37954.fb2 El Desbarrancadero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Ah, y nos dejó también la honradez, que sirve pa lo que sirven las tetas de los hombres. La honradez no da leche. Leche da un puesto público bien ordeñado.

Papi: hemos vivido y muerto en el error, hemos sido limpios, claros, honrados. En premio sigue el cielo. Será sentarnos pues a oír cantar con sus arpas los querubines. A vos que te toquen tu pasillo «Tierra Labrantía». A mí la «Gran Cantata de Satán».

Hijo: Hazte nombrar y valoriza el puesto. Que nada pase con tu firma sin tu coima, que el mundo es de los vivos y el cielo de los pendejos. No des sin que te den y si no te dan que esperen, que la prisa es de ellos: ellos tienen la siderúrgica prendida y no pueden esperar: tú sí, tú tienes sueldo. ¿Industrias? ¿Cultivos? ¿Trabajo para los desempleados? Que las abran ellos, que cultiven ellos, que les den trabajo ellos que son los explotadores: tú no, tú eres santo. Y ten presente que funcionario que deja el puesto ya no es: fue. Por eso les dicen «el ex ministro», «el ex presidente», con una equis lastimera. En esa equis radica la diferencia entre el ser y el no ser. Así que no sueltes puesto sin tener otro mejor preparado. A tus inferiores humíllalos, a tus superiores cepíllalos, y cuando tus superiores caigan, dales con el cepillo en la cabeza que la lealtad es vicio de traidores. ¡Cómo vas a traicionar tus intereses por un ex jefe! Un ex ya no es. Y sube, sube, sube que mientras más subas tú tu país más baja. Nadie está arriba si nadie está abajo. En las entrevistas no te des, que tú no eres mujer enamorada, y no olvides que hoy día todo lo graban; di que si pero que no, enturbia el agua que no se pesca en río transparente. Masturba al pueblo, adula a los poderosos, llora con los damnificados, y a todos promételes, promételes, promételes, y una vez elegido proclama a los cuatro vientos tu amor a tu país pero si te lo compran véndelo, y si no hipotécalo que las generaciones venideras pagan: el futuro es de los jóvenes. Las casas, las calles, las escuelas, los hospitales, las universidades, las carreteras que prometiste déjalas como los puentes: en el aire, pendientes, entre una orilla y la otra de la nada. Absurdo sería gastarte en lugares comunes suntuarios lo que es para tus gastos: tus mansiones, tus aviones, tus palacios, tus palacetes, tus islas, tus playas, tus yates, tus putas, tus delicatessen. Y al irte, si es que te vas, recuerda que lo que dejes se lo lleva el próximo viento: dinero en arca pública es volátil cual espíritu de trementina. Eso, eso, eso es lo que le aconsejarla yo a un hijo si lo tuviera. Pero ay, yo no practico la cópula con las hijas de Eva, y la existencia por lo visto no se da sin causa agente. ¿Honraditos a mi? ¡Honrado el Papa, Su Santidad! Y trabajador además: echa azadón de sol a sol.

Émula de este laborador infatigable, la Loca se instaló en la planta alta de su casa a trabajar: con sus pobres cuerdas vocales:

– Bajá y decile a tu papá que ponga la lavadora, que él sabe -me mandaba a mí, que pasaba.

– No, Mandolina. Bajá y decile vos -le contestaba yo, que me iba.

A tal grado habían llegado sus sutilezas mandonas, que mandaba por interpósita persona para no tener que gritar. ¿Y tu papá? ¿Mi papá, el ex senador y ex ministro, el santo de su marido? Uncido al carro de su destino el buey araba. Se lo sorbió. Le chupó el espíritu y de hambre en hambre el cuerpo se lo dejó en veremos. Por eso cuando una socióloga de la Universidad de Antioquia me explico que las únicas familias felices en Colombia eran las de los políticos yo le contesté:

– Ah…

Un día en que estábamos en silencio la Loca y yo en la biblioteca, ella viendo televisión y yo viéndola embrutecerse, antes de que se le ocurriera articular palabra para mandar le ordené:

– Bajá y hacéme un jugo de naranja.

