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El regreso del hijo pródigo
El año que había pasado en Birmania había procurado a Lee rubíes y zafiros estrella, y el útil dato de que allí también el petróleo brotaba generosamente del subsuelo. Sin embargo, por ahora sólo se usaba para fabricar queroseno, después de un arduo viaje desde las regiones montañosas en vasijas de barro. Durante el año que había pasado en el Tíbet no había encontrado diamantes, sino riquezas espirituales mucho más valiosas que un Koh-i-Noor. El año en la India, con sus amigos de Proctor, había empezado justamente con una búsqueda de diamantes, pero después se había convertido en algo más beneficioso para la gente del marajá. La producción de hierro proveniente de los depósitos de mena, inmensamente ricos en mineral, estaba obstaculizada por la técnica de fundición que utilizaban y que se mantenía igual desde hacía milenios. El proceso dependía del carbón vegetal, que escaseaba a causa de la tala incontrolada de los bosques. Lee decidió utilizar un nuevo método de fundición con sales de magnesio, exportó carbón desde Bengala y estableció en aquel principado los fundamentos de una sólida industria. Cuando algunos miembros del virreinato británico protestaron por su atrevimiento, él contestó que era un simple sirviente del marajá, que era quien todavía reinaba (si bien con el consenso británico) y que no tenían de qué quejarse. Estaba seguro de que la emperatriz de la India recibiría su parte.
Después de eso, se marchó tan pronto como pudo a Persia para visitar a sus mejores amigos de Proctor, Ali y Husain, hijos del sah Nasru'd-Din de Persia, que, aparentemente, lograría cumplir cincuenta años en el trono real. En 1896 celebraría un jubileo.
La curiosidad llevó a Lee a internarse en las montañas de Elburz para observar por sí mismo los pozos de petróleo y de alquitrán que Alexander le había descrito. Todavía estaban allí sin explotar.
Montado sobre su caballo árabe con una bota sobre la cruz y mordiéndose una uña, dejó vagar su mirada perdida a través del árido territorio. Había descubierto que «Elburz» era un nombre erróneo que los geógrafos europeos habían dado a toda la cadena montañosa del oeste de Persia. El verdadero Elburz era el que estaba alrededor de Teherán, que tenía picos altísimos cubiertos de nieves eternas. Lo que él estaba mirando eran sólo… montañas. Sin nombre.
Un oleoducto que llegara al golfo Pérsico… un pozo cada dos hectáreas… Si explotara esos recursos, Persia podría deshacerse de su terrible deuda, y él lograría amasar su propia fortuna. Cada vez se descubrían más usos para el petróleo: aceites lubricantes, el queroseno, la parafina, un alquitrán de mejor calidad que el que venía del carbón, vaselina, anilinas para teñir y otros derivados químicos. Y también podría servir como combustible para motores que lo vaporizaran dentro de las partes del mecanismo con un nivel de eficacia que el vapor no puede igualar. ¿Acaso el marajá no le había contado que el añil artificial estaba destruyendo el comercio indio de tinturas naturales?
Lee se decidió y volvió a Teherán, donde solicitó una audiencia con el sah.
– Irán posee grandes recursos petrolíferos -dijo utilizando el nombre correcto. Su nivel de farsi era lo suficientemente avanzado para poder prescindir del intérprete-. Pero no dispone de los conocimientos para aprovecharlos. Yo cuento tanto con los conocimientos como con los fondos para explotarlos. Quisiera que me concediera un permiso para intentar esa explotación a cambio de un acuerdo por medio del cual yo obtengo el cincuenta por ciento de las ganancias más el dinero extra que invierta en equipamientos y maquinaria.
Continuó explicando su propuesta sin utilizar términos técnicos. Ali y Husain lo ayudaban en lo que podían.
Había otro hombre que permanecía en silencio, el posible heredero de Nasru'd-Din, Muzaffar-ud-Din. Era el gobernador de Azerbaiyán, una provincia persa que limitaba con las montañas del Cáucaso y que estaba en lucha continua con los turcos y los rusos. Muzaffar-ud-Din se mostraba muy interesado porque estaba al tanto del rápido desarrollo de Bakú como fuente de petróleo para Rusia. Por otra parte, no quería que Irán fuera superado en ninguna carrera por controlar los territorios que poseían recursos. Para la familia del sah, Lee representaba un socio relativamente benigno, porque no tenía ambiciones territoriales ni lo movía ningún otro objetivo que los que dictaba Mammón. Ellos entendían a Mammón, podían soportarlo. El viejo sah estaba sumido en un letargo ejecutivo, paralizado por el sistema de privilegios y derechos que, a menudo, llevaba al poder a las personas menos apropiadas. Sin embargo, Muzaffar-ud-Din tenía más de cuarenta años y, hasta el momento, no había sufrido enfermedades graves que pudieran perjudicarlo en el futuro. No eran los turcos los que más le preocupaban, sino los rusos, que estaban siempre tramando lograr el acceso a los océanos del mundo aprovechándose del mar y de las formidables naves de algún otro país. Irán era un objetivo altamente codiciado.
Así que, después de meses de negociaciones, Lee Costevan obtuvo el permiso para explotar el petróleo en la Persia occidental, en un área de casi seiscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados. Había que montar y poner en funcionamiento Peacock Oil. Sólo era cuestión de contratar unos cuantos buscadores de petróleo descontentos en Estados Unidos, comprar torres de perforación que bombearan agua presurizada a través de los tubos verticales de revestimiento, hasta el último punzón dentado rotativo, e instalar máquinas de vapor para proveer energía.
Tenía muchas dificultadas, no precisamente técnicas. Tuvo que acostumbrarse a moverse acompañado de un batallón de soldados, porque las montañas estaban plagadas de tribus salvajes que no aprobaban el régimen de Teherán. Las intimidantes alturas hacían que las excursiones, aun las más elementales, se convirtieran en una pesadilla. El ferrocarril era prácticamente inexistente, y lo peor era que en todo el país había una grave escasez de materiales combustibles, tanto carbón como leña.
Por lo tanto, decidió Lee, empezaré con lo que es factible hacer bajo las actuales circunstancias. De esta manera, limitó sus primeros pozos a Laristan, donde había un ferrocarril que conectaba la ciudad de Lar con el golfo Pérsico. Además, cerca de Lar había carbón. Pronto se dio cuenta de que los buscadores de petróleo no sólo tenían un olfato especial para encontrarlo, sino que además tenían muchísima experiencia. Lee escuchaba y acumulaba conocimientos prácticos para complementar los estudios en geología que había seguido en Edimburgo. No cabía duda, se dijo, de que un oleoducto era una idea fantástica. Sin embargo, el petróleo podía viajar en trenes cisterna. Además, los británicos supervisaban el golfo Pérsico, una región que consideraban de su propiedad. Las estructuras portuarias eran primitivas y los buques cisternas escaseaban. Impertérrito y seguro de que el negocio del petróleo continuaría creciendo año tras año, Lee luchó para lograr que Peacock Oil fuera algo factible. Afortunadamente, el sah y su gobierno eran tan pobres que las diez mil libras esterlinas de ganancia que él les ofrecía resultaron una fortuna.
En 1896, el viejo sah Nasru'd-Din fue asesinado, pocos días antes de festejar sus cincuenta años en el trono. El asesino, un humilde habitante de Kerman, dijo que había actuado por orden del jeque Kemalu'd-Din, quien agradecía a su pariente el sah que hubiese sido tan gentil al predicar la sedición y después refugiarse en Constantinopla. El asesino fue colgado y el jeque Kemalu'd-Din, que fue extraditado para ser procesado, murió en el camino. Irán aceptó pacíficamente la subida al trono de Muzaffar-ud-Din. El inicio del gobierno del nuevo sah fue bastante prometedor: reguló la acuñación de cobre y abolió un antiguo impuesto sobre la carne. Sin embargo, debajo de la superficie, los complots no cesaban.
Fueron tiempos difíciles para Lee. El petróleo no circulaba demasiado y, aunque él obtenía ganancias, no eran los millones que sabía que tenían que llegar.
Lee, que desconocía que el sah estaba enfermo, decidió recorrer Inglaterra en 1897. Hacía siete años que se había ido de Kinross y se había mantenido deliberadamente fuera de escena. Las cartas que enviaba a Ruby se las daba a algún viajante de paso por Europa para que las mandara por correo, y no revelaba jamás su paradero. Así que Alexander, que lo estaba buscando, no había logrado localizarlo. La razón era simple: a Alexander no se le había ocurrido que Lee pudiera haber decidido dedicarse al negocio del petróleo, especialmente en un lugar como Persia. Una vez que Lee dejó la India, se había convertido en el hombre invisible.
Sólo llevaba dos cosas de Kinross consigo: una foto de Elizabeth y otra de Ruby. Su madre se las había enviado cuando estaba en la India junto con una de Nell, pero como ésta le parecía una versión femenina de Alexander, no le había gustado y la había arrojado en una pila de hojas en llamas. Aunque las fotos habían sido tomadas en 1893, tres años después de su partida, todavía lo impresionaban. La de Ruby, porque había envejecido mucho, y la de Elizabeth, porque no había envejecido para nada. Parece una mosca en ámbar, había pensado cuando la había visto por primera vez. No está muerta, está suspendida. Era un dolor del pasado. No lo sentía a menos que pasara inadvertidamente su mano por allí. Así que llevaba la foto a todas partes pero casi nunca la miraba.
El señor Maudling, del Banco de Inglaterra, finalmente se había retirado. Lo había reemplazado un caballero igual de cortés y competente, el señor Augustus Thornleigh.
– ¿Cuánto dinero me queda? -preguntó Lee al señor Thornleigh.
Augustus Thornleigh lo observó fascinado. La anécdota de la primera vez que Alexander Kinross había aparecido en el Banco de Inglaterra todavía se contaba. Llevaba una caja de herramientas, ropas de gamuza y un viejo sombrero. Y ahora había otra anécdota más, pensó el banquero. Aquel hombre, Lee, tenía la piel suave color roble claro, una extravagante coleta, el rostro oscuro y una extraña luz en sus ojos. Llevaba un traje de gamuza, que seguramente era muy similar al que solía vestir sir Alexander, pero no usaba sombrero y la parte de arriba de su traje parecía más una camisa que una chaqueta. La usaba abierta hasta la mitad del pecho, que era del mismo color de la cara. Sin embargo, su acento era elegante y sus modales impecables.
– Algo más de medio millón de libras esterlinas, señor.
Las finas cejas negras de Lee se alzaron y su sonrisa reveló unos dientes sorprendentemente blancos.
– ¡Las benditas ganancias de Apocalipsis! -dijo Lee-. ¡Qué alivio! Aunque debo de ser el único accionista de Apocalipsis que saca dinero continuamente y casi nunca deposita nada.
– De algún modo sí, doctor Costevan. Regularmente llegan depósitos de la compañía a su nombre. -El señor Thornleigh lo miró algo intrigado-. ¿Puedo preguntarle cuáles son sus inversiones personales?
– Petróleo -dijo Lee concisamente.
– ¡Oh! Una industria prometedora, señor. Todo el mundo dice que los carruajes sin caballos pronto reemplazarán a los de tracción animal, lo cual tiene a los veterinarios y criadores bastante desesperados.
– Para no hablar de los talabarteros.
– Es verdad.
Conversaron hasta que un empleado del banco trajo a Lee el dinero que había solicitado. Después, el señor Thornleigh se puso de pie y acompañó a su cliente hasta fuera.
– Por poco no se encuentra con sir Alexander -dijo.
– ¿Está en Londres?
– En el Savoy, doctor Costevan.
¿Voy o no voy?, se preguntó mientras hacía señas a un coche de punto. Después de todo, ¿por qué no?
– Al Strand… mejor dicho al Savoy -dijo al subir.
Como no tenía cambio, Lee dio al cochero una libra esterlina de oro, que el hombre guardó velozmente en su bolsillo haciendo como si fuera un chelín, por miedo a que su cliente se hubiera equivocado de moneda. De todas formas, Lee ya no estaba allí para presenciar aquella picardía. Entró en el hotel, y pidió una habitación a un hombre que se paseaba por la recepción vestido con un uniforme de mayordomo.
¡Oh, qué fastidio!, pensó el hombre. ¿Cómo explico de manera sutil a este muchacho tan particular que el dinero no le va a alcanzar para pagar este hotel?
En ese momento, Alexander bajó las escaleras vestido con un traje de día y un sombrero de copa.
– ¡Qué coincidencia, Alexander! -exclamó Lee-. ¡Qué petimetre te has vuelto en tu vejez!
El gran hombre recorrió en dos zancadas los diez metros que lo separaban del particular muchacho, lo abrazó con fuerza y lo besó en la mejilla.
– ¡Lee! ¡Lee! ¡Déjame verte! Oh, prefiero mil veces lo que tienes puesto tú que este uniforme de enfermero -dijo Alexander con una sonrisa de oreja a oreja-. Mi querido muchacho, ¡cuánto me alegra verte! ¿Estás alojado en alguna parte?
– No, estaba pidiendo una habitación en este momento.
– En mi suite hay una habitación libre, si me haces el honor.
– Con mucho gusto.
– ¿Dónde está tu equipaje?
– No tengo. Perdí todo mi guardarropa europeo en una pequeña riña con unos baluches hace mil años. Lo que ves es lo que tengo -respondió Lee.
– Este es el doctor Lee Costevan, Mawfield -dijo Alexander-. Es uno de mis socios. Por favor, pídale a mi sastre que venga mañana a la mañana.
Después se dirigió hacia las escaleras apoyando uno de sus brazos en el hombro de Lee.
– ¿No usamos el ascensor? -preguntó Lee, absurdamente contento de verlo.
– No lo hago nunca. Si no, no hago nada de ejercicio. -Con una mano le tomó la coleta y la sacudió-. ¿Nunca te la has cortado?
– Me recorto las puntas de vez en cuando. ¿No tenías nada importante que hacer?
– A la mierda con ellas. ¡Tú eres más importante!
– ¿Por qué siempre elegimos el lenguaje grosero de mamá? ¿Cómo está ella?
– Muy bien. Acabo de llegar de Kinross, así que hace sólo seis semanas que no la veo. -Alexander sonrió-. Ya no quiere viajar conmigo. Dice que se cansa demasiado.
A Lee se le secó la boca. Tragó saliva.
– ¿Y Elizabeth?
– También estupendamente. Muy ocupada con Dolly. ¿Te enteraste de lo que le pasó a la pobre Anna? No recuerdo con exactitud cuándo desapareciste.
– Será mejor que me lo cuentes todo de nuevo, Alexander.
Al final, no fue necesario que ninguno ofreciera sus disculpas. Los dos hombres se sentaron a compartir un prolongado almuerzo en la suite de Alexander como si hubieran estado juntos el día anterior, aunque hacía un siglo que no se veían.
– Te necesitamos, Lee -dijo Alexander.
– Si puedo trabajar a tiempo parcial, sí, estoy contento de que me necesitéis.
Lee explicó cuáles habían sido sus tareas en Persia y sus expectativas respecto de la industria del petróleo. Alexander lo escuchó con atención, asombrado de que sus propios recuerdos de Bakú hubieran llevado a Lee a interesarse en esa actividad.
– No me di cuenta en ese momento -dijo-, porque no podía hablar las lenguas del lugar, de que los nativos habían descubierto una forma de procesar el petróleo crudo para convertirlo en combustible para motores. Pero, por supuesto, no podían refinado y, además, el doctor Daimler todavía no había descubierto el motor de combustión interna. ¡Una cosa tan simple! Hacer que el combustible trabaje dentro del cilindro en lugar de fuera. Te lo aseguro, Lee, los materiales crudos aparecen en el momento justo para hacer que una nueva invención no sólo sea factible sino también práctica.
Sin embargo, Alexander no estaba a favor del negocio persa.
– No sé mucho de ese país, pero sí que está en bancarrota, que es muy vulnerable y que está a merced de los rusos. Thornleigh, del Banco de Inglaterra, dice que Rusia intentará controlarlos a través de la banca o de un banco concreto. Persia necesita un préstamo y Gran Bretaña se está comportando como una joven a la que le propusieron matrimonio en una ocasión y espera, segura de que se lo volverán a proponer más de una vez. ¿Entonces, por qué no decir que no y aguardar un poco? Sigue adelante todo lo que quieras, Lee, pero mi consejo es que te retires mientras todavía puedas hacerlo sin perder hasta la camisa.
– Cada vez me inclino más hacia ese punto de vista -dijo Lee con un suspiro-. Sin embargo, hay más dinero en el petróleo que en el oro.
– Y es una ventaja que esté a nivel del suelo. Sin embargo, pienso que te has adelantado a hacer tu jugada. Yo me he dedicado a otro campo: al caucho, en lugar del petróleo. Ya hemos plantado en Malasia miles de hectáreas de árboles traídos del Brasil que producen caucho.
– ¿Caucho? -preguntó Lee frunciendo el entrecejo.
– Se está difundiendo cada vez más. Se usa para un montón de cosas. Los automóviles necesitan ruedas de caucho; en concreto, se trata de una cubierta exterior de tela de goma con un tubo de caucho puro lleno de aire en su interior. Las bicicletas han avanzado mucho desde que se inventaron las llantas neumáticas. Elásticos, válvulas, arandelas, telas impermeables y zapatos de goma, sábanas de caucho para las camas de los hospitales, cojines, bolsas de gas, correas para máquinas, sellos, rodillos, etcétera. La lista es infinita. Ahora usan el caucho para los aislamientos de los cables en lugar de la gutapercha, y hay una especie de caucho duro como la roca que se llama vulcanita y es resistente a la corrosión de los ácidos y los álcalis.
Estaba ausente. Lee se reclinó sobre el respaldo con el estómago repleto por el jugoso filete y miró cómo se dibujaban las emociones en el rostro de Alexander. En realidad, no había cambiado nada y probablemente nunca cambiara. Como la mayoría de los hombres vigorosos, había parecido viejo cuando era joven y se veía joven ahora que ya no lo era. Su cabello, más espeso que nunca, estaba casi todo blanco y le daba un aspecto leonino, porque todavía lo llevaba largo hasta los hombros. Sus ojos conservaban el mismo fuego de obsidiana. A pesar de que insistía en que tenía que usar las escaleras para hacer ejercicio, no había engordado ni un kilo.
Aunque su carácter se había aplacado otra vez, quizá por lo que había sucedido con Anna y Dolly, Lee no estaba convencido de que la arrogancia y el autoritarismo que le había visto desplegar en Kinross hubieran desaparecido para dar lugar al antiguo Alexander. Seguía siendo tan dinámico como siempre y todavía poseía ese instinto infalible acerca de lo que había que hacer. Caucho. ¡Por el amor de Dios!
Sin embargo, era más amable, más… compasivo. Le había sucedido algo que le había enseñado a ser humilde.
– Tengo un regalo para ti -dijo Lee hurgando en el bolsillo de su camisa. Las fotografías asomaban a punto de salirse, pero antes de que pudiera pasarlas al otro bolsillo, Alexander se había inclinado sobre la mesa y se las había arrebatado de la mano. Todavía le quedaba algo de autoritarismo.
– Que lleves la de tu madre puedo entenderlo, pero ¿la de Elizabeth?
– Mamá me envió tres cuando estaba en la India -dijo Lee sin perturbarse-. Una de ella, una de Nell y otra de Elizabeth. La de Nell se me perdió en alguna parte.
– La de Ruby está mucho más gastada que la de Elizabeth.
– Porque la miro muchas más veces.
Alexander le devolvió las fotografías.
– ¿Vas a volver a casa, Lee? -preguntó.
– Antes… ¡Ah! Aquí está.
Alexander estudió maravillado la moneda.
– Un dracma de Alejandro Magno, ¡y además muy raro! Está en excelente estado. Diría que sin usar, pero es imposible.
– Me la dio el actual sah de Persia, así que, ¿quién sabe? Puede haber estado allí sin que nadie la tocara desde que tu tocayo salió de Ecbatana. El sah me dijo que venía de Hamadan, que era Ecbatana.
– Mi querido muchacho, esto no tiene precio. No sé cómo agradecértelo. Entonces, ¿volverás a casa? -insistió.
– Dentro de un tiempo. Primero quiero ver el Majestic.
– Yo también. Dicen que es el mejor acorazado del mundo.
– Lo dudo, Alexander. ¿Qué le pasa a la Marina británica, que continúa poniendo esos cañones de treinta centímetros en barbetas en lugar de en torretas? Creo que la Marina de Estados Unidos está mucho más adelantada en materia de torretas.
– De todos modos, esos acorazados son demasiado lentos. ¡Catorce nudos! Además, el acero de Krupp está mejor blindado que el de Harvey. El káiser Guillermo también está empezando a construir acorazados -dijo Alexander saboreando su cigarro-. Yo, personalmente, creo que la Marina británica está consumiendo una parte demasiado grande del dinero del gobierno de la nación.
– Oh, por favor, Alexander -respondió Lee cortésmente-. Sé que he estado alejado de este tipo de cosas durante cuatro años, pero dudo mucho que los británicos estén tan faltos de dinero.
– Es verdad que tienen un imperio para saquear, pero la depresión económica a la que estamos haciendo frente en Australia es mundial. La realidad es que la construcción de acorazados da trabajo a la gente. No se ven quillas de buques de pasajeros en los astilleros de Clyde.
– ¿Cómo están las cosas en Nueva Gales del Sur?
– Muy difíciles. Desde mil ochocientos noventa y tres, los bancos se han declarado en quiebra uno tras otro, aunque ése fue el peor año. Los capitales extranjeros se retiraron enseguida. Traté de decir a Charles Dewy que no depositara su dinero en Sydney años atrás, pero no quiso escucharme. Menos mal que Constance tiene dos yernos que son más hábiles de lo que era Charles. -Sus ojos negros brillaron-. Henrietta todavía sigue soltera. ¿Tú no estarás buscando una excelente esposa por casualidad?
– No.
– ¡Qué lástima! Es una buena muchacha, y me temo que está destinada a convertirse en una solterona. Como Nell, que es demasiado irritable y prepotente.
– ¿Cómo está Nell?
– Está estudiando medicina en Sydney. ¿Puedes creerlo? -Alexander frunció el entrecejo-. Se licenció con matrícula de honor en ingeniería en minas y después accedió al segundo año de medicina. ¡Mujeres!
– Bien por ella. Medicina debe de ser una carrera complicada para una mujer.
– ¿Después de haber estudiado ingeniería? ¡Tonterías!
– Es tu hija, Alexander.
– Ni me lo recuerdes.
– ¿Y qué pasó con la federación? -preguntó Lee cambiando de tema.
– El resultado era de prever, aunque Nueva Gales del Sur no está muy conforme. Creo que es porque Victoria sí lo está. No hay animosidad entre las dos colonias. Victoria ganará.
– ¿Y los sindicatos?
– Los esquiladores y el movimiento obrero se unieron y formaron la A.W.U. (Unión Obrera Australiana). Los mineros, los del carbón, obviamente, siguen tan conflictivos como siempre, y la Liga Elec toral Laborista se muere por probar suerte en el Parlamento federal.
– Lo cual me lleva a hacerte una pregunta crucial: ¿cuál será la nueva capital del país?
– Por derecho tendría que ser Sydney, pero Melbourne no va a estar de acuerdo. Todos coinciden en que debería ser una ciudad de Nueva Gales del Sur.
– En cualquier parte menos en Sydney, ¿eh?
– Sería demasiado fácil hacerla en Sydney, Lee. Es la colonia más antigua, y todo eso. He escuchado propuestas que van desde Yass hasta Orange. De todos modos, hay que agradecer las pequeñas bendiciones: sir Parkes no podrá ser primer ministro porque murió el año pasado.
– ¡Por Dios! El fin de una era. ¿Quién es el actual patriarca?
– Nadie. En Nueva Gales del Sur hay un tipo llamado George Reid. Y en Victoria está Turner, pero no llegará a ser primer ministro. Es una batalla interminable, como la rivalidad que hay entre Inglaterra y Francia.
– Los franceses están a la cabeza con el tema de los automóviles.
– No por mucho tiempo -dijo Alexander cínicamente-. No tienen la experiencia que poseen los americanos y los británicos con el acero. Tienen ingeniería de precisión, pero Alemania se quedó con todos sus metalúrgicos, la planta industrial y la región de Alsacia-Lorena después de la guerra francoprusiana. Los franceses nunca se recuperaron.
– Me sorprende que todavía no tengas un automóvil, Alexander.
– Estoy esperando que Daimler cree algo que valga la pena comprar. Los alemanes y los americanos tienen los mejores ingenieros de precisión del mundo. Además, el diseño del motor es muy simple. Lo bueno de los automóviles es que no necesitas ser ingeniero para repararlos. Con algunos conocimientos de mecánica y un par de herramientas el dueño del automóvil puede repararlo sin problemas.
– También contribuirá a disminuir el ruido en las calles. Basta de ruedas revestidas de hierro, basta de herraduras para los caballos. Además son más fáciles de conducir y maniobrar que los carros tirados por caballos. Me sorprende que no te hayas puesto a fabricarlos tú mismo.
– Ya hay alguien en Australia que se está dedicando a eso. Los van a llamar Pioneer. Pero no, por el momento seguiré dedicándome al vapor -dijo Alexander.
Cuando el traje de Lee estuvo listo, se dirigieron a los astilleros navales de Portsmouth armados con cartas de presentación para recorrer el Majestic.
– Tienes razón acerca de la velocidad. Es lento. Los barcos americanos viajan a dieciocho nudos y llevan armamentos más pesados. Sin embargo, hay que admitir que tienen un blindaje más delgado. -Lee observó atentamente las escotillas del carbón-. Dicen que carga dos mil toneladas. Suficiente para navegar más de cuatro mil trescientas millas marinas a doce nudos. Pero me atrevería a decir que serán los barcos viejos los que naveguen por el océano. Con semejante consumo, éste no se alejará demasiado de los límites del mar del Norte.
– Puedo leer tus pensamientos como si tu mente estuviera emitiendo señales luminosas, Lee. Están utilizando el turborreactor de vapor Parsons para los barcos de pasajeros y los buques mercantes, y también escuché que la Marina británica lo ha usado en algunas lanchas torpederas. Cuando lo pongan en uno de estos barcos de cinco mil toneladas y cambien las barbetas por buenas torretas giratorias, tendrán verdaderos acorazados.
Alexander le dedicó una sonrisa. Recorrió al trote la crujía haciendo girar su bastón con empuñadura de color ámbar, saludando hacia el puente.
– Mantengamos los ojos abiertos y veamos cómo se desarrollan las cosas -dijo, mientras caminaban bajo la fina llovizna.
– Puedo leer tus pensamientos como si tu mente estuviera emitiendo señales luminosas -repitió Lee seriamente.
Por supuesto, era necesario inspeccionar los trabajos de ingeniería del señor Charles Parsons, así como también otras fábricas que producían maquinarias innovadoras, pero en agosto decidieron partir hacia Persia para ver los oleoductos de Peacock. Allí, Lee descubrió que el norteamericano, que hablaba farsi muy fluidamente y que había quedado al mando durante su ausencia, había hecho las cosas muy bien y podía continuar ocupándose de todo. No había más excusas: tenía que volver a casa.
Una parte de él esperaba que, de camino, Alexander decidiera ir a visitar su plantación de árboles del caucho en Malasia, pero no fue así. En Aden se embarcaron en un buque de vapor rápido que iba directo a Sydney.
– Es decir, vía Colombo, Perth y Melbourne -dijo Lee-. Creo que ésa es la razón de que Sydney sea tan impopular como capital del país. Perth podría estar perfectamente en otro continente, pero los barcos llegan primero a Melbourne. Hay que recorrer casi ochocientas setenta millas marinas más para llegar a Sydney, así que muchos barcos ni se molestan en continuar hasta allí. En cambio, si se encontrara alguna forma de llegar a Australia desde el norte, Sydney sería mucho más importante que Melbourne.
Pasó todo el viaje hablando sin parar porque no quería dar a Alexander el más mínimo indicio de que tenía miedo de volver a Kinross. ¿Cómo haría para comportarse normalmente con Elizabeth, sobre todo ahora que Alexander estaba decidido a tenerlo más cerca que nunca? Podía vivir en el hotel Kinross, sí, pero desde que Anna se había marchado, Alexander había trasladado toda la parte administrativa y de documentación a su casa. Las oficinas se habían convertido parcialmente en instalaciones para la investigación supervisadas por Chan Min, Lo Chee, Wo Ching y Donny Wilkins. Lee tendría que trabajar todo el tiempo con Alexander y seguramente debería almorzar y hasta puede que cenar en su casa.
Esos años habían sido solitarios, pero había logrado soportarlos gracias a las enseñanzas de los monjes tibetanos. Si no hubiera sido por Elizabeth, Lee tal vez habría decidido quedarse con ellos. Hubiera abandonado todo el entrenamiento y los preceptos que su madre y Alexander le habían inculcado a cambio de una vida que poseía un elemento hipnótico, una sincronía comunal gobernada por el alma. A su parte oriental le gustaba eso. Habría podido ser feliz viviendo en la cima del mundo, ajeno al tiempo, al dolor y al deseo. El problema era que Elizabeth le importaba mucho más. Y eso era un misterio. Jamás hubo en ella una mirada o un gesto que lo alentara. Ni siquiera una palabra que le diera algún tipo de esperanza. Sin embargo, no podía quitársela de la mente ni dejar de amarla. ¿Será que algunos de nosotros tenemos verdaderamente un alma gemela y que, una vez que la encontramos, vagamos sin rumbo llevados por la marea luchando eternamente por sumergirnos y fundirnos con nuestra alma gemela? ¿Para llegar a ser sólo uno?
– ¿Has avisado a Ruby y a Elizabeth de que pronto llegaremos? -preguntó a Alexander cuando el barco estaba cerca de Melbourne.
– Todavía no, pero puedo llamar por teléfono desde Melbourne. Pensé que así sería mejor -dijo Alexander.
– ¿Me harías un favor?
– Por supuesto.
– No le digas a nadie que estoy contigo. Quisiera darles una sorpresa -dijo Lee tratando de sonar informal.
– Así se hará.
Sin embargo, eso complicaba un poco las cosas. Tenían que hacer algunas visitas en Sydney: a Anna y a Nell. ¿Sería capaz esta última de mantener el secreto?
– Ahora está viviendo en la casa de Anna -dijo Alexander en el coche de punto que los llevaba a Glebe-. Cuando los muchachos se graduaron y volvieron a Kinross, no podía quedarse sola en la casa en la que vivían antes, así que sugirió que construyéramos un departamento para ella en la parte de atrás de la casa de Anna. Para mí fue un alivio. Ella tiene su intimidad pero, al mismo tiempo, está cerca de Anna para poder controlar que esté bien cuidada.
– ¿Cuidada? -preguntó Lee frunciendo el entrecejo.
– Verás -respondió Alexander en tono misterioso-, hay algunas cosas que no te dije porque son bastante difíciles de explicar.
Lo impresionó ver a Anna. La hermosa niña de trece años que había conocido en Kinross (cuando él se había ido ella acababa de conocer a O'Donnell) se había convertido en una mujer gorda que babeaba y caminaba arrastrando los pies. No reconocía a su padre; mucho menos a él. Tenía la mirada perdida y un pulgar sangrando y en carne viva de tanto chupárselo.
– No podemos lograr que deje de hacerlo, sir Alexander -dijo la señorita Harbottle-, y yo estoy de acuerdo con Nell en que no debemos atarle el brazo.
– ¿Habéis intentado untarle el dedo con sustancias amargas?
– Sí, pero escupe y se limpia lo que le hemos puesto en el vestido. Existen productos menos solubles, pero son bastante tóxicos. Nell piensa que seguirá mordiéndoselo hasta llegar al hueso. Cuando eso suceda habrá que amputarlo.
– Y entonces empezará con el otro -dijo Alexander entristecido.
– Me temo que sí -respondió la señorita Harbottle carraspeando-. También le dan ataques, sir Alexander. Es epilepsia, una grave enfermedad. Es decir, que las convulsiones atacan todo el cuerpo.
– ¡Oh, mi pobre, pobre Anna! -Alexander miró a Lee con los ojos llenos de lágrimas-. No es justo que un ser tan inofensivo tenga que sufrir de esta manera. -Enderezó los hombros-. De todos modos, está haciendo un excelente trabajo, señorita Harbottle. Anna está limpia, seca, y se la ve contenta. Por lo que veo, la comida es uno de sus grandes placeres.
