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XI

Martita puso cara de completa sorpresa cuando, apenas tres días después de marcharme a mi catártico viaje de recuperación sentimental, me vio entrar en mi apartamento neoyorquino de la calle 50 con el río. Aunque el piso es mío, lo compartíamos en las temporadas en las que las obligaciones de su banco la forzaban a viajar a Estados Unidos.

– ¡Anda! ¿Y qué haces tú aquí? -me preguntó-. ¿No andabas por ahí quitándote el muermo?

– Sí, pero he vuelto.

– ¿Por qué? -Sonrió-. ¿Ya se te ha quitado el muermo?

– No seas boba. Me fui a México y -me encogí de hombros- llevaba la idea de irme a Yucatán o a Cancún o a Cozumel, qué sé yo, a pasarme un par de semanas sin pensar en nada. Pero luego, cuando estaba en México ciudad fui a visitar a un amigo, un hombre ya muy mayor al que siempre veo allá, José Urbieta, ya sabes, un viejo exiliado de Franco que lleva mil años enseñando filosofía en la universidad. El caso es que -de pronto me di cuenta de que no había soltado aún la maleta y la dejé en el suelo- hablamos de todo un poco, como siempre, y de unas cosas a otras fuimos pasando hasta caer en la familia de México. Ya sabes, Adolfo Anglés, la tía Ramona, la tía María, Armando, Carlos Mata… todos ellos…

– ¿Y cómo te da por ahí ahora? -dijo Martita frunciendo el ceño-. Si nunca lo has hecho antes, ¿no?

Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y dijo: «hola». Luego se inclinó, cogió la maleta y con ella en la mano fue hacia mi habitación. Cuando estaba en Nueva York, siempre me deshacía la maleta al regreso de mis viajes; era una especie de costumbre doméstica, casi matrimonial. La puso sobre la cama.

– Nunca te ha interesado mucho aquella gente. -Se enderezó, pensativa-. A mí tampoco, la verdad. No me parece que se portaran tan bien con mamá. -Me miró.

– Ya -contesté-. Urbieta me dijo que Armando aún vivía y que seguro que le gustaría que le visitara. Fui a verlo. -Me di cuenta de que estaba hablando muy de prisa e hice un esfuerzo por relajarme y bajar el ritmo, no me lo fuera a notar Martita-. Y está fatal, completamente senil Nada. Allí lo tenían, debajo de un árbol, vegetando. Pobre hombre. Lo único que me dijo cuando nos oyó hablar al médico y a mí fue «Ramona», un quejido en voz muy baja y luego se puso a llorar.

– Me parece que debe tener muchísimos años, ¿no? Ochenta y tantos, por lo menos.

– Pues, por ahí, sí. En fin, luego llamé al hijo de Carlos, Porfirio. Estuvo simpático. Me invitó a la finca que tienen en León. No tenía ni idea, pero por lo visto la había comprado Carlos y ya en vida de él hacían vino y criaban reses bravas. Allí vive la viuda, Linda. Oye, qué bárbara, a sus años, no sé cuántos tendrá… los de tu madre supongo, está guapísima. Pasé la noche…

– Con los sinvergüenza que eres, no me extrañaría que la pasaras en su cama -dijo Martita, riendo. Abrió los cierres de la maleta.

– Qué tonterías dices. Pues no. Pasé la noche en mi cuarto revisando el contenido de un baúl que me dejaron y que contenía las pocas cosas que Carlos había decidido guardar de la tía Ramona cuando se murió. Lo que no tiraron, lo vendieron para pagar el hospital en el que está ahora Armando. Supuse que en el baúl encontraría algún álbum de fotos, ya sabes, entradas para los toros, estampas de primera comunión, cosas así. Pero Carlos había hecho una verdadera escabechina y no quedaba casi nada.

Martita levantó de un empujón la tapa de la maleta.

– Entre otras cosas -añadí, señalando el sobre, que era lo primero que se veía cuidadosamente colocado sobre la ropa-, esa carta. Cógela, anda ¿Sabes lo que es? La carta que tu madre escribió a la tía Ramona desde el barco cuando volvía a España en 1952. Pero cógela, mujer.

