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XII

Tres días después de la muerte de África, fue depositado en casa de mi madre un voluminoso sobre dirigido a mí. Llevaba el membrete de un conocido despacho de abogados y lo acompañaba una breve carta que decía así:

Muy Señor mío:

El día 30 de junio de 1975, Doña África Anglés me visitó y me entregó el sobre que adjunto. En su presencia, procedí a lacrarlo y sellarlo. A continuación lo deposité en la caja fuerte de este Despacho. Mis instrucciones eran de hacérselo llegar a Usted en caso de fallecimiento de Doña África. En el supuesto de que el fallecimiento de Usted hubiera precedido al de la Señora Anglés, mis instrucciones eran de destruir el sobre y su contenido.

Cumplo de este modo el encargo que se me dio hace ahora 17 años. Lamento el motivo que me obliga a hacerlo y con mi más sentido pésame, se despide de Usted muy atentamente, etc., etc., etc.

UN LARGO RECUERDO

25 de junio de 1975

Chamaquito queridísimo:

Me vas a tener que perdonar porque tú que eres escritor sabes manejar las palabras y las ideas mejor que nadie y yo, que apenas tengo el bachillerato, escribo mal con esta letra picuda de colegio de mojas. De modo que, de antemano, te pido perdón por suponer que una carta mía puedes ser leída, sobre todo por una persona como tú, sin que te dé la risa. Lo único que nadie me podrá negar es que te lo que te voy a poner lleva toda la sinceridad del mundo. Y después de tantos años de vida, he aprendido que los sentimientos, bien o mal expresados, más o menos poéticos, con mejor o peor letra, con mucha o poca cultura, no dejan de ser eso, sentimientos que salen del fondo del alma. Y si mi alma es tan limpia y tan sincera como creo que lo es, mis sentimientos valen lo mismo que los de una reina.

Hace ahora un año ya, más de un año, que tuvimos nuestra última charla en el jardín. La recuerdo como si fuera ahora y son tantas las emociones que todavía me provoca que me asusto. Me asusto de mí misma y de las cosas que he podido llegar a pensar y sentir. Después de aquel día, te volviste a Nueva York y en seguida me dijeron que estaba enferma y que había que operarme de urgencia. Tuve miedo porque, aunque tu madre y el resto de la familia me quisieron esconder lo que de verdad me pasaba, hablé con el médico y me acabó contando que tenía un cáncer en un ovario y que más valía que nos diéramos prisa en quitarlo. Y luego, así, de la noche a la mañana, se murió papá. Yo creo que el corazón nunca se le había acabado de recuperar desde el arrechucho que había tenido en Cádiz y el disgusto de saber lo que me pasaba a mí, le costó la vida a él.

Y luego se murió mamá y yo estaba apenas recuperándome de la operación y del tratamiento de después. Me escondía, no quería que nadie me viera sin pelo, con la cara pálida y desencajada de la quimioterapia, hecha una piltrafa. Bueno, tenía cara de entierro que es lo único que me parece que hemos estado haciendo durante todo este invierno pasado: de luto en luto. Mem iraba en el espejo y me encontraba fea y vieja. Me escondí en Las Rozas y si no tenía más remedio que salir a la calle, me ponía unas famas negras enormes y un pañuelo de Hermés en la cabeza, todo antes que una peluca horrorosa que tu madre me había comprado.

Rogaba al cielo que no vinieras para que no pudieras verme como estaba. Pero, al mismo tiempo, quería que vinieras para poder seguir viéndote y hablando contigo y para que me consolaras. Debes de pensar que estoy loca. Luego, después de los funerales, estuvisteis en Madrid Martita y tú, pero eran visitas muy cortas y como habíamos vendido Las Rozas a toda velocidad y yo me había vuelto a bajar a Madrid, se acabaron nuestras charlas en el jardín, que es a donde quería llegar. Es lo que más me ha faltado en todo este tiempo y estoy segura de que las voy a seguir echando de menos siempre. ¿Por qué dejamos de hablar? Así, de pronto, un día dejamos de contarnos cosas y era como si me estuvieras rehuyendo. Pero, claro, no me atrevía a preguntarte por qué, alguna razón tendrías.

Me ha costado tomar la decisión de escribirla, pero esta carta es como un testamento. Tanto que, cuando la termine, se la entregaré a un notario para que la guarde y te la haga llegar cuando me haya muerto. Así no me podrá dar vergüenza nada de lo que te voy a poner.

