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Cuando Manuel abrió la puerta de su casa para ir en busca de su padre, jamás sospechó el dolor enorme que iba causarle a su madre.
Convencido de que lo esencial para él consistía en encontrar a su verdadero padre, ni siquiera pensó en el disgusto que su ausencia iba a producir.
Tenía el convencimiento de que, por fin, iba a conseguir su mayor deseo.
Preguntar a su madre era inútil. En cuanto el niño lanzaba la pregunta, sólo el silencio respondía. A veces Elena pretextaba cualquier olvido para salir de la habitación y descartar la pregunta de marras.
Pero Manuel sabía que su padre existía y que aquella madrugada soleada tras una lluvia furiosa, el hombre del cuadro le había vuelto a decir: "Si me buscas, me encontrarás". Por eso Manuel no esperó a que su madre entrara en su cuarto para despertarlo. Se vistió deprisa, abrió la puerta y rompió a caminar ciudad adentro, sin mayor destino ni lugar concreto que el de encontrar al hombre del cuadro. "Los padres no mienten", se decía "Tarde o temprano daré con él".
Cruzó la plaza y se adentró en una vía que, por lo temprano de la hora, se encontraba prácticamente vacía.
Aquella quietud matinal olía a humedad y a día festivo. Las calles que cruzaba ofrecían charcos en miniatura que Manuel esquivaba dando saltos pequeños parecidos a los que realizaba cuando saltaba a la comba.
De vez en cuando le decía a su padre que le guiara por el camino adecuado para dar con él.
– Si me pierdo, tú tendrás la culpa -le amonestaba. -Yo te busco tal como me has dicho. Así que, por favor, no te escondas.
Aunque las tiendas estaban cerradas por ser un día festivo y los escaparates apenas tenían luz, el día había clareado y los peatones mañaneros caminaban a toda prisa para llegar al descanso.
Mientras tanto, Manuel no cesaba de andar. De improviso se detuvo. Varios hombres discutían ante la barra de un bar que ofrecía desayunos.
Eran algo toscos y poco adictos a la limpieza. Tal vez fueran trabajadores nocturnos que, antes de llegar a sus casas, se reunieron en aquel café para aliviar su cansancio con alguna bebida propicia a desbancar la fatiga.
Manuel se detuvo ante aquel bar para asegurarse de que ninguno de aquellos hombres tan eufóricos y gritones era su padre.
De improviso uno de ellos lo descubrió apoyado en el quicio del portal abierto.
– ¿Qué haces ahí, niño?
– Espero a mi padre.
– ¿Lo has perdido?
– No.
– Ah, bueno -y siguieron discutiendo entre ellos.
Sin duda pensó que el padre se había metido en el aseo y el niño lo esperaba en la calle.
Cuando Manuel comprobó que aquellos hombres nada tenían que ver con el padre que buscaba, reemprendió la marcha.
Anduvo por muchas calles, vio infinidad de hombres, pero ninguno tenía el rostro del cuadro. Sin embargo, Manuel no se desanimada y continuo buscando.
Sabía que su padre le esperaba y esa seguridad le daba fuerzas para continuar buscando. "Te encontraré", le decía bajito. "Aunque te escondas, yo daré contigo".
De pronto notó que su estómago exigía algo que en sus prisas había marginado. Tenía hambre. Echaba de menos la leche caliente y los bollos que su madre le ofrecía antes de ir al colegio.
Por si fuera poco, tras deambular por varios lugares de la ciudad, el olfato se le llenó de una sabrosa y cálida fragancia que aromatizaba parte de la calle donde él se hallaba.
Pensó que a lo mejor su padre lo esperaba en aquella cafetería para ofrecerle el desayuno que su madre le preparaba antes de ir al colegio.
Sin pensarlo dos veces, entró en el local.
Era un lugar elegante, donde se podía elegir mesa y pedir cualquier alimento que se ofrecía en el mostrador.
Cuando se hubo sentado, el camarero se acercó al pequeño:
– ¿A quién esperas, niño?
– Espero a mi padre. No creo que tarde en venir.
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó el camarero.
Manuel asintió con la cabeza:
– Un vaso de leche y un donut.
– Ahora te lo traigo.
Se trataba de un camarero amable, que tenía dos hijos de aproximadamente la edad de Manuel. La soltura del pequeño le cayó en gracia y no vaciló en darle lo que le pedía.
– ¿Dónde está tu padre?
– No lo sé, pero no tardará en llegar.
Poco a poco el local se fue llenando de gente y los camareros andaban tan ajetreados que se olvidaron del niño.
No obstante Manuel continuaba sentado a una mesa en espera del padre que no llegaba.
Ante aquella larga ausencia, Manuel comprendió que debía continuar la búsqueda para no defraudarlo. Cuándo se levantó de la silla, nadie reparó en él. El bullicio, las voces y el ajetreo de los camareros fueron sus grandes apoyos para salir de aquel local sin ser visto.
Nadie lo detuvo y Manuel estaba convencido de que su desayuno no requería la compensación de un pago. Con el estómago lleno y sus fuerzas recuperadas, continuó andando sin rumbo fijo ni meta, por las calles de la ciudad.
Cruzó rutas nuevas, obedeció a los semáforos y hasta se permitió jugar con un perro callejero que le lamió las piernas.
De improviso una mujer madura, con aspecto dudoso, se acercó al niño:
– Hola, pequeño, llevo observándote desde que saliste de aquella cafetería. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
El aspecto de aquella mujer no le gustaba. Iba mal vestida y olía a cuerpo sin lavar.