¡Abrió tamaños ojos de incredulidad metafísica! ¡El mandón mandado! Y le empezó la taquicardia. A Cuba le recomiendo una actitud similar frente al tirano: voluntad inquebrantable y decidida acción.

Me había dormido meditando en el ser y el parecer, contándole los travesaños al andamiaje inmenso de la hipocresía y la mentira sobre el que se ha construido la vida humana, pero tuve un sueño hermoso. Soñé que estaba en Colombia y que me habían dado un puestico en el Ministerio de Relaciones Exteriores y que les abría un boquete del tamaño de un camión por el que les metía a los Estados Unidos un camionado de coca. La coca, apócope de cocaína, es un polvito blanco, sutil, que se nos va por la nariz a acariciar al cerebro, y que pese a su sutileza da más que el café. El café es una maleza, una roya, una broca, la tumba de las ilusiones, y si no me cree, cultívelo a ver. Ayudado por la burocracia, esta roña se cagó en Colombia. Maldito el que lo trajo. Y su madre. Y de paso España y la religión católica. Y enmalezado hasta la coronilla, haciéndoseme agua la nariz por el polvito travieso que se escapaba por las rendijas del camión, he aquí que suena el teléfono y me despierta. Era mi cuñada Nora que me llamaba desde el país de los sueños para avisarme que papi, mi papá, mi padre, el único que tenía y que podía tener (porque una madre vale un carajo), se había puesto mal y que los médicos temían lo peor. Que viera yo si regresaba o no regresaba.

– Claro que regreso y de inmediato, pero en lo que tardo en vestirme y en tomar el avión no me le dejés arrimar ni uno solo de esos asquerosos.

Y colgué y me vestí y salí y tomé un taxi al aeropuerto y en el aeropuerto un avión al país del polvito blanco, ex café, y mientras volaba por el vasto cielo de Dios iba maldiciendo de esas aves sacatripas, agoreras, más simuladoras y farsantes que el Papa y más rateras que Caco. Y de maldición en maldición una vaga inquietud se iba apoderando insidiosamente de mi espíritu, de este zarzo atiborrado en el que ya no cabe tanto muerto. ¿Sería que papi se iba a morir antes que yo, en flagrante violación a la nueva Constitución de Colombia que estipula que mientras más viejo está el ciudadano más posibilidades tiene de sobrevivir? Y en efecto, en las barriadas de Medellín, las comunas, unos barrios de invasión que levantados sobre las faldas de sus montañas la miran y la acechan y con los que vamos a la vanguardia de la humanidad, los niños no llegan a muchachos porque se despachan antes unos con otros, casi en pañales. Ver un hombre en esos destripaderos es vista tan insólita como la de una vaca con las ubres al aire paseándose por Nueva York. En cambio viejos si hay, sobrevivientes. Los viejos de las comunas de Medellín están tan debilitados por los rencores y los odios, tan exhaustos, que ni fuerzas tienen para matarse. Ve un viejo a otro subiendo a pleno sol por esas faldas, sudando a chorros la gota amarga, y lo compadece: «¡Pobre hijueputa!», se dice para sus adentros. Y lo mismo se dice para sus adentros el otro de él. En las comunas de Medellín si uno vive lo suficiente el odio se le vuelve compasión. ¿Pero por qué estoy hablando de esto, qué les decía? Se me enredó el carrete. Ah si, decía que no podía aceptar que papi se muriera antes que yo porque no tenía cómo cargar con su recuerdo. ¿Dónde quería que lo metiera en el desván atestado de los trastos viejos? Para meterlo a él tendría que sacar primero, por lo bajito, cuatro muertos. Además padre que muere antes que el hijo muere impune. Ha de morir después de él para que sufra y lo entierre, para que pague, aunque sea en mínima parte, el delito sin nombre que cometió.

Hematólogos, hepatólogos, cardiólogos, neurólogos, gastroenterólogos, radiólogos chutándose la pelota de papi unos a otros, eso fue lo que encontré cuando llegué. No les quedaba faltando sino su compinche el sepulturero para meter el gol. Y ahora Nora me mostraba las radiografías, tomografías, sonografías, esofagoscopias, colonoscopias, toda la estafa, toda la infamia.

