pedirle datos, nombres, fechas, cantidades que Raquel conocía o no. Ella le había advertido que ninguno de los dos se iba a llevar ni un céntimo de lo que sacaran, que lo ideal sería que se lo tomara como un juego, o mejor aún, como una versión pequeña, doméstica, del gran proyecto de ingeniería financiera que habían diseñado a medias, y él había aceptado sin vacilar. Raquel sabía que aquello le gustaba, que le parecía divertido, estimulante, pero sabía también que Paco no podía trabajar sin tomárselo todo, incluso el desarrollo de su fortuna ficticia, muy en serio. Ya habría llenado medio cuaderno con diagramas repletos de cifras, de fechas y nombres, y habría abierto como mínimo una carpeta en su ordenador, cuando decidió que había llegado el momento de trabajar en serio, y aquel mismo día quedaron a comer después del trabajo.
—Ése es el punto débil, Raquel, piénsalo —insistió—. Con la información que tenemos, tú no puedes aparecer por las buenas en casa de la viuda diciendo que eres sobrina suya y que habías llegado a un acuerdo con su marido para venderle unos documentos que demuestran que era un delincuente. Imagínate que ella no sabe nada.
—Eso no puede ser —pero ya no estaba tan segura.
—Claro que puede ser —Paco, en cambio, sí lo estaba—. Imagínate que su madre le ocultara la clase de tratos que tuvo con Carrión. Motivos le sobraban, ¿no? Y si después se encontraron por casualidad cuando él ya era un hombre rico… Ella no tiene por qué saber de dónde salió su dinero. Que sospechara algo no significa que se haya atrevido a preguntar.
—Que no. Eso es imposible.
—¿Sí? ¿En aquella época? ¿En este país? —ella le miró, apreció su [863] sonrisa, volvió a dudar—. No, Raquel. La mayoría de la gente elige vivir tranquila, ya lo sabes, y el día que tu abuelo apareció por su casa… pues se asustó, claro, porque era como un fantasma del pasado, porque de repente todo se había acabado, porque Franco se había muerto, porque los exiliados estaban volviendo, porque los presos políticos salían de las cárceles… Y porque tu abuelo era la última persona a quien esperaba encontrarse en su puerta. Pero que se asustara sólo quiere decir que aquella visita le dio mala espina, no que supiera exactamente qué papel había jugado su marido en todo esto. Y no estoy diciendo que no lo sepa, ojo, que a lo mejor lo sabe. Estoy diciendo que no podemos estar seguros.
—¿Y él? —Raquel se estaba empezando a poner nerviosa—. Él estaría histérico, asustado, su mujer se daría cuenta, vamos, no sé…
—Sí, pero, igual, aquella noche, en la cama, Carrión la abrazó, le dio muchos besos, le echó un polvo, y le prometió que él se encargaría siempre de que nadie le hiciera daño a su familia. Ésa sería una actitud típica de lo que entendían por virilidad los hombres de su generación. Y lo que las mujeres de entonces entendían por feminidad consistía en estar calladas y confiar ciegamente en ellos. Piénsalo, Raquel… A lo mejor la viuda cree que la verdadera delincuente fue su madre y que la única culpa de Carrión fue ayudarla. Eso también puede ser, y existen un montón de posibilidades más —Paco, que no era nieto de Ignacio Fernández, sólo sabía trabajar en serio, y había llegado a vislumbrar zonas a las que ella ni siquiera se había asomado—. Si es verdad que lo sabía todo, al casarse con él, la tía Angélica traicionó a su madre, ¿no? Y eso también es posible, pero es muy fuerte. Tanto que a lo mejor fue todo al revés. A lo mejor, a Carrión le dio un infarto sólo de pensar que su mujer pudiera enterarse de lo que le había hecho a su suegra, después de tantos años. Y todavía hay otra hipótesis, que es por la que yo apostaría si esto fuera una porra. Es muy probable que Angélica sepa lo que pasó en los años cuarenta, y en los setenta, pero que no tenga ni idea de que tú fuiste a ver a su marido hace un mes y medio. Él no quería que se enterara nadie, y nadie significa precisamente eso, nadie. Por eso te digo que no sabemos nada. Y que si vas a verla por las buenas, puede que te eche de su casa, que llame a sus hijos, que avise a la policía, que le dé un desmayo, que se ponga histérica… En fin, nada bueno.
Raquel Fernández Perea escuchó todos estos argumentos con mucho interés, y se reprochó una vez más su descuido, esa debilidad que había brotado en su espíritu a traición y a destiempo, y que la mantenía distraída, ausente, incapaz de pensar bien. [864]
El día que fue al entierro de Julio Carrión, no tenía un plan concreto. Estaba dispuesta a cobrarse su deuda en los herederos, pero todavía no había decidido cómo, ni cuándo. Tampoco tenía prisa. Las herencias de los
ricos son largas, complicadas, requieren un inventario minucioso, un reparto difícil, una estrategia fiscal considerable, y aquélla no terminaría de resolverse en muchos meses, quizás ni siquiera en un año. Sin embargo, no sería fácil hallar otra ocasión de ver juntos a todos los miembros de la familia Carrión. Ésa, y no la urgencia, fue la razón que la empujó al cementerio de Torrelodones en una mañana de marzo luminosa y helada. No estaba muy segura de que la información que pudiera reunir le sirviera de mucho, pero tenía una oportunidad de estudiar el aspecto, los gestos, el estilo, la forma de vestir y de comportarse de aquellos parientes lejanos a los que sólo había visto una vez en su vida, casi treinta años antes, y era una tontería desaprovecharla. No esperaba encontrar nada más que eso, un duelo clásico, abrigos negros y gafas oscuras, pañuelos estrujados en puños temblorosos, amor, dolor, y una familia desprevenida, abismada en su sufrimiento, expuesta a la curiosidad de cualquiera, pero no podía descartar que hubiera hermanos enfrentados entre sí o que alguno de ellos no se hablara con los demás, y a la larga, esa clase de datos podrían resultarle útiles.
Cuando vio a aquel hombre solo, apartado de los demás, a medio camino entre la puerta y la tumba, creyó que sería un simple conocido de los Carrión, un empleado quizás, nadie muy vinculado con el difunto. Pero él la había oído llegar y volvió la cabeza para mirarla, y en ese instante, Raquel Fernández Perea sintió que se quedaba sin suelo debajo de los pies. Los tacones de sus botas se hundieron en la tierra oscura y húmeda del camino sin que ella pudiera hacer nada por rescatarlas mientras afrontaba la mirada de un desconocido al que ya conocía, al que había visto muchas veces en unas pocas fotos antiguas. Aunque el hombre que tenía delante era mayor que aquel muchacho que sabía sonreír de una manera encantadora al posar en las fotos de grupo, era también mucho más joven que el anciano que no había perdido la memoria de esa misma sonrisa. Si los hubiera conocido a ambos con la misma edad, habría podido apreciar ciertas diferencias, pero en la distancia del tiempo y del espacio que la alejaban por igual de uno y de otro, su pelo negro, fuerte, apenas ondulado en las puntas, le pareció igual, e igual su cabeza, su rostro de piel cetrina y mandíbulas cuadradas, la nariz grande y fina, la boca en cambio muy bien dibujada y los labios gruesos, sorprendentemente blandos. Tenía los ojos oscuros y unas cejas importantes, como dos trazos negros y exactos que se volverían [865] blancos con la edad, sin perjudicar a la condición centelleante de su mirada. Porque aquel hombre, que no podía ser Julio Carrión, era Julio Carrión, una copia casi exacta de la cara, del cuerpo que estaba a punto de fundirse con la tierra, de desaparecer para siempre y quedarse al mismo tiempo aquí, en los ojos que la estaban mirando.
Se puso tan nerviosa que no pudo sostenerlos mucho tiempo. Se obligó a apartar la vista de él, encendió un cigarrillo, intentó avanzar, se dio cuenta de que el barro había inmovilizado sus tacones, los liberó, dio un par de pasos y miró hacia delante. No puede ser hijo suyo, se dijo, no, porque entonces estaría al lado de la fosa, con los demás. Identificó enseguida a Angélica, que llevaba el pelo teñido del mismo color que tenía antes pero se había convertido en una anciana frágil, delicada en su delgadez. La flanqueaban sus dos hijos mayores, los mismos a quienes había reconocido
en la web, ambos altos, rubios, pálidos, medio calvos, tan semejantes entre sí como cuando eran niños. Su aspecto se ajustaba de una forma admirable al que Raquel había previsto que ofrecieran, y les distanciaba de los otros dos hombres que integraban el grupo. Uno de ellos, castaño, con barba y pinta de progre clásico, rodeaba con sus brazos a una mujer guapa, rubia, de ojos claros, que se parecía mucho a su madre. El otro, más bajo, el pelo muy corto y corbata negra, era el marido de Clara. Raquel la reconoció enseguida, porque conservaba aquella belleza dulce y candorosa que la había cautivado cuando las dos eran niñas. Cerca de ella, había dos mujeres más, pero ningún hombre moreno, el desarrollo de aquel niño de doce años que ya en 1977 era el único de los hijos de Julio Carrión que se parecía a su padre.
Apagó el cigarrillo y volvió a mirarle, y ahora él fumaba, y seguía mirándola con una expresión confusa, curiosidad, sorpresa y algo más, una cualidad serena, equilibrada, impropia de quien está viendo a una persona. Era la mirada de quien contempla un cuadro, una puesta de sol, o escucha una canción que le gusta mucho. Raquel comprendió que era Álvaro, tenía que ser Álvaro, aunque estuviera solo, aunque estuviera lejos, aunque diera la impresión de no querer mezclarse con los demás. Si hubiera podido pensar con frialdad, habría celebrado su aislamiento, que era más de lo que esperaba encontrar al llegar a aquel cementerio, pero ya no podía pensar con frialdad, ni siquiera se atrevía a pensar.
Aquel hombre no era Julio Carrión, aunque lo pareciera no podía serlo, y había pasado el tiempo, mucho tiempo. Ella no era Paloma y sin embargo no podía dejar de mirarle. Aquello no era razonable, no era lógico ni natural, no era normal, no era bueno, pero Raquel Fernández [866] Perea, su razón y sus propósitos, sucumbieron a una atracción súbita por un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro, y que la sumió en una confusión semejante a la que sentiría una novicia cándida, inexperta, la primera vez que se ve tentada, luego cercada por el demonio. Y entonces, antes de que tuviera tiempo de procesar, de digerir todo esto, la ceremonia terminó. Los sollozos se hicieron más intensos mientras el ataúd bajaba hasta el fondo de la fosa, las flores volaron sobre él, la viuda se vino abajo, sus hijos la sostuvieron, y el hombre solitario corrió hacia ellos, los abrazó, los besó, recuperó su lugar en aquel duelo. En aquel instante, ella se marchó, andando muy deprisa, sin volver la cabeza, repentinamente consciente de los riesgos que implicaba su condición de intrusa.
Después, se había obligado a sí misma a situarse al margen de aquella fantasía ridícula, morbosa, peligrosa, pero desde aquel día no había adelantado mucho. Le había dado muchas vueltas a lo que sabía y a lo que ignoraba, había pensado sin descanso en Angélica, en sus hijos, había preparado múltiples variantes de un discurso semejante al que le había permitido triunfar sobre un anciano desprevenido, y ninguna le había salido bien del todo— El recuerdo de aquellos ojos que eran y no eran los de Julio Carrión González interfería sin remedio en sus razonamientos y en sus conclusiones, le mostraba su propia indefensión, la debilitaba.
Raquel Fernández Perea, que había nacido, que había crecido entre fantasmas, ya era demasiado mayor para creer en ellos, y sabía que todo era un error, un espejismo, la consecuencia inevitable de su empeño por
trasladarse a una época, un país ajeno, para sumergirse en unas pasiones que tampoco le pertenecían. Pero lo que sabía no le impedía presentir que aquellos ojos oscuros eran un aviso, una advertencia. Entonces volvía la rabia, y su dominio tampoco le consentía avanzar. Por eso había recurrido a Paco Molinero, una inteligencia neutral, leal, libre de prejuicios, de instintos inexplicables. Y cuando escuchó aquel discurso que le ponía las cosas más difíciles sólo para lograr resolverlas al fin, comprendió que sin él no habría llegado muy lejos.
—Tienes razón —concedió después de meditar unos instantes, y lo vio tan claro que volvió a decirlo—. La verdad es que tienes razón —y eso bastó para despejarla—. Pero hay una posibilidad…
—Los fondos —dijo él, y sonrió.
—Claro.
—Ahora mismo te lo iba a decir.
—Por supuesto —y negó varias veces con la cabeza antes de mirarle—. No sé cómo he podido ser tan tonta… [867]
Ésa era la única verdad incontrovertible que Raquel Fernández Perea le había contado a Julio Carrión González en su segunda visita. Antes de acudir a aquella entrevista, había entrado en los archivos del Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y había encontrado allí su nombre y el de algunas de sus empresas. No le sorprendió, porque el perfil del presidente del Grupo Carrión encajaba casi al milímetro con la tipología de sus clientes más clásicos, empresarios madrileños que recurrían de forma habitual a la Caja para llevar adelante sus proyectos e invertían a cambio una parte de su fortuna personal, con el evidente propósito de llevarse bien con sus interlocutores financieros si algún día las cosas se torcían. En el caso de Carrión, como en el de la mayoría, las cuentas personales representaban un volumen de negocio muy inferior al de las transacciones que efectuaban sus empresas, no porque la cantidad en sí misma fuera despreciable, sino porque los movimientos, y en consecuencia los intereses, las comisiones, las ganancias netas, prácticamente no existían. Raquel no había necesitado más que unos minutos para comprobarlo, y había llegado a calcular que, por tanto, no resultaría muy complicado hacerse con su gestión, pero la muerte de Carrión, que sería quien habría tenido que solicitar el cambio de interlocutor, la había inducido a abandonar antes de tiempo el camino que Paco acababa de señalar para ella.
Al día siguiente, a primera hora, se fue derecha a por Miguel Aguado, un chico más joven que ella, feo, tímido, de aspecto simpático, con el que no habría llegado a hablar más de una docena de veces en diez años. No sabía nada de su trabajo, pero le resultó fácil averiguar que no era un gestor especialmente brillante, aunque tenía buena fama y había logrado algunos éxitos notables. Era además un hombre muy educado, y por eso la recibió con una sonrisa, la invitó a un café y la escuchó sin interrumpirla.
—En esas condiciones, no tengo ningún inconveniente en pasártelos —le dijo al final—, pero te advierto que no vas a sacar nada. Yo conozco de vista a un par de hijos, ya te lo he dicho, y no son clientes míos, porque siempre traté directamente con don Julio, pero estoy seguro de que van a liquidar los fondos. Ya no me acuerdo de cuántos son, pero sé que son
muchos, y muy ricos. Estas historias siempre acaban igual, ya lo sabes. Las familias numerosas son una ruina.
—Lo sé —Raquel sonrió—. Por eso me ha llamado Clara, estoy segura. Hasta ahora nunca se había acordado de que trabajo aquí, y lo sabe, porque nos hemos encontrado varias veces, en cenas de antiguas alumnas del colegio y cosas así. Éramos muy amigas de pequeñas, pero [868] si no estuvieran pensando en liquidar, no me habría llamado, ¿para qué?, si con quien ha ganado dinero su padre es contigo… De todas formas, ya te he dicho que se trata sólo de hacer la gestión personal, de una forma oficiosa, dejándolo todo como está. Lo único que quieren es que les explique cómo está el tema. Y si consigo convencerlos, que lo intentaré, aunque sólo sea por deformación profesional, te los vuelvo a pasar a ti, eso por supuesto. Son tuyos.
—Lo de la deformación profesional tiene gracia —Aguado sonrió.
—Pues sí —Raquel le devolvió la sonrisa—, pero no te hagas ilusiones…
No era la primera vez que hacía un trato parecido con un compañero, y no sería la última. Escribir a Angélica le resultó todavía menos extraño. Podría haberle encargado la carta a una secretaria, pero tenía un modelo archivado en el ordenador, y no tardó ni cinco minutos en completarlo con los datos adecuados. Tomó la mínima precaución de firmar con la inicial de su nombre, la envió por mensajero aquel mismo día y cruzó los dedos. Si Angélica sospechaba su identidad al leer la carta, la llamaría enseguida. De lo contrario, y a aquellas alturas, ella también apostaría por esa opción si su propia vida fuera una porra, le tocaría esperar. Sabía por experiencia que el plazo de reacción de los herederos rondaba el mes. Rara vez respondían antes y con mucha frecuencia lo hacían después, así que decidió no ponerse nerviosa hasta mediados de abril. Pero Julio Carrión González había muerto el 1 de marzo de 2005, y aún faltaba un día para que aquel mes terminara cuando Mariví le anunció la visita de su viuda.
No estoy preparada. Eso fue lo primero que pensó. No estaba preparada, y sin embargo se sabía de memoria lo que tenía que decir, en qué orden, con qué entonación, y de qué manera tenía que hacerlo. Si las cosas iban bien, y no tenían por qué ir mal, aquella cita sólo sería una toma de contacto, apenas un pretexto para concretar otra más importante, definitiva, a la que acudiría con una cartera de piel castaña que pondría encima de la mesa en el momento oportuno.
Estaba muy acostumbrada a recibir a herederos y a soltarles un discurso idéntico al que iba a encajar Angélica Otero Fernández aquella mañana, pero había previsto un encuentro muy diferente, una llamada de teléfono, una conversación breve, suficiente sin embargo para hacerse una idea de la clase de mujer con la que iba a tratar, y una considerable serie de ofertas y contraofertas rebozadas de pura cortesía. Prefería ver a la viuda de Julio Carrión en su despacho porque allí se sentía más fuerte, más segura, pero había previsto incluso la eventualidad de que ella alegara motivos de salud, o de desánimo, para trasladarse [869] hasta el banco, y estaba decidida a responder de inmediato que, en ese caso, no le costaría ningún trabajo acercarse hasta su domicilio, porque estos asuntos, ya sabe usted, son delicados, y nuestra experiencia nos ha enseñado que es mucho mejor
tratarlos directamente con la familia, sin intermediarios que puedan hacerse con una información que no les interesa, y que a ustedes tampoco les conviene que tengan.