¿Qué puede contarte una tía que ya es mayor y que ha tenido una vida más bien anodina y sobre todo triste? ¿Qué te puedo decir que tú no sepas ya de mí? Tú, que eres mi sobrino preferido, más que preferido. Había veces en que te miraba a los ojos y sabía que habías adivinado todo lo que pensaba en ese momento. Todavía se me suben los colores. Por eso será que te has dedicado a escribir, por tu capacidad para calar hondo en las personas.

Cuando empezamos a sentarnos en nuestro banco, chamaquito, yo no era capaz de hablar de nada. Todo me daba vergüenza. Pensaba que te reirías de mí, de mis secretos y de mis historias. Es verdad que, poco a poco, fui tomándote confianza y pude contarte mis cosas, bueno, no todas. Quiero decir, muchas de mis cosas. Me parecía mal no abrirme a ti porque veía que me comprendías, que me guardarías el secreto y que, seguramente, serías capaz de encontrar soluciones a mis problemas o consolarme en las cosas que no tenían remedio. Pero, por mucho que lo intenté, nunca llegué a atreverme del todo a contártelo todo. Yo era mujer y mucho mayor que tú y hacía años que no confiaba secretos a nadie y menos que a nadie, a un hombre. Ya sé que era ridículo, pero eras mi sobrino, eras mucho más joven. Ya ves. Entonces tomé la costumbre de terminar mis charlas contigo a solas. Escribía un diario, cada noche de la tarde en que habíamos hablado, pero un diario dirigido a ti, contándotelo todo. Te contaba lo que no me había atrevido a decirte de viva voz aquel día. No eran pensamientos para ti. Eran para el chamaquito que yo llevaba dentro y estaba seguro de que no los leería nunca nadie. Pero, después del año transcurrido y de todas las cosas que nos han pasado, no veo por qué no vas a saber qué es lo que verdaderamente pensaba. Así, si me muero ahora porque la operación no ha salido bien o porque el cáncer se me reproduce, Dios no lo quiera, tendrás un recuerdo vivo de mí y sabrás que tenía sentimientos y que no era una pavisosa sinsorga como solías llamarme. Ah, no, chamaquito, yo estaba bien viva por dentro.

Claro, sí, hay una parte «misteriosa» de mi vida a la que nunca aludo, de la que nunca he hablado, ni siquiera contigo, que es para todos un misterio bien escondido; mi tiempo de estancia en Méjico. Es un capítulo que nunca he revelado y que no tenía intención de revelar a nadie porque es lo único que tengo mío, absolutamente mío. Es mi trozo de vida personal y si hubiera hablado de él, me lo habrían robado. Lo habrían violado, como violaron todo lo demás, habrían hecho de aquellos años míos propiedad pública de la familia, una cosa de la que se discute, que se critica y se aprueba o rechaza. Y luego se decide lo que hay que hacer. Habrían acabado amargándome mi único bien. Me tiembla un poco el pulso y se me tuerce la letra, pero es de la rabia que me entra al pensarlo. No te preocupes.

No creas: jamás se me habría ocurrido la idea de escribirte esta carta y hacerte llegar mi diario si no hubiera sido por nuestra última conversación. Fue el 3 de junio del año pasado en el jardín. Sí, chamaco, el 3 de junio: me acuerdo como si acabara de pasar hoy. Supongo que tú no.

Siempre me ha parecido que no sólo eras la persona que más me conocía sino la que mejor me entiende y la que más me quiere. La única que verdaderamente me entiende y que tu corazón, siendo tan grande como es, se habrá compadecido del mío. Y entonces, para que no te quede duda, para que sepas de verdad cómo soy por dentro, he decidido hacerte llegar esas explicaciones sobre las cosas de mi vida como las veo y como las he vivido, no como las interpretan los demás. No como las interpretaba el abuelo o tu propia madre o incluso Martita. Siempre he sido una persona dócil (no me hago ilusiones sobre eso) y por eso, en vez de estallar como una bomba en esas comidas de Las Rozas en las que no se hablaba de nada serio y en las que se daba por supuesto que la tía África era una inculta un poco tonta aunque, eso sí, graciosa sobre todo cuando se tomaba un vaso de vino, me reía y me callaba. ¿Nunca te fijaste cómo el abuelo a veces hablaba de mí y de mi vida como si yo no estuviera delante? Así soy de insignificante para todos. ¡Pues no!

