37950.fb2 El cuento de la criada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

El cuento de la criada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

VI LA FAMILIA

CAPÍTULO 14

Cuando deja de sonar la campana, bajo la escalera: en el ojo de vidrio que cuelga de la pared del piso de abajo, un diminuto animal extraviado desciende conmigo. El tictac del reloj suena al compás del péndulo; mis pies, calzados con los pulcros zapatos rojos, siguen el ritmo escalera abajo.

La puerta de la sala está abierta de par en par. Entro: de momento no hay nadie más. No me siento, pero ocupo mi lugar, de rodillas, cerca de la silla y el escabel en los que dentro de poco Serena Joy se entronizará, apoyándose en su bastón mientras se sienta. Probablemente se apoyará en mi hombro para mantener el equilibrio, como si yo fuera un mueble. Lo ha hecho otras veces.

Tal vez en otros tiempos, la sala se llamó salón, y más tarde sala de estar. O quizás es un salón de recibir, de esos que tienen arañas y moscas. Pero ahora, oficialmente, es una sala para sentarse porque eso es lo que hacen aquí, al menos algunos. Para otros sólo es una sala para estar de pie. La postura del cuerpo es importante: las incomodidades sin importancia son aleccionadoras.

La sala es apagada y simétrica; ésta es una de las formas que adopta el dinero cuando se congela. El dinero ha corrido por esta habitación durante años y años, como si atravesara una caverna subterránea, incrustándose y endureciéndose como estalactitas. Las diversas superficies se presentan a sí mismas mudamente: el terciopelo rosa negruzco de las cortinas echadas, el brillo de las sillas dieciochescas a juego, en el suelo la lengua de vaca que asoma de la alfombrilla china de borlas con sus peonías de color melocotón, el cuero suave de la silla del Comandante y el destello de la caja de latón que hay junto a aquélla.

La alfombrilla es auténtica. En esta habitación hay algunas cosas que son auténticas y otras que no lo son. Por ejemplo, dos cuadros, los retratos de dos mujeres, cada uno a un costado de la chimenea. Ambas llevan vestidos oscuros, como las de los cuadros de la iglesia, aunque de una época posterior. Probablemente los cuadros son auténticos. Supongo que cuando Serena Joy los adquirió -una vez que para ella fue obvio que tenía que encauzar sus energías en una dirección convincentemente doméstica- lo hizo con la intención de fingir que eran antepasadas suyas. O quizás estaban en la casa cuando el Comandante la compró. No hay manera de saberlo. En cualquier caso, allí están colgadas, con la espalda recta y la boca rígida, el pecho oprimido, el rostro atenazado, el tocado tieso, la piel grisácea, vigilando la sala con los ojos entrecerrados.

Entre ambas, sobre el manto de la chimenea, hay un espejo ovalado, flanqueado por dos pares de candeleros de plata, y en medio de éstos un Cupido de porcelana blanca que con sus brazos rodea el cuello de un cordero. Los gustos de Serena Joy son una mezcla rara: lujuria exquisita o sensiblería fácil. En cada extremo de la chimenea hay un arreglo de flores secas y, en la marquetería lustrada de la mesa que hay junto al sofá, un vasija con narcisos naturales.

La sala está impregnada de olor a aceite de limón, telas pesadas, narcisos marchitos, de los olores que quedan después de cocinar -y que se han filtrado desde la cocina o el comedor- y del perfume de Serena Joy: Lirio de los Valles. El perfume es un lujo, ella debe de tener un proveedor secreto. Inspiro, pensando que podría reconocerlo. Es una de esas esencias que usan las chicas que aún no han llegado a la adolescencia, o que los niños regalan a sus madres para el día de la madre; el olor de calcetines y enaguas de algodón blanco, de polvos de limpieza, de la inocencia del cuerpo femenino aún libre de vellosidad y sangre. Esto me hace sentir ligeramente enferma, como si estuviera encerrada en un coche, un día bochornoso, con una mujer mayor que usara demasiado polvo facial. Eso es lo que parece la sala de estar, a pesar de su elegancia.

Me gustaría robar algo de esta habitación. Me gustaría coger algún objeto pequeño -el cenicero de volutas, quizá la cajita de plata para las píldoras que está en la repisa o una flor seca- y ocultarlo entre los pliegues de mi vestido o en el bolsillo de mi manga, hasta la noche, y esconderlo en mi habitación, debajo de la cama o en un zapato, o en un rasgón del cojín de la FE. De vez en cuando lo sacaría para mirarlo. Me daría la sensación de que tengo poder.

Pero semejante sensación sería ilusoria, y demasiado riesgosa. Dejo las manos donde están, cruzadas sobre mi regazo. Los muslos juntos, los talones pegados debajo de mi cuerpo, presionándolo. La cabeza gacha. Tengo en la boca el gusto de la pasta dentífrica: sucedáneo de menta y yeso.

Espero a que se reúna la familia. Una familia: eso es lo que somos. El Comandante es el cabeza de familia. Él nos alimenta a todos, como haría una nodriza.

Un buque nodriza. Sálvese quien pueda.

Primero entra Cora y detrás Rita, secándose las manos en el delantal. También ellas acuden al llamado de la campana, de mala gana, porque tienen otras cosas que hacer, por ejemplo lavar los platos. Pero tienen que estar aquí. Todos tienen que estar aquí, la Ceremonia lo exige. Tenemos la obligación de quedarnos hasta el final.

Rita me mira con el ceño fruncido y se coloca detrás de mí. Que ella pierda el tiempo es culpa mía. No mía, sino de mi cuerpo, si es que existe alguna diferencia. Hasta el Comandante está sujeto a los caprichos de su cuerpo.

