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– No tengo, me la robaron.
– ¡Estúpido!
Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor que matar a la madre.
– ¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué?
Que qué va, que qué iban a matar a nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa palabra, ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Viene del latín, de «fatum», destino, que siempre es para peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no estás para que no veas el derrumbe de tu nieto!
Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula. ¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cédula para irse a fumar marihuana en el corazón de la jungla? Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó, ajena o propia, vidrio y casa que se le borraban de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barraquer me trasplantó una córnea, Darío de un guitarrazo en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra quebrada. El amasiato de la marihuana y el aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera furia de destrucción. ¿Cómo lo aguantaban los amigos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la familia? No sé. ¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé cómo lo aguanté cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos! Dejaba el grifo del agua abierto, cerraba con triple llave su apartamento para que no se lo fueran a robar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar. Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorreando el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escalera, de escalón en escalón y diciendo din dan. Din dan, din dan… ¿Y no le inundaban a él su apartamento? Si, se lo inundaba el cielo cuando llovía, por las goteras del techo, que era el del edificio y estaba vuelto una coladera.
– Darío, mandá a coger esas goteras.
– ¡No las agarra nadie! -decía. Que dizque el que subiera a agarrar las goteras le rompía las tejas.
– La teja de tu cabeza, irresponsable, cabrón, que la tenés corrida.
El techo del apartamento de Darío, capitel de su edificio, corona etérea de Bogotá junto a las nubes del cerro de Monserrate desde donde Cristo Rey preside, era una coladera. Una solemne, una irredenta coladera que tras la lluvia le cagaban las palomas.
¡Y esa puerta, por Dios, esa puerta con triple llave! Le daba el sol de la tarde y aunque era metálica la hinchaba y no había forma de abrirla. Esperaba él entonces afuera una hora, dos horas, tres horas a que se enfriara y se deshinchara. O bien iba hasta la tienda de dos cuadras abajo (con los vecinos no podía contar porque ni le hablaban) a que le prestaran un balde con agua. Subía de regreso las dos cuadras, los cinco pisos con el balde, y a baldazos de agua le enfriaba a la puerta su hinchazón. Entonces ya se podía abrir. ¿Abrir? ¿Con qué llave? ¡Se le perdieron las llaves en la bajada!
Y si a veces no podía entrar por el recalentamiento de la puerta y se quedaba afuera, por el mismo recalentamiento de la misma puerta a veces no podía salir y se quedaba adentro. Entonces se le perdían las llaves adentro y entraba en un estado de desesperación.
– ¡Dónde están las putas llaves! -gritaba desesperado-. Se las llevó ese atracadorcito que durmió aquí con vos anoche.
– No fue conmigo, fue con vos y ahí están -replicaba yo y le señalaba el llavero sobre un arrume de papeles y basura.
– ¡Ah! -exclamaba el desquiciado con resoplido de alivio.
Cuando yo venía a Bogotá a visitarlo, a constatar con mis propios ojos su recuperación y sus progresos, prefería irme a dormir bajo un puente o en una alcantarilla.
De sus hazañas, sus estropicios, al final de su vida sólo me llegaban los ecos. Que tu hermano hizo esto, lo otro, y se reían para no irme a ofender. Yo simplemente, y desde hacía mucho, cuando notaba que Darío empezaba a desvariar me perdía. Ya sabía que venía en camino el monstruo, el tornado, ¡y ojos que me volvieron a ver! ¿Y si por dejarlo solo en ese estado lo mataban los atracadores de la calle, el ejército, la guerrilla, la policía?
– Que lo maten, yo pago el entierro.
A esa conclusión llegué yo, llegamos todos, y antes que todos mi pobre padre que era el mismo suyo, que le perdió la paciencia y que le dejó de hablar.
Tan mal se le llegaron a poner las cosas a Darío por causa de sus salidas de órbita que él mismo un día, motu proprio, se planteó el dilema de qué vicio dejar, si el aguardiente o la marihuana. Y su decisión fue: ninguno. Y para refrendar sus firmes propósitos agarró el vicio de moda, el de los jovencitos, el basuco o cocaína fumada, que «acaba hasta con el nido de la perra» como decía mi abuela, pero con el verbo en plural y a propósito de sus ciento cincuenta nietos.
Y con el basuco descubrió a los basuqueritos, de los que tenía un kindergarten vicioso. Alguno me llegó a ofrecer en alguna de mis visitas, pero yo se los rechacé porque dizque yo dizque no me acostaba dizque con cadáveres. ¡Mentiras! Yo no tengo nada en contra de los muertos muertos mientras estén fresquecitos. Me hacen incluso más ilusión que los vivos vivos, que son tan voluntariosos. Se los rechazaba simplemente por darle un ejemplo de entereza, de fuerza de voluntad.