Pero tú no eres de los que violas. Alguna vez hay que ser capaz de poner la propia vida en las manos de alguien, pase lo que pase, porque si no, el peso es demasiado. Y el peso de lo que llevo dentro es demasiado para mí. Tengo cincuenta y cuatro años y (te vas a reír) mi capacidad de vivir está intacta, mis ganas de divertirme son las mismas que las que tenía a los diecisiete, mi [aquí hay varias palabras tachadas] sed de amor, eso ¿por qué no de decirlo?, mi sed de amor sigue siendo igual que cuando no amaba o aún no había aprendido a amar. ¿A quién contárselo mejor que a ti, mi pequeño chamaco, al que he visto crecer desde que no levantaba un palmo del suelo hasta convertirse en un hombretón hecho y derecho, con el corazón bien puesto en su sitio?¿Quién mejor que tú, si es a ti a quien se lo debo?

¡Oh, chamaco, te quiero tanto! Te manda el beso más fuerte del mundo tu

África

P.D.: El cuaderno que te adjunto es el que contiene el diario. Me hubiera gustado más que fuera un libro de esos encuadernados en piel con una tira de cuero que se cierra con una llave pequeña de las que llevan al cuello las heroínas de novelas trágicas, pero no tenía dinero y me fue más fácil comprar un cuaderno de colegio. Lo siento. Otro beso fuerte, A.

20 de Mayo de 1973

Querido Javier:

Estás pasando unos días en Madrid. Has venido de Nueva York a darte un paseo por los madriles, dices tú, y a ver toros de San Isidro. Me has invitado a la última corrida de feria y me ha hecho una ilusión bárbara. Mañana iremos. Hace días también íbamos a ir, pero no sé por qué, antes de bajarnos a Madrid (¿sabes? Me había puesto un camisero que sé que te gusta mucho, para parecer más joven y que no te diera vergüenza llegar a la plaza con una antigualla), hacía una tarde maravillosa y me propusiste dar un paseo por el jardín. Había tiempo. Y abajo, cerca de la rocalla, en el banco que hay detrás de los rosales grandes al fondo del jardín, de pronto, no sé por qué, nos sentamos y nos pusimos a charlar. Me preguntaste por mi vida, me preguntaste si no me aburría mucho y luego me dijiste que si no hubieras sido mi sobrino me habrías propuesto escaparnos a París como dos enamorados. Me escandalicé mucho y casi me levanté del banco, pero luego me dio la risa y me dije ¿por qué no tengo derecho a soñar? Y seguí la broma. Además, como era una broma, no comprometía a nada y encima no me obligaba a contarte cosas de mí que no quería contarte, que me daba reparo contarte. ¿Quién eras tú para hacerme preguntas y recibir confidencias mías? ¿Por qué iba yo a querer hacer el ridículo ante ti?

Luego, al día siguiente, volviste a subir a Las Rozas y volvimos a sentarnos en nuestro banco y hablamos un poco más. Bueno, te conté algunas cosas de Canarias y de mi matrimonio. Eran pocas cosas, pero despertaron en mí las ganas de confiar en ti. Y te dije algunas cosas más, sin llegar a hacerte confidencias grandes. Pero me volví a preguntar por qué no iba a tener derecho a soñar. Nunca he soñado. Y entonces decidí empezar este diario para contarte las cosas mías de verdad. No sé lo que acabaré haciendo con él; sólo sé que es mi forma de charlar contigo sin barreras ni tapujos y que lo más probable es que un día lo queme para que desaparezca y no quede ni rastro de él. Igual que yo.

¿Sabes por qué te llamo «chamaquito»? Siempre me has tomado el pelo por cómo se me pegaron muchos dejes mejicanos y éste fue uno de ellos. Es curioso. Lo recuerdo perfectamente: el día que llegaba en tren desde Vigo, ¡hace veintitrés años!, os vi a todos en la estación, allí arremolinados esperándome, y la primera persona a la que distinguí fue a ti. Ya ves lo que son las cosas. Y me pareciste tan espigado y tan rubio, tan guapo a tus doce añetes, que me salió del corazón bautizarte allí mismo como «chamaquito». Mis ocurrencias para poner motes se acaban en seguida. Soy así de tonta. Se me ocurren de uno en uno y muy de tarde en tarde. Sé bien que debería haber pensado en algo para Martita (incluso «chamaquita») antes que para ti, pero fuiste el primero, el primero en el que instintivamente vi consuelo. ¡Y venía tan triste! No lo sabías, claro, pero fue así. Me parece que desde entonces a Martita nunca se le han quitado los celos. Siempre ha creído que te quería más a ti que a ella.