Entra Nick, nos saluda a las tres con un movimiento de cabeza y mira a su alrededor. También se instala detrás dé mí, de pie. Está tan cerca que me toca el pie con la punta del zapato. ¿Lo hace adrede? Sea cómo fuere, nos estamos tocando. Siento que mi zapato se ablanda, que la sangre fluye en su interior, se calienta, se transforma en una piel. Aparto el pie ligeramente.

– Ojalá se diera prisa -comenta Cora.

– Date prisa y espera -bromea Nick y ríe. Mueve el pie de manera tal que vuelve a tocar el mío. Nadie puede ver lo que hay debajo de mi falda desplegada. Me muevo, aquí hace demasiado calor, el olor a perfume rancio me hace sentir enferma. Aparto el pie.

Oímos los pasos de Serena que baja la escalera y se acerca por el pasillo, el golpecito seco de su bastón sobre la alfombra y el ruido sordo de su pie sano. Atraviesa la puerta cojeando y nos echa una mirada, como si nos contara, pero sin vernos. Dedica a Nick un movimiento de cabeza, pero no dice nada. Lleva puesto uno de sus mejores vestidos, de color azul celeste, con un adorno blanco en los bordes del velo: flores y grecas. Incluso a su edad experimenta el deseo de adornarse con flores. Es inútil que lo hagas, le digo mentalmente, sin mover un solo músculo de la cara, ya no puedes usarlas, te has marchitado. Las flores son los órganos genitales de las plantas; lo leí una vez en alguna parte.

Avanza hasta la silla y el escabel, se gira, baja y deja caer el cuerpo torpemente. Sube el pie izquierdo hasta el escabel y hurga en el bolsillo de su manga. Oigo el crujido, luego el chasquido de su encendedor, percibo el olor del humo y aspiro profundamente.

– Tarde, como de costumbre -dice. No respondemos. Busca a tientas la lámpara de la mesa y la enciende; se oye un chasquido y el televisor empieza a funcionar.

Un coro de hombres de piel amarillo verdosa -el color necesita su adaptación- canta «Venid a la Iglesia del Bosque Virgen». Venid, venid, venid, venid, cantan los bajos. Serena pulsa el selector de canales. Ondas, zigzags de colores, y un sonido que se apaga: es la estación satélite de Montreal, que ha quedado bloqueada. Entonces aparece un pastor, serio, de brillantes ojos oscuros, que se dirige a nosotros desde detrás de un escritorio. En estos tiempos, los pastores se parecen mucho a los hombres de negocios. Serena le concede unos pocos segundos y sigue buscando.

Pasa varios canales en blanco, y por fin aparecen las noticias. Esto es lo que ella estaba buscando. Se echa hacia atrás y aspira profundamente. Yo, en cambio, irle inclino hacia adelante, como un niño al que le han permitido quedarse levantado hasta tarde con los adultos. Esto es lo bueno de estas veladas, las veladas de la Ceremonia: que me permiten escuchar las noticias. Es como si en esta casa hubiera una regla tácita: nosotros siempre llegamos puntualmente, él siempre llega tarde, y Serena siempre nos deja ver las noticias.

Tal como son las cosas, ¿quién sabe si algo de esto es verdad? Podrían ser fragmentos antiguos, o una falsificación. Pero de todos modos las escucho, con la esperanza de poder leer entre líneas. Ahora, una noticia -sea la que fuere- es mejor que ninguna.

Primero, el frente de batalla. En realidad no hay frente: la guerra parece desarrollarse simultáneamente en varios sitios.

Colinas boscosas vistas desde arriba, árboles de un amarillo enfermizo. Si al menos ella ajustara el color… «Los Montes Apalaches», dice la voz fuera de la pantalla, «donde la Cuarta División de los Ángeles del Apocalipsis está desalojando con bombas de humo a un foco de la guerrilla baptista, con el soporte aéreo del Vigesimotercer Batallón de los Angeles de la Luz». Nos muestran dos helicópteros negros, con alas plateadas pintadas a los lados. Debajo de ellos, un grupo de árboles estalla.

Ahora vemos un primer plano de un prisionero barbudo y sucio, escoltado por dos Angeles vestidos con sus pulcros uniformes negros. El prisionero acepta el cigarrillo que le ofrece uno de los Angeles, y se lo pone torpemente en la boca con las manos atadas. En su rostro se dibuja una breve sonrisa torcida. El locutor está diciendo algo, pero no lo oigo; estoy mirando los ojos de ese hombre, intentando descifrar lo que piensa. Sabe que la cámara lo enfoca: ¿la sonrisa es una muestra de desafío o de sumisión? ¿Se siente molesto al ser captado por la cámara?

Ellos sólo nos muestran las victorias, nunca las derrotas. ¿A quién le interesan las malas noticias?

Probablemente es un actor.

Ahora aparece el consejero. Su actitud es amable, paternal, nos mira fijamente desde la pantalla; tiene la piel bronceada, el pelo blanco y ojos de mirada sincera, rodeados de sabias arrugas: la imagen ideal que todos tenemos de un abuelo. Su ecuánime sonrisa da a entender que lo que nos dice es por nuestro propio bien. Las cosas se pondrán bien muy pronto. Os lo prometo. Tendremos paz. Debéis creerlo. Ahora debéis ir a dormir, como niños buenos.

Nos dice lo que ansiamos oír. Y es muy convincente.