– Sí, le encanta comer. Nell y yo estamos de acuerdo en que no hay que prohibirle que coma. Hacerlo sería como no dejar comer a un animal.
– ¿Nell se encuentra aquí?
– Sí, lo está esperando, sir Alexander.
A medida que recorrían la casa, Lee observó lo bien organizada que estaba, y cuántas mujeres había para asistir a Anna. El ambiente era agradable, la casa estaba impecable y bien decorada. Se notaba, pensó Lee, que, en este momento, el objetivo era mantener contentos a los empleados más que a Anna, que no se daba cuenta de nada. Sin embargo ésa no era idea de Alexander. A él no se le hubiera ocurrido. Debía de ser de Nell.
A su apartamento se accedía a través de una puerta pintada de amarillo. Estaba entreabierta, pero Alexander llamó para avisar que había llegado. Nell salió de una habitación interior con paso tranquilo. Llevaba su negro pelo sujetado en un moñito tirante. Su delgada figura estaba envuelta en un sencillo vestido de algodón color aceituna que no definía la cintura y que le llegaba por encima de los tobillos. En los pies llevaba unas prácticas botas marrones que le cubrían los tobillos. Otra sorpresa para Lee. Su parecido con Alexander era impresionante. La suavidad infantil de sus rasgos había desaparecido. Su rostro era austero, resuelto y levemente masculino. Sólo los ojos eran inconfundiblemente suyos. Y parecían más grandes porque había adelgazado. Eran como dos poderosos rayos azules que atravesaban todo lo que veían.
Al principio sólo se había apercibido de la presencia de Alexander. Fue hacia él y lo abrazó y lo besó espontáneamente. Estaban muy unidos. Como si fueran mellizos. Por más que se quejara porque había decidido estudiar medicina, Alexander se volvía arcilla en las manos de Nell.
Después, cuando se separó de su padre, vio a Lee. Dio un pequeño brinco y sonrió.
– Lee ¿eres tú? -preguntó, y le dio un beso fugaz en la mejilla-. Nadie me dijo que habías vuelto.
– Porque no quiero que nadie se entere de que he regresado, Nell. ¿Podrías mantener el secreto, por favor?
– ¡Te lo juro por mi vida!
Butterfly Wing había preparado un almuerzo sencillo: pan fresco, manteca, mermelada, carne fría cortada en lonchas y el postre favorito de Alexander: pastelillos de crema espolvoreados con nuez roscada. Nell dejó que los hombres comieran, después se preparó una taza de té y se sentó a conversar con ellos.
– ¿Cómo es estudiar medicina? -preguntó Lee.
– Tal como me lo esperaba.
– Pero es difícil.
– Para mí no: me llevo bastante bien con mis instructores y profesores. Para las otras mujeres es más difícil porque no tienen la capacidad que yo tengo para tratar con los hombres. Las pobrecillas terminan siempre llorando, cosa que ellos detestan. Además, ellas saben que les están poniendo calificaciones más bajas adrede, porque son mujeres. Así que, por lo general, tienen que repetir cursos. Algunas llegan a suspender dos veces el mismo año. Sin embargo, continúan luchando.
– ¿A ti te han suspendido, Nell? -preguntó Alexander, y esbozó una expresión de desdén.
– ¡Nadie se atrevería a hacerlo! Soy como Grace Robinson, que se licenció en mil ochocientos noventa y tres sin suspender un solo año. Aunque ella tendría que haberse licenciado con matrícula de honor y no se la dieron. Verás, las escuelas de mujeres no las preparan en química y física, ni siquiera en matemáticas. Así que las pobrecillas tienen que empezar verdaderamente de cero y los profesores no están preparados para enseñar lo más elemental. En cambio, yo me licencié en ingeniería y eso me da bastante poder con los profesores. -Puso cara de astuta-. Ellos detestan que alguien ponga en evidencia sus errores, especialmente si quien lo hace es una mujer, así que por lo general me dejan en paz.
– ¿Te llevas bien con tus compañeras? -preguntó Lee.
– Mejor de lo que esperaba, en realidad. Les enseño ciencias y matemáticas, aunque me parece que algunas de ellas nunca lograran ponerse al día.
Alexander revolvió su té, sacudió la cuchara contra el borde de la taza y la puso en el platillo.
– Háblame de Anna, Nell.
– Su mente se está deteriorando rápidamente, papá. Bueno, lo has visto con tus propios ojos. ¿La señorita Harbottle te dijo que tiene ataques de epilepsia?
– Sí.
– No le queda demasiado tiempo en este mundo, papá.
– Temí que dijeras eso porque la señora Harbottle no habló de los próximos años.
– Tratamos de mantenerla abrigada, alejada de las corrientes de aire e intentamos que camine un poco, pero cada vez se niega más a hacer ejercicio. Puede ser que entre en un estado de epilepsia constante; es decir, que tenga un ataque detrás de otro hasta que muera por agotamiento. Pero es más probable que agarre un resfrío que le afecte seriamente el pecho y muera de una neumonía. Cuando un miembro del personal está resfriado, no viene a trabajar hasta que no deja de estornudar y toser. Pero también es posible que alguien la contagie antes de darse cuenta siquiera de que está resfriado. Me sorprende que todavía no haya sucedido. Todos son muy buenos con ella.
– Considerando lo ingrato y lo poco gratificante que es este tipo de trabajo, me alegro de escucharte decir eso.
– Una mujer que tiene vocación de enfermera encuentra satisfacción en los trabajos más ingratos, papá. Elegimos muy bien a nuestras empleadas.
– ¿Cuál sería la muerte menos terrible para Anna? -preguntó de pronto Alexander-. ¿La neumonía o los ataques continuos?
– Los ataques, porque pierde la conciencia con el primero y ya no la recupera. Parece horrible, pero el paciente no sufre. La pulmonía es mucho peor. Produce mucho dolor y sufrimiento.
Se hizo un silencio. Alexander bebía lentamente su té, Nell jugaba con el tenedor de su pastelillo y Lee deseaba estar en cualquier otro lugar.
– ¿Tu madre ha venido a visitarla? -preguntó Alexander.
– Le prohibí que siguiera viniendo, papá. No tiene sentido. Anna no la reconoce a ella tampoco, y verla, ay papá, es como mirar a los ojos a un animal que sabe que va a morir pronto. No puedo ni siquiera imaginarme el dolor que siente.
Lee tomó un pastelillo de crema. Cualquier cosa era mejor que no tener nada que hacer. Incluso masticar aserrín.
– ¿Tienes novio, Nell? -preguntó alegremente.
Ella pestañeó, y después esbozó un gesto de reconocimiento.
– Estoy demasiado ocupada, en verdad. Medicina no es tan sencilla como ingeniería.
– Entonces serás una doctora soltera.
– Así parece. -Nell suspiró, e hizo un gesto melancólico que resultaba extraño en un rostro tan imperturbable-. Hace algunos años conocí a un muchacho que me gustaba, pero yo era muy joven y él demasiado honrado para aprovecharse de mí. Cada uno siguió su camino.
– ¿Era un ingeniero? -preguntó Lee.
Ella se echó a reír.
– Yo diría que no.
– ¿Entonces qué era, o qué es?
– Prefiero reservarme esa información -dijo Nell.
Era noviembre. Era un año de cigarras. Aun con el resoplido de las locomotoras y del clic-clac de las ruedas se podía escuchar con claridad el chillido ensordecedor que venía del bosque cercano al ferrocarril. Era un verano de calor intenso, tanto en la costa como en el interior del país. Una terrible temporada de monzones en el norte. Por eso las cigarras cantaban.
En el trayecto de Sydney a Lithgow, Alexander estaba nervioso. Sólo pareció relajarse cuando engancharon su vagón al tren de Kinross, que había retomado su ritmo de cuatro viajes por semana. Lo que Lee no sabía era que Alexander había percibido que él no tenía deseos de volver y se había preparado para que le anunciara repentinamente que lo lamentaba pero que había cambiado de idea y había decidido regresar a Persia. Así que cuando estuvieron en camino a Kinross en un tren que no hacía paradas intermedias, Alexander se sintió mejor, más seguro.
No sólo lo apreciaba, lo amaba como el hijo que nunca había tenido. Era el hijo de Ruby y, además, un lazo que lo unía a Sung. Cuando había arrastrado a Lee a ver a Anna, había tenido la esperanza de que se encendiera una chispa entre él y Nell. Verlos casados habría sido el broche de oro de su vida. Pero no hubo ninguna chispa, ni la más remota atracción. Eran como hermano y hermana. No lograba entenderlo. Nell tan parecida a él, y la madre de Lee lo amaba. ¡Sin duda estaban hechos el uno para el otro! Para colmo, Nell había empezado a hablar de aquel tipo que le había gustado, y después no dijo ni pío, mientras Lee estaba allí sin demostrar el menor interés. Hacía mucho que el tema de los bastardos no lo afectaba. Esa vieja herida era cosa del pasado y ahora consideraba el nacimiento de Lee como la máxima de las ironías. Su único heredero también sería un bastardo. Sin embargo, quería que hubiera algo de su sangre en la herencia de Lee, y eso no iba a suceder. Si es que Lee alguna vez se casaba. Era un nómada. Tal vez por la rama china descendía de algún mongol independiente que sólo era feliz vagando por las estepas. Las mujeres se desmayaban literalmente por él, tratando de contener la respiración dentro de sus apretados corsés. Le lanzaban todo tipo de insinuaciones, algunas más que evidentes y otras diabólicamente astutas, pero Lee no les prestaba la menor atención. Siempre tenía una mujer escondida por alguna parte, tanto en Persia como en las ciudades inglesas. Pero su actitud era puramente oriental: un príncipe pequinés que necesitaba una concubina, alguien que jugara y cantara, que hablara sólo cuando se le dirigía la palabra, que se hubiera estudiado el Kama Sutra de arriba abajo y de derecha a izquierda, y, probablemente, que tintineara al caminar.
¿Cómo lo había definido Elizabeth? Una serpiente dorada. En aquella ocasión la metáfora lo había desorientado, pero había valorado el motivo por el cual la había elegido. Era el tipo de animal que se escondía en un agujero durante cuatro años y se mordía su propia cola. ¡Cuánto lo había buscado! Ni siquiera Pinkerton había podido dar con él. Tampoco el Banco de Inglaterra había logrado rastrear la tortuosa ruta que hacían las enormes sumas que retiraba de sus cuentas hasta llegar a su bolsillo. Compañías fantasmas, cuentas fantasmas, bancos suizos… No compraba nada a su nombre. ¿A quién se le hubiera ocurrido vincularlo con algo llamado Peacock Oil? Todo el mundo suponía que pertenecía al sah de Irán.
Afortunadamente, cuando la serpiente había salido de su agujero, él había estado allí para cogerle la cola. Para sostenerla firmemente. Para seducir a la escurridiza criatura y convencerla de que volviera al hogar. Ahora estaban en el camino que llevaba a casa, por fin, empezaba a creer que tenía a su hijo pródigo bien sujeto. El tiempo volaba: él tenía cincuenta y cuatro años, y Lee, treinta y tres. Obviamente, no esperaba morir antes de haber cumplido al menos setenta, pero una interrupción de siete años en el programa de entrenamiento era una desventaja.
Kinross había cambiado muchísimo durante los siete años que había durado su ausencia. La admiración de Lee comenzó al ver la plataforma de la estación del tren, que tenía una sala de espera y baños ubicados en un edificio pequeño pero agradable con acabados de hierro fundido. Había macetas y arriates con flores por todas partes, y una plazoleta detrás de cada uno de los carteles que decían KINROSS en las dos plataformas. El teatro de ópera ahora era un teatro a secas, y del otro lado de la plaza habían construido un teatro de ópera mucho más esplendoroso. Todas las calles estaban arboladas e iluminadas con lámparas eléctricas. Las casas estaban todas equipadas con electricidad y gas. Además del telégrafo, había conexión telefónica con Sydney y con Bathurst. Por todas partes brillaba el orgullo del propietario.
– Es una ciudad modelo -dijo Lee levantando sus maletas.
– Así lo espero. La mina de oro está de nuevo en plena producción, por supuesto, lo que significa que la de carbón también. Estoy empezando a pensar en lo que decía Nell: que nos convendría usar corriente alterna, pero todavía quiero esperar hasta que Lo Chee tenga un diseño mejor para el turbogenerador. Es brillante -dijo Alexander. Se dirigió hacia el funicular-. Ruby viene a cenar, así que te dejo la sorpresa toda para ti. Puedes venir con ella más tarde.
Debo recordar, se dijo Lee mientras entraba en el hotel, que tiene cincuenta y seis años. No puedo revelar mi sufrimiento, porque seguramente será doloroso. Alexander no me lo dijo, pero de todas formas, por lo que entendí, debe de haber envejecido más de lo esperado. Y eso, imagino, ha de ser terrible para una mujer hermosa. Especialmente para alguien como mamá, que siempre se valió de su belleza. Además, ella no se ha encerrado en una burbuja de ámbar como Elizabeth.
Sin embargo, estaba tal como la recordaba: atrevida, voluptuosa, exóticamente elegante. Sí, tenía algunas arrugas alrededor de los ojos y de los labios y un poco de papada, pero era la misma Ruby Costevan de siempre, con su espesa mata de pelo cobriza y sus maravillosos ojos verdes. Como esperaba a Alexander, estaba vestida de satén color rojo oscuro y llevaba un collar de rubíes ceñido al cuello para ocultar la piel flácida, y pulseras y pendientes también de rubíes.
Cuando lo vio se le aflojaron las piernas y cayó de rodillas. Se inclinaba hacia el suelo, lloraba y reía.
– ¡Lee, Lee, mi niño!
Le pareció más sencillo bajar hasta su altura, así que se arrodilló, la tomó entre sus brazos, la estrechó con fuerza y le besó la cara y el pelo. Estoy de vuelta en casa. Estoy de nuevo en los primeros brazos que recuerdo, su perfume que se arremolina en mi mente, mi maravillosa madre.
– ¡Cuánto, cuánto te amo! -dijo Lee.
»Me reservo todas las historias para la hora de la cena -dijo después de que Ruby se hubo cambiado de vestido y recompuesto de los estragos que le había causado su inmensa alegría y que él, también, se hubo puesto un traje de etiqueta.
– Entonces, beberemos una copa juntos antes de ponernos en marcha. El funicular bajará dentro de media hora -dijo dirigiéndose hacia donde estaban los licores, el sifón de soda y la cubeta de hielo-. No tengo ni idea de qué acostumbras beber ahora.
– Bourbon de Kentucky, si tienes. Sin soda, sin agua y sin hielo.
– Sí tengo, pero es demasiado fuerte para tomarlo con el estómago vacío.
– Estoy acostumbrado. Es lo que beben mis buscadores de petróleo cuando el que invita es otro. El país es musulmán, por supuesto, pero yo lo importo en secreto y me aseguro de que nadie lo beba fuera del campamento.
Ruby le alcanzó el vaso y se sentó con su jerez.
– Cada vez se vuelve más misterioso el asunto, Lee. ¿Qué país musulmán?
– Persia. Irán, lo llaman ellos. Me dedico a la industria del petróleo allí, en sociedad con el sah.
– ¡Dios mío! Con razón no teníamos ni señales de ti.
Bebieron en silencio durante unos minutos.
– ¿Qué le ha pasado a Alexander, mamá? -dijo entonces Lee.
Ella no intentó evadirlo.
– Sé lo que quieres saber. -Suspiró, estiró las piernas y se quedó mirando fijamente las hebillas color rubí de sus zapatos-. Varias cosas… La pelea contigo, porque sabía que estaba equivocado. Después de que se bajó del caballo, no sabía cómo hacer para arreglar los destrozos que su caballo había hecho. Para cuando había decidido tragarse su orgullo e ir a buscarte, tú habías desaparecido. Te buscó desesperadamente. Entretanto, sucedió lo de Anna con O'Donnell, lo del bebé… y lo de Jade. El vio cómo la colgaban, ¿sabes?, y eso lo afectó mucho. Después Nell, que no quería hacer lo que él deseaba, y Anna, que tuvo que ser separada de su hija. Otro hombre se hubiera endurecido mucho más, pero mi amado Alexander no. Todo eso junto hizo que se detuviera, aunque no de golpe, sino gradualmente. Y, por supuesto, se culpa a sí mismo por haberse casado con Elizabeth. En ese momento, ella no era mucho mayor que Anna. Estaba justo en la edad en que las impresiones se graban como en la piedra. Y así fue, ella se convirtió en una piedra.
– Pero él te tenía a ti, en cambio Elizabeth no tuvo a nadie. ¿Te resulta extraño que se haya convertido en una piedra?
– ¡Gilipolleces! -contestó violentamente. Le había tocado su punto vulnerable. Tenía el vaso vacío, así que se puso de pie y lo llenó nuevamente-. Yo sigo esperando que un día Elizabeth sea feliz. Si conociera a alguien podría divorciarse de Alexander por su perpetuo adulterio conmigo.
– ¿Elizabeth en un tribunal de divorcio ventilando sus trapos al sol?
– Piensas que no lo haría…
– Puedo imaginármela huyendo en secreto con un amante, pero no frente a un juez en una sala llena de periodistas.
– Jamás se escapará en secreto con un amante, Lee, porque tiene que ocuparse de Dolly. La niña ya se ha olvidado por completo de Anna. Piensa que Elizabeth es su madre y Alexander su padre.
– Bueno, eso sólo ya sería una razón más que suficiente para no divorciarse, ¿no crees? Saldría otra vez a la luz todo el tema de Anna y el padre desconocido de la niña, y Dolly tiene… ¿cuántos años? ¿Seis? Ya es bastante mayor para entender.
– Sí, tienes razón. Tendría que haber pensado en eso. ¡Mierda! -Cambió de humor repentinamente como solía hacerlo-. ¿Y tú? -dijo radiante-. ¿Alguna esposa en vista?
– No. -Miró el reloj de pulsera de oro que Alexander le había regalado en Londres y terminó su copa-. Es hora de ir, mamá.
– ¿Elizabeth sabe que estás aquí? -preguntó Ruby poniéndose de pie.
– No.
Cuando llegaron a la plataforma del teleférico, los estaba esperando Sung. Lee se detuvo de golpe, sorprendido. Su padre, que estaba llegando a los setenta, se había transformado en un venerable anciano chino. La fina barba le llegaba hasta el pecho, tenía las uñas de dos centímetros de largo, la piel, aunque avejentada y algo amarillenta, se veía tersa y sus ojos eran sólo dos surcos dentro de los cuales se deslizaban sincrónicamente dos bolitas negras. Mi papá. Sin embargo, yo considero a Alexander como mi verdadero padre. ¡Oh, cuánto camino hemos recorrido en este viaje increíble! ¿Y hacia dónde navegaremos cuando el viento vuelva a soplar?
– Papá -dijo, haciendo una reverencia y besando la mano a Sung.
– Mi querido muchacho, te ves muy bien.
– ¡Vamos, todos a bordo! -dijo Ruby con impaciencia, lista para presionar el timbre eléctrico que accionaba el motor.
Está ansiosa de vernos a todos juntos, pensó Lee mientras ayudaba a Sung a subir al funicular. Mi madre anhela que todos nos queramos y seamos felices. Pero eso es imposible.
Los recibió Elizabeth, y Ruby estaba tan ansiosa por ver su reacción cuando descubriera al invitado inesperado, que empujó a Lee para que entrara delante de Sung y de ella.
¿Cómo es ver a la mujer de tu vida después de tanto tiempo? Para Lee fue muy doloroso. Sus sentimientos se convulsionaron, y transmitieron a su mente una mezcla de agonía, angustia y dolor. Lo que vio fue un fantasma borroso formado por todas esas emociones, no a Elizabeth.
Besó la mano del fantasma con una sonrisa, la felicitó por su apariencia y pasó a la sala para que ella pudiera saludar a Ruby y a Sung. Alexander y Constance Dewy estaban allí. Constance se acercó, lo besó, le estrechó la mano y lo miró con una elocuente simpatía que lo dejó perplejo. En cuanto estuvo a salvo, sentado en su silla, se dio cuenta de que no había visto realmente a Elizabeth.
Tampoco pudo verla durante la cena. Eran seis los que estaban sentados a la mesa. Alexander había decidido no ocupar las cabeceras, así que Lee estaba sentado en un extremo de uno de los lados y Elizabeth en el otro. En el medio estaba Sung. Enfrente de él estaba Alexander, y más allá, Constance y Ruby.
– No es socialmente correcto -dijo Alexander alegremente-, pero en mi propia casa soy libre de poner a los hombres juntos y dejar que las mujeres conversen de sus temas femeninos. No nos quedaremos aquí a beber oporto y fumar cigarros, saldremos con las damas.
Lee bebió más vino del que acostumbraba. Sin embargo, la comida, tan excelente como siempre (según le habían dicho, Chang continuaba siendo el jefe de la cocina), lo mantuvo relativamente sobrio. Cuando volvieron a la sala para tomar el café y fumar cigarros o cigarrillos, él desbarató el orden que Alexander había planeado y apartó su silla de los demás, aislándose de la diversión. La habitación estaba intensamente iluminada. Las arañas de cristal de Waterford estaban equipadas con bombillas eléctricas en lugar de velas. Los candelabros de pared también se habían adaptado para poder ser utilizados con electricidad. Es muy agresivo, pensó Lee. Ya no quedaban agradables lagunas de oscuridad, había desaparecido el resplandor verde de las lámparas de gas y la suave luz dorada de las velas. La electricidad será nuestro futuro pero no es… romántica. Es más bien despiadada.
Desde donde estaba podía ver a Elizabeth con asombrosa claridad. Era muy hermosa. Como un cuadro de Vermeer, brillantemente iluminado, perfecto en cada detalle. Su cabello seguía tan negro como el de él. Sus suaves ondas terminaban en un moño en la parte de atrás de su cabeza. No llevaba los bucles ni los rizos que se habían puesto de moda. ¿Alguna vez se vestía de un color más encendido? No que él recordara. Esa noche llevaba un vestido azul metálico oscuro de crespón de seda con la falda relativamente recta y sin cola. Por lo general, ese tipo de vestidos estaba adornado con abalorios, pero el de ella era liso y sin borlas; tenía tirantes en torno a los hombros que lo mantenían en su lugar. El conjunto de diamantes y rubíes brillaba alrededor de su cuello, en sus orejas y en sus muñecas. El anillo de compromiso de diamantes era deslumbrante. Sin embargo, la turmalina había desaparecido. No llevaba anillos en la mano derecha.
Los demás estaban conversando animadamente. Lee bebió un trago y le habló.
– No tienes puesto tu anillo de turmalina -dijo.
– Alexander me lo dio por los hijos que iba a tener -respondió ella-. Verde por los niños, rosa por las niñas. Pero como no le di ningún varón, dejé de usarlo. Pesaba mucho.
Y para sorpresa de él, se acercó a la caja plateada que estaba en la mesa cerca de su silla, extrajo un largo cigarrillo y buscó a tientas la caja de cerillas, también forrada en plata. Lee se puso de pie, la cogió, sacó una cerilla y le encendió el cigarrillo.
– ¿Me acompañas? -preguntó, y alzó la mirada buscando sus ojos.
– Gracias. -No había mensajes ocultos en esa mirada, era sólo un acto de cortesía. Regresó a su silla-. ¿Cuándo empezaste a fumar?-preguntó.
– Hace siete años, más o menos. Sé que las mujeres no deberían hacerlo, pero creo que me contagié de tu madre. Me di cuenta de que, últimamente, no me importa lo que piensen los demás. Sólo fumo después de la cena, pero si Alexander y yo vamos a Sydney y comemos en un restaurante, yo fumo cigarrillos y él cigarros. Es divertido ver las reacciones de los demás comensales -dijo sonriendo.
Ése fue el fin de la charla. Elizabeth continuó fumando, disfrutando con fruición de su cigarrillo, mientras Lee la estudiaba.
Alexander se había enzarzado con Sung en una charla de negocios. Ruby se preparaba para tocar el piano flexionando discretamente los dedos. Una molesta rigidez se estaba apoderando de sus manos. Un dolor que se volvía más agudo por las mañanas. Pero la conversación entre Alexander y Sung iba subiendo de tono y ella sabía que no le agradecerían que se pusiera a tocar en ese momento. Constance se había quedado dormida bebiendo su copa de oporto. Estaba adquiriendo hábitos de anciana. Así que, como no tenía nada mejor que hacer, Ruby se dedicó a observar, arrobada, a su gatito de jade. El estaba mirando a Elizabeth, que había girado la cabeza para escuchar lo que decían Alexander y Sung, ofreciendo su perfecto perfil a Lee. Ruby sintió que el corazón se le encogía. Sin darse cuenta, se llevó la mano al pecho, como si tratara de comprobar que estaba viva. ¡Oh, esa mirada en los ojos de Lee! Deseo explícito, anhelo absoluto. Si se hubiera levantado y hubiera empezado a arrancarle la ropa a Elizabeth, no hubiera sido tan explícito como esa mirada. ¡Mi hijo está perdidamente enamorado de Elizabeth! ¿Desde hace cuánto tiempo? ¿Acaso había sido por eso que…?
Ruby se puso de pie y se dirigió al piano provocando un estruendo que despertó a Constance e interrumpió la discusión entre Sung y Alexander. Extrañamente, encontró una fuerza y una expresividad en sus dedos que creía haber perdido para siempre. De todos modos, no era el momento para interpretar a Brahms, a Beethoven o a Schubert. Era la ocasión adecuada para Chopin; Chopin en un tono menor. Esas intensas ondulaciones y esos glissandi tan llenos de lo que acababa de ver en los ojos de su hijo. Amor insatisfecho, amor obsesivo, la clase de deseo que debió de sentir Narciso cuando trataba en vano de capturar su imagen en la laguna, o Eco cuando lo miraba.
Así permanecieron hasta tarde, embelesados por Chopin. Elizabeth, de vez en cuando, fumaba un cigarrillo que Lee le encendía. A las dos de la madrugada, Alexander pidió té y bocadillos, y después insistió para que Sung se quedara a pasar la noche allí.
Más tarde, caminó hasta el funicular con Lee y Ruby y encendió él mismo el motor en lugar de llamar al encargado.
Cuando estaban en el funicular, Ruby tomó las manos de Lee entre las suyas.
– Has tocado maravillosamente hoy, mamá. ¿Cómo sabías que tenía ganas de escuchar Chopin?
– Porque vi el modo en que mirabas a Elizabeth -dijo ella bruscamente-. ¿Cuánto hace que estás enamorado de ella?
Por un momento, él se quedó sin aliento.
– No sabía que se notaba tanto. ¿Alguien más se ha dado cuenta?
– No, mi gatito de jade. Nadie se dio cuenta aparte de mí.
– Entonces mi secreto está protegido.
– Tan seguro como si yo no lo supiera. ¿Cuánto hace, Lee? ¿Cuánto hace?
– Desde que tenía diecisiete años, creo, aunque me llevó tiempo darme cuenta.
– Por eso nunca te casaste, por eso no quieres estar aquí durante mucho tiempo y siempre estás huyendo. -Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas-. ¡Oh, Lee, qué desgracia!
– Y eso no es nada -dijo él secamente. Buscó en el bolsillo su pañuelo-. Toma.
– Entonces ¿por qué volviste a casa?
– Para verla de nuevo.
– ¿Esperabas que se te hubiera pasado?
– Oh, no, sabía que no se me había pasado. Es algo que rige mi vida.
– La esposa de Alexander… ¡Qué reservado eres! Cuando dije que se podría divorciar de Alexander, no te aprovechaste de mi argumento sino que lo echaste por tierra. -Tembló, aunque el aire era cálido como en verano-. Nunca te librarás de ella, ¿verdad?
– Jamás. Ella significa para mí más que mi propia vida.
Se volvió hacia él y lo abrazó.
– ¡Oh, Lee, mi gatito de jade! ¡Ojalá pudiera hacer algo!
– No, mamá, y tienes que prometerme que no intentarás hacer nada.
– Lo prometo -susurró contra su chaleco, y después lanzó una ronca carcajada-. Te mancharé de carmín si me sigues abrazando. Las empleadas de la lavandería chismorrearán.
Él la abrazó más fuerte.
– Mi adorada madre. No me extraña que Alexander te ame tanto. Eres como una pelota de goma, siempre te adaptas a la situación. De verdad, estaré bien.
– ¿Te vas a quedar esta vez? ¿O vas a volver a huir?
– Voy a quedarme, Alexander me necesita. Me di cuenta en cuanto vi a papá. Se retiró de todo excepto de su identidad china. No importa cuánto ame a Elizabeth. No puedo dejar solo a Alexander. Le debo todo lo que soy -dijo Lee, y después sonrió-. ¡Elizabeth fuma!
– Necesita ese no sé qué que le da el tabaco, pero los cigarros que fumo yo son demasiado fuertes. Alexander encarga que elaboren los cigarrillos para ella en Jackson, en Londres. Todo es difícil para ella. Lo único que tiene es a Dolly.
– ¿Es adorable la niña, mamá?
– Muy dulce y bastante inteligente. Dolly no será nunca como Nell, sino que se parecerá a las hijas de Dewy: inteligente, vivaz, bella y educada en un nivel adecuado para una mujer. Se casará con algún buen partido que Alexander apruebe y, tal vez, incluso pueda darle finalmente algún heredero varón.
Iluminación
Ver a Lee después de tantos años conmocionó profundamente a Elizabeth, que no imaginaba ni remotamente que él hubiera regresado. Era cierto que su marido se había mostrado de muy buen humor al llegar, pero ella lo atribuyó al éxito de su viaje, a alguna nueva e interesante iniciativa que tal vez se estuviese gestando en su infatigable mente. En parte sentía curiosidad por saber en qué estaba embarcado ahora, pero cuando él entró, con aire despreocupado, Elizabeth se abstuvo de preguntar. Él se dirigió a su cuarto de baño para quitarse de encima la suciedad acumulada durante el viaje y, antes de cambiarse para la cena, se acostó a dormir una reparadora siesta. Mientras tanto, ella se ocupó de la cena de Dolly, le dio un baño, le puso el camisón, la llevó a su cama y le leyó un cuento. A Dolly le gustaban mucho los cuentos, y ya se intuía que sería una buena lectora.
Era una niña encantadora, exactamente la clase de niña con la que Elizabeth se sentía a gusto: ni terriblemente inteligente como Nell, ni retrasada como Anna. Su pelo se había ido oscureciendo y ahora lo tenía de un castaño claro con reflejos dorados, pero seguía siendo rizado, y sus grandes ojos del color de las aguamarinas eran ventanas a las que asomaba un alma apacible. Los hoyuelos de sus mejillas se acentuaban de un modo adorable cuando sonreía, lo que sucedía a menudo. Le habían regalado un gatito, para ver cómo lo trataba; cuando se comprobó que Suzie (en realidad un macho castrado) estaba a sus anchas en compañía de la pequeña, le regalaron un cachorro, Bunty, un perro castrado de tamaño pequeño y grandes orejas caídas, que se desvivía por agradar a su ama. Todas las noches se metían en la cama con Dolly, acurrucados uno a cada lado de la niña. Aquel espectáculo no agradaba a Nell, preocupada por la tiña, los ascárides, las pulgas y las garrapatas. Elizabeth le explicó que los animales eran bañados periódicamente y le aseguró que sólo cuando alguna de esas plagas apareciera ella empezaría a preocuparse. Después agregó que esperaba que cuando Nell tuviera sus propios hijos no los criaría ahogados por un exceso de higiene.
Cuidar de Dolly había dulcificado un poco a Elizabeth; lo que ocurría era, simplemente, que no podía mantener ese rígido control que solía ejercer sobre sí misma cuando se enfrentaba a los dramas cotidianos de una niña cuya vida era esencialmente feliz, desde algún arañazo hasta un pequeño corte, pasando por la muerte de un canario. A veces no podía contener la risa y otras veces debía reprimir las lágrimas. Para una madre, Dolly era un regalo del cielo.
La niña parecía no recordar a Anna y, sin darse cuenta, llamaba «mamá» a Elizabeth y «papá» a Alexander. Pero Elizabeth sospechaba que en algún rincón de su mente había, tal vez sepultados, recuerdos de los días que había compartido con Anna, porque de vez en cuando mencionaba a Peony, una señal de que podía remontar sus evocaciones a la época de Anna.
