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– ¿Mayiyita? -aventuraba yo suavecito.
El pecho le subía y le bajaba al ritmo de sus palpitaciones como una mar enfurecida en marejadas convulsas. Y el corazón como un motor fallando, a punto de pararse, de eyacular. Yo a mi vez me convulsionaba de risa. ¡Lo que pueden las palabras, la sola palabra «Mayiya»! ¡Quién lo iba a decir! Tomen nota los lingüistas.
¡Lo que hizo sufrir a papi en sus últimos, putos años, esta Loca antes de que lo matara! Porque ella fue la que lo mató, no el cáncer del hígado como diagnosticaron los médicos. El cáncer le mató el cuerpo, ella el alma. Bien dijo el borracho que bajó por el Camellón de San Juan una noche gritando, enarbolando una botellita de aguardiente semivacía:
– ¡Abajo mi puta mujer y mis hijos! ¡Vivan los maricas!
Nadie entre los seis mil millones de la perversa especie Homo sapiens que hoy habitan la Tierra estaba tan obligado para conmigo como ella. Pero ella pensaba que era al revés, que el obligado era yo, su sirvienta. ¡Qué forma tan su¡ géneris de pensar! Inmenso error, señora, garrafal error que ya corregiremos pronto cuando tomemos las medidas drásticas que el caso amerita: como un juguito de naranja con banano espolvoreado con azúcar, con amor, con devoción, con alma y una pizca de cianuro eficaz. Mientras tanto, mientras se nos llega el día de la apoteosis de los justos, propongo eliminar el día de la madre y establecer el día del hijo. Otra cosa sería seguir pisoteando a las victimas para ensalzar a los victimarios.
– ¡Me estoy muriendo! ¡Llamen a una ambulancia que me voy p'al hospital! -decía, urgía.
Y al hospital a pasarse una temporadita de comida simple, sin sal, que nos cobraban como caviar del Báltico.
– Su mamá -nos pronosticaba un cabrón médico de la Clínica Soma para podernos seguir aumentando la kilométrica cuenta- se va a tirar por el balcón. Hay que mantenerla hospitalizada bajo vigilancia médica.
– Doctor, ella se tira por el balcón si está aquí, en esta casa que tiene balcón. Pero si está en el hospital se tira por un décimo piso. ¿Usted qué prefiere?
Él prefería el hospital y yo también. ¡Que se tire desde el décimo piso!
– Pero si no se tira, doctor, le advierto, la cuenta la paga usted. No nos vamos a acabar de gastar en otra semanita de hospital inútilmente la herencia de veinticinco hijos y doscientos cincuenta nietos más bisnietos.
Esta mujer que parecía zafada, tocada del coconut como si tuviera el cerebro más desajustado que los tobillos, en realidad estaba poseída por la maldad de un demonio que sólo existe en Colombia puesto que sólo en Colombia hemos sido capaces de nombrarlo: la hijueputez. Pero en nombrarlo nos quedamos, como cuando los ratones descubrieron que la solución era un cascabel para ponérselo al gato. ¿Y quién le pone el cascabel al gato? Entre los treintinosecuantos millones de colombomarcianos el único que reza en lo más profundo de su corazón para que Colombia jamás gane el mundial de fútbol y desaparezca se lo pone: se lo pongo yo. Yo se lo pongo, y antes lo unto con cianuro por si la bestia lo lame.
Tanto fue el cántaro al agua que al fin se rompió y la Loca parió un engendro: el Gran Güevón que tenemos ahora crecidito, de la edad de Cristo, con su misma barba y en su plenitud Rendón, poniendo sambas que atruenan el jardín, que ahuyentan a los pájaros y me impiden oír llegar la Muerte.
– O este hijueputa apaga esas sambas o lo mato o me mata o me mato yo.
– No le hagás caso -me respondía Darío más enmarihuanado que nunca.
– Yo no soy el que le hace caso, son mis oídos.
Entregada con vesania a la reproducción, la Loca no entendió nunca que el espacio es finito, y que del mismo modo que no se pueden meter indefinidamente trastos en un desván o sardinas en una lata, as¡ tampoco se pueden meter hijos en una casa. Lo único que le hicieron a la nuestra del barrio de Laureles fue aumentarle en la parte de atrás, quitándole terreno al jardín, dos cuartos y un estudio en medio separándolos. A los trancazos, como los hicieron, se los describo: el cuarto del fondo, donde murió Darío, con un baño estrecho y levantado un escalón como el baño de su apartamento en Bogotá; y el otro, donde me moría yo, con otro baño estrecho pero a ras del suelo. ¿Por qué este maestro de obras chambón cuñado de papi, Alfonso de apellido García pero imbécil como un Rendón, hizo los dos baños tan estrechos habiendo suficiente terreno, y el uno a ras del suelo y el otro levantado? Habrá que írselo a preguntar a los infiernos. As¡ los hizo y así se quedaron sin que nadie interviniera porque papi (el de la idea de agrandar la casa) andaba ocupadísimo en Bogotá manejando los sutiles hilos, tela de araña pegajosa, de la economía de su país marciano.
