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– ¿De veras, mamita? -le pregunté.
Asintió con la cabeza y no dijo más. Y sin embargo, pese a los años transcurridos, aún me resuena en los oídos esa voz tumbal y hueca, sosegada, velada, de tonos suaves de terciopelo y asperezas de garlopa. Una voz inefable que me recuerda ¿la de quién? A ver, a ver, Alzheimer, ¿la de quién? ¿La de Hltler? No. ¿La de Churchill? No. ¿La de este puto Papa? No. ¡La de Xochitl! La reina Xochitl, reina de reinas, el travesti más portentoso que he conocido: Gustavo no sé qué ante el registro civil y a la luz del día, lenón de oficio al servicio de los más encumbrados funcionarios del PRI a los que les conseguía las mejores putas; voluminoso, carnoso, grasoso, hagan de cuenta un taquero, bastante innoble y vil él, aunque trabajo es trabajo. Pero en sus noches, ¡qué transfiguración! Gustavo se transmutaba en sus noches en la reina Xochitl, la reina de reinas, una mole del tamaño de la estatua de la Libertad y vestida como ésta de largo (a veces de verde esperanza, a veces de blanco de novia, a veces de negro luctuoso) y a la que una corte de travestis venidos de los cuatro rumbos del vasto México, del Bajio, el valle del Anáhuac, la península yucateca, la región Lagunera, le rendían pleitesía. No he conocido otra igual. Xochitl era la más bonita porque era la más horrorosa. Murió de una embolia, ahita de poder y sexo. Chasqueaba los dedos y corrían a atenderla cinco muchachones espléndidos que ya me los quisiera yo para mí. En fin, lo dicho, la difunta hablaba en vida con la voz con que me habló la Parca, poco y conciso para no ir a meter las patas.
Pero permítaseme volver atrás unas páginas para seguir adelante: al brumoso Alto de Minas que me envuelve con su manto. Así procedo yo, construyendo sobre lo ya escrito, sobre lo ya vivido. El hombre no es más que una mísera trama de recuerdos, que son los que guían sus pasos. Y perdón por el abuso de hablar en nombre de ustedes pues donde dije con suficiencia «el hombre» he debido decir humildemente «yo». Mi futuro está en manos de mi pasado, que lo dicta, y del azar, que es ciego. Y tocar el clavecín, como dijo Bach, es muy fácil: hay que pulsar la nota justa en el momento justo con la intensidad justa.
Sumidos en el mar de brumas, coronada la montaña, los faros del Studebaker horadan la noche ahuyentando los fantasmas. Abajo, en la oscuridad, se abre Colombia inmensa, y aunque no la veamos sentimos cómo palpita -tibio, acogedor, seguro- su corazón. Seguro hasta en la muerte misma que nos aplicará algún día, lo pronostico.
Nos hemos detenido en lo más alto de la carreterita desierta, hemos bajado del Studebaker y la botella de aguardiente pasa de muchacho en muchacho, de boca en boca. Cuando nos la acabamos Darío la lanza contra una roca y la botella vacía se deshace en añicos, como se había deshecho desde hacía mucho, para nosotros, esta hipócrita moral.
– Las mujeres, hermano, son gallinas ponedoras. Bonitos o no (eso poco más importa pues en caso de necesidad cualquiera sirve), los muchachos son lo más hermoso del paseo. Más que Mozart, más que Gluck. Abrí los ojos, no los cerrés que con los ojos cerrados nadie ve.
Mi tesis: que entre papas y presidentes y granujas de su calaña, elegidos en cónclave o no, a la humanidad la llevan como a una mula vendada con tapaojos rumbo al abismo.
– ¡Arre mula idiota, mula ciega! Un pasito más, que ya vas a caer.
De hecho ya está cayendo, y desde hace mucho, pero el problema es que no acaba de caer. Somos un moribundo terco que insiste en no morirse.