– ¿Qué ves? -me preguntó mientras yo miraba a trasluz una de esas porquerías.

– Manchitas -le contesté-. Manchitas y más manchitas que como pueden ser tumores también pueden ser simple tejido cicatrizal. No hay modo de saber. ¿Para qué le hicieron sacar todo esto? Tiene ochenta y dos años bien vividos, bien fumados, bien bebidos, ¿quieren más? ¿O es que piensan que lo van a curar? Si está mal del hígado, ¿le van a hacer un trasplante de hígado? Y si tiene várices esofágicas, ¿le van a rajar el esófago? No se puede. ¿Entonces para qué tanto análisis? Si no es grave lo que tiene papi, se cura solo; y si sí lo es, no hay nada que hacer.

Entramos al cuarto donde papi agonizaba. Sus ojos vidriosos me miraron desde el fondo de la muerte. Me acerqué a la cama, lo besé en la frente y le ausculté el corazón: seguía con su ritmo obstinado contando el tiempo. Luego le palpé el abdomen y sentí una inmensa piedra dura. Al salir del cuarto, en voz baja, diagnostiqué:

– Recen porque sea cirrosis y no hepatoma.

Pero mi optimismo tambaleante decidió ipso facto que era cirrosis, que iba a vivir diez años y que yo me iba a morir antes que él, y con concisión telegráfica redacté el anuncio para El Colombiano: «Gracias Espíritu Santo porque fue cirrosis y no cáncer del hígado». Y firmado familia tal. Y volví a entrar al cuarto invadido de una felicidad rabiosa.

– Lo tuyo, papi, por fortuna no es tan grave: una simple cirrosis que le da a cualquiera. ¡Le dio a Dolores del Río, la actriz, que en su matusalénica vida probó gota de alcohol, no te va a dar a vos que fuiste siempre devoto de las Rentas Departamentales de Antioquia, nuestra amada fábrica de aguardiente! Pero por no dejar, siempre es mejor dejar esa alicorada bebida por los próximos quince o veinte años, en tanto la ciencia inventa cómo regenerar el hígado. En cuanto al cigarrillo, fumá si querés, y preferiblemente marihuana a ver si te abre el apetito. Aunque en realidad no sé ni para qué te lo aconsejo dado el faquirismo inveterado de esta casa.

Mi tesis era que había que arrancárselo a las manos voraces del hambre y de la Loca y hacerlo comer.

– Un pescadito de río, por ejemplo, como los que nos comíamos fritos a orillas del Cauca camino de La Cascada, ¿no se te antoja?

Con la cabeza me respondía que no, sin poder siquiera articular palabra.

Esa tarde en el balcón, mirando en el vacío, vi ponerse el sol estúpido por entre las montañas, y salir de entre las montañas la estúpida luna. En la oscuridad, de súbito, al unísono, se encendieron tras la luna los infinitos focos de los infinitos barrios de la ciudad, y sumando su luz a la luz de ella, en la vasta bóveda negra me iluminaron la Muerte: con sus alas deleznables de ceniza, aleteando, descendía sobre Medellín y mi casa el gran pájaro ciego. Barrio de Manrique, barrio de Aranjuez, barrio de Boston, barrio de Enciso, barrio de Prado, barrio de Laureles, barrio de Buenos Aires, barrio de La América, barrios de San Javier, de San Joaquín, de Santa Cruz, de San Benito, de Santo Domingo Savio, de El Salvador, de El Popular, de El Granizal, de La Esperanza, de La Francia, barrios viejos, barrios nuevos, barrios míos, barrios ajenos, barrios, barrios, barrios, proliferando, reproduciendo en la ceguedad de unos genes la plaga humana convencidos de que el que se reproduce no muere porque sobrevive en su descendencia. ¡Pendejos! El que se murió se murió y tus descendientes son los gusanos, que se comen lo que dejes. Déjales deudas. Gástate lo que tengas en lo que sea, en putas, en yates, en compact discs, que tu recuerdo día a día se lo irá comiendo el tiempo, el último sepulturero. De la posteridad no esperes nada: unas flores, si acaso, en tu ataúd, con las paletadas de tierra en el entierro, y después polvo de olvido. Que hereden mierda. ¡Carajo, cuánto borracho por mi carril llevándome la contra! Todos, todos errados. Oh Muerte justiciera, oh Muerte igualadora, comadre mía, mamacita, barre con esta partida de hijos de puta, no dejes uno, con tu aleteo bórralos a todos.

