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Con dificultad volvió a sentarse en la hamaca y continuó en lo que estaba: limpiando de semillas y basura un paquete de marihuana que había desplegado sobre una de esas mesitas imbéciles, dizque noruegas, de patas puntudas, temblequeantes, que hizo Argemiro el genio in illo tempore. Sacaba una semillita aquí, otra semillita allá, y las iba tirando a los cuatro vientos sobre la grama del jardín.

– Me la trajo Aníbal chico de regalo -me explicó-. Muy buena. Se la venden en la policía.

– ¿Envuelta en pliegos de El Colombiano?

– Ajá.

– Que por lo menos sirva para eso ese pasquín.

Y en tanto sus manos descarnadas, fantasmales, seguían limpiando meticulosamente, sin prisas, la yerba santa de los haschidis, que iba sacando del pliego del pasquín, nos pusimos a hablar, de una cosa, de la otra, de la progesterona que le había provocado la retención de líquidos en el cuerpo y de las bellezas de antes cuando no existían estas malditas plagas del sida y el Internet, y cuando la vejez se nos hacía tan ajena, tan lejana, como el día en que dizque se va a apagar el sol. Que se apague que para eso Dios atiza el caldero hirviendo del infierno con la mano del Diablo. ¡O qué! ¿Nos va a cortar también este viejo cabrón la calefacción allá abajo?

– Las enfermedades son de dos clases -le expliqué-: las que se curan y las que no. Las que se curan, se curan solas o con antibióticos. Y las que no, las cura Nuestra Santísima Madre la Muerte, el remedio de los remedios.

– Exacto -asintió con indiferencia, como si la cosa no fuera con él.

Luego, en papel de envoltura de cigarrillos Pielroja, fue enrollando el cigarro de marihuana, que selló con saliva y que empezó a fumar con aspiraciones profundas. Y mientras el humo arcano le iba enturbiando el alma se puso a recordar un muchacho negro buenísimo que nos habíamos conseguido en el Central Park de Nueva York, una noche del verano.

– Ay Darío, ya estás como los viejitos, viviendo para recordar.

– Nos lo llevamos a nuestro apartamento del Admiral Jet, donde yo era «super», lo pusimos entre los dos en medio de la cama…

– Y nos lo pasábamos del uno al otro como pelota de pingpong. ¡Qué noche más caliente, hermano!

Y me puse a bendecir a Dios que nos había dado esa belleza y tantas otras, inmerecidamente, y a maldecir de este Papa santurrón que se las da de ecuménico. ¡A ver! ¡Cuándo este tubérculo blancuzco se ha acostado con un negro!

Fue entonces cuando la Loca comentó desde el segundo piso, desde su ventana:

– ¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran!

¿Gusto? ¿Pero habráse visto mayor descaro? Sólo en una cabeza perturbada y cínica podía caber semejante mentira. ¡Cuánto no hizo una vida entera por separarnos, amontonando hijos y más hijos en el manicomio furibundo de su casa como si el espacio se estirara! ¡Qué se va a estirar el hijueputa, ésas son marihuanadas de Einstein! Hasta que un día (tanto golpea la gota de agua la roca que al fin la rompe), se salió por fin con la suya y parió al Gran Güevón, el engendro de Cristoloco en que conjuntaba en él solo, sin mezcla alguna y con una pureza absoluta por desquiciamiento de la genética, todos los genes rabiosos de la imbecilidad Rendón.

– No hay día en que no descubra cosas, Darío: Cristoloco es como la oveja Dolly: salió clonado.

Me levanté y dejándolo en el jardín, en su etérea hamaca de marihuana, volví al vestíbulo a subir mi maleta a alguno de los cuartos y a ver dónde me podía instalar los días que me esperaban.

Et Madame la Mort? Estcequ'elle étalt partie? Con treinta mil asesinados al año en ese país vesánico amén de los que se despachan el infarto, la tuberculosis, la malaria, Pablo Escobar, la policía, los buses y los carros (con efusión o sin efusión de sangre), la pobrecita no se daba abasto. Trabaje que trabaje que trabaje. Y ese afán protagónico a lo Papa que le pica el culo día y noche y no la deja en paz… En todo entierro tiene que estar.

¡Pero qué va, qué se iba a haber ido! Cuando subía la escalera con mi maleta se soltó a reír de mi la desgraciada.

– Dove se¡, stronza?