Pues bien, en medio de esos muchachos de caras ya olvidadas que el tiempo borró, en esa cumbre de esa montaña de esa noche ciega, Darío está más cerca de mí que nunca. Lo que la Loca había separado la vida lo había vuelto a juntar. Atrás se quedaba para siempre nuestra infancia de querellas y disensiones. Adelante se abría ante nosotros, ancho, desmesurado, inmenso, un panorama de espléndidas miserias.
Las ratas del Admiral Jet del que mi hermano fue «super» vuelven de vez en cuando a visitarme. Y no son otras, no son las hijas de las hijas de las hijas de las que conocí en su sótano; son las mismas, preservadas de la Muerte y el olvido por virtud de mi memoria.
– Muchachitas: aquí me tienen, en otro país y en otro tiempo, negando el tiempo. Más jodido que de costumbre y hecho un viejo, pero queriéndolas siempre. Jamás he traicionado un amor.
Acostado sobre el frió piso de cemento me dejo invadir por la oscuridad. Y en el acto, confluyendo en ese sótano ciego, corazón de la Tierra, de los humildes socavones del subsuelo van surgiendo mis hermanas las ratas que vienen a olfatearme, a lamerme con sus lengüitas húmedas, y en el hálito de sus respiraciones pausadas siento el don de sus almas. Nos amamos, gústele o no le guste a este Papa. A esta travestida polaca y a sus esbirros del Opus De¡ y de la Compañía de Jesús, que Nuestro Señor Satanás acoja sin dilaciones en su caldero hirviendo. ¡O qué! ¿Va a dejar este Diablo idiota que se nos vaya impune a cantar al cielo semejante pandilla internacional de mafiosos? Si hay Dios tiene que haber un Diablo que cobre las cuentas sucias de este mundo y nos investigue de paso las de los bancos vaticanos, a ver si las encuentra tan católicas. Dios si existe pero anda coludido con cuanto delincuente hay de cuello blanco en el planeta. Este viejo es como los presidentes colombianos: un alcahueta del delito, un desvergonzado, un indigno. O como Luxemburgo, Llechtenstein, las Islas Caimán, Suiza: un paraíso fiscal con lavadero de dólares. Mientras Él exista existirán siempre aquí abajo, en este desventurado valle de lágrimas, el ecumenismo o globalización, la corrupción, la impunidad, la coima. El único que puede acabar con los cuatro jinetes del Apocalipsis es el Diablo.
Afuera nieva y los copitos blancos van cayendo con suavidad callada sobre la calle lúgubre del West Side donde vivimos Darío y yo. Los moradores del Admiral Jet, negros y puertorriqueños que el Social Security alcahuetea y que el Partido Demócrata solivianta, se instalan en las noches en el porche a fumar y a beber cerveza (más tarde adentro, en la abyección de sus covachas, se inyectan heroína). Cuando subo del sótano a la acera la nieve los está echando y los hace entrar.
– ¡Hey, super! -me saludan los negros, dándome el cargo de mi hermano.
– ¿Cuántos inodoros taponaron hoy, hijos de la gran puta? -les respondo con mi más amplía sonrisa, en español, y ellos creen que les estoy diciendo que están muy bonitos.
Desde el fondo negro de sus almitas negras a su vez se sonríen, y entran al edificio escombrándome la entrada de basura humana. Mi deseo más ferviente esta noche es que se queme esta deleznable caja de cartón con esta bazofia adentro no bien pare de nevar y no haya nieve que extinga el fuego. Que ardan el edificio y sus fornicadores de paredes. ¿Odio luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor. Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las toco me calienta el alma. En cuanto a los que se llaman a si mismos «racionales» -blancos, negros, verdes o amarillos- ah, eso ya sí es otro cantar, mejor dejemos así la cosa.