Eso era lo que iba a decirle, y se lo sabía. Había escogido minuciosamente los verbos, los pronombres, el número de la primera y de la segunda persona, pero por supuesto que esto no corre prisa, añadiría si era preciso, yo puedo esperar todo el tiempo que usted necesite para recuperarse, estas situaciones son terribles, lo sé, y aunque es mucho dinero, desde luego, y no conviene aplazar demasiado cualquier decisión, tenemos un margen de semanas, hasta un mes si fuera imprescindible, fije usted la fecha, lo importante, doña Angélica, es que recobre el ánimo… Así iban a ser las cosas, así las había previsto, y en esas condiciones, con esos tiempos, todo habría salido bien, pero había enviado la carta el 20 de marzo, su destinataria no habría podido recibirla hasta el día siguiente, y nueve días después ya estaba allí, llamando a su puerta sin haberse tomado la molestia de telefonear antes. No lo entendía, pero tampoco podía hacerla esperar. Al fin y al cabo, era una dienta.
—Adelante —dijo por fin, con un acento animoso, casi musical, y el doble de Julio Carrión entró en su despacho.
Cuando lo vio, se levantó sin ser consciente de haberle dado a su cuerpo la orden de hacerlo, y al sentir que se tambaleaba, apoyó las manos en la mesa. No puede ser, no puede ser, no puede ser él, esto no está pasando. Pero cerró los ojos un instante, y volvió a abrirlos, y Álvaro Carrión seguía estando allí, tan asombrado, tan atónito como ella misma.
—Perdone —logró decir por fin—, pero es que… Esperaba a su madre.
—Sí, ya, he venido yo en su lugar —el sonido de su voz la tranquilizó, porque no se parecía a la de su padre—. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo…
—Sí —consiguió sonreír y fijó la sonrisa un momento, como si pretendiera disfrutar de aquella hazaña—. Mariví es muy especial —se preguntó qué debería hacer a continuación y lo recordó enseguida—. Siéntese, por favor.
Luego, cuando él se marchó, volvió a su asiento andando muy despacio, giró la silla para colocarse de cara a la ventana, echó de menos [870] la luz, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba lloviendo. Se sentía muy mal, pero ni siquiera tenía fuerzas para preguntarse por qué, y el teléfono sonó antes de que se propusiera buscarlas.
—¿Estás sola? —Paco empezó por el principio.
—Sí.
—¿Y qué, cómo ha ido?
—Fatal… —hizo una pausa, tomó aire, ni siquiera tenía ganas de hablar—. No ha venido ella, sino su hijo, el pequeño, aquel que conocí el día que fui a su casa con mi abuelo.
—Bueno, no es tan raro —y lo dijo con una serenidad que la desconcertó por un momento—. ¿Y qué, cómo habéis quedado?
—No hemos quedado, Paco, no ha pasado nada. Le he soltado el rollo, le he dado los papeles, le he dicho que se los mire en casa, con calma, y se ha marchado —al llegar al final, volvió a tomar aire y se sintió mejor—. Se acabó.
—¿Cómo que se acabó? —y lo dijo como si esas palabras le hubieran ofendido.
—Pues sí, porque ya te dije que con los hijos no había nada que hacer, y yo… No sé, me he puesto muy nerviosa, no sabía qué contarle, qué decir… Si me hubiera llamado antes, habría podido pensar en algo, buscar alguna alternativa, pero como ha aparecido de esta manera, le he tratado como a un cliente normal, ¿comprendes?, y ahora yo no sé, yo…
—Pero ¿qué te pasa, Raquel? —y Paco cambió de tono—. Estás atacada. Cálmate, por favor. Pareces una principiante, en serio.
Aquella palabra, principiante, una amable descalificación que en su oficio sonaba peor que los insultos tradicionales, le hizo reaccionar.
—Es verdad —lo dijo una vez, y lo repitió para terminar de creérselo—. Es verdad, tienes razón. No ha pasado nada grave, excepto que me he puesto muy nerviosa, eso sí… Pero no creo que él se haya dado cuenta.
—Mejor —y sonrió al otro lado del teléfono—. Ya encontraremos la manera de llegar a la viuda, no te preocupes. Luego hablamos. ¿Tienes algún plan para comer?
Respondió que no y él se ofreció a reservar una mesa en el restaurante de la calle Escalinata al que solían ir cuando comían juntos.
Luego se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se encontró mejor, más tranquila. Al fin y al cabo, ella había nacido, había crecido entre fantasmas. Estaba acostumbrada a su compañía y sabía que tenían forma, peso, mucha más corpulencia que algunas personas vivas. Sabía también que nunca debería contarle a nadie lo que había [871] pasado aquella mañana. Que se había sentado al lado de Álvaro Carrión y no había podido mirarle a los ojos. Que mientras hablaba, se había dado cuenta de que estaba más pendiente de los centímetros que separaban su brazo del suyo que de las palabras que iba diciendo. Que cuando había entrado el camarero con los cafés, y él había comentado que menos mal que no los había traído Mariví porque ya estaba muerto de miedo, se había echado a reír, y al fin le había mirado, y al comprobar que él también la estaba mirando, había sentido algo parecido a un crujido. Que no se podía permitir que su cuerpo siguiera crujiendo, no con él, con un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro hombre, una advertencia, un fantasma, un producto enfermizo de su imaginación o no, y si era que no, mucho peor.
Nunca podría contarle esto a nadie, y mucho menos a Paco Molinero. No podía contarle que un cuarto de hora de conversación inocente con Álvaro Carrión la había desordenado más que una noche entera con él en la cama, pero no tuvo tiempo de preparar una versión más compasiva, porque la directora del Departamento Comercial escogió aquel mismo momento para revisar con ella las cuentas de un cliente problemático. Tuvo que dejarla colgada cuando Álvaro volvió a su despacho para preguntarle por qué había ido al entierro de su padre pero, por fortuna, su superjefa no estaba acostumbrada a que sus subordinados la hicieran esperar. El teléfono volvió a sonar unos minutos después, y a pesar del tono áspero, impaciente, de su interlocutora, Raquel Fernández Perea sintió la misma felicidad que inunda los oídos de un boxeador que escucha una campana cuando está a punto de perder la consciencia. A la hora de comer, no se había recuperado ni de una cosa ni de la otra.
—Pero ¿por qué fuiste al entierro? —Paco acogió la noticia con un sombrío gesto de preocupación—. Eso no me lo habías contado.
—Pues no, porque hasta hace un rato no tenía importancia. Fui al entierro para verles, para saber qué aspecto tenían, en qué condiciones estaba Angélica, si se había muerto alguno… No sé, no es lo mismo negociar con una mujer que está en una silla de ruedas que con una viuda alegre, ¿no? Me pareció interesante, pensé que podría averiguar muchas cosas.
—Sí, en eso tienes razón, pero podrías haber ido al funeral. Eso habría sido menos arriesgado.
—Y mucho más inútil, Paco, no creas que no lo pensé. En el funeral habría mucha más gente, y estaría Aguado, incluso… —hizo una pausa para ordenar su pensamiento, y afrontó la dificultad de explicar lo más obvio con las palabras justas—. Bueno, entonces yo no sabía [872] que el gestor de Carrión era Aguado, pero alguien del banco tendría que ir, eso estaba claro, y no sólo del nuestro, habría gente de varios bancos, ¿no?, y yo no quería que me vieran, no quería que me reconociera nadie. Además, no podía acercarme a dar el pésame y la iglesia estaría llena, abarrotada de empleados, de socios, de amigos de los hijos, vecinos y demás. Los Carrión son muchos, y su padre era empresario, y rico. En esas condiciones, ni siquiera podía estar segura de reconocerles sin dejarme ver más de lo que me convenía. Pensé en el entierro de mi abuelo, ¿te acuerdas? Por supuesto, todo el mundo sabía que para él no iba a haber funeral, pero tú viniste, y viste cómo estaba el cementerio, no hace falta que te lo cuente yo. La gente llegaba hasta la puerta. Si alguien hubiera ido hasta allí a mirarnos a nosotros, no habría visto una mierda.
—No —él negó con la cabeza—. Eso es verdad, tienes razón.
—Pues eso. Ninguna iglesia es tan grande como el Cementerio Civil, pero de todas formas… Yo estaba segura de que los Carrión son católicos, o al menos, de que iban a enterrar a su padre según el rito católico, una ceremonia privada y otra pública. Y si el entierro hubiera sido en la Almudena, que siempre que voy, me pierdo, habría sido otra cosa, pero… ¿Para qué iba a ir a una ceremonia pública, pudiendo ir a la privada, que encima se celebraba en un cementerio de pueblo, accesible, pequeñito, que no tiene pérdida posible? —y mientras hablaba, sus argumentos le parecían tan justos, tan exactos, que no entendía cómo todo había podido salir tan mal—. Estaba claro, yo creía que estaba claro. En la esquela no aparecía ninguna noticia del entierro, sólo del funeral, y eso significaba que no pensaban avisar a nadie, pero para eso llegué tarde, ¿no?, para encontrarles ocupados, concentrados en el discurso del cura. No podía imaginarme que uno de sus hijos iba a estar solo, apartado de los demás, que iba a verme, y que después iba a ser él, precisamente él, quien viniera a visitarme en lugar de su madre. Ha sido todo una casualidad… No sé, increíble, monstruosa. Si mi vida fuera una porra, jamás habrías apostado por ella, reconócelo.
—Eso también es verdad —Paco la miró con benevolencia—. Nunca me habría jugado un céntimo en esa apuesta.
Después, los dos atacaron en silencio el primer plato, que se había enfriado, y los dos lo dejaron a medias mientras empezaban con la segunda botella de vino.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —él se atrevió primero.
—Pues no lo sé —pero ella llevaba varias horas rumiando esa respuesta—. No puedo decirle la verdad, eso por descontado, así que… No sé, tendré que inventarme algo. [873]
—Pues que sea algo que explique que estuvieras en el entierro, Raquel.
—Ya, ya lo sé… —miró a Paco, y a pesar de que su mirada era tan amable como siempre, se sintió atrapada, acorralada—. No creas que no lo sé. Tiene que ser algo que explique lo del entierro, que no implique a Aguado, que pase por encima de la historia de mi familia, y que me permita seguir adelante con el millón de la viuda… Todo eso, ¿no?
—Todo eso —él le dirigió una mirada compasiva.
—¡Joder! —y de repente, le entraron unas ganas enormes de echarse a
llorar.
—Pues sí, no lo tienes nada fácil, la verdad…
—Y eso sin contar con que me juego el trabajo, claro.
—Claro.
¿Pero yo me he vuelto loca o qué?, volvió a pensar Raquel Fernández Perea en aquel momento. ¿Cómo he podido meterme yo sola en una cosa así? El peligro le había devuelto la lucidez, la brillantez que había perdido al mirarse en unos ojos que ahora le parecían más que nunca una advertencia. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Parecía una tontería, era una tontería, no había sido otra cosa antes de convertirse en la soga que ahora llevaba alrededor del cuello, la espada cuya punta le acariciaba el cráneo. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Lo más sencillo habría sido decir la verdad, contar al menos que Julio Carrión era un viejo conocido de su familia. Pero no podía erigirse en la vengadora de sus abuelos, de sus bisabuelos, explicar que había ido al entierro por simple odio, por pura crueldad, para regodearse en la ruina de su enemigo, porque eso no sólo excitaría la hostilidad de Álvaro Carrión. También le animaría a hacerse preguntas.
Ella se había presentado como la asesora de inversiones de su padre y no lo era. Le había dicho a Aguado que Clara y ella habían sido compañeras en el colegio y eso también era mentira. Cualquiera de esos dos detalles, que en el momento de escogerlos le habían parecido tan triviales, tan insignificantes como darse una vuelta por el cementerio de Torrelodones, bastarían para hundirla, para dejarla sin trabajo, para que su despido fuera procedente y hasta para que ingresara en una lista negra de asesores financieros en quienes no se puede confiar y a quienes, por tanto, ninguna empresa estará jamás interesada en contratar. Si sus mentiras llegaban a salir a la luz, su propia empresa estaría muy interesada en saber por qué había mentido, y ella sólo podría contestar que un cliente tan importante para Caja Madrid como don Julio Carrión González era en realidad un ladrón, un estafador y [874] un hijo de puta, es decir, la clase de persona a cuyo entierro nadie tiene interés en ir. No podía escoger una parte de la verdad sin contarla entera, y eso era lo mismo que confesar algo que tal vez no fuera un delito, pero se le parecía bastante. Aparte de eso, llevaba más de cuatro horas dándole vueltas a su situación y hasta entonces sólo había visto las dificultades, ¿pero yo me he vuelto loca o qué?, y ningún agujero por donde escapar.
—¡Qué horror! —resumió entonces, en voz alta—. No sé cómo voy a
salir de ésta.
No esperaba una respuesta, pero Paco se la ofreció con tanta rotundidad como si fuera evidente.
—Hacia delante —le dijo—. Siempre hacia delante. No puedes retroceder ni un milímetro, Raquel. No pienses en defenderte, sino en atacar. Eso es lo que has hecho hasta ahora y lo has hecho muy bien. Tienes que seguir así.
—¿Sí? —y por lo menos pudo volver a sonreír—. ¿Y cómo?
—No lo sé —reconoció él, pero enseguida levantó en el aire el índice de las puntualizaciones—. Todavía no lo sé, pero ya se nos ocurrirá algo. Tenemos tres días, cuatro en realidad, medio hoy, y otro medio el lunes. Ahí has estado brillante, ¿ves? No quiero ni pensar en cómo estaríamos si le hubieras dejado volver mañana…
Después, Paco quiso pagar la cuenta y ella no le dejó, pero le agradeció que la llevara a casa en taxi.
Cuando se quedó sola, se preguntó por dónde empezar y no supo qué contestarse. Por eso, aunque ella nunca trabajaba así, decidió adoptar el método de su amigo, y se sentó delante del escritorio con un paquete de folios y una pluma, pero después de llenar media docena de hojas muy deprisa, comprendió al mismo tiempo que no se le ocurría por dónde seguir y que no lograba mantener los ojos abiertos. Había bebido mucho vino y se quedó dormida un instante después de acostarse. Se despertó tres cuartos de hora más tarde con la cabeza embotada y la lengua seca, pero no estaba en condiciones de concederse una tregua. Se lavó la cara con agua fría, bebió agua, cogió los folios que había escrito antes y se los llevó a la cama.
Siempre había pensado mejor tumbada, y volvió a comprobarlo al leer lo que había escrito antes, un montón de tonterías que habría podido recitar de memoria sin tomarse la molestia de apuntarlas primero. Era obvio que un entierro es una ceremonia íntima, obvio que le interesaba fijar la atención de los hijos de Carrión lo más lejos de su trabajo que pudiera, obvio que no le convenía revelar su parentesco hasta el momento oportuno, y obvio que lo mejor sería inventarse alguna [875] clase de relación personal con el difunto o, mejor aún, con alguno de sus deudos, pero no había encontrado la manera de integrar esas obviedades en otra ficticia y ventajosa, de rango superior. Había pensado en sus abuelos, en sus padres, en los hijos de Carrión, en sus parejas, en viejas encomiendas, en encargos difíciles de explicar, en amores platónicos, en celos insostenibles, y el resultado daba vergüenza. Yo siempre he estado enamorada de su cuñado y pretendía verle, sólo eso, y él no me conoce, claro, pero es que yo me enamoré de él sólo de vista, ni siquiera sé cómo se llama… Mi abuelo conocía a su padre de toda la vida, ¿sabe?, mi familia es de Madrid pero veraneaba en Torrelodones, y en una ocasión su padre le prestó dinero a mi abuelo, fui a devolvérselo y… A mí me caía muy bien su padre, aunque le vi pocas veces, siempre me sacaba caramelos de las orejas y le cogí mucho cariño, por eso fui al entierro, y me hubiera gustado acercarme a saludarles, pero se me hizo tarde y tuve que volverme a Madrid corriendo… Me equivoqué de entierro, ¿sabe?, yo iba a otro, en Guadarrama, pero me hice un lío con los nombres y, ¡fíjese qué casualidad!, resultó que a quien enterraban allí era a su padre, cliente mío, por cierto…
Podría haber seguido inventando excusas nefastas toda la noche, pero la sobriedad le devolvió un dato que la borrachera le había arrebatado. Las anécdotas triviales no servían, porque el hijo de Carrión había conseguido acorralarla, empujarla contra las cuerdas de su propio despacho. Ella no había podido ofrecerle otra respuesta que un silencio impregnado de nerviosismo y un sonrojo impropio de una profesional experta, y él lo recordaría. Tenía que pensar en otra dirección, aplicar toda la contundencia del verbo atacar y concentrarse en Álvaro, elaborar una invención que desbordara sus expectativas. Sólo cuando se esforzó por desprenderse de su propia memoria para contemplar lo que había sucedido a través de los ojos de aquel hombre, logró recuperar la calma y componer una escena diferente, mucho más audaz, más arriesgada y digna de ella.
Parecía tan cinematográfica que ni siquiera descartaba haberla visto en una película, pero era lo mejor que se le había ocurrido en toda la tarde, y estaba a la altura de su talento. Al fin y al cabo, he sido actriz, se dijo, al imaginar que él la estaría esperando en la puerta del banco, que ella le arrastraría hasta un bar, que se sentaría al otro lado de una mesa pequeña y le miraría a los ojos. No me haga preguntas, le diría entonces, hágame caso. Yo no puedo hablar y a usted no le conviene saber. Su padre estaba metido en un buen lío, y aparte de él, sólo lo sabíamos dos personas. Una era yo, y temía que la otra fuera a su entierro, que hablara con ustedes, que armara un escándalo. Por [876] eso fui a Torrelodones, pero al ver que él no aparecía, me marché sin decir nada, porque no quería preocuparles sin necesidad. Y es mejor que todo siga igual, por lo menos de momento, y que no hable con nadie de esto, se lo digo por su bien. Si en los próximos meses, algún inspector de Hacienda con un apellido compuesto se pone en contacto con ustedes a propósito de las operaciones financieras que su padre haya realizado con nuestra entidad, llámeme. De lo contrario, y ojalá que sea así, olvídese de esta entrevista. Yo no puedo decirle nada más, estoy obligada a ser discreta en su propio interés, y en el de otros clientes que también están involucrados. Adiós, señor Carrión, ha sido un placer…
—Suena bien —dijo en voz alta, y volvió a pensarlo, suena bien.