¿Dónde estaba? Invisible como el Todopoderoso en todas partes estaba: girando como un electrón loco en el corazón del átomo.

– ¡Jua, jua, jua! -se burlaba con una risa horrísona, que ni la cantata «Edipo Rey» de mi difunto maestro de armonía Roberto Pineda el sordo.

– ¿De qué te reís, estúpida? -le increpé-. ¡Lacaya de Dios!

Con eso tuvo, se calló. Nadie desde que el mundo es mundo le había dicho verdad más amarga.

ves.

– Todo tiene una primera vez, mujer, ya ves.

En el silencio que siguió le pasé revista al cuarto de papi, a la biblioteca, al volado inspeccionándolo todo, y todo estaba igual, tal y cual él lo había dejado. Como no fuera la eternidad con sus primeras capas de polvo, nadie en el tiempo transcurrido había tocado nada. Ahí seguían sus libros en la biblioteca, sus papeles en el escritorio del volado, sus trajes en el closet de su cuarto. Esos trajes modestos suyos marca Everfit de los tiempos de antes, que eran los que usaba en Colombia la gente honorable. ¡Pero cuánto hace que esa raza idiota desapareció de allí! Por eso hoy nadie en el país de Caco usa trajes Everfit: ni los rateros de adentro del Congreso ni los de afuera. Calculo que ya hayan cerrado la fábrica.

Si la memoria no me falla (que tal vez sí), ya conté que en el fondo de la casa, sobre terreno del jardín, ese chambón de Alfonso García, familiar nuestro, nos había construido dos cuartos para estirar el espacio: unos cuarticos exiguos, mínimos, como de casita de muñecas fabricada por Argemiro, con sus bañitos. En uno de ellos me instalé para estar cerca de Darío, quien a juzgar por la infinidad de remedios que se amontonaban sobre un escritorio ocupaba el otro: antiácidos, antibióticos, antipiréticos, antiparasitarios, antiputasmadres, antilinflamatorios, antimicóticos…

– ¡Basura! ¡Basura! ¡Basura!

Y conforme iba diciendo iba haciendo, tirando medía farmacopea del siglo XX a un bote de basura. Sobre el nochero, sobre la cómoda, en el piso, aquí y allá, impúdicas colillas de marihuana dejadas a la buena de Dios y a la vista de todos como condones flácidos recién usados, recién tirados, con mil millones de hijueputas potenciales muertos adentro.

– Eso está bien. La marihuana abre el apetito y adormece el espíritu.

El que no me pudo adormecer en las noches que siguieron nada: ni somníferos, ni bendiciones, ni maldiciones, ni cabezazos Rendones contra la pared. Simplemente se me había ido para siempre el sueño. Y sobre el desierto del insomnio, la zarabanda endemoniada de los zancudos que armaba noche a noche el perro López con sus ínclitos. Tratando de escaparme de ese horror, me iba entonces de recuerdo en recuerdo con Darío al pasado, y así volvía, por ejemplo, de su mano, al Admiral jet de la Calle 80 del West Side de Nueva York, un edificio de réprobos donde vivimos, a dos cuadras del Central Park y su orgía continua de maricas entre los árboles, un verano. ¡Qué temporadita, Su Santidad, tan desgraciada pero tan maravillosa! Será que todo tiempo pasado fue mejor.

He aquí el retrato hablado del monstruo: siete pisos con treinta apartamentos de cartón en riesgo permanente de quemarse y de irse al cielo en pavesas con sus ocupantes, otros tantos negros y puertorriqueños excretores de ambos sexos, la hez de esta especie bípeda que no sé qué dependencia demagógica del municipio pretendía curar de su adicción a la heroína en un experimento dizque «piloto», para el que contrataron a Darío, inmigrante sin papeles, con el sueldo mínimo y el trabajo de «super» o portero, más limpiapisos, sacabasuras, destapainodoros y juez de paz. Yo, desocupado hermano de la victima, y como él sin donde caer muerto, le ayudaba a sobrellevar la carga. Y ahí me tiene con un balde de sirvienta y una sonda de plomero destaquiando inodoros de negros, Su Santidad. ¿Que sabe lo que son? Igualitos a los de los blancos, la cosa no cambia. En las humildes funciones excretorias los blancos no difieren de los negros, los perros de las ratas, los infieles de usted. Dios en eso a todos los mortales nos hizo iguales.