¿Y cómo decirle ahora a papi, que se moría, que lo quería, si en una vida entera nunca me dio la oportunidad? Al final le hablaba y no me oía; una bruma de tristeza lo envolvía y no le llegaban mis palabras. La clepsidra inexorable chorreaba sus últimas arenillas. Después lo conectamos a una botella de suero y el tiempo empezó a contarse en goticas de solución glucosada. Una, otra, otra iban cayendo indecisas, dudando, como su corazón cansado. Entonces entendí que lo que no había sido ya no iba a ser.

Fue mi cuñada Nora la de la idea de traer a un matrimonio de médicos conocidos suyos especialistas en ayudarnos a bien morir.

– ¿Con el bien o sin el bien, no te suena eso, Norita, como a redundancia? Para eso han estado siempre los médicos, para desbarrancarnos, con la bendición del cura, en el despeñadero de la eternidad.

Que no, me contestó, que éstos nos iban a ayudar a aceptar lo inaceptable, que la Muerte nos derrumbara la casa.

– Bueno, si es así avisame cuándo vienen para no estar aquí porque no les quiero ver la cara.

Ni médicos ni curas soporto yo. Ni politicos ni burócratas ni policías, etcétera, etcétera.

Pues los trajo sin avisar y me tomaron desprevenido, leyendo en el pasquín de El Colombiano los mensajes de gracias al Espíritu Santo. Examinaron al paciente y su infinidad de análisis, y coincidieron conmigo en que podía ser cirrosis. Al que coincide conmigo le abro de inmediato un campito en mi corazón y le otorgo la categoría de poseedor indiscutible de la verdad, y así procedí con ellos. Dos días después volvieron y se retractaron: que era hepatoma. Y eso si que no. Y como entraron a mi corazón salieron, por la puerta ancha. Tras de lo cual empecé a maldecir de ese par de aves agoreras.

– ¿Hepatoma? ¿Cáncer del hígado? ¿Habráse visto mayor necedad? Puesto que tiene várices esofágicas es cirrosis.

Y basta, punto, así lo decidí yo.

La Loca se puso un vestidito presentable, y bajando, oh milagro, la escalera, aterrizó en la sala donde estaban el par de bestias doctoradas, a hacerse la graciosa, a darles la impresión a los visitantes de que aunque se muriera su marido ella seguía siendo la de siempre, un roble incólume, el personaje inolvidable. Y hable y hable y hable y hable.

– ¡Qué! -le comenté a Glorita que estaba conmigo arriba-. ¡Le dieron vino de consagrar a esta cotorra, o qué, que se le soltó la lengua!

La Loca andaba desatada, acometida por lo que llaman hoy «afán protagónico», el demonio que le pica día y noche el culo al Papa. Y sale este pavorreal al balcón a desplegar urbi et orbi su cola vacua y a rociar a la turbamulta gregaria de bendiciones. Empapado de bendiciones se va entonces el rebaño a casa, a ver sentados en sus reverendos culos el mundial de fútbol por televisión.

– De nada te estás perdiendo, papi, si te morís ahora -le dije-. Esto es la ignominia renovada.

Bajé la escalera, abrí el portón, y dando un portazo de puta madre que hizo cimbrar la casa y le bajó sus putos humos a la Muerte salí a la calle. ¡Protagonismos a mí, en un libro mío, cabrones!