Entonces sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Creo que lo tengo —era Paco Molinero.
—Yo también —y sentía un alivio tan grande, tan cercano a la euforia, que se echó a reír—. Bueno, hay que perfeccionarlo un poco, pero…
—A ver, cuéntamelo.
Ella recitó el parlamento que se acababa de inventar y al hacerlo fue detectando, uno por uno, todos los defectos que no le había encontrado antes, pero él silbó al final.
—No está nada mal —reconoció—. Lo del apellido compuesto del inspector de Hacienda suena de lo más real.
—¿Tú crees? —pero ella ya no estaba segura de nada—. No sé, me ha parecido que era mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla. Parece más verdadero, y además despista.
—Claro —Paco estaba de acuerdo—. Lo que se me ha ocurrido a mí es muy parecido.
—¿Sí? Pues… —y la euforia se había desvanecido ya como un globo
pinchado—. El caso es que al contártelo no me lo he creído, ¿sabes? Porque para salir del paso no está mal, pero es una historia que tiene continuación, ¿no? Quiero decir, que él puede darse por satisfecho o no, y si es que no…
—Seguirá haciendo preguntas.
—Claro.
—Bueno, mira, de momento es mejor que nada, ¿no? —Paco seguía estando animado, o al menos empeñado en parecerlo—. Piensa en las pegas que veas y mañana lo vemos juntos…
Al colgar el teléfono, volvió a la cama y se tumbó boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho igual que un cadáver. Era su postura de pensar, y no le defraudó. La dama misteriosa [877] estaba muy bien, sí, eso desde luego, pero el hombre dócil y prudente… Raquel recordó a Álvaro Carrión, sus ojos, sus cejas, el perfil que había heredado de un tipo duro de pelar y su propia dureza, el tono primero ambiguo, hasta meloso, y luego áspero, progresivamente terminante, en el que se había dirigido a ella después de volver a su despacho. Eso era lo único que sabía de él, y era demasiado poco para prever su actuación en una escena como la que acababa de plantear. Había dado por sentado que el hijo de Carrión iba a entrar en su juego, que no iba a hacer preguntas, que se iba a asustar, pero eso era mucho suponer. No hable de esto con nadie, se lo digo por su bien… Si su parlamento no le impresionaba y se liaba a hacer preguntas, antes o después tendría que inventarse un escándalo financiero. Para ella, eso no era muy difícil, pero fabricar las pruebas ya era otra cosa. No tenía ni idea de dónde iba a sacar el dinero, y eso sin contar con que Aguado seguía estando por medio. Si había aprendido algo en todos los años que llevaba trabajando, era que en los escándalos financieros siempre hay demasiada gente implicada.
Y fue entonces, ni un segundo antes, ni un segundo después, cuando sintió que se iluminaba un foco en el centro de su cerebro y de repente vio todo el tablero, sus piezas y las del adversario, colocadas con una asombrosa precisión sobre la cuadrícula blanca y negra.
—No —dijo en voz alta mientras se incorporaba, y después de sentarse en el borde de la cama, volvió a repetirlo—. No, no…
La asociación de ideas había sido impecable. Los escándalos financieros son multitudinarios casi por definición, y a ella le interesaba una relación más íntima. No hay una relación más íntima que la que sucede en una cama. La cama eliminaba a Aguado, y por cierto, en su despacho, antes de que llegara él, trabajaba aquella chica tan sosa que se llamaba Regla y parecía una mosquita muerta. Regla ya no trabajaba en ningún sitio, porque tuvo una relación íntima en una cama con un superaccionista de Unión Fenosa que tenía edad para ser su abuelo, y se casó con él.
—Ni hablar.
Se levantó de un salto, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se volvió a la cama dispuesta a pensar con más sensatez, pero su cerebro había empezado a funcionar y ya no encontró la manera de pararlo.
Las ideas se ordenaban solas para avanzar con tanta armonía como los peones del campeón del mundo en una simultánea contra los alumnos de un colegio de primaria. Acostarse con los clientes puede no ser elegante, pero no es un delito. Todo el mundo lo hace, sobre [878] todo las mujeres,
porque disponen de más oportunidades, pero también los hombres cuando tienen ocasión. La relación de un millonario con la persona que gestiona su fortuna es lo suficientemente íntima como para desembocar con naturalidad en un colchón de un metro y medio por dos. A nadie le echan del trabajo por acostarse con un cliente, sobre todo porque nadie se entera a tiempo. La clandestinidad forma parte de la tradición tanto como el sexo en sí mismo. Con tantos ceros de por medio, los profesionales del dinero saben que no les conviene andarse con tonterías. Y si los vivos no hablan, los muertos mucho menos. Si nadie se entera nunca de que una asesora de inversiones se ha acostado con un cliente vivo, menos se va a enterar de que se ha acostado con uno muerto. Sería su palabra contra la de nadie, pero no solamente su palabra. Álvaro Carrión no iba a tener ni tiempo ni oportunidad para sospechar que le estaba mintiendo, si ella sacaba a tiempo la llave que abría la puerta de un ático situado en un edificio de la calle Jorge Juan.
—Que no, que no, que no puede ser.
Volvió a levantarse, se fue otra vez al baño, se mojó la cara, y al mirarse en el espejo, se dio cuenta de que no iba a obtener un resultado distinto del que había cosechado unos minutos antes.
—Total, que como se entere mi abuela, la mato a ella también, de otro disgusto… —concluyó, porque cada vez lo veía más claro, y lo veía mejor.
Parecía demasiado arriesgado, demasiado complejo, y barroco, y elaborado, en comparación con el hecho que pretendía justificar, su simple asistencia a un entierro donde no pintaba nada, pero acababa con todos sus problemas de una vez. Seguramente, a Álvaro Carrión no le gustaría que su padre tuviera una amante, era incluso probable que le extrañara mucho, pero nunca podría descartar esa posibilidad. Todos los seres humanos se parecen porque son criaturas vulgares, muy sencillas al fin y al cabo. Y entre las cosas que tienen en común, no está solamente el sexo. También, desde la estricta antigüedad de la Biblia hasta las portadas de las revistas del corazón de aquella misma semana, la ambición de burlar a la decrepitud, de despistar a la muerte. Julio Carrión tenía ochenta y tres años, pero no los aparentaba. Era un anciano fuerte, vigoroso y hasta atractivo, el desarrollo natural de un muchacho encantador que siempre había tenido mucho éxito con las mujeres. Álvaro tenía que saber todo eso, y quizás no le gustaría encontrarse con que su padre había tenido una amante que podría haber sido su hija, incluso su nieta, pero él también era un hombre, ya no tan joven y, si los instintos de una asesora de inversiones acostumbrada [879] a catalogar a los desconocidos de un vistazo, y a no equivocarse, servían para algo, con una indiscutible inclinación por las mujeres. Por lo tanto era razonable calcular que, aparte de disgustado, pudiera sentirse cómplice de la última aventura de su padre.
—Es una locura… —Raquel volvió a regañarse a sí misma, pero ya no consiguió prestarse mucha atención—. Un disparate es, todo esto…
Y sin embargo, se fue a la cocina, hizo un huevo de mayonesa, que era el alimento que más la consolaba, abrió una lata de espárragos buenos, otra de atún aún mejor, sacó de la nevera un paquete de pan de molde, lo puso todo en una bandeja y se la llevó a la mesa que estaba delante de la televisión. Hizo trabajar el mando a distancia hasta que encontró una vieja y buena película en blanco y negro. Era española y ella habría preferido que
fuera americana, de gánsters, pero se rió mucho con Pepe Isbert vestido de esquimal en pleno verano, con la manifestación que organiza el alcalde de aquel pueblo donde había un niño enfermo, un maestro sabio y un cura estupendo, José Luis Ozores desmayándose todo el rato, y cuando los dos gordos de la pensión, obedientes siempre a las indicaciones de la pareja de locutores que hacen cada mañana un programa de gimnasia, se abrazan y, estupefactos, escuchan que lo que tienen que hacer ahora es besarse, ya estaba de mucho mejor humor.
Era arriesgado, era complejo, y barroco, y elaborado, pero también, y sobre todo, era perfecto. Raquel recordó su propia intuición —es mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla, porque parece más verdadero y además despista—, aquel juicio que había formulado para Paco Molinero sin comprender todavía su verdadera calidad, y comprendió que no iba a encontrar una solución mejor. Ella había ido al entierro de Julio Carrión para observar a su familia y sacar conclusiones, y a pesar de todo, había hecho bien su trabajo. Aquella mañana luminosa y fría se había fijado en que el hijo que estaba aparte no llevaba un traje azul o gris, ni siquiera una corbata. Y al verlo en su despacho, había vuelto a fijarse en sus vaqueros y en su chaqueta de ante, tan impropios del estilo que unifica en la teoría a los herederos de los millonarios. Pero incluso si existiera una secta católica ultrarreaccionaria que se caracterizara por el estilo progresista en el vestir, e incluso si Álvaro Carrión perteneciera a ella, ninguna dosis de cólera, ningún acceso de rabia o de indignación, le permitirían hacerle daño a la última amante de su padre. Le gustara o no, tendría que tragárselo todo sin masticar, porque detrás de la llave de aquel ático sólo encontraría las escrituras de una donación tal vez demasiado generosa, pero al mismo tiempo escrupulosamente legal. Los [880] motivos que hubieran llevado a un anciano con todas sus facultades mentales intactas a firmarlas poco antes de morir nunca podrían invalidarlas. Los muertos no hablan, no hablan, no hablan. No era muy probable que la familia Carrión optara por el escándalo, porque el valor del ático representaría muy poco en comparación con lo que iban a recibir, pero hasta en ese caso, los jefes de Raquel Fernández Perea jamás podrían desmentir su versión. Y ella estaba segura de que Julio Carrión había hecho las cosas bien y de que, siguiendo sus instrucciones, Sebastián habría borrado todas las huellas del camino que la había llevado desde la calle Ávila a la calle Jorge Juan.
Cuando se acostó, pensó que no lograría dormirse, y sin embargo, dio pocas vueltas en la cama, las justas. Después de repasar sus argumentos con atención, comprendió que la mayor virtud de su plan consistía en su capacidad para resolver sus problemas a corto plazo, sin eliminar sus expectativas de futuro. Ahora, todo dependía de la reacción de Álvaro. Si sus revelaciones le indignaban o le ponían furioso, sería complicado llegar hasta su madre, pero si su espíritu entonaba con la ropa que le gustaba llevar, lo más probable era que se guardara el secreto para sí mismo, y entonces Angélica volvería a ocupar sin complicaciones el lugar que ella misma le había asignado hasta que su hijo irrumpió por sorpresa en su despacho. Tendría que encontrar alguna manera de estar al tanto de los movimientos de su interlocutor y esperar algún tiempo antes de dar el siguiente paso, pero el lunes no iba a suceder nada más grave. Por eso durmió bien, de un
tirón, y a la mañana siguiente se levantó con sus fuerzas intactas.
Eso fue todo. Después, cuando aquella mentira echó a rodar, cuando creció para hacerse más, y más, todavía más grande, y acertó a cambiar de forma para enredarse en todo, para infiltrarlo todo y suspenderlo de un hilo tan fino como su propia y quebradiza naturaleza, a Raquel llegaría a parecerle increíble que su impostura hubiera surgido de aquellos sucesivos viajes al cuarto de baño, en los que no creía haber hecho nada más grave que mojarse la cara para seguir pensando. Después, cuando empezó a sentirse presa de aquella mentira, se preguntó adónde habrían ido a parar sus reservas, sus temores, cuándo empezaría a gustarle aquella locura, o mejor dicho, cuándo dejó de disgustarla, y cómo logró desarmarse con tanta facilidad a sí misma del instinto que había hecho saltar todas las alarmas ante la perspectiva de convertirse en la amante de Julio Carrión incluso en una ficción inofensiva, estratégica. Después, nunca llegaría a explicárselo del todo, pero tampoco llegaría a ser completamente injusta, y siempre recordaría a tiempo que no la había movido sólo la ambición, la avaricia. Sobre [881] todo, la había empujado el miedo, una pasión española, tan familiar. Quizás también el tiempo, que corría deprisa y no le permitió detenerse, estudiar sus movimientos, planificarlos bien, pensar dos veces en lo que iba a hacer.
Su plan no sólo era arriesgado, complejo, barroco, elaborado y perfecto. Mientras desayunaba, comprendió que además iba a ser trabajoso. El ático de Jorge Juan era la clave de la partida, la pieza que iba a lograr el jaque mate en el tablero imaginario sobre el que jugaba contra los Carrión desde la tarde anterior, pero sólo sería eficaz si conseguía convertir aquel piso piloto en un escenario convincente. Tenía que llenarlo de cosas, sembrarlo de minas, pistas falsas y auténticas como cebos vivos ensartados en un anzuelo. Quizás lo único que pasó fue eso, que no tuvo tiempo para pensar dos veces en lo que iba a hacer, pero se entregó con entusiasmo a aquella tarea y la verdad, aunque eso tampoco podría creerlo después, fue que se divirtió.
—¿Qué tal?
Aquel día, Paco llegó tarde a trabajar, pero lo primero que hizo al sentarse en su mesa fue llamarla.
—Mucho mejor, porque lo he perfeccionado todo.
—¿Sí? —había logrado sorprenderle—. ¿Todo qué?
—Pues todo —y se echó a reír—. Se acabó el escándalo financiero.
—¿Y entonces?
—¡Uf! Es largo de contar. ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Si te parece, comemos algo rápido y te lo explico. Es que después me gustaría que me acompañaras a un sitio…
—¿A un sitio? —ya parecía más que sorprendido—. No entiendo nada. Me estás asustando, Raquel.
—Pues no te asustes porque no es precisamente de miedo —y volvió a reírse—. Tampoco es peligroso. Quiero que me acompañes a un sex–shop. Podría ir yo sola, pero…
—¿A un sex–shop?
—Sí. Ya me imagino que no entiendes nada, pero todavía no sabes lo mejor. Estás hablando con la última amante de Julio Carrión González
—esperó una respuesta, cualquier comentario, pero su amigo se había quedado mudo—. ¿No me dijiste tú que lo que tenía que hacer era atacar? Pues más que esto…
Y sin embargo, cuando se reunió con él estaba más nerviosa de lo que había calculado, y le miró un buen rato a los ojos antes de empezar a hablar. Le conocía muy bien, y sabía que si formaban un buen equipo era porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa, [882] más valiente y mucho más audaz. Paco era peor pensado, más astuto y mucho más realista. Por eso, la autora del plan esperaba dudas, preguntas e incluso críticas, la respuesta habitual a los saltos mortales que sólo ella era capaz de concebir. Pero cuando llegó al final, Paco no se contentó con echarse a reír. También aplaudió.
—¡De puta madre, tía! —y siguió riéndose—. Pero de puta madre, es que es buenísimo, en serio…
Raquel celebró tanto su entusiasmo que cuando entraron juntos en un sex–shop inmenso de la calle Atocha sintió una efervescencia rejuvenecedora, la clase de impaciencia mezclada con temeridad, mezclada con emoción, mezclada con una risa intermitente, tonta y desbocada, que había sido siempre el preámbulo de sus travesuras infantiles, sus gamberradas adolescentes. Quizás el dependiente se dio cuenta, porque se acercó a ella enseguida, y sonrió antes de preguntarle qué deseaba.
—Pues, mira, quiero como… —y se paró a pensarlo—. No sé, unas doce o quince películas, pornográficas, desde luego, pero normalitas. O sea, hombres y mujeres follando, y ya. Sin travestís, sin animales, sin menores, sin sadomaso… Todo legal, ya sabes.
—Puedes elegirlas tú misma —le dijo él—. Están justo detrás de ti, en esos dos pasillos.
—Ya, pero es que yo no controlo mucho, e igual meto la pata. Si fuera una sola, sí, pero tantas… Me puedo tirar la tarde entera. Por eso he pensado que, si no te importa, me las podrías escoger tú.
—Bueno —parecía perplejo—, eso suele ser muy personal, pero si lo prefieres…
Salió de detrás del mostrador y ella le siguió con una cesta de plástico en la mano y la misma actitud con la que se habría prestado a probar un queso nuevo en un supermercado. Estaba sola, porque Paco le había dicho que iba a darse una vuelta, a ver qué encontraba, pero no le necesitó para responder a las preguntas de su nuevo mentor.
—Lesbianas sí, ¿no? ¿Y tríos? ¿Sexo en grupo?
—Claro, eso es muy clásico. Lo único es que sean tranquilas, porque son para un señor muy mayor, y… No sé, no quiero que se me asuste.
—También tenemos ofertas. Son más antiguas, pero igual te interesan.
—No, es mejor que sean caras. Normalitas, pero de calidad, digamos. Quiero decir, nada casposo, gente elegante, jóvenes, guapos, en fin…
—Ya, ya, te había entendido. Aunque te advierto que las raritas cuestan más o menos lo mismo. [883]
—Sí, pero… Yo sé lo que me digo.
Tenía su cesta casi llena cuando vio entrar a Paco por el pasillo con otra por el estilo.
—Escoge uno —le enseñó lo que traía y a ella le dio la risa—. Yo creo que los metálicos son más serios, a don Julio le pegan más —entonces se rió él también—. Pero los de colorines son mucho más bonitos y te pegan más a ti.
—Pero, Paco, de verdad… —estudió un momento los consoladores, uno plateado, otro de plástico blanco, el tercero de una especie de goma de color morado, el cuarto igual, pero verde pistacho—. ¿Tú crees que esto hace falta?
—Hombre, con un novio de ochenta y tres años… —y aquello ya eran carcajadas—, tú me dirás… Yo creo que lo que se dice sobrar, no sobra, eso desde luego.
—Entonces, el morado, que es más republicano.
—Estaba pensando… —pero el dependiente, que había abierto mucho los ojos al escuchar la edad del novio de su clienta, no quiso revelar aún su pensamiento.
