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Como era un día festivo, Elena durmió algo más de lo habitual. Además se notaba tan feliz que se permitió quedarse en la cama pensando en el gran cambio que iba a experimentar su vida.

Nada distorsionaba ni amenazaba destruir la dicha que, desde su encuentro con Fabián, venía experimentando.

Jamás podía olvidar su forma tan respetuosa de tratarla; aquella manera de mostrarle hasta qué punto la quería y la admiraba, y sobre todo, el gran cariño que profesaba al pequeño Manuel.

"Es un niño excepcional," le decía. "Se parece a ti."

Fabián, en su primer matrimonio, no tuvo hijos, y desde que conectó con Manuel, fue como si descubriera un mundo nuevo.

Todo en aquel pequeño le sorprendía: Sus continuas salidas de tono, como extraídas de un cerebro adulto; sus deseos de ayudar a su madre en las tareas caseras y, sobre todo, las constantes deducciones rebosantes de una imaginación desbordada. Cualquier elemento era en aquel niño un chorro de ideas propias de una mente mágica.

Para él, lo que todos consideraban normal, podía ser una fuente de certidumbres a las que nadie prestaba atención: "La lluvia son lágrimas de un cielo triste -decía. "Y las nubes son enemigas del sol."

En ocasiones, cuando lo llevaban al puerto, miraba al mar como si fuera otro cielo. "He visto volar a un pez." Y explicaba un mundo marino que su mente forjaba como verdades que sólo él conocía.

A veces Elena temía que su hijo se dejara llevar por fantasías que él consideraba certidumbres desconocidas por los mayores: "Su mente es un nido de fábulas que él mismo inventa."

Pero Fabián decía que su tendencia a fabular historias era una descarga de su inteligencia.

"Con el tiempo, esa imaginación desbordante puede convertirlo en un gran escritor" -decía.

Y Manuel, a su modo, agradecía que aquel hombre lo arropara con tanta seguridad y muestras de cariño.

Todo eso pensaba Elena mientras aguardaba el momento de entrar en la habitación de su hijo. Como era un día festivo sin duda dormía.

Tras asearse, se dirigió a la habitación de Manuel para despertarlo.

– ¿Dónde estás, hijo? -preguntó.

No obstante el niño no le dio respuesta.

– ¿Dónde te has metido? – insistió ella.

Pero sólo respondió el silencio. Sin embargo a Elena no le extrañó su silencio. Con frecuencia jugaba al escondite para que su madre lo buscara. Y al encontrarlo lo abrazara y lo llenara de besos.

Aunque todavía serena, Elena fue escudriñando todos los rincones de la casa.

Manuel no estaba en las habitaciones, ni en los armarios, ni en el patio trasero.

Alarmada bajó por la escalera. La puerta de entrada de la casa estaba abierta. La plaza comenzaba a despertarse y algunos peatones deambulaban con el sueño todavía incrustado en sus actitudes, pero Manuel no se encontraba entre ellos.

Algo muy doloroso convirtió la plaza en un suplicio. La puerta abierta era un indicio brutal de un adiós inesperado y en la mente de Elena se acumularon infinidad de probabilidades terribles.

Manuel había desaparecido. ¿Por qué? ¿Lo habían raptado? ¿Había huido?

Nada era comprensible ni aceptable pero todo evidenciaba la extraña ausencia de su hijo.

Inmersa en un conjunto de horribles sensaciones, lo primero que hizo Elena fue llamar por teléfono a Fabián.

– Manuel ha desaparecido -le dijo-. No entiendo lo que ha ocurrido. No sé lo que debo hacer. Estoy muy angustiada.

– No te angusties. Conociendo a tu hijo seguramente te ha gastado una broma. Aguarda a que yo llegue. Estaré en tu casa dentro de cinco minutos.

***

Tras cerciorarse Fabián de la desaparición del niño, removió cielos y tierra para intentar descubrir lo ocurrido.