Iba el bus atestado de gentuza, que es lo que produce hoy día esta mala raza paridora. ¡Qué! ¿Cuántos hay que contar en la monstruoteca para encontrar una belleza? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cien mil adefesios? Mírense en el espejo antes de copular, de engendrar, de concebir, de parir, cabrones, ¿o es que tienen miedo de que se les pierda el molde? De pronto, sentadito con sus piernotas abiertas en una banca, vi un morenito de ojos verdes que me endulzó la mañana. ¡Ay Espíritu Santo, puro sexo, qué horror! Definitivamente sí, Dios existe, me dije. Y encomendándome a Él, al Ser Supremo, le pedí, le rogué por su santa madre en mis oscuridades interiores que me ayudara a conseguir esa belleza. Me oyó como oye la tapia llover la lluvia: el morenito se bajó en la Calle Carabobo, en pleno centro, y por entre un hervidero de hampones y de ratas se me perdió. Moraleja: Dios si existe pero sirve para un carajo. No hay que perder el tiempo con Él.

Regresé al anochecer al manicomio, al moridero, y me encontré con la siguiente escena en la sala: embobados, empendejados, lelos, oían la reina zángana y su gran colmena al matrimonio de tanatófilos soltar carreta: el hilo pegajoso de su discurso los envolvía, los enredaba en una densa trama de miel. En las cortas horas de mi ausencia habían aceptado que papi se muriera y que se nos derrumbara la casa. Subí corriendo enloquecido la escalera y entré a su cuarto: por la persiana entreabierta de la ventana que daba al volado se filtraban los últimos rayitos del sol, y en la penumbra insidiosa venía a morir la luz del día.

– Papi -le dije-, no voy a permitir que sufrás más. Si ya te querés morir, contá conmigo, yo te ayudo.

¡Quién me mandaba hablar, idiota! Si algo no quería papi y nunca quiso fue morirse; prefería seguir arrastrando la carga del manicomio y de su Loca a irse a contarle las tinieblas a la eternidad. Me respondió con un ay cansado, dándome a entender que no me había oído. Entonces, de súbito, como si un relámpago me iluminara en la ceguedad de la noche el paisaje entero de mi destino, comprendí que tenía que matarlo sin que él se diera cuenta y que para eso, inocentemente, me había infundido la vida tantos años atrás: para que yo, llegado el día, hiciera el papel de la Muerte silenciosa y bondadosa. ¡Conque eso era! Para eso había nacido y vivido. ¡Haber caminado y respirado tanto sin sospecharlo siquiera! Para más fue mi hermano Silvio que entendió pronto y a los veinticinco años una noche, enfermo de lucidez, sin tener que cargar con muertes ajenas se voló de un tiro la cabeza.

¡Al diablo con los muertos queridos, no dejan vivir! Me llaman sin parar desde la tumba.

– Vení, vení -me dicen y con el índice me jalan, arrastrándome hacía su negra noche con una cuerdita invisible de eternidades.

– ¡No jodan más, no insistan! ¿No ven que estoy con el psiquiatra confesándome?

Hoy los pienso enterrar a todos, doctor, a paletadas de olvido. ¡Quién fuera como el gallinazo que destripa a los muertos y después se va, se va volando, borrando con su aleteo el cielo que deja atrás! Yo que salgo de esta consulta y les voy a aplicar a todos el borrador del caset. No voy a dejar ni uno solo de esos malditos muertos vivo.

El silencio se apoderó entonces de mi casa y empezó a pesar sobre nosotros como la tapa de un ataúd.

Una de las últimas tardes de papi estábamos la Loca, Darío, y yo y no sé quiénes más con él en el estudio acompañándolo, o mejor dicho viéndolo morir. La tarde se atascaba en el silencio, no fluía y nadie hablaba. Ni la Loca misma abría la boca para mandar. Yo volví a mi discurso interior, a esta interminable perorata que me estoy pronunciando desde siempre y que no acaba: que lo uno, que lo otro, que por qué si, que por qué no, que quién soy. Nada, nadie. Una barquita al garete en un mar sin fondo. Y he aquí que desde ese pozo de silencio quieto en el que el tiempo se podría empantanado empecé a oír por sobre el ronroneo de mis pensamientos los ajenos: «¡Eh, qué desgracia no poder mandar, maldita sea!», oí que se decía la Loca. Y oí a Darío diciéndose que él también dentro de poco se iba a morir.

– ¡Ya dejen de pensar, carajo, que no me puedo concentrar! -exclamé-. Perdí el rumbo.