—¿Qué? —le preguntó Raquel, que había anotado aquel gesto, mientras pasaba el consolador a su cesta.
—No, nada —el chico negó con la cabeza—. Se me había olvidado lo que me habías dicho antes —Raquel frunció las cejas y él bajó la voz—. Todo legal, ¿no?
—Bueno, en un momento dado… —se acercó a él y susurró cerca de su oído—, eso es sólo una manera de hablar, ya sabes.
Él asintió con la cabeza, avanzó hasta el fondo del pasillo, se colocó detrás de la estantería, y ellos le siguieron.
—Tengo un colega aquí al lado —dijo, dirigiéndose sólo a Raquel—, que pasa viagra. En las farmacias sólo la venden con receta, ya sabes. Yo tengo aquí otras cosas, pero no hay color, la verdad. Y por eso he pensado que, a lo mejor…
—Me interesa muchísimo. Pero muchísimo, en serio.
—¿Cuántas quieres? —preguntó él, marcando un número en el móvil.
—De momento, dos… —se paró a pensarlo y no cambió de opinión—. Con eso tengo bastante.
En aquel instante, Raquel Fernández Perea comprendió que todo iba a salir bien, porque la suerte estaba de su parte. Al salir a la calle, cargada con dos bolsas de plástico verde oscuro, opaco y sin marcas de ninguna clase, volvió a pensarlo. Paco la acompañó al bar donde les estaba esperando el camello, pero se despidió enseguida. [884]
—He quedado con una tía y se me ha hecho tarde… —y miró al suelo, como si estuviera avergonzado de no haberlo dicho antes—. Seguramente pasaré el fin de semana fuera de Madrid, pero si pasa algo, lo que sea, me puedes localizar en el móvil, ¿vale?
—Vale —ella le dio un abrazo—. No sabes cómo te agradezco todo esto, en serio, no puedo decirte…
Pero él distinguió en aquel momento una luz verde, la soltó deprisa, levantó la mano para detener un taxi.
—Lo siento, Raquel, me tengo que ir, de verdad, me van a matar, el lunes hablamos… —y se marchó justo en el momento en el que ella había calculado que tendría que ceder, dejarse invitar a cenar, luego a tomar una copa en su casa, por fin acabar en la cama con él.
Estaba tan segura de que eso era lo que iba a pasar que hasta le apetecía, no mucho, desde luego, pero lo suficiente como para dejarse hacer con alegría. Mientras pagaba, la presión del ambiente la había animado a hacer cálculos, y acababa de darse cuenta de que no se acostaba con nadie desde Nochevieja, cuando Berta la arrastró a una fiesta donde se encontraron con un actor que le gustó mucho de repente, pero sólo de repente. Su particular campaña de resistencia, la negociación con Sebastián López Parra, el reencuentro con Julio Carrión González, los secretos de su abuela, sus visitas a la sede del Grupo Carrión, el entierro y sus consecuencias, la habían mantenido demasiado ocupada como para pensar en el sexo. Y sin embargo, el sorprendente desinterés de Paco también era un signo de la complicidad del azar, porque si hubiera pasado la noche con él, ya no habría podido quitárselo de encima hasta el lunes por la mañana, y prefería trabajar sola. A partir de aquel momento, ya no necesitaba a nadie y, extinguidos el miedo y el peligro, confiaba más en sus propias capacidades que en las ventajas de cualquier asociación.
Lo hizo todo sola y lo hizo muy bien. No tuvo que recurrir a nadie más con la única excepción de su hermano Ignacio, que el día siguiente, a la hora de comer, le explicó que las pastillas blancas muy pequeñitas que se ponen debajo de la lengua se llaman cafinitrina y previenen los infartos, y otras un poco más grandes y también blancas podrían ser estatinas, para combatir el colesterol.
—¿Quieres verlas? —le dijo su abuela, sacando un pastillero del bolso, y añadió que naturalmente podía quedárselas—. En casa tengo un arsenal, pues sí, bueno es tu hermano, ahora, que lo que no sé es para qué las quieres…
—Pues sí, para nada, tienes razón —concedió ella—. Era sólo curiosidad… —y volvió a meter el pastillero en el bolso de su abuela con tres [885] unidades menos, una pequeña y dos grandes que guardó enseguida en su paquete de tabaco.
Aquella mañana había comprado una cajita cuadrada de plata con la tapa rayada, muy parecida a la que Julio Carrión había volcado sobre la mesa en su última entrevista, y un portaminas de acero semejante al que había visto enganchado, siempre el mismo y en el mismo sitio, en el bolsillo de su chaqueta. También había hecho la compra más caprichosa de su vida, queso, foie–gras, frutos secos, galletas saladas y dulces, bombones, una botella de whisky y otra de ginebra, cocacolas, tónicas, servilletas de papel… Todo eso estaba ya en Jorge Juan, pero había llevado a su casa lo que había comprado para el baño porque el efecto sería mejor si se quedaba con los envases nuevos y llevaba al ático los que tenía a medio usar. La única concesión que se hizo a sí misma fue un viaje al chino de la esquina, donde encontró vasos, cuencos y cubiertos mucho más baratos que los que podría ofrecerle el barrio de Salamanca. Para escoger un DVD había seguido la misma filosofía, porque la operación picadero le estaba costando una pasta, por más que supiera que todo lo que fuera a parar a Jorge Juan volvería a sus manos antes o después, pero el azar recompensó su vocación de virgen sabia al ponerle delante dos docenas de velas pequeñas metidas en fanales de plástico transparente, que parecían fabricadas a propósito para decorar el borde del jacuzzi.
Dejó las fantasías para el final, y el domingo por la tarde, cuando todos los electrodomésticos funcionaban, la nevera había empezado a fabricar hielo, la cama estaba hecha y los ceniceros sucios, se puso una copa, se desnudó, abrió el grifo de la bañera y dejó caer encima un chorro de gel. Después colocó las velas, las encendió, sacó el consolador de su envase y se metió en el agua con él. Si no te apetece estrenarlo, que sería lo suyo, le había aconsejado Paco, lávalo bien, varias veces, para que no huela a nuevo. No lo estrenó, pero lo tuvo en remojo media hora, el tiempo que tardó en consumirse más o menos la mitad de la cera. Después, sopló las velas una por una, como si fuera su cumpleaños, contempló su obra y se felicitó a sí misma. Estaba segura de no haber cometido ningún error, pero antes de marcharse, volvió a comprobarlo todo.
El día siguiente, a primera hora, Paco Molinero pasó por su despacho de camino hacia el suyo.
—¿Cómo estás?
—Bien —le aseguró ella, pero se corrigió sobre la marcha después de mirarle con más atención—. No tan bien como tú, pero muy bien. Un poco nerviosa. [886]
—Ya —él no quiso hacer comentarios sobre su fin de semana—. ¿Quieres que comamos juntos?
—No puedo. Voy a comer con Álvaro Carrión.
—¡Ah! —él se quedó muy sorprendido—. No sabía que hubierais quedado para comer.
—Él tampoco lo sabe, pero he pensado que es lo mejor, ¿no? —se rió—. No puedo decirle que soy la amante de su padre así como así, y además, si comemos juntos puedo sacarle información.
—Puede ser —aceptó él—. Bueno, llámame luego para contármelo,
¿vale?
Aquella mañana se había levantado antes de que se activara la alarma que encendía la radio del despertador, se había probado la mitad del armario antes de escoger el vestido que llevaba puesto y había ido a trabajar sin pintarse. Lo hizo antes de salir y no quiso analizar por qué, como se había negado a analizar por qué no le cogía el teléfono a Sebastián, que volvió a llamarla el sábado, y se disponía a comer dos días después con un hijo de Carrión, a pesar de que su compañía resultara infinitamente más peligrosa. Cuando le distinguió, de nuevo con vaqueros y sin corbata, al otro lado de las puertas de cristal, sus labios sonrieron solos y todo lo demás ocurrió de una manera parecida. No había previsto tutearle, pero al acercarse a él, comprendió que no podía seguir llamándole de usted. Y ésa fue la última decisión consciente que tomó hasta que sacó la llave del ático de su bolso para ponerla encima de la mesa.
Al salir del restaurante, podría haber concluido que hacía muchísimos años que un hombre no le gustaba tanto, pero la cabeza no le daba ni para eso. Creía que sus piernas tampoco podrían llevarla a casa, y al darse cuenta, estaba ya a la altura del metro de Noviciado. Después, se encerró en el dormitorio, bajó las persianas, se tiró en la cama y se rió. Tenía muchas ganas de reírse y ninguna de pensar en lo que le estaba pasando. Y hasta que sonó el teléfono no hizo nada más.
—¿Qué ha pasado? —Paco parecía asustado, eran las seis y cuarto—.
No me has llamado.
—No, porque… Bueno, se me ha olvidado.
—¿Y qué tal?
—Muy mal —hizo una pausa, sonrió—. Y muy bien.
—¿Muy mal? —no entendía nada, y la perplejidad se asomó a su voz—. ¿Por qué?
Raquel se sentó en la cama, tomó aire, procuró ponerse seria.
—Álvaro Carrión es físico, Paco. [887]
—¿Físico? —ahora entendía todavía menos—. ¿Por qué dices eso? ¿Tiene un gimnasio?
—No —y a pesar de sus buenos propósitos, volvió a echarse a reír—. Es físico, de la Física y Química, ¿te acuerdas de aquella asignatura del colegio? Es científico.
—¿Pero cómo va a ser… ? —la sorpresa le impidió acabar la frase—. Con un padre empresario, millonario… ¿Es científico?
—Sí.
—Es lo más raro que he oído en mi vida.
—Pues sí —Raquel comprendía muy bien la reacción de su colega—, es muy raro pero es lo que hay —hizo una pausa que la estupefacción de Paco no acertó a llenar—. Sus hermanos mayores sí trabajaban con su padre, la típica dinastía empresarial, ya sabes, pero él no. Él es físico y da clase en la universidad. No tiene nada que ver con los negocios de su familia y no ha podido contarme nada de eso, claro. Tampoco ha reaccionado mal cuando le he dicho que su padre y yo éramos amantes, más bien no ha reaccionado en absoluto, y eso es una buena reacción, ¿no? Además parece progre, ¿sabes? Yo creo que por ese lado ha habido suerte.
—¿Y por el otro?
—¿Cuál es el otro? —ahora era ella la que no entendía.
—¿Pues cuál va a ser? El de la pasta.
—¡Ah! De eso no sé nada todavía. Tendré que esperar, ver por dónde respira… De momento no se ha indignado, no se ha ofendido, no me ha insultado ni me ha dicho que estaba mintiendo. Se ha quedado con la llave, eso sí. Me imagino que ahora irá por allí, y… No sé, tendrá que masticar todo esto.
—Ya, eso es lo normal, con eso ya contábamos, pero lo que no entiendo es por qué me has dicho que también ha ido todo muy bien.
—Pues… porque me he divertido mucho, la verdad.
—Pero, Raquel… —el asombro de Paco evolucionaba deprisa hacia la impaciencia—. Tú no has ido a comer con ese tío para divertirte.
—Pues no, tienes razón. ¿Pero qué quieres? Me he divertido.
No fue capaz de explicarlo mejor y dedicó el resto de la tarde a imaginar a Álvaro Carrión cayendo en todas sus trampas, un entretenimiento que la excitaba y la conmovía a partes iguales. Creía tenerlo todo bajo control, pero cuarenta y ocho horas después, ya lo había perdido. Eso no le preocupó. Lo más notable de todo fue que le trajo sin cuidado.
Rafael Carrión Otero la llamó el 6 de abril, miércoles, para informarla de que se había convertido en el presidente de las empresas de [888] su familia. Antes de que ella tuviera tiempo de darse por enterada, le anunció que se había hecho cargo de la situación, que estaba ocupadísimo, que le
gustaría ir a verla al día siguiente, por la mañana, eso sí, porque por la tarde todos los herederos estaban convocados a una reunión muy importante, que le agradecería mucho que tuviese la documentación preparada y que iba a liquidar los fondos porque ésa era la voluntad expresa de su madre. Nada de lo que me cuente me va a hacer cambiar de opinión, añadió al final, y ella ni siquiera lo intentó. Adiós a los fondos, se dijo, pues muy bien, y Paco Molinero no opinó nada distinto. A aquellas alturas, eso ya les daba lo mismo.
El hermano mayor de Álvaro no le gustó nada. Se le parecía tan poco que ni siquiera la deformación profesional la animó a retenerle. Alto y delgado, pero con barriga, tenía los hombros encorvados, la piel muy blanca y un pelo pobre, fino y ralo, al que quizás le sentaría mejor renunciar. Por lo demás, era arrogante, prepotente y tan áspero como si pretendiera resultar antipático a propósito.
—Creía que las inversiones de mi padre las llevaba un chico, Aguado, ¿no? —dijo antes de firmar.
—En efecto —contestó Raquel—, pero hace poco se hizo cargo de una operación muy delicada, muy complicada. Tiene mucho trabajo y me ha pedido que me encargue…
—Da lo mismo —firmó antes de que su interlocutora tuviera tiempo para terminar la frase que tenía preparada, miró el reloj, seleccionó los documentos—. Esto es para usted, ¿verdad?
Al despedirse de él, Raquel se dio cuenta de que la miraba igual que si fuera un mueble. En aquel momento, no le dio importancia, pero se encontró recordando la expresión de su rostro sin querer una semana más tarde, al compararla con la mirada concentrada, risueña pero más que levemente ansiosa, que le dirigió su hermano desde la barra de un restaurante japonés.
Ella ya había calculado que probablemente Álvaro la llamaría para devolverle la llave, pero, aparte de comprarse un vestido tan corto y escotado que parecía una combinación de las que se usaban en 1950, y una chaqueta de punto rosa que subrayaba en un grado admirable lo que aparentaba disimular, no planeó ninguna estrategia, ninguna otra ofensiva para aquella cita. Y aquella noche, todo empezó a venirse abajo.
Si quince días antes alguien le hubiera enseñado esa escena, si hubiera podido verse y mirarse, escuchar sus palabras y leer los pensamientos que las inspiraban, se hubiera echado a reír. Es imposible, habría dicho, ridículo, éste es el último hombre en el mundo con el que [889] yo querría tener algo que ver en mi vida, el último, si naufragáramos juntos y fuéramos a parar a una isla desierta, construiría mi cabaña en el punto más alejado del que él escogiera para levantar la suya… Pero Álvaro Carrión sabía mirarla, y le pareció tan gracioso mientras señalaba en la carta los nombres del sushi con un dedo, y tan conmovedor al buscar las palabras justas para expresarse sin herirla, y tan encantador cuando confesó que había recogido todo lo que había en el ático para que su madre y sus hermanos no tuvieran que enterarse de nada, y tan inquietante en el momento que escogió para bajar la voz y mirarla a los ojos antes de preguntarle si había querido a su padre, y hacía tantos años que su cuerpo no crujía, y él lo lograba con tanta facilidad, que a la hora del postre se encontró pensando en el más inconveniente de todos los planes que el
mundo era capaz de ofrecerle.
Él estaba pensando en lo mismo y ella se dio cuenta. Por eso pudo reaccionar, aquella noche sí, pero mientras miraba el reloj, fingía asustarse de lo tarde que era, y se recordaba en voz alta que tenía que madrugar al día siguiente, ya no estaba segura de nada, no sabía si iba a acertar o a equivocarse. Aquella noche, Álvaro Carrión ya era él, no la sombra de su padre, y Raquel Fernández Perea no podía seguir recurriendo a la debilidad de su tía Paloma para enmascarar su propia debilidad. Y sin embargo, se lo quitó de encima. Con suavidad y sin palabras, sin cerrar ninguna puerta ni despedirse hasta nunca, se lo quitó de encima y se dijo que había hecho bien, lo correcto, lo mejor, lo más sabio, lo más sensato, lo único que podía hacer. No quiso pensar que quizás nunca en su vida había tenido tantas ganas de acostarse con alguien, pero lo supo igual, hasta sin querer pensarlo. Y cuando entró en su casa estaba tan desmoralizada que ni siquiera tuvo fuerzas para pegarse a sí misma. Por imbécil.
Da lo mismo, mientras se metía sola en la cama se absolvió de sus pecados, se me pasará, y al levantarse por la mañana se consoló con el mismo pronóstico. Pero no dio lo mismo, porque no se le pasó. Pasaron los días, sí, uno, dos, tres, cuatro días, y el supuesto acierto de su renuncia empezó a diluirse en el ácido de los deseos insatisfechos, una sustancia tan irritante que es capaz de fabricar su propio antídoto.
¿Y qué?, ésa fue la primera dosis, ¿y si lo hiciera, qué?, yo no le voy a contar nada y en mi familia tampoco se va a enterar nadie… Aquella gota le sentó tan bien que empezó a tomar la misma medicina a cucharadas, y va a ser sólo una vez, ¿para qué más?, con un par de polvos lo arreglo todo, él está casado, así que, total, por una simple aventura sin importancia… Al final, comprobó que lo más eficaz era beber directamente de la botella, ¿y por qué me voy a enganchar, a ver?, si [890] yo no me engancho nunca, si hace siglos que no me engancho con nadie, y además, lo más fácil es que no salga bien, ¿por qué va a salir bien?, lo normal es…, pues eso, que sea una cosa normal, agradable y punto, sobre todo la primera vez, y como no va a haber más, es que no sé ni para qué me preocupo… Lo preocupante sería no hacerlo, eso sí, porque si no me acuesto con él, me moriré pensando que era el hombre de mi vida, y eso no puede ser, pero, vamos, seguro que no, ¿por qué iba a ser el hombre de mi vida un hijo de Carrión, precisamente un hijo de Carrión?, no, es imposible… Y lo de los instintos, otra tontería, porque el instinto funciona, seguro que funciona, pero luego entran tantas cosas en juego, y no sé nada de él, no sé nada de su vida, yo me lo puedo permitir, sí, ¿pero él…? Igual está en plena luna de miel, igual se acaba de enamorar de otra, igual le van a despedir, o le van a ascender, o se va a ir a vivir al extranjero y no tiene el cuerpo para complicaciones, yo qué sé, lo más fácil es que me diga que no y con eso se acaba el problema… Yo le llamo, le digo que quiero devolverle un par de cosas de su padre, y a lo mejor hasta me pide que se las mande con un mensajero, que para eso están, y con eso, cumplo de sobra conmigo misma, ¿que no?, pues sí, claro que sí…
Raquel Fernández Perea nunca sabría que el 4 de abril de 1947, al bajarse de un tren en la estación del Norte, Julio Carrión González había celebrado consigo mismo una negociación similar, con un resultado muy diferente. Y sin embargo, se dio cuenta de que, al margen de lo que pudiera
ocurrir después, Álvaro la había salvado, porque sólo después de aquella cena en la que empezó a ser él mismo, Raquel comprendió que estaba tratando con un hombre, un ser vivo, delicado, indefenso, tan inocente de las culpas de un fantasma como la propia Paloma en el instante en que Julio la traicionó. A pesar de todo, aunque Carrión ya estuviera muerto y la historia demasiado lejos de la derrota, de la victoria, ella nunca podría cambiar de bando, seguir con alegría los pasos del traidor. Y eso era lo que había hecho hasta que las palabras, las sonrisas, las miradas de Álvaro la convencieron de que estaba tratando con él, no con su padre. Al pensarlo, sintió un escalofrío, y entonces todo se esfumó, sus planes, su ambición, su proyecto de venganza. En el hueco que dejó libre la sombra de un número de seis cifras, no halló sólo el resplandor rojizo y denso de su deseo, sino también el eco de las palabras de su abuelo, lo que es mejor para vivir aquí, y la memoria de todas las promesas que no había querido cumplir.