Lucho contra él. Me digo a mí misma que es como una vieja estrella de cine, con dentadura postiza y cara de ficción. Al mismo tiempo, ejerce sobre mí cierta influencia, como si me hipnotizara. Si fuera verdad, si pudiera creerle…

Ahora nos está explicando que una red clandestina de espionaje ha sido desarticulada por un equipo de Ojos que trabajaba con un informante infiltrado. La red se dedicaba a sacar clandestinamente valiosos recursos nacionales por la frontera de Canadá.

«Han sido arrestados cinco miembros de la secta herética de los Cuáqueros», anuncia, sonriendo afablemente «y se esperan más arrestos».

En la pantalla aparecen dos cuáqueros, un hombre y una mujer. Parecen aterrorizados, pero intentan conservar cierta dignidad delante de la cámara. El hombre tiene una marca grande y oscura en la frente; a la mujer le han arrancado el velo y el pelo le cae sobre la cara. Ambos tienen alrededor de cincuenta años.

Ahora nos muestran una panorámica aérea de una ciudad. Antes era Detroit. Por debajo de la voz del locutor se oye el bramido de la artillería. En el cielo se dibujan columnas de humo.

– El restablecimiento de los Chicos del Jamón continúa como estaba previsto -dice el tranquilizador rostro rosado desde la pantalla-. Esta semana han llegado tres mil a la Patria Nacional Uno, y hay otros dos mil en tránsito.

¿Cómo hacen para transportar tanta gente de una sola vez? ¿En trenes, en autobuses? No nos muestran ninguna foto de esto. La Patria Nacional Uno es en Dakota del Norte. Sabrá Dios lo que se supone que tienen que hacer una vez que lleguen. Dedicarse a las granjas, teóricamente.

Serena Joy ya se ha hartado de noticias. Pulsa el botón impacientemente para cambiar de canal y aparece un bajo barítono, un anciano cuyas mejillas parecen ubres secas. Está cantando «Susurro de Esperanza». Serena apaga el televisor.

Esperamos. Se oye el tic-tac del reloj del vestíbulo, Serena enciende otro cigarrillo, yo subo al coche. Es la mañana de un sábado de septiembre, aún tenemos coche. Otras personas han tenido que vender el suyo. Mi nombre no es Defred, tengo otro nombre, un nombre que ahora nadie menciona porque está prohibido. Me digo a mí misma que no importa, el nombre es como el número de teléfono, sólo es útil para los demás; pero lo que me digo a mí misma no es correcto, y esto sí que importa. Guardo este nombre como algo secreto, como un tesoro que algún día desenterraré. Pienso en él como si estuviera sepultado. Está rodeado de un aura, como un amuleto, como un sortilegio que ha sobrevivido a un pasado inimaginablemente lejano. Por la noche me acuesto en mi cama individual, cierro los ojos, y el nombre flota exactamente allí, detrás de mis ojos, fuera del alcance, resplandeciendo en la oscuridad.

Es una mañana de sábado, en septiembre, y me pongo mi resplandeciente nombre. La niña que ahora está muerta se sienta en el asiento de atrás, con sus dos muñecas preferidas, su conejo de felpa, sucio de años y caricias. Conozco todos los detalles. Son detalles sentimentales, pero no puedo evitarlo. Sin embargo, no pensar demasiado en el conejo porque no puedo echarme a llorar aquí, sobre la alfombrilla china, respirando el humo que estuvo en el cuerpo de Serena. Aquí no, ahora no, puedo hacerlo más tarde.

Ella creía que salíamos de excursión, y de hecho en el asiento trasero, junto a ella, había un cesto con comida, huevos duros, un termo y todo. No queríamos que ella supiera a dónde íbamos realmente, no queríamos que, si nos paraban, cometiera el error de hablar y revelar algo. No queríamos que pesara sobre ella la carga de nuestra verdad.

Yo llevaba las botas de ir de excursión y ella sus zapatos de lona. Los cordones de sus zapatos tenían dibujados corazones de color rojo, púrpura, rosado y amarillo. Hacía calor para la época del año en que estábamos, algunas hojas ya empezaban a caer. Luke conducía, yo iba a su lado, el sol brillaba, el cielo era azul, las casas se veían confortables y normales, y cada una quedaba desvanecida en el pasado, desmoronada en un instante como si nunca hubiera existido, porque jamás volvería a verlas; al menos eso pensaba entonces.

No nos llevamos casi nada, no queremos dar la impresión de que nos vamos a algún lugar lejano o permanente. Los pasaportes son falsos, pero están garantizados: valen lo que hemos pagado por ellos. No podíamos pagarlos con dinero, por supuesto, ni ponerlos en la Compucuenta, pero usamos otras cosas: algunas joyas de mi madre, una colección de sellos que Luke había heredado de su tío. Este tipo de cosas pueden cambiarse por dinero en otros países. Cuando lleguemos a la frontera fingiremos que sólo haremos un viaje de un día; los visados falsos sólo sirven para un día. Antes de eso le daré a ella una píldora para dormir, y así cuando crucemos ya estará dormida. De ese modo no nos traicionará. No se puede esperar que un niño resulte convincente mintiendo.

No quiero que ella se asuste, ni que sienta el miedo que ahora me atenaza los músculos, tensa mi columna, me deja tan tirante que estoy segura de que si me tocan me romperé. Cada semáforo en rojo es como una agonía. Pasaremos la noche en un motel, o mejor dormiremos en el coche, a un costado de la carretera, y nos evitaremos las preguntas suspicaces. Cruzaremos por la mañana, pasaremos por el puente con toda tranquilidad, como si fuéramos al supermercado.

