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¿Qué podia haber al avanzar? Recordó aquel lugar del camino, cuando eran niños, en la cima de un cerro donde sólo se veía el cielo y que ellos llamaban el fin del mundo. Nada más allá de aquel cuarto, de aquella casa, de aquella noche. Y el Autor de una destrucción tan paciente había desaparecido a su vez, al ser arrancada la última ternura.
Xavier experimentaba una gran paz y no sabía que eso era la desesperación, la verdadera, la que no se libera entre lágrimas y que hace avanzar a su víctima entre dos paredes hacia una puerta que basta empujar para entrar en el descanso que no terminará nunca. ¡Oh sueño! ¡Oh pobre corazón que sólo sabía amar! ¡Oh memoria, por fin anonadada con todos los nombres y todos los rostros que retenía en su profundidad!
Abrió la ventana, empujó los postigos. Ningún soplo movía las copas de los árboles: inmovilidad que hacía pensar en una petrificación. Los pinos, que nunca duermen, dormían aquella noche, y era tal el silencio, que Xavier oía el agua correr bajo los álamos, muy lejos, del lado en que Roland tenía su isla. Pensó en el tronco de pino tumbado; se había sentado en él junto a Dominique. Sin duda aquel cadáver de árbol permanecería allí durante años sin ser explorado; quizá se pudriera menos rápidamente que aquel cuerpo vivo asomado a una ventana, semiencaminado ya en el frío de la noche. Y Xavier calculaba las pocas probabilidades que tendría de matarse si se dejara ir: las piernas rotas quizá…, a menos que cayera sobre la cabeza.
Se volvió violentamente como si tuviera que hacerle frente a alguien que lo hubiera empujado de los hombros; no, nadie. Nadie, salvo esa faz desencajada en el espejo sobre la chimenea, esa cara delgada, todavía adolescente, bajo el pelo desordenado, y que lo miraba. De pronto sintió piedad de él, se tuvo lástima. Pasó lentamente sobre los párpados las palmas de las manos y pronunció en voz baja: "Pobrecito…" Hubiera querido que alguien estuviera allí, cualquiera, alguien: una criatura viva como él y perecedera. Pensó en Roland, que dormía arriba, en su cuarto en forma de buhardilla.
Los peldaños de la escalera del último piso no tenían alfombra y crujían. Se detenía para asegurarse de que la casa continuaba dormida. La puerta del niño estaba entreabierta, y el velador que alumbraba el cuarto expandía hasta el descanso un resplandor lunar. Hubo una época en que Roland era mimado por los Mirbel. Acostumbrado al dormitorio común, tenía miedo de quedarse solo de noche y había obtenido aquel velador. Xavier, emergiendo.de las tinieblas, distinguía cada objeto: el jersey y el pantalón tirados sin orden y los pesados zapatos de cordones rotos que bogaban al azar. Sobre la mesa de noche, un viejo nido de pájaro, una honda, una agenda, dos cartas de Dominique en su sobre, un pañuelo sucio. La aureola del velador revelaba en el cielo raso vagos continentes de goteras. Xavier se sentó con precaución al borde de la cama. El niño dormía con un sueño tranquilo, sin el menor soplo, como la naturaleza de aquella noche, petrificado como ella, hundido en un reposo que no pertenecía al mundo. Sin embargo, vivía: el olor animal de su vida reinaba en la buhardilla, y su calor. Xavier estaba sentado junto a ese ser como ante un fuego, y se calentaba en ese fuego vivo. El cuerpo estaba de costado, un hombro flaco surgía de las sábanas. El pelo sobre la nuca dibujaba una punta. Xavier no se movía: recobraba su fuerza. La criatura dormida bajo sus ojos hacía que Dios fuera nuevamente sensible a su corazón. Un cuerpo humano, una alma humana: no se necesitaba más, Dios mío, para que estuvierais ahí, para que le fuerais devuelto. Él no podía decir ninguna palabra al niño dormido ni posar los labios sobre su frente. No podía hacer nada, salvo hablaros de él, ¡qué voluntad apasionada de sustitución! Siempre ese "tomadme en su lugar", siempre esa exigencia de asumir lo peor de un destino.