—No le he dicho nada —en la mañana que sucedió a aquella cena, Paco Molinero recibió sus noticias con una mirada estupefacta en la que [891] ella no quiso detenerse—. No encontré el momento, ni la manera, y además… Da igual, ésa es la verdad, que ya me da igual. Creo que esto ha llegado demasiado lejos. He perdido el impulso, las ganas que tenía al principio, y ahora me parece que ha sido una locura. Me acuerdo mucho de mi abuelo, ¿sabes? Estoy segura de que es lo que habría preferido él, y de repente lo entiendo, entiendo muy bien sus razones…
Se las explicó y no logró convencerle, pero tampoco se dejó arrastrar por la vehemencia con la que él defendió los criterios opuestos.
—¿Pero cómo te va a dar igual un millón de euros, Raquel? Eso no puede ser, es imposible, a nadie le da igual un millón de euros…
En aquel momento, Raquel se dio cuenta de que los dos habían dejado ya de ser un equipo, como dos emisoras de radio que han empezado a transmitir en frecuencias distintas. La culpa era suya, porque no le había contado la verdad. Por eso Paco no la entendía, no podía entenderla, pero desde entonces, la miraba con tanta atención como si la estuviera vigilando, o eso sentía ella, al menos.
—A ti te pasa algo —le advirtió unos días después—. Estás rarísima, tía. A ver, ¿qué es lo que te acabo de contar?
—Pues… —si es que se me nota, se decía entonces a sí misma, se me nota y es fatal, claro, es horroroso, porque así, ni se puede trabajar, ni se puede hablar con nadie, ni nada—. No sé, algo de las cuentas de esa cementera, ¿no?
—¿Lo ves?
—Sí, pero no me pasa nada —esto no puede seguir así, yo no puedo seguir así, de verdad, tengo que hacer algo, aunque sea para descalabrarme, pero algo—. Que estaba distraída, sólo…
Así entró un péndulo caótico en su vida.
Una semana después de haber cenado sushi con él, Raquel Fernández Perea llamó a Álvaro Carrión Otero y le propuso una cita para el día siguiente. Él no le dijo que no, y a ella se le olvidó hasta que aquella tarde había quedado con Berta.
—Creía que Jaime era un engreído insufrible que sólo sabía hablar de sí mismo y que en la cama daba juego pero tampoco era tan buen actor
aunque estuviera ganando tantos premios.
Lo dijo de un tirón, sin pararse a saludar, y Raquel, por no entender, ni siquiera entendió qué hacía su amiga en la puerta de su casa a las seis menos diez de aquella tarde.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, como te has puesto tu vestido de la suerte…
Raquel bajó la cabeza y vio exactamente lo que esperaba, la falda de un vestido estampado con florecitas amarillas y hojas verdes en el [892] que confiaba más que en ningún otro modelo de su vestuario. Por eso lo llamaba su vestido de la suerte, porque era el que mejor le sentaba, el que más la favorecía, pero eso no explicaba la irrupción de Berta, ni su alusión al actor con el que se había acostado después de encontrárselo en una fiesta a la que habían ido juntas, la última Nochevieja.
—Sí, me lo he puesto —admitió—, pero eso no tiene nada que… —entonces se acordó—. ¡Ay, claro! Que habíamos quedado para ir al teatro, a ver a Jaime, y eso… —y se sujetó la cabeza con las dos manos, como si quisiera asegurarse de que la llevaba puesta—. ¡Ay, Berta!
—Se te había olvidado —supuso ella.
—Sí, es que… No sé, últimamente no doy una, de verdad…
—Has quedado con un tío.
—Sí… —la miró y se echó a reír—. ¡Sí! Y no sabes cómo es, no lo sabes, es… Bueno, he quedado con él a las seis y cuarto. Baja conmigo y te lo enseño. Vamos a ir a ver una exposición sobre agujeros negros.
—¿Qué?
—Agujeros negros —se quedó mirándola y se echó a reír—. El espacio estelar, ya sabes… Es físico, de la Física y Química, las palancas, las potencias y todo eso. La ha montado él.
Entonces fue Berta la que se rió.
—¿Y eso te apetece?
—Muchísimo.
—Mira que estás tonta, ¿eh?
—Perdida —y por fin se rieron las dos juntas—. Ya te lo he dicho…
Después, el azar le dio una oportunidad bajo la forma de una niña fea y gorda que no sabía qué era lo que le parecía raro en un aparato con dos chorritos de agua y una manivela. Mientras Álvaro desentrañaba su confusión en voz alta, Raquel sintió dos tentaciones simultáneas y contradictorias. O le beso en la boca o salgo corriendo. Había una tercera, contárselo todo, pero no quiso considerarla siquiera. Tampoco le apetecía correr, y por eso se limitó a consagrar como certeza una intuición que la había deslumbrado la última vez que estuvieron juntos. A Álvaro no le molestó escuchar que no parecía hijo de su padre, y estuvo de acuerdo en que lo mejor era no volver a acordarse de él, y aquél habría sido el momento de hablar, de consentir que la verdad aflorara al menos a una esquina de alguna palabra. Lo primero que hizo mi abuelo con mi abuela, después de acostarse con ella, fue enseñarle a leer y a escribir. Llegó a componer esa frase en la cabeza, pero pensó que Álvaro también era español, que estaría acostumbrado a los misterios, a los silencios, y que no le estaba mintiendo, ya no, no volvería a mentirle nunca más. Era verdad que le habían hecho un test de [893] inteligencia en el instituto, y verdad que una de las pruebas
tenía que ver con dos amas de casa que sujetaban una aspiradora a distintas alturas, y verdad que se había pasado de lista, que había metido la pata, que aquel error le había bajado la media de ciencias una barbaridad. El conocía la respuesta correcta, y era muy buen profesor, y le gustaba mucho, le gustaba tanto que estaba deseando meterse en la cama con él, y total, sólo iba a ser un polvo, como mucho dos, una simple aventura sin importancia. Pero dentro de la caja envuelta en papel de regalo que él puso encima de su plato antes de cenar, había dos péndulos, uno normal, estable, regular, encadenado a su propia previsible naturaleza, y otro caótico, caprichoso, loco, impredecible, y los dos juntos, funcionando a la vez durante toda la eternidad, no habrían servido para formular, ni siquiera con decimales, lo que le pasó aquella noche a Raquel Fernández Perea mientras todo empezaba a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre.
—¿Pero tú te has vuelto loca o qué? —Berta se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y ya era tarde.
Cuando le contó a ella, y sólo a ella, la verdad completa, ya estaba tan enganchada que ni siquiera podía explicar muy bien lo que significaba ese adjetivo.
Hasta entonces no se lo había contado a nadie porque no quería ni pensarlo, no quería medir las dimensiones de la ratonera en la que estaba siendo tan feliz, más que antes, más que nunca, no quería saber nada y por eso no lo comentaba ni consigo misma. Cuando estaba sola, prefería imaginar otra escena, un sábado por la mañana y el sol entrando a raudales por los balcones, Álvaro en casa, en pijama, ella volviendo de la compra con un ramo de flores que repartía entre varios jarrones de cristal transparente. Eso era lo único que quería saber, pero la noche anterior habían cenado los tres juntos, y había tenido que improvisar un mareo fingido para que Álvaro y Berta se callaran de una vez, y en aquella pizzería no hacía tanto calor. No había logrado engañar a su amiga y las dos se habían dado cuenta al mismo tiempo. Por eso la había llamado, y después habría podido soltarle cualquier otro rollo, llegó a imaginarlo, podría haberle dicho que habían discutido antes de ir a cenar y que se había quedado tan blandita que luego se había echado a llorar, podría haberle contado eso o cualquier otra cosa, pero había pasado el tiempo, apenas tres meses para los demás largos para ella como una vida entera, había llegado el verano y las flores de colores, los jarrones de cristal, estaban tan cerca como si fueran reales, como si pudiera tocarlos con las yemas de los dedos. La noche anterior, al hablar de sí mismo, Álvaro había hablado [894] también de ella, porque alguna vez tendría que ser, alguna vez tendría que hablar, alguna vez tendría que contarle la verdad a alguien. Decidió empezar por su mejor amiga, y Berta la inestable, Berta la loca, la impulsiva, la caprichosa, la desequilibrada, Berta la inepta, la que jamás se liaba con un hombre que le conviniera, se llevó las manos a la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos, la cara tan pálida como si fuera de cera.
—¿Pero qué me estás contando, Ra? —le dijo entonces—. No me lo puedo creer, en serio, es que no me lo creo. ¿Pero qué locura es ésta? ¿Cómo se te ha ocurrido meterte en una historia así?
—No me he metido, Berta —al principio intentó defenderse—. Yo no
me he metido, me ha pasado… Ha pasado, solamente, y no he podido… Ha sido una casualidad, todo, una casualidad, yo… Yo no sabía que me iba a pasar esto, ¿cómo iba a imaginarme que me iba a enamorar de él? No sé, la verdad es que no lo sé, es que todavía no lo entiendo, era todo tan fácil, ha sido todo tan fácil, que no me he dado ni cuenta…
No lo estaba haciendo bien. Se dio cuenta de que no lo estaba haciendo bien, de que así no lograría convencer a nadie, pero su amiga no le pidió más explicaciones. Se acercó a ella, la abrazó, y procuró parecer animada.
—Bueno, no pasa nada —pero Raquel se dio cuenta de que no se lo creía ni ella—. No creo que sea tan grave, porque… Tiene que haber alguna manera de arreglar esto, ¿no?
—Eso espero.
—Seguro que sí —su amiga volvió a abrazarla—. Y de momento, ¿qué vas a hacer? Seguir como si tal cosa, supongo…
—Claro —Raquel se sintió mejor—. Él está casado, tiene un hijo, no va a dejarlo todo por mí, ¿no?, los hombres casados nunca hacen eso. Y ahora nos vemos mucho, porque ya no da clase, está de vacaciones, pero luego… Pues, no sé, las cosas volverán a ser como antes y, mientras todo siga así… No voy a contarle nada, Berta, no puedo. No puedo contarle qué clase de hombre era su padre, qué clase de cosas hacía, podría odiarme sólo por eso. Y además, si se enterara, nunca más volvería a confiar en mí. Pensaría que soy una tramposa, una mentirosa, una estafadora… Yo no soy así, tú lo sabes, pero él… Si se enterara, no podría volver a mirarle a la cara, me moriría de vergüenza, ¿entiendes? Yo le quiero, Berta, le quiero tanto que no podría soportar que pensara eso de mí, ni siquiera podría vivir con él sabiendo que lo piensa, aunque no me lo diga. Yo le quiero, Berta, le quiero… Bueno, eso ya lo he dicho, ¿no? [895]
Acababa de darse cuenta de que si seguía por ese camino iba a ponerse a llorar, y no se lo podía permitir, porque eso sería aceptar que todo iba a acabar mal, que su historia con Álvaro se desmoronaría más tarde o más temprano, pero sin remedio, así que sacudió la cabeza y procuró ser optimista.
—Sin embargo, si sigue pasando el tiempo, si estamos liados una temporada larga, si me conoce más y se olvida de su padre, a lo mejor… A lo mejor puedo no contarle nunca nada, o… A lo mejor, llega un momento en el que ya no sea tan importante. Y si se tiene que acabar, que se acabe, pero que dure lo más posible, ¿o no? Yo ya no sé nada, Berta, no sé qué pensar, ni qué creer… Nada.
—Total —concluyó Berta con un acento casi filosófico—, que debes de ser la única mujer en la historia de la Humanidad que se lía con un hombre casado y está deseando que no se vaya de casa —y las dos se echaron a reír.
Pero aquella noche, cuando se quedó sola, Raquel pensó en ella, pensó en Álvaro, repasó sus cálculos y sintió que se vaciaba, que su cuerpo se convertía en un hueco, un espacio vacío, un hoyo hambriento, capaz de devorarlo todo. Porque ella amaba a aquel hombre, le amaba más que nadie, más que a nadie, pero su amor no iba a servir de nada. No existía una pobreza comparable a la suya, una amargura semejante a la que estaba probando, un destino tan cruel como el suyo. Porque tanto amor no iba a
servir de nada. Hacía tiempo que pensaba en sábados soleados, flores de colores, jarrones de cristal transparente, pero hasta aquella noche no comprendió que la escena en la que se acunaba a sí misma antes de dormir era mucho más que una fantasía, una elección trivial o un residuo de romanticismo adolescente. Las flores inexistentes que ponía en unos jarrones que tampoco existían eran su seguro de vida, una garantía de supervivencia.
Aquella noche, cuando su amiga Berta se marchó, Raquel Fernández Perea se murió un poco. Se murió de pena, se murió de rabia, se murió de miedo. De amor no, porque el amor la mantenía viva, su amor la preservó viva e intacta, alegre y confiada, entera, hasta el instante del golpe definitivo. Y cuando la vida que deseaba se extendió ante ella, cuando Álvaro Carrión la desplegó a sus pies como una alfombra mágica, y le ofreció todo lo que tenía, y ella lo rechazó, Raquel sintió que se moría del todo y no quiso morirse, aquella noche no, en aquel momento no, con él delante no.
Berta le había dicho que tenía que haber una manera de arreglarlo y ella quiso creerlo. Tengo que encontrar una manera de arreglarlo, le [896] dijo a Álvaro al día siguiente, mientras desayunaban juntos, y luego lo repitió para sí misma, una, diez, cien, mil, un millón de veces.
Tenía que encontrar una manera de arreglarlo, y una, diez, cien, mil, un millón de veces se tumbó en la cama, boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho, igual que un cadáver. Era su postura de pensar, pero tampoco le sirvió de nada. El verbo desaparecer la acechaba desde todas las esquinas, la esperaba en todos los caminos, se asomaba detrás de cada una de las puertas por las que intentó escapar de su brutalidad, el despiadado designio que le imponía la renuncia de lo único que le importaba.
No puede ser, pensó, no puede ser. Una, diez, cien, mil, un millón de veces. Y se levantó de la cama, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría, se miró en el espejo y volvió a tumbarse. Pero ya no volvió a tener una buena idea. [897]
Mi hermana Clara estaba sentada en las escaleras del porche, esperándome. No había quedado con ella, pero tampoco me sorprendió verla allí, en el mismo peldaño donde solía detenerse cuando era una niña que tenía problemas o pretendía evitarlos desde la frontera, ni dentro de casa ni fuera del todo.
—Hola —le dije, y subí tres escalones para sentarme a su lado igual que entonces, en la época en la que yo era el único de sus hermanos mayores que estaba lo bastante cerca de ella como para entender que estuviera preocupada por haber estropeado un libro de la biblioteca del colegio, o por haberle prestado el reloj a una amiga que lo había perdido.
—Hola —me contestó, y sonrió para fingir que no estaba viendo mi ojo morado antes de sujetar mi cabeza con las dos manos para besarme en las mejillas, y habían pasado más de veinte años desde la última vez que me besó en aquel lugar, de aquella manera—. ¿Por qué vas vestido así? Se te va a arrugar la chaqueta.
Llevaba el traje gris de las tesis y las oposiciones, una camisa de vestir y una corbata. En las contadas ocasiones en las que no había podido esquivarla, nunca había logrado sentirme tan cómodo dentro de aquella ropa como para olvidar que la llevaba puesta, pero eso fue lo que sucedió aquella mañana, y necesité más de un instante para comprender el comentario de mi hermana.
—He venido a hablar con mamá —dije después, como si eso fuera una razón suficiente.
—Ya… —asintió con la cabeza, me miró, y vi que tenía los ojos húmedos—. ¿Y yo, qué? ¿Es que a mí no pensabas llamarme?