Entramos en la autopista sin peaje, rumbo al norte, y circulamos con poco tránsito. Desde que empezó la guerra, la gasolina es cara y escasea. Una vez fuera de la ciudad, pasamos el primer control. Sólo quieren ver el permiso. Luke supera la prueba: el permiso concuerda con el pasaporte; ya habíamos pensado en eso.

Otra vez en la carretera, me coge la mano con fuerza y me mira. Estás blanca como un papel me dice.

Así es como me siento: blanca, aplastada, delgada. Me siento transparente. Seguro que se puede ver a través de mí. Peor aún, ¿cómo podré apoyar a Luke y a ella si estoy tan aplastada, tan blanca? Siento que ya no me quedan fuerzas; se me escaparán de las manos, como si yo fuera de humo, o como si fuera un espejismo que se desvanece ante sus ojos. No pienses así, diría Moira. Si lo piensas, lograrás que ocurra.

Animo, dice Luke. Está conduciendo demasiado rápido. El nivel de adrenalina de su cabeza ha bajado. Está cantando. Oh, qué hermoso día, canta.

Incluso su canto me preocupa. Nos advirtieron que no debemos mostrarnos demasiado alegres.

CAPÍTULO 15

El Comandante golpea a la puerta. La llamada es obligatoria: se supone que la sala es territorio de Serena Joy, y que él debe pedir permiso para entrar. A ella le gusta hacerlo esperar. Es un detalle insignificante, pero en esta casa los detalles insignificantes tienen mucha importancia. Sin embargo, esta noche ella ni siquiera tiene tiempo de hacerlo porque, antes de que pueda pronunciar una palabra, él ha entrado. Quizá simplemente olvidó el protocolo, pero quizás lo ha hecho deliberadamente. Quién sabe lo que ella le dijo mientras cenaban, sentados a la mesa incrustada en plata. O lo que no le dijo.

El Comandante lleva puesto el uniforme negro, con el cual parece el guarda de un museo. O un hombre semiretirado, cordial pero precavido, que se dedica a matar el tiempo. Pero ésa es la impresión que da a primera vista. Si lo miras bien, parece un presidente de banco del Medio Oeste, con su caballo plateado liso y prolijamente cepillado, su actitud seria y la espalda un poco encorvada. Y además está su bigote, también plateado, y su mentón, un rasgo imposible de pasar por alto. Si sigues más abajo de la barbilla, parece un anuncio de vodka de una de esas revistas de papel satinado de los viejos tiempos.

Sus modales son suaves, sus manos grandes, de dedos gruesos y pulgares codiciosos, sus ojos azules y reservados, falsamente inofensivos. Nos echa un vistazo, como si hiciera el inventario: una mujer de rojo arrodillada, una de azul sentada, dos de verde de pie, un hombre solo, de rostro delgado, al fondo. Se las arregla para parecer desconcertado, como si no pudiera recordar exactamente cuántos somos. Como si fuéramos algo que ha heredado, por ejemplo un órgano victoriano, y no supiera qué hacer con nosotros. Ni para qué servimos.

Inclina la cabeza en dirección a Serena Joy, que no emite ni un solo sonido. Avanza hacia la silla grande de cuero reservada para él, se saca la llave del bolsillo y busca a tientas en la caja chapada en cobre y con tapa de cuero que está en la mesa, junto a la silla. Introduce la llave, abre la caja y saca un ejemplar de la Biblia de tapas negras y páginas de bordes dorados. La Biblia está guardada bajo llave, como hacía mucha gente en otros tiempos con el té para que los sirvientes no lo robaran. Es una estratagema absurda: ¿quién sabe qué haríamos con ella Si alguna vez le pusiéramos las manos encima? Él nos la puede leer, pero nosotros no podemos hacerlo. Giramos la cabeza en dirección a él, expectantes: vamos a escuchar un cuento para irnos a dormir.

El Comandante se sienta y cruza las piernas, mientras lo contemplamos. Los señaladores están en su sitio. Abre el libro. Carraspea, como si se sintiera incómodo.

– ¿Podría tomar un poco de agua? -dice dejando la Pregunta suspendida en el aire-. Por favor -agrega.

A mis espaldas, Rita o Cora -alguna de las dos- abandona su sitio en el cuadro familiar y camina silenciosamente hasta la cocina. El Comandante espera, con la vista baja. Suspira; del bolsillo interior de la chaqueta saca un par de gafas para leer, de montura dorada, y se las pone. Ahora parece un zapatero salido de un viejo libro de cuentos. ¿No tendrán fin sus disfraces de hombre benevolente?

Observamos cada uno de sus gestos, cada uno de sus rasgos.

Un hombre observado por varias mujeres. Debe de sentir algo muy extraño. Ellas observándolo todo el tiempo y preguntándose ¿y ahora qué hará? Retrocediendo cada vez que él se mueve, incluso aunque sea un movimiento tan inofensivo como estirarse para coger un cenicero. Juzgándolo, pensando: no puede hacerlo, no servirá, tendrá que servir, y haciendo esta última afirmación como si él fuera una prenda de vestir pasada de moda o de mala calidad que de todos modos hay que ponerse porque no hay ninguna otra cosa.

Ellas se lo ponen, se lo prueban, mientras él, a su vez, se las pone como quien se pone un calcetín, se las calza en su propio apéndice, su sensible pulgar de repuesto, su tentáculo, su acechante ojo de babosa que sobresale, se expande, retrocede y se repliega sobre sí mismo cuando lo tocan incorrectamente y vuelve a crecer agrandándose un poco en la punta, avanzando como si se internara en el follaje, dentro de ellas, ávido de visiones. Alcanzar la visión de este modo, mediante este viaje en la oscuridad que está compuesta de mujeres, de una mujer que puede ver en la oscuridad mientras él se encorva ciegamente hacia delante.