Muy despacio, Martita alargó la mano y tomó el sobre. Levantó la vista para mirarme directamente a los ojos. Carraspeó. «¿Qué dice?», preguntó luego en voz baja y con tono precavido. Era como si se le hubiera aparecido un fantasma: había palidecido y parecía que le desfilaba la vida por delante con todas las incertidumbres padecidas, los miedos al abandono, los complejos, la inseguridad que siempre había sufrido y que nadie, casi ni siquiera yo, había sido capaz de adivinarle, de tan escondida como la llevaba tras su fachada de cuidadosa y elaborada dureza. Me pareció que Martita esperaba, temía, encontrar en esas páginas la respuesta a todas las dudas que siempre había tenido sobre el amor de su madre. ¿Pobre Marta!

– Nada especial, no dice nada especial. Sólo que está triste de volver a España… y que de lo único que se alegra es de volverte a ver. ¡Pero léela, boba!

Extrajo las tres cuartillas del sobre y empezó a leerlas. En seguida se detuvo y volvió a empezar desde arriba. Se le escapó una breve sonrisa ante la advocación de la cruz del encabezamiento seguida de las siglas del Ad maiorem Dei gloriam. Eso le hice perder concentración y se detuvo de nuevo, giró sobre sí misma y se sentó encima de mi cama.

Tardó mucho en leer la carta, pero no se cansó de ella y, cuando la hubo terminado, la releyó dos veces más. Finalmente, apartó la mano que la sostenía, la apoyó sobre la colcha y dejó que las cuartillas se desparramaran sobre la cama. Le resbalaban dos lagrimones por las mejillas: era una de las escasísimas ocasiones en que la había visto llorar en toda su vida.

– ¡Pobre mi África! -exclamó-. ¡Cuánto ha sufrido esa mujer!

– Ay, si -dije. Debí de emplear tal tono de tristeza que Martita levantó bruscamente la cabeza para mirarme.

– ¿Y tú qué sabes? -preguntó secamente. Se pasó con violencia el dorso de la mano por las mejillas (¡qué diferencia con el gesto suave y terriblemente desesperado de su madre cuando unos días antes en el jardín de Las Rozas se había borrado de la cara dos lágrimas mucho más profundas y desgarradas!)-. ¿Qué sabes tú de mi madre que no sepa yo?

– Eh, eh -exclamé levantando una mano en señal de paz-, eh, que no he dicho nada, Marta. ¡Cómo te pones de susceptible, chica! Sólo te digo que estoy de acuerdo en que tu pobre padre lo ha pasado fatal en la vida y que no ha tenido suerte.

Martita me miraba sin decir nada. Palpando a ciegas con la mano derecha, recogió las cuartillas de la carta y las llevó a su regazo.

Nunca he sabido explicarme los mecanismos mediante los cuales era capaz de adivinarme las intenciones y los humores. Puede que por haber vivido con casi absoluta intimidad conmigo durante más de treinta años, tuviera respecto de mí las intuiciones, el olfato de los hermanos gemelos. No lo sé. Pero su percepción era siempre inmediata y certera: cuando estaba yo presente, su instinto la avisaba infaliblemente de los desajustes en las vibraciones de su entorno. No sé como describirlo de otro modo, porque se trataba sin duda de una cualidad psíquica y, si no me diera pudor reconocerlo, hasta extrasensorial. (Lo pondré en voz baja, así, al final de un párrafo, para que no se note.)

Y ahora, de pronto, parecía haber comprendido que alguna pieza de nuestra historia encajaba mal en este rompecabezas de amores.

Estaba celosa.

Solamente eso: se había puesto celosa y le irritaba ceder a un sentimiento irracional de cuya causa no estaba segura. Estoy convencido de que no sabía si debía enrabietarse porque yo hubiera podido establecer con su madre mayor intimidad que ella; o si, por el contrario, porque mi querer por África fuera más refinado, más sensible que el suyo; o si simplemente porque yo quería más a la madre que a la hija. En cualquiera de los casos, Martita parecía creer repentinamente que estaba perdiendo conmigo una batalla respecto de una persona que era más suya que mía y por cuyo amor, por consiguiente, no tenía por qué competir. Eran complejos absurdos, claro, o al menos así me lo parecía, y me pregunto si todo ello no sería el resultado de años de comprimir su querer, de disimularlo, para evitar que le fuera rechazado y tuviera que pagar algún precio horrible por ello.