La resaca había sido espantosa, pero no llegué a percibir su intensidad hasta que estuve solo del todo, dentro del coche, la maleta de los viajes largos guardada en el maletero, su tristeza conmigo, empañando los cristales con un vapor frío y sucio que olía mal, a casa cerrada. Mi imaginación estaba entumecida, acobardada por el horizonte de un [898] azul purísimo, los ojos de mi madre, su color más intenso, más bello aún, cuando nadaba en aguas turbias de emoción o de ira. No vayas, Álvaro, me había dicho Raquel, los suyos más extraños, verdosos pero oscuros, tan hondos de repente como si fueran negros, no vayas. Pero había venido, tenía que venir, y al cerrar la puerta del piso de Hortaleza, aquella casa que me gustaba tanto y a la que nunca iba a volver, pensé que tal vez fuera mejor así, mejor pasarlo todo a la vez, todo junto, como cuando éramos niños y alguno cogía la varicela, y mi madre metía a sus cinco hijos en una cama de matrimonio, para que nos contagiáramos y la pasáramos al mismo tiempo. Qué barbaridad, mamá, qué salvajada, solía decir Angélica cuando lo recordábamos, pero ella defendía su procedimiento, pues es lo mejor, ¿sabes?, lo que se ha hecho siempre…
Cuando cerré la puerta del piso de Hortaleza, me acordé de Miguelito con varicela, Mai y yo turnándonos en las caricias, en las canciones y en los cuentos, para que estuviera entretenido y se rascara lo menos posible, y aquella fiebre altísima, el cuerpo de mi hijo sudoroso y blando, y después, tan deprisa que casi no pudimos darnos cuenta, la espléndida, agotadora pesadez de sus tres años de niño sano e incansable. Mejor así, pensé, mejor todo a la vez, mejor acabar ya, juntarlo todo, todas las lágrimas, todas las culpas, todas las preguntas, todos los secretos. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, le había dicho a Raquel la noche anterior, y era verdad. No puedo más, y no podía, y sin embargo, mientras conducía por la carretera de Burgos y mi memoria, equitativamente leal y traidora, me bombardeaba con las mejores imágenes de la vida a la que acababa de renunciar, el cuerpo desnudo de mi mujer, la risa desbocada de mi hijo, la cómplice blandura de los dedos de mi madre cuando me llevaba de la mano por la calle y los tres tan guapos, tan adorables, tan luminosos como quizás no habían sido nunca, como no volverían a ser jamás, pensé que era mejor así, pasarlo todo junto, acabar de una vez.
—Claro que iba a llamarte —por eso no me importó encontrarme con Clara, aunque no la hubiera llamado, aunque ni siquiera hubiera decidido aún el momento de hacerlo—, pero tú eres más pequeña que yo, ¿no? Si yo no sabía nada, tú sabrías todavía menos.
—Yo no voy a saber nada, Álvaro —lo dijo sin mirarme, los ojos fijos en el horizonte—. Nunca.
—Porque no quieres saberlo…
—Por supuesto que no, ya me conoces —entonces me miró, me sonrió—. Soy muy cobarde, ¿no?, eso era lo que me decías tú siempre, de pequeños. Entra, Clara, habla con papá, con mamá, díselo, atrévete a [899] decírselo, no puedes seguir escondiéndote, tendrás que cenar, no vas a quedarte a dormir en las escaleras… Cuando rompí la famosa bailarina de porcelana, aquel año que suspendí cinco, el día que me cargué el cristal de la ventana de la cocina de un balonazo y aquella noche que salieron todos, y nos quedamos tú y yo solos con Fuensanta, y me puse un vestido de Angélica para jugar y se manchó de tinta y ya no hubo manera de limpiarlo… Eso fue lo peor, creo que nunca he pasado más miedo en mi vida, ¿te acuerdas?
—Sí —me acordaba de todo y sonreí a su sonrisa—. No he sido yo, no he sido yo, yo no sé nada… Cuando alguien echaba algo de menos, ya no estaba en ninguna parte. Tú lo habías tirado a la basura, muy bien envuelto en una bolsa de plástico, y luego decías siempre lo mismo, no he sido yo, yo no sé nada, pero daba igual. Al final, te pillaban. Y esto es distinto, Clara.
—No —y negó varias veces con la cabeza antes de repetirlo—. No. Anoche, mientras hablaba con Angélica, oía la voz de papá, ¿sabes?, ratita, ratita, todo el tiempo. Y luego llamé a Rafa, para preguntarle cómo estaba, y seguía oyendo lo mismo, ratita, ratita…, ¿te quieres casar conmigo? Con Julio no hablé, no hacía falta. Sé que él estará de tu parte, aunque no tengas razón, que no la tienes, porque no podéis tenerla ni Rafa ni tú, ninguno de los dos.
Ratita, ratita… , ¿te quieres casar conmigo? Cuando Clara tenía tres o cuatro años, aquél era su cuento favorito, pero sólo consentía que se lo
leyera papá. Todas las noches aparecía por el salón de la casa de Argensola arrastrando el libro por una esquina, y al llegar hasta mi padre decía, ratita, ratita… Él le respondía con las mismas palabras, ratita, ratita, y la cogía en brazos, y leía el texto, que estaba escrito en verso y era muy corto, tanto que los dos se lo aprendieron de memoria y empezaron a recitarlo a todas horas, en todas partes, cuando estaban solos y cuando los acompañábamos los demás. Ella siempre hacía de ratita presumida, él iba cambiando de tono para representar todos los demás papeles, y al llegar al ratoncito del final, sacaba de alguna parte una vocecita delgada y tierna, muy cómica, con la que mi hermana se partía de risa. Así, Clara se convirtió en la ratita, ratita, y mi padre dejó de llamarla por su nombre hasta en las ocasiones más solemnes, y el día que salió de casa con ella vestida de novia, antes de atravesar la puerta, la cogió por los hombros, la miró y se lo dijo otra vez, ratita, ratita… , ¿por qué vas a casarte con otro?, y los dos se echaron a reír.
—¿Cómo está Rafa?
—Bueno… —arrugó los labios en la mueca con la que solía afrontar los asuntos desagradables—. Muy cabreado contigo, desde luego. Y con [900] la cara hecha un mapa, creo. Han tenido que darle puntos y le han puesto un cacharro en la nariz, como una prótesis rígida, para que el tabique se quede en su sitio. Se lo habías desviado de un puñetazo, por lo visto. Me dijo que le dolía mucho.
—Lo siento —ella no quiso reaccionar todavía, yo insistí—. Te juro que lo siento, lo siento mucho, pero empezó él.
—Ya, eso me contó Angélica, y no hay más que ver cómo tienes el ojo. Pero, lo que no entiendo… —volvió a negar con la cabeza antes de mirarme—. ¿Cómo pudiste pegarte con Rafa, Álvaro? De él no me extraña tanto, porque con el carácter que tiene, pero tú… Y todo por una tontería, porque se metió con tu museo, ¿no?
—No, Clara, no fue por eso. Es verdad que se burló del museo, de mí, de mi trabajo, pero lo que pasó fue peor, mucho más grave… —hice una pausa para preguntarme si sería capaz de explicárselo, y concluí que, incluso en ese caso, lo más probable era que no me entendiera—. No se metió conmigo, sino con lo que yo pienso, con lo que creo que está bien, que es justo. Yo soy una pieza insignificante en un proceso y no me dolió lo que dijo de mí, pero me sacó de quicio que se riera de la ciencia, de los científicos en general, de los programas que hacemos con los colegios… —mi hermana frunció las cejas en un gesto de escepticismo casi cómico y calculé lo ridículas que habrían sonado estas palabras, las únicas que yo podía decir, al penetrar en sus oídos—. Ya sé que parece una tontería, lo sé, pero no lo es, Clara, te aseguro que no lo es. No hay nada que odie más en este mundo que a la gente que alardea de no saber nada, a las personas que presumen de ser como animales, no las puedo soportar, no las soporto. Eso fue lo que hizo Rafa, y sabía por qué lo hacía, sabía lo que decía. Yo no soy religioso, ya lo sabes, pero no me dedico a blasfemar para insultar a quienes sí lo son.
—¡No compares, Álvaro! —había conseguido escandalizarla sin pretenderlo.
—Pues no comparo —la miré, sonreí, intenté tranquilizarla—. Si tú no quieres, no comparo, pero eso fue lo que pasó. Rafa vino derecho a por mí. Me buscó, y me encontró.
—Cuando me lo contaron, no me lo creí, no me lo podía creer, en serio, de ti no, Álvaro. Él… Es más violento, ¿no? Bueno, violento no es la palabra, pero tiene más carácter, es el mayor, el más autoritario, no sabe discutir sin que se le hinchen las venas y hay que dejarle, todos lo sabemos, y que luego se le pasa, pero tú no eres así, tú…
—Yo llevo toda la vida tragando, Clara —la interrumpí—. No es una cuestión de caracteres, ni de argumentos, nada de eso. Rafa chilla y yo [901] me callo para que tengamos la fiesta en paz, pero eso no significa que yo sea pacífico, ni que él tenga derecho a decir siempre la última palabra aunque no lleve razón. Es sólo una costumbre, la costumbre de nuestra casa, la costumbre de este país.
Me había esforzado por controlar mis gestos, el volumen de mi voz, mientras percibía un velo oscuro sobre los ojos, un sabor grueso en el paladar, la compañía de las llamas anaranjadas y calientes a las que me había abandonado la tarde anterior, y el color, la temperatura de una tentación que no estaba dispuesto a probar nunca más. Pero alguna chispa había debido de saltar pese a mis esfuerzos, porque mi hermana me miraba ahora casi con miedo, los labios fruncidos en una expresión de extrañeza profunda, cargada de sospechas, de temores que ni siquiera ella era capaz de interpretar y que yo nunca había visto en su rostro.
—No te entiendo, Álvaro.
—Da igual —y lo repetí para mí mismo, daba igual—. No estoy orgulloso de lo que pasó ayer, y la verdad es que yo tampoco lo entiendo —no mentía y ella se dio cuenta—. Nunca me había pasado nada parecido, y estoy seguro de que no me va a volver a pasar.
Clara no quiso decir nada mientras yo volvía a sentirme culpable y algo peor, enfermo de vergüenza al imaginar aquella escena, Angélica entrando por la puerta de Urgencias del hospital, escogiendo a un compañero de confianza al que contarle al oído que dos de sus hermanos se habían liado a hostias, Rafa sentado en una silla de plástico, con la cara hinchada, llena de sangre, odiándome por dentro, y Julio a su lado, sin saber qué decir, cómo acompañarle mientras toda la sala de espera los miraba. Había tenido que ser horrible, humillante para todos, sobre todo para mí aunque no hubiera estado allí, con ellos. Me daba tanta vergüenza imaginarlo que intenté justificarme y fue peor.
—Y además, tampoco es tan grave, ¿no? La gente se pega todo el tiempo, cuando se emborracha, cuando se da un golpe con el coche, se pegan por las mujeres, por… —me callé al contemplar una tristeza espesa y líquida, súbitamente sabia, en los ojos de mi hermana.
—Esta historia te está volviendo loco, Álvaro.
Intenté mirarme con aquellos ojos que seguían pareciendo dos gotas de miel dorada y limpia, los ojos de Clara, la pequeña, la mimada, la ratita, ratita, que cuando éramos niños me conocía mejor que nadie y después empezó a mirarme como si fuera un marciano, un ser extraño, incomprensible, que tenía un trabajo absurdo y tomaba decisiones absurdas, y decía, y pensaba, y creía cosas absurdas, pero que nunca había dejado de ser su hermano Álvaro, la otra mitad del equipo [902] condenado a perder todos los partidos que jugaba contra su eterno rival, el equipo de los mayores. Ahora se había hecho mayor, tenía treinta y cinco años, acababa
de decirme que me estaba volviendo loco y quizás tuviera razón, porque me miraba desde la distancia de su cordura, una impasibilidad casi absoluta que la anclaba sin ninguna complicación, ningún conflicto, en la plácida facilidad de una infancia permanente, un universo de colores pálidos donde las emociones tal vez no fueran muy intensas, pero jamás turbias ni desagradables. Para mi hermana, la vida nunca había llegado a ser algo muy distinto de la escalera donde estábamos sentados, no lo era mientras me miraba aquella mañana, tan pesarosa y desconcertada como si acabara de romper otra bailarina de porcelana, no más, pero tampoco menos. Para Clara, la vida nunca sería otra cosa, porque ella jamás lo consentiría.
—Esta historia volvería loco a cualquiera —le advertí, sin embargo.
—No, Álvaro, a mí no —me miró, sonrió, volvió a decir que no con la cabeza—. A mí no, ya lo sabes. Se lo dije a Angélica anoche, cuando intentó contarme que la chica esa por la que has dejado a Mai es prima nuestra, y que te ha contado… No sé, cosas horribles de papá y de mamá, de la abuela Mariana, ¿no? Le dije que no quiero saberlas, y te lo digo a ti, ahora, yo no quiero saber nada. Ni hoy ni nunca, nada. Yo voy a seguir llevándome bien con todos vosotros, porque todos sois mis hermanos y vais a seguir siéndolo, y papá era mi padre, y para mí era el mejor, siempre será el mejor, pase lo que pase, sepas lo que sepas…
Las lágrimas no la dejaron seguir, y yo podría haberle preguntado por qué lloraba entonces, cuál era el origen, la razón del llanto que contradecía su fe, el fanático fervor de esas palabras que había pronunciado con tanta dulzura, pero no lo hice. Conocía la respuesta y que ella sólo me daría otra distinta, lloro porque todo esto me da mucha pena, porque no puedo soportar que os peguéis, que os peleéis, porque os quiero mucho a todos. Eso era verdad, nos quería mucho a todos, todos nos queríamos mucho, ¿cómo no íbamos a querernos?, éramos hermanos.
—Déjalo, Álvaro, por favor —me cogió de las manos y las apretó, igual que había hecho Raquel aquella mañana para pedirme que no me marchara—. Déjalo ya, una historia tan fea, tan sucia… Nosotros no podemos entenderla. Ya sé que tú dices que sí, pero yo creo que no, que Rafa tiene razón, que no podemos saber lo que habríamos hecho nosotros si… —no quiso seguir por ahí, y cambió de táctica—. Y, sobre todo, lo que no puedo entender… ¿A ti qué más te da? ¿Qué importa a estas alturas lo que pueda haber hecho papá cuando no le conocíamos? Después fue un buen hombre, un buen padre, un empresario inteligente [903] y ambicioso, pero honrado, el mejor, le dio trabajo a mucha gente, todo el mundo le quería, así le conocimos y por eso le quisimos tanto, le quisimos mucho, y tú más que yo, Álvaro, tú más que nadie… Eso es lo más gracioso, lo más triste de todo, anoche lo estuve pensando, y… Julio y yo siempre fuimos de mamá, y de vosotros tres, él siempre te quiso más a ti, después a Angélica, y Rafa… ¡Pobre Rafa! —me soltó para apoyar su cabeza sobre las palmas de sus manos, la giró para mirarme y sus ojos se cargaron de melancolía—. Y tú le querías, Álvaro, más que ninguno, yo lo sé, siempre lo he sabido, esas cosas se notan. Por eso no entiendo… No entiendo nada, Álvaro.
—Yo le quería, Clara —confirmé—, y le sigo queriendo. Nunca podré dejar de quererle, aunque no me guste, aunque preferiría olvidarlo… Julio dice que se puede olvidar, que él lo ha conseguido, pero me temo que yo no
voy a poder, ¿sabes?, yo no me parezco a Julio. Ahora me acuerdo mucho de papá, más que antes, me acuerdo sin querer, aunque esté pensando en otra cosa, y siempre le veo en los mejores momentos, ayudándome, cuidándome, ocupándose de mí, siempre igual… Con Mai me pasa algo parecido. Nunca ha sido tan guapa ni tan adorable como hoy mismo, nunca he sido tan feliz con ella como recuerdo ahora haberlo sido —miré a mi hermana y sonreí—. Eso es la culpa, mi culpa, lo sé, y sé que se me pasará. Y que si mi historia con Raquel no se hubiera complicado tanto, si no nos hubiera salpicado a todos, el recuerdo de Mai sería mucho más débil. Eso también lo sé, y puedo controlarlo, pero lo de papá es distinto. Lo de papá es algo que está por encima de mis posibilidades.
—Entonces, déjalo ya, Álvaro. No lo hagas por papá, ni siquiera por mamá, hazlo por ti… Y hazlo por mí. Deja las cosas como están, porque ya no sirve de nada, nada sirve para nada. Papá está muerto pero nosotros estamos vivos y tenemos que seguir viviendo, tenemos que intentar ser felices, y mira lo que has conseguido, ahora Rafa te odia, acabará odiando a Julio por defenderte, Angélica está fatal, y yo…
Mi hermana volvió a llorar y la abracé, le pasé un brazo por los hombros, la atraje hacia mí, apoyé su cabeza sobre mi pecho y pensé en ella, en sus argumentos y en los míos, en algunas palabras importantes para los dos, generosidad, responsabilidad, egoísmo, y en otras que Clara jamás aprendería, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, a lo mejor me equivoco, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor… Ella no me entendía a mí, pero yo sí la entendía, más allá de lo que me parecía bien o mal, justo o injusto, sano, razonable, imprescindible. Clara no quería saber, prefería ignorar la cantidad y la calidad de cuanto desconocía, se había [904] empeñado en vivir, o en hacer como que vivía, dentro de su propio invernadero de paredes de cristal. No era muy original, pero tenía derecho a escoger ese camino, a unir el estrépito de sus labios sellados al clamoroso silencio de millones de voces que habían elegido callar antes que ella, cerrar sus oídos al estruendo de un silencio más ruidoso que cualquier grito. Yo también había dispuesto de esa opción. Desde el principio, siempre había sabido que también se puede no hacer nada, meter los pedazos de una bailarina de porcelana en una bolsa de plástico, cerrarla con un nudo bien apretado, tirarla al cubo de la basura, amontonar encima otros desperdicios y prensarlos con el pie. Ése era su sistema, y cuando era niña, la pillaban siempre. Por mucho que corriera ahora, el futuro la iba a pillar igual, porque antes o después, acabaría sabiendo sin querer saber, escuchando lo que no quería escuchar, y siempre podría pensar que todo era mentira pero no lo lograría del todo, ya no. Algún detalle de la verdad, ese enemigo del que pretendía escapar, se deslizaría sin remedio bajo su piel como una astilla, uno de esos diminutos fragmentos de madera que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, que ni siquiera hacen daño, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Eso era lo que iba a pasar, yo lo sabía. Seguía siendo su hermano mayor y había pasado antes por todas las fases del mismo proceso, pero ella tenía derecho a elegir, y había elegido.
—No te preocupes, Clara —le dije sin dejar de abrazarla—. Si no quieres saber nada, no te lo voy a contar. Yo también te quiero mucho, y seguiré queriéndote mucho, siempre —ella no se movió, no dijo nada, y la estreché con más fuerza—. Ratita, ratita…
Entonces separó la cabeza de mi hombro, se volvió hacia mí, me sonrió. Volvimos a abrazarnos, a besarnos, y me levanté. Ella me imitó enseguida, y no hizo nada por disimular la luz de alarma que parpadeaba en sus ojos.