¡Una especie de locura!, pero una gran paz le había vuelto o más bien la experimentaba de nuevo, pues no dudaba de que nunca la había perdido. Una paz viva, una paz que lo embotaba de alegría, y que, sin embargo, le daba miedo a causa de lo que anunciaba.
– ¿Qué haces en este cuarto?
Se irguió y vio en el marco de la puerta a Mirbel, envuelto en una bata blanca. El niño se despertó, se sentó en la cama, miró a los dos hombres y se echó a llorar. Mirbel repitió:
– ¿Qué haces aquí? Xavier balbució:
– No sé.
Con la cabeza gacha, buscaba lo que debía contestar.
– ¿ No lo sabes? ¿ De veras?
Mirbel dio algunos pasos hacia la cama, se inclinó hacia el niño, que se frotaba los ojos y gemía; lo asió de las muñecas y descubrió una cara hinchada de sueño, bañada en lágrimas.
– ¿Qué te ha hecho? Pero contesta cuando se te pregunta algo.
Roland sollozaba. Balbució "que dormía, que no se había dado cuenta de nada".
– ¿De qué hubiera podido darse cuenta? -preguntó Xavier-. De pronto me sentí inquieto por él, vine para cerciorarme de que no estaba enfermo.
– ¿No lo estaba?
– No, dormía tranquilamente.
– Dijiste hace un rato que no sabías lo que hacías en este cuarto. Necesitaste tiempo para encontrar un pretexto.
Xavier seguía con la cabeza baja.
– ¿Por qué te quedaste cuando viste que dormía tranquilamente? Xavier dijo:
– No sé… -vaciló un instante y a media voz-: Creo que rezaba…
Mirbel se encogió de hombros y empezó a recitar, cantando como un colegial:
Un ángel de rostro radiante,
inclinado sobre la cuna,
parecía contemplar su imagen
como en la linfa de un arroyo.
"Niño encantador que eres mi imagen
– le dijo-, oh, ven conmigo,
ven, seremos dichosos juntos…"
Mirbel se interrumpió presa de una risa cacareante. Xavier se había inclinado hacia Roland y le repetía en voz baja:
– Cierra los ojos, eso no significa nada, duerme. Le impedimos dormir -dijo, volviéndose hacia Mirbel.
– Es un escrúpulo un poco tardío, ¿no te parece?
Sin embargo, Xavier envolvía al niño, le ponía la sábana sobre el hombro, le decía:
– Vuélvete del lado de la pared…
– Ahora dejémoslo.
Salió, pero sentía casi el soplo de Mirbel, a tal puntó lo seguía de cerca. No pudo impedirle que entrara detrás de él en su cuarto. Mirbel cerró la puerta, se volvió hacia Xavier y dijo:
– Es hora de que los separe.
Xavier no apartaba los ojos de aquel hombre sentado en el sillón, como si hubiera querido pasar allí la noche.
– Haría bien yendo a acostarse -dijo.
– ¡Oh, el sueño y yo! -suspiró Mirbel, y extendió las piernas, flacas y velludas-. No tienes conciencia, por supuesto, pero es hora de que separe al chico y a ti. No quieres tener conciencia de ello. Ah, la evasión por lo sublime, el disfraz de lo peor por lo mejor: eres un ejemplo famoso. Felizmente para tu salvación, estoy aquí.
Xavier callaba y lo observaba.
– En fin, el dieciocho de este mes devuelvo el chico a donde lo he sacado. Es asunto resuelto.
Xavier preguntó si "se trataba de una amenaza".
– No, pero te repito que es un asunto resuelto.
Todo lo que había ocurrido en el cuarto de Roland y esa vergüenza que lo abrumaba, Xavier lo olvidó. Pensó con una precisión seca en ese proyecto que había planeado con Dominique: ella se lo recordaba en la última carta. Él dispondría en favor de Roland de los ciento cincuenta mil francos que había heredado de su tío Cordés. Se lo confiarían a esa colega de Dominique que aceptaba niños en pensión. Seguiría las clases en la escuela libre de Saint-Paul. No escuchaba a Mirbel.