Lo peor de todo era que Dolly no podía asistir a la escuela en la ciudad. Si la enviaran, no faltaría algún niño malévolo o desconsiderado que le revelara quién era su verdadera madre y su discutible padre. Así que, por el momento, era Elizabeth quien se ocupaba de educarla. El año siguiente, cuando cumpliera siete, tendría que tener una institutriz. Fueran como fueran nuestros hijos, reflexionaba Elizabeth, nunca pudimos enviarlos a una escuela común, lo cual es una tragedia. Y también Dolly tiene ese matiz propio de los Kinross, que los hace demasiado diferentes de los otros niños como para mezclarse con ellos.
La idea de contar a la niña la verdad acerca de sus padres obsesionaba a Elizabeth, que se atormentaba haciéndose preguntas que nadie habría podido responder. Ni Ruby, ni mucho menos Alexander. ¿Cuál era la edad apropiada para pasar por una conmoción tan atroz? ¿Antes de la pubertad, o después? El sentido común le decía que, a la edad que fuese, Dolly quedaría marcada por la revelación. Eso era razonable, pero ¿qué pasaría si quedaba trastornada en lugar de quedar marcada? ¿Y cómo se le explica a una pequeña dulce e inofensiva que su madre era una retrasada mental que había sido víctima de la violación de un hombre monstruoso, y, además, que ella era hija de esa violación? ¿Y que la niñera de su madre había matado a aquel hombre de la manera más horrible y había muerto en la horca por ese crimen? Muchas noches, la almohada de Elizabeth se empapaba con las lágrimas que derramaba mientras rumiaba y se atormentaba pensando cuándo, dónde y cómo contar a Dolly lo que la niña tenía que saber antes que la realidad la golpeara con toda su crueldad. Lo único que podía hacer era amar a la pequeña, construir en torno a ella un mundo seguro y colmado de amor incondicional que pudiera servirle como sostén cuando ese día espantoso llegara. Y Alexander, había que agradecerle eso, había sido igualmente cariñoso, mucho más paciente y complaciente que con sus propias hijas, incluso con Nell. Nell… Una mujer joven y solitaria, dura, inquebrantable, y a veces hasta cruel. ¡Ni pensar en novios con la vida que llevaba! Cuando no estaba enfrascada en sus libros de medicina o defendiéndose de los sarcasmos de sus profesores, se dedicaba a supervisar el encierro de Anna. Elizabeth sufría por ella, aunque era consciente de que Nell se habría burlado de ella por ese sufrimiento. Ser Alexander era una cosa, pero ser su versión femenina era algo muy distinto. ¡Oh, Nell, decídete a ser feliz en algo antes de que sea demasiado tarde!
En cuanto a Anna, la situación era insoportable. Cuando Nell le había prohibido que visitara la casa de Glebe, Elizabeth se había resistido con uñas y dientes, pero lo único que había logrado era chocar contra la voluntad de hierro de Alexander. Una batalla perdida, igual que su vida con Alexander. Pero lo que hizo que esa derrota fuera infinitamente peor fue el hecho de comprender que, a pesar de todo, ella agradecía, penosamente, que le hubieran prohibido verla. ¡Oh, qué alivio sentía por no tener que ver en lo que se había convertido Anna! Pero no podía evitar el dolor que la embargaba por haber de admitir que ella, Elizabeth, nunca era lo suficientemente fuerte.
Elizabeth bajó antes que Alexander para asegurarse de que las órdenes que él había dado a propósito del arreglo de la mesa para la cena se hubieran obedecido. Si cenaban solos, o con Ruby, no se preocupaban por su atuendo, pero esa noche estaría Constance, y también Sung, así que Elizabeth se había vestido para la ocasión. Nada especial, pues tenía muchos vestidos nuevos en tonos pasteles en su guardarropa, pero lo que se puso fue el vestido azul marino de crespón de seda, y los zafiros y diamantes.
Una de las últimas innovaciones instaladas en la casa era un timbre eléctrico que sonaba cuando el funicular llegaba a la cima de la montaña; por lo general, Alexander salía hasta la puerta a esperar a los recién llegados, pero esa noche todavía no había bajado cuando sonó el timbre. Así que fue Elizabeth quien acudió, para ver cómo Sung y Ruby subían las escaleras, seguidos por alguna otra persona. De pronto, el misterioso invitado estuvo frente a ellos, con los ojos fijos en ella, ¿sin verla? Lee. En ocasiones como ésa -pero ¿había habido alguna ocasión como ésa?- la prolongada y compulsiva actitud de compostura que solía exhibir Elizabeth se tornaba más rígida, una sonrisa amable se dibujaba en su rostro y su cuerpo se tensaba. Pero era así sólo en apariencia. Detrás de aquella máscara, la emoción se desplegaba como la enorme nube de polvo que producía una voladura en la cantera y con la misma impronta de intensa agitación. Sabía que si daba un paso se derrumbaría, que se le aflojarían las piernas, así que se quedó absolutamente inmóvil mientras decía alguna nimiedad para darle la bienvenida, lo veía pasar junto a ella para saludar a Alexander, que en ese momento bajaba la escalera rumbo a la puerta, y aprovechó la presencia de Sung y Ruby para intercambiar cortesías con ellos. Sólo después, cuando todos se arremolinaron en torno a su esposo, trató de ponerse en movimiento. Primero un pie, después el otro; sus piernas le respondían, podía caminar.
Gracias a Dios, Alexander le había asignado un lugar del mismo lado de la mesa que a Lee pero no junto a él, así que aprovechó para conversar con Ruby, sentada frente a ella, rebosante de alegría por el regreso de Lee. Lo único que Elizabeth tuvo que hacer fue intercalar algún que otro «sí», «no», o «hmmm». Constance Dewy, alma generosa, parecía sentir lo mismo que ella, y también dio vía libre a Ruby para que dijera todo lo que tenía que decir.
Mientras Ruby hablaba y hablaba y Constance la escuchaba con atención, Elizabeth trataba de adaptarse a la idea de que estaba completa y desesperadamente enamorada de Lee Costevan. Para sus adentros, siempre había pensado que lo que sentía por él era una especie de atracción, algo por lo que no debía preocuparse demasiado. Todo el mundo se sentía atraído por alguien, de vez en cuando, ¿por qué no ella? Pero en el momento en que lo vio, después de siete años de ausencia, comprendió por fin lo que le pasaba. Lee era el hombre que ella habría elegido para casarse, el único que habría elegido. Claro que si no se hubiera casado con Alexander jamás habría conocido a Lee. ¡Oh! ¡Qué cruel es la vida! Lee es el hombre, el único, se dijo.
Incluso después, en la sala, cuando Lee decidió sentarse apartado de los demás, se apoderó de ella una agitación tal que no le permitió percibir en él la menor señal de que hubiera esperanza alguna. Pero ¿qué estaba pensando? ¿Esperanza? ¡Gracias a Dios, él se mostraba indiferente! En eso radicaba su salvación. Si él hubiese correspondido su amor, muchos mundos habrían llegado a su fin. Aunque, ¿por qué Ruby tocaba sólo aquellas obras tristes y cargadas de nostalgia de Chopin? Y lo hacía con una destreza y un sentimiento que, al parecer, debían de superar las posibilidades de sus artríticas manos. Cada una de las notas golpeaba a Elizabeth como si tuviera la consistencia de una nube, o del agua. Agua. Descubrí mi destino en el estanque, y pasaron quince años antes de que me diera cuenta. El año próximo cumpliré cuarenta, se dijo Elizabeth, y él sigue siendo un hombre joven que vive buscando aventuras en tierras remotas. Alexander lo había obligado a ocupar el lugar de los hijos varones que yo no tuve, y su sentido del deber lo había forzado a obedecer ese mandato. Porque aunque no sienta nada por mí, sé que no se siente feliz estando aquí.
Cuando Lee miraba a Ruby, algo a lo que dedicaba largos momentos, ella podía mirarlo con la delicada lucidez que le inspiraba el haber admitido que lo amaba. Pero nadie advertía cómo lo miraba; se había sentado de tal modo que los demás no le veían la cara. Alguna vez había dicho a Alexander que para ella Lee era una serpiente dorada, pero ahora comprendía todos los matices de esa metáfora, y por qué se le había ocurrido. No era apropiada, había surgido de sus sentimientos reprimidos, y no tenía nada que ver con lo que él era. Lee era la personificación del sol, el viento y la lluvia, los elementos que hacían posible la vida. Lo extraño era que le recordaba a Alexander: esa virilidad colosal que no conocía la duda, una mente aguda y proclive a la técnica, el dinamismo, el poder a flor de piel. Sin embargo, a uno de ellos no soportaba tocarlo, y en cuanto al otro, se moría por que la tocara. La diferencia más importante entre los dos era su amor, que no sentía por aquel que legalmente tenía derecho a él, y que ella habría prodigado de buena gana al otro, sin la menor esperanza de que le fuera correspondido.
Esa noche no durmió, y de madrugada se deslizó sigilosamente en la habitación de Dolly con un suave «shhh» dirigido a las mascotas que, a diferencia de la pequeña, se despertaron apenas ella entró. Acercó una silla, se sentó junto a la pequeña cama para observar cómo la llegada del día se apoderaba de aquel dulce rostro dormido, y llegó a la conclusión de que a esta niña nunca le tocaría vivir nada parecido a lo que les había caído en suerte a Nell o Anna. Por lo tanto, no habría que contarle nada acerca de sus orígenes antes de que madurara. Dolly disfrutaría de una infancia idílica de risas, ponis, y las amables lecciones que le procurarían las buenas maneras y la delicadeza que merecía, sin que ninguna pesadilla ni un «hombre del saco» la atormentaran, y sin que ningún rumor la acosara. En su vida no habría más que abrazos y besos.
Sólo entonces, mientras contemplaba aquel dulce rostro dormido, Elizabeth finalmente logró comprender lo que su propia infancia había significado para ella, y cuan acertado era el juicio que Alexander se había formado acerca del doctor Murray. Yo le hablaré a Dolly acerca de Dios, pero no del Dios del doctor Murray. Y nunca permitiré que una imagen aterradora de Satanás tiña su vida. Y de pronto comprendo que algo tan trivial como una pintura colgada en una pared puede hacer tanto daño a una vida naciente como la verdad acerca del origen de Dolly. No deberíamos ser atemorizados para inculcarnos que seamos niños buenos, deberíamos ser guiados hacia la bondad por padres que sean tan importantes para nosotros que no soportemos la idea de decepcionarlos. Dios es demasiado intangible para la percepción de un niño; es responsabilidad de los padres comportarse como personas a quienes sus hijos puedan amar y valorar por sobre todas las cosas. Así que no consentiré a Dolly ni le daré todo lo que me pida, y cuando le exija algo lo haré de un modo que le inspire respeto. ¡Oh, mi padre y su bastón! Su desprecio por las mujeres. Su egoísmo. Me vendió por una pequeña fortuna, de la cual no gastó ni un centavo. Mary sí supo qué hacer. Cuando Alastair heredó ese dinero, Mary lo gastó en unas pocas fruslerías y muchas cosas importantes. Todos sus hijos recibieron educación gracias a ese dinero, los varones pudieron estudiar en la universidad, y las niñas lo suficiente para llegar a ser maestras de escuela o enfermeras. Fue una buena madre, y Alastair un buen padre. ¿Qué daño puede hacer servir mermelada en la mesa del desayuno todos los días?
Debí negarme a ser vendida, aunque eso también fue culpa de Alexander, por ofrecerse a comprarme. Lo único que mi padre quería era el dinero, pero ¿qué era, exactamente, lo que quería Alexander? ¡Oh, hace tanto tiempo de eso! Veintidós años han pasado desde que me casé con él y todavía no lo sé. Una esposa virgen, desde ya. Hijos, sobre todo varones, sí. Burlarse de mi padre y del doctor Murray, eso también. Pero ¿qué más? ¿Pensaría que el deber conduciría al amor? ¿Se creería capaz de convertir el deber en amor? Pero no estaba dispuesto a entregarse por entero a nuestro matrimonio; conservó a Ruby, por si acaso. Pobre mujer, tan tremendamente enamorada de él, y tan poco apropiada como esposa. Y cuando ella le dijo que jamás se rebajaría a casarse con nadie la creyó porque aquello era lo que él quería oír. ¡Qué tonto! Yo sé que si él se lo hubiera pedido, ella le habría dicho: ¡Sí, sí, sí! Y se habrían amado locamente y tal vez habrían tenido media docena de hijos. Pero él no vio a la castellana regia que se escondía detrás de la dama de turbia reputación hasta que fue demasiado tarde. Ruby, Ruby, arruinó tu vida también.
Cuando Dolly despertó y vio allí a su mamá le tendió los brazos reclamando sus abrazos y sus besos. ¡Qué bien olía después de una noche apacible! ¡Oh, Dolly, sé feliz! Cuando te enteres, acepta la verdad como algo que no importa ni un ápice comparada con el amor.
Cuando Elizabeth bajó rumbo al invernadero a desayunar encontró allí a Lee y Alexander. Ese era el Lee que a ella más le gustaba, vestido con su viejo mono de trabajo y una gastada camisa arremangada.
– ¿Por qué vosotros, los hombres -preguntó mientras se sentaba y aceptaba la taza de té que le ofrecía Alexander-, no os cortáis las mangas de las camisas?
Los dos la miraron azorados. Luego, Alexander se echó a reír y alzó los brazos por encima de su cabeza en un gesto triunfal.
– Mi querida Elizabeth, ¡una pregunta imposible de responder! ¿Por qué no hacemos eso, Lee? Es perfectamente razonable, como servir el jerez en vasos grandes.
– Creo que no lo hacemos -dijo Lee, sonriendo con esa expresión inescrutable de los chinos- porque se nos ha inculcado que cuando estamos frente a una dama, un gerente de banco o un funcionario, debemos bajarnos las mangas para vernos como caballeros.
– Después de semejante comentario yo me atrevería a cortar las mangas de mis camisas -dijo Alexander ofreciendo a su esposa la bandeja de las tostadas.
– Si tú lo haces, yo también -dijo Lee poniéndose de pie-. Voy a la planta de cianuro, hay problemas con la electrólisis y estamos perdiendo demasiado zinc. Elizabeth, a tus órdenes.
Ella inclinó la cabeza y murmuró algo ininteligible; en cuanto Lee se hubo marchado untó un poco de mantequilla en una tostada fría y luego le dio un mordisco simulando que le gustaba.
– ¿Qué harás hoy? -preguntó Alexander mientras recibía una tetera de té recién hecho de manos de la señora Surtees-. Toma, éste está caliente.
– Estaré toda la mañana con Dolly. Después, tal vez salga a cabalgar.
– ¿Qué tal es la nueva yegua?
– Muy buena, pero es difícil reemplazar a Crystal.
– A todo ser viviente le llega su hora -dijo él afablemente, preguntándose cómo iba a decirle que a Anna no le quedaba mucho tiempo de vida.
– Sí.
– ¿Cómo llamas a ésta? ¿Has tenido en cuenta que es torda?
– Cloud, porque me recuerda a una nube.
– Me gusta -replicó él, y se puso de pie, mirándola con el entrecejo fruncido-. Elizabeth, no te estás alimentando bien. Anoche apenas picoteaste la comida, ahora ni siquiera te has terminado la tostada. Pediré que traigan más, recién hechas.
– No, Alexander, por favor. Prefiero que la mantequilla no se derrita.
– A mí no me lo parece.
Pero, después de haber dicho lo suyo, se marchó, y Elizabeth pudo deshacerse de la tostada. Bebió el té, sin azúcar, como siempre; cuando se puso de pie la cabeza le daba vueltas. Él tenía razón, no se estaba alimentando bien. Tal vez lo haría en el almuerzo. Si Lee está ocupado en la planta de cianuro, no vendrá a almorzar, así que si pido a la señora Surtees que Chang prepare algo que me guste de verdad tal vez pueda comer algo.
La señora Surtees entró mientras Elizabeth trataba de recuperar el equilibrio y acudió a ayudarla.
– Señora Kinross, usted no está bien.
– Estoy perfectamente. Un poco mareada, nada más. Es que no tengo apetito.
La señora Surtees sirvió otra taza de té y le agregó una cucharada de azúcar.
– Tenga, beba esto. No le gustará, pero se sentirá mejor. Pondré una jarra de zumo de naranja en la mesa del almuerzo. Es sorprendente lo que duran nuestras naranjas si las dejamos en el árbol. -Satisfecha de que Elizabeth hubiera bebido gran parte del té durante el breve sermón, sonrió y se retiró rumbo a la cocina.
El té endulzado había dado resultado. Elizabeth fue en busca de Dolly sin haber hablado del menú para el almuerzo. Y no le importó. Chang y la señora Surtees eran muy capaces de decidirlo solos. Y yo, pensó Elizabeth, he de pensar en cosas que nada tengan que ver con Lee…
Lee. El mismo que logró maquinar excusas para no cenar en la casa: tenía que ocuparse de la refinería, o los genios del centro de investigaciones habían descubierto un problema u otro.
Un misterio para Alexander, a quien le gustaba hablar de negocios con Lee mientras almorzaban, pero aceptaba de buena fe los motivos que Lee aducía; para Alexander eran síntomas de lo difícil que había sido administrar razonablemente Apocalipsis durante la ausencia de Lee. Ya había pasado aquella época en que criticaba todo lo que Lee decía o hacía; a estas alturas Alexander admitía que Lee tenía talento, era competente, estaba enterado de todo y tenía cabeza para los negocios. Cuando se enteró de que Lee solía encontrar tiempo para almorzar con su madre en el hotel, lo que le ahorraba el traslado hasta la cima de la montaña, Alexander decidió almorzar también en el hotel.
Constance Dewy había regresado a Dunleigh; Elizabeth tenía la casa para ella sola. Si se preguntaba por qué no había visto a Ruby por allí, atribuía su ausencia a Lee, que se apegaba a la ciudad de Kinross y al pie de la montaña como un cerdo a la lana.
El verano fue muy caluroso y seco. La presión del aire, pesado e inerte, era tan implacable que no había forma de evitarla, ni dentro ni fuera de la casa.
Alexander se tomó el tiempo libre suficiente y construyó una piscina para Dolly a la sombra de algunos árboles que no eran del agrado de las cigarras, y le enseñó a nadar.
– Contiene poca agua, así que es fácil cambiarla cuando empiezan a crecer las algas y se ensucia -dijo a Elizabeth, que agradeció inmensamente su solicitud-. He puesto a Donny Wilkins a trabajar en la idea de unos baños públicos, a ver si encuentra la forma de mantener un volumen considerable de agua siempre limpia y saludable. Si resolvimos el problema de las aguas residuales con uno de nuestros sistemas de cloacas, ¿por qué no equipar la ciudad con piscinas para que todos sus habitantes puedan nadar? -agregó con una sonrisa más bien diabólica-. Pero lo que quiero es que se mezclen hombres y mujeres. Si hiciéramos eso molestaríamos un poco a los metodistas, ¿no te parece? No veo por qué el placer de refrescarse en un baño público debería estar limitado porque los miembros de una familia no pueden retozar juntos. ¡Piensa en la excitación que provocaría a un muchacho ver los pezones erectos de una chica bajo su traje de baño mojado!
Elizabeth no pudo contener la risa.
– Ésa es la clase de cosas que deberías callar y dejar que las dijera Ruby -replicó, sin el menor sarcasmo.
– ¿Y de dónde crees que saqué la idea? Sólo que ella agregó algo más: que las chicas se excitarían tanto como los muchachos cuando vieran sus trajes de baño adheridos a sus… ehh…
– ¡Repugnante! -dijo Elizabeth riendo-. Pronto no quedará ningún misterio por descubrir…
Alexander también instaló grandes ventiladores en cada uno de los extremos del ático para que hicieran entrar el aire fresco y expulsaran el aire caliente. Elizabeth estaba sorprendida por el resultado, incluso en la planta baja. Sin duda el hotel Kinross también los tendría, todos los edificios grandes, y, probablemente, tarde o temprano también las casas que contaran al menos con una cámara de aire encima de sus cielorrasos. Apocalipsis subvencionaba los servicios eléctricos y de gas de la ciudad, así que era factible. Alexander nunca descansaba; siempre estaba buscando innovaciones. ¿Haría Lee lo mismo cuando Alexander ya no estuviera? Elizabeth no lo sabía a ciencia cierta. De todas formas, aquello ocurriría en un futuro muy lejano, algo que ella sabía cómo afrontar. Para entonces Dolly ya sería adulta y estaría casada, y nada retendría a Elizabeth allí. Por fin sería libre de ir a alguna otra parte, y ella sabía adonde quería ir: a los lagos italianos. Allí viviría en paz.
Nell regresó a casa para la Navidad.
Su aspecto escandalizó a su madre y a su padre. ¡Lastimoso! Sus espantosos vestidos eran aún peores que los que usaba antes, absolutamente amorfos, de tela de algodón blanqueado, en marrones y grises apagados. Colores que no le favorecían, que no hacían resaltar el llamativo azul de sus ojos o la tersura de su piel. No tenía un solo par de zapatos, calzaba siempre botas marrones sin tacones cuyos lazos se ajustaban tras los tobillos; usaba medias gruesas de algodón, marrones, ropa interior de algodón, y guantes cortos de algodón, blancos. Tenía un solo sombrero, del típico modelo chino culi.
– Somos más o menos del mismo tamaño, salvo por la altura -dijo Elizabeth la tarde de Nochebuena, mientras se preparaban para recibir a la multitud que habían invitado a la cena de Navidad-. Tengo un vestido de gasa lila flamante en el que te sentirías muy cómoda, y Ruby te ha hecho llegar un par de zapatos, dice que tenéis la misma medida. Y también un par de medias de seda. No necesitas usar corsé, la moda actual no lo exige si no te gusta. ¡Oh, Nell, te verías tan hermosa con la gasa lila! Tú… parece que flotaras… Fue lo primero que noté.
– Eso es porque camino sin contonear las caderas o el trasero -dijo la joven, que detestaba los cumplidos-. Lo llamo un andar disciplinado. No puedes caminar contoneándote y meneando las caderas en un pabellón de hospital, los MR te crucificarían.
– ¿MR?
– Los Médicos Residentes, los que ya tienen su consulta privada y gestionan la asignación de las camas en el hospital. ¿Te das cuenta? -replicó Nell con indignación-. En el vestíbulo del hospital Prince Alfred se apiñan cientos de hombres, mujeres y niños pobres a la espera de una cama ¡y uno comprueba que hay una sola cama disponible porque los MR acaparan el resto para sus pacientes de pago! Algunos de esos pobres mueren esperando que los atiendan.
– Oh -dijo Elizabeth lánguidamente. Y lo intentó de nuevo-: ¡Ponte el vestido de gasa lila, Nell, por favor! Harías feliz a tu padre.
– ¡No, ni loca! -repuso Nell con vehemencia.
De todas formas, se esforzó por mostrarse agradable durante la cena; Elizabeth le había asignado un lugar entre Lee y Donny Wilkins, persuadida de que si todo lo demás fallaba ellos tres podrían hablar de la mina. Pero Nell se veía extravagante, sosa, y, en fin, masculina.
Fue Ruby quien cogió el toro por los cuernos apenas los invitados abandonaron la mesa y pasaron a la enorme sala. Se la veía espléndida. Su vestido de seda de color anaranjado era exquisito y de mucho vuelo, y combinaba a la perfección con su gargantilla de oro con engastes de ámbar. Nell siempre la había querido, así que no presentó la menor objeción cuando Ruby apartó un par de sillones, la hizo sentarse en uno de ellos y se arrellanó en el otro. Sus ojos verdes se amarillearon un poco enmarcados como estaban por tanto oro y naranja. Su silueta, tuvo que admitir el ojo clínico de Nell, de nuevo era espléndida, después de su temporal gordura; Ruby no moriría de apoplejía. De hecho, lo más probable era que Ruby se las arreglara para no morir nunca.
– No te habrías muerto si te hubieras maquillado un poco -dijo Ruby encendiendo un cigarro.
– Tal vez, pero eso te matará a ti -replicó Nell.
– No trates de evitar el tema, Nell. ¿Sabes cuál es el problema contigo? Es simple: estás haciendo todo lo posible por ser un hombre.
– No. Sólo trato de que nadie advierta que soy una mujer.
– Es lo mismo. ¿Cuántos años tienes?
– Cumpliré veintidós el día de Año Nuevo.
– Y todavía eres virgen, estoy segura.
Nell no pudo evitar sonrojarse. Su boca se tensó.
– ¡Maldición! ¡Eso no es asunto tuyo, tía Ruby! -replicó con acritud.
– Sí, es asunto mío, pequeña señorita Medicina. Tú sabes cómo son todos los órganos y también sabes cómo funcionan. Pero no tienes una maldita idea de lo que es la vida, porque lo tuyo no es vida. Eres una trituradora, Nell. Una máquina. Estoy convencida de que eres brillante a la hora de complacer a tus profesores. Estoy segura de que te respetan a pesar de que preferirían no hacerlo, debido a tu sexo. Te has abierto camino en la carrera que has elegido como tu padre se abre camino en las entrañas de esta montaña. Todos los días estás en contacto con la muerte, todos los días asistes a alguna tragedia. Vuelves a ese piso en Glebe y te encuentras con tu hermana, que puede morir en cualquier momento, otro horror. Pero no vives tu vida. Y si no lo haces, no puedes comprender lo que les pasa a tus pacientes, por muy considerada y compasiva que seas con ellos. Te dirán algo vital, tal vez una nimiedad que, sin embargo, te permitiría hacer un diagnóstico acertado, y tú no entenderás.
Los vivaces ojos azules la miraban, asombrados y confusos, como los de una estatua que hubiera cobrado vida. Pero Nell no dijo una palabra, su ira era como las cenizas del frío y apagado hogar de la realidad.
– Querida Nelly, si sigues adoptando una actitud tan masculina terminarás por arruinar tu carrera. Estoy de acuerdo en que la ropa que usas es absolutamente apropiada para el hospital o para trabajar en el laboratorio, pero no es adecuada para una mujer joven, vital que debería estar orgullosa de su femineidad. Has derribado las barreras, pero ¿por qué regalar la victoria a los malditos hombres convirtiéndote en uno de ellos? Pronto estarás usando pantalones, y está bien que los uses en ciertos sitios, pero no por eso te crecerá una polla. Así que, haz algunos cambios antes que sea demasiado tarde. No puedes decirme que no hay bailes o fiestas en la facultad de Medicina, y ésas son ocasiones en las que puedes recordar a esos bastardos que eres una verdadera mujer. ¡Hazlo, Nell! Y guarda la ropa práctica para las ocasiones prácticas. Sal con algunos muchachos, aunque no te sean del todo simpáticos. Estoy segura de que puedes controlarlos si se ponen demasiado pesados. Y si hay alguno que realmente te caiga bien, ¡sigue con la relación! ¡No tengas miedo a lastimarte! ¡Sufre un poco, por tu propio bien! Haz frente a todas esas horribles dudas que aparecen cuando el romance se apaga y estás convencida de que eres tú quien quiere romper y no él. Mírate al espejo y llora. Eso es disfrutar de la vida.
Nell tenía la boca seca. Tragó saliva y apretó los dientes.
– Entiendo, tienes mucha razón, tía Ruby.
– Y basta de llamarme tía, de ahora en adelante seré simplemente Ruby. -Extendió las manos, las cruzó y las abrió, y las miró con desazón-. Mis dedos no se están portando bien esta noche -dijo-. Toca tú en mi lugar, Nell. Pero -agregó con un suspiro- nada de Chopin. Más bien algo de Mozart.
Fue una buena idea, Nell no había descuidado el piano. Dedicó una sonrisa a Ruby y se dirigió al piano de cola enfundada en su espantoso vestido marrón, dispuesta a entretener a los presentes con el chispeante Mozart y el gitano Liszt. Después, Ruby se unió a ella para cantar dúos de ópera, y la noche de Navidad concluyó con todos los invitados cantando sus canciones favoritas, desde I’ll Take You Home Again, Kathleen hasta Two Little Girls in Blue.
Una semana más tarde, durante su cena de cumpleaños, el día de Año Nuevo, Nell llevaba puesto el vestido de gasa lila. Era demasiado corto para ella, pero gracias a las medias de seda y los elegantes zapatos de Ruby ese defecto se convirtió en una ventaja; mostraba lo bien formadas que estaban las piernas de Nell. Se había peinado de modo que resaltaba su rostro alargado, dejando ver parte de la cabeza, y las amatistas de Elizabeth centelleaban en torno a su agraciado cuello. Satisfecha, Ruby notó la mirada de admiración y asombro que le dirigió Donny Wilkins, y el regocijo en la cara de Alexander. ¡Bien hecho, Nell! Has salvado el pellejo, y justo a tiempo. Ojalá Lee te mirara del mismo modo que Donny, pero él tiene puestos los ojos en tu madre. ¡Dios, qué lío!
Nell se marchó dos días después, no sin antes haber hablado con Elizabeth acerca de Anna. La conversación con su padre la había angustiado, pero tal vez eso formaba parte de lo que Ruby le había aconsejado: sufrir por su propio bien y, por lo tanto, disfrutar de la vida.
– Detesto la idea de que cargues tú con el peso, Nell -dijo Alexander-, pero ya sabes cómo están las cosas entre tu madre y yo. Si soy yo quien le explica qué le va a pasar a Anna, se encerrará en su concha y no aceptará compartir su aflicción con nadie. Si se lo dices tú, al menos hay una posibilidad de que ella pueda desahogarse.
– Sí, lo sé, papá -replicó Nell con un suspiro-. Yo me ocuparé.
Y lo hizo, bañada en lágrimas, lo que dio a Elizabeth la oportunidad de cobijar otro cuerpo entre sus brazos, compartir el duelo y las lamentaciones que acompañan al dolor más terrible, la impotencia y la desesperación. Lo que Nell más temía era que Elizabeth pidiera ver a Anna, pero no fue eso lo que ocurrió. Fue como si, tras ese estallido de dolor, ella hubiese cerrado una puerta.
Lee acompañó a Nell hasta el tren; Alexander estaba ocupado con una voladura, algo que le gustaba hacer personalmente, y Elizabeth había salido a dar un paseo, tocada con un sombrero que la protegía del sol, al parecer decidida a compadecerse de las rosas que aún sobrevivían al calor.
Nell nunca había llegado a conocer bien a Lee, y descubrió que la atracción que él despertaba se asemejaba a la que inspiran los reptiles. Algo que, si hubiera estado enterada de la comparación que había hecho Elizabeth, no le habría parecido tan extraño. Aunque estuviera con sus ropas de trabajo, era un caballero de la cabeza a los pies, y pronunciaba las vocales con la distinción de un duque; sin embargo, por debajo de esa apariencia hormigueaba algo peligroso, impalpable y escurridizo, oscuro y al mismo tiempo deslumbrante. Un hombre de verdad, pero de un tipo que ella no comprendía ni le gustaba. Su actitud reticente con él le impedía percibir su dulzura, y su honor y fidelidad incorruptibles.
– ¿Vuelves a las penurias del hospital? -preguntó Lee a Nell mientras bajaban a la ciudad en el funicular.
– Sí.
– ¿Te gusta todo ese ajetreo?
– Sí.
– Pero yo no te gusto -dijo Lee.
– No.
– ¿Por qué?
– Una vez me pusiste en mi lugar. Otto von Bismarck, ¿te acuerdas? -respondió Nell.
– ¡Dios mío! Tendrías seis años. Pero todavía estás resentida, por lo que veo. Es una lástima.
No volvieron a hablarse hasta que llegaron a la estación ferroviaria y él llevó el equipaje de Nell a su compartimiento.
– Esto es verdaderamente suntuoso -dijo ella, echando una mirada alrededor-. Nunca lograré acostumbrarme.
– A su debido tiempo lo lograrás. No reproches a Alexander los frutos de su empeño.
– ¿A su debido tiempo? ¿Qué quieres decir con eso?
– Eso, nada más. Con el tiempo, los impuestos harán que esa… eh… esa exagerada suntuosidad resulte prohibitiva. Pero siempre habrá vagones de primera clase y vagones de segunda clase.
– Mi padre te ama. Daría la vida por ti -dijo ella inopinadamente mientras se sentaba.
– Yo también daría la vida por él.