En aquel momento me hubiera gustado tener la sangre fría que siempre se admira en los británicos para resolver el asunto con naturalidad o posiblemente con indiferencia fingida. Pero la explosión de Martita me pilló completamente por sorpresa. Se preguntaba, me preguntaba, qué sabía yo de su madre que no supiera ella. Sin embargo, con ser enormemente grave la pregunta y mucho la respuesta, agradecí al cielo estarme librando de que inquiriera lo obvio (creo que porque no se le ocurría), a saber: cuánto ignoraba ella de los sentimientos de su madre o, peor aún, de los míos hacia África.

Pero me tenía que estar viendo en la cara. Y repitió su pregunta con más violencia aún:

– ¿Qué sabes tú de mi madre que yo no sepa?

La insistencia fue un dardo absolutamente certero: me llegó tan directamente al centro de todas mis coordenadas sentimentales que, durante segundos, fui incapaz de articular sonido alguno. Y me pareció que mi silencio sorprendido me delataba más que un millón de palabras.

Alargué la mano y cogí el sobre de encima de la cama, como si hubiera querido sopesarlo y adivinar qué clase de material explosivo contenía. Le di la vuelta, lo miré detenidamente y dije:

– Anda, ven, vamos al salón. Vamos a hablar un poco, anda.

Me di la vuelta y eché a andar. Martita se incorporó y me siguió sin proferir palabra.

Cuando llegamos a la sala me giré en redondo. Martita estaba pálida y jadeaba un poco.

– Me da la impresión de que hay algo desenfocado en esta conversación nuestra -dije-. ¿Por qué? ¿Qué crees que pasa? ¿A qué viene esta explosión tuya de ira?

– No lo sé, Javirín -dijo-. No lo sé -repitió gritando-. ¡Dímelo tú!

– Pues eso. He vuelto de México y he traído una carta escrita por tu madre hace décadas a la tía Ramona. Un recuerdo que me entregó el hijo de Carlos Mata, de entre las pocas cosas familiares que quedaban por allí…

– ¿Un recuerdo? ¿Eso es lo que fuiste a buscar allí? ¿Un recuerdo? ¿Qué clase de recuerdo?

– No te entiendo. -Abrí las manos con las palmas hacia arriba-. Te traigo un objeto de tu madre que debe ponerte contenta y me montas un lío como si hubiera asesinado a alguien. No te entiendo, Martita. -Me senté en mi butaca favorita al otro lado de la mesa de café y levanté mi cara hacia ella. Pensé que era afortunado no haberle dicho que en mi cartera de mano me había traído también el anillo de oro trenzado: Porfirio me había dicho que había sido de África y que, según parecía, se lo había dejado olvidado en México al regresar a España. Es más, tenía toda la intención de quedarme con él y si Martita llegaba a enterarse, tal como iban las cosas, me mataría-. Mira, puestos a decir las cosas con precisión, esa carta ni es tuya ni es mía. Es sencillamente propiedad de tu madre y a tu madre debe ser devuelta, ¿no?

– No, rico. ¡Nada de lo que atañe a mi madre es asunto en el que puedas intervenir! A ver si te enteras de que ella no es tu madre, sino la mía. Yo decidiré lo que hago con la carta.

Estábamos metiéndonos en una discusión que llevaba todas las trazas de convertirse en algo completamente pueril.

– Muy bien, muy bien -dije con irritación-, muy bien, haz lo que te dé la gana. A mí, como si decides quemarla o comértela.

– Huy, el señorito se está ofendiendo. Pues ¿sabes lo que te digo? El que se pica, ajos come. Y, mira, si quieres te pido perdón por haberte ofendido. Mira: ¡perdón por haberte ofendido! -gritó inclinándose hacia delante y apoyando sus manos en la mesa.