Nunca entendió Darío mi amor por los animales. No tuvo tiempo. Sus múltiples devociones se lo impidieron: muchachos, aguardiente, basuco, marihuana… Una sola de ésas da para una vida, se lo digo yo que de todas he probado y que las he dejado por el amor que digo. Y que quede claro para terminar con este penoso asunto que los demagogos obnubilados tacharán de «racista», que yo a los negros heroinómanos de Nueva York no los odio ni por negros ni por heroinómanos ni por ser de Nueva York, sino por su condición humana. Unos seres así no tienen derecho a existir. O por lo menos no lo tienen a que los siga manteniendo el Social Security mientras nosotros los colombianos, por virtud de Colombia la generosa que nos echó, tengamos que lavar en la susodicha ciudad de mierda los inodoros. Punto y aparte, señorita, y no me le vaya a quitar al párrafo ni una palabra que por la verdad murió Cristo.
En la lobreguez viscosa del útero ciego donde se gestan todas las desdichas humanas, pugnando por salir, no sé cómo no le provoqué a la Loca un choque anafiláctico con semejante incompatibilidad de caracteres. Salí por fin, al sol, al aire, al mundo, a esa casa de la calle del Perú, futuro manicomio, donde me recibieron como a un rey. Un rey sin reino. Yo fui el primero de los veintitantos vástagos que la empecinada tuvo, victimas inocentes de un desenfreno reproductivo sin ton ni son, sin son ni término, en virtud del cual habrían de ir ocupando, por riguroso turno, el mismo hueco negro lodoso, baboso, lamoso, esa víscera hueca con forma de redoma, cieno del lodazal. Darío fue el segundo, mi primer hermano. Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. El de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo. A Argemiro por esas fechas le había dado por ser fotógrafo. Luego fue fabricante de casitas de juguete y, como era de esperarse dada su raza obtusa, desaforado reproductor: le salían a su mujer los hijos de a dos, de a tres, de a cuatro, de a cinco… jugó durante años a la lotería y se la ganó, pero en hijos.
Han llovido los años sobre esa foto y ahora mi hermano se está muriendo. Mi hermano pero no por los genes disparatados de una loca sino por el dolor de la vida. Lo mejor que le podía pasar a él era que se muriera. Lo mejor que me pudiera pasar a mí era que él siguiera viviendo. No concebía la posibilidad de vivir sin él.
Cuando la sulfaguanidina fracasó y la diarrea se le volvió a declarar fui con mi cuñada Nora a una farmacia veterinaria por amprolio, un remedio para el cólera de los pollos que le fui dando de a cucharaditas, diluido en un vaso de agua.
– ¿Hervida?
– Si, doctor, mas no bendita. La de las pilas de las iglesias, con todo y lo bendita, bulle de todos los gérmenes habidos y por haber. Dios nos libre y guarde de ella. No hay bendición de obispo que mate a un microbio.
Esa sola dosis de amprolio le alcancé a dar: fue como gasolina rociada sobre un incendio: la diarrea se le exacerbó y su extenuación llegó a tal punto que no pudo en adelante ni siquiera levantarse de la cama para ir al inodoro. Nada que hacer. Darío se me estaba muriendo sin remedio.
Y a mi impotencia ante el horror de adentro se sumaba mi impotencia ante el horror de afuera el mundo en manos de estas vaginas delincuentes, empeñadas en parir y parir y parir perturbando la paz de la materia y llenándonos de hijos el zaguán, el vestíbulo, los cuartos, la sala, la cocina, el comedor, los patios, por millones, por billones, por trillones. ¡Ay, que dizque si no los tienen no se realizan como mujeres! ¿Y por qué mejor no componen una ópera y se realizan como compositoras? Empanzurradas de animalidad bruta, de lascivia ciega, se van inflando durante nueve meses como globos deformes que no logran despegar y alzar el vuelo. Y así, retenidas por la fuerza de la gravedad, preñadas, grávidas, salen a la calle y a la plena luz del sol a caminar como barriles con dos patas. Ante un seto florecido se detienen. Canta un mirlo, vuela un sinsonte, zumba un moscardón. Ésa dizque es la vida, la felicidad, la dicha, que un pájaro se coma a un gusano. Entonces, como si el crimen máximo fuera la máxima virtud, mirando en el vacío con una sonrisita enigmática ponen las condenadas cara de Gioconda. ¡Vacas cínicas, vacas puercas, vacas locas! ¡Barrigonas! ¡Degeneradas! ¡Cabronas! Saco un revólver de la cabeza y a tiros les desinflo la panza.