– Yo lo decepcioné dedicándome a la medicina.
– Sí, es cierto. Pero no lo hiciste por venganza. Eso sí que lo habría afectado de veras.
– Yo debería amarte. ¿Por qué no puedo?
Lee le tomó la mano y se la besó.
– Espero que nunca lo sepas, Nell. Adiós.
Lee se marchó. Nell se sentó mientras sonaba el silbato y el tren comenzaba a dejar oír toda la cacofonía que anunciaba su inminente partida. Y frunció el entrecejo. ¿Qué había querido decir Lee? Después, rebuscó en su bolsa hasta que encontró su manual de medicina; en un santiamén, Lee y la suntuosidad del compartimiento privado de su padre se esfumaron de su mente. El año que comenzaba era el tercero y último, y estaría plagado de exámenes en los que seguramente la mitad de los estudiantes suspenderían. Pues bien, Nell Kinross aprobaría, aunque para ello tuviera que resignarse a no disfrutar de la vida. Novios… ¡Qué chorrada! ¿Quién tenía tiempo para eso?
El verano siguió haciéndose sentir hasta que finalmente exhaló su último aliento, el 15 de abril de 1898.
Anna murió tras una serie de ataques epilépticos el 14 de abril por la mañana temprano. Tenía veintiún años. Su cuerpo fue llevado a Kinross para ser inhumado en el cementerio de la cima de la montaña en un funeral íntimo al que asistieron Alexander, Nell, Lee, Ruby y el reverendo Peter Wilkins. Alexander había escogido el sitio, no lejos del ala de su galería, a la sombra de inmensos árboles gomeros de troncos inmaculadamente blancos; se los podría haber tomado por una hilera de columnas. Elizabeth no asistió al funeral; prefirió quedarse cuidando de Dolly, que retozaba en su piscina, en el otro extremo de la casa. Nell dio por sentado que la puerta se había cerrado para siempre.
Pero más tarde, después de que Lee, Ruby y el señor Wilkins descendieron de regreso a la ciudad, y mientras Nell conversaba con su padre en la biblioteca, Elizabeth fue hasta el montículo de tierra recién removida y depositó allí todas las rosas que pudo encontrar.
– Descansa en paz, mi pobre inocente -dijo, se dio la vuelta y se internó en la espesura.
Hacia el norte, el cielo era una vertiginosa masa de gigantescas nubes de tormenta de color índigo, cuyos bordes se curvaban formando crestas blancas y glaciales que semejaban terribles y rugientes olas marinas; el último aliento del verano prometía desencadenar un verdadero cataclismo. Pero Elizabeth ni siquiera lo advirtió. Siguió avanzando por entre la maleza, rala y seca por la escasez de lluvias, cuyos ocupantes habituales habían desaparecido por temor a la inminente tormenta. Despojada de todo pensamiento consciente, en su mente se entremezclaban miles y miles de recuerdos de Anna que no le dejaban ver el cielo, la espesura o el día, ni tener, siquiera, una imagen de sí misma.
La tormenta se acercaba; una horripilante oscuridad, impregnada de un brillo sulfuroso y del hedor dulzón y nauseabundo del ozono, se cernió sobre la tierra. Sin que nada los anunciara, relámpagos y truenos comenzaron a iluminar el cielo y a invadirlo con su estruendo. Elizabeth no se enteró. Recobró la conciencia cuando lo que parecía una catarata la empapó y, más que nada, porque el sendero por el que había ido abriéndose paso se había convertido en un arroyo cuyo cauce era tan resbaladizo que ya no pudo mantenerse en pie. Así deberían ser las cosas, pensó, como si estuviera soñando, mientras se arrastraba ayudándose con las manos y las rodillas, obnubilada por la lluvia. Así deberían ser. Así deben ser.
– El tiempo ha cambiado, gracias a Dios -dijo Nell a Alexander mientras observaban el estallido de la tormenta desde la ventana de la biblioteca.
De pronto, él saltó como impulsado por un resorte.
– ¡La tumba de Anna! -exclamó-. ¡Tengo que cubrirla! -Y salió a la carrera, sin preocuparse por la lluvia, mientras Nell se dirigía a la cocina y pedía a gritos que alguien lo ayudara.
Cuando regresó, estaba empapado y tiritaba; la temperatura había descendido bruscamente, el frío era insoportable, y el bramido del viento, incesante.
– ¿Estaba todo bien, papá? -preguntó Nell alcanzándole una toalla.
– Sí, la cubrimos con una lona -replicó él, castañeteando los clientes-. Lo extraño es que ya estaba cubierta. De rosas.
– Así que finalmente fue -dijo Nell mientras se enjugaba unas lágrimas-. Ve a cambiarte, papá, o morirás.
No hay ningún peligro de incendio por rayos con este aguacero, pensó Nell, mientras iba en busca de su madre.
Peony estaba dando a Dolly su cena. ¿Tan tarde era?, se preguntó Nell. La tormenta había ocultado el sol; imposible adivinar la hora.
– ¿Dónde está la señorita Lizzy?
Peony levantó la vista; Dolly, sonriente, agitó el tenedor.
– No sé, señorita Nell. Me pidió que me quedara con Dolly…, oh, hará más de dos horas de eso.
En el momento en que Nell se dirigía al vestíbulo Alexander salía de su habitación. Se le veía cansado, pero curiosamente aliviado; con la muerte de Anna, lo peor ya había pasado. Todos podían respirar un poco más tranquilos.
– Papá, ¿has visto a mamá?
– No, ¿por qué?
– No puedo encontrarla.
Recorrieron la casa desde el ático hasta los sótanos y luego fueron a los cobertizos y las edificaciones de fuera, pero la búsqueda fue infructuosa. Elizabeth no aparecía.
Alexander había comenzado a tiritar otra vez.
– Las rosas -dijo pausadamente-. Se alejó de la casa y está perdida en medio de la tormenta.
– ¡Imposible, papá!
– Entonces ¿dónde está? -preguntó Alexander, repentinamente agobiado, mientras iba hacia el teléfono-. Avisaré a la comisaría. Pediré una patrulla y saldremos a buscarla.
– ¡Ahora no, papá! Es casi de noche y llueve a cántaros. Lo único que conseguirás es que la mitad de la patrulla se extravíe, ¡sólo nosotros conocemos la montaña!
– Está Lee. Él conoce la montaña. Y Summers también.
– Sí. Lee y Summers. Y yo.
Para cuando Lee y Summers llegaron, enfundados en sus suestes e impermeables, Alexander ya había conseguido brújulas, lámparas de minero, botes de queroseno y todo lo que pensaba que podrían necesitar; vestido para afrontar la tormenta, estudiaba un mapa topográfico de la montaña mientras Nell, notoriamente frustrada, iba y venía de un lado a otro.
– Ya eres casi una médica, Nell, te necesito aquí -había dicho su padre cuando ella le pidió unirse a la búsqueda.
Un argumento irrebatible, pero no tener nada que hacer era algo que a Nell no le gustaba.
– Lee, tú te ocuparás del perímetro más alejado, lo que significa que necesitarás mi caballo -dijo Alexander-. Summers y yo buscaremos más cerca de la casa. Entre la tormenta y su estado de ánimo, dudo que haya llegado demasiado lejos. Brandy -agregó luego, ofreciéndoles sendas petacas-. Por suerte, ya no hace tanto frío, pero igual lo necesitaremos.
Lee se veía raro, pensó Nell mientras aminoraba el paso. Sus extraños ojos, casi negros, estaban desmesuradamente abiertos, y los labios le temblaban un poco.
– Será mejor que la encontremos esta misma noche -dijo Summers levantando su mochila-. Cada vez llueve más, el río pronto será un torrente, y puede que mañana estemos todos demasiado ocupados con la inundación y no consigamos formar una patrulla lo bastante grande para seguir buscándola. La rescataremos antes de que se aleje demasiado, ¿ésa es la idea, sir Alexander?
Poco consuelo, pensó Nell, ver cómo los tres hombres se alejaban mientras ella, una estudiante avanzada de medicina, debía quedarse allí, sin poder ayudar en nada. ¡Oh, cómo admiraba a su padre! Se había ocupado minuciosamente de todo mientras esperaba a Lee y a Summers. Había cancelado los turnos nocturnos de la mina, había ordenado que todos los empleados fueran enviados a sus casas, había alertado a Sung Po de la posibilidad de una riada, había hecho convocar voluntarios para que llenaran sacos con arena por si el río se desbordaba. Cuando había tratado de telefonear a Lithgow había descubierto que la línea estaba cortada, de modo que era imposible comunicarse con Sydney.
Oh, Anna, pensó Nell, apilando sus libros de estudio sobre una mesa, ¿qué te hizo la vida que tu partida está tan cargada de dolor?
De pronto apareció la señora Surtees, tratando de disimular su ansiedad.
– Señorita Nell, no ha comido nada. ¿Le parecería bien una tortilla?
– Sí, gracias -replicó Nell con calma-. Eso me gustaría.
Sería mejor no estar demasiado lánguida, se dijo, a la hora de enfrentarse con el resultado de la búsqueda. ¡Por favor, que mamá esté bien!
En esos días, el caballo de Alexander era una bonita yegua alazana, dócil y vigorosa. Lee no se había alejado demasiado cuando se quitó el impermeable y el sueste, los dobló y los guardó en una de las alforjas. El viento había cambiado y soplaba desde el noreste, y por eso la temperatura había subido lo suficiente para atemperar el frío de la lluvia; sería más fácil explorar el terreno sin aquel maldito sombrero azotándole la cara y el impermeable flameando con cada ráfaga. La lámpara de minero, adaptada ópticamente para emitir un haz de luz lo más angosto posible, no había sido diseñada para ser usada bajo la lluvia, pero la luz de los faroles era demasiado débil para esa clase de búsqueda. Lee la mantenía protegida de la lluvia cubriéndola con su sombrero de ala ancha y la cambiaba incansablemente de una mano a la otra mientras hacía avanzar al caballo a paso de tortuga.
La noticia de que Elizabeth había desaparecido lo había herido de muerte, pero aquello era una muerte lenta, no una muerte rápida. Por la tarde, cuando sepultaron a Anna, no la había visto, aunque había olfateado algo en el aire que nada tenía que ver con la inminencia de la tormenta. Como si el miedo, la culpa y el desconcierto estuvieran en el aire. Lo único que sabía era lo que Ruby le había dicho: era suficiente. Habían conversado mucho desde que ella había descubierto lo que él sentía por Elizabeth, y en esas conversaciones Lee había ido enterándose de todo lo que hasta entonces ignoraba acerca de aquel triste e infausto matrimonio.
Su mente se había trastornado, estaba seguro de eso. También Ruby lo estaba. Se lo había dicho al despedirlo en la puerta del hotel.
– La pobrecilla se ha vuelto loca, Lee, y se internó en el bosque para morir, como lo haría un animal herido.
¡Pero no podía morir! ¡No debía morir! Y él no podía dejarla enloquecer. ¿Reemplazar a Anna por Elizabeth en aquella celda? No. ¡No, aunque tuviera que dar la vida para evitarlo! Sin embargo, ¿qué bien podría hacerle su muerte a ella, que ahora lo quería nada más que como a un amigo lejano?
Desmontó y rastreó a pie varias veces, cuando percibía algún leve movimiento que no parecía provenir del follaje agitado por el viento, pero no encontró nada. La yegua alazana, mansa y voluntariosa, avanzaba lentamente y sin quejarse. Pasó una hora, y otra, y otra más; estaba ya a más de tres kilómetros de la casa, y no había la menor señal de Elizabeth. Alexander había decidido usar dinamita para avisar que la habían encontrado, pero Lee dudaba de poder oír la explosión en medio del viento, la lluvia y el murmullo de los árboles. ¡Ojalá que Alexander y Summers la hubiesen encontrado cerca de la casa! Si había llegado tan lejos podría estar a tres metros de él y él podría no verla.
De pronto, mientras cambiaba la lámpara de una mano a la otra por delante de la cabeza del caballo, vio algo que se agitaba en uno de esos arbustos espinosos que tanto molestaban a los que caminaban por el bosque sin estar familiarizados con su vegetación. Sin desmontar, se inclinó hacia el costado y arrancó aquella cosa del arbusto. Un jirón de delgada tela de algodón. Blanco. Ella llevaba puesto un vestido blanco, había dicho Nell, uno de los pocos datos alentadores con que contaban antes de iniciar la búsqueda. Probablemente significara pérdida de la razón más que pérdida de la voluntad de vivir, pensó Lee. Si hubiera querido morir se habría puesto algo negro como la noche.
Había salido del bosquecillo y tomado un camino de caballerías que conducía a la laguna en la que había nadado hacía una eternidad, y en ese momento se preguntó si ella había estado siguiendo ese sendero casi desde la hora en que abandonó la tumba de Anna. Había más señales de su paso por allí. Si se atenía a los surcos marcados en el barro en los puntos del sendero que estaban más protegidos de los elementos podía suponer que tal vez al final había avanzado ayudándose con las manos y las rodillas.
Cuando la vio, acurrucada sobre una roca junto a la laguna, lo embargó una alegría indecible: no estaba muerta. Sentada con el cuerpo encorvado, las rodillas abrazadas y el mentón apoyado en ellas era una pequeña y blanca criatura que ya no podía más con su alma.
Desmontó sin ruido del caballo, ató las riendas a una rama y se acercó a ella silenciosamente, sin saber cómo reaccionaría cuando lo viera, aterrado por la posibilidad de que se asustara y volviera a alterarse. Pero ella siguió inmóvil, a pesar de que un súbito estremecimiento le dio a entender que ella sabía que había alguien a su espalda.
– Has venido a llevarme a casa -dijo ella, agobiada.
Él no respondió, no sabía qué decir.
– Está bien, Alexander. Sé que no puedo huir. Pero necesitaba venir a La Laguna. Supongo que piensas que he enloquecido. Pero no es así. No es así. Simplemente necesitaba venir a La Laguna.
Se acercó tanto que habría podido tocarla, pero se detuvo, se sentó con las piernas cruzadas, con las manos colgando sin fuerza a ambos lados de sus rodillas. ¡Oh! ¡Qué alivio! Se la escuchaba agotada, pero, como ella misma había dicho, no estaba loca.
– ¿Por qué tenías que venir a la laguna, Elizabeth? -preguntó él alzando la voz por encima del ruido del viento y la lluvia.
– ¿Quién está ahí?
– Soy Lee, Elizabeth.
– Ohhhhh -dijo ella con incredulidad-. ¡Sigo soñando!
– Soy Lee. No estás soñando, Elizabeth.
El depósito de la lámpara de minero estaba casi vacío pero, apoyada sobre la roca, arrojaba una pálida luz sobre su rodilla e iluminaba apenas sus manos; ella se volvió para contemplarlas.
– Las manos de Lee -dijo-. Las habría reconocido en cualquier parte.
Sin aliento, Lee comenzó a temblar.
– ¿Por qué?
– Son tan hermosas…
Lee estiró una mano para separar las de ella de en torno a sus piernas, y la rodeó con el brazo para que se diera la vuelta hacia él.
– Estas manos te aman -dijo-, igual que el resto de lo que soy. Siempre te he amado, Elizabeth. Siempre. Y te amaré para siempre jamás.
La luz, que era muy tenue y sin embargo parecía brillar como un sol, dejó ver la expresión de sus ojos antes de cerrarse para sentir su primer beso, suave e indeciso, como corresponde a un momento esperado durante la mitad de una vida.
Lee estaba demasiado aterrado por la posibilidad de perderla y no pensó en acercarse a las alforjas, en las que llevaba las mantas, un impermeable, y una reserva de queroseno, de modo que acostó a Elizabeth sobre sus propias ropas. Ella estaba tan excitada que no pensaba en otra cosa que en la boca, las manos, la piel de Lee. Cuando él le liberó los hombros del vestido para desnudar sus senos y estrecharlos contra su pecho, una intensa punzada de profundo placer la conmovió hasta los tuétanos y le arrancó un gemido. Y luego otro, otro, y otro…
¿Quién sabe cuántas veces hicieron el amor sobre aquel duro lecho, bajo la lluvia? Seguramente, la lámpara no, pues su llama fue perdiendo intensidad y terminó por apagarse.
Pero finalmente Elizabeth, exhausta, cayó en un profundo sueño, y Lee, despierto y maravillado por lo que acababa de suceder, se vio obligado a volver al mundo real. Aunque le dolía físicamente apartarse de ella, se acercó a tientas hasta el paciente caballo en busca de la reserva de queroseno y de su reloj: eran las tres de la madrugada. El amanecer se demoraría debido a la cerrazón del cielo y la lluvia, pero no más de dos horas. Puesto que él la había encontrado, los otros no, y al amanecer Alexander, frenético, ya estaría listo para continuar la búsqueda con la ayuda de todos aquellos que en Kinross no estuvieran tratando de contener una inundación. El nivel del agua de la laguna había subido considerablemente, y seguiría haciéndolo; fuese como fuese, tenía que llevarse a Elizabeth de allí. ¿Y cómo iban a manejar la nueva situación? Lo único que no podía permitir que ocurriera era que Alexander los encontrara todavía entrelazados como los amantes en que se habían convertido.
Lee retiró las alforjas de la montura, las llevó hasta la roca y abrió su petaca de brandy.
– ¡Elizabeth! ¡Elizabeth, mi amor! ¡Elizabeth, despierta!
Ella se revolvió apenas, pero murmuró una protesta ininteligible y siguió durmiendo; le llevó varios minutos persuadirla de que se sentara, pero una vez que hubo bebido un poco de brandy se despertó completamente; temblaba.
– Te amo -exclamó tomándole la cara entre sus manos-. Te he amado siempre.
Él la besó, pero se apartó antes que todo empezara de nuevo; ella estaba helada hasta los huesos, y sólo se sostenía gracias a la excitación de esa noche y el calor del cuerpo de Lee.
– Vístete -dijo él, no en tono imperativo sino como un ruego-. Debemos volver antes de que Alexander organice una búsqueda más completa.
Estaba demasiado oscuro para ver nítidamente el rostro de Elizabeth, pero Lee sintió la angustia y la tensión que la invadían al escuchar aquel nombre. Ella se vistió; él la envolvió en una manta, le puso el impermeable encima, y luego rellenó la lámpara y la encendió para iluminar el camino.
– ¿No tienes zapatos?
– No, los perdí.
Fue toda una lucha sentarla sobre la cruz del caballo; no obstante, una vez que él hubo montado y pudo sostenerla con firmeza, pudieron hablar mientras él refrenaba cuanto podía a la yegua, ansiosa por regresar a la calidez de su establo.
– Te amo -comenzó él, con la certeza de que no quería comenzar de ninguna otra manera.
– Y yo te amo a ti.
– Sin embargo, hay algo más, querida Elizabeth.
– Sí. Está Alexander -replicó ella.
– ¿Qué quieres hacer? -preguntó él.
– Conservarte -repuso ella con sencillez-. No podría soportar que te alejaras de mí, Lee. Esto es demasiado precioso.
– Entonces ¿te escaparás conmigo?
Pero la realidad se había impuesto también sobre ella; él sintió en su cuerpo cómo ella se acobardaba, la sintió suspirar.
– ¿Cómo, Lee? Creo que Alexander no me dejaría ir. Y aunque me dejara, todavía tengo que cuidar de Dolly. No puedo abandonar a la hija de Anna.
– Lo sé. Entonces ¿qué quieres hacer?
– Conservarte. Tendrá que ser un secreto, al menos hasta que pueda pensar con más claridad. ¡Estoy muy cansada, Lee!
– Entonces será un secreto entre tú y yo.
– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó ella, alarmada.
– No hasta que haya terminado de llover, mi amor. Si tenemos inundación, una semana por lo menos. Que sea en una semana, de todas formas.
– ¡Oh, moriré!
– No, vivirás… Vivirás por mí. Nos encontraremos en la laguna dentro de siete días a contar desde este amanecer. Será una tarde, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Crees que podrás guardar nuestro secreto?
– Me he guardado a mí misma como un secreto desde que me casé con Alexander, así que ¿por qué no podría guardar éste?
– Trata de dormir.
– ¿Qué haremos si ocurre algo y no puedes acudir a la cita?
– Lo sabrás por Alexander, porque estaré con él. Trata de dormir, querida mía.
Poco antes del amanecer, Lee llegó a la casa anunciando a gritos que había encontrado a Elizabeth y entregó con delicadeza el cuerpo dormido a un Alexander pálido y tembloroso que la llevó adentro para que Nell la examinara. Cuando volvió a salir, rebosante de gratitud, se encontró con que Lee había devuelto la yegua a Summers y se había marchado rumbo al hotel de Ruby.
– ¡Qué raro! -dijo Alexander frunciendo el entrecejo.
– Oh, no sé, sir Alexander -dijo Summers con lógica irrefutable-. El pobre memo estaba empapado de la cabeza a los pies, y es un hombre más fornido que usted. Su ropa no le serviría, ¿no cree?
– Es cierto, Summers. Lo había olvidado.
De modo que hasta pasadas unas treinta y seis horas Lee no tuvo que soportar, ya en el hotel, el fervoroso agradecimiento de Alexander, después de lo que había sido, según dijo, una visita al anciano Brumford, su abogado.
– ¿Elizabeth está bien? -preguntó Lee sintiendo que, dadas las circunstancias, expresar su preocupación era algo natural.
– Sorprendentemente, sí. Nell está algo desconcertada. Se había preparado para tener que vérselas con cualquier cosa, desde una neumonía hasta una fiebre cerebral, pero después de dormir veinticuatro horas, esta mañana Elizabeth se ha despertado lozana como una rosa, y ha devorado un desayuno más que abundante.
El aspecto de Alexander, en cambio, no era en absoluto de lozanía; tenía los ojos rojos y el rostro demacrado. Aunque era evidente que estaba tratando de mostrarse despreocupado, no lo lograba.
– ¿Tú estás bien, Alexander? -preguntó Lee.
– ¡Oh, Dios, sí, perfectamente! Aquello me asustó un poco, fue algo inesperado. Realmente, nunca podré agradecértelo bastante, hijo -replicó. Miró su reloj de pulsera de oro-. Tengo que llevar a Nell hasta el tren. ¡Qué muchacha tan extraordinaria! Teniéndote a ti otra vez a mi lado, no puedo menos que desearle suerte en la medicina.
Nada que Lee quisiera oír, aunque lo aliviaba que Nell se marchara de Kinross. Una muchacha extraordinaria, sí, pero punzante como una tachuela y nada amistosa con él, ni tampoco, sospechaba, con su propia madre.
Odio todos estos subterfugios, pensó Lee, todo este sigilo. Una sola cosa es peor que tener a Elizabeth de esta manera, y es no tenerla en absoluto. Ni siquiera puedo contar a mi madre lo que sucedió.
No tuvo que contarle nada. En el mismo momento en que entró en el hotel chorreando agua, Ruby lo comprendió todo.
He perdido a mi hijo. Se ha entregado a Elizabeth. Y éste es el único tema del que no me atrevo a hablar con él. Odia el asunto pero la ama a ella. Querer es una cosa, conseguir lo que se quiere es algo muy distinto. ¡Oh, por favor, que esto no lo destruya! Lo único que puedo hacer es encender unas velas en esa morada de la santidad, la iglesia Tyke.
– ¡Dios mío, señora Costevan -dijo el anciano padre Flannery, que siempre concedía a Ruby la dignidad de una mujer casada-, lo próximo que hará usted será venir a misa!
– ¡Uf! ¡Ni se le ocurra! -gruñó Ruby-. No ponga sus esperanzas en eso, Tim Flannery, ¡viejo borracho! Me gusta encender velas, eso es todo.
Y tal vez sea cierto, pensó el sacerdote, apretando el puñado de billetes que ella le había entregado. Era suficiente para beber el mejor whisky irlandés durante meses.
Elizabeth despertó a un mundo completamente nuevo, un mundo que no sabía que existía. Amaba y era amada. Había visto muchas veces a Lee en sus sueños, ¡pero despertar y saber que aquello era real…! Por algún sinuoso y extraño proceso mental, había olvidado totalmente su visita a la tumba de Anna, las rosas, su caminata por el bosque con el instinto ciego de un animal que busca su hogar, como si lo único que quisiera fuera llegar a La Laguna. Lo que sí recordaba era que Lee la había encontrado allí, y todas las emociones y sensaciones maravillosas, hermosas, gloriosas que había experimentado después. ¡Pensar que había vivido veintitrés años como una mujer casada y, en todo ese tiempo, nunca llegó a saber lo que era el verdadero matrimonio!
Ahora percibía su cuerpo de una manera distinta; como si perteneciera verdaderamente a su alma, no como si fuera una jaula en la que su alma estaba prisionera. Cuando despertó no sintió dolores ni molestias, ni siquiera un ligero malestar. Estaba muerta, y Lee me dio vida, se dijo. Casi cuarenta años de edad, y ésta es la primera vez que siento lo que es la felicidad.
– ¡Qué bien! ¡Finalmente, estás en tu sano juicio! -dijo una voz enérgica: Nell se acercó a la cama-. No puedo decir que me hayas tenido preocupada, mamá, pero has dormido casi veinticuatro horas.
– ¿En serio? -Elizabeth bostezó, se desperezó, emitió un sonido que se parecía a un ronroneo.
Los sagaces ojos de su hija estaban fijos en su rostro, y su mirada era de perplejidad; Nell no podía saberlo, pero aquélla era una de esas situaciones a las que se había referido Ruby, en las que por su ignorancia de la vida no podía ver algo que una persona más experimentada habría visto enseguida.
– Te ves absolutamente espléndida, mamá.
– Así me siento -replicó Elizabeth, entrecerrando los ojos-. ¿He causado muchos problemas? No fue mi intención.
– Estábamos desesperados, sobre todo papá, me tuvo muy preocupada. ¿Te acuerdas de lo que hiciste? ¿O de lo que estabas pensando?
– No -repuso Elizabeth, y no mentía.
– Debes de haber caminado varios kilómetros. Fue Lee quien te encontró.
– ¿De veras? -preguntó, y levantó la vista para mirar a Nell con una expresión de ligera curiosidad. Elizabeth era una experta en secretos.
– Sí. Se llevó el caballo de papá. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que pudieras andar a la velocidad de la luz en medio de semejante tormenta, así que suponíamos que Lee era el que tenía menos probabilidades de encontrarte. Papá habría preferido ser él quien te encontrara. -Nell se encogió de hombros-. De todas formas, no importa quién te encontró, lo importante es que alguien lo hiciera.
No, pensó Elizabeth, lo importante es que Alexander calculó que yo no debía de haberme alejado mucho. Si Alexander hubiera salido a buscarme a caballo, me habría encontrado él, y yo seguiría siendo su prisionera.
– Supongo que estaría hecha un asco… -aventuró.
– ¡Ésa es una forma suave de decirlo, mamá! Estabas llena de lodo, barro, Dios sabe qué… Pearl y Silken Flower tardaron una eternidad en bañarte.
– No recuerdo que me bañaran.
– Porque estabas profundamente dormida. Yo tuve que sentarme detrás de la bañera y sostenerte la cabeza para poder mantenerla fuera del agua.
– ¡Dios mío! -Elizabeth, sentada en el borde de la cama, balanceó las piernas-. ¿Cómo está Dolly? ¿Qué sabe?
– Sólo que has estado enferma, pero que ahora ya estás bien.
– Sí, estoy bien. Gracias, Nell, me gustaría vestirme.
– ¿Necesitas ayuda?
– No, puedo hacerlo sola.
Inspeccionó su cuerpo en dos grandes espejos y comprobó cortes y magulladuras en abundancia -lo extraño era que no le dolían-, pero nada que traicionara lo que había sucedido en La Laguna. Cerró los ojos, aliviada.
Alexander fue a verla un poco más tarde. Con los ojos muy abiertos, Elizabeth lo miró como si no lo hubiera visto nunca en su vida. ¿Cuántas veces le había hecho el amor desde la noche de bodas hasta el comienzo de su enfermedad, cuando ella quedó embarazada de Anna? No las había contado, pero eran muchas. Sin embargo, ella nunca lo había visto desnudo, ni había querido verlo. El se había dado cuenta, y no intentó imponerle esa condición. Pero sólo ahora, debido a lo que ella y Lee habían hecho juntos, comprendió de verdad. Donde no hay ni amor ni deseo físico, le decía su nuevo modo de ver el mundo, nunca puede ocurrir nada que mejore las cosas. Y sí, Alexander había hecho todo lo posible para cambiar la situación. Pero era un hombre dinámico, simple, cuyos deseos físicos reflejaban su temperamento; de ninguna manera irreflexivo sino más bien instruido. Nunca temblé de deseo por él, pensó. No hay nada en él, nada que él pudiera hacerme, capaz de elevarme a ese estado de excitación y éxtasis que acabo de conocer con Lee. Ya no podría soportar que hubiera un simple jirón de ropa entre mi cuerpo y el de Lee si pensara que podría alejarlo de mí. No me importaría que el mundo entero nos estuviera observando, o que se terminara el mundo, si las manos de Lee tocan mi piel y mis manos la suya. Cuando él dijo que siempre me había amado y que siempre me amaría, me sentí feliz. ¿Cómo puedo contarle algo así a este hombre? Aunque hiciera el esfuerzo de escuchar, ni siquiera comenzaría a comprender. No sé qué pasará entre él y Ruby. No tengo otro criterio para imaginarlo que lo que ha pasado entre Alexander y yo, así que ¿cómo podría saberlo? Pero desde hoy todo ha cambiado, todo es diferente, todo es una fuente de asombro. He experimentado un milagro: la unión con mi amado.
Alexander la miraba como a alguien que sabía que debía conocer, pero a quien no conocía. Su rostro estaba surcado por arrugas y se le veía más viejo de lo que ella recordaba; ¡le pareció que había transcurrido una eternidad desde que Anna había muerto! Ella sentía que él había perdido su esencia, pero lo miró con su tranquilidad habitual, y le dedicó una sonrisa.
Alexander le retribuyó la sonrisa.
– ¿Tienes apetito para desayunar?
– Gracias, bajaré enseguida -repuso ella serenamente.
Un momento después se sentaban juntos a la mesa del invernadero, sobre cuyo techo transparente las gotas de lluvia repiqueteaban tan rítmicamente que los vidrios parecían murmurar una música inefable.
– ¡Tengo hambre! -dijo Elizabeth, sorprendida, mientras contemplaba las costillas de cordero, los huevos revueltos, el tocino y las patatas fritas y decidía qué quería comer.
Nell se había unido a ellos. Pronto volvería a Sydney.
– Debes dar las gracias a Lee, Elizabeth -dijo Alexander, inapetente.
– Si insistes… -dijo ella, devorando una tostada.
– ¿No le estás agradecida, mamá? -preguntó Nell, sorprendida.
– Por supuesto que sí -replicó Elizabeth, mientras se servía una costilla.
Alexander y su hija intercambiaron una mirada pesarosa y cambiaron de tema.
Después de haber comido hasta hartarse, Elizabeth fue a ver a Dolly. Nell, que estaba a punto de acompañarla, fue retenida por su padre.
– ¿Está bien de la cabeza? -preguntó él-. Parece muy poco afectada por lo que ocurrió.
Nell reflexionó acerca de la pregunta, y luego asintió con un gesto.
– Creo que sí, papá. Al menos, tan bien como siempre. Usaste la expresión exacta. Mamá está un poco loca.
Cuando se dio cuenta de que Elizabeth había desaparecido, Alexander sufrió una conmoción tal que supo que, en algún sentido, nunca podría superarla. Durante la mayor parte de los últimos veintitrés años había concebido a Elizabeth como una espina clavada, como una criatura formal, remilgada, frígida, con la que se había casado invocando las peores razones. Se había hecho cargo de la culpa porque el único responsable de aquellas malas razones era él, no ella, y trataba de enmendar su error. Pero la creciente aversión que ella sentía por él lo había herido hasta el tuétano, y desencadenó en él una serie de reacciones fundadas en el orgullo, el resentimiento, el amor propio. El amor por ella, que él sintió apenas se consumó la unión, ella lo había rechazado, así que él atribuyó la infelicidad que fue ensombreciendo la vida de ambos a medida que transcurría el tiempo a ella y a su actitud de rechazo. Y se convenció de que su amor por ella había muerto. Claro que, ¿cómo podía no morir si lo había sembrado en un suelo tan inhóspito? Y, en algún momento, había perdido de vista todo salvo su frustrado impulso de conquista. Y empezó a verla como una barra de hielo. ¿Cómo podía uno conquistar una barra de hielo? Uno la aferraba y se derretía en un santiamén, y el agua se escurría entre los dedos.