Tuvo que inclinarse mucho porque la mesa era un antiguo camastro camboyano de fumador de opio recubierto de bambú aplastado y esos muebles son muy bajos. Menos mal que me había ido a sentar en diagonal a Martita, pensé, poniendo entre ella y yo la distancia que imponía la mesa.

Levanté una mano:

– No chilles. Es desagradable y te estropea el tono de voz.

– ¡No me vengas con sarcasmos!, ¿eh?

– Vale, perdona, vale. ¿Pero de qué estamos hablando? No te quiero disculpar porque te dediques a ofenderme gratuitamente… -Como puerilidad debía de ser una de las frases ganadoras del campeonato del mundo.

– ¡Ya te he pedido perdón por eso! Y además me importa una higa que te ofenda, que te siente mal, que sufras o que estorbe tu sentido de la intimidad y de lo que es propio y correcto.

La miré fijamente y, por primera vez en mi vida, la vi completamente descompuesta, perdido todo control sobre sí misma, ella que siempre mantenía la calma, que tenía a gala ser un témpano. Ahora tenía la frente y los pómulos enrojecidos y todo el entorno de su boca blanco. Sus brazos, apoyados duramente sobre la madera, le temblaban de pura violencia.

– De modo que ¿sabes lo que te digo? -continuó-, que los únicos sentimientos heridos que me importan son los míos. Los tuyos me traen al fresco. Aquí lo único que importa es el resultado, esta carta -la tiró con violencia sobre la mesa y las cuartillas se deslizaron por la superficie pulida hasta que chocaron contra un cenicero de plata-, por qué está aquí, por qué la has traído, qué pretendías hacer con ella si yo no la hubiera descubierto al deshacerte la maleta… Dime, dime, ¿con qué derecho me la ocultabas?

– ¡Con ninguno, Marta, me cago en la mar! ¡Pero no entiendo nada! ¿De qué me estás hablando? Te la he enseñado yo. Esto es una discusión de locos ¿Crees que si me hubiera interesado escondértela, la habría dejado vagando por ahí, para que fuera la primera cosa que vieras? ¡Pero caramba, Marta, Dios mío! La has leído, ¿no? ¿Y qué dice que no puedas…?

Martita me apuntó con un dedo.

– No, no. No es lo que dice. Ah no. ¡Es el recuerdo! ¿A qué sí?

– ¡No desvarío! No digas idioteces: no es que tengas recuerdos de haber estado allí en otra época de tu vida; ¡qué idiotez! ES que te has traído un recuerdo que te importaba, algo para ti ¡Lo sé! ¿Lo sé! -gritó con tal pasión que hubo un momento en que pensé que saltaría por encima de la mesa para agredirme o que había adivinado que en mi cartera de mano estaba el anillo-. Tú, el gran intelectual, tú, el sensible, crees tener más derecho que yo a las cosas de mi madre porque crees que la quieres más que yo, que le haces más caso o… o… o que la tratas con más dulzura. No te has visto la mirada cuando he tirado la carta sobre la mesa. ¡Te he visto la mirada! ¿Te enteras? Y si no ¿qué habías ido a hacer a México? -Hizo un gesto con la mano de derecha a izquierda como si quisiera cortar el aire y zanjarme cualquier argumento-. Bueno, me da igual ¿Y sabes de qué era la mirada? Era la misma que cuando te bajaste del avión el otro día al llegar de Madrid. El mismo dolor. ¿O crees que soy tonta?

– Martita… -dije con tono apaciguador.

– No me «martites» a mí como si fuera una loca que está de los nervios y a la que hay que tranquilizar antes de que ele dé una lipotimia.

«No hago nada de eso… -Levanté una mano en señal de paz y para pedir que no me interrumpiera más.

– ¿Que no? Estás viendo a ver cómo te sales de ésta.

Se empujó hacia arriba despegando las manos de la mesa y, sin mirar atrás, se sentó de un golpe en la butaca que estaba frente a mí. Respiraba con profundidad, con mucha fuerza por la nariz, y era hasta penoso el evidente esfuerzo que hacía para controlarse.

– No estoy viendo cómo me salgo de nada, Marta. Porque, a ver si te enteras, no tengo nada de qué salirme.

