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– Hombre, papi -le dije al que ya no oía-: la máxima cagada que hiciste en esta vida fue engendrar a este hijueputa.
Tras el Gran Güevón entró al cuarto la Loca que lo parió. Y tras ella, en la hora que siguió, fueron llegando los otros -hijos, yernos, nueras, nietos-, a darse cuenta de lo irremediable, que se nos había acabado de derrumbar la casa y que ya no había salvación.
Volví a mi cuarto y en el lavamanos del baño vacié la jeringa. ¡Qué despilfarro! Se fue por el caño suficiente Eutanal como para despachar al otro toldo a toda Colombia. ¿Y por qué antes no me inyecté un poquito, lo que alcanzara a entrar?
– ¡Para qué! -me dije bajando la empinada escalera de atrás rumbo al bote de la basura. Si no me mato un día, bajando, esta escalera, me mata saliendo de esta casa un sicario.
¿Y por qué un sicario? Sicario es el que mata por cuenta ajena, por encargo. ¿Es que no me puede matar algún cristiano motu proprio, de su libre y soberana voluntad? ¡Pero claro! Lo que pasa es que en la inmensa confusión de las cosas que se había apoderado de ese país adorable habíamos acabado por llamar sicario a cualquier asesino. Cuestión de semántica. Ya no distinguíamos al que fue contratado del que no. ¡Como todos se nos iban impunes! El caos produce más caos. Y me ponen, señores físicos, esta ley como ley suprema, por encima de las de la creación del mundo y la termodinámica, porque todas, humildemente, provienen de ella. El orden es un espejismo del caos. Y no hay forma de no nacer, de impedir la vida, que puesto que se dio es tan irremediable como la muerte. Punto y basta. Dixit.
Y se equivoca el que crea que sigue viviendo en los hijos y que se realiza en ellos. ¡Ay, «se realiza»! ¡Tan ocurrentes en el lenguaje! ¡Qué se van a realizar, pendejos! Nadie se realiza en nadie y no hay más vida ni más muerte que las propias. De niño uno cree que el mundo es de uno; viviendo aprende que no. Los jóvenes tratando de desbancar a los viejos, y los viejos pugnando por no dejarse desbancar. A eso se reduce este negocio.
En el bote de la basura tiré el frasco de Eutanal vacío y la jeringa. Un olor a naranjas podridas, a felicidad fermentada, ascendió del bote cuando lo abrí. La vida seguía pues su curso y el sol girando en torno de la tierra, subiendo, cayendo, subiendo, cayendo, trazando día tras día el mismo arco manido en el cielo como con un compás. ¡Ay, tan original!
Al volver a la biblioteca me tropecé con las niñas de Manuel y los niños de Gloria, que salían del cuarto de papi llorando.
– ¡Qué! ¿Se embobaron? -les reproché-. ¡Nada de llorar! ¿No ven que el abuelito ya descansó? ¡De ustedes!
Y los mandé a jugar al patio. Qué ingenuo papi creer que iba a seguir viviendo en mí. Eso era como embarcar un tesoro para salvarlo en un barco que se estaba hundiendo.
Por la escalera principal, etéreo, translúcido, como una aparición, subía Darío flotando en una nube de marihuana. Lo vi, me vio, y no nos dijimos nada. Desde que volvió a tomar le había retirado la palabra a ese irresponsable. Si se quería matar, allá él, que se matara. Gente es lo que sobra en este mundo. Tímidamente pasó al cuarto de papi, como si fuera un extraño que no estuviera invitado. Yo me quedé en la biblioteca frente a ese cuarto viendo entrar y salir gente: hermanos, hermanas, sobrinos, sobrinas, cuñados, cuñadas. Carlos llamaba en esos momentos a la funeraria. Poco después llegó un médico a firmar el certificado de defunción. Causa de la muerte: hepatoma. Exacto, hepatoma, que dicho en lenguaje llano es cáncer del hígado, que dicho en cristiano es muerte.
Colombia por lo menos poco más jodía con los trámites de los entierros. En eso la Ley allá era bastante comprensiva, humana. Si no dejaba vivir, al menos dejaba morir. Por lo demás, donde a las ratas del Congreso colombiano les diera por regular también los entierros, ésta es la hora en que no tendríamos menos de cinco millones de cadáveres insepultos, apilándose en diferentes grados de descomposición en las casas: unos más podridos que otros. ¡Qué tentación para los gallinazos! ¡Pobres! Como si a mí me pusieran un colegio de muchachitos en pelota enfrente y no los pudiera ni tocar.