Desde su posición de hombre influyente no sólo se valió de la policía para buscarlo: también contrató detectives y personas medio legales que conocían trucos y maneras de averiguar lo más oculto de ciertos enigmas indescifrables.

La mañana fue agitada: Las cadenas de televisión se afanaron por dar la noticia y la fotografía de Manuel (un Manuel sonriente y alegre) se imprimió en varios programas.

Pero el desasosiego y la angustia iban en aumento. Las hipótesis fallaban: Manuel había desaparecido sin dejar rastro, sin un motivo que justificara su huida y sin que las alertas anunciadas tuvieran una lógica respuesta.

Se estableció una línea directa con la policía. Pero el aparato, cuando sonaba, era por otros motivos. Consultas o noticias vacías de respuestas. Una especie de esperanza diluida en la sentencia cruel del silencio.

Fabián sugirió hablar con los vecinos.

Nadie daba razones contundentes. Los que habían llegado a sus casas en la madrugada, únicamente hablaban de una lluvia inclemente cuando amanecía.

Por supuesto, también algún vecino medio sospechoso fue interrogado. Pero sus respuestas no reflejaban delito alguno.

Y el miedo crecía. Era un miedo que lentamente iba adquiriendo volumen.

Era inútil que Fabián tratara de amortiguarlo para calmar el dolor de Elena.

Todo en aquella mujer era una herida que, lejos de sangrar, iba cerrándose en falso para infectarla de miedos y angustias.

Eso era lo que Elena experimentaba al tratar de constatar la extraña desaparición de su hijo: Un veneno en la sangre, una fuga inevitable de cualquier motivo que le permitiera respirar en paz y una acumulación de proyectos alegres destruidos:

Ni siquiera los ánimos que Fabián trataba de comunicarle eran consistentes. No servían.

Todo estaba en el aire. Todo se convertía en una inmensa decepción insalvable.

Los "¿Porqués?" eran las únicas respuestas plausibles. Y Elena tuvo que ser atendida por un psicólogo.

Fabián no se apartaba de su lado. También alguna vecina procuraba calmar la desazón de aquella madre desesperada.

Alguien insinuó rezar y de pronto Elena recordó los rezos que el cura de su pueblo había organizado en la iglesia, tras el desastre del huracán. Pero, a pesar de los rezos, nada en el pueblo volvió a ser lo que era. Cuando las calamidades surgen repentinamente, resulta imposible frenarlas y rehacer lo perdido.

Eso, era para Elena la desaparición de su hijo. Una calamidad insalvable, un dolor que carecía de solución.

– Ten fe -le decía Fabián-. Tu hijo es muy listo y si lo han raptado, el sabrá escapar de su raptor.

Nunca como aquel día Fabián se había adentrado tan a fondo en los recovecos sensibles de aquella mujer. Fue en aquel trance cuando Elena comprendió hasta qué punto aquel hombre la quería.

No sólo estuvo a su lado toda la mañana y el resto del día, sino que evitó que Elena tuviese que preocuparse de cualquier detalle casero.

– No voy a dejarte, Elena: Estaré contigo hasta que Manuel aparezca.

Su forma de comportarse, de tan inusual, era casi incomprensible. Nunca Elena se había notado tan querida por alguien.

Fabián, en aquel terrible trance, parecía crecerse, ser más Fabián que nunca, como si el adiós de Manuel le hubiera afectado tanto como a ella.

En medio del dolor era hermoso sentirse tan unida y protegida por aquel hombre. Jamás, hasta entonces, había experimentado algo parecido.

Pronto hubo llamadas relacionadas con el niño. Pero ninguna encajaba con la realidad.

Las horas pasaban pero Manuel no daba señales de vida y Elena tuvo que ser atendida por el médico. Le dieron calmantes y las vecinas la ayudaron a meterse en la cama.

El sol declinaba. Las horas transcurrían deprisa en la lentitud del tiempo sin Manuel; el de la puerta abierta y, sobre todo, el de la incógnita que no admitía lógica alguna.

Elena, agotada, durmió un buen rato mientras Fabián sostenía su mano.