Pero mientras la buscaba, envuelto en un frenesí de miedo y culpa, comprendió por primera vez en el curso de su prolongada relación cuan terriblemente la había defraudado. Todo lo que él le había dado eran cosas que ella no quería; todo lo que él no le había dado era cuanto ella deseaba. Para él, el amor era sinónimo de regalos fabulosos y lujo extremado. Para ella no. Para él, el amor era sinónimo de satisfacción sexual plena. Para ella no, o si lo era, él no era el hombre que podía procurársela. Un fuego ardía en ella, ahora estaba seguro, pero no ardía por él. Y lo que se preguntaba una y otra vez mientras la buscaba era dónde y por qué había empezado a erosionarse la estima que ella sentía por él. Pero el pánico que lo atenazaba era demasiado grande para que pudiera comprender el dónde o el porqué. Sólo tenía conciencia de que, después de todo, el amor que sentía por ella y que durante tantos años había dado por muerto estaba vivo. Una emoción mezquina, no correspondida, tan ofensiva para su integridad personal que la había borrado de su mente. Ahora había vuelto a surgir, empujada por el horror de imaginar que había enloquecido y estaba muerta. Si era así, la culpa era de él. De él y de nadie más.
Y estaba Ruby. Siempre estaba Ruby. Una vez, recordó Alexander, le había preguntado si un hombre podía amar a dos mujeres al mismo tiempo; ella había desestimado la pregunta con cierta malicia, pero lo hizo en defensa de sus propios intereses. No obstante, ella debía de haber sabido que él las amaba a las dos, porque se unió incondicionalmente a Elizabeth. Él había pensado que se trataba de una actitud caritativa, como la que adopta un vencedor. Ahora comprendía que había sido un modo seguro de conservar esa parte de su amor que le pertenecía a ella. Aunque él no hubiese amado a Elizabeth, de todos modos las dos mujeres de su vida se habrían hecho amigas, tal vez, pero menos íntimas. Él era, lo admitía, uno de esos hombres a los que les gusta estar en misa y repicando. Ruby significaba más en su vida; Ruby era amor romántico, sexo, intimidad, una emoción ilícita, y esa curiosa combinación de amante, madre y hermana en que se convierte la mujer amada para el hombre. Pero él había vivido su vida con Elizabeth, había tenido hijos con ella, había compartido con ella los tormentos de Anna y Dolly. Y para eso hacía falta amor; de lo contrario, se habría desentendido de ella.
Así que cuando Lee atravesó el jardín y se la entregó, Alexander experimentó una iluminación que lo hizo sentirse más humillado que un soldado que se rinde ante el enemigo. Tenía una deuda con su esposa, y la única moneda con la que podía pagarla era abrir la jaula y dejar al pájaro en libertad.
Después de cinco días, la lluvia cesó. La ciudad de Kinross, que había estado a punto de inundarse, lo agradeció. Si Alexander hubiese sido menos precavido y hubiese dejado el río como había quedado después de la explotación del oro de placer, la inundación habría sido inevitable, pero había construido defensas en las orillas y orientado el curso hacia un cauce dragado hasta una profundidad suficiente para contener la crecida.
Siete días después de su desaparición, Elizabeth montó a Cloud y emprendió su habitual paseo a caballo. Una vez que se hubo alejado de las inmediaciones de la casa cambió de rumbo, se internó en la espesura del bosque y dejó que la yegua escogiera el camino entre los cantos rodados y los obstáculos a lo largo de casi dos kilómetros antes de regresar al conocido sendero que conducía a La Laguna.
Lee, que estaba allí esperando, se acercó a Cloud y tendió los brazos hacia Elizabeth para recibirla. Besos más salvajes y más apasionados, un hambre que ni siquiera ella había imaginado; no podía esperar a que él la tocara, la desnudara, la poseyera. Y siempre esas sensaciones desconocidas de éxtasis, la inmersión de todo su ser en el crisol del amor. Luego, la llevó a La Laguna y le hizo el amor en lo que parecía el hábitat natural de ambos, el agua.
Cuando salieron de La Laguna ella le soltó el pelo, fascinada por lo largo y abundante que era, jugó con sus cabellos, los entrelazó con los suyos, acarició sus pechos con ellos, enterró su cabeza en ellos. Le contó lo que había sentido aquella vez que lo había visto nadar en La Laguna, y le dijo que nunca había podido borrar esa imagen de su memoria.
– No sabía que podía ocurrir algo así entre un hombre y una mujer -dijo ella-. He descubierto un mundo totalmente nuevo.
– No podemos quedarnos aquí mucho tiempo más -fue la respuesta de Lee. ¿Por qué era siempre él quien los hacía volver al mundo real? Después, él le contó lo que lo obsesionaba desde el día en que la había encontrado-. Elizabeth, mi amor, se supone que no debes hacer esto. Sé que podemos hacerlo, pero sólo después de que haya consultado a Hung Chee, que conoce el calendario de los ciclos femeninos. Hasta ahora no hemos sido precavidos, y tú no puedes quedarte embarazada. Para ti sería una condena a muerte.
Ella se echó a reír, una risa despreocupada que resonó alegremente en el bosque.
– Querido Lee, ¡no hay ningún motivo para que nos preocupemos! ¡De verdad! ¡Ninguno! Si tuviera un hijo tuyo no me pasaría nada malo. Si tuviera la suerte de quedar embarazada de ti, no sufriría una eclampsia. Estoy tan segura de eso como de que mañana saldrá el sol.
Alexander al mando
Todo el peso de lo que había sucedido entre Elizabeth y él cayó sobre Lee, que no se había dado cuenta de su magnitud hasta que se encontró con Elizabeth en la laguna siete días después de haberla encontrado. Desde el momento en que ella se echó a reír y ridiculizó sus temores por su seguridad en el caso de que quedara embarazada, comprendió todo lo que había apartado de su mente durante una semana. No había pensado más que en Elizabeth, el hecho increíble de que Elizabeth lo amara, de que lo amara desde que él la amaba a ella. Había dado por sentado que la inquietud que había sentido se desvanecería cuando volvieran a encontrarse y pudieran conversar acerca del tema. ¡Con seguridad había una respuesta honorable! Pero ella no estaba interesada en respuestas, no veía la necesidad de respuestas; había encontrado su respuesta en él, y eso era lo único que le importaba.
Había ido a su encuentro decidido a evitar todo contacto físico porque recordaba que su madre le había explicado que las relaciones sexuales eran una condena a muerte para Elizabeth. Él sabía que no era así: que el peligro residía en que se quedara embarazada. Su madre también lo sabía, y ésa era la razón por la que nunca se había quedado embarazada de Alexander. Pero ellos tenían lazos con la nobleza china, no eran ignorantes como los europeos.
¡Oh, de todas formas, no debía culparse por aquel inolvidable ascenso al paraíso! Aunque eso bien podía serle perdonado, ya que no se lo había propuesto ni había imaginado que pudiera ocurrir, ahora tenían que esperar. Pero ella se había deslizado directamente desde el caballo a sus brazos, y él no pudo menos que olería, sentirla, saborearla. El poder de Elizabeth lo venció, y no pudo contenerse. Después, cuando planteó el tema del embarazo, ella se había echado a reír.
¡El tiempo! ¿Cómo se había escurrido así? No habían hablado más que una pequeña parte de lo que tenían que hablar antes de que ella regresara cabalgando su yegua torda. Habían decidido encontrarse otra vez en la laguna cuatro días después; ella le había rogado que se vieran antes, pero él se había mantenido firme. Estaban yendo directamente al desastre, bien lo sabía Lee, y ella debía de saberlo. Pero aunque tenía experiencia con mujeres, Elizabeth representaba el único amor de su vida, y él no tenía idea de cuan decididas, o cuan despiadadas o indiferentes eran las mujeres a cualquier otra cosa que no fuese la preservación de ese amor. Él había pensado que coincidirían en ahorrar a Alexander todo el dolor que fuera posible ahorrarle, pero a ella Alexander le importaba un bledo. Dolly sí. Sólo Dolly la refrenaba. Era él, Lee, quien estaba preocupado por Alexander, quien veía lo que estaban haciendo como una suerte de traición al hombre responsable de la buena fortuna, la carrera y de todas las oportunidades que Lee había tenido en su vida. El amadísimo de su madre. Elizabeth temía a Alexander; fuera de eso, para ella no existía.
Ella se había marchado obviamente convencida de que podían guardar su secreto para siempre de ser necesario, y dispuesta a regocijarse en él como si fuera un trofeo en una interminable guerra contra su marido. Para Lee, ajeno a sus avatares, aquel prolongado matrimonio estaba envuelto en el misterio. Ahora se daba cuenta de que ni siquiera su madre lo comprendía del todo. Probablemente Alexander estaba tan a oscuras como él, porque el punto de apoyo de ese matrimonio era Elizabeth.
Así que cuando Lee regresó a Kinross por el sendero, bajo la luz agonizante del sol del atardecer, estaba más confundido y desorientado que nunca. Lo único que sabía era que carecía de la ubicuidad o el sigilo necesarios para mantener una relación secreta con la esposa de Alexander. Durante una semana había creído que ella se traicionaría sin querer, haciendo algún comentario impremeditado, o una referencia imprudente a él, pero ahora se daba cuenta de que eso no ocurriría nunca. Aunque se quedara embarazada de él, jamás abriría la boca.
Este pensamiento, que lo asaltó en el momento en que pasaba junto a las torres de perforación y saludaba desde la distancia a los hombres que trabajaban allí, lo hizo detenerse bruscamente. ¡Oh, Dios! ¡No, no, no! ¡Por nada del mundo le haría algo semejante a Alexander! Conocía la historia, pues se la habían contado en una pequeña cafetería en Constantinopla: la madre de Alexander había tenido un amante cuya identidad se había negado a revelar, y su esposo sabía que el hijo que ella esperaba no era de él. Dejar que la rueda de la vida describiera ese círculo era decididamente imposible. Mentir y ocultarse era de por sí malo; repetir la historia era intolerable. ¿Humillar ese orgullo colosal, reducir la obra de una vida a la nada, imponer a Alexander el destino de su padre putativo? ¡No y mil veces no! ¡Impensable!
Cuando entró en el hotel, Ruby lo estaba esperando. La preocupación que la embargaba no se reflejaba en la sonrisa que le dedicó.
– ¿Dónde has estado? Te ha llamado por teléfono todo el mundo.
– En la montaña, inspeccionando pozos de ventilación.
– ¿Tan importante es eso?
– ¡Oh, mamá! ¡Y tú eres una de las dueñas de Empresas Apocalipsis! Siempre es importante, pero Alexander está planeando una gran voladura en el punto en que la antigua veta sale del túnel número uno. Dice que hay otra veta seis metros más adentro, y ya conoces su olfato para el oro.
– ¡Ja! ¡Su olfato para el oro! -gruñó Ruby-. Puede que tenga el don de Midas, pero parece no recordar que el rey Midas murió de hambre porque hasta la comida que tocaba se convertía en oro -agregó, pero no era en eso en lo que estaba pensando. Mi hijo tiene un aspecto espantoso, observó para sus adentros. El íncubo de este amorío está tan apretado en torno a su cuello que terminará estrangulándolo. Es hora de que vaya a ver a Elizabeth y le sonsaque la verdad-. ¿Cenamos? -preguntó.
– Gracias, pero no tengo apetito.
No, de lo que tienes apetito es de la carne de otro hombre. Pero ¿acaso esto continúa? ¿Por eso estás tan atormentado, mi gatito de jade? Ella no puede correr el riesgo de quedarse embarazada, así que probablemente lo que te esté pasando sea apetito puro y simple. Mi pobre Lee.
Lee subió a su habitación. No era muy amplia, porque él no era de esa clase de hombres que acumulan posesiones personales: las ropas que necesitaba para cada ocasión, algunos cientos de libros que apreciaba y no mucho más. Fotografías de Alexander, Ruby y Sung. Ninguna de Elizabeth.
Se sentó en su sillón y se quedó un buen rato con la mirada perdida. Después, se puso de pie y fue hasta el teléfono.
– Al habla Lee, Aggie. Con sir Alexander, por favor -dijo. No había necesidad de decir a Aggie dónde encontrarlo; ella sabía exactamente dónde estaba en todo momento, del mismo modo que sabía que fulano estaba cenando en casa de menguano, que zutano se encontraba en el campo de deportes entrenando a su nuevo perro, que el señor tal estaba en Dubbo visitando a su mamá, y que don cual no podía moverse del retrete porque tenía diarrea. Aggie era la araña que estaba en el centro de la red telefónica de Kinross.
– Alexander, ¿cuándo dispones de un momento libre? Necesito hablar contigo en privado lo antes posible.
– ¿En privado quiere decir tú y yo solos?
– Exactamente.
– Mañana por la mañana, en las torres de perforación. ¿A las once?
– Te veré allí a esa hora.
La suerte estaba echada. Lee volvió a su sillón y lloró sus despedidas. No tenía que despedirse de Elizabeth todavía: Alexander podía acceder a divorciarse de ella, incluso a dejarle la custodia de Dolly. No, Lee lloraba por Alexander. Después de la mañana siguiente no volverían a verse nunca más. La ruptura sería cruelmente total, porque ninguno de los dos creía en las medias tintas. ¡Y qué difícil se tornaría todo para su madre! Tenía que arreglar las cosas de manera tal que al menos ella no sufriera las consecuencias.
Alexander bajó a las torres de perforación en el funicular; Lee subió por el sendero. Era 24 de abril, uno de esos días idílicos de mediados de uno de esos otoños que a veces suceden a un verano que ha durado demasiado y ha sido demasiado caluroso; una brisa perfumada llegaba desde el acre bosque recientemente refrescado por la lluvia, el sol era más tibio, unas pocas y abultadas nubes erraban por el cielo como si estuvieran perdidas.
A esa hora de la mañana las torres de perforación estaban casi desiertas. Alexander se encontraba junto a un enorme compresor de aire alimentado por una máquina de vapor, razón por la cual no se lo podía instalar en el interior de la mina: despedía demasiado humo y gases tóxicos. Cuando había reemplazado los taladros manuales por taladros neumáticos para perforar los agujeros destinados a las cargas, y los picos por martillos neumáticos de percusión para romper la superficie de la roca, había tenido que inventar una forma de suministrar aire comprimido a esas máquinas, instaladas a una distancia de cuatrocientos o quinientos metros del compresor. Una gran tubería de acero llevaba el aire hacia abajo, a un tanque cilíndrico de acero de un metro con ochenta centímetros de diámetro y tres metros con sesenta centímetros de longitud que estaba colocado en el suelo de la galería; desde allí, tramos de tubería de acero conducían el aire comprimido hasta los taladros y los martillos.
Sin embargo, perforaciones y voladuras no eran cosa de todos los días, y nunca se hacían en más de un túnel por vez. Alexander quería alimentar eléctricamente el compresor de aire, pero prefería esperar a que los motores eléctricos se perfeccionaran. Mientras tanto el único modo de hacerlo era mediante el vapor, de modo que aquel compresor era uno de los más grandes del mundo, si no el mayor de todos.
– Tu charla en privado puede esperar -fue el saludo de Alexander-. Quiero ir al túnel número uno para echar otro vistazo.
Se subieron a un montacargas y descendieron cuarenta y cinco metros, hasta la vasta galería principal, iluminada por completo con luz eléctrica; de vez en cuando aparecían hombres empujando por una vía pequeños contenedores cargados de mineral hacia el extremo abierto de la galería, donde había un desnivel de unos quince metros que conducía a los grandes contenedores del pasillo principal. Cuando el contenedor pequeño llegaba al borde se lo inclinaba mediante una palanca y su contenido iba a parar a uno más grande instalado abajo. Fuera del pasillo, un motor trasladaba los contenedores grandes hacia el exterior por un cable de acero hasta el punto en que podían ser enganchados a una locomotora y llevados a los cobertizos de clasificación y trituración. El polvo saturaba el aire, que se renovaba permanentemente gracias a ventiladores eléctricos que lo inyectaban y otros que lo extraían. En las tres cuartas partes ciegas de las paredes de la galería los túneles se internaban en la montaña, algunos en línea recta, algunos hacia arriba, otros hacia abajo, y los más recientes se ramificaban muchas veces.
Entraron juntos en el túnel número uno, el más antiguo y el más explotado, iluminados por la luz eléctrica; como ya no se explotaba no encontraron a nadie. Con su inveterada previsión, Alexander lo había hecho apuntalar más que adecuadamente con enormes vigas, aunque Lee sabía que en esa parte de la montaña el granito no tenía suficiente arenisca para que hubiera alguna probabilidad de derrumbe.
Fue una caminata de trescientos metros, marcada por el húmedo chapoteo y las salpicaduras de sus botas, y el lento y constante gotear del agua que se escurría por la presión de la trituración de la montaña. En ese clima, no había el menor peligro de que el agua se congelara y actuara como una cuña capaz de dividir los estratos. Eso sólo podía ocurrir cuando se hacía una voladura, la más delicada y exigente de todas las operaciones de una explotación minera, que era la razón por la cual, si la voladura era grande o poco común, Alexander prefería hacerla en persona.
Finalmente, llegaron al extremo ciego del túnel número uno y encontraron algunos elementos ya preparados para la voladura: una bobina de cable aislado, un taladro neumático Ingersoll colocado sobre un trípode, el último tramo de tubería de acero que provenía del cilindro de aire comprimido de la galería y una caja de herramientas. Un extremo de una pesada manguera de goma estaba sujeto mediante abrazaderas de acero a la tubería, y el otro, al taladro. Los detonadores y la dinamita no aparecerían hasta que llegara el momento de instalar las cargas, y serían llevados hasta allí debidamente custodiados. El depósito en el que se guardaban los explosivos era un bunker de hormigón, y sólo cuatro personas tenían sendas llaves: Alexander, Lee, Summers y Prentice, el supervisor de las explosiones.
– En cierto modo, esta voladura es un experimento -dijo Alexander después de que ambos hubieron pasado la mano por la relativamente suave superficie de la roca con la misma delicadeza con que habrían acariciado la piel de una mujer. Las luces iluminaban con gran intensidad la roca, haciendo que cada una de las líneas de falla saltara claramente a la vista-. No hay más oro hasta por lo menos unos seis metros de profundidad, así que quiero extraer más roca que lo habitual. Empezar en la mitad de esa falla, y luego hacer explotar el resto de las cargas concéntricamente. Cada sector estará cableado en serie. Yo mismo voy a hacer las perforaciones.
Lee lo escuchaba con cierta perplejidad; nadie dominaba este arte como Alexander, pero no parecía muy dispuesto a hablar.
– ¿Qué volumen de roca te propones derribar? -preguntó Lee con un escalofrío.
– Unas pocas toneladas.
– Si fueras cualquier otra persona, te lo prohibiría, pero no puedo decirle eso al amo.
– Por supuesto que no puedes.
– Pero ¿estás seguro? No lo analizaste conmigo.
– Éste es el viejo y querido número uno. Y él me aprecia.
Se volvieron para regresar a paso lento a la galería.
– ¿Cuándo piensas hacer la voladura?
– Mañana, si hace un día tan espléndido como hoy, sin viento que perjudique a los pozos de ventilación -replicó mientras señalaba un montacargas-. ¿Arriba o abajo?
– Arriba.
Ya no podía postergar más la revelación. Lee respiró profundamente; tenía la boca seca. Había pasado toda la noche ensayando mil versiones de lo que iba a decir, eligiendo o descartando las palabras. Ensayando el discurso más importante de su vida.
– Veamos, ¿de qué se trata ese asunto tan privado? -preguntó Alexander con vehemencia.
La máquina de vapor que alimentaba el compresor era tan grande que podía poner en marcha una locomotora de carga, así que hacía mucho ruido mientras abastecía de aire al cilindro de la galería y sus tuberías. En el otro extremo, el resoplido del motor de las torres de perforación era menos ruidoso; un fogonero manejaba diestramente su sucia pala, mientras otro hombre revisaba el panel de control.
– Por aquí -dijo Lee, llevando a Alexander a un punto del parapeto del saliente de piedra caliza alejado de las máquinas, las torres de perforación y los trabajadores. No había dónde sentarse, así que se puso en cuclillas. Alexander lo imitó.
Lee levantó del suelo una hoja seca como si quisiera estudiarla, y comenzó a resquebrajar su frágil consistencia. Y al final, por supuesto, se dio cuenta de que todo lo que había ensayado se había borrado de su mente. Lo único que podía hacer era dejarlo salir.
– Te he querido más que a mi padre, Alexander, pero te he traicionado -dijo haciendo trizas la hoja-. No ha sido una traición planeada ni premeditada, pero ha sido una traición al fin. No soporto vivir en la mentira. Tienes que saber.
– ¿Saber qué? -preguntó Alexander, tan tranquilamente como si Lee fuese a revelarle una malversación mínima, una pequeña estafa.
Los fragmentos de la hoja se dispersaron en el aire. Lee levantó la vista, con el rostro bañado en lágrimas, y miró a Alexander a la cara. Sus labios se movieron sin que pudiera articular un solo sonido, mientras buscaba las palabras.
– Estoy enamorado de Elizabeth, y cuando la encontré, hoy hace ocho días, yo… yo te traicioné.
Una emoción indescriptible hizo destellar sus negros ojos, que luego se volvieron opacos y sin brillo. Alexander, impasible, no dijo nada. Su silencio pareció durar un siglo. Se limitó a sentarse en el suelo, con las muñecas apoyadas en las rodillas, dejando que sus manos colgaran despreocupadamente, como antes de que Lee hubiera comenzado a hablar.
– Gracias por tu honestidad -dijo por fin.
Esa inmensa dignidad que tanto había atraído a Alexander cuando conociera a aquel niño de ocho años seguía incólume, e impedía a Lee explayarse en excusas, explicaciones para justificarse, en fin, todas las vindicaciones de virtual inocencia que un hombre menos digno habría intentado. Si es que un hombre menos digno hubiera podido reunir el coraje suficiente para confesarse ante alguien como Alexander.
– Me parece más fácil decírtelo que vivir una mentira -dijo Lee-. La culpa es mía, no de Elizabeth. Cuando la encontré no era ella, estaba… estaba terriblemente perturbada. Pero ocurrió, y ayer volvió a ocurrir. Elizabeth cree que está enamorada de mí.
– ¿Por qué no habría de estarlo? -preguntó Alexander-. Te ha elegido.
– No puede ser, lo sé muy bien. Debí habérselo hecho entender ayer. Pero no lo hice. No pude.
– ¿Ella sabe que me estás contando esto, Lee?
– No.
– ¿Y tu madre? ¿Está enterada?
– No -volvió a decir Lee.
– Entonces es un secreto entre tú y yo.
– Sí.
– Pobre Elizabeth -dijo Alexander con un suspiro-. ¿Desde cuando la amas?
– Desde los diecisiete años.
– Por esa razón temías volver a Kinross. Por eso una vez desapareciste del mapa.
– Sí. Pero debes entender que nunca tuve la menor esperanza, ni hice nada por acercarme a ella. Siempre te he querido demasiado para lastimarte, pero esto ocurrió cuando Elizabeth y yo estábamos con las defensas bajas. Ella no estaba en condiciones de resistir. La sorprendí.
– Eso es un verdadero triunfo -dijo Alexander secamente-. Yo nunca pude sorprenderla, siempre estaba en guardia. Si en lugar de ser tú quien la encontró hubiera sido yo, Elizabeth no habría bajado la guardia. Esa es la verdad de lo que ha ocurrido siempre entre Elizabeth y yo. Vivo con una persona despojada de toda vitalidad. Un fantasma. Me complace saber que arde algún fuego en ella.
Lo estaba tomando como el hombre fuerte, honorable y resuelto que era, se dijo Lee. Lo que no hizo más que agravar su sufrimiento. La atroz herida debía de estar allí, pero Alexander no estaba dispuesto a mostrar su dolor.
– De todas formas -dijo Lee- la he puesto en un grave riesgo. Ella no debería tener hijos, lo sé, y sin embargo no pude contenerme. Ayer fui a encontrarme con ella para hablar de eso. Lo único que quería era hablar, pero las cosas no sucedieron como las había planeado. Y cuando hablé del peligro del embarazo, ¡se echó a reír!
– ¿A reír?
– Sí. Se niega a creer que haya algún peligro.
– Probablemente no lo haya. -Alexander se incorporó y tendió una mano a Lee-. Ven, caminemos un poco. Quiero ir hasta el sitio que está al final del túnel número uno. Me gusta ese lugar. Allí mi alma, mi espíritu, o como quieras llamarlo se siente en comunión con mi montaña de oro.
Los hombres que trabajaban en las máquinas los veían como lo que eran, los propietarios de la mina discutiendo sesudamente acerca del futuro, algo del mayor interés para todos los empleados.
– No podía vivir en la mentira -volvió a decir Lee cuando llegaron al lugar y se encaramaron en un par de rocas.
– Eres demasiado honorable, mi muchacho, ése es tu problema. Pero a ella le gustaba la idea de vivir en la mentira, ¿no es así?
– No porque sea naturalmente mentirosa -repuso Lee-. Sinceramente -insistió-. Creo que es más por la forma en que ha ido organizando su vida con los años. Y tiene mucho miedo de que te enteres. Oh, ella es muy consciente de tu bondad, de cuánto la respetas. Sí, te tiene miedo, y eso para mí es un misterio inexplicable.
– Para mí no -dijo Alexander, acariciando la superficie de la roca-. Soy la personificación de Satanás.
– ¿Cómo dices?
– Elizabeth es la víctima de dos viejos tortuosos, perversos. Ambos murieron, pero la influencia que ejercieron sobre ella nunca morirá. Yo he sido un apeadero para ella, alguien que engendró sus hijos, alguien que le ha dado un techo y comparte su pan. Y está tu madre, a quien amaré hasta el día de mi muerte. Elizabeth lo sabe muy bien. Mi querido Lee, no podemos obligar a una persona a ser o a hacer lo que queremos, aunque a mí me ha costado cincuenta y cinco años entender eso. Por muchas razones que prefiero no averiguar, Elizabeth no me soporta. Incluso físicamente. Si la toco, veo cómo se le pone la carne de gallina. Dejé de amarla hace años -mintió. Ahórrale a Lee todo el dolor que puedas, Alexander, se dijo-. Si es que alguna vez la amé. Al principio solía pensar que así era, pero tal vez simplemente estaba enamorado de la idea de lo que podríamos haber llegado a ser el uno para el otro si ella me hubiese correspondido. ¿Su amor por ti es muy reciente?
– Ella dice que no -respondió Lee, irritado por esta entrevista tan desapegada y desapasionada justamente por ese desapego. Quería, necesitaba, que Alexander bramara de rabia, lo golpeara, lo pateara. ¡Cualquier cosa menos aquello!
– Entonces los dos habéis sufrido, y a pesar de todo tú me has sido leal. Eso es muy importante para mí.
– Sé que desde hoy mi vida ya no será igual, Alexander, estoy preparado para eso.
– Quieres decir que tienes preparadas tus maletas…
– Metafóricamente, sí-dijo Lee.
– ¿Y qué pasará con Elizabeth? ¿Piensas condenarla a seguir viviendo muchos años más con un hombre al que no soporta?
– Eso depende de ti. Ella no se iría sin Dolly, y Dolly es tu única nieta. Un tribunal te concedería la custodia a ti, si Elizabeth estuviera dispuesta a enfrentarse a un tribunal y admitir que es una adúltera.
– El adulterio es el único fundamento para un divorcio. La crueldad también, pero nunca se aplica, y son muchos los jueces que golpean a sus esposas. De todas formas, ella podría pedir el divorcio acusándome de adulterio con Ruby.
– ¿No sería estupendo? La esposa divorciada del hombre famoso se casa con el hijo de la amante de su ex marido. Un chino mestizo. La prensa estaría encantada.
– Si Elizabeth te ama lo suficiente, lo hará.
– Me ama lo suficiente. Pero el escándalo nos perseguiría durante años, a menos que nos marcháramos al extranjero. Tal vez ésa sea la solución.
– Pero yo te necesito aquí, Lee, no en el extranjero.
– ¡Entonces no hay solución! -exclamó Lee con desesperación.
Alexander cambió de táctica.
– ¿Estás seguro de que ella no sabe que pensabas hablar conmigo?
– Sí, absolutamente seguro. Se ha encerrado en un nuevo compartimiento secreto y se siente feliz allí.
– ¿También estás seguro de que Ruby no lo sabe?
– Sí. Siempre he hablado con ella de todo, incluso de mi amor por Elizabeth. No existe una mujer más mundana que mi madre. Pero de esto no le he hablado. Ella puede guardar un secreto tan bien como Elizabeth, pero yo… simplemente no me atreví a decírselo.
Alexander levantó la vista para mirar a Lee a los ojos.
– Necesito tiempo para pensar -dijo-. Dame tu palabra de que no hablarás de esto con nadie, ni siquiera con Ruby o con Elizabeth.
Lee bajó de su roca y tendió una mano a Alexander.
– Palabra de honor, Alexander.
– Entonces el asunto está concluido. Mañana, después de la voladura, te daré una respuesta. ¿Estarás allí?
– Si tú quieres…
– Por supuesto que quiero. Summers es un inepto y Prentice me saca de quicio. Si está haciendo la voladura no hay ningún problema, pero si la hago yo revolotea de un lado a otro como un moscardón.
– Soy consciente de todo eso -dijo Lee con afabilidad.
– Y yo soy consciente de que eres consciente. Es que estoy un poco alterado por la noticia que me has dado. Te agradezco tu sinceridad, Lee, te lo agradezco mucho. Sabía que no me equivocaba contigo y quiero disculparme por la forma en que te traté aquella vez, en mil ochocientos noventa. Estaba un poco engreído. -Dio una patada en el suelo, que sonó un tanto hueco-. Ahora he vuelto a ser el de antes. Nadie podría contar con un colaborador más leal o más capaz, y algún día tú serás un excelente jefe. -Carraspeó. En sus labios se dibujó una expresión sardónica-. Pero estoy eludiendo la verdadera cuestión, que es que tengo que encontrar una solución para conservarte a ti y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth.
– Creo que eso es imposible, Alexander.
– Nada es imposible. Nos vemos mañana a primera hora, a las ocho, en la galería principal. Lo más probable es que esté en el túnel número uno, pero no entres. Orden del responsable de explosiones.
Y se alejó en dirección al funicular mientras Lee iba hacia el sendero.
De pronto, Alexander lo llamó.
– ¡Lee!
Lee se detuvo y se dio la vuelta.
– Hoy es el cumpleaños de Dolly. A las cuatro, en casa.
Había olvidado el cumpleaños de Dolly, pensó Lee agobiado mientras se ponía un traje oscuro; si la fiesta iba a ser a las cuatro no debía vestir un traje tan formal, aunque por supuesto los adultos se quedarían a cenar después de la fiesta de cumpleaños. Constance Dewy estaría allí.
Vio que Ruby bajaba de sus habitaciones y la esperó. ¡Qué hermosa era! Su silueta se había estilizado, si es que eso era posible, y parecía que sus huesos eran más livianos que cuando él era niño, una época en la que estaba de moda la voluptuosidad y a los hombres les encantaba esa clase de mujeres. Su vestido era de crespón de seda francés verde como sus ojos, el corpiño y las mangas damasquinados en rosa y la falda hasta las rodillas era dentada y terminaba en borlas. La parte de abajo, que llegaba hasta el suelo, era rosa, igual que sus guantes de cabritilla. El pequeño sombrero verde de ala curvada que enmarcaba su pelo rojo dorado estaba adornado con rosas.
– Estás para comerte -dijo Lee, besando su tersa mejilla con los ojos cerrados para apreciar el perfume de gardenias que emanaba de ellas.
Ella gorjeó.
– Espero que Alexander piense lo mismo.
– No deberías decir cosas así a tu hijo.
– Vamos, al menos tú sabes lo que quiero decir, lo que es un buen augurio para tus aves del paraíso.
– Mis aves del paraíso prefieren la emoción que procuran los diamantes.