En el cuarto de Darío había una cama, un closet y un escritorio: el closet lleno de la ropa de Carlos, el quinto hijo, mi cuarto hermano, que vivía perdido en las montañas con un amor del sexo fuerte; y el escritorio atestado de remedios, los costosos remedios para el sida que si sirven, pero para salvar del hambre a los sidólogos. Y en el cuarto mío una cama escueta y basta, eso era todo. De la biblioteca traje el sillón de la abuela (el sillón donde se sentó la abuela en sus últimos años a morir) y una silla para poner mi ropa. En cuanto al estudio de en medio, nada, vacío como mi alma.
¡Qué! ¿Así de pobres son ustedes que no tienen muebles? No, es que somos ascéticos. Es más, desde hace años no comemos, y la ropa que lava una lavadora la plancha el viento que la seca. La loza se quedaba sin lavar días y días porque la Loca la iba acumulando para economizar agua y electricidad hasta que se le llenaba un enorme lavaplatos automático que sólo entonces prendía. ¿Y por qué tanta loza sucia si no comían? He ahí una aparente contradicción: es que la Loca era especialista en ensuciar loza aun sin comer. Tal era su vocación de caos.
– Te van a comer los gusanos de Dios.
¿Qué?, ¿Cuando nos muramos? -le preguntaba yo cuando todavía le hablaba, debilitado como un faquir o como una entelequia sidosa.
Somos como quien dice precursores en Medellín y en Colombia de la ropa sin planchar y del hambre universal. Algún día nos darán un diploma.
Hoy no suenan las sambas, el engendro barbudo anda en otras cosas. ¡Y pensar que fui yo el que le escogió el nombre cuando nació, el más español, el más rotundo, el más hermoso, avasallador como «La Fuerza del Sino» de mi viejo amigo y contertulio de café el Duque de Rivas! ¡Cómo no le puse Cristoloco en homenaje al rabioso que expulsó a fuete a los mercaderes del templo, al atrabiliario que pagaba igual a los que llegaban a trabajar temprano que a los que llegaban tarde, y sobre todo al imbécil que volviendo la otra mejilla abolió de un sopapo la ley del talión e instauró la impunidad sobre la faz de la tierra! Cristoloco Rendón Rendón es como ha debido llamarse. Ahora tenía justamente la misma edad del Nazareno cuando éste se desató a decir y hacer pendejadas y su misma barba negra, espesa, estúpida, barba de hippie. Le había dado una tregua a las sambas y estaba conectado por el culo en silencio al Internet, del que Darío me empezó a hablar, a propósito, primores. Que le habían mandado sus amigos de Bogotá, cuando se enteraron de que estaba en Medellín tan enfermo, un compact disc por el Internet o sideroespacio. ¿Un compact disc? O yo no estaba enterado de los últimos adelantos de la ciencia, o el sida le estaba perturbando a Darío el juicio.
– Yo no sabía que se podían mandar cosas compactas por el Internet -le comenté-. Si es así decíle al Gran Güevón que nos mande por ese invento maravilloso dos muchachos en pelota a ver si se nos alegra la tarde.
¡Qué nos los iba a mandar, lo que se largó fue el aguacero! Un chaparrón súbito, burlón, que me puso a correr de un lado al otro a recoger sábanas, bancos, mesas, hamacas, platos y sobre todo la marihuana, que mojada no sirve y hay que ponerla a secar: varios días de ayuno que mi hermano no aguanta. No bien acabé de levantar el tinglado escampó, y Darío volvió a oír el pájaro.
– ¡Ahí está, ahí está! -me decía mientras yo instalaba de nuevo la hamaca y a él en ella.
Entre el follaje del mango dizque veía un aleteo confuso y furioso: que era el pájaro Gruac luchando contra un gusano del sideroespacio. Esto se jodió, pensé, el sida le está afectando la cabeza, ya empezó a ver visiones. Y que oigo de repente el «Gruac, Gruac» detrás de mí cuando acomodaba en una mesita unos platos: era Darío que se había levantado de la hamaca y en turcochipriota le contestaba al pájaro.