– Volveremos a encontrarnos solos frente a frente como en el tren. La corriente tendrá que volver a pasar. Las mismas circunstancias suscitarán la misma simpatía, ya verás. Por supuesto estaremos menos tranquilos aquí para conversar que en un compartimiento… Ya sabemos: está Michele. Pero en seguida llegarás al punto en que uno ya no ve a la gente con, quien vive. Suprimiremos a Michéle -exclamó con alegre ferocidad.
– Pienso que podría… -interrumpió Xavier-. Usted no me negará eso… Quisiera acompañar yo mismo a Roland el dieciocho.
Mirbel se levantó y se dirigió hacia Xavier.
– No me hables más de ese chico: una mojarrita que vuelve a echarse al agua. Lo devuelvo a su elemento natural: los asilos, los hospicios. ¿En qué te ocupas? ¿Qué temes por él? ¡Me parece que tienes muy poca confianza en la Providencia!
Y recobró su tono de colegial que canta, para recitar este dístico:
A los pajaritos les da su alimento
y sobre toda la naturaleza se extiende Su
bondad.
– Estos dos versos de Racine se titulaban Bondad de Dios en El cesto de la infancia en que las monjitas buscaban los textos de nuestras lecciones.
– Usted y Michéle le han dado el gusto de cierta vida, costumbres -dijo Xavier-. Ustedes son responsables…
– No te contestaré cuando me hables de ese ser atroz. Confiesa que estás curiosamente obsesionado…
Xavier, con los ojos cerrados, ceñudo, repetía a media voz, casi suplicante:
– Vayase. Déjeme.
– ¡Ah, cristianito que no te atreves a mirarte de frente!
Xavier pensaba: "¡Dios mío, que este hombre no arroje en mí el germen de la abominación!, No permitas que envenene mi fuente…" Se asombró de lo que decía en voz alta:
– ¿Me curaré alguna vez de haberlo conocido a usted?
– Por fin -gritó Mirbel-. ¡Era tiempo! Reconoces que estás tocado. No pido más -agregó riendo-, por lo menos esta noche. Tranquilízate, voy a dejarte dormir. Ahora vas a poder dormir. La verdadera vida empezará para nosotros a partir de mañana.
Caminaba a través del cuarto con excitación y se restregaba las manos.
– Y sobre todo no te ocupes más de hacer estudiar a Roland. Déjalo gozar en paz de lo que le queda. Ya no está a tu cargo. Te pido que lo convengas conmigo.
Xavier respondió con voz neutra:
– Ya no estoy encargado de hacerle aprender sus lecciones ni de corregir sus deberes.
– ¡Ah, cabeza dura! -exclamó de pronto Mirbel-. ¡Ah, la romperé a puntapiés…!
Tendió hacia delante las manos semicerradas de estrangulador. Ante aquella cara convulsa Xavier había retrocedido un paso. Mirbel pareció despertar. Dejó caer las manos.
– ¿No lo creíste? -preguntó en voz baja-. ¿Dime? ¿No creíste que quería hacerte daño?
– No tenía miedo.
– No crees que pueda hacerte nunca daño. No se mata lo que se ama.
– Quizá debamos elegir -dijo Xavier-. Matar lo que amamos o morir por lo que amamos.
Mirbel suspiró:
– Hay algo en medio: ser amado de lo que uno ama. ¿Crees que esa dicha existe en este mundo?
Xavier dijo apartando la vista:
– Sí, esa dicha existe. Vaya a dormir ahora. Mirbel, casi tímido, preguntó:
– ¿No me guardas rencor? ¿Me perdonas? -Xavier inclinó la cabeza; luego cerró con pasador y se sentó a su mesa. Fue aquella noche cuando escribió sobre la página arrancada de un cuaderno de colegial: "Lego a Roland, hijo de la Asistencia Pública…", y la continuación.