Subieron en el funicular. Alexander, Elizabeth y Constance ya estaban en el pequeño comedor, adornado con guirnaldas. Todos tuvieron que usar un sombrero especial para la fiesta de cumpleaños. Constance los había comprado en Bathurst, donde un emprendedor tendero chino había aprovechado la destreza china para trabajar los más delicados papeles de colores; vendía serpentinas, sombreros para fiestas, manteles y servilletas, y exquisitos papeles para envolver los regalos.
Cuando Peony llevó allí a Dolly con algún pretexto todos comenzaron a cantar a coro el Feliz cumpleaños y, para su alegría, la colmaron de regalos. Pero fue, también, una fiesta de cumpleaños triste: no había niños de su edad entre los invitados. ¿Qué se le regala a una niña de siete años? Lee había encontrado una de esas muñecas rusas dentro de las cuales aparece una segunda, más pequeña, y luego otra aún más pequeña dentro de la segunda, y así sucesivamente. Ruby le regaló una muñeca de porcelana, alemana, con brazos y piernas articulados, vestida a la última moda, con una mata de pelo auténtico, pestañas de verdad en torno a unos ojos estriados que se abrían y se cerraban, y unos labios rojos entreabiertos que dejaban ver los dientes y una lengua que se movía cuando se la tocaba. De Alexander recibió un triciclo, y de Elizabeth un brazalete de oro con eslabones en forma de corazón y, en la parte superior lo que sería su primer amuleto, una estilizada herradura de la suerte de oro. El regalo de Constance fue una enorme caja de bombones.
Dolly sopló las siete velas de su pastel, amorosamente preparado por Chang y glaseado en su color favorito, el rosa.
– Sin duda pasará la noche con indigestión -dijo Constance cuando se retiraron a la sala tras algunos juegos y después de la visita a los establos para ver el regalo más valioso, un poni de raza Shetland.
– No te preocupes -la tranquilizó Elizabeth-. Peony le hará beber un poco de la poción digestiva mágica de Hung Chee después de que vomite todos esos dulces. Dormirá plácidamente.
Ni siquiera Alexander habría podido advertir que su esposa estaba liada en un amorío, pensó Lee. Ni una sola vez Elizabeth puso los ojos en él por más tiempo del que habría sido conveniente.
La cena fue un poco más frugal que lo habitual; el pastel de cumpleaños y los bocadillos ligeros no son un buen primer plato. Cuando hubieron terminado el plato principal, Alexander se puso de pie.
– Disculpen, debo ir a la mina. Tengo trabajo pendiente allí.
– Iré contigo y te echaré una mano -propuso Lee.
– Gracias, pero es mi fiesta. La celebraré en soledad.
– ¿Ni siquiera te llevarás a Summers? -preguntó Lee.
– Ni siquiera a Summers.
– ¿Cómo está su pobre mujer? -preguntó Constance.
– Loca de remate, pero por lo demás notablemente sana.
– Una historia muy triste…
– Ya lo creo -asintió Alexander, y desapareció.
Se había mostrado imperturbable durante la inesperada confesión de Lee, pero lo cierto era que no podía quitársela de la cabeza. Nunca había imaginado que Elizabeth pudiese estar enamorada de Lee. Tiene buen gusto, recordó haber pensado mientras Lee hablaba, éste es un hombre absolutamente honesto y decente. Lee tampoco había cometido la grosería de mencionar a la madre de Alexander y su secreto, aunque obviamente la tenía muy presente. Se supone que el amor es ciego, y sin embargo Lee era lo suficientemente perspicaz para advertir cuánto disfrutaba Elizabeth con el secreto. Si tuviera un hijo y Lee no hubiese dicho nada, Elizabeth no habría revelado jamás quién era el padre. Porque vivía en el secreto. Eso era lo que sucedía cuando las confesiones juveniles se castigaban sin piedad, cuando no se pensaba que tras ellas había un deseo de decir la verdad y, por lo tanto, no se las consideraba dignas de elogio. De modo que ella había aprendido a no confesar sus secretos; es más, había aprendido a guardar tan bien sus secretos que ni siquiera sabía cuáles eran los motivos que la llevaban actuar así.
Y él, Alexander, no había sido un amigo para ella. Se había ocupado demasiado de vestirla como correspondía, de cubrirla de joyas, de educarla para que se convirtiera en la señora de sus posesiones. Cuando había hablado con ella lo había hecho como un maestro, y sobre temas que a ella le eran completamente indiferentes: la geología, la minería, sus ambiciones. Tendrían hijos para satisfacer sus ambiciones. ¿Qué le importaba a ella que tal acantilado fuese pérmico o tal estrato silúrico? Sin embargo, de eso era de lo que le había hablado en el viaje a Kinross. No de cosas que a ella pudieran interesarle, sino de cosas que le gustaban a él. ¡Oh, si se pudiera volver atrás en el tiempo! ¡Si al menos hubiera sabido que él era la personificación del retrato de Satanás que tenía el doctor Murray en la rectoría! Por más que le hubiesen informado acerca de la mecánica, había llegado al lecho conyugal muy mal preparada. En la Escocia rural las jóvenes estaban demasiado protegidas, eran muy ignorantes… Entre la descripción, probablemente escuchada de boca de alguna bruja misantrópica, y el acto, había una brecha que sólo una larga preparación podía cerrar.
Él no se había preocupado por preparar a Elizabeth. No la había cortejado, se había limitado a poseerla. Una mina de oro lista para ser explotada. Debería haber habido un período de tranquilas cenas a solas, de flores más que de diamantes, de besos conseguidos después de haberlos pedido, un período de lento despertar del deseo que la predispusiera a mayores intimidades. Pero no. ¡El gran Alexander Kinross no podía permitirse algo así! La había conocido, se había casado con ella al día siguiente y se había metido en su cama después de un beso en la iglesia. A los ojos de ella, había actuado como un verdadero animal. Un error tras otro, ésa era la historia de su relación con Elizabeth. Y, para él, Ruby siempre había sido más importante.
Pero sólo después de que ella desapareciera comprendió realmente lo que él había suscitado en Elizabeth. El dolor, la decepción. Ella no había tenido la oportunidad de elegir.
No me extraña que me rechazara desde el principio, se dijo. No me extraña que enfermara cuando se quedó embarazada de mis hijas. No quería que yo fuera el padre de sus hijos, por más que no había encontrado un hombre a quien querer. Ahora que sé lo de Lee, estoy seguro de que puede quedarse embarazada, aun a su edad, sin el menor peligro. ¡Estoy feliz de haberme enterado de que ama a Lee! Es el hombre perfecto para ella.
El túnel número uno era un refugio con el que podía contar; el turno no terminaría hasta la medianoche y los mineros que trabajaban en los túneles número cinco y número siete sabían que él estaba trabajando en el uno. Si no llamaba a nadie, lo dejarían tranquilo.
El compresor era magnífico; inyectaba suficiente presión de aire al taladro, incluso a pesar de la distancia a la que estaba, así que él estaba encantado con el rendimiento de su taladro Ingersoll. Era casi nuevo y funcionaba a la perfección.
Había planeado colocar las cargas a unos tres metros y medio de profundidad, y ya hacía varios días que tenía un esquema de cómo hacerlo; ésa era la razón de que hubiese rechazado la ayuda de Lee. Lee le habría hecho muchas preguntas, sabía demasiado sobre el tema. De todas formas, no necesitaba ayuda. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, y podía hacerlo mejor y más aprisa si trabajaba solo. En el primer agujero, la mecha del taladro perforó el vacío unos treinta centímetros antes de lo que él había calculado. Tenía razón, allí había una falla. No obstante, siguió taladrando, y volvió a encontrar aquel vacío a la misma profundidad que en los casos anteriores. Y a medida que taladraba, pensaba.
¡Qué vida tan grandiosa había vivido! ¡Qué vindicación! La verdadera receta para el éxito eran el trabajo constante, la inteligencia y la ambición. Nunca he dado un paso en falso en ninguna de mis apuestas, desde el oro hasta el caucho, y si en algo he fracasado, ha sido más bien en mi vida privada. Sir Alexander Kinross, Caballero de la Orden del Cardo, ¿no me veía demasiado ampuloso con esas ropas? ¡Cuánto he disfrutado! Los triunfos, los viajes, las aventuras alocadas, el oro que se amontonaba en el Banco de Inglaterra, la satisfacción de haber construido una ciudad modelo adelantada una generación a su tiempo, el saber que todos los hombres públicos tienen su precio y el placer de comprar a esos políticos estúpidos y codiciosos. ¿Qué importa el dinero si al recibirlo un hombre se convierte en el esclavo de otro? Sí, he disfrutado a lo grande los cincuenta y cinco años de mi vida.
Se lió un pañuelo en la cabeza y siguió trabajando con la destreza y la seguridad de siempre.
A pesar de todo el sufrimiento que le había acarreado el matrimonio, Elizabeth le había dado una hija maravillosa que seguramente triunfaría en la carrera que había elegido si, por supuesto, no decidía convertirse en mártir. Nell, él se había dado cuenta de ello, era una altruista, y eso sin duda lo había heredado de su madre. Lo único que no había logrado era un hijo varón que lo heredara. Nunca debería haber escrito a Escocia pidiendo una esposa; debería haberse casado con Ruby, la esposa de su corazón, porque ella era la mujer de cuerpo exuberante y lozano con la que él congeniaba. Pero no por su espléndido físico, sino más bien por su ingenio chispeante y obsceno, por su cáustica sabiduría, por su sentido del ridículo, por su pantagruélico deseo de vivir. Ruby era única entre muchos millones. La había decepcionado a ella también, y eso le dolía tanto como la certeza de haber decepcionado a Elizabeth. Amaba a las dos, y las había decepcionado a ambas.
Pero tenía una deuda con Elizabeth y ya era hora de saldarla. Amarla y, sin embargo, no haber logrado hacerla feliz era imperdonable. Lee era perfecto para Elizabeth, sí, pero ¿cómo se las arreglaría para convivir con una mujer cuya reserva la convertía en una fortaleza inexpugnable? Era evidente que él estaba profundamente enamorado de ella, pero el suyo era un amor cortés como el de los tiempos medievales, un cortejo casto, sin esperanzas y en la distancia. ¿Podría pasar de la desesperanza a la esperanza realizada? ¿ La Elizabeth con la que había soñado durante diecisiete años sería la Elizabeth con la que habría de convivir? Eso era algo que Alexander no podía saber. Tampoco quería averiguarlo.
De pronto, pensó en Sung. ¡El viejo y querido Sung! Jamás nadie había tenido un socio mejor para una empresa tan ambiciosa. Lee había heredado de él su sentido del honor, por supuesto. Un hecho curioso teniendo en cuenta que el padre no se había ocupado personalmente de aquel hijo mestizo ni se había interesado demasiado por su suerte. Los hijos chinos de Sung eran, en todo caso, más extranjeros que el propio Sung: habían recibido una educación completamente diferente. Alexander se inclinaba a pensar que Lee había salido ganando. La situación de los chinos empeoraría después de que las colonias se convirtieran en una federación independiente, pero Alexander estaba convencido de que los chinos que ya estaban en Australia se quedarían allí. Era una verdadera estupidez que se desperdiciara así la inteligencia y el talento del mundo de los que no eran blancos.
La evocación de Anna fue una verdadera tortura, no podía sino asociarla con Jade, Sam O'Donnell y Theodora Jenkins. Ella era un ejemplo perfecto de cómo el amor podía arruinar una vida. La muy estúpida se había marchado de Kinross y ahora vivía en Bathurst, sumida en la pobreza, remendando ropa y dando clases de piano. Todo porque no había podido aceptar que su amado era un violador. Jade, una pequeña silueta negra que se balanceaba delicadamente colgada de una soga cuyas cenizas cubrían el barato ataúd de Sam O'Donnell. Ésa había sido una buena idea de Sung. Después de aquella lluvia sin precedentes, los huesos en descomposición de O'Donnell quedarían atrapados en la telaraña de su verdugo.
¿Y qué decir de Anna? Una pobre chiquilla inocente. Una tragedia tan inexorable e inevitable como un témpano de hielo que se precipita al valle desde la cima de la montaña. Aunque no fuera más que por eso estaba en deuda con Elizabeth, que había sobrellevado la peor parte de esa tragedia. Pues bien, tenía que darle la oportunidad que se merecía y rogar que no fuera demasiado tarde. Lee le pertenecía de por vida, pero ¿sería eso lo que ella quería una vez que lo hubiera conseguido? Y él, ¿comenzaría a herirla y violentarla? No, pensó, si ella puede darle hijos. Para ella serán hijos deseados. Me pregunto si alguno de ellos se parecerá a Ruby. ¡Eso me gustaría!
Terminó de hacer las perforaciones. Recorrió lentamente el túnel hasta el sitio al que Summers acababa de llegar con una carretilla de cuatro ruedas en la que llevaba una caja de dinamita, sales minerales, algodón pólvora, cable de platino y detonadores. ¡Cómo vuela el tiempo!, pensó Alexander, mientras miraba su reloj. Las agujas estaban una sobre otra, marcando las seis y media. Nueve horas para hacer las perforaciones. Nada mal para un hombre maduro.
– Sé que en su nota pedía una caja entera de dinamita al sesenta por ciento, sir Alexander, pero ¿no es mucho?
– Muchísimo, Summers, pero lo que tenía en la otra caja no me servía. Vamos a ver -replicó Alexander mientras levantaba la tapa de la caja, escudriñaba las ordenadas hileras de cartuchos marrones y tomaba uno para sopesarlo y olerlo. Un momento después, asentía con la cabeza-. Este lote servirá. Me lo llevaré.
– Ojalá yo no fuera tan torpe con los explosivos -dijo Summers, afligido, y comenzó a empujar la carretilla en dirección al túnel número uno.
Alexander le ordenó que se detuviera.
– Gracias, Summers. Yo me arreglo.
– ¿Y qué hará con el Ingersoll? ¿Desmontará la tubería de aire?
– Ya he sacado de allí el Ingersoll, y he desmontado la tubería de aire.
– No debería haber hecho eso, sir Alexander, no debería haberlo hecho.
– ¿A mi edad, quiere decir? -repuso Alexander con una sonrisa irónica, y comenzó a empujar la carretilla.
Summers se quedó un momento mirándolo alejarse bajo las luces centelleantes hasta que, en una curva, Alexander desapareció de su vista.
Frente a la superficie de la roca una vez más, Alexander tomó un cartucho de aquel explosivo de máximo poder y rasgó su envoltura por uno de los extremos con un afilado cuchillo. Lo colocó en el agujero con relativa facilidad y luego, ayudándose con la larguísima barra apisonadora, lo empujó hasta el fondo. Repitió la operación con otro cartucho, y después con otro, tan aprisa como pudo, hasta que sólo quedó lugar para uno más. Envolvió un extremo del último cartucho con el detonador del fulminante de mercurio y un cebador, a los que agregó dos terminales de cable conectadas por un filamento de platino sobre un lecho de algodón pólvora. Y pasó al siguiente agujero.
Sudaba copiosamente y sus músculos sentían el esfuerzo, pero colocó las cargas como lo había planeado hasta que hubo insertado ciento cincuenta y seis cartuchos con un sesenta por ciento de nitroglicerina cada uno en la superficie de la roca. Después, quitó unos quince centímetros de material aislante del extremo de cada uno de los cables y los enrolló a todos en un solo haz. A continuación quitó el material aislante al extremo del cable que pronto desenrollaría para llevarlo hasta la galería, donde lo conectaría a la terminal que desencadenaría la explosión. ¡Listo! Contempló su obra con una mirada de profunda satisfacción.
Empujando con el aire la bobina de cable avanzó por el encharcado terreno en dirección a la galería. Summers, Lee y Prentice lo estaban esperando; Prentice llevó la bobina hasta la terminal y se agachó para cortar el cable con la intención de completar la conexión. Alexander le quitó el cable de las manos, retiró el material aislante y lo conectó. ¡Qué exigente e intratable es este tío!, pensó Prentice. Siempre tiene que hacerlo todo él, como si los demás no supieran nada.
– El viejo y querido número uno ya está listo para desaparecer -dijo Alexander resueltamente, con una sonrisa en los labios. Se le veía sucio y agotado pero exultante.
Prentice hizo sonar la sirena que advertía a todos los que se hallaban en las inmediaciones que habría una explosión; cuando finalmente el ulular de la sirena cesó, Alexander accionó el interruptor de la terminal y el amperímetro indicó que la corriente eléctrica había comenzado a fluir. Se taparon los oídos con las manos, como los otros cuarenta hombres que estaban en ese momento en la mina, pero no se produjo ninguna explosión. La entrada del túnel número uno estaba a oscuras.
– ¡Maldición! -exclamó Alexander-. El cable se ha cortado.
– ¡Espera! -gritó Lee-. ¡Alexander, espera un momento! Podría haber fuego.
Por toda respuesta, Alexander cortó la corriente; la aguja del amperímetro volvió al cero.
– Lo repararé -dijo. Tomó un farol y se internó en el túnel-. Ésta es mi voladura. Quedaos todos quietos, ¿está claro?
Esta vez recorrió el trayecto a grandes zancadas, pleno de energía y decisión. Lo que los hombres que había dejado atrás no sabían era que la corriente seguía fluyendo; Alexander había conectado un desvío en la terminal, y lo había activado al cortar la corriente. Y el amperímetro no lo detectaba.
Los dos cables estaban en el suelo; sus filamentos de cobre, iluminados por el farol, despedían destellos rojizos. Dejó el farol en el suelo y levantó los cables, uno en cada mano.
– Esto es mucho mejor que vivir en la humillación -dijo, y juntó los extremos de los cables con una expresión de fiero placer.
El túnel estalló, innumerables fragmentos de roca se esparcieron en un radio de trescientos metros y la montaña, fatalmente agrietada a tres metros de profundidad, trataba de derrumbarse sobre sí misma mientras la fuerza incontenible de la enorme carga de explosivos la resquebrajaba. A la primera onda expansiva, que sonó como un aullido, le siguió un ruido como el de un objeto que se hace añicos; la ráfaga arrastró violentamente a los hombres que se encontraban en la galería mientras un diluvio de partículas inundaba el espacio circundante y una enorme masa de polvo recorría vertiginosamente el lugar, subía por los pozos de ventilación hasta las torres de perforación, bajaba por el túnel de los contenedores y salía al pasillo principal. El estruendo, que se oyó con más intensidad en Kinross, llegó atenuado a la cima de la montaña. Sin embargo, cuando el ruido cesó y Lee logró recuperarse -todavía le zumbaban los oídos- descubrió que la galería no había sufrido ningún daño. Las sirenas externas ululaban y desde la ciudad acudían a la carrera los hombres: ¡Dios, que no sea un derrumbe! ¿Quiénes habían muerto, cuántos túneles y pozos de ventilación habían quedado sepultados?
Lo primero era resolver el problema de la seguridad; cuando Lee, los ingenieros de minas y los supervisores recorrieron el lugar descubrieron que lo único que se había derrumbado era el túnel número uno. Fuera de allí, no había una sola viga rajada, ni un rasgón en las lonas, ni un pandeo en las vías de los contenedores. Toda la fuerza de la explosión se había concentrado en el túnel número uno.
El hombre es un genio, pensó Lee, todavía aturdido, mientras él y Summers se internaban en el número uno hasta donde podían, unos treinta metros en un túnel cuya extensión original era de trescientos. Alexander había distribuido las cargas para causar el mayor estrago en el menor espacio. Ningún otro lugar de Apocalipsis había sufrido el menor daño fuera del túnel original. «El viejo y querido número uno. Y él me aprecia», había dicho Alexander.
Summers berreaba como un niño y la mayoría de los hombres que se encontraban en la galería lloraban, pero Lee no podía derramar una sola lágrima. Mientras Prentice y los demás supervisores se preparaban para tratar de rescatar a Alexander, Lee se acercó discretamente a la terminal y tiró del cable que la conectaba con la cabina del generador. Haciéndolo girar entre las manos, desatornilló la placa inferior y vio lo que Alexander había hecho. Nunca te perdiste una, ¿eh, Alexander?, dijo para sí. Nadie lo veía; Lee desarmó el desvío, lo guardó en el bolsillo del pantalón y volvió a armar el dispositivo. Cuando alguien quisiera revisarlo, o verificar su funcionamiento en el laboratorio, se comportaría exactamente como correspondía. Apostaría a que sabías que sería yo quien lo descubriría. Porque, Alexander Kinross, tú querías morir en un accidente, un capricho de la suerte, algo de lo que no se pudiera culpar a nadie. Seré tu cómplice. Te debo eso, y mucho, mucho más.
Nunca lo encontrarían, por supuesto. No estaba volviendo a la galería cuando su mundo terminó, estaba ante la roca con los cables pelados en las manos. Estás sepultado para siempre, Alexander Kinross. El rey en su mausoleo dorado.
– Jim -dijo a Summers, que no cesaba de berrear-. ¡Jim, escúchame! No puedo quedarme aquí, tengo que informar de esto a más de una mujer. Los hombres pueden explorar hasta unos treinta metros si quieren, pero no más allá. Si no aparece en esos treinta metros está muerto. Lo está, en cualquier caso, y todos lo sabemos. Pero pueden buscarlo un rato, se sentirán mejor. Regresaré en cuanto pueda.
Y Summers, que toda su vida había sido un hombre respetuoso de la autoridad, se secó la cara, se sonó la nariz, y miró fijamente a Lee con los ojos todavía llenos de lágrimas.
– Sí, doctor Costevan-dijo-. Enseguida.
– Bien dicho -repuso Lee, dándole una palmada en el hombro.
¿A la ciudad o a la cima de la montaña? A la ciudad, decidió Lee. Su madre oiría los rumores mucho antes, así que había que avisarla en primer lugar.
¿Qué fue lo que dijo Alexander ayer, cuando terminaba nuestra conversación? Algo así como que tenía que encontrar una solución para conservarme a mí y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth. Sí, algo así. Pero ¿quién habría podido imaginar cuál iba a ser esa solución? ¿Quién podía ser tan cruel y decidido como él para pensar algo tan radical? Las mujeres nunca sabrán que no fue un accidente, así que Elizabeth no se sentirá culpable y Ruby no albergará odio. Si mi madre supiera que él se suicidó porque pensó que era la mejor manera de resolver una situación insoluble, culparía a Elizabeth y la odiaría toda la vida. Y eso significaría una ruptura diferente. En cambio así, lo que pasó entre Alexander y yo es un secreto entre los dos. Murió en un accidente en la mina. Esos accidentes suceden muy a menudo. Todo el mundo tendrá algo que decir al respecto, por supuesto. ¿Cómo pudo ocurrir que las cargas explotaran si la corriente estaba interrumpida? ¿Por qué la explosión había sido tan desmesurada? ¿Por qué Alexander no permitió que nadie entrara con él en el túnel número uno? Pero nadie sabrá la verdad, excepto yo… y Alexander.
Cuando Ruby, que esperaba ansiosamente en la galería externa del hotel, vio bajar a Lee del funicular, tuvo que aferrarse a uno de los postes de la marquesina para mantenerse en pie. A medida que él se acercaba ella veía su rostro rígido, agarrotado, y su expresión sombría. Fuese por eso, o por algún misterioso presentimiento, súbitamente la asaltó la certeza de que Alexander había muerto. Extendió una mano mientras con la otra seguía aferrándose al poste como si fuera una muleta. Lee tomó la mano de su madre entre las suyas y la acarició.
– Hubo un accidente en el túnel número uno. Alexander está muerto. Es imposible que haya sobrevivido.
La expresión de sus enormes ojos verdes era igual a la de una gata a quien acaban de arrebatarle sus cachorros para ahogarlos: pena, desconcierto, y un dolor incipiente. Pronto, pensó Lee, empezará a buscarlo en los rincones de su pobre mente agobiada, segura de que ha habido algún error.
– ¿Su gran voladura? -preguntó.
– Sí. Hubo un problema con la conexión eléctrica, y él decidió ir a repararla.
Ruby se tambaleó; Lee la sostuvo con un brazo y la condujo al interior del hotel. Hizo que se sentara y le ofreció una copa de brandy.
– Él nunca había hecho algo así tratándose de explosivos o voladuras. Tenía una experiencia de treinta y cinco años -repuso ella, recuperando un poco el ánimo.
– Tal vez ése fue el problema, mamá. Se descuidó.
– El no actuaba así, y tú lo sabes.
– Estoy tratando de encontrar una explicación, incluso para mí.
– ¡Finalmente soy viuda! -dijo ella, perpleja-. Al menos me siento como una viuda. Sólo a Alexander se le ocurriría dejar dos viudas.
– ¿Estás bien, mamá? Debo avisar a Elizabeth.
– Ella no lo llorará. Ahora puede tenerte a ti.
– Eso no es justo para nadie, mamá.
– ¡Oh, ve, ve! -dijo ella, abrumada-. Te toca la peor parte. Di a Elizabeth que iré más tarde. Estará bien, Constance le hará compañía. Ahora somos todas viudas.
Los contenedores del pasillo principal trabajaban incansablemente, pues la mitad de la ciudad estaba tratando de retirar los escombros del túnel número uno. Lee subió en el funicular. Elizabeth y Constance estaban bebiendo té en el invernadero. Levantaron la vista hacia él sin demasiada preocupación hasta que advirtieron el aspecto de Lee: estaba cubierto de polvo, sudaba copiosamente y su expresión recordaba a la de Sung cuando algún miembro de su comunidad había cometido algún delito grave.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Elizabeth-. Oímos una explosión. Un ruido sordo, lejano.
– Un accidente terrible. Alexander ha muerto.
La taza de Constance se estrelló contra el suelo. Elizabeth apoyó cuidadosamente la suya, y la acomodó de modo que las flores dibujadas en ella coincidieran con el diseño del plato. Su blanca piel palideció aún más, pero tardó en levantar la vista para mirar a Lee. En sus ojos había una terrible mezcla de pena y alegría: las dos emociones luchaban denodadamente en su interior. Y cuando esa lucha se resuelva, pensó Lee, lo único que sentirá será alivio. Su esposa no llorará a Alexander. Mi madre sí. En ese sentido, él había cometido una injusticia con su amada; veintitrés años de una unión así, por muy amarga que hubiese sido, debía provocar una sensación de pérdida, y, en consecuencia, un duelo.
– Ruby -dijo Elizabeth, trémula-. ¿Ruby ya lo sabe?
– Si. Se lo conté primero a ella porque en la ciudad todo el mundo habla de la explosión. Allí el estruendo fue terrible.
– Me alegra mucho que se lo hayas contado primero a ella. Gracias -dijo Elizabeth quedamente-. Él era más importante para ella que para mí. ¡Oh, pobre mujer!
Constance lloraba y se retorcía las manos.
– No llores -dijo Elizabeth en tono sereno-. Es mejor así, morir en la flor de la edad antes que angustiarse esperando la muerte. Me alegro por él.
– Mamá dice que vendrá más tarde. ¿Te ocuparás de avisar a Nell?
– Sí, por supuesto.
– ¿Habéis hallado el cuerpo? -preguntó Constance.
Lee la miró fijamente.
– No, nunca se encontrará, Constance. Está sepultado bajo toneladas de roca a cien metros de la entrada de un túnel que ya no existe. Ahora es parte de Apocalipsis para siempre. -Se dirigió a la puerta-. Debo irme, me necesitan.
Elizabeth lo acompañó. Después de la lluvia, el jardín estaba floreciente.
– Él no sabía lo nuestro, ¿verdad, Lee? -preguntó.
– No, no lo sabía -replicó Lee, comprendiendo de pronto que tendría que vivir con esa mentira hasta el último de sus días-. Todas sus energías estaban puestas en su voladura. Esta clase de accidentes suceden, incluso a los hombres más afortunados. Una mina es un lugar peligroso -agregó, pasándose una mano por los ojos-. Nunca pensé que esto pudiera pasarle a Alexander. Él era el rey.
– Al final, todo el peso debe recaer en el rey -comentó Elizabeth enigmáticamente-. Es el precio que debe pagar por gobernar.
– ¿Todavía hay sitio para mí en tu corazón y en tu vida?
– Oh, sí, siempre lo habrá. Pero tendremos que esperar un poco.
– Puedo esperar. Quiero que sepas que estoy aquí para lo que necesites. Te amo, Elizabeth. La muerte de Alexander no puede cambiar eso.
– Y yo te amo. Creo que a Alexander le gustaría saber que he encontrado a alguien a quien amar -replicó ella, poniéndose de puntillas para besarlo en la mejilla-. Ahora estás tú al mando. Ven cuando quieras.
¿Nunca cambia nada?, se preguntó Ruby esa tarde cuando se encontró con Elizabeth en la casa. Allí estaba la viuda oficial de Alexander, tan serena, imperturbable y reservada como siempre. Incluso sus ojos transmitían tranquilidad, aunque era evidente que no estaba contenta. Se encierra, quién sabe dónde. Alexander siempre lo decía cuando hablaba de ella.
Peony estaba haciendo lo posible para tranquilizar a Dolly, que se había echado en su cama a llorar, desconsolada, cuando se lo contaron, y Elizabeth había telefoneado a Nell, interrumpiendo sus rondas por los pabellones del hospital Prince Alfred, para decirle que su padre había muerto. Estaba en camino a Kinross, dijo Elizabeth a Ruby en su tono sereno, indiferente y delicado.
Lee regresó a la hora de la cena. Se había bañado y se había puesto ropas de trabajo limpias.
– Hemos decidido suspender la búsqueda -dijo. Se sentó con movimientos lentos, como si repentinamente hubiera envejecido, y aceptó el bourbon de Kentucky que le ofreció su madre-. Los ingenieros han coincidido en que tratar de excavar cincuenta centímetros más en ese túnel podría provocar otro derrumbe aún peor que el anterior. No había rastros del cuerpo de Alexander. Está en las entrañas de la montaña.
Lo único que parecía inquietar a Elizabeth era la ausencia de un cuerpo, lo que pronto quedó en evidencia.
– ¿Qué haremos, Lee? No puede ser oficialmente enterrado, ¿verdad?
– No.
– ¡Pero ha de tener una tumba!
– Puede tenerla -repuso Lee, pacientemente-. No tiene por qué haber un cuerpo en ella, Elizabeth. Puede tener una tumba donde tú quieras.
– Junto a la de Anna. Él amaba la cima de la montaña.
Ruby permanecía en silencio, todavía demasiado conmovida para llorar. Como si hubiera habido un acuerdo tácito entre ellas, las tres mujeres estaban de negro, ataviadas con sobrios vestidos de gro cerrados hasta el cuello y sin ningún adorno. ¿Las mujeres siempre tenían algo así en su guardarropa, por si acaso?, se preguntó Lee. Aunque ninguna se había vestido de luto por Anna. Sin duda había sido un final demasiado misericordioso para vestirse de negro.
– Una estatua -dijo Ruby de pronto-. Una estatua de bronce de Alexander en la plaza de Kinross, vestido con sus ropas de gamuza y a lomos de su yegua.
– Sí -dijo Constance, exaltada-. Hecha por un gran escultor.
Tres pares de ojos se volvieron hacia Lee; quieren que yo me ocupe, pensó. He ocupado el lugar de Alexander, pero ¿quiero ocuparlo?
La respuesta es: no. De todos modos, me parece que no tengo otra opción. La muerte de Alexander me ha encadenado a Kinross con mayor firmeza que a César su concepto de Roma.
Esa noche durmió en la casa, aunque no en la cama de Alexander, sino en la pequeña habitación de huéspedes que había servido como prisión temporal para Anna. Y en la mitad de la noche, al despertar de una pesadilla, encontró a Elizabeth sentada junto a él. En un primer momento se replegó sobre sí mismo, horrorizado, pero pronto se sintió invadido por un sentimiento de gratitud. Ella llevaba puesta una bata de noche, y era evidente que no había acudido hasta allí en busca de consuelo sexual. Se puso de lado para abrazarla, y ella lo besó tiernamente.
– ¿Cómo has sabido que te necesitaba? -preguntó él, con la cabeza hundida en la cabellera de ella.
– Porque sé que lo amabas.
– ¿Y tú? ¿Alguna vez lo amaste, aunque fuese en secreto?
– No, nunca.
– ¿Cómo pudiste soportarlo?
– Levanté un muro entre él y yo.
– No tendrás que hacer eso conmigo.
– Lo sé. Pero al principio todo será muy difícil, mi querido Lee.