Tal vez por eso, Manuel frunció el entrecejo y le echó una ojeada desconfiada un tanto provocativa.
– Y tú, ¿quién eres?
– Una amiga.
– ¿Amiga de quién?
– Tuya.
A Manuel aquella mujer no le gustaba y su hostilidad era manifiesta.
– Tú nunca has sido mi amiga -le respondió tajantemente.
– Tal vez tengas razón, pero me ha parecido que precisabas ayuda. Llevo un buen rato observándote. ¿Sabe tu madre dónde estás?
– ¿Conoces tú a mi madre?
La mujer dejó la pregunta en el aire:
– Tengo la impresión de que te has escapado de tu casa. ¿Me equivoco? A tus años los niños nunca deambulan solos por las calles.
Manuel puso cara cenceña y no contestó.
Más de una vez la maestra le había dicho: "Desconfiad de todos los que se acerquen a vosotros cuando estéis solos. Hay muchos delincuentes que raptan a los niños para explotarlos y venderlos a familias que no tienen hijos".
Y sin pensarlo dos veces, Manuel rompió a correr calle adelante para que la mujer no pudiera alcanzarlo.
La agilidad de sus piernas parecía redoblarse tras aquel inesperado encuentro y su repentina fuga, hacia no sabía dónde, le llevó frente a un edificio de gran tamaño cuya entrada precisaba de una amplia escalera para llegar hasta el portal.
Muchas eran las personas que se afanaban por entrar en aquel edificio. Pero lo que llamó su atención fue un grupo de gentes tristes, mal trajeados y algunos con evidentes deficiencias físicas, que tendían la mano a los que subían por la escalera, mentando a Dios, pidiendo limosnas y quejándose de sus miserias.
– Estoy enfermo.
– No tengo casa.
– Ayúdenme a soportar mi falta de piernas.
En realidad todo se les iba en lamentos; nada en aquellas pobres gentes era alegre o medianamente normal.
El dolor rebotaba entre los que se afanaban por subir aquella cuesta, pero pocos eran los que socorrían a las pobres gentes que tendían las manos.
Aquella actitud pasiva descorazonó a Manuel. No comprendía la razón de tanta indiferencia hacia un prójimo desafortunado y desvalido.
De haber tenido dinero, de buena gana lo hubiera dado.
Pero él no tenía ni un euro. Él era tan pobre como los que asentados en las esquinas de la gran escalera, tendían la mano.
La gente que subía hacia la entrada de aquel lugar iba bien vestida y parecía tener prisa por llegar cuanto antes a la explanada donde se hallaba el gran portal de la entrada.
Tal vez por eso no atendían a los que se habían instalado junto a la barandilla.
Cuando el interior de aquel inmenso local se hubo llenado y la gran calle se vació de coches y gente, Manuel decidió sumarse a los que se habían hacinado en aquel lugar.
No obstante antes de llegar al portal, notó una mano sobre su hombro.
El roce de aquella mano le obligó a detenerse. Se volvió para mirar quién era y enseguida comprobó que el hombre que estaba junto a él tenía el mismo rostro afable y cariñoso del que le dio a entender desde el cuadro que su verdadero padre era él. No había duda. El parecido lo estaba delatando:
– Por fin -dijo el pequeño- ¿Eres tú mi papá?
– En efecto; yo soy tu padre.
Manuel rompió a llorar de alegría mientras el hombre lo enarbolaba hacia lo alto para estrecharlo entre sus brazos.
Fue una mañana inolvidable para el pequeño. Su padre, en aquellos momentos era el final de una obsesión que nunca llegaba a cumplirse.
Todo en aquel hombre era la culminación de un sueño que jamás dejaba de serlo.
Una especie de verdad que, de tanto esperarla, se iba convirtiendo en la candidata de una mentira.
– ¿Por qué has tardado tanto en venir a verme? -preguntó el niño.
El hombre esbozó una sonrisa:
– Estaba muy cerca de ti desde que saliste de tu casa, pero quise ver cómo te desenvolvías entre las personas que te rodeaban.
– Yo no te he visto hasta ahora.
– Jugaba al escondite como hace tu madre contigo.
– ¿Y cómo te escondías?
– Me disfrazaba. Algunas veces era camarero, otras trabajador nocturno, otras me transformaba en mujer que pretendía ayudarte. -Por último dijo señalando la escalera del gran edificio- me convertí en un indigente que pedía limosna.
– ¿Y eso por qué?
– Para probarte. Para que te dieras cuenta de que la vida no es un juego sino un estado transitorio más o menos duradero, que, sirve de trampolín para entrar en la verdadera vida.
– No te entiendo muy bien -dijo el niño.
– Porque todavía eres pequeño. Cuando crezcas lo comprenderás. En este mundo no todo es una garantía completa, ni una verdad completa, ni una estabilidad completa. Todo puede cambiar de la noche a la mañana. Lo esencial es intentar que tus buenos sentimientos sean inamovibles y completos.
– ¿Y lo son?
– Por ahora sí. Me ha complacido verte tan inclinado a compadecerte de los indigentes que pedían limosna en las gradas de la escalera. Pocos reparaban en ellos. Tú sí. A ti te dolía no poder, socorrerlos. Ese pequeño dolor, tuyo, ha supuesto para mi una inmensa fuente de alegría.