Ella lo observa desde el interior. Todas lo observamos. Es algo que realmente podemos hacer, y no en vano: ¿que sería de nosotras si él se quebrara o muriera? No me extrañaría que debajo de su dura corteza exterior se ocultara un ser tierno. Pero esto sólo es una expresión de deseos. Lo he estado observando durante algún tiempo y no ha dado muestras de blandura.

Pero ten cuidado, Comandante, le digo mentalmente. No te pierdo de vista. Un movimiento en falso y soy mujer muerta.

Sin embargo, debe de parecer increíble ser un hombre así

Debe de ser fantástico.

Debe de ser increíble.

Debe de ser muy silencioso.

Llega el agua, y el Comandante bebe.

– Gracias -dice.

Cora vuelve a instalarse en su sitio.

El Comandante hace una pausa y baja la vista para buscar la página. Se toma su tiempo, como si no se diera cuenta de nuestra presencia. Es como alguien que juguetea con un bistec, sentado junto a la ventana de un restaurante, fingiendo no ver los ojos que lo miran desde la hambrienta oscuridad a menos de un metro de distancia. Nos inclinamos un poco hacia él, como limaduras de hierro que reaccionan ante su magnetismo. Él tiene algo que nosotros no tenemos, tiene la palabra. Cómo la malgastábamos en otros tiempos.

El Comandante empieza a leer, pero parece que lo hiciera de mala gana. No es muy bueno leyendo. Quizá simplemente se aburre.

Es el relato de costumbre, los relatos de costumbre. Dios hablando a Adán. Dios hablando a Noé. Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Después viene toda esa tontería aburrida de Raquel y Leah que nos machacaban en el Centro. Dame hijos, o me moriré. ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre? He aquí a mi sierva Bilhah. Ella parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hilos de ella. Etcétera, etcétera. Nos lo leían todos los días durante el desayuno, cuando nos sentábamos en la cafetería de la escuela a comer gachas de avena con crema y azúcar moreno. Tenéis todo lo mejor, decía Tía Lydia. Estamos en guerra y las cosas están racionadas. Sois unas niñas consentidas, proseguía, como si riñera a un gatito. Minino travieso.

Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaventurados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Nadie decía cuándo.

Mientras comemos el postre -peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo-, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.

Una vez en los lavabos, me meto en el penúltimo retrete, como de costumbre.

¿Estás ahí?, susurro.

Me responde Moira en persona.

¿Has oído algo?, le pregunto.

No mucho. Tengo que salir de aquí, o me volveré loca. Siento pánico. No, Moira, le digo, no lo intentes. Y menos aún tú sola.

Simularé que estoy enferma. Envían una ambulancia, ya lo he visto.

Como máximo llegarás al hospital.

Al menos será un cambio. No tendré que oír a esa vieja bruja.

Te descubrirán.

No te preocupes, se me da muy bien. Cuando iba a la escuela secundaria, dejé de tomar vitamina C, y cogí escorbuto. En un primer momento no pueden diagnosticarlo. Después empiezas otra vez con las vitaminas, y te pones bien. Esconderé mis vitaminas.

Moira, no lo hagas.

No podía soportar la idea de no tenerla conmigo, para mí.

Te envían con dos tipos en la ambulancia. Piénsalo bien. Esos tipos están hambrientos, mierda, ni siquiera les permiten ponerse las manos en los bolsillos, existe la posibilidad de…

Oye, tú, se te ha acabado el tiempo, dijo la voz de Tía Elizabeth, al otro lado de la puerta. Me levanté y tiré de la cadena. Por el agujero de la pared aparecieron dos dedos de Moira. Tenía el tamaño justo para dos dedos. Acerqué mis dedos a los de ella y los cogí rápidamente. Luego los solté.

– Y Leah dijo: Dios me ha recompensado porque le he dado mi sierva a mi esposo -dice el Comandante. Deja caer el libro, que produce un ruido ahogado, como una puerta acolchada que se cierra sola, a cierta distancia: una ráfaga de aire. El sonido sugiere la suavidad de las finas páginas de papel cebolla, y del tacto contra los dedos. Suave y seco, como el papier poudre, gastado y polvoriento, antiguo, el que te daban con los folletos de propaganda en las tiendas donde vendían velas y jabón de diferentes formas: conchas marinas, champiñones. Como el papel de cigarrillos. Como pétalos.

El Comandante se queda con los ojos cerrados, como si estuviera cansado. Trabaja muchas horas. Sobre él recaen muchas responsabilidades.

Serena se ha echado a llorar. Logro oírla, a mis espaldas. No es la primera vez. Lo hace todas las noches en que se celebra la Ceremonia. Intenta no hacer ruido. Intenta conservar la dignidad delante de nosotros. La tapicería y las alfombrillas amortiguan el sonido, pero a pesar de ello podemos oírla claramente. La tensión que existe entre su falta de control y su intento por superarlo, es horrible. Es como tirarse un pedo en la iglesia. Como siempre, siento la necesidad imperiosa de soltar una carcajada, pero no porque piense que es divertido. El olor de su llanto se extiende sobre todos nosotros, y fingimos ignorarlo.

El Comandante abre los ojos, se da cuenta, frunce el ceño y hace caso omiso.

– Recemos un momento en silencio -dice el Comandante-. Pidamos la bendición y el éxito de todas nuestras empresas.

Inclino la cabeza y cierro los ojos. Oigo a mis espaldas la respiración contenida, los jadeos casi inaudibles, las sacudidas. Cómo debe de odiarme, pienso.