28 de mayo de 1973

Esta tarde te he dicho que nunca he sido feliz. Es una exageración, claro, porque como cualquier persona normal ha tenido momentos de felicidad. Ya sabes, coqueteando en Tenerife, bailando en el Casino, siendo despreocupada de muy jovencita. En Méjico también tuve momentos, incluso largos momentos de felicidad. Pero cuanto más largos eran, más me daba la impresión de que estaba haciendo algo malo, de que estaba pecando y de que debería pagar por ello. Yo no tenía derecho a la felicidad, no sé por qué, pero de eso estaba convencida desde que me casé. O sea, que las veces que fui feliz me entraba un sentimiento de culpa horroroso. Ya sabes que siempre he sido muy religiosa. Pues compensaba mis instantes de felicidad con mucha penitencia, rezando fervorosamente en misa, desgranando un rosario detrás de otro, con lo aburridos que son. Me confesaba mucho y siempre encontraba algo grave de que acusarme. Claro que también encontraba siempre a un cura dispuesto a echarme la regañina y a ponerme centenares de padrenuestros y avemarías como penitencia por mis graves desatinos. ¡Vaya con los desatinos! ¡Si era más inocente que un cubo! ¿Sabes qué durante muchos años, pese a lo coqueta que soy, me dio vergüenza ponerme desnuda en el cuarto de baño? Fíjate que me da vergüenza hasta escribírtelo ahora. Pero, como es mi diario, mi charla con mi chamaquito que nadie conoce, me voy a quitar la vergüenza. Me parecía pecado mirarme yo sola los pechos y pensar que eran bonitos. Y lo eran, ya ves, separados por el caminito real [aquí hay nuevamente algunas palabras tachadas e ilegibles]. Ea, ya está dicho. Para que veas las cosas que es capaz de pensar y de decir tu tía África. Pero entonces creía que todo aquello era tan perverso que me concentré en lo único que me parecía inocente: mi cara. Habrás visto que siempre me la he maquillado con gran cuidado y que también me he ocupado muchísimo de mis manos. Eran, según mi código tan escrupuloso, lo único que podía enseñar de mí.

Me fui a Méjico después de una larga batalla con papá. Él no quería que lo hiciera porque para hacerlo, tenía que dejarme a Martita atrás y a él le parecía que no podía ir una por la vida dejando de cumplir con la obligación. Y mi primera obligación era cuidar de mi hija, sobre todo porque el miserable de mi marido no nos pasaba ni un céntimo. ¡Todo se lo gastaba en francachelas con el abogado de la Rota al que después hacía chantaje! Tenía razón papá, sobre todo porque si yo me iba, quien se tendría que ocupar de mi hija sería él. Y yo no tenía derecho a pedirle una cosa así. Pero al abuelo eso no le importaba; lo que le importaba era que yo fuera una mujer decente, pero no sólo eso, sino que además lo pareciera. Y yo me defendía recordándole que mi primera obligación era el futuro de Martita. No sé para qué repito todo esto si ya te lo he contado de palabra esta tarde. Pero, bueno, así queda escrito. ¡Tengo tanto tiempo!

Y mi argumento fue precisamente ése: como nadie me daba dinero, yo tenía que írmelo a buscar a algún sitio. En España no podía ser porque las mujeres «decentes» no trabajaban por dinero en los años cuarenta; iban a roperos o hacían caridades, ¿pero trabajar? Jamás. Y además, ¿para qué trabajo estaba yo preparada? En cambio, si papá me dejaba irme al extranjero (yo ya pensaba en Méjico por la familia de allá), allí tendría más oportunidades. Su hermana, la tía Ramona, enterada de mis desgracias, me había escrito ofreciéndose a alojarme en su casa y a darme, para empezar, trabajo en una tienda de modas de la que era dueña. Con eso, decía ella, podría hacerme algún dinero para llevarme a Martita allá y empezar una nueva vida o para volver a Madrid y disponer de un capital con el que hacer frente a la educación de la niña y a una vida mía independiente.