– No podría ser de otro modo. Debes demoler ese muro, pero de piedra en piedra. No tendrás que hacerlo sola. Yo te ayudaré.
– Parece demasiado irreal para ser cierto. Yo pensaba que Alexander era eterno. Parecía uno de esos hombres que nunca mueren.
– Yo también lo creía.
– ¿Cuándo podremos dejar que todos nos vean juntos?
– Tendremos que esperar varios meses, Elizabeth, a menos que puedas afrontar el escándalo.
– Puedo afrontar cualquier cosa si estás conmigo, pero sé que tú te sentirías mucho mejor si no hay escándalo. Tú lo querías.
– Sí, yo lo quería.
El juzgado de primera instancia tenía su sede en Bathurst, de modo que la investigación -no se podía decir que fuera una pesquisa como cualquier otra- se llevó a cabo en aquella ciudad. La sala estaba abarrotada de periodistas; al fin y al cabo, la supuesta muerte de sir Alexander Kinross era una noticia internacional.
Summers declaró que sir Alexander había pedido una caja sellada de dinamita al sesenta por ciento que contenía doscientos cartuchos y mostró la nota en la que estaba registrado el pedido. Después, confesó que era un verdadero inepto en materia de explosivos, y que con mucha suerte podía distinguir un extremo de un cartucho de dinamita del otro si es que había alguna diferencia entre los dos extremos. Podía jurar que sir Alexander había cortado la corriente en la terminal porque había visto cómo la aguja del amperímetro volvía al cero. Nadie había vuelto a conectarla después de que sir Alexander se internó en el túnel, y también estaba dispuesto a jurarlo.
Prentice declaró que se había puesto a trabajar con la bobina de cable, pero que sir Alexander se había enfadado, le había arrebatado los cables, los había pelado él mismo y los había conectado sin que nadie lo ayudase. Explicó que había activado la sirena de explosiones y que todos los mineros habían salido de los túneles a la galería para esperar allí a que se produjera la explosión. Había visto con sus propios ojos cómo sir Alexander habilitaba el paso de corriente, y había visto que el amperímetro lo registraba. Y declaró con la más absoluta convicción que había visto a sir Alexander cortar la corriente antes de internarse en el túnel número uno para reparar el cable, que era lo que todos ellos suponían que había ocurrido.
La declaración de Lee confirmó lo que habían atestiguado Summers y Prentice en cuanto a quién había conectado el cable destinado a la explosión y quién había activado el interruptor, primero para encenderlo y después para apagarlo: sir Alexander. Mostró la terminal ante el tribunal y explicó cómo funcionaba, y explicó además que había sido puesta a prueba en el laboratorio y se había verificado que funcionaba correctamente, y agregó que no era una pieza demasiado complicada. Si el juez necesitaba más pruebas al respecto, los ingenieros que la habían verificado se encontraban allí presentes.
Cuando preguntaron a Lee cómo podía haber ocurrido la explosión, se limitó a menear la cabeza, y dijo que no lo sabía. Prentice, convocado al estrado para responder la misma pregunta, negó con la cabeza y dijo que él tampoco lo sabía. La dinamita era una sustancia inerte hasta que explotaba. Más aún, si un detonador hubiera explotado no todas las cargas habrían estallado, porque no todas estaban conectadas en serie. La técnica más habitual consistía en hacer explotar las primeras cargas, verificar los resultados y después decidir si se continuaba o no con la voladura. No, un responsable de explosiones nunca se propondría devastar totalmente la superficie de la roca; la mayor parte de esa faena se hacía con martillos neumáticos después de que la voladura hubiese originado los orificios y fracturado la roca siguiendo las líneas de falla.
En su segunda declaración, Lee admitió que sir Alexander tenía un interés especial por esta voladura y había dicho que era «un experimento». Entonces el juez llamó a declarar por segunda vez a Prentice, quien confirmó el testimonio de Lee al respecto.
– ¿Tiene usted alguna teoría, doctor Costevan? -preguntó el juez al final de la audiencia.
– Una, su señoría. Que detrás de la superficie de la roca había una falla muy grande de la que sir Alexander no se percató, y que la explosión desencadenó un derrumbe imprevisto del granito a ambos lados de la falla. No se me ocurre de qué otro modo pudo ocurrir. Sé que no debe de significar demasiado para un hombre de leyes, pero cuando estuve en la cima de la montaña, hace unos días, descubrí una depresión exactamente encima del punto en el que solía terminar el túnel número uno. Para un geólogo, eso significa una falla que anuncia un riesgo de derrumbe, considerando que antes del accidente esa depresión no existía.
– ¿Eso podría provocar una explosión tan desmesurada, doctor Costevan?
– Depende, su señoría. No creo que ninguno de los que estábamos en la galería esa mañana podamos discernir si el ruido que oímos provenía de una explosión o si se debía al derrumbe del túnel. En los dos casos la onda expansiva habría provocado el mismo efecto en los tímpanos de cualquiera que estuviera expuesto -respondió Lee, en un lenguaje deliberadamente científico.
El juez emitió un veredicto de muerte accidental. Sir Alexander estaba oficialmente muerto.
Ruby y Elizabeth no habían asistido. Nell sí, a pesar de que había tenido que hacer otro viaje desde Sydney que, además, se prolongaría debido al funeral de su padre y la lectura de su última voluntad y testamento. Abandonó la sala, con el rostro sombrío, escoltada por Lee.
– Creo que todo cuanto se ha dicho ha sido pura cháchara -confió a Lee mientras él la acompañaba hasta el tren que iba de Bathurst a Lithgow.
– ¿En qué sentido, Nell? -preguntó él, en un tono que sonó a simple curiosidad.
– Mi padre no cometía errores.
– Estoy de acuerdo.
– ¿Entonces? -preguntó ella agresivamente.
– Entonces, es un misterio, Nell. No tengo respuestas.
– Alguna debe de haber.
– Ojalá la encontraras tú. Yo, al menos, me sentiría más tranquilo.
– A mi madre le importa un bledo.
– Oh, no creo que sea así. Le cuesta demostrar sus sentimientos, eso deberías saberlo tú mejor que yo.
– Nadie mejor que yo -replicó Nell con amargura-. Ruby lo llora más.
– Tiene más motivos para llorarlo -dijo él con franqueza.
– Somos una extraña pareja, Lee, tú y yo.
– Enredados en la maraña de las extrañas relaciones entre nuestros padres.
– Bien dicho. Eres perspicaz, para ser ingeniero.
– Gracias.
Ella apoyó la mejilla en la ventanilla del compartimiento y posó sus ojos, un poco más azules que de costumbre, en el rostro de Lee. Estaba sutilmente cambiado: se le veía más seguro, más maduro, mucho más resuelto. ¿Será que espera ser el principal heredero de mi padre? Sin embargo, papá me dijo que lo sería yo. Y yo no quiero serlo. ¡No quiero! Pero no, no es eso lo que le pasa a Lee. El cambio se debe a otra cosa. Él nunca me atrajo; sin embargo, de pronto comprendo su atracción. Su enorme integridad, su honor, su sensibilidad. Mi madre y su madre lo ven como la única salvación en este momento espantoso. ¿Típico, no? Lee es hombre. Ninguna de las dos cuenta conmigo para nada.
En Lithgow hicieron transbordo y cogieron el tren que iba a Kinross, después de un largo silencio que ninguno de los dos quiso romper.
Finalmente, Lee habló:
– Entre la muerte de Anna y ésta, Nell, debes de haber perdido muchas clases. ¿No tendrás problemas?
– No creo. Los exámenes de fin de año son sobre materia médica, medicina clínica, cirugía, y un poco más de anatomía y fisiología. Los aprobaré. He estudiado lo suficiente, y no hay un reglamento rígido sobre la asistencia a clases, sobre todo si uno no asiste por razones justificadas. -En su alargado rostro se dibujó una expresión de entusiasmo-. El año próximo también me irá bien. Es mi último año en la facultad, el de mil novecientos, y será el más difícil. Debo cursar muchas materias que, en mi opinión, no tienen demasiado que ver con la medicina, medicina legal, por ejemplo. Además presentaré una tesis de doctorado. Quiero ser una verdadera doctora en medicina, no una simple licenciada.
– ¿Cuál será el tema de tu tesis?
– La epilepsia.
Anna, pensó él.
– ¿Has pensado en casarte? -preguntó con una sonrisa encantadora que disipó cualquier sospecha de que la intención fuera ofensiva.
– No.
– Qué pena. Eres la única persona en este mundo que lleva la sangre de Alexander.
– No creo en esas cosas, Lee. Son anticuadas y no tienen la menor importancia. Además, está Dolly.
– Lo siento -dijo él sin convicción.
– A menos que tú quieras casarte conmigo -dijo ella con una mirada provocadora.
– Jamás.
– ¿Por qué? -preguntó ella, ofendida.
– Eres demasiado mordaz y agresiva, y yo no soy el hombre indicado para limar tus asperezas. Me gustan las mujeres amables.
– Ya escogiste una, ¿verdad?
– No. Uno no escoge una mujer. Es ella la que elige.
Nell se inclinó hacia él con simpatía.
– Sí, creo que tienes razón -dijo.
– ¿Qué fue de ese sujeto anónimo que te gustaba?
– Oh, eso ocurrió hace demasiado tiempo; yo tenía apenas dieciséis años. Estuvo a punto de sufrir un ataque cuando se enteró. Así que el fuego se apagó antes de empezar a arder.
– ¿No puedes volver a encender la chispa?
– No. Sobre todo después de la muerte de papá. Sería una traición.
– ¿Por qué?
– El tipo es miembro del Parlamento de Nueva Gales del Sur, un representante del Partido Laborista. Es un defensor tan acérrimo del socialismo como papá lo era del capitalismo -replicó con un suspiro, y sus ojos se empañaron ligeramente-. ¡Oh, la verdad es que me gustaba! Es un poco más bajo que tú, pero en un cuadrilátero no podrías fácilmente con él, te lo aseguro.
– Sólo -replicó Lee con una sonrisa burlona- si el hombre dominara todos esos trucos chinos que tú aprendiste para defenderte.
Alexander había hecho un nuevo testamento dos días después de la muerte de Anna, bastante antes de la confesión de Lee, un gran alivio. Lee no podía culparse por nada de lo que disponía aquella última voluntad, pero no pudo dejar de preguntarse por qué Alexander no lo había cambiado una vez que se enteró de su relación con Elizabeth. Alexander había legado seis de las siete partes que poseía en Empresas Apocalipsis directamente a Lee y la séptima parte a Ruby, lo que significaba que de las trece partes que constituían el total de las acciones de la compañía siete quedarían en manos de Lee, dos en manos de Ruby, dos seguirían perteneciendo a Sung y las otras dos a Constance Dewy. Lee se convertiría en el principal accionista y jefe indiscutible.
Elizabeth, Nell y Dolly recibirían una renta de 50.000 libras esterlinas anuales cada una que debía deducirse de las ganancias o de los fondos de la compañía, según lo decidiera la junta directiva.
Jim Summers recibiría 100.000 libras, las hermanas Wong 100.000 libras cada una, y Chang, 50.000. Alexander manifestaba su deseo de que Sung Po siguiera siendo el secretario del ayuntamiento, y le legaba 50.000 libras. Theodora Jenkins recibiría 20.000 libras y el título de propiedad de su antigua casa.
Las 4.050 hectáreas del monte Kinross eran propiedad de la compañía, pero Elizabeth gozaría de la tenencia de esas tierras hasta su muerte, tras la cual serían restituidas a la junta directiva. Todos los legados en dinero quedarían exentos de tributar los respectivos impuestos a la herencia, que serían pagados con fondos de Alexander.
Finalmente, legaba su fortuna personal, su colección de obras artísticas, sus libros más valiosos y todas las propiedades que se encontraban a su nombre a los hijos que Elizabeth pudiera tener después de haber muerto él, una cláusula que nadie entendió, ni siquiera Lee. ¿Qué había movido a Alexander a hacer aquello, dado que en el momento de redactar ese testamento no sabía nada de la relación entre su esposa y Lee? ¿Era su modo de disculparse con Elizabeth y de decirle que era libre de volver a casarse?
– Me alegro mucho de que seas tú quien tiene que cargar con ese peso, Lee -dijo Nell.
– Yo no. No lo esperaba, la verdad.
– Ahora estás atado de pies y manos a Empresas Apocalipsis. Supongo que cuando le dije que quería estudiar medicina decidió desentenderse de mí.
– Como guardiana de sus logros sí, pero yo no diría que legarte cincuenta mil libras anuales es una forma de desentenderse de ti.
– Lo que tú no sabes es que yo tenía la esperanza de que él financiara un hospital para enfermos mentales.
Lee sonrió sin convicción.
– Si le dijiste que querías hacer algo así, es un motivo suficiente para que quisiera privarte de esa oportunidad. Alexander habría pensado que sería como luchar contra molinos de viento. La historia de Anna no tiene nada que ver con eso.
– Sí, es cierto. Un pragmático de la cabeza a los pies, ¿no?
– Oh, no lo sé. Piensa en lo que le dejó a Theodora.
– Me alegra que se acordara de ella.
– A mí también.
– ¿A cuánto asciende su fortuna personal, Lee?
– Es enorme. Los legados y los impuestos a la herencia ni siquiera le harán mella.
– Para los hijos que mamá pudiera tener después de la muerte de él… Pero él sabía, ¡todos lo sabemos!, que ella no puede tener más hijos. ¿Qué pasará con su fortuna si ella no tiene más hijos?
– Buena pregunta. Puesto que está depositada en el Banco de Inglaterra, probablemente vaya a parar a un juzgado después de que ella muera y quede allí en custodia durante años mientras los abogados pleitean y se alimentan de sus restos como buitres -replicó Lee-. Si tuvieras hijos, podrías reclamarla en nombre de ellos, supongo.
– ¿Mamá, tener hijos a su edad? -exclamó Nell con incredulidad-. Aunque debo admitir -agregó con ecuanimidad- que ahora no correría peligro de sufrir eclampsia.
– ¿Por qué no? -preguntó Lee, secretamente esperanzado.
– Sospecho que está mucho más sana que cuando me tuvo a mí.
– ¿Aun a su edad? -preguntó él, hinchando un carrillo con la lengua.
– Sí, claro. Teóricamente todavía es fértil, supongo.
Lee no volvió a tocar el tema.
Al menos no volvió a tocarlo con Nell, pero pronto descubrió que estaba atrapado para siempre en la telaraña de Alexander. Ruby fue la siguiente en percatarse de ello.
– Él debe de haber sabido lo que había entre Elizabeth y tú antes de hacer su testamento -dijo Ruby cuando regresaron al hotel.
– Créeme, mamá-dijo, muy seriamente, tomándole las manos-, Alexander no sabía nada cuando hizo su testamento. De lo contrario, algo nunca me habría legado la mayor parte de las acciones de la compañía, y tú lo sabes.
– ¿Entonces por qué…?
– Lo único que se me ocurre es que tuviera una premonición, o bien que pensara que cuando él muriera la vida de Elizabeth podría tomar un nuevo rumbo. Que tener más hijos no le haría ningún daño -dijo Lee, incapaz de expresar por completo lo que sentía.
– ¡Pero él era uno de esos hombres destinados a vivir eternamente! ¿Cómo podía saber que… que una semana después de firmar esa maldita cosa moriría en un derrumbe? -preguntó ella, caminando de un lado a otro.
– Siempre decía que Elizabeth era clarividente -respondió Lee con un suspiro-, pero él era tan escocés como ella. Sus instintos eran misteriosos. Creo sinceramente que tuvo una premonición muy clara.
– Supongo que no puede ser otra cosa, ¡pero eso no responde a mis preguntas! -De pronto se echó a reír, no histéricamente sino de auténtico regocijo-. ¡Qué tío! Hizo ese testamento con una intención muy precisa. El hecho de que se haya ido no significa necesariamente que deje de atormentarnos.
– Siéntate, mamá. Bébete un coñac y fúmate un cigarro.
Ruby alzó su copa, y él la imitó.
– Por Alexander -dijo ella, y se bebió el licor de un trago.
– Por Alexander. Ojalá nunca deje de atormentarnos.
Después de la cena, Ruby volvió a los temas que la obsesionaban.
– Mi querido gatito de jade, ¿qué será de Elizabeth?
– Me casaré con ella en el momento oportuno.
– ¿Puedes jurarme que él no sabía nada?
– ¡No, de ninguna manera! ¡Qué petición más estúpida, mamá! Usa tu sentido común -dijo él con vehemencia-. Por favor, ¿podemos dejar de hablar de esto?
Ella tomó el reproche con ecuanimidad.
– Debió de haber ido a la oficina del viejo Brumford a hacer el borrador del nuevo testamento mientras Elizabeth todavía dormía, y firmó la versión definitiva después del desayuno del segundo día, eso fue lo que me dijo Brumford. Y Alexander dijo que no había quien pudiera despegar a Nell de su madre -resopló Ruby-. No te había visto, así que no podía saber nada.
– ¡Oh, mamá, por favor! ¡Cambiemos de tema!
– Nell pondrá el grito en el cielo cuando se entere de la relación entre Elizabeth y tú.
– Si puedes entenderme te diré algo: Nell no me preocupa.
– ¡Por supuesto que te entiendo! No puedo culparos. Ni a ti ni a ella -repuso, y volvió al tema-. Lo único que me tranquiliza en este asunto del testamento es que si él hubiera sabido algo no te habría nombrado su heredero universal. Eso es indiscutible hasta para Nell. Alexander no amaba a Elizabeth, pero no habría soportado que alguien invadiese su territorio.
– Mamá, te amo, pero estoy a punto de matarte.
– Lo sé, y yo también te quiero, mi gatito de jade. -Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas; sin embargo, se las arregló para sonreír-. Echo mucho de menos a Alexander, pero estoy contenta por ti. Con un poco de suerte, yo podría llegar a tener unos nietos asquerosamente ricos. Elizabeth podrá tener hijos sin ningún problema, estoy más que segura.
– Ella dice lo mismo. Y Nell también.
Sonó el teléfono. Lee fue hasta el aparato y respondió. Su mirada se iluminó, y Ruby no tuvo dudas acerca de quién llamaba.
– Por supuesto, Elizabeth. Aquí está -dijo él-. Mamá, Elizabeth quiere hablar contigo.
– ¿Va todo bien? -preguntó Ruby por el teléfono.
– Sí, Nell y yo nos encontramos perfectamente. Pero como no estaba segura de cuan aprisa se estaba ocupando Lee de la estatua de Alexander, pensé que lo mejor sería llamar ahora y decirte lo que pienso -dijo la incorpórea voz.
– ¿La estatua de Alexander? -preguntó Ruby con los ojos en blanco.
– Que no sea de bronce, Ruby. Por favor, bronce no. Di a Lee que la quiero de granito. La piedra de Alexander es el granito.
– Se lo diré.
Ruby se despidió y colgó el auricular.
– Quiere que la estatua de Alexander sea de granito, no de bronce. Dice que es la piedra de Alexander. ¡Dios mío!
Y lo es, claro que sí, pensó Lee. Está sepultado bajo miles de toneladas de granito. Ahora hay una depresión en la montaña exactamente encima del final del túnel número uno, como dije al juez. Dio con una falla, y de las grandes. Y lo sabía. Creo que hasta se burló de mí cuando me arrastró hasta allí para terminar nuestra conversación y pateó el suelo. Hueco. Pero yo estaba demasiado abstraído para escuchar. Soy la única persona que puede preguntar lo que él nunca podrá responder: ¿estaba planeando su suicidio antes de saber que Elizabeth le estaba siendo infiel conmigo? ¿La desaparición de Elizabeth había despertado en él algo más que miedo y ansiedad? ¿Pensó que debía liberarla mientras fuera todavía lo bastante joven para tener más hijos? Él solía analizar todos los aspectos de una voladura conmigo, pero en aquella ocasión no me consultó nada.
Elizabeth había adquirido la costumbre de sentarse en la biblioteca sin encender más luces que la de la lámpara del escritorio; su sillón estaba bastante apartado, sumido en la penumbra, sólo apto para pensar.
Había pasado un mes desde la muerte de Alexander. Parecía una eternidad. Tras el veredicto derivado de la investigación judicial, el funeral y la lectura del testamento, la vida de sir Alexander Kinross había llegado definitivamente a su fin. Era extraño, pero Lee parecía haberse evaporado de sus pensamientos. El tiempo había quedado escindido como por una cuña entre un antes y un después de la muerte de Alexander. Su futuro y su libertad estaban asegurados, y sin embargo no podía dejar de pensar en Alexander. Él se había suicidado, y Elizabeth lo sabía con la misma certeza que si él se hubiese materializado y se lo hubiese dicho. Y lo había hecho tan deliberada y reflexivamente como todo lo que hacía. Puesto que no sabía que Lee había hablado a Alexander de su relación, suponía que él no se había enterado de nada, y, por lo tanto, pensaba que a buen seguro lo habría movido alguna otra razón. Pero no tenía la menor idea de cuál podía ser.
– Mamá, no deberías sentarte aquí, sola y a oscuras -dijo Nell apenas entró-. La cena estará lista en media hora. ¿Te sirvo una de tus enormes copas de jerez?
– Gracias -replicó Elizabeth parpadeando, deslumbrada por las luces que Nell iba encendiendo una tras otra.
– ¿Puedes comer? ¿Quieres que pida a Hung Chee que te prepare un tónico?
– Puedo comer. -Elizabeth recibió la copa y bebió un sorbo de jerez-. ¿Un tónico de Hung Chee? ¿La medicina moderna no tiene algo más eficaz? Si lo prepara Hung Chee puede contener cualquier cosa: escarabajos triturados, estiércol seco, semillas de quién sabe qué.
– La medicina china es brillante -dijo Nell, sentándose frente a su madre con su propia copa enorme de jerez-. Nosotros tendemos a encerrarnos en el laboratorio de química para fabricar algo, mientras que ellos acuden a la madre naturaleza. Oh, mucho de lo que nosotros fabricamos es excelente, y logra resultados que ningún medicamento chino puede lograr. Pero sobre todo cuando se trata de enfermedades menores o crónicas, la naturaleza cuenta con una farmacopea maravillosa. En cuanto me licencie me propongo recopilar recetas de remedios de viejas, panaceas transmitidas por la costumbre y la tradición, y las fórmulas de Hung Chee para la gota, los mareos, las erupciones de la piel, los ataques de hígado y Dios sabe cuántas cosas más.
– ¿Eso significa que ya no te dedicarás a la investigación?
Nell frunció el entrecejo.
– No conseguiré un puesto de investigadora, mamá, ya me lo han anticipado. Pero no me siento descorazonada, y eso en cierto modo me resulta sorprendente. Quiero dedicarme a la medicina general en alguno de los barrios más pobres de Sydney.
– ¡Oh, Nell, eso me complace mucho! -dijo Elizabeth con una sonrisa.
– Tengo que regresar a Sydney mañana mismo, mamá. Si no, tendré que volver a cursar cuarto de medicina, pero me preocupa dejarte sola.
– No estaré sola mucho tiempo más -dijo Elizabeth plácidamente.
– ¿Cómo dices?
– Pienso viajar.
– ¿Con Dolly? ¿Adonde?
– No, Dolly se quedará con Constance en Dunleigh. Las hijas de Sophia viven allí, y también las de Maria, y ya es hora de que Dolly se relacione con niñas de su edad. Las niñas de los Dewy no saben nada sobre el origen de Dolly, y Dunleigh está bien lejos de aquí. Además, tienen una institutriz excelente. Fue Constance quien me lo sugirió.
– Espléndido, mamá. De verdad. ¿Y tú?
– Iré a los lagos italianos. Soñaba con ese lugar -dijo Elizabeth en un tono ligeramente misterioso- cada vez que pensaba en escapar. Pero nunca pude hacerlo. Primero por Anna, después por Dolly. ¿Te acuerdas, Nell? Los lagos italianos…
– Recuerdo que eran hermosos, nada más -dijo Nell con un nudo en la garganta-. ¿Pensabas a menudo en escapar?
– Cada vez que sentía que la vida se hacía insoportable.
– ¿Y lo sentías a menudo?
– Con frecuencia.
– ¿Tanto odiabas a papá?
– No, nunca lo odié. No lo amaba, y terminó resultándome antipático. Cuando odias es porque no encuentras un motivo para explicar lo que sientes, el odio es demasiado ciego, pero yo siempre logré comprender la verdad. Incluso logré comprender el punto de vista de Alexander. El problema es que entre su punto de vista y el mío había un mundo de diferencias.
– Él sí te amaba, mamá.
– Ahora que está muerto lo sé. Pero eso no cambia nada. Él amaba más a Ruby.
– ¡Esa cabrona de Ruby Costevan! -exclamó Nell con vehemencia.
– ¡No digas eso! -gritó Elizabeth, alzando tanto la voz que Nell se sobresaltó-. De no haber sido por Ruby, no sé qué habría sido de mí, sinceramente. Tú siempre la quisiste, Nell, así que ahora no debes echarle la culpa de nada. No quiero oír una sola palabra contra ella.
Nell se estremeció. ¡Pasión en la voz de su madre! ¡Y en defensa de la única persona que la buena sociedad dictaminaba que debía detestar!
– Lo lamento, mamá. Me equivoqué.
– Prométeme que cuando te cases, ¡y te casarás!, lo harás por las mejores razones. Que él te guste, sobre todo. Que lo ames, por supuesto. Pero también por los placeres de la carne. Se supone que no se debe hablar de eso, como si fuera algo inventado por el diablo y no por Dios. Pero no puedo explicarte lo importante que es. Si puedes compartir sinceramente tu vida privada con tu esposo, nada será más importante que eso. Tienes una profesión que te costaría demasiado abandonar, y no debes descuidarla. Si quiere que la abandones, no te cases con él. Siempre tendrás dinero suficiente para vivir con todas las comodidades, así que bien puedes casarte y seguir ejerciendo tu profesión.
– Buen consejo -dijo Nell con cierta brusquedad. Empezaba a comprender muchas cosas de la historia de sus padres.
– Nadie puede dar mejores consejos que alguien que ha fracasado.
Se hizo un silencio. Nell comenzaba a ver a su madre con otros ojos, como si después de la muerte de su padre ella hubiera adquirido cierta sabiduría. Siempre se había puesto del lado de su padre, y la pasividad de su madre la había exasperado. Aborrecía la actitud de mártir que adoptaba ella, pero ahora veía claramente que Elizabeth no era una mártir, y que nunca lo había sido.
– ¡Pobre mamá! Nunca tuviste suerte, ¿verdad?
– Nunca. Pero espero tener un poco en el futuro.
Nell dejó su copa, se puso de pie, se acercó a su madre y la besó en los labios por primera vez en su vida.
– Yo también -dijo, y le tendió una mano-. Vamos, la cena va debe de estar lista. Podemos dejar descansar a los fantasmas, ¿no te parece?
– ¿Fantasmas? Yo los llamaría más bien demonios -replicó Elizabeth.
Lee acompañó a Elizabeth a casa después que ella despidió a Nell en la estación. Cuando ella se dirigió a la biblioteca él la siguió; se sentía un poco desorientado. El único contacto físico que habían tenido desde la muerte de Alexander había sido aquel patético y desapasionado interludio en la cama de la prisión temporal de Anna. No la juzgaba por ese repliegue; al contrario, lo comprendía muy bien. Pero sentía que lo que flotaba entre ellos era la presencia de Alexander, y no encontraba la fórmula mágica para desterrarla. Lo que temía era perder a Elizabeth, porque aunque la amaba y creía que ella lo amaba, su relación hasta ese momento estaba construida sobre arenas movedizas, y la muerte de Alexander había sacudido sus cimientos de muchas maneras: su herencia, su ignorancia acerca de cómo funcionaba la mente de ella. Si Alexander, después de tanto tiempo, no había llegado a conocerla, ¿cómo podría conocerla él? A través del amor que sentía por ella, le decía su instinto, pero la lógica y el buen sentido lo hacían dudar.
Incluso en ese momento, con la puerta de la biblioteca cerrada y las cortinas echadas, ella no le dio la más mínima señal de que quisiera que él se acercara, la tomara en sus brazos, la amara. No hacía más que retorcer sus guantes negros como si quisiera torturar a aquellos restos inanimados de su duelo. Con la cabeza baja, miraba lo que hacía totalmente ensimismada.
Alexander estaba en lo cierto: se ausenta y no deja ninguna clave para acceder al laberinto en el que se pierde.
Pasó un rato. Finalmente, él no pudo aguantar más.
– Elizabeth, ¿qué quieres hacer?
– ¿Hacer? -Levantó la vista para mirarlo y sonrió-. Me gustaría que encendieran el fuego. Hace frío.
Tal vez ésa sea la clave, pensó él, arrodillándose con una vela encendida ante el hogar para acercarla a la bola de papel ya preparada y encenderlo. Sí, tal vez sea eso. Nunca nadie se ha ocupado de ella, nadie ha pensado en su comodidad, en su bienestar. En cuanto el fuego estuvo encendido le quitó los guantes, luego el sombrero, y la condujo hasta un sillón cómodo dispuesto ante el hogar, le alisó los cabellos desordenados por el sombrero, le sirvió un jerez y le ofreció un cigarrillo.
En la penumbra sus ojos negros reflejaban las ondulantes llamas cada vez que se volvían hacia el fuego, pero eso sólo ocurría cuando él se acercaba al hogar. El resto del tiempo seguían atentamente sus movimientos, hasta que él se sentó sobre la alfombra, junto a ella, y apoyó la cabeza en sus rodillas. Ella tomó en sus manos la trenza y la enrolló en torno a su brazo. Lee no podía ver la expresión de su rostro, pero estar allí con ella era más que suficiente.
– «¿Cómo te amo? Déjame enumerar las formas en que te amo» -dijo él.
Ella continuó el poema.
– «Te amo con toda la profundidad, la amplitud y la elevación que mi alma puede alcanzar.»
– «Te amo hasta la necesidad más silenciosa de cada día, bajo el sol y a la luz de las velas.»
– «¡Te amo con mi respiración, con las sonrisas y las lágrimas de toda mi vida!»
– «Y, si Dios lo quiere -concluyó él-, te amaré aún más después de mi muerte.»
No volvieron a hablar. Las brasas ardían; él se levantó para agregar algunos leños secos al fuego. Luego volvió a sentarse en el suelo, entre las piernas de Elizabeth, con la cabeza apoyada en su vientre y los ojos cerrados, disfrutando de las caricias con que ella parecía querer reconocer su cara. No había tocado la copa de jerez, y el cigarrillo había quedado reducido a cenizas.
– Me voy de viaje -dijo ella después de un largo silencio.
Él abrió los ojos.
– ¿Conmigo o sin mí?
– Contigo, pero cada uno por su lado. Tengo libertad para viajar, para amarte, para desearte. Pero no aquí. Por lo menos no al principio. Puedes llevarme a Sydney, embarcarme con rumbo a… ¡Oh, a donde sea! No tiene importancia. A cualquier lugar de Europa, aunque lo mejor sería Génova. Iré a los lagos italianos con Pearl y Silken Flower. Te esperaremos allí todo el tiempo que sea necesario. -Recorrió con un dedo los contornos de una de sus cejas, y siguió por la mejilla-. Amo tus ojos… Ese color tan extraño y hermoso…
– Estaba empezando a temer que todo hubiera terminado -dijo él, demasiado feliz para moverse.
– No, nunca terminará, aunque tal vez algún día tú lo desees. Cumpliré cuarenta en septiembre.
– La diferencia de edad entre nosotros no es tan grande. Envejeceremos juntos, y seremos padres maduros. -Se enderezó y se dio la vuelta para mirarla-. ¿Estás…?
Ella se echó a reír.
– No. Pero lo estaré. Ése es el regalo que Alexander me hizo. No puedo imaginar que el motivo fuera otro.
Lee, boquiabierto, se arrodilló.
– ¡Elizabeth! ¡Eso no es cierto!
– Si tú lo dices -replicó ella con una sonrisa enigmática-. ¿Cuánto tiempo tendré que esperarte?
– Tres o cuatro meses. Mujer, ¡te amo! No es tan lírico como el poema, pero lo digo con el mismo sentimiento.