Señaló la carta de su madre que seguía encima de la mesa, detenida por el cenicero.

– De eso, Javier. Salte de eso.

– Bueno. Me niego a estar aquí sometido a un interrogatorio kafkaiano…

– Es kafkiano porque la situación lo es…

– … como si hubiera cometido un crimen, cuya naturaleza se me escapa. ¡Espera, no me interrumpas más, caramba!

Hubo un largo momento de absoluto silencio. Martita me miraba fijo a los ojos. Pero no me estaba sopesando la sinceridad o la mentira. Me miraba fijo porque no había cambiado nada su diagnóstico y pensaba (con toda la razón del mundo) que yo estaba mintiendo y buscando excusas.

– Claro -dijo-, y te entregan la carta de mama y en lugar de seguir viaje e irte al Yucatán para descansar como querías, te vuelves corriendo a Nueva York para que yo no me lo pierda ni un momento de la emoción que me va a producir leer una carta de hace veinticinco años. No te lo crees ni tú.

Se cruzó de brazos para indicar que su acusación era concluyente y que no admitía pruebas en contrario.

– ¿Pero por qué me niegas el derecho a los sentimientos? -grité por fin-. ¿Por qué? He vuelto a Nueva York, si señora, a traer esta carta, a hablarte del dolor que me produce la situación de tu madre, a decirte que me parece injusta y que tengo tanto derecho como tú a intentar resolverle la vida…

– ¡Resuélvesela a tu madre, que de la mía ya me ocupo yo!

– …Mentira! Primero, mi madre no necesita que le resuelvan nada. -Qué horror, Dios mío-. Y segundo, África es casi… no sé… casi más que una madre. Yo qué sé como decirlo.¡Espera!

Levanté una mano para que no volviera a interrumpirme, pero no sirvió de nada.

– ¡No espero! ¿No tenías una novia sin esperanza de cuyas calabazas te tenías que curar? ¿Y ahora ya se te han curado y de lo que te preocupas es de mi madre? ¡Venga!

– No se me ha curado nada, Marta. Oye, no soy tan primario como para que en mi corazón sólo quepa un sentimiento a la vez.

– ¿Tantos años viéndola sufrir y sólo se te ocurre salvarla de la tristeza ahora?

– ¿Y tú?

– ¿Yo? -gritó Martita-, ¿yo? A mí, tu famosa tía África me dejó tirada para irse a México a probar su famosa fortuna…

De pronto se quedó callada: el horror que le habían producido sus propias palabras, salidas desde el fondo de la ponzoña, la enmudeció.

La miré sin decir nada.

Silenciosamente, Martita rompió a llorar, dejando que por las mejillas se le deslizar un río de dolor y de tristeza y de vergüenza.

Me levanté, di la vuelta a la mesa, me acerqué a la silla en la que estaba sentada y le ofrecí mi mano izquierda. Pasó mucho tiempo, pero era la vergüenza.

Finalmente Martita alargó su mano, tomó la mía, se puso de pie y se refugió en mis brazos. Ahora sollozaba, unos sollozos profundos y desgarradores, interminables, tan doloridos que me repercutían en las entrañas.

– Es que nunca me quiso, ¿Sabes? -dijo con la cara escondida en mi hombro-. Nunca me quiso. Te quiso a ti más que a mí. Siempre. Y siempre tuve celos de ti. Ahora tengo celos de ti porque hasta creo que la quieres tú más que yo. ¿Y tú? ¿Por qué no me has querido más a mí que a África? -Fue un reproche muy suave, tan lleno de daño. Oh, Dios mío.

Permanecimos así mucho tiempo, abrazados como dos naúfragos. Y yo quería ignorar lo que me pedía Martita.

La separé un poco de mí y me miró.

– ¿Y tú por qué lloras? -dijo.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

Por ella, ¿no? Por ti, por lo que te duele. Siempre me pareció que África nos necesitaba más que tú a mí. ¡Eres tan fuerte!

– ¿Yo? ¿Fuerte? -Rió entre lágrimas.

– Sí, sí que lo eres, sí. -Sonreí-. Que se lo pregunten al presidente de tu banco… Y además volvió de México por ti.