En México joden más, allá tienes que dar mordida (o sea soborno, coima) para que te dejen enterrar al papá. Y tienes que comprar ataúd así lo pienses cremar. Meten al muerto en el ataúd, y al ratito lo sacan para cremarlo en pelota. ¿Y el ataúd? ¿Qué pasa con el ataúd? Hombre, si no te lo quieres llevar a tu casa para usarlo como cama, lo donas para los pobres y se lo dejas a la funeraria. La cual, no bien sales con el rabo entre las patas, se lo vende como nuevo al próximo muerto que llega. ¿Y los pobres? Que coman mierda los pobres, que los entierre su madre. ¿Y el gobierno? ¿No interviene en semejante abuso el gobierno? ¡Claro que interviene! Manda a un funcionario a que vigile a la funeraria, y el funcionario le saca mordida a la funeraria. Para nacer y morir, para comer y cagar el ciudadano en México tendrá siempre enfrente a un funcionario extendiendo la mano. O a un policía. Pero el país funciona bien. Con mordida todo fluye: el tráfico de los carros, la venta de electrodomésticos, la circulación de la sangre, las putas del presidente, los pasaportes de los que viajan, los entierros de los que se van… La mordida es un invento genial. Como la rueda.
Y donde también es otra dicha morirse es en Cuba, donde uno tiene el entierrito asegurado. El que se quede en Cuba tenga por seguro que lo entierra Fidel: con plata de los gusanos de Miami. ¿Y a mi? ¿A mí quién va a enterrar? ¡Será este Papa! Que en adelante pondré con minúscula porque la mayúscula le queda muy fundillona a semejante follón.
Saliendo el médico entraron los de la funeraria y pasaron al cuarto de papi. ¿Tenía los ojos abiertos? No sé. ¿La rigidez ya lo había invadido? No sé. ¿Todavía estaba en piyama? No sé. Sé que los de la funeraria le preguntaron a Carlos si papi tenía algo de valor encima, y que Carlos les contestó:
– Lo único de valor es él.
Lo subieron a la camilla, lo taparon con una sábana, salieron a la biblioteca y por entre nosotros tomaron con él hacía la escalera.
Cabizbajo, como disculpándose por existir, Darío se hizo a un lado para que pasaran. Nunca lo sentí más perdido en esta vida ni más cerca de mi desastre. Su desconcierto se sumaba al mío, su fracaso al mío. Por lo menos papi se había muerto sin saber que él estaba contagiado de sida…
– ¡Y qué si hubiera sabido! -le contesté leyéndole el pensamiento-. Él te contagió el sida de esta vida.
Envolviendo con su manto las altas paredes de la biblioteca, la Muerte se reía desde el techo.
Eliminé el techo, eliminé las paredes, eliminé el suelo y quedé suspendido en la nada infinita y oscura mirando las estrellitas de Dios. El sur estaba abajo, a mis pies; el norte arriba, sobre mi cabeza; el occidente a mi izquierda, del lado de mi corazón; y el oriente por contraposición al occidente, a mi derecha. Girándome en el vacío me puse de cabeza y quedó patasarriba la eternidad del Altísimo. No hay más punto de referencia en el espacio que yo. Y un cuarto es un cubo lleno de aire y varios cubos una casa.
Bajé con Carlos tras los camilleros. Arriba de la escalera, por la que nunca bajaba para no tener que subir después, miraba la Loca irse, para siempre, a su sirvienta.
Cuando salimos a la calle el radio del carro de la funeraria daba las últimas noticias con alharaca: que Gavirita declaró, que Samperita decretó, que Pastranita conminó. A papi lo despedían con mierda. Qué le vamos a hacer, entre la mierda nacemos y vivimos y nos vamos.
A las dos horas volvieron los de la funeraria con las cenizas en una urnita. La urnita sabrá Dios adónde fue a parar en semejante caos de casa. En cuanto a las cenizas, las cargo desde entonces en el pecho, del lado izquierdo, en esta cripta de cementerio en que se me ha convertido el corazón. El que vive mucho carga con muchos muertos, es natural. Así lo establece la primera ley de los vivos o ley de la proporcionalidad de los muertos, que yo descubrí y que estipula una relación directa entre los años que vive el cristiano y los muertos que carga, cargando más el que vive más: V=M'd (Ve igual a eme al cuadrado por de), donde y es vivo, m es muerto y d la constante universal del desastre, que por ser una «constante» cambia «constantemente» como el espacio de Einstein: se curva, se encoge, se estira, se expande, se alarga. Véase mi tratado de tanatología «Entre fantasmas» donde queda todo esto muy bien explicado, con sencillas palabras y numerosos ejemplos tomados de la vida diaria. Va como por la decimoquinta edición.
Muerto papi me fui al demonio jurando que jamás iba a volver. Nunca digas de esta agua no beberé porque justo de esa agua es de la que vas a beber tratándose de la maldición de Colombia. No había pasado un año de esa muerte y ya estaba de regreso para otra.
Por la vieja carreterita de Rionegro, donde les dio por construir el aeropuerto nuevo para cagarse en el paisaje, bajaba el taxi de curva en curva camino de Medellín. Una curva, otra curva, otra curva, a la derecha, a la izquierda, pasando de tierra fría a tierra caliente, arrullándome en el vaivén de los recuerdos. Por esta misma carreterita subí y bajé incontables veces con Darío en nuestro Studebaker repleto de bellezas. ¿Cuánto hace? Años y años. Un carro de ésos hoy es pieza de museo y vale una fortuna. En cuanto a las bellezas, si es que viven, ay, no han de servir ni como carne para los leones del zoológico o para hacer salchichas. As¡ pasa. En el ajuste final de cuentas les va menos mal a los carros que a los cristianos. En fin, dejemos esto.