—Te dije que se te iba a arrugar la chaqueta… —dijo sin mirarme, mientras intentaba alisarla con los dedos.
—Sí —y ya sabía por dónde iba a salir.
—Por favor, Álvaro, no entres a ver a mamá —no tardó mucho en confirmar mis previsiones, y cerré los ojos para ahorrarme su mirada lastimera, suplicante, insufrible—. Hoy no, todavía no, espera un poco. Tiene setenta años, está llena de achaques, ya lo sabes, la muerte de papá fue un golpe muy duro para ella, y ahora esto, encima… —abrí los ojos, y comprobé que la condición de su mirada no había cambiado—. [905] Por eso he venido, sólo por eso. Quería hablar contigo, saber cómo estabas, pero sobre todo quiero pedirte, rogarte, que no le des un disgusto a mamá, te lo pido por favor, por favor, Álvaro…
Cogí a mi hermana de las manos para liberarla de la inútil tarea de arreglar mi chaqueta, y respondí a sus súplicas con firmeza. Estaba muy tranquilo, porque lo único que había sabido desde el principio, desde mucho antes de llegar a La Moraleja, era que aquella mañana me tocaría escuchar esas palabras, que alguien se me adelantaría sólo para decírmelas, para servirme en bandeja la coartada perfecta, el argumento supremo, la excusa ideal.
—No he venido a darle un disgusto a mamá, Clara, he venido a hablar con ella, nada más —entonces fue mi hermana la que cerró los ojos—. Y no quiero que me cuente nada, sólo que me lo explique. Eso es lo único que quiero, escuchar su versión.
—Pero no corre prisa, ¿verdad? —volvió a mirarme, intentó sonreír, lo consiguió apenas—. No va a pasar nada porque esperes un poco, una semana, dos, el tiempo necesario para que te tranquilices, para que medites bien lo que vas a hacer, para que comprendas lo que estás haciendo… Todo esto es muy antiguo, Álvaro, pasó hace mucho tiempo, antes de que nosotros naciéramos, y no va a cambiar nada, tú lo sabes, no puede cambiar, las cosas son como son, mejores o peores, y así se van a quedar. Y no te pido que no hables con mamá, ¿cómo podría yo pedirte eso?, sólo que esperes un poco a que las cosas se calmen, tu situación con Mai, con esa chica, lo de Rafa, en fin…
—No puedo esperar, Clara —yo seguía estando tranquilo y ella estaba cada vez más nerviosa—, no puedo aguantar ni un día más con todo esto. Tengo que acabar de una vez, para poder seguir con mi vida, para volver a ser una persona normal… Esto ya no tiene nada que ver con mamá, ni contigo. Tiene que ver conmigo, con lo que yo soy, con lo que voy a ser cuando salga de aquí. A lo mejor no lo entiendes, y sin embargo… —lo que iba a decir era tan evidente que ni siquiera me paré a calcular sus consecuencias—. Tú tienes derecho a no saber, pero yo tengo el mismo
derecho a saber.
—No, Álvaro —su voz se endureció, se endurecieron sus ojos, su gesto—. No tienes derecho a hacerla sufrir, no tienes derecho a estropearlo todo, a ir contando toda esa mierda sobre papá, a hacernos daño. Nos estás haciendo mucho daño, ¿sabes?, a todos, y para nada, sólo porque se te ha antojado, porque te has enconado con una y no se te ha ocurrido otra cosa mejor que convertirte en su héroe, no es más que eso, y no tienes derecho, no lo tienes… [906]
—Lo que no tengo es la culpa de nada, Clara —y ni siquiera yo lo entendía, pero todavía estaba muy tranquilo—. Yo no he hecho nada malo, yo no he robado a nadie, no he entregado a nadie, no he traicionado…
—¡Tatatatatatatatatata! —apenas se detuvo a tomar aire antes de repetirlo—. ¡Tatatatatatatatatata!
Mi hermana chillaba, ¡tatatatatatatatatata!, con los párpados cerrados y los dedos en los oídos, las yemas blancas de apretar. Ésa era otra de sus estrategias clásicas, como sentarse en un escalón, ni dentro de casa ni fuera del todo, o quitar de en medio a toda prisa lo que acababa de romper. No quería escucharme, y yo tampoco tenía ningún interés en seguir hablando aunque todavía me quedaban algunas cosas que decir. La principal era que estaba seguro de que mi madre no se iba a venir abajo, de que no iba a derrumbarse, ni a deshacerse en llanto, y su corazón no se iba a parar por hablar conmigo. Pero Clara tampoco habría estado dispuesta a escuchar eso. Por eso la dejé atrás, y sin embargo, volví a escuchar su voz antes de alcanzar la puerta.
—Espérame, Álvaro —se peinó con los dedos, se estiró la ropa, se frotó los ojos y me abrazó, me estrechó con fuerza, me besó muchas veces—. Te quiero mucho, ¿sabes? Y si vas a entrar, quiero ir contigo.
La esperé y entramos juntos en la casa desierta, limpia, ordenada. El sol entraba hasta el centro del recibidor, y se alargaba sobre la reluciente tarima del pasillo hasta fundirse con la claridad que atravesaba las vidrieras entreabiertas que daban paso al salón. Al fondo, sentada en un sofá, de espaldas a la luz, en su sitio de siempre, mi madre nos miraba llegar. Tenía las piernas cruzadas, las manos descuidadas sobre la falda, y cuando nos acercamos a ella, suspiró.
—Déjanos solos, Clara.
El corazón de mi madre no se iba a parar por hablar conmigo. Lo sabía, estaba seguro de que ninguno de los dos corríamos ese peligro, pero no esperaba que me sonriera, ni que sonriera a mi hermana antes de repetir su última orden en un tono sereno, casi amable.
—Quiero hablar a solas con Álvaro, Clara.
—Pero, mamá…
—¿Por qué no esperas en el jardín? —señaló la dirección con el índice—. Lisette ha salido hace un momento, con los niños. Hace muy buen día, pero esto se acaba, ya estamos en octubre… —sonrió de nuevo—. Conviene aprovecharlo, ¿no te parece? [907]
Mi hermana la miró, me miró a mí, se dio la vuelta sin decir nada.
—¿Quieres cerrar la puerta al salir, por favor, hija? —esperó a que
estuviéramos solos de verdad para sonreír por tercera vez—. ¿Y tú, qué? ¿No me vas a dar un beso?
—Sí, claro, mamá…
Sabía que su corazón no se iba a parar, pero jamás habría podido imaginar que afrontara mi visita con tanta calma, aquella serenidad fronteriza con la indiferencia.
Al acercarme a ella, me fijé en sus joyas, en la suavidad brillante de su blusa de seda, la perfección casi geométrica con la que su falda larga se desparramaba sobre el sofá como una mascota bien adiestrada. Estaba tan peinada como si acabara de salir de la peluquería, y una sombra rojiza, terrosa, coloreaba las mejillas que besé con cuidado para recibir a cambio dos besos francos, rotundos. Mi madre se había vestido, se había pintado, se había arreglado para recibirme, pero esa actitud revelaba en ella algo muy distinto de lo que representaban mi traje y mi corbata, y al comprobarlo me sentí perplejo, perdido en la confusión de mis expectativas y mis esperanzas, mientras cedía por un instante a la conciencia de su autoridad con la misma pasiva confianza que nunca cuestioné cuando era un niño, y ella el ángel del bien y del mal, la dueña de mi vida.
—Te has puesto muy elegante para venir a verme —ya no sonreía, pero su rostro aún conservaba el gesto amable y relajado de las sonrisas—. Me gusta mucho verte así, ya lo sabes… —no dije nada, y me señaló con la mano la butaca que tenía más cerca—. Siéntate, anda. Te estaba esperando.
La miré, y me miró, nos miramos como si no nos conociéramos, como si necesitáramos medirnos mutuamente, adivinar las fuerzas del contrario antes de arriesgar las propias, y me pregunté quién era esa mujer, que siempre había sido mi madre, y qué podía pensar, sentir ella al mirarme a mí, que siempre sería su hijo. No logré responder a ninguna de esas preguntas pero atrapé sin querer una respuesta que no estaba buscando al advertir que la actitud de mi madre no se parecía a la mía, pero tampoco a la de ninguno de mis hermanos. Cuando me encontré con Clara en la escalera, no me había fijado mucho en su aspecto, pero podía recordarlo ahora, el pelo recogido con una goma, las botas sucias, salpicadas de barro, y la preocupación pintada en la cara como todo maquillaje. Nos estás haciendo mucho daño, me había dicho, y yo sabía que era verdad, que a Julio le había dolido hablar conmigo y a Rafa mucho más, que Angélica habría pasado la noche en blanco, que ella estaba sufriendo por mi culpa, sola en el jardín, y que [908] ninguno había sufrido, ni llegaría a sufrir, tanto como yo. En una escala elemental, que todos sus hijos habíamos calculado al mismo tiempo y con datos semejantes, a ella, viuda y sola, anciana e indefensa, le correspondería el grado supremo del sufrimiento, pero todas las señales apuntaban a que los cinco hermanos Carrión Otero habíamos cometido el mismo error.
Yo no había asumido el dolor de mi madre, no había querido pensar en eso, no podía hacerlo. Había decidido dejarlo para el final, para ese momento vago, fabuloso, en el que pudiera decirme a mí mismo que todo se había acabado, que había llegado el momento de trazar una raya en el suelo y saltarla con los pies juntos para empezar de nuevo, al otro lado. No había querido calcular su desesperación, medirla con mi culpa, porque entonces no habría podido moverme, no habría sido capaz de hacer ni de decir nada.
Yo iba a ser un hombre digno, bueno, valiente, y a lo mejor me equivocaba, pero sentía que estaba haciendo lo que tenía que hacer, y lo hacía por amor.
Sabía que mi madre era una mujer dura, fuerte, que no iba a venirse abajo, que no se derrumbaría ni se desharía en llanto, pero había presentido una escena muy distinta, una inquietud, una zozobra, una amargura cuya ausencia me impedía interpretar lo que estaba viendo. Su tranquilidad me parecía casi ofensiva, me desconcertaba, estuvo a punto de desorientarme del todo hasta que se me ocurrió pensar que a lo mejor no era sólo ella y no era sólo yo, que no éramos nosotros, porque no podía saber en cuántas casas se habían vivido ya o se vivirían aún escenas parecidas. Al comprenderlo, sospeché que ésa había sido mi verdadera equivocación, un gigantesco error de cálculo, porque las cosas no se conformaban con ser distintas de lo que parecían, sino que eran justo al revés, todo lo contrario, y ese fenómeno tenía que responder a algún principio, un elemento que yo no había sabido apreciar, valorar, colocar en el lugar adecuado. El tiempo no es una línea recta, nunca lo ha sido, y yo lo sabía muy bien, soy físico, pero no tan duro, tan fuerte como mi madre. Por eso, hasta aquel momento nunca había considerado que lo que para nosotros era una tragedia, para ella pudiera no ser más que un enojoso contratiempo.
La óptica es una ciencia paradójica pero las lentes no tienen corazón, carecen de sensibilidad, de memoria, de recursos para intervenir en las imágenes que distorsionan. A menudo, la distancia ayuda a enfocar, mejora la percepción de las formas, de los volúmenes de un objeto, y en la misma proporción, la proximidad puede representar un obstáculo para los ojos poco entrenados, pero sólo aplicamos esa regla a las cosas, no podemos invocarla cuando hay personas por medio, tantas [909] personas con tanta tristeza a cuestas. Eso no puede ser, me dije, es imposible, imposible que nosotros, que ya estamos tan lejos, percibamos con claridad lo que no vimos, lo que no vivimos, y que ella, que estuvo allí, esté ahora tan tranquila, conmigo…
No tuve tiempo para madurar bien aquella idea, para apreciar del todo su catastrófica naturaleza, porque mi madre se me adelantó con la respuesta a una pregunta que no le había hecho todavía.
—Tu tía Teresa, la hermana de tu padre, vive en Alemania… —hizo una pausa para darme la oportunidad de decir algo, pero no pude aprovecharla, y siguió hablando con la misma naturalidad con la que había empezado—. Bueno, a lo mejor se ha muerto, porque no sabemos nada de ella desde el 78 o por ahí… Cuando acabó nuestra guerra, estaba en Argelia. Tu abuela consiguió meterla en uno de los barcos que iban a Oran, con una hermana del hombre con el que vivía, y allí se quedó. Luego, después de la guerra mundial, se casó con otro español que había estado preso en uno de los campos que tenían los nazis en el África francesa. Tuvieron varios hijos, no sé cuántos, y siguieron viviendo en Oran hasta la independencia de Argelia. Entonces se marcharon, pasaron una temporada corta en Francia, y a mediados de los años sesenta emigraron a Alemania. Se instalaron en una ciudad medio famosa, no sé, Stuttgart o Dusseldorff, algo así, su marido trabajaba en una fábrica de Volkswagen. Tu padre no sabía nada de ella desde que volvió de Rusia, pero después de la muerte de Franco, cuando empezaron a volver los exiliados, la localizó a través de una asociación de republicanos españoles que habían estado trabajando en un ferrocarril, en el
desierto del Sahara o algo parecido, ya no me acuerdo bien…
Ella hablaba y yo escuchaba, me esforzaba por comprender, por retener cada una de sus palabras, aquella información que no le había pedido, que me importaba menos que su serenidad, menos que la firmeza de su voz, el ritmo conocido, familiar, al que me había acostumbrado en mi infancia mientras la oía contar muchas otras historias, anécdotas pintorescas o divertidas, nimias, inofensivas. Pero mi madre hacía como que no se daba cuenta de nada, y me miraba, fruncía las cejas para recordar, movía la cabeza, seguía hablando.
—El marido de Teresa había sido uno de ellos, algunos de los que volvieron le conocían, conocían a su mujer, y le mandaron a papá su dirección. Él le escribió una carta muy larga, contándole lo que había sido su vida, diciendo que le gustaría verla, que se acordaba mucho de ella, en fin… Ella contestó enseguida, en una cuartilla, y le sobró media cara. Le decía lo que te acabo de contar, que estaba muy bien, que [910] no necesitaba nada, que sus hijos se habían hecho mayores y se habían casado en Alemania, que allí se iban a quedar, y que si su hermano no se había acordado de ella en cuarenta años, no entendía a santo de qué se acordaba ahora. Nada más.
Volvió a mirarme e hizo una mueca extraña con los labios, un gesto impreciso, a medio camino entre una carcajada incipiente, una expresión de asombro y otra de desprecio, que parecía destinado a crear una pausa que yo todavía no pude rellenar.
—Yo creo que ella pensó algo raro —mi madre lo hizo por mí—, que papá quería beneficiarse de pronto de tener una hermana roja, no sé, algo por el estilo, que ya ves tú, menuda tontería… El caso es que le contestó con esa carta tan corta, tan seca, y él ya no volvió a escribir, claro. Y podría decirte que se llevó un disgusto, pero te mentiría. La verdad es que entonces no entendí por qué le dio por ahí, y sigo sin entenderlo. La última vez que se vieron, tu padre tenía quince años y su hermana doce, así que… Pero una noche, de repente, vimos en la tele una entrevista con un escritor exiliado, que ya no me acuerdo ni de quién era, y pusieron muchas fotos, ¿sabes?, y documentales de gente cruzando la frontera, y entonces, de repente, tu padre se levantó y en vez de decir que iba al baño, me miró y me dijo, voy a buscar a mi hermana. ¿A tu hermana? ¿Y por qué?, le dije yo, pero no me contestó, e hizo lo que le dio la gana, como siempre, eso por supuesto, ya sabes cómo era.
—Y no nos lo contasteis —por fin hablé, y mi propia voz me sonó tan ajena como si hubiera estado callado muchos años.
—Claro que no —mi madre me miró con asombro—. ¿Para qué os lo íbamos a contar? Si la hermana de tu padre hubiera venido, habría sido distinto. Él quería traerla a casa, que os conociera a todos, se puso muy sentimental de pronto, no te lo puedes ni imaginar, luego no se lo explicaba ni él, el ataque que le dio, pero en fin… Papá nunca hablaba de eso, pero yo creo que se acordaba mucho de su madre, de ella sí, y entonces, pues… Yo qué sé. Habíamos estado tantos años sin saber nada de ellos, y de repente —ya no se molestó en reprimir una expresión de fastidio—. ¡Hala!, vengan republicanos por todas partes, muertos, exiliados, de México, de Francia, de Argentina, los niños de Rusia, los de Bélgica, éstos y aquéllos y los de más
allá, todo el santo día, en los periódicos, en las revistas, en la televisión… Un latazo insoportable, que no había quien lo aguantara, que parecía que nunca había pasado otra cosa en el mundo, que nunca había habido otra guerra y que nosotros teníamos la culpa de algo… Total, que a tu padre le dio por buscar a su hermana, pero después de leer su carta, estaba [911] muy claro que ella no quería saber nada de él. Nosotros tampoco volvimos a saber nada de ella. Ni ganas.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora, mamá?
—Porque es lo único que no sabes, ¿no? —cruzó los brazos, se volvió hacia mí, y nos miramos de nuevo con tanta atención como si ella no fuera mi madre y yo no fuera su hijo—. Y porque es lo único que te voy a contar.
En el silencio que sucedió a su advertencia, me di cuenta de que nada había cambiado, nada había temblado ni se había endurecido dentro de ella, por debajo de su soltura, de la placidez con la que se recostó en el sofá para apoyar la cabeza en una mano, de su mirada azul, limpia y acuática. Se quedó un instante inmóvil, como si estuviera posando para un pintor, y entonces el hijo mayor de Clara, que jugaba al fútbol con su hermano, se acercó a la ventana, golpeó con los nudillos en el cristal, y gritó ¡hola, abuela!, para que ella y yo pudiéramos leerlo al mismo tiempo en sus labios. Mi madre cambió de posición, se volvió hacia fuera, le saludó con la mano, frunció la boca varias veces para enviarle otros tantos besos, y ya no dudé, no pude dudar más, dejar de comprender. Ella seguía haciendo tonterías, llamando la atención de Fran, luego de Íñigo, que llegó corriendo para golpear la ventana él también, y yo pensé en Clara, pensé en Rafa, en Angélica, en Julio y en mí, pensé en mi hijo, en mis sobrinos, en todos los niños que faltaban por nacer, pensé en mi padre, en su dinero, en aquella casa, pensé en mi propia madre mientras la miraba, y sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar, que no debía seguir allí ni un minuto más. Pero los niños salieron corriendo tan deprisa como habían llegado, y su abuela recuperó la compostura, volvió a acomodarse en el sofá, estiró con cuidado los pliegues de su falda y me miró.