– No -dijo-. Volvió de México porque se lo ordenó el abuelo.

– ¿Y qué más da? El hecho es que la única alegría que se llevó fue de verte. Y no te miento: me lo ha dicho y me lo ha dicho varias veces, además.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– No sé. -Sonreí y le di un beso en la punta de la nariz-. Irnos a comer una langosta, supongo, y bebernos una botella del mejor Poully Fumé que haya en el mercado.

Suspiró.

– Me pregunto si es un buen sustitutivo -dijo.

– El mejor, Martita.

Ocurrió a la mañana siguiente.

Martita se había ido tempranísimo a su banco y sonó el teléfono. Era mi madre.

Cuando descolgué y pregunté quién llamaba, no hubo respuesta; sólo, al cabo de un largo momento, un gemido interminable. Me dio un vuelco al corazón.

– ¡Dios mío, mamá! ¿Qué pasa?

– Tu abuelo -dijo por fin-. Es tu abuelo. ¿Ha muerto! -Lo dijo como si se estuviera dando cuenta de ello en aquel preciso instante-. Ha muerto. Oh, Javi, ha muerto.

– Pero, Dios mío, ¿qué ha pasado? -Cerré los ojos. ¿cuántas cosas más?

– Durmiendo. Durmiendo pacíficamente. Le ha dado un infarto esta madrugada y… y… Ni se ha enterado. Así se quedó.

Sollozó durante un buen rato sin parar.

– Cómo lo siento, mamá, Dios mío, cómo lo siento. ¿Cómo está la abuela?

– Pues imagínatelo. No puede ni vivir. Está… está destrozada. No levanta cabeza, no encuentra consuelo. Imagínate… imagínate, Virgen santísima. -Sin parar de llorar. Y luego añadió-: Yo creo que lo que le mató fue la noticia ayer de África.

– ¿Qué?

– ¡Ay, si no os lo hemos dicho! Con tanta cosa…

– Pero ¿qué ha pasado con la tía África?

– Que la tienen que operar mañana.

– ¿Mañana? Pero ¿De qué?

– Tiene un cáncer de ovario.

– ¡Pero bueno, pero bueno! -Y en seguida con toda la angustia del mundo-: ¿Pero cómo está ella? ¿Le duele? ¿Está asustada?

– No le hemos dicho nada… Sólo que es un quiste y que conviene quitarlo a la mayor velocidad posible. Parece ser que lo han pillado a tiempo y que las posibilidades de curación son buenas. Pero, ay Javi, la noticia pudo con el abuelo. Ya sabes que no estaba demasiado bien y…¡ay, Dios mío, qué tristeza!

– Vamos para allá Martita y yo, hoy si podemos. Hay vuelos. Martita querrá estar junto a su madre sin falta. Lo siento, mamá, no sabes cuantísimo lo siento. ¿Cuándo enterráis al abuelo?

– Mañana por la mañana a las diez. Y a África la operan por la tarde.

– Bueno, tomaremos el avión de esta tarde y estaremos ahí mañana a las siete… me parece que llega. Dios del cielo.

¿Qué más puedo decir?

Y así fuimos y enterramos al abuelo y operaron a África y se repuso para poder sufrir un poco más. Y la quimioterapia acabó con su pelo, pero la naturaleza no la iba a dejar afearse y le creció nuevamente la mata de pelo, más lustrosa aún, más como el ala de un cuervo. Y se le agrandaron los ojos malva. Y cuidó como pudo de la abuela hasta que la pobre murió seis meses después de su anciano y fiel compañero. Y la llevamos a Nueva York a pasar temporadas. Y se mudó al pequeño piso de Casado del Alisal.

Y yo dejé tranquilamente de vivir, un poquito aquí, un poquito allá. Escribía cosas sin alma y las vendía como rosquillas. Y así pasaron casi quince años.

Y un día, cuando celebrábamos una de nuestras comidas en familia, en una de mis raras y huidizas visitas a Madrid, la muerte se coló de rondón en casa. Y nos pareció hasta gracioso que África trabucara y se cortara patosamente en un dedo al pelar una patata para hacer la tortilla.

Y así, hasta que la miré, muerta.