El campo recién bañado por la lluvia desfilaba con su verde límpido por las ventanillas del taxi. Aquí y allá, a la vera del camino o dominando una colina, con sus paredes encaladas de blanco, sus corredores de chambrana y macetas florecidas sobre las chambranas, viejas casitas campesinas me veían pasar y me decían adiós.
– ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Fernando!
– ¡Cómo! ¿Ustedes todavía ahí, no las han tumbado?
– todavía no. Aquí seguimos, y como siempre tan bonitas.
Y constataba con dolor que el tiempo infame aún no las había tumbado sólo para burlarse de mí, para recordarme lo que yo había sido un día, y conmigo Colombia entera, unos niños locos, que ya no seríamos más porque habíamos envejecido y perdido, para siempre, la inocencia, y con la inocencia la esperanza. Las ilusiones las fuimos dejando regadas por el camino, y las últimas que nos quedaban las quemamos ayer en una gran hoguera que encendimos en el patio.
El taxi seguía bajando y ya se sentía el calor de Medellín. Atrás se quedaban las casitas campesinas fulgurando, brillándome en el fondo de los Ojos, con sus corredores de chambrana, sus macetas florecidas, sus paredes encaladas, diciéndome adiós para siempre porque ya sabían, antes de que yo lo supiera, que estaba escrito en el libro del destino que nunca más nos volveríamos a ver.
– ¿No tendría la gentileza, señor taxista, de apagar ese radio? Estoy harto, hasta la coronilla, de Pastrana. Por no oír a ese marica le pago el doble de lo que marque el taxímetro.
Tan viejo me vería el asesino, tan jodido, tan desamparado, que en vez de matarme lo apagó. Al que se quiera suicidar un consejo: pare un taxi en cualquier calle de Colombia, el primero que pase, el que sea; súbase y no bien arranque pídale al chofer lo que le pedí al de arriba. Y santo remedio para los males de esta vida con despachada expedita a la otra. Aunque lo que si no sé es con qué. Si con un cuchillo, con un machete, con un revólver, una varilla de hierro o un piolet. ¿No sabe qué es un piolet? ¡Qué importa! No va a necesitar buscarlo en el diccionario: lo va a ver.
– Gracias. Con el radio apagado pienso mejor.
¿Si te acordás, Darío, del Studebaker, envidia de Medellín? «La cama ambulante» lo llamaban, y se le revolvía el saco de la hiel a esa ciudad pobretona donde sólo los ricos tenían carro.
– ¡Maricas! -nos gritaban cuando nos veían pasar, cargada nuestra máquina prodigiosa de bote en bote de muchachos.
¿Maricas? Eso era como Cuba hambreada gritándoles imperialistas a los Estados Unidos. Les tirábamos un cubito de caldo Maggi por la ventanilla y ni los determinábamos.
– Sigan pariendo, cabrones, que aquí nosotros vamos dando cuenta de lo que salga.
Por este mismo barrio de Buenos Aires por donde voy ahora bajando y entrando a Medellín, ¡cuántas veces no subimos de salida en ese Studebaker cargado de muchachos! Liberados de la ciudad y de su maledicencia congénita, a la vera del camino, bajo la luz de la luna y la turbia mirada de Saturno, con el primer aguardiente y en la primer parada se iban quitando la ropa. Un arroyito tintineante cantaba cerca, y mugían las vacas. Muuuu, muuuu, muuuu… ¿Si te acordás, hermano? Darío: cuando pasen cien años, que son nada y se van rápido, vas a ver que esta ciudad miserable nos va a levantar una estatua.
Paró el taxi frente a mi casa, le pagué el viaje al asesino, bajé con la maleta, toqué y me abrió el Gran Güevón, que ni me saludó: se dio medía vuelta y se fue dejándome en la puerta de entrada con el saludo en los labios y la maleta en la mano. Descargué la maleta en el piso y en ese instante vi a la Muerte en la escalera.
– ¡Cómo! ¿Otra vez aquí? -le increpé-. Ya te hacía como Dolores del Río: muerta. En fin, serví para algo, mujer, y cuidáme esta maleta mientras vuelvo y la subo al cuarto, que vine a ver a mi hermano.
Con breve gesto de desdén y burla me indicó el jardín.
– Que no entre nadie -le encargué-. No se te vaya a ocurrir abrirle esta puerta a ninguno que nos matan.
Cerré la puerta y me dirigí al jardín con el corazón tembloroso. En una tienda improvisada con sábanas extendidas sobre los tendederos de ropa se había instalado en su hamaca.
– ¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!
Lo apreté fuertísimo contra el corazón y sentí que volvíamos a ser niños y que acampábamos en el patio en una tienda de exploradores armada con palos de escoba, cobijas, colchas y sábanas, convencidos de que caía la noche en África.
– ¡Gruac! ¡Gruac! -dijo una sombra brusca que aleteó del mango al ciruelo.
– Hace días que anda por aquí ese pájaro -me explicó-, pero por más que quiero no logro verlo. Se me va, se me va.