Iba, venia, bajaba, subía, del cuarto de Darío a la cocina, de la cocina al lavadero, del lavadero al tendedero, a prepararle tés con limón que no se tomaba, o suero oral que tampoco, y a echar a lavar en la lavadora las sábanas sucias de su cama para ponerlas después a secar, a la rabiosa luz del sol o la luz demente de la luna, en el tendedero de la ropa. Lo que hizo papi por años: lavar con paciencia benedictina, con humildad franciscana, los trapos sucios de la casa. Y ésta es la hora en que este Papa manirroto que se ha parrandeado el pontificado canonizando a diestra y siniestra y devaluando la santidad hasta dejarla como el peso colombiano que quedó valiendo polvo, mierda, ¡todavía no lo santifica! ¿Qué espera? ¿No acaba pues de beatificar como a trescientos mexicanos de un plumazo, en lo que se dice un santiamén? ¡Claro! Como la sola Basílica de Guadalupe de la ciudad de México le produce más lana que Colombia entera… Por eso en santos hoy estamos como estamos: por pobres, por miserables, por harapientos. Colombianos: ¡o nos beatifican a otros tantos o ni un centavo más a esta Iglesia! ¡Les cortamos el chorro de las limosnas a estos limosneros!
Y otra vez a la escalera a subirle de la cocina al enfermo otro té con limón que no podía tragar por las ulceraciones de la garganta, y a encontrarme con que las sábanas que le acababa de cambiar ya estaban sucias. Iba entonces al closet del cuarto grande donde dormía Cristoloco a buscar otras limpias. Y así, yendo y viniendo, bajando y subiendo, me encontré maldiciendo con toda mi alma a la maldita escalera.
Mi último día en esa casa amaneció la Loca enfurruñada, destanteada cual si acabara de soñar consigo misma. Y saliendo de su cuarto a la biblioteca dice al aire, a las paredes, para que alguno obedezca:
– ¡Eh, carajo, aquí si no hay ni quien le traiga a una un café!
Como si no tuviera pies y manos la retrápoda para írselo ella misma a traer: dos pies con de a cinco dedos y dos manos con de a otros tantos. Dedos si tenía y en las cantidades estatuidas desde el Paleozoico por nuestra sabía madre la naturaleza. Lo que le faltaba era un tornillo en la cabeza. ¡El infaltable tornillo Rendón! Y digo infaltable como quien dice sol oscuro, por oximoron, pues no es que lo tengan sino que carecen de él. Por eso los Rendones no pueden subir ni bajar escaleras. En cambio si toman café.
– ¡A ver si me traen pues el café, carajo! ¡Con leche! -urge la irascible.
