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Elena llevaba ya siete años viviendo en una ciudad que tenía puerto.
El mar era un sueño de la infancia que sólo pudo alcanzar cuando se quedó sola. Fue una soledad muy tormentosa e inesperada. De improviso sucedió el desastre causado por un huracán. Nada podía evitarlo. Y en pocos instantes el pueblo se quedó sin casas, puente, árboles, vehículos, gentes y un sin fin de objetos y recuerdos destinados a perderse para siempre.
Surgió la desorientación general y los pequeños caos particulares que sólo se perciben cuando el caos general es total.
En medio de aquel desbarajuste era imposible pensar. Los momentos desarticulados carecen de soportes y no alcanzan a unificar ideas, proyectos y toda clase de posibilidades dignas de ser razonadas y dosificadas.
Lo de menos era aceptar lo ocurrido. Lo esencial consistía en saberse viva: autoanalizarse, respirar y tratar de asumir el desaguisado que acababa de ocurrir.
No tardó mucho en descubrir a sus padres. Los cubría un inmenso árbol desprovisto de hojas pero con las guadañas de unas ramas robustas que los estaba aprisionando.
Lo peor era escuchar aquel adiós ventolero que se alejaba de allí y que parecía asumir los gemidos humanos y los aullidos de los perros.
Elena trató de levantarse para socorrerlos. No se movían, no se quejaban. Tenían los ojos abiertos pero el alma huida.
Aterrada, Elena buscó ayuda pero no sabía cómo. Las ayudas eran imposibles. Además los seres que caminaban y se movían, no se percataban de su soledad.
También ellos estaban solos. También ellos precisaban atenciones. Nadie pensaba en otro alguien. Sólo existían ellos, los vivos, los mimados de aquel desastre. Los que el azar había salvado de una muerte cruel e inesperada.
De pronto Elena descubrió que la mayoría de los edificios se habían derrumbado, que los vehículos amontonados junto al río eran chatarra, que los postes de electricidad eran palos caídos y que el puente ya no tenía baranda.
Algún vecino caminaba buscando un hueco donde cobijarse. Pero los cobijos ya no servían. El huracán se alejaba tierra adentro tal vez ansioso de destruir otro pueblo.
Se acercó Elena a un grupo de vecinos que se apiñaban junto a la puerta de la iglesia. Allí el huracán no se había ensañado como con el resto de las viviendas.
No hablaban: miraban, temblaban y alguno lloraba.
El cura del pueblo sugirió rezar. Entraron en la nave y rezaron.
Elena se dejó caer en un banco. Recordó a sus padres muertos y rompió a llorar.
Durante algunos días la confusión del pueblo tuvo varias facetas. Primeramente hubo una gran nube de desorientaciones, equívocos y afán de supervivencia. Luego las conciencias se llenaron de remordimientos. Eran unos remordimientos entre vagos y llenos de autoacusaciones.
El cura se hartaba de oír confesiones al tiempo que llegaban auxilios y las autoridades se volcaban en ofrecer ayudas precipitadas y ordenar atenciones psicológicas para los más perjudicados.
También llegaron víveres, agua potable, mantas, colchones y tiendas de campaña. Lo que jamás llegaba para Elena era el despertar de aquella angustia tan llena de horrores.
Todavía aturdida y despegada de sí misma, trataba de convencerse de que aquella pesadilla era sólo un sueño que pronto volvería a la normalidad cotidiana, y el cauce de su vida continuaría como si el huracán fuera sólo una quimera despegada de la realidad.
Pero a veces las quimeras son implacables y exigen protagonismos difíciles de evitar. No obstante hubo cierto renacer dentro de lo perdido.
Tanto las autoridades como el cura se hartaban de hacer promesas y asegurar que todos los sobrevivientes del pueblo destruido serían rehabilitados y compensados, pero las compensaciones no podían restituir los objetos perdidos por la fuerza de una naturaleza enfadada.
Todavía algo, esperanzada, Elena llegó al lugar donde se había alzado su casa.
Nada estaba en su sitio, nada tenía una razón de ser.
Sólo se habían salvado del desastre un, cuadro pequeño, un reloj de pared tumbado y varios objetos sin importancia que Elena no quiso recuperar. Únicamente abrió el cajón de un mueble donde se guardaba el dinero. También se llevó el cuadro. Luego regresó a la iglesia que junto con la escuela apenas había sido dañada.
Sus padres fueron enterrados con muchos otros cuerpos, pero Elena ignoraba el lugar donde se hallaban.
Lentamente fue asimilando su realidad; se había quedado sola, sin familia, sin amigas, sin proyectos, sin su pueblo y sin una razón de ser. Pero ella vivía y no tenía más remedio que ajustar su trastocada vida a lo que la incógnita de su futuro le deparaba.
De pronto recordó que en la ciudad tenía una amiga. Se llamaba Tristana y durante algún tiempo intercambiaron cartas. Era algo mayor que ella, pero congeniaban y compartieron ideas, costumbres y pareceres que las unificaban. Tristana le habló de su ciudad, del mar que las cercaba y de la profusión de casas, tiendas y edificios bellos que rodeaban sus calles bien asfaltadas. Y también de su empresa: No dijo de qué se trataba, pero decía que era muy rentable.
Un verano cálido la trajo al pueblo. Aseguraba que en la ciudad durante el verano todo se volvía agitación y cansancio, que los pueblos sencillos la relajaban y la llenaban de paz.
Aunque llevaban algún tiempo sin comunicarse, Elena recordaba perfectamente su dirección. No la escribió. Le pidió al conductor de uno de los camiones que le permitiera subir al vehículo y que una vez en la ciudad le llevara a la dirección donde ella mandaba las cartas.