Y así fue cómo convencí a papá. Sobre todo, me ayudó mucho un viaje que hizo la tía Ramona a Madrid. Decidió visitar Europa porque hacía mucho tiempo que no cruzaba el charco. Era tan graciosa, un verdadero terremoto. Venía, estaba una semana o diez días y se recorría media Europa. Iba a Roma, a una audiencia general con el Papa, visitaba el museo vaticano, se acercaba a Pisa para ver la torre inclinada, hacía noche en Venecia y de allí iba a París. Se las componía para ir una noche a la ópera y a cenar sola a Maxim's y luego volvía a Madrid. Todo esto lo hacía sin el tío Armando, que es un ruso tranquilo al que horroriza la agitación. Un poco como tu padre, ¿sabes? ¡Era tan graciosa y tan buena! Chaparrita, siempre con tacones muy altos para crecer unos centímetros y un moño redondo muy grande puesto en la coronilla que le añadía algunos centímetros más. Fumaba como un carretero y hablaba rápido, rápido. Se pintaba muchísimo la cara, sobre todo los labios, tanto que dejaba las colillas todas manchadas de rojo y siempre a medio fumar. Y luego, se había depilado tanto las cejas que ya ni le quedaban y se las tenía que dibujar con un cartón redondo que siempre llevaba en el bolso. Creo que ésa fue la razón por la que decidí dejar de depilarme las cejas (entonces las llevábamos muy finas como Greta Garbo), para que no me pasara lo que a la tía Ramona, y por eso las he llevado espesas toda la vida desde entonces.

La tía Ramona era, por encima de todo, generosísima. Tenía dinero, es verdad, pero no le importaba gastarlo a manos llenas en la gente a la que quería. «Chamaquita», me dijo, fue la primera vez que oí la palabra, «agárrese el petate y véngase conmigo a Méjico, que allí le voy a ordenar la vida. La vamos a pasar retebién». Todo esto me lo dijo un día que estábamos a solas, para que no lo oyera nadie, sobre todo papá, no fuera a pensar que yo quería irme de España a disfrutar de la vida sin hacer nada de provecho. «Déjame a mí que organice el pleito con tu padre.» Y tanto dijo, y tanto discutió, que al final, el abuelo cedió y me dio permiso para irme.

Fue una verdadera liberación.

Martita tenía doce años recién cumplidos y habíamos decidido mandarla a un colegio interna para que no me echara de menos a diario. Hablé muy seriamente con ella para explicarle que pronto la haría llamar y para decirle que la echaría de menos más que a mi propia vida, pero que era indispensable que me fuera. Ya sabes cómo es tu prima: no dijo nada, cerró la boca y me miró fijo, fijo para aguantarse las lágrimas. Desde entonces, cada vez que nos hemos peleado no ha dejado de recordarme que me fui sin ella y que la dejé interna en un colegio de monjas como si hubiera sido una huérfana. Le dolió muchísimo mi marcha, pero en el fondo me parece que hasta le vino bien para forjarse ese carácter tan fuerte y tan independiente que tiene. Igual son excusas mías para quitarme la culpa que aún siento. ¿Y cómo podría decirle que, para mí, irme era una forma de recuperar la vida y que me importaba más marcharme que dejarla abandonada?

Nos fuimos para Méjico en un Superconstellation que entonces eran los aviones más modernos que había. Como eran de hélice, sin embargo, antes de llegar había que hacer varias escalas, en Lisboa, en las islas Azores, en Puerto Rico, en La Habana. El viaje era interminable, casi de veinticuatro horas, pero a mí se me hizo cortísimo. Iba como una niña con zapatos nuevos, me iba a Jauja, a la libertad que nunca había tenido. ¡Qué ideas no tendría yo de la libertad! Pero; chamaquito, en 1949, cualquier cosa me parecía preferible a aquel Madrid triste y gris y a la cárcel en la que vivía encerrada con mis padres. De casa a la iglesia y de la iglesia a casa y, algunas tardes de domingo, al cine. ¡Qué vida!

Mientras volábamos (por cierto, yo con un billete pagado por la tía Ramona), no dejaba de mirar al mar inmenso allá abajo y luego escudriñaba hacia adelante para ser la primera en divisar la tierra. «Pareces Cristóbal Colón -dijo la tía-, siempre mirando al frente para descubrir tierra.» La tía hablaba y hablaba sin parar, contándome cosas y cosas y saltando de una historia a otra sin ponerle punto final a la anterior. Lo único que hacía de vez en cuando era añadir como un sonsonete «bueno, chamaquita, ya verás cómo es tu tío Armando» o tu tío Adolfo o tu tía María o Carlos o las pirámides de Teotihuacán o Acapulco. Todo me lo dejaba para luego, así, en suspenso. Yo no podía más de impaciencia.