Rezo en silencio: Nolite te bastardes carborundorum. No sé qué significa, pero suena bien y además tendrá que servir porque no sé qué otra cosa puedo decirle a Dios. Al menos no lo sé ahora mismo. O, como solían decir antes, en esta coyuntura. Ante mis ojos flota la frase grabada en la pared de mi armario, escrita por una mujer desconocida con el rostro de Moira. La vi salir en dirección a la ambulancia, encima de una camilla transportada por dos Angeles.

¿Qué le pasa?, le pregunté en voz muy baja a la mujer que tenía a mi lado; una pregunta bastante prudente para cualquiera, excepto para una fanática.

Fiebre, dijo moviendo apenas los labios. Apendicitis, dicen.

Esa tarde yo estaba cenando albóndigas y picadillo. Mi mesa estaba junto a la ventana y pude ver lo que ocurría afuera, en el portal principal. Vi que la ambulancia volvía, esta vez sin hacer sonar la sirena. Uno de los Angeles bajó de un salto y le habló al guarda. Éste entró en el edificio; la ambulancia seguía aparcada y el Angel aguardaba de espaldas a nosotras, como le habían enseñado. Del edificio salieron dos Tías, con el guarda, y caminaron hacia la parte posterior de la ambulancia. Sacaron a Moira del interior, atravesaron el portal arrastrándola y la hicieron subir la escalinata sosteniéndola de las axilas, una a cada costado. Ella no podía caminar. Dejé la comida, no pude seguir; en ese momento, todas las que estábamos sentadas de ese lado de la mesa, mirábamos por la ventana. La ventana era de color verdoso, el mismo color de la tela metálica de gallinero que solían poner del lado de adentro del cristal. Seguid comiendo, dijo Tía Lydia. Se acercó a la ventana y bajó la persiana.

La llevaron a una habitación que hacía las veces de Laboratorio Científico. Ninguna de nosotras entraba allí voluntariamente. Después de eso, estuvo una semana sin poder caminar; tenía los pies tan hinchados que no le cabían en los zapatos. A la primera infracción, se dedicaban a tus pies. Usaban cables de acero con las puntas deshilachadas. Después le tocaba el turno a las manos. No les importaba lo que te hacían en los pies y en las manos, aunque fuera un daño irreversible. Recordadlo, decía Tía Lydia. Vuestros pies y vuestras manos no son esenciales para nuestros propósitos.

Moira tendida en la cama para que sirviera de ejemplo. No tendría que haberlo intentado, y menos con los Angeles, dijo Alma desde la cama contigua. Teníamos que llevarla a las clases. En la cafetería, a la hora de las comidas, robábamos los sobres de azúcar que nos sobraban y los hacíamos llegar por la noche, pasándolos de cama en cama. Probablemente no necesitaba azúcar, pero era lo único que podíamos robar. Para regalárselo.

Sigo rezando, pero lo que veo son los pies de Moira tal como los tenía cuando la trajeron. No parecían pies. Eran como un par de pies ahogados, inflados y deshuesados, aunque por el color cualquiera habría jurado que eran pulmones.

Oh, Dios, rezo. Nolite te bastardes carborundorum.

¿Era esto lo que estabas pensando?

El Comandante carraspea. Es lo que hace siempre para comunicamos que, en su opinión, es hora de dejar de rezar.

– Que los ojos del Señor recorran la tierra a lo largo y a lo ancho, y que su fortaleza proteja a todos aquellos que le entregan su corazón -concluye.

Es la frase de despedida. Él se levanta. Podemos retirarnos.

CAPÍTULO 16

La Ceremonia prosigue como de costumbre.

Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón. Si abriera los ojos, vería el enorme dosel blanco de la cama de Serena Joy -de estilo colonial y con cuatro columnas-, suspendido sobre nuestras cabezas como una nube combada, una nube salpicada de minúsculas gotas de lluvia plateada que, si las miras atentamente, podrían llegar a ser flores de cuatro pétalos. No vería la alfombra blanca, ni las cortinas adornadas, ni el tocador con su juego de espejo y cepillo de dorso plateado; sólo el dosel, que con su tela diáfana y su marcada curva descendente sugiere una cualidad etérea y al mismo tiempo material.

O la vela de un barco. Las velas hinchadas, solían decir, como un vientre hinchado. Como empujadas por un vientre.

Nos invade una niebla de Lirio de los Valles, fría, casi helada. Esta habitación no es nada cálida.

Detrás de mí, junto al cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre éstas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo. Ella también está completamente vestida.

Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno. Los anillos de su mano izquierda se clavan en mis dedos, cosa que podría ser una venganza, O no.

Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo. No digo haciendo el amor, porque no es lo que hace. Copular tampoco sería una expresión adecuada, porque supone la participación de dos personas, y aquí sólo hay una implicada. Pero tampoco es una violación: no ocurre nada que yo no haya aceptado. No había muchas posibilidades, pero había algunas, y ésta es la que yo elegí.

Por lo tanto, me quedo quieta y me imagino el dosel por encima de mi cabeza. Recuerdo el consejo que la Reina Victoria le dio a su hija: Cierra los ojos y piensa en Inglaterra. Pero esto no es Inglaterra. Ojalá él se diera prisa.

Quizás estoy loca, y esto es una forma nueva de terapia.

Ojalá fuera verdad, porque entonces me pondría bien y esto se acabaría.