Yo no, por supuesto, soy la pared que no oye, que nunca ha oído. Y me metí a bañarme en el baño grande de la casa, que tenía un calentador eléctrico. Estando bajo el chorro, de repente, ¡pum!, que se corta la electricidad y se apaga el aparato. Me acabé de bañar con agua fría, y al salir del baño volvió la luz. Entonces advertí que Cristoloco salía del garaje, donde estaban los interruptores eléctricos de la casa, y comprendí en el acto: los había apagado para que me bañara con agua fría. Darío se estaba muriendo y a este hijo de su Rendona madre lo único que se le ocurría era ponerse a molestarme apagándome un calentador. Me dio tanta risa su miseria de alma, su infantilismo Rendón, que decidí despacharlo al otro toldo de un varillazo en la testuz. Uno con una varilla que había visto en el cuarto de los trastos viejos, calculado, fraternal, cariñoso: ni tan fuerte que nos manchara el piso con el laberinto de los sesos donde se anidaban sus rencores locos, ni tan suavecito que nos dejara al interfecto convertido en un vegetal con el que tuviéramos que cargar de por vida, alimentándolo por un tubo y limpiándole con bañitos de agua tibia el culo de nunca parar. Un «encarte» pues, como dicen en ese país tan expresivo. No. Ni tan fuerte ni tan suavecito: la nota justa en el momento justo con la intensidad justa, que es como siempre he tocado el clavecín. Volví al baño, me afeité, me peiné, y acto seguido, con decisión imparable, bajé a buscar en el cuarto de los trastos viejos la varilla: ahí estaba, en un rincón, con su empecinada dureza de hierro esperándome. La tomé y la blandí como un machete.
– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó la Muerte asustada.
– Nada, mamita, lo que vas a ver.
Y poseído por la insanía de Colombia loca y de los Rendones locos que se arrastra desde los albores de esta especie loca cuando en un rapto de humanidad humanísima Caín luminoso mató al estúpido Abel, corrí a buscarlo. ¡Nulla! ¡Niente! ¡Sparito! Ni en la planta alta ni en la planta baja, se había evaporado como el espíritu de la trementina el maldito.
– ¿Dónde está Cristoloco? -pregunté hecho un demonio.
– Salió -contestó desde arriba la Loca, como si entre ella y yo no hubiera pasado nunca nada.
Paré en seco, atónito. ¿Y cómo supo a quién me refería? ¿Que buscaba a su último hijo, el engendro que de tanto poner a funcionar la máquina malparió? ¿Había adquirido acaso esta demente la capacidad de leer los pensamientos ajenos como Balzac? ¿Como Balzac el loco?
Por eso, porque mientras me afeitaba y bajaba al cuarto de los trastos viejos por la varilla el engendro salió, sólo tengo dos muertos sobre mi conciencia, que le dan un toque de caridad cristiana a «Los caminos a Roma»: un gringuito muy bonito con el que me crucé en España, y una concierge de Paris.
Pasados tantos años y repensando desde el presente con cabeza fría la rabia hirviendo salida de toda madre que en esos instantes me dio, me doy cuenta ahora de que si papi se había convertido en la sirvienta de la Loca yo estuve a un paso de convertirme en la de la Muerte. Dos trabajos sucios le había hecho ya a la haragana y quería más… ¡No más faltaba!
Esa noche volvieron los zancudos del insomnio, «les musiciens», a zumbar sobre mi cama de juguete obra de Argemiro el loco. Mientras en el cuarto contiguo Darío deliraba y discutía en su delirio con los basuqueritos de la Carrera Séptima, yo en el mío, para no oírlo, me ponía a hacer el balance de la quiebra. Sacando cuentas esto no había sido más que un espejismo siniestro, una patraña burda de ilusiones liquidadas que por lo menos ya estaba llegando al final, en un tinglado que se caía a pedazos entre sombras rotas. Ascendí desdoblándome, y penetrando con mis ojos de búho, de lechuza, la oscuridad, vi abajo desde arriba, desde el techo, a ese pobre tipo en esa pobre cama al garete en el mar del tiempo. El tipo se levantó y caminó unos pasos hacía el sillón vacío, el sillón en que la abuela se sentó sus últimos años a esperar a la Muerte. La noche se desgranaba en instantes que pesaban como eternidades.