En el aeropuerto de Méjico nos esperaba el tío Armando. Allí estaba, escondido detrás de las gentes que habían acudido a recibir el vuelo de Madrid (aunque los mejicanos se llevaban muy mal con los españoles, el vuelo de Madrid siempre era el más esperado). Yo no lo conocía, cómo lo iba a conocer si era el tercer marido de la tía Ramona que había enterrado a los dos anteriores y llevaban casados apenas ocho años. Pero era un hombre pequeño, delgado, con los ojos muy claros, como de color miel, el pelo rubio y una perilla a lo Trotski. Se llamaban perillas Trotski, qué quieres que te diga. Las perillas a lo Trotski estaban de moda en Méjico desde que Ramón Mercader lo había asesinado a martillazos unos años antes. En Méjico, los símbolos son muy importantes y a ellos les parecía que todos eran más revolucionarios por hablar bravo del proletariado y dejarse perilla. Todos, menos el tío Armando que había llevado la perilla durante toda su vida y que había tenido que salir corriendo de San Petersburgo en la revolución de 1917.

Y allí estaba en el aeropuerto, con sus modales corteses y su voz suave que aprendí a querer tanto. Siempre hacía las bromas en voz baja y si te pillaba al lado, te reías, y si no, sospechabas que había dicho algo gracioso pero nunca lo repetía aunque se lo pidieras.

– Ay, la pequeña África -me dijo con su sonrisa tan dulce-, Ramona me había hablado mucho de ti, pero no me había dicho suficientemente lo guapa que eres.

Me debí de poner coloradísima de vergüenza, pero me encantó que alguien me considerara guapa con mis ojos y mis rasgos tan achinados como los tenía entonces. Me miraba en el espejo y siempre me parecía que tenía los rasgos demasiado estirados sobre la nariz, pero sabía que el color de mis ojos era muy bonito. De pequeña hubiera querido ser rubia y tener los ojos verdes, ya ves. Luego, con los años, se me pasó el capricho. Y como estoy de confesiones, te diré que sé que he sido guapa y que como soy vanidosa, me encantaba arreglarme, igual que me encanta ahora y, ya en Méjico sin que nadie pudiera verme o me conociera, coquetear con los hombres y que me dijeran piropos.

Ciudad de Méjico me pareció maravillosa. Las calles tan anchas y tan interminables, el cielo tan azul. Cuando llegué no era lo que es ahora que está llena de gente y hay una polución insoportable. Entonces vivirían en ellas dos o tres millones de habitantes solamente. Era un lugar delicioso, lleno de barrios arbolados y de cosas típicas. Las cosas típicas, la pobreza, los indios pelones, el polvo de los barrios extremos, los sombreros y los ponchos, eran, eso, típicas y no molestaban, no eran agresivas como se dice ahora. Te sonará horrible, pero cada cual guardaba su sitio y lo más importante no era el dinero, la hacienda como le dicen ellos, sino que por encima de todo estaba el sentimiento de la honra personal. Era lo único que contaba hasta para el más pobre. Todo iba bien en Méjico hasta que a alguien le parecía que le habían faltado a su honra. Capaz era de sacar su pistola y soltarle dos tiros al otro.

Así era Méjico, lindo y salvaje a la vez. «Méjico lindo y florido», dice la canción. Y qué verdad es. Me fascinó desde el momento en que puse pie en tierra. Puedo ir más lejos, chamaquito, puesto que vamos de sinceridades: estuve allí casi tres años, treinta y cuatro meses para ser exactos y durante treinta y tres de esos treinta y cuatro meses fui una mujer feliz.

Déjame que te diga por qué, ya que vamos de sinceridades, porque si no te lo cuento, reviento. Y además, ¿de qué serviría un diario escrito con toda el alma y para que nadie lo lea si contuviera mentiras?