Serena Joy me aprieta las manos como si fuera a ella -y no a mí- a quien están follando, como si sintiera placer o dolor, y el Comandante sigue follando con un ritmo regular, como sí marcara el paso, como un grifo que gotea sin parar. Está preocupado, como un hombre que canturrea bajo la ducha sin darse cuenta de que canturrea, como si tuviera otras cosas en la cabeza. Es como si estuviera en otro sitio, esperándose a sí mismo y tamborileando con los dedos sobre la mesa mientras espera. Ahora su ritmo se vuelve un tanto impaciente. ¿Acaso estar con dos mujeres al mismo tiempo no es el sueño de todo hombre? Eso decían, lo consideraban excitante.

Pero lo que ocurre en esta habitación, bajo el dosel plateado de Serena Joy, no es excitante. No tiene nada que ver con la pasión, ni el amor, ni el romance, ni ninguna de esas ideas con las que solíamos estimularnos. No tiene nada que ver con el deseo sexual, al menos para mí, y tampoco para Serena. La excitación y el orgasmo ya no se consideran necesarios; sería un síntoma de simple frivolidad, como las ligas de colores y los lunares postizos: distracciones superfluas para las mentes vacías. Algo pasado de moda. Parece mentira que antes las mujeres perdieran tanto tiempo y energías leyendo sobre este tipo de cosas, pensando en ellas, preocupándose por ellas, escribiendo sobre ellas. Evidentemente, no son más que pasatiempos.

Esto no es un pasatiempo, ni siquiera para el Comandante. Es un asunto serio. El Comandante también está cumpliendo con su deber.

Si abriera los ojos -aunque fuera levemente- podría verlo, podría ver su nada desagradable rostro suspendido sobre mi torso, algunos mechones de su pelo plateado quizá cayendo sobre su frente, absorto en su viaje interior, el lugar hacia el cual avanza de prisa y que, como en un sueño, retrocede a la misma velocidad a la cual él se acerca. Vería sus ojos abiertos.

¿Si él fuera más guapo, yo disfrutaría más?

Al menos es un progreso con respecto al primero, que olía como el guardarropas de una iglesia, igual que tu boca cuando el dentista empieza a hurgar en ella, como una nariz. El Comandante, en cambio, huele a naftalina, ¿o acaso este olor es una forma punitiva de la loción para después de afeitarse? ¿Por qué tiene que llevar ese estúpido uniforme? Sin embargo, ¿me gustaría más su cuerpo blanco y desnudo?

Entre nosotros está prohibido besarse, lo cual hace que esto sea más llevadero.

Te encierras en ti misma, te defines.

El Comandante llega al final dejando escapar un gemido sofocado, como si sintiera cierto alivio. Serena Joy, que ha estado conteniendo la respiración, suspira. El Comandante, que estaba apoyado sobre sus codos y separado de nuestros cuerpos unidos, no se permite penetrar en nosotras. Descansa un momento, se aparta, retrocede y se sube la cremallera. Asiente con la cabeza, luego se gira y sale de la habitación, cerrando la puerta con exagerada cautela, como si nosotras dos fuéramos su madre enferma. En todo esto hay algo hilarante, pero no me atrevo a reírme.

Serena Joy me suelta las manos.

– Ya puedes levantarte -me indica-. Levántate y vete.

Se supone que debe dejarme reposar durante diez minutos con los pies sobre un cojín para aumentar las posibilidades. Para ella debe ser un momento de meditación y silencio, pero no está de humor para ello. En su voz hay un deje de repugnancia, como si el contacto con mi piel la enfermara y la contaminara. Me despego de su cuerpo y me pongo de pie; el jugo del Comandante me chorrea por las piernas. Antes de girarme veo que ella se arregla la falda azul y aprieta las piernas; se queda tendida en la cama, con la mirada fija en el dosel, rígida y tiesa como una efigie.

¿Para cuál de las dos es peor, para ella o para mí?

CAPÍTULO 17

Esto es lo que hago cuando vuelvo a mi habitación:

Me quito la ropa y me pongo el camisón.

Busco la ración de mantequilla en la punta de mi zapato derecho, donde la escondí después de cenar. El interior del armario estaba demasiado caliente y la mantequilla ha quedado casi líquida. La mayor parte fue absorbida por la servilleta que usé para envolverla. Ahora tendré mantequilla en el zapato. No es la primera vez, me ocurre siempre que tengo mantequilla, o incluso margarina. Mañana limpiaré el forro del zapato con una toallita, o con un poco de papel higiénico.

Me unto las manos con mantequilla y me froto la cara. Ya no existe la loción para las manos ni la crema para la cara, al menos para nosotras. Estas cosas se consideran una vanidad. Nosotras somos recipientes, lo único importante es el interior de nuestros cuerpos. El exterior puede volverse duro y arrugado como una cáscara de nuez, y a ellos no les importa. El hecho de que no haya loción para las manos se debe a un decreto de las Esposas, que no quieren que seamos atractivas. Para ellas, las cosas son bastante malas tal como están.

Lo de la mantequilla es un truco que aprendí en el Centro Raquel y Leah. Le llamábamos el Centro Rojo, porque casi todo era rojo. Mi antecesora en esta habitación, mi amiga la de las pecas y la risa contagiosa, también debe de haber hecho esto con la mantequilla. Todas lo hacemos.

Mientras lo hagamos, mientras nos untemos la piel con mantequilla para mantenerla tersa, podremos creer que algún día nos liberaremos de esto, que volveremos a ser tocadas con amor o deseo. Tenemos nuestras ceremonias privadas.

La mantequilla es grasienta, se pondrá rancia y yo oleré a queso pasado; pero al menos es orgánica, como solían decir.

Hemos llegado al punto de tener que recurrir a estas estratagemas.