Descendiendo en círculos cada vez más cerrados, en tirabuzón, concéntricos, van bajando los zopilotes del cielo, del techo azul de Dios sobre Playa del Carmen, la de moda. ¿A quién vieron que se va a morir? A mi amigo R.M., cuyo nombre callo por esta discreción que nos caracteriza a los muertos en hablando de otros muertos, muy distinguido él, caballero del Santo Sepulcro y diplomático ante la Santa Sede y quien, convertido de un mes al otro en un cadáver ambulante por la enfermedad innombrable, volvió de Roma a México a morir, mas no sin antes irse a disfrutar una temporadita de la vida en la susodicha playa donde lo detectaron desde arriba los zopilotes, esto es, los buitres mexicanos, sus correligionarios del PRIgobierno, que empezaron a bajar en los círculos que dije, concéntricos, y una vez abajo a seguirlo, a saborearse de antemano el banquete que les esperaba, dando saltitos de contento en la arena de la playa y en las rocas. Los zopilotes son así, saben quien va a morir. Como los curas y los médicos, huelen en los vivos a los muertos. Cuando los zopilotes más atrevidos se le acercaban demasiado a R.M. y le revoloteaban por la cara, mi pobre amigo se los espantaba con un sombrero de jipijapa.
Esa noche fue la última: al amanecer me marché para siempre de esa casa. Y de Medellín y de Antioquia y de Colombia y de esta vida. Pero de esta vida no, eso fue unos días después, cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío porque se estaba asfixiando, porque ya no aguantaba más y rogaba que lo mataran. Y en ese instante, con el teléfono en la mano, me mori. Colombia es un país afortunado. Tiene un escritor único. Uno que escribe muerto.
Me mori pues sin alcanzar a colgar y ahora, desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad viendo los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos, me pregunto por ociosidad una cosa: ¿de cuánto habrá sido la cuenta que le pasaron a Carlos porque no colgué? ¿O se habrá cortado sola la llamada? ¿Pero es posible en el mundo telefónico de los vivos que una llamada se corte sola? Ya ni sé. Ni me importa.
A las cinco de la mañana me levanté, me vestí, metí mi ropa en mi maleta y pedí por teléfono un taxi para el aeropuerto. Me marchaba sin despedirme de Darío, sin decirle adiós. ¡Pero cuál Dios, hombre, pendejo, Dios no existe! ¡Qué va a existir ese viejo hijueputa! Mientras abría el portón de la calle noté que se había quedado sin llave. ¡Cómo! ¿Un portón sin llave una noche entera en la plenitud de Colombia? ¿Estaban locos, o qué? ¡Claro, como ya no estaba papi! ¡Como se les había ido el celadorsirvienta que les cocinaba y les lavaba la loza y la ropa y que infaltablemente, antes de irse a dormir, verificaba que hubieran apagado las parrillas de la estufa y cerraba con doble llave el portón de la calle! ¡Bobito! ¡Ingenuo! ¡Como si en tu país se hicieran mucho problema en abrir una puerta porque le pusiste dos llaves o tres! Si te la quieren abrir y no cede, te la vuelan con una bomba. Y si te quieren matar y no sales, te incendian la casa. Con fuego sale hasta el más remiso. Sale porque sale y con el culo chamuscado al aire libre de Colombia.
A riesgo de convertirme en una estatua de sal miré hacía atrás y vi arriba en la escalera a la Loca mirándome, viéndome ir. Salí, cerré tras de mí la puerta, y en ese instante afuera un sol sombrío surgió de las montañas y se detuvo ante mi ex casa el taxi: traía el radio prendido. Subí con la maleta y el taxi arrancó.
– Señor -le pedí al chofer-, apague el radio y le pago el doble de lo que cueste el viaje.
El asesino lo apagó.
Cuando iniciábamos la subida por la carretera de Rionegro se soltó a llover: una lluvia densa, cerrada, que ocultaba el paisaje. Así que la última vez que vi a Antioquia fue unas semanas atrás, bajando a Medellín del aeropuerto, a mi llegada. ¡Quién iba a decirlo, quién iba a saber!