– Darío, hermano -le suplicaba-, uno tiene que escoger en la vida lo que quiere ser, si marihuano o borracho o basuquero o marica o qué. Pero todo junto no se puede. No lo tolera el cuerpo ni la sufrida sociedad. Así que decidíte por uno y basta.
Jamás se pudo decidir. Vicio que agarraba, vicio que conservaba. Todo lo que tuvo se lo gastó y nada les dejó a los gusanos. Todo, todo, todo y nada, nada, nada. Cuando Darío se murió, la Muerte y sus gusanos mierda hubieron de comer porque lo único que les dejó fue un mísero saco de huesos envueltos en un pergamino manchado.
– ¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran! -dijo desde arriba la Loca asomándose por una ventana.
Era un saludo indirecto para mí, su primogénito, el recién llegado que ni la determinaba pues desde que papi se murió la había enterrado con él, como a una fiel esposa hindú. ¡Hermanitos! ¡Que se quieren! Como si durante medio siglo el espíritu disociador de esta santa no hubiera hecho cuanto pudo por separarnos, a Darío de mí, a mí de Darío, a unos de otros, a todos de todos ensuciando cocinas, traspapelando papeles, pariendo hijos, desordenando cuartos, desbarajustando, mandando, hijueputiando, según la ley del caos de su infiernito donde reinaba como la reina madre, la abeja zángana, la paridora reina de la colmena alimentada de jalea real.
¡Hermanitos! Unas piltrafas de viejos querrás decir, bestia. Y miré hacía arriba, hacía la planta alta donde estaba la bestia. Asomada estaba a la ventana de la biblioteca que daba al jardín, atalayando al mundo: desde hacía quince o veinte años no bajaba la escalera para no tener que volverla a subir. Unos meses atrás, desde su elevado puesto de observación, vio cómo se llevaban los sepultureros el cadáver de su marido, su sirvienta, que se le iba a contar el polvo del infinito. Cuánto, todavía, le quedará de vida, calculé, y aparté de ella mi mirada. Pero mi Señora Muerte no estaba arriba. Estaba abajo, junto a la hamaca de mi hermano.
Punto y aparte y sigamos. O mejor dicho volvamos, retrocedamos a los vicios que me estoy saltando el principal: el vicio de los vicios, el vicio máximo, el vicio continuo de estar vivos, del que todos algún día nos vamos a curar y hasta el mismísimo Papa. A ver cuántos asisten a su entierro, Su Santidad, cuántos entre curas, obispos y cardenales, guardia suiza y pueblo vil. Al mío quiero que vengan, quiero que vuelvan esa bandada de loros que pasaba volando, rasgando de verde el azul del cielo, sobre la finca de mi niñez y mis abuelos, Santa Anita, y gritando en coro, con una sola voz burlona: «¡Viva el gran partido liberal, abajo godos hijueputas!». Godos, o sea conservadores, camanduleros, rezanderos, en tanto los liberales éramos nosotros: los rebeldes y las putas. ¡Huy, cuánto hace que se acabó todo eso, que se quemó la pólvora!
De los dos partidos que dividieron a Colombia en azul y rojo con un tajo de machete no quedan si no los muertos, algunos sin cabeza y otros sin contar. Cadáveres decapitados de conservadores y liberales bajaban por los ríos de la patria tripulados por gallinazos que en su viaje de bajada a los infiernos, de ociosos, por matar el tiempo a falta de alguien más, sin distingos doctrinarios, de partido, les iban sacando a azules y a rojos a picotazos las tripas. Y no había vivo que se les midiera a esos ríos, capaz de meterse en ellos a sacar a los muertos. Ésos de mi niñez si que eran ríos. ¡Qué Cauca! ¡Qué Magdalena! Ríos de furia, torrentosos, que tenían el alma limpia y se hacían respetar. No como estos arroyitos mariconcitos de hoy día con alma de alcantarilla. ¡Cuánto hace que el Cauca y el Magdalena se secaron, se murieron, los mataron con la tala de árboles y los borraron del mapa, como piensan que me van a borrar a mí pero se equivocan, porque si los ríos pasan la palabra queda!