– Y yo te amo a ti. -Se inclinó para besarlo con vehemencia y luego echó la cabeza hacia atrás-. Quiero que seamos todo lo que podamos ser, Lee. Eso quiere decir empezar a vivir juntos en algún lugar que no nos despierte recuerdos a ninguno de los dos. Me gustaría que nos casáramos en Como y pasáramos nuestra luna de miel en la villa que yo haya alquilado. Sé que tendremos que volver, pero para entonces ya habremos exorcizado todos los demonios. Y las casas sólo se convierten en hogares cuando están empapadas de recuerdos. Esta casa nunca ha sido un hogar, pero guarda muchos recuerdos. Un día será un hogar, te lo aseguro.
– Y la laguna seguirá siendo nuestro lugar más secreto -agregó él incorporándose. Acercó una silla lo suficiente para tocarla si quería, y le sonrió con una expresión indefinida, como deslumbrado-. Me cuesta creerlo, mi querida Elizabeth.
– ¿Qué tienes que hacer para escapar? -preguntó ella-. ¿La compañía puede arreglárselas sin ti?
– Es una entidad con vida propia, casi se podría decir que se perpetúa a sí misma. El marido de Sophia será mi segundo, así que es hora de que demuestre sus aptitudes -dijo Lee-. Además, el mundo se está hundiendo, querida mía, y tu difunto esposo fue uno de los que contribuyó al hundimiento.
– Y mi próximo esposo seguirá ayudando a hundirlo, sospecho -agregó ella y bebió por fin un sorbo de jerez. Pero cuando él le ofreció otro cigarrillo ella lo rechazó-. No fumaré más. Sírvete un bourbon, amor mío.
– No beberé más bourbon. He decidido pasarme al jerez.
Siguió agregando leños al fuego, pensando que así era como habría de ser la vida con Elizabeth: paz y pasión, una comunión total. Sentarse con ella junto al hogar al finalizar la jornada, disfrutar del simple hecho de mirarla, echarla de menos cuando no estuviera allí.
– Soy una paloma casera por naturaleza -dijo, como si estuviera sorprendido por su descubrimiento-. Es raro, porque he pasado gran parte de mi vida como un verdadero nómada.
– Me gustaría conocer algunos de los lugares en los que has estado -dijo ella en tono soñador-. Tal vez en el viaje de regreso de Italia podamos ir a ver tu yacimiento de petróleo en Persia…
Él soltó una carcajada.
– ¡Mi escasamente rentable yacimiento petrolífero! Pero Alexander y yo tuvimos la misma idea en el mismo momento cuando pensábamos en cómo podía deshacerme de él con muy buenas ganancias. Fue un día en que estábamos inspeccionando el Majestic, un acorazado, en Portsmouth, y él dijo: «Te leí la mente como si estuvieras enviando mensajes con banderas.» Yo repetí la frase. No fue necesario decirnos nada más, nos entendimos sin palabras.
– En ciertos aspectos te le pareces mucho -dijo ella, más complacida que apenada-. ¿Cuál fue esa idea simultánea?
– No es algo que vaya a ocurrir mañana ni, para el caso, tampoco el año que viene. Pero dentro de diez o doce años los ingleses querrán instalar turbinas alimentadas a petróleo en sus acorazados. Si Britania sigue dominando los mares, deberá tener acorazados que cuenten con cañones muy poderosos, un grueso blindaje y, a pesar de todo eso, puedan navegar a más de veinte nudos. Y que no despidan una nube de humo gigantesca. Petróleo: un humo pálido, tenue. Carbón: una nube negra. El quid de la cuestión, querida mía, es que los ingleses no tienen petróleo. Lo que yo me propongo, cuando llegue el momento, es vender mi parte de Peacock Oil al gobierno británico, algo que llenará de alegría al sah de Persia. Si se asocia con el león británico podrá mantener a raya al oso ruso. Aunque -concluyó Lee reflexivamente- no estoy seguro de cuál de esos dos depredadores es el más peligroso.
– A mí me suena como un final feliz -dijo ella-. ¡Mi amor, Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió!
– Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió a ti. Si no se hubiera hecho traer una novia de Escocia, yo nunca te habría conocido, y eso es algo en lo que prefiero no pensar. Hoy seguiría siendo un vagabundo.
– Y yo sería una tía solterona en la Kinross escocesa. Me alegra que Alexander me hiciera venir. -Soltó una lágrima-. No querría cambiar nada, salvo lo que pasé con Anna.
Sin decir una sola palabra, Lee le tendió una mano.
La doctora
La muerte de su padre hizo que la carrera de medicina de Nell sufriera un vuelco radical; de pronto sus calificaciones bajaron, y no porque estuviese dedicando menos tiempo a sus estudios. Aprobó el cuarto de medicina, aunque con reservas. Había perdido muchas clases, fue la excusa que esgrimieron sus profesores. Y en quinto y sexto curso, su último año, nada de lo que hizo los impresionó lo suficiente para que mejoraran sus calificaciones, aunque ella sabía perfectamente que debería haber sido la mejor de la clase. Ya no podría obtener una matrícula de honor, aunque de todas formas ella sabía que no se atreverían a suspenderla. Dicho de otro modo, ella se había ocupado de sugerir que si la suspendían acudiría a los periódicos más sensacionalistas, que tenían unos cuantos empollones en la facultad de Medicina, denunciando la discriminación contra las estudiantes mujeres. Así que la aprobaron -sin matrícula de honor- y se licenció en Medicina y en Cirugía. Su tesis doctoral sobre la epilepsia había sido rechazada por demasiado abstrusa e imprecisa, y por no presentar suficiente material clínico. Además, no era una enfermedad de moda. Así pues, la hija de sir Alexander Kinross la envió a sir William Gower, un especialista de Londres, preguntándole si tenía los méritos suficientes para aspirar a un doctorado. Y firmó: «E. Kinross.»
Todavía esperaba la respuesta de Londres cuando llegó el día de su licenciatura, a principios de diciembre de 1900. Momento de curiosa exaltación y de más curiosos temores; las colonias estaban a punto de constituir una federación y muy pronto nacería la Commonwealth de Australia. Todavía muy dependiente de Inglaterra, sus ciudadanos utilizarían pasaportes británicos y serían súbditos de la Corona inglesa. Los australianos como tales no existían. Sería un país de segunda categoría, su identidad sería la británica, su constitución -muy extensa- se dedicaba a enumerar los derechos del Parlamento federal y de los estados que componían la federación: sólo se mencionaba el pueblo soberano una sola vez, en el breve preámbulo. No había una declaración de derechos de los ciudadanos, ni la menor referencia a la libertad individual, pensó Nell con resentimiento. Una democracia al estilo británico, concebida para la preservación de las instituciones. Al fin y al cabo empezamos como convictos, así que estamos acostumbrados a que nos humillen. Hasta el gobernador de Nueva Gales del Sur se permite hablar de nuestro «pecado original» en su primer mensaje al pueblo. ¡Vete al infierno, lord Beauchamp, estúpido inglés decrépito!
Estaba sentada en un banco en la glorieta gótica de la facultad de Medicina comiendo un bocadillo de queso, sin el menor deseo de mezclarse o solidarizarse con sus compañeras de estudios, ninguna de las cuales había obtenido calificaciones mejores que ella. En cuanto a los estudiantes varones, a pesar de que ella se emperifollaba para asistir a las fiestas y a los bailes, seguían viéndola como una maldita castradora y preferían evitarla. La noticia de que iba a recibir cincuenta mil libras al año durante el resto de su vida había despertado cierto interés entre los más depredadores, pero Nell sabía cómo lidiar con esa clase de idiotas. Así que se habían retirado escarmentados; tampoco la ayudó en sus calificaciones el hecho de que un profesor maduro le propusiese matrimonio. No importaba, lo había logrado y eso era una gran victoria. Ni una sola vez la habían suspendido.
– Me pareció que eras tú -dijo una voz. Quien había hablado se sentó junto a ella.
Nell se volvió hacia el intruso con expresión hostil y una mirada cargada de furia. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente y quedó boquiabierta.
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Nada menos que Bede Talgarth!
– El mismo, y sin barriga -dijo él.
– ¿Qué haces aquí?
– He estado leyendo algo en la biblioteca de la facultad de Derecho.
– ¿Por qué? ¿Estás estudiando leyes?
– No, necesitaba averiguar algunos datos para el Parlamento federal.
– ¿Eres miembro del Parlamento?
– Tan cierto como que dos más dos son cuatro.
– Vuestro programa es repugnante -dijo ella, tragando el último trozo de su bocadillo y sacudiéndose las migas de las manos.
– ¿Piensas que «una persona, un voto» es algo repugnante?
– Oh, eso está bastante bien, pero es inevitable, como ya te habrás dado cuenta. Las mujeres tienen el voto, y equilibrarán la situación Nueva Gales del Sur cuando haya nuevas elecciones.
– Entonces ¿qué es lo repugnante?
– La exclusión de las personas de color y los inmigrantes de otras razas indeseables -dijo ella-. ¡Sí, indeseables! Pero ¡si al fin y al cabo nadie es realmente blanco! Nuestra piel es rosada, u ocre, así que también somos gente de color.
– Nunca te rendirás, ¿verdad?
– No, nunca. Mi padrastro es mitad chino.
– ¿Tu padrastro?
– Supongo que ser diputado socialista no te habrá aislado tanto del mundo para no saber que mi padre murió hace dos años y medio.
– Tengo una ventana en el estómago, así que si me desabotono la chaqueta me entero de todo lo que hay que saber -replicó Bede seriamente-. Lo siento, de verdad. Era un gran hombre. ¿De modo que tu madre se ha vuelto a casar?
– Sí, en Como, hace un año y medio.
– ¿En Como?
– ¿No sabes nada de geografía? Los lagos italianos.
– Entonces hablamos del mismo Como -repuso él afablemente; había perfeccionado sus dotes para la política-. ¿Eso te ha disgustado, Nell?
– En otro momento me habría disgustado, pero ahora no. No puedo por menos de alegrarme por mi madre. Él es seis años menor que ella, así que con un poco de suerte no enviudará tan pronto como la mayoría de las otras mujeres. Su vida ha sido bastante difícil, merece disfrutar de un poco de felicidad -dijo, y soltó una risita tonta-. Tengo un medio hermano y una media hermana veinticuatro años menores que yo. ¿No es maravilloso?
– ¿Tu madre ha tenido mellizos?
– Mellizos heterocigóticos -dijo Nell, haciendo alarde de sus conocimientos.
– ¿Podrías explicarme eso? -preguntó él, demostrando otra su astucia política: no hay nada de malo en confesar la propia ignorancia si el tema es esotérico.
– Dos óvulos diferentes. Los mellizos idénticos provienen de un solo óvulo. Me atrevería a decir que decidió que, pasados los cuarenta, era mejor tener más de un hijo de una vez. La próxima ocasión probablemente tenga trillizos.
– ¿A qué edad te tuvo a ti?
– Tenía poco más de diecisiete. Y sí, si estás tratando de averiguar mi edad, voy a cumplir veinticinco el día de Año Nuevo.
– En realidad, me acuerdo perfectamente de tu edad. Ahí estaba yo, un político en ascenso, a solas con una muchacha de dieciséis años, y en mi casa -dijo él. Le miró las manos y vio que no llevaba anillo-. ¿No tienes esposo? ¿Prometido? ¿Novio?
– ¡Ni loca! -dijo ella despectivamente-. ¿Y tú? -Se le escapó sin querer.
– Sigo siendo soltero y sin compromisos.
– ¿Todavía vives en aquella casa espantosa?
– Sí, pero la he mejorado. La compré. Tú tenías razón, el propietario me la vendió por ciento cincuenta libras. Y por el tifus, la viruela y la última epidemia, la peste bubónica, se están instalando cloacas en todas partes. Así que ahora tengo alcantarillado. Y en el sitio donde estaba el pozo negro cultivo unos vegetales espléndidos.
– Me encantaría ver la versión mejorada. -Eso también se le escapó sin querer.
– Y a mí enseñártela.
– Tengo que ir ya mismo al hospital Prince Alfred -dijo Nell poniéndose de pie-. Debo asistir a una operación.
– ¿Cuándo te licencias?
– Dentro de dos días. Mi madre y mi padrastro han vuelto del extranjero para estar presentes en la ceremonia, y Ruby vendrá desde Kinross. Sophia traerá a Dolly, así que estará toda la familia. No veo la hora de conocer a mis nuevos hermanos.
– ¿Puedo asistir a la ceremonia de licenciatura de la doctora? -preguntó él mientras ella se alejaba.
Nell volvió la cabeza para contestar.
– ¡Mi condenado juramento! -gritó.
Él se quedó mirando cómo su rauda silueta envuelta en la toga negra que flameaba al viento se iba empequeñeciendo. ¡Nell Kinross! Después de todos estos años, Nell Kinross. Bede no tenía idea de lo rica que era tras la muerte de su padre, pero en el fondo ella era trabajadora como el que más.
Un vestido gris oscuro, corto y amorfo, botas negras tan toscas como las de cualquier minero, el pelo recogido en un apretado moño, ni una pizca de lápiz de labios o colorete en la tersa piel. Arqueó las cejas, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios; se pasó una mano por el pelo, un gesto mecánico que solía hacer a menudo sin proponérselo e indicaba a sus colegas del Parlamento que Bede Talgarth estaba a punto de tomar una decisión trascendental.
Hay personas que son absolutamente inolvidables, pensó, mientras caminaba hacia la parada de los tranvías. Tengo que volver a verla. Tengo que descubrir qué ha sido de su vida. Si ahora está a punto de licenciarse en Medicina, debe de haber terminado la carrera de ingeniería; a menos que, como denunciaban algunos periódicos progresistas, la hubiesen suspendido como mínimo una vez en cada uno de los años de medicina que había cursado, algo que solía ocurrir a las estudiantes mujeres.
Nell prácticamente lo había olvidado enseguida después de marcharse, pero él seguía presente, escondido en algún rincón de su mente, encendiendo en su alma un pequeño y cálido fuego. ¡Bede Talgarth! Qué bueno parecía ser recuperar una amistad que a uno le importaba, admitió, más convencida de lo que ella suponía.
La operación parecía eterna, pero finalmente, poco después de las seis, logró librarse de sus ocupaciones e ir al hotel de la calle George donde se habían alojado su madre y Lee. Por una vez, se subió a un coche de punto, y azuzó durante todo el viaje al cochero reclamándole que condujera más deprisa. ¿Cuan estricta sería mamá con los bebés? ¿Todavía estarían levantados para conocer a su hermana, o ya se habrían dormido?
Elizabeth y Lee estaban en la sala de su suite; Nell irrumpió, pero después de dar dos pasos se detuvo en seco, paralizada. ¿Esa es mamá?, pensó. ¡Oh, siempre había sido hermosa, pero no como lo era ahora! Como una diosa del amor, irradiaba una sexualidad segura e inconsciente que era… era casi indecente. Se ve más joven que yo, pensó Nell con un nudo en la garganta. Éste es el matrimonio de su corazón, y ella ha florecido como una rosa. Y la llamativa apostura de Lee era ahora más marcada, aunque menos hermafrodita; sus ojos, advirtió Nell, seguían a Elizabeth todo el tiempo, no se contentaban hasta no posare en ella. Es como si fueran una sola persona.
Elizabeth salió a su encuentro y la besó, Lee la abrazó con calidez; la hicieron sentarse, le sirvieron una copa de jerez.
– Me alegra muchísimo que hayáis vuelto -dijo Nell-. La ceremonia de licenciatura no significaría nada para mí si vosotros no estuvieseis -agregó, echando una mirada en torno-. ¿Los mellizos están dormidos?
– No, los hemos mantenido despiertos para que te saluden-dijo Elizabeth, tomándola de la mano-. Están con Pearl y Silken Flower en la otra habitación.
Habían nacido once meses después de que Elizabeth y Lee se casaran, y ahora tenían siete meses. Nell los miró, arrobada, y el sentimiento de amor que la invadió fue tan intenso que se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Oh, eran encantadores! Alexander se parecía a sus dos progenitores, el pelo negro era en parte lacio como el de Lee y en parte ondeado como el de Elizabeth, la cara ovalada y de piel marfileña como la de Lee, los ojos de un gris azulado como los de Anna enmarcados por unas pestañas increíblemente largas y rizadas, las mejillas de Elizabeth y los labios delgados y carnosos de Lee. En cambio Mary-Isabelle era la viva imagen de Ruby, desde el pelo dorado rojizo y los hoyuelos hasta los grandes ojos verdes.
– Hola, mis pequeños hermano y hermana -dijo Nell arrodillándose-. Soy Nell, vuestra hermana mayor.
Eran demasiado pequeños para hablar, pero ambos pares de ojos la miraron con inteligencia y atención, ambas bocas se abrieron para reír, y cuatro regordetas manos apretaron las de ella.
– ¡Oh, mamá, son preciosos!
– Eso mismo pensamos nosotros -dijo Elizabeth alzando a Alexander.
Lee se acercó a Mary-Isabelle.
– Ella es la niña de papá -dijo, besándola en la mejilla.
– ¿No me estabais ocultando nada cuando me escribisteis diciendo que el parto había sido fácil? -preguntó Nell con inquietud, médica ante todo.
– El embarazo se hizo difícil hacia el final, me sentía muy pesada -dijo Elizabeth acariciando el pelo alborotado de Alexander-. Por supuesto, no tenía la menor idea de que eran dos. Los obstetras italianos son de primera, y el que me atendió a mí, el mejor de todos. Ningún desgarro, ninguna molestia fuera de lo común. Pero todo me resultó muy extraño. Cuando tú y Anna nacisteis yo estaba inconsciente, así que me encontré con que estaba haciendo lo que era mi primer trabajo de parto. Imagínate la sorpresa después de que naciera Mary-Isabelle, cuando me dijeron que había otro esperando para salir -dijo Elizabeth riendo y apretujando a Alexander-. Yo sabía que iba a tener un Alexander, y allí estaba él.
– Mientras tanto yo caminaba de un lado a otro por el pasillo, como todos los hombres cuando sus mujeres están de parto -dijo Lee-. Cuando oí el llanto de Mary-Isabelle pensé: ¡Soy padre! Pero cuando me dijeron que había nacido Alexander directamente me desmayé.
– ¿Cuál de los dos es el jefe? -preguntó Nell.
– Mary-Isabelle -respondieron los padres a coro.
– Tienen temperamentos muy diferentes, pero se gustan el uno al otro -dijo Elizabeth, poniendo a Alexander en brazos de Pearl-. Hora de dormir…
Ruby, Sophia y Dolly llegaron al día siguiente. Constance Dewy estaba demasiado débil para hacer el viaje. Dolly, que ya tenía nueve años, había crecido normalmente y de acuerdo con su edad; pronto cambiará, pensó Nell. Cuando tenga quince será ya una belleza en ciernes, pero los dos años y medio que pasó en Dunleigh sin duda le han hecho más que bien. Se la ve más vivaz, más sociable, más segura de sí misma, y sin embargo no ha perdido la dulzura que siempre la caracterizó.
Aunque no había ninguna duda de que Mary-Isabelle le gustaba, en ese primer encuentro Dolly entregó su corazón a Alexander. Porque, comprendió Nell con pesadumbre, el pequeño tenía los ojos de su verdadera madre, y algo en él recordaba los ojos de Anna. Tras intercambiar una mirada con Elizabeth, Nell se dio cuenta de que su madre también lo había advertido. Reconocer a nuestra madre es algo que llevamos en la sangre, por muy antiguos y remotos que sean los recuerdos que tenemos de ella. Pronto habrá que contarle la verdad, o algún pérfido gusano se lo hará saber antes. Pero todo saldrá bien y Dolly, la muñeca de Anna, superará el trance.
Ruby no se había marchitado después de la muerte de Alexander; habría parecido una traición. Aunque se vestía a la moda, había conseguido que la fealdad esencial de aquella moda no afectara su elegancia. Como la mitad del Imperio británico -o al menos parecía que fuese la mitad- se encontraba en Sudáfrica combatiendo a los boers, los que dictaban la moda se sentían tan culpables que hasta las aves del paraíso se habían convertido en somormujos. Y las faldas se estaban acortando; Nell no sobresalía tanto en ese tiempo, aunque había que admitir que las faldas más cortas le sentaban mucho mejor a Ruby.
Los cambios se perciben en el aire, pensó Nell; el nuevo siglo ya está aquí, y dentro de uno o dos años no se le negará a una mujer que se licencie en Medicina con matrícula de honor. Yo debería haberlo hecho.
– Te ves diferente, Nell -le dijo Lee mientras bebían café y licores de sobremesa en el salón del hotel.
– ¿En qué sentido? ¿Más desaliñada que antes?
Los blanquísimos dientes de Lee destellaron. ¡Dios!, pensó ella, ¡realmente, vale la pena mirarlo! Menos mal que los hombres que a mí me gustan son completamente diferentes.
– La chispa se ha vuelto a encender -dijo él.
– ¡Tú sí que eres perspicaz! No es exactamente que se haya vuelto a encender, al menos no todavía. Ayer me topé con él en la universidad.
– ¿Sigue siendo un parlamentario del partido equivocado?
– Oh, sí, pero en el Parlamento nacional. La emprendí contra él por el proyecto contra los inmigrantes no blancos que propone el programa de los laboristas -dijo ella con un ronroneo.
– Pero no lograste desanimarlo, ¿verdad?
– Dudo que haya algo que pueda desanimarlo una vez que le clava los dientes. Es como un bulldog.
– Alguien así te vendría muy bien. Piensa en las peleas que podríais tener.
– Después de vivir con mi madre y mi padre, preferiría una vida en paz, Lee.
– Ellos casi nunca peleaban, ése era uno de sus problemas. Tú eres el vivo retrato de tu padre, Nell, tú disfrutas de una pelea. Si no fuera así no habrías terminado medicina.
– Muy cierto -replicó ella-. ¿Tú y mi madre os peleáis?
– No, no lo necesitamos. Sobre todo con dos bebés en el nido y otro, espero que sea uno solo, en camino… Es muy reciente, pero ella dice que está completamente segura.
– ¡Por Dios, Lee! ¿No podías mantenerla dentro de tus pantalones algo más? Mamá necesita tiempo para recuperarse de un parto de mellizos.
Lee se echó a reír.
– ¡No me culpes a mí! La idea fue de ella.
Ruby abrumaba a Sophia hablándole de Mary-Isabelle.
– Es idéntica a mí -decía a voz en cuello-. No veo la hora de poder enseñar a mi bombón a llamar al pan, pan, y al vino, maldito vino. Mi nueva gatita de jade.
– ¡Ruby! -se escandalizó Sophia-. ¡No te atrevas!
Nell se licenció con otras dos mujeres y un grupo mucho más nutrido de varones. Observando desde la penumbra, Bede Evans Talgarth esperó hasta que la nueva doctora hubiese sido abrazada y besada por la pequeña multitud de parientes que la rodeaban. Si aquélla era su madre, era evidente que Nell no había heredado ni su belleza ni su porte sereno y tranquilo. Y su padrastro, un hombre llamativo, llevaba el pelo recogido en una trenza típicamente china. Cada uno de ellos sostenía en brazos un bebé; la madre, un niño; el padre, una niña; dos bonitas mujeres chinas vestidas con sendas chaquetas y pantalones de seda permanecían cerca de ellos con dos cochecitos infantiles. Y estaba también Ruby Costevan: Bede jamás podría olvidar aquel día en Kinross. Había ayudado a Nell a levantarse del suelo y había almorzado con ella y con una millonaria, al menos eso era lo que Ruby había dicho de sí misma. Lo que más lo intrigaba ahora era haber oído que el padrastro de Nell la llamaba «mamá».
Se notaba que eran pudientes, pero no tenían ese aire de la gente de la alta sociedad que exhibían muchos de los padres de los otros licenciados que se pavoneaban imitando el acento inglés y ocultaban su gangueo australiano. ¿Por qué en Australia no hicimos una revolución como la de los norteamericanos y expulsamos a los ingleses?, se preguntó. Estaríamos mucho mejor.
Se acercó al grupo que rodeaba a Nell con cierto nerviosismo, consciente de que a pesar de su traje de buena calidad, su camisa de cuello duro y puños almidonados, su corbata parlamentaria y sus zapatos de cabritilla, se veía como lo que era: el hijo de un minero del carbón que también había trabajado en una mina. ¡Era una locura! ¡Ella nunca encajaría en su vida!
– ¡Bede! -exclamó Nell con alegría, estrechando la mano que él le tendía.
– Felicidades, doctora Kinross.
Nell hizo las presentaciones en su habitual estilo desenfadado; primero nombró a todos sus parientes, y después a él.
– Él es Bede Talgarth -concluyó-. Socialista.
– Mucho gusto -dijo Lee, con acento verdaderamente inglés, estrechando la mano a Bede con genuina calidez-. Como jefe de la familia, le doy la bienvenida a nuestra reunión capitalista, Bede.
– ¿Le molestaría almorzar con una millonaria mañana? -preguntó Ruby guiñándole un ojo.
En ese momento aparecieron el rector y el decano, olfateando dinero y posibles donaciones.
– Mi esposa, la señora Costevan -dijo Lee al rector-, y mi madre, la señorita Costevan.
– ¡Se lo merecían! -dijo Nell retorciéndose de risa al ver que los funcionarios se escabullían-. Soy una médica, mujer, así que ni siquiera puedo conseguir una residencia en un hospital… ¿Y a ellos les importa? ¡No!
– ¿Entonces? ¿Abrirás una consulta en alguna parte? -preguntó Bede-. ¿En Kinross, tal vez?
– ¿Con una epidemia de peste bubónica en Sydney, millones de ratas y tanta gente que no puede pagar una consulta médica? ¡No! ¡De ninguna manera! Abriré mi consulta en Sydney -dijo Nell.
– ¿Y por qué no lo haces en mi distrito? -preguntó él, tomándola del hombro y apartándola un poco del grupo-. No ganarás dinero allí, pero me atrevo a decir que tú no lo necesitas.
– Es cierto, no lo necesito. Recibo una renta de cincuenta mil libras al año.
– ¡Dios mío! ¡Eso me deja fuera de la competición! -dijo él, incapaz de ocultar su pesimismo.
– No veo por qué. Lo tuyo es tuyo y lo mío es mío. Lo primero que tengo que hacer es comprar un automóvil. Es mucho mejor para las visitas domiciliarias. Uno con capota, por si llueve.
– Al menos -dijo él riendo-, podrás repararlo cuando se averíe, creo que eso pasa a menudo. Yo soy incapaz de cambiar la arandela de un grifo.
– Por eso te dedicaste a la política -dijo ella-. Es la profesión perfecta para la gente torpe y carente de sentido común. Mi pronóstico es que llegarás a primer ministro.
– Gracias por el voto de confianza. -Sus ojos perdieron jovialidad y se volvieron atrevidos y afectuosos-. Hoy estás preciosa, doctora Kinross. Deberías usar medias de seda más a menudo.
Nell se ruborizó, algo que la mortificó.
– Grac… -musitó.
– No puedo almorzar contigo mañana porque he aceptado la invitación de una millonaria -dijo, pasando por alto su desconcierto-, pero podría preparar pierna de cordero asada en mi casa una de estas noches, la que tú elijas. Hasta tengo algunos muebles nuevos.
– A Nell -dijo Elizabeth muy complacida-, le va a ir muy bien, después de todo.
– Nunca falta un roto para un descosido -dijo Ruby satisfecha-. Él es un fanático de la clase obrera, pero ella pronto le sacará esas ideas de la cabeza.
Alexander vuelve a cabalgar
Cuando Elizabeth y Lee regresaron a Kinross, llevaron con ellos la estatua de Alexander en un gigantesco embalaje de madera. Al final había sido esculpida en mármol, no en granito, por una razón inesperada: el escultor italiano que Lee contrató insistió en que, si esa obra maestra había de ser una obra maestra, ¡debía tallarse en mármol! No un mármol cualquiera, sino un bloque muy especial que él había encontrado en Carrara y que reservaba justamente para una obra como la estatua de sir Alexander Kinross. Aquél no sería uno de esos monumentos públicos de pacotilla que solían erigir los ayuntamientos, declaró el signor Bartolomeo Pardini con desprecio. ¡Sería una verdadera obra maestra! A la altura de Rodin, aunque, ¡uf!, ¿por qué ese hombre se empeñaba en trabajar en bronce? Y en cuanto al granito, ¡uf!, y otra vez ¡uf! Era un material adecuado para lápidas.
Abrumado por tanta pasión latina, Lee habló con Elizabeth y acordaron decir al gran Pardini que podía darse el gusto.
Alguna superstición que ninguno de los dos podía explicar impidió a Lee y Elizabeth ver la obra terminada antes de que fuera embalada; preferían verla cuando estuviera en su sitio. No habría una inauguración solemne, ni una de esas ceremonias pretenciosas que el modelo de la estatua tanto aborreciera en vida. Alexander sería colocado sin el menor boato sobre su peana de mármol marrón oscuro en la plaza de Kinross por una cuadrilla de hombres y una grúa, y cuando estuviera en su sitio, pues bien, todo el mundo podría verla cuando quisiera.
Era una auténtica obra maestra. El bloque de piedra tenía todas las cualidades del carey o el ágata; la cabellera de Alexander era blanca, la cara de un bronceado pálido, el traje de gamuza con flecos de un castaño más oscuro, y el caballo, una yegua, era de color marrón ambarino. El efecto que producía era de una naturalidad sorprendente, tanto que los que la veían por primera vez se acercaban cuanto podían para comprobar si el mármol había sido pintado o pegado en alguna de sus partes, y se maravillaban cuando descubrían que no. Alexander cabalgaba sobre su imponente corcel a pelo, como un emperador romano, una mano alzada a modo de saludo, la otra suelta al costado del cuerpo. Lee había pedido una montura como las que se utilizaban en el Oeste norteamericano, pero cuando vio la obra maestra del signor Pardini sobre su peana en la plaza de Kinross, tuvo que admitir que el artista siempre sabe más. Alexander habría estado encantado con su estatua. Amo de todo lo que se extendía ante sus ojos, como su antiguo tocayo, Alejandro Magno.
Ruby la adoraba. Si no tenía otra cosa que hacer, se sentaba en la galería de la planta superior del hotel Kinross para mirar el perfil de Alexander, puesto que la estatua miraba hacia el edificio del ayuntamiento. Elizabeth, en cambio, se sentía perturbada por la estatua. Cada vez que la veía, apartaba los ojos de ella. Tal vez fuese porque Alexander tenía ojos; el escultor le había insertado dos esferas de mármol blanco incrustadas en obsidiana negra de consistencia vítrea. Los habitantes de Kinross juraban que esos ojos seguían a todo el que pasaba por allí.
Poco tiempo después de que la estatua fuera inaugurada, un minero que trabajaba con su martillo neumático en la superficie de la roca, en el túnel número diecisiete, sintió que alguien lo observaba y volvió la cabeza. Allí, a sus espaldas, estaba sir Alexander. Una mano se adelantó en el aire, dio un tirón a un trozo friable de centelleante mineral y lo hizo rodar entre sus dedos de sólida carne hasta que le clavó las uñas. La cabeza leonina, cuyo pelo blanco la luz hacía brillar como el cristal, asintió, y las puntiagudas cejas se arquearon.
– ¡Muy bien! Esta veta nos proporcionará un buen pellizco -dijo sir Alexander, y se desvaneció, pero no como si se disolviera en el aire, sino más bien como si retrocediera sin mover los pies, y más rápido que un relámpago.
Después de ese día se lo vio a menudo en lo más profundo de Apocalipsis, caminando ensimismado, vigilando a un minero, o inspeccionando los agujeros en los que se instalaban las cargas explosivas. Se decía, y llegó a ser tradición, que si caminaba o vigilaba, la mina no corría peligro, pero que si inspeccionaba las cargas explosivas, era porque les estaba advirtiendo que existía la posibilidad de un accidente. Los mineros no le tenían miedo. En cierto modo, era una tranquilidad ver a sir Alexander recorriendo el único sitio que había amado en su vida.
Si Lee estaba en la mina, era seguro que él también estaba allí, y a veces los hombres de las torres de perforación lo veían pasear por la montaña junto a Lee, que tenía la costumbre de visitar la grieta bajo la cual se encontraba la parte final del túnel número uno; cada vez que Lee iba hasta allí aparecía sir Alexander para sentarse a conversar con él.
También solía sentarse junto a Ruby en la galería de la planta superior del hotel Kinross, desde donde podía contemplar su estatua.
Pero nunca se le apareció a Elizabeth.