Obsesionado con ese pájaro escurridizo e inarmónico que no se dejaba ver y que le hablaba en algo así como uraloaltaico, vivió Darío los Últimos días medio tranquilos que tuvimos: luego la sulfaguanidina dejó de funcionar, la diarrea se le declaró de nuevo, y se acabó la tregua que nos concedió la Muerte. En el manicomioinfierno presidido por la Loca explotó el pandemónium.
Yo me creo capaz de capear un temporal, de inyectar cianuro y de lidiar un sida, pero un sida con Loca no. Esa combinación no la maneja, como dicen en Colombia, «ni el Putas». «El Putas» sería el que fuera capaz y yo no soy. El Putas no existe pues, y si no que venga a probarlo en esta casa.
Yo bajaba y subía y bajaba y subía por esa escalera empinada de atrás de que les he hablado, donde unas veces abajo, otras arriba, se instalaba la Muerte a cagarse de risa viéndome bajar sábanas sucias que lavaba en la lavadora, que tendía al sol a secarse, y que volvía a subir para que la imparable diarrea del enfermo las volviera a ensuciar. Y el Papa, que es tan bueno, tan útil, tan santo, ¿dónde está que no viene a ayudar? Y maldecía del zángano impostor y su madre. Las carcajadas de la Muerte, pese al tiempo transcurrido, aún me retumban en los tres huesitos del oído medio: el martillo, el yunque y el estribo.
– ¿Se te antoja ya el pescadito? -le preguntaba a Darío que llevaba tres días con sus noches de diarrea sin dormir ni comer.
Que si, me decía desfalleciente con la cabeza y yo, sin perder un segundo, bajando a tumbos la escalera corría a prepararle el pescado que le había comprado la víspera y que tenía descongelándose desde por la mañana en el fregadero de la cocina en espera de que quisiera comer: no estaba, desapareció.
– ¿Y dónde está el pescado que dejé aquí -gritaba yo desde abajo como un loco, desesperado.
– Yo lo guardé -contestaba desde arriba la Loca- Está en la nevera.
Y en efecto, ahí estaba, vuelto una piedra, un mamut de la edad glacial. Sin que yo me hubiera dado cuenta, la Loca había bajado a la cocina y había metido el pescado al congelador.
– ¿Y quién te mandó meterlo? -le increpaba desde abajo a la maldita vuelto una furia.
– Lo metí para que no se fuera a dañar -contestaba desde arriba la santa-. ¡Yo no sé qué va a ser de esta casa cuando me muera!
La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siempre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solicita el pescado al congelador. Su mano era una pata. No bien acabe este recuento de desdichas, con la venía de Tomás de Aquino y Duns Scotto teólogos y de Kant filósofo, me voy a escribir un tratado de teología inspirado en ella: «Critica de la Maldad Pura». La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de DiosDiablo, y se había confabulado con su engendro del Gran Güevón para matar a mi hermano. Cuando no era ella la que metía el filosófico pescado al congelador se lo comía el engendro, que de tanto alzar pesas vivía hambreado. ¿Y para qué levantaba pesas Cristoloco? ¿Para pegarme a mi? ¡Que se atreviera! Y este su servidor apacible mantenía lista una varilla de hierro para enderezarle al forzudo sus torcidas intenciones cuando se le quisieran expresar.
Todo intento de orden de parte nuestra, de comida, de limpieza, de mediana civilidad en esa casa que no era suya sino de todos, con sus manos de caos, con su espíritu anárquico, con su genio endemoniado la Loca nos lo boicoteaba. ¿Ordenábamos? Desordenaba. ¿Limpiábamos? Ensuciaba. ¿Cocinábamos? Comía. Y si le conseguíamos una sirvienta la echaba, porque ¡para qué sirvienta teniendo marido e hijos! No hacía ni dejaba hacer, no rajaba ni prestaba el hacha.
Y tras de mala santa. Que si fuera a calificar su actuación en esta vida, sobre un máximo de cinco, que es lo que se usa en Colombia, ella se pondría un cinco admirado. ¡El calificador calificándose, el juez juzgándose! ¿Habráse visto mayor impudicia? Menos cinco bajo cero le pondría yo para que se le congelara el culo.