Estaban pues los dos hermanitos juntos, conversando, en la hamaca que colgaba del mango y del ciruelo en el jardín, bajo una sábana blanca que los protegía del sol del cielo, y con la Muerte al lado, para la que no existe protección. ¿O si? ¿Un condón? Póngaselo entonces cuando comulgue, en la lengua, no le vaya a contagiar el santo cura un sida con los dedos al ir repartiendo de boca en boca al Cordero. Se iban abriendo bocas e iban saliendo lenguas en el comulgatorio de la iglesita del Sufragio de mis recuerdos, como se iban abriendo braguetas e iban saliendo sexos en el orinal del burdel. Lenguas y sexos estúpidos que después volvían a entrar saciados, y se cerraban bocas y braguetas. Saliendo de la iglesita que dije de comulgar en paz (allá en los tiempos idílicos de mi niñez remota cuando éramos pocos en esta ciudad y este mundo), a nuestro vecino Arturo Morales, vendedor de los Seguros Patria, se lo despachó al otro toldo un carro borracho.
– ¿Si te acordás, Darío?
Claro que se acordaba. Darío compartía conmigo todo: los muchachos, los recuerdos. Nadie tuvo en la cabeza tantos recuerdos compartidos conmigo como él.
– ¡Seguritos de vida, hombre! Lo único seguro, Darío, es la muerte. ¿Qué querés comer?
– Quiero caviar.
¡Caviar en el trópico!
– ¿Y no se te antoja el caviar con un poquito de salmón ahumado?
Que sí, que se le antojaba.
– No hay. En esta casa no hay ni frijoles.
Al final de su vida a Darío le entraban antojos de embarazada. Quería lo uno, lo otro, lo imposible. Creo que porque sabía que ya se iba a morir. Yo me iba al centro de Medellín a ver qué le conseguía: tamales, buñuelos. Pero los tamales y los buñuelos le alborotaban la diarrea. Nada le caía bien, Darío se me estaba muriendo. Entonces sin diferir más el asunto resolví darle con agua bendita la sulfaguanidina de las vacas. Con esto lo mato o lo salvo, pensé. Ni lo maté ni lo salvé. La sulfaguanidina le funcionó una semana y después volvió la diarrea de antes, la que le había mandado en su bondad eterna Dios.
La dosis de la sulfaguanidina la calculé por el peso: Si a una vaca de quinientos kilos se le da tanto, ¿cuánto hay que darle a un cadáver de treinta? Tanto. Y eso le di, dos o tres veces al día. El resultado inicial fue prodigioso: la diarrea se cortó. ¡Después de meses y meses y de que no se la detuviera nadie!
– ¡Se los dije, se los dije! -les decía yo triunfante, atropellando el idioma (no es «los» sino «lo» porque lo que dije es singular así se lo haya dicho a muchos y Colombia país de gramáticos).
No lo podían creer. ¿Era ciencia pura, o cosa de Mandinga? En su agradecido asombro mi hermano Carlos convocó una comisión de médicos, que vinieron a mi casa a constatar el milagro.
– Eminentísimos doctores: como ustedes saben (qué van a saber estas bestias que llaman al feto «el producto», como si las madres fueran unas fábricas de juguetes) la diarrea del sida la causa el virus mismo de la enfermedad, para el cual no hay remedio, O bien la criptosporidiosis, una de sus secuelas, para la que tampoco lo hay. Cuanto antibiótico y antiparasitario se han probado para combatir el criptosporidium en el hombre han fracasado. La sulfaguanidina aún no se ha probado en él porque es un remedio para los bovinos, y el hombre es un animal superior. He aquí la prueba de que también sirve en la humana especie: tres meses de diarrea imparable y vean ahora.
– A ver, Darío, levantá un brazo. El otro -como si lo que tuviera fuera el mal de Parkinson-. Sacá la lengua. Volvéla a meter.
Y los cinco médicos atónitos, examinando a Darío, examinándome a mí. Acostumbrados a no curar, a ver morir, iban sus miradas incrédulas del uno al otro con el rabo entre las patas. Que si yo era médico.
– Como si lo fuera, doctor. Saco un tapete persa a la calle y receto.
Que bueno, que quién sabe, que habría que ver. Que la curación de un paciente no pasaba de ser «un caso anecdótico, que eso no era ciencia. ciencia era, para empezar, mil pacientes cuando menos con diarrea y sida enrolados en un protocolo de «double blind» o doble ciego.
– ¡Para doble ciego yo, doctor, que tengo las dos córneas trasplantadas de sicarios y veo por todas partes policías y alucino con que mato médicos!
Mí profunda convicción de que la sulfaguanidina servía para la criptosporidiosis del sida y mi éxito fulminante en el caso de mi hermano se chocaban contra una coraza de escepticismo y mezquindad. La caterva de charlatanes doctorados se negaba a aceptar que viniera a desbancarlos un sabio sin diploma: yo.
– ¡Ajá, conque usted es de los que sacan alfombra persa a la calle! -me decía uno de los cinco cabrones, el muy irónico.