Una vez enmantequillada, me tiendo en mi cama individual, aplastada como una tostada. No puedo dormir. Envuelta en la semipenumbra, fijo la vista en el ojo de yeso del cielo raso, que también me mira pero que no puede yerme. No corre ni la más leve brisa, las cortinas blancas son como vendas de gasa que cuelgan flojas, brillando bajo el aura que proyecta el reflector que ilumina la casa durante la noche, ¿o es la luna?

Aparto la sábana y me levanto cautelosamente; voy hasta la ventana, descalza para no hacer ruido, igual que un nulo; quiero mirar. El cielo está claro, aunque el brillo de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero de todos modos es hermoso.

Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y pronuncie mi nombre. Quiero ser valorada de un modo en que ahora nadie lo hace, quiero ser algo más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuerdo a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los demás.

Quiero robar algo.

La lamparilla del vestíbulo está encendida y en la amplia estancia brilla una suave luz rosada. Camino por la alfombra apoyando cuidadosamente un pie, luego el otro, intentando no hacer ruido, como si me internara en un bosque a hurtadillas y el corazón me late aceleradamente mientras avanzo en la oscuridad de la casa. No debo estar aquí, esto es totalmente ilegal.

Paso junto al ojo de pescado de la pared del vestíbulo y veo mi figura blanca, el pelo que cae por mi espalda como una cascada, mis ojos brillantes. Me gusta. Hago algo por mi cuenta. En tiempo presente. Estoy presente. Lo que me gustaría robar es un cuchillo de la cocina, pero no estoy preparada para eso.

Llego a la sala de estar; la puerta está entornada, entro y vuelvo a dejarla un poco abierta. La madera cruje, y me pregunto si alguien lo habrá oído. Me detengo y espero a que mis pupilas se dilaten, como las de un gato o un búho. Huelo a perfume viejo y a trapos. Por las rendijas de las cortinas entra el leve resplandor de los reflectores de afuera, donde seguramente dos hombres hacen la ronda, desde arriba, desde detrás de las cortinas, he visto sus figuras recortadas, oscuras. Ahora logro ver los contornos de los objetos como leves destellos: el espejo, los pies de las lámparas, las vasijas, el sofá que se perfila como una nube en el crepúsculo.

¿Qué podría coger? Algo que nadie eche en falta. Una flor mágica de un bosque envuelto en la oscuridad. Un narciso marchito, no del ramo de flores secas. Tendrán que tirar estos narcisos muy pronto, porque empiezan a oler, igual que el humo de Serena y la peste de su tejido.

Avanzo a tientas, encuentro la punta de una mesa y la toco. Se oye un tintineo, debo de haber golpeado algo. Encuentro los narcisos, que tienen los bordes secos y crujientes y los tallos blandos, y corto uno con los dedos. Lo dejaré secar en algún sitio. Debajo del colchón. Lo dejaré allí para que lo encuentre la mujer que venga después.

En la habitación hay alguien más.

Oigo los pasos, tan sigilosos como los míos, y el crujido de la madera. La puerta se cierra a mis espaldas con un leve chasquido, impidiendo el paso de la luz. Me quedo petrificada. Fue un error venir hasta aquí vestida de blanco: soy como la nieve a la luz de la luna, incluso en la oscuridad.

Por fin oigo un susurro:

– No grites. Todo está bien.

Como si yo fuera a gritar; como si todo estuviera bien. Me vuelvo: todo lo que veo es una silueta y el reflejo apagado de una mejilla pálida.

Da un paso en dirección a mí. Es Nick.

– ¿Qué haces aquí?

No respondo. Él tampoco puede estar aquí, conmigo, así que no me entregará. Ni yo a él; de momento, estamos igualados. Me pone la mano en el brazo y me atrae hacia él, su boca contra la mía, ¿qué más podría ocurrir? Sin pronunciar una sola palabra. Los dos sacudiéndonos en la sala de Serena, con las flores secas, sobre la alfombrilla china, su cuerpo delgado tocando el mío. Un hombre totalmente desconocido. Sería lo mismo que gritar, como dispararle a alguien. Deslizo la mano hacia abajo, podría desabotonarlo, y entonces… Pero es demasiado peligroso, él lo sabe, y nos separamos un poco. Demasiada confianza, demasiado riesgo, demasiada precipitación.

– Venía a buscarte -me dice, casi me susurra al oído. Me gustaría estirarme y probar su piel; él despierta mis deseos. Sus dedos recorren mi brazo por debajo de la manga del camisón, como si su mano no atendiera a razones. Es tan agradable ser tocada por alguien, sentirte deseada, desear. Tú lo comprenderías, Luke, eres tú el que está aquí, en el cuerpo de otro.

Mierda.

– ¿Por qué? -pregunto. ¿Tan terrible es para él que corre el riesgo de venir a mi habitación durante la noche? Pienso en los ahorcados, los que están colgados en el Muro. Apenas puedo soportarlo. Tengo que irme, subir corriendo la escalera antes de desintegrarme por completo, Ahora me pone la mano en el hombro, una mano que me oprime, pesada como el plomo. ¿Moriría por esto? Soy una cobarde, mi soporto la idea del dolor.

– Él me lo dijo -me explica Nick-. Quiere verte, en su despacho.

– ¿Qué quieres decir? -le digo. Debe de referirse al Comandante ¿Verme? ¿Qué quiere decir verme? ¿No ha tenido bastante?

– Mañana -agrega Nick en tono casi inaudible.

En la oscuridad de la sala, nos apartamos, lentamente, como si una corriente oculta nos uniera y al mismo tiempo nos separara con igual fuerza.

Encuentro la puerta; hago girar el pomo sintiendo el frío de la porcelana en los dedos, y abro. Es todo lo que puedo hacer.