Mete el oficiante la sonda y la va girando, girando, hasta que con un poco de suerte (y siempre y cuando no hayan echado fetos) desobstruye el taco. Acto seguido jala la cadena y lo inefable fluye, baja rumbo a las entrañas de la urbe a llevar con canto de agua, hasta las más profundas oquedades del subsuelo, la luz del Evangelio. Creo sinceramente que todo Papa debe enterarse de estas cosas antes de ponerse a hablar. ¡O qué! ¿Magister dixit urbi et orbi?

Una tarde en que destapaba, entre pestilencias de retrete, el de la negra Evelyn, que empieza a sacudirse el cuartucho por los embates de una furia salida de madre y razón como si temblara la tierra.

– lt's Dick -me informó Evelyn, con la simplicidad de quien comenta que hace calor.

Y era Dick, en efecto, un negro puerco y grasiento, evangélico, a quien ni la heroína ni la santa Biblia le atemperaban la lujuria, horadando desde el otro lado del baño, con el instrumento que nuestro padre Adán el Australopithecus puso a funcionar en su jardín hace cuatro millones de años cuando bajó del árbol y gracias al cual estamos aquí, el frágil tabique de cartón que hacía de pared y que nos separaba de su apartamento o covacha. Lo primero que apareció, abriendo brecha, fue el casco negro, lustroso, al cual siguió, con un embate enfurecido, endurecido como un fierro, el barreno inmenso, desmesurado, prodigioso, de un grosor excelso y veinticinco centímetros cuando menos de longitud (o diez pulgadas si mide usted, Santísimo Padre, en el sistema inglés) hasta la base ensortijada por la que se unía al cuerpo.

– What? -exclamé.

– Yes -contestó la condenada, con un «si» tan obvio como estúpido.

Como un brazo tenso y erguido en ángulo recto que nos mentara la madre, hinchadas las arterias y las venas y a punto de explotar, a empujones, a empellones, palpitando, trepidando, con sacudidas violentas, el instrumento portentoso eyaculo, y nos dejó inundado del liquido lechoso y viscoso el sucio piso del baño.

¡Carajo! ¿Por qué hará Dios tan mal las cosas? Un aparato tan fantástico pegado a semejante asqueroso… Inescrutable en sus designios, a veces el Todopoderoso se comporta como cualquier Alfonso García chambón.

– What sign are you, super? -me preguntó Evelyn.

– Scorpio. And you?

– Virgo.

– Virgo? Jua, jua, jua, jua.

¡La risa que me hizo dar la maldita! Los negros, Su Santidad, no tienen alma, no los meta en el rebaño. Perezosos por naturaleza como son, para lo único que sirven (y no siempre) es para el sexo. El óxido nitroso los infla por delante, y respiran por detrás.

Pero el gran personaje del Admiral Jet no era Dick sino Sam, otro hijueputa: una trituradora de basura malgeniada y megalómana que oficiaba en el sótano. Todo lo que le tiraban por los botaderos de basura de los siete pisos -jeringas sin heroína, revistas pornográficas, toallitas vaginales, calzoncillos cagados, tenis apestosos, sobras de comida, empaques de leche, cajas de cartón, botellas, latas, tarros, trapos, fetos- todo lo trituraba con un rugido de huracán y nos lo devolvía comprimido en bolsitas. ¡Lo que pesaban esas putas bolsitas! Cien kilos, doscientos, medía tonelada, una, dos. Y medirían cuarenta centímetros si acaso… Entonces entendí lo que eran los agujeros negros del universo: la materia comprimida hasta alcanzar una densidad demoníaca. Del mismo modo que lo que le dan, querido amigo, cuando usted compra un apartamento es aire encerrado entre cuatro paredes, así el átomo no es más que unos suspiros de electrones girando en torno a un núcleo minúsculo y separados de éste por nada, por una nada inmensa, gigantesca, monstruosa, como la que hay entre las estrellas, la nada de Dios.

De escalón en escalón por la escalera del sótano, juntando esfuerzos, Darío y yo, a duras penas si lográbamos subir entre los dos a la calle, para que las recogiera el carro de la basura con una grúa, cada una de esas bolsitas. Herniados, derrengados, rengos, con la columna vertebral rota, regresábamos entonces a nuestro apartamento del primer piso, el del «super», a fumar marihuana y a esperar, a ver qué muchacho del Central Park nos caía: si blanco, negro, amarillo o cobrizo.

– Super, super! -llamaban entonces con urgencia de parto a la puerta.