Yo necesitaba hablar, sabía que tenía que hablar, pero no podía, no me atrevía a pedirle que sufriera, y sin embargo eso era lo único que mi madre habría podido hacer por mí, lo único que me habría consolado, que me habría reconciliado con mi nombre y con mis apellidos, con mi pasado, con el suyo, con aquel amor que no podía arrancar de mi memoria.
Tendría que haber hablado pero no me atreví, no pude pedirle eso, sólo pensarlo, sufre, mamá, suplicárselo en silencio, sufre, por favor, repetirlo una vez, y otra, y otra más, sufre de una vez, para escuchar mi propia voz a solas, sufre aunque sea un poco, sufre por Clara, que es la pequeña y está ahí afuera, mientras el mundo, ratita, ratita ¿te quieres casar conmigo?, se le viene encima y le hace daño, sufre por [912] Rafa, sufre por él, mamá, porque tiene la cara como un mapa y una prótesis en la nariz, por mi culpa y por la tuya, por haberte defendido, por haber creído en ti, en tu marido, sufre un poco, mamá, aunque sea por Julio, el que dice que no sabe sufrir, el que ni siquiera sabe tomarse la vida en serio, sufre por él, que es tu favorito, y el mío, sufre de una vez, mamá, sufre, por favor, sufre por Angélica, que ahora mismo estará partida en dos, entre lo que cree que tiene que pensar y lo que no puede evitar sentir, sufre por ella, mamá, y sufre por
mí, también por mí, aunque sea el más ingrato, el más cruel de tus hijos, sufre por este sufrimiento de no verte sufrir, por la soledad atroz a la que me condenas, sufre por mí, mamá, porque yo estoy solo, solo contigo, solo del todo, y estoy sufriendo.
—¿Por qué me miras así, Álvaro? —sufre, mamá, sufre, por favor, repetí por última vez, y me sonrió—. Yo ya sabía que esto iba a pasar. Tu padre y yo estábamos seguros de que pasaría antes o después. Ningún secreto se puede guardar eternamente y el nuestro siempre fue demasiado complicado. Había demasiada gente, demasiados rencores por medio. Lo que nunca habríamos podido imaginar es la manera en la que te has enterado de todo, pero… Bueno, la vida es así de rara. Está llena de sorpresas, desde luego, y…
—Explícamelo, mamá —no tenía previsto hablar, pero las palabras brotaron de mis labios sin pedir permiso—. No me cuentes los detalles porque no hace falta, lo sé todo, ya lo sabes, pero explícame cómo pudo ser, cómo pudo pasar todo esto, porque no lo entiendo, por más vueltas que le doy, no lo entiendo, no puedo entender… Tanta crueldad, tanta mezquindad, tanto cinismo…
Ella se reclinó en el sofá, se arregló la falda, cerró los ojos un momento, los abrió y volvió a mirarme.
—Tú me enseñaste lo que era bueno y lo que era malo, mamá, me enseñaste que no debía ser egoísta, ni avaricioso, que no debía envidiar a mis hermanos, ni pegarme con ellos, que todos debíamos compartir lo que teníamos, y perdonar. Tú me enseñaste el Padrenuestro, ¿te acuerdas?, perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Ya sé que ahora han cambiado el texto, el nuevo no me lo sé, pero el antiguo todavía lo puedo decir de memoria, porque lo aprendí de ti, tú me enseñaste a ser lo que soy, a distinguir el bien y el mal, a los inocentes y a los pecadores… Y ahora no puedo, no puedo con esto, mamá, no puedo aceptar que os envilecierais tanto, tanto, hasta ese punto, y tengo que hacerlo, tengo que encontrar una manera de entenderlo, porque tú eres mi madre, y papá era mi padre, y yo le quería, te quiero a ti, y nunca podré dejar de quereros, nunca [913] seré hijo de ningún otro hombre, de ninguna otra mujer, nunca tendré otra familia, pero no lo entiendo, no logro entender…
Sus ojos eran tan fríos, tan limpios, que no pude medirlos con los míos. Entonces, Clara empezó a pasear por el jardín, a pasar cerca de la ventana, y me encontré con que tampoco podía devolverle la mirada. Y ya no pude volver a levantar la cabeza mientras hablaba.
—Estoy muy solo, mamá —necesitaba mirarla, pero no me atrevía a hacerlo—. Estoy muy solo y esto es muy duro para mí, es durísimo, por eso necesito que me lo expliques, para poder creérmelo, ¿sabes?, porque no me lo creo, todavía no me lo creo, no puedo. Necesito que me digas por qué papá engañó a todo el mundo, por qué traicionó a la gente que confiaba en él, por qué nunca creyó en nada, por qué nunca quiso a nadie, por qué mintió, por qué robó, y por qué luego te quiso a ti, por qué nos quiso a nosotros, por qué le quisiste tú, mamá, explícamelo, cuéntame algo mejor que lo que sé, sálvale, sálvate, sálvanos a todos… Explícame por qué tu marido enterró en vida a su madre, por qué la negó, por qué me la robó, y salva a tu madre, de
paso, devuélveme a mi otra abuela, si puedes. Cuéntame también eso, cómo se puede entregar a un hombre desarmado que sólo tiene hambre, que sólo está cansado, que sólo quiere dormir una noche en una cama, explícamelo, por favor, explícame por qué fue tu madre a denunciar al marido de su prima, si sabía que no había hecho nada malo, y sabía que lo iban a matar… Explícame eso o dime al menos que nunca pudo volver a dormir tranquila. Tú me enseñaste el Padrenuestro, mamá, dime que su conciencia la torturó hasta en el momento de su muerte, que habría hecho cualquier cosa por volver atrás, por regresar a aquella noche y devolverle la vida… No fue así, ¿verdad?
Escuché carreras, pasos, risas, y luego la voz de Lisette, atronando más allá de la puerta cerrada, ¡Íñigo!, indicios indudables de que la realidad seguía existiendo al otro lado de la puerta, aunque su eco sonara en mis oídos como el ruido de una pesadilla, ¡venga usted acá inmediatamente!
—Yo sé que no fue así, mamá, pero necesito que me lo digas, aunque me mientas… Dime eso, mamá, dímelo, porque esa verdad tampoco la entiendo. No entiendo a mi padre, no entiendo a mi abuela y no te entiendo a ti, que eres mi madre, no sé cómo pudiste casarte con el hombre que os había echado a la calle, el que os lo había quitado todo, el que tu madre odiaba más que a nadie en el mundo. Papá era su peor enemigo, tú su única hija, pero no se te ocurrió elegir a otro. Te casaste con él, te enamoraste de él sabiendo lo que sabías, y fuisteis felices comiendo perdices, como en los cuentos y aún más, porque [914] vuestra felicidad no se acabó con la boda. Habéis criado hijos felices y todos hemos sido buenos chicos, buenos estudiantes, responsables, sensatos, todos nos hemos convertido en gente de provecho, buenos profesionales, buenos ciudadanos, buenos padres para vuestros nietos… ¡Es increíble, mamá! ¿No te parece increíble? Es tan brutal, tan salvaje, tan… inconcebible…
Escuché de nuevo carreras, pasos, risas, luego el ruido de la puerta principal al cerrarse, y comprendí que mi sobrino no volvería a molestarnos.
—Por eso necesito que me lo expliques. Hazlo, mamá, explícamelo. Dime tú también que no puedo entenderlo, que no lo viví y que no tengo derecho a escandalizarme, ni siquiera a opinar, a juzgar a nadie…
Cuando el silencio se consolidó, lo celebré con una pausa y me dolió mi propio aliento, me dolió la lengua dentro de la boca.
—Que esto no era un país, sino el Salvaje Oeste, dímelo, mamá, dime que todo el mundo se vendía por un plato de lentejas, que la vida de las personas no valía ni el precio de la ropa que llevaban puesta, que nadie se acordaba de qué cosa era la dignidad y que no sé de lo que estoy hablando, porque a mí me tocó nacer en el bando de los afortunados y que con eso tendría que darme por satisfecho. Dime lo que quieras, lo que se te pase por la cabeza, cualquier cosa menos que tú nunca te enteraste de nada, que no sabías lo que pasaba, lo que pasó, lo que hicieron tu madre, tu marido… No me digas eso porque no me lo voy a creer. Eso no puedo creérmelo, mamá, aunque quizás sea verdad, la única que me falta por aprender, porque es difícil resistirse al ambiente, ¿no?
Sonreí para mí mismo, después para ella, y por fin volví a mirarla, pero me encontré sus ojos cerrados, parapetados tras sus manos.
—Debió de ser muy difícil vivir con la cabeza alta, con los ojos
abiertos, con los oídos dispuestos a escuchar, eso sí puedo imaginarlo, porque el miedo humilla, y la vileza sólo engendra sentimientos viles, la indecencia no puede generar más que indecencia… Debió de ser algo así, ¿no? Puedo imaginarlo pero eso no me consuela, porque tú estabas viva, mamá, tú tenías ojos, tenías oídos, y en otras familias no habría discrepancias, nadie por quien llorar, por quien preocuparse, otros no tendrían ni deudas ni cadáveres sobre su conciencia, pero tú, tú, mamá, que tú me hables así, que nunca te hayas preguntado nada, que papá se haya muerto tan tranquilo… Por eso prefiero otra cosa, que me digas al menos que fue hace mucho tiempo, que ya no te acuerdas, o que no me entiendes, que no comprendes lo que me pasa, que no sabes [915] qué salgo ganando yo con remover todo esto, a estas alturas. Que soy un ingenuo, que soy un imbécil…
Entonces se destapó la cara, abrió los ojos, volvió a mirarme.
—Dime por lo menos eso, mamá.
Ya no tenía nada más que decir, y ella se dio cuenta.
Estaba tan quieta como si hubiera dejado de respirar, y la inmovilidad acentuaba sus arrugas, las hacía más graves, más profundas, subrayaba la presencia pastosa del maquillaje sobre los surcos, pero sus ojos, ahora más azules, más que fríos, helados de cólera, sostenían la mirada de una mujer joven. Era guapa, mi madre, siempre lo había sido, pero aquella vez, mientras la dureza afloraba a su rostro como si la piel fuera apenas un adorno, la funda de una máscara de metal, no me gustó. Por un instante, creí que me daba miedo, luego pensé que me daba pena, y más tarde que lo mejor sería que me diera igual. Pero eso nunca iba a suceder, y lo sabía.
—¿Me das un cigarrillo?
—¿Qué? —al principio creí que había oído mal, pero su dedo seguía señalando hacia mi paquete de tabaco.
—Que si me das un cigarrillo —repitió, con voz neutra.
—Claro —y le acerqué el paquete—. Toma, pero no creo que debas fumar…
—No debo —lo encendió con manos temblorosas, pese a todo, y aspiró el humo con ansiedad—. Pero me gusta.
Fumamos juntos, en silencio, y me dio tiempo a arrepentirme de lo que le había dicho y a comprender que no habría podido decir nada distinto, mientras ella se recobraba mucho más deprisa que yo, para volver a instalarse en aquella impasibilidad casi insultante.
—¿Sabes una cosa, Álvaro? —aplastó la colilla en el cenicero y ya era otra mujer, mi madre de antes, la de siempre—. Deberías cortarte el pelo. Es una pena que lo lleves siempre tan largo, porque te come mucho la cara y eres muy guapo, el chico más guapo de la familia, desde luego…
También soy el más listo, mamá, ¿no te acuerdas?, estuve a punto de decir, y he entendido el mensaje, no te preocupes, que ya me voy. Pero me levanté sin decir nada y no despegué los labios hasta después de haberlos posado sobre su frente. Nunca había vivido un instante más duro que aquél, y me di cuenta.
—Adiós, mamá.
Le di la espalda, y al empezar a andar hacia la puerta, descubrí que estaba mejor de lo que esperaba, quizás porque ya no era capaz de sentir
nada, más allá de una repentina insensibilidad nacida del estupor [916] que había consumido hasta su agotamiento, y de la derrota que aún no había empezado a padecer pero que ya pintaba de blanco todas las cosas presentes y pasadas, dentro y fuera de mí.
—Oye, Álvaro… —pero no habría piedad, no todavía—. Me acabo de acordar… El domingo que viene no, el otro, o sea, el día 16… —y frunció el ceño—, 16 será, ¿no…?, sí, es el 16… Bueno, pues, vamos a hacer una barbacoa en el jardín para celebrar que María cumple veinte años, nada menos…
Entonces sonreí yo, me encontré sonriendo de repente. Sonreía de puro asombro, por la absoluta incapacidad de creer lo que estaba viendo, lo que estaba escuchando, y no podía ser, aquello no podía estar pasando, pero yo también tenía ojos, tenía oídos, los conocía bien, confiaba en ellos, y aquella mujer era mi madre, pensé, yo era su hijo, no podía estar hablando así, pronunciando aquellas palabras dulces, alegres, triviales, y mirándome a los ojos a la vez. No podía, y sin embargo siguió adelante, llegó hasta el final como si yo no estuviera allí, como si no fuera yo el hombre que masticaba la arena de un desierto helado y árido, blanco sobre blanco y todo blanco, en el centro del salón de su casa.
—Parece mentira, ¿verdad? —pero aquel hombre era yo y ella también sonreía—. Todavía me acuerdo de cuando Angélica se quedó embarazada, mi primera nieta, no me lo podía creer, a veces me digo, ¡qué barbaridad, si fue hace nada!, pero no, ya ves. Total, que a tu sobrina le hace ilusión lo de lo barbacoa, que no sé yo, porque en estas fechas, igual nos llueve que nos pelamos de frío, pero en fin, vamos a intentarlo, y estoy pensando que… Bueno, espero que vengas tú, por supuesto, y que me traigas al niño, Álvaro, por favor…
Y en ese instante, precisamente en ese instante, ni antes ni después, se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo ya no pude pensar que aquello no podía ser, que no estaba pasando. No pude pensar nada excepto que, quizás, ya no podría volver a pensar.
—Estoy deseando verle, esto es lo que llevo peor de vuestros divorcios, de verdad, es que lo llevo fatal, lo de no ver a los nietos, es horrible… Así que cuento contigo, y con Miguelito, y no te preocupes por Rafa, que ya hablaré yo con él, pero, aparte de eso…
Desvió sus ojos de los míos un momento, se arregló la falda con las manos, volvió a mirarme.
—Quiero que sepas que, si tú quieres, puedes venir también con esa chica, Raquel, ¿no?
La blancura me deslumbró, me cegó, atravesó mis sienes como una aguja burlona y afilada. [917]
—Me acuerdo de su nombre porque me llamó mucho la atención que en esa familia hubiera una niña con un nombre bíblico. Me imagino que será muy guapa, porque de pequeña era monísima, pero una monada, de eso me acuerdo también, y además estoy segura de que será una persona muy educada, muy culta, y de que sabrá estar…
Todas las cosas presentes y pasadas eran blancas dentro y fuera de mí. Eran blancos mis dedos, blancas mis manos, blanca la corbata que me quité y el bolsillo donde la guardé, blancos mis ojos y lo que contemplaban,
blancos mis oídos, mi cerebro blanco en su blanquísima inutilidad.
—No me mires así, Álvaro —y mi madre, blanca ella también, de arriba abajo, sonrió con sus labios blancos—. Eres mi hijo y lo vas a seguir siendo, siempre, por encima de todo. Ya sé que esto ahora te parece gravísimo, pero no lo es, yo sé que no lo es. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio, yo me moriré y tú te arrepentirás de lo que me has dicho hace un momento, pero hasta entonces no estoy dispuesta a perderte, y por otra parte, esa chica… Peor que tu cuñada Verónica no puede ser, y ya ves. Ahora es la madre de dos de mis nietos. Lo mismo que las demás.
No sufras, mamá, en ese instante pude volver a pensar. No sufras, por favor, no sufras nunca, no sufras por mí, no sufras por nadie, no sufras ni siquiera un poco, no pruebes jamás el consuelo del sufrimiento, porque eso es lo único que no podría entender, ahora que las cosas empiezan a recobrar su forma, su color, ahora que estoy recuperando el control de mi cuerpo, cuando mis ojos, mis oídos, mi cerebro distinguen por fin algo más que blancura, ahora que ya sé lo que quería saber, quién soy y quién voy a ser, no sufras, mamá, no se te ocurra sufrir ni un instante, porque yo ya no sufriré por ti. No podré volver a hacerlo nunca, nunca más.
Me marché sin decir nada ni despedirme de nadie, arranqué el coche sin ponerme el cinturón y salí de allí tan deprisa como pude. Avancé sin saber adónde iba hasta que logré escuchar el sonido de la alarma y aparqué en una parada de autobús. Las piernas me temblaban, me temblaban las manos, todo el cuerpo, y me habría venido bien llorar, pero ni siquiera lo intenté. Yo lloro poco, muy poco, casi nunca.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero sé que volví a Madrid, que aparqué de milagro en la puerta del cuartel del Conde–Duque, que Raquel me abrió la puerta sin decir nada, y que entré en un ascensor diminuto con la maleta de los viajes largos y mi historia a cuestas.
Sé que entonces pensé que tal vez no fuera para tanto. El maquillado cinismo de mi madre, sus sonrisas despiadadas y exactas, la corteza [918] de piedra de su alma, una muesca endurecida, seca, en el lugar donde habría debido estar su corazón, me picaban en los ojos y abultaban mis encías como un sabor amargo y ácido a la vez, que mis sentidos confundían con el gusto imaginario de la sangre. Y sin embargo, la mía no era más que una historia, una de muchas, tantas y tan parecidas, historias grandes o pequeñas, historias tristes, feas, sucias, que de entrada siempre parecen mentira y al final siempre han sido verdad.
Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder. [919]
… para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo estará claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado.
Antonio Machado (diciembre de 1938)