Luego se iba a la iglesia a comulgar. Pero como vivía tan ocupada manteniendo en orden su casa y educando a tantos hijos, quería comulgar de primera (sin confesarse por supuesto, porque ¿de qué?), y así se lo exigía al cura en el introito o comienzo de la misa, y faltando cuando menos medía hora para la comunión: que le dieran de comulgar rápido que ella no tenía tiempo que perder en liturgias. Y como los curas, claro, se negaban, la olvidadiza les gritaba desde el atrio yéndose: «¡Curas maricas!».
Maricas varios de los que tenía en casa, y a mucho honor. ¿Quería la santa que los curas se pusieran a proliferar como ella? ¡Si con curas maricas no cabemos, qué tal con curas reproductores!
Tras de cinco hijos varones seguidos, se le metió en el testaferro a la Loca que iba a ajustar los doce apóstoles. De sexto le nació una niña, Glorita, cortándole el chorro que prometía hacer de papi lo que en la vieja España llamaban un «hidalgo de bragueta». Si en vez de cinco hijos varones hubiera tenido cinco niñas, ¡se habría puesto a ajustar las once mil vírgenes! Que tenga cuantos hijos quiera, decía yo, el primogénito, pero eso si, mientras la turba desbocada me obedezca a mí.
¡Ay, si el mundo fuera como la ley lo dicta! Pero no, en un matriarcado la reina madre, la abeja zángana se pasa la ley por la bragueta. Y en consonancia consigo misma la introductora del desorden, la Loca de la guachafita, boicoteó cuantos intentos hice por impedir que mis hermanos, sus hijos, pisotearan el más sagrado derecho que ha existido desde que el mundo es mundo, la progenitura, consagrado en un libro tan antiguo, tan sabio, tan incestuoso como la Biblia. Y mis no sé cuántos hermanos, varones y hembras, con la anuencia de ella, quisieron pasar por sobre mí. ¿Por sobre mi? jamás! «Por sobre de mi cadáver», como dijo julio Jaramillo en la canción. Y se desataron incontables guerras intestinas en mi casa, de las que se necesitaría un Tito Livio para historiarlas, de las que me quedaron de por vida tres dientes desportillados, pero de las que salió víctima también ella, la permisiva, la disoluta, la reina loca, la Loca anárquica, la parturienta, porque le retiré mi respeto y obediencia. ¿Quiere leche la mandona? Que ordeñe la vaca. Si por su culpa a mí no me obedecían, yo no le obedecía; si por su culpa a mí no me respetaban, yo no la respetaba. La vida es tropel, desbarajuste; sólo la quietud de la nada es perfecta. ¡Ay del que contribuya al caos de este mundo propagándolo porque en él perecerá! Y no lo digo yo, un pobre diablo: me lo dijo anoche el Profeta.
Los dientes desportillados se los debo a un vaso en que me estaba tomando un jugo y a la patada que Darío le dio: la patada quebró el vaso y el vaso mis pobres dientes. ¡Qué carajos! Dondequiera que estés, hermano, en el circulo de los irascibles o en el que te hayan asignado en los infiernos, desde aquí te perdono.
Todos los días, tres veces al día, me acuerdo de ti: cuando como, sin que mis dificultades para masticar disminuyan un ápice el amor que te tengo. ¡Para eso están las licuadoras! Además en un tratado de teología de la magnitud de éste no voy a armar un escándalo por tres dientes. ¡Ni que fueran dos ojos!
Para cerrar con broche de oro su faena reproductora, la Virgen María alumbró a Cristoloco y le salió un engendro: el Gran Güevón tantas veces aquí mencionado, el genio del sideroespacio. ¡Por qué, insensata, cuando lo viste no se lo vendiste a un circo, chambona! Ahí mismo has debido actuar, sin dilaciones. ¡Pero qué! La Loca, que no era gente de razón y que el poco juicio que tenía, si tenía, lo tenía descentrado, pecaba por partida doble, por obra y por omisión. Las mujeres además tienen tendencia a conservar lo que les sale por la vagina. Y abajo España, país de cagatintas, masa cerril, arrodillada, que fuiste capaz de gritar un día: «¡Vivan las cadenas!».
La Muerte, extinguidora de odios y de amores, un año antes de venir por Darío vino por papi, y en un mes se lo llevó. Un mes anduvo rondándolo con su cauda gallinácea, su cortejo de curas, de médicos y zopilotes que yo le ahuyentaba.
– ¡Qué! -le increpaba-. ¿No puedes vivir sola y tienes que andar siempre acompañada, con esa corte de sabandijas? Estás como mi amigo Manolo Dueñas que adonde va, va con séquito, o como el cura Papa. Aprende de mí, güevona, que me basto solo.