Por primera vez en mi vida, me enamoré. Perdí la cabeza por un hombre tan completamente que si me lo hubiera pedido, me habría tirado al centro de un volcán, me habría arrancado los ojos para no volver a contemplar otra cosa que su rostro en mi memoria, habría ido andando con él hasta el fin del mundo. Me pidió lo que quiso y se lo di sin pensar en las consecuencias, con absoluto gozo. Y yo nunca tuve que pedirle nada porque supo en cada momento lo que podía hacerme vibrar, lo que me emocionaba, lo que me excitaba, lo que me volvía loca. Fue de una generosidad sin límites con su cuerpo, con sus manos, con sus ojos, con su corazón… Nunca me lo he confesado en voz alta, pero creo que habría renunciado a Martita si él me lo hubiera pedido. Pero era tan sensible, tan delicado, que nunca se le habría pasado por la cabeza pedirme un sacrificio así. Sólo quería hacerme feliz, ¿me entiendes, chamaco? ¿Por primera vez en mi vida, que una persona dedicara la mayor parte de su tiempo a hacerme feliz sin pedir nada a cambio?

Ése es mi terrible secreto, chamaco, ya ves. Tan sencillo, tan poco misterioso. A los veintinueve años de vida, África Anglés, a todos los efectos una solterona casi ajada, se enamoró como una loca de un hombre que aun hoy me parece maravilloso, enterrado como está en mi recuerdo.

Han pasado muchísimos años y el tiempo lo cura todo, hasta los amores perdidos. No habría sido capaz de seguir viviendo, habría tenido que suicidarme si no me hubiera curado, me moriría si además del recuerdo lejano, me siguiera quedando el dolor del corazón. Bueno, se me moriría el cuerpo, porque lo que es el corazón… ése dejó de latir entonces.

¡Ay, Javier, dentro llevo un cementerio desde hace mil años! Desde que se me acabó la vida y me volví para acá. Por eso el resumen que hago de mi existencia es que nunca he llegado a ser verdaderamente, completamente feliz. Siempre había alguna traba, alguna condición, algún plazo. Qué quieres que te diga, las cosas no existen a medias y si no puedo gritar que he sido feliz, es que no lo he sido en realidad. Se me ha ido pasando el dolor con los años, se me han ido olvidando las cosas, me he tranquilizado un poco, pero sigo pensando igual.

15 de septiembre de 1973

Ay, chamaco, hoy me has encontrado triste, cuando en realidad debería haber estado contenta de volverte a ver después del verano. Pero mi tristeza no tenía nada que ver contigo. Como te he dicho, Carlos murió la semana pasada en un accidente de automóvil en Méjico. Nos llamaron, bueno, llamaron a papá, la tía María, para decírnoslo. ¡Es tan triste! ¡Y tan lejano! Pobre Carlos. Yo… Bueno, no quiero hablar de eso. Otro día.

Me has vuelto a preguntar cómo había sido mi vida en Méjico. Y he disimulado para no decirte nada. He puesto cara de tristeza y hemos hablado sólo de ti y de tu veraneo. Al final, me has hecho reír con tus tonterías de la modelo esa de Nueva York y se me ha pasado bastante la pena. Por lo menos la he olvidado durante un rato.

Pero a ti, mi chamaco del diario, te lo cuento porque al hacerlo, puedo revivir muy despacio cada uno de los instantes que me llenaron de… [aquí hay una palabra tachada e ilegible] de… [aquí hay más palabras tachadas] no sé cómo expresarlo, me gustaría tanto ser capaz de escribirlo como tú (he leído cada una de tus novelas, cada uno de tus libros, palabra a palabra). Supongo que la palabra es «dulzura». Los instantes que me llenaron de dulzura, de un calor tan íntimo y tan profundo que no habría podido vivir hasta hoy sin su recuerdo a veces tan vivo que se me eriza la piel de todo el cuerpo.

Aquel primer día de mi llegada, era ya el atardecer, estaba tan excitada que no hubiera podido concebir irme a la cama a descansar, aunque el viaje nos hubiera dejado hechas polvo a las dos, a la tía Ramona y a mí. Una indiecita de pies descalzos me llevó hasta mi habitación y luego me subió las maletas una a una; eran tan pesadas que las llevaba con las dos manos y le pegaban en las rodillas a cada paso.

La casa de los tíos era un chalé situado en lo que se llama las Lomas de Chapultepec, rodeado por un jardín lleno de flores y plantas tropicales, y el cuarto que yo iba a ocupar era más que espacioso después del pequeño cuchitril sin luz y con ventana al patio que yo había tenido hasta entonces en Casado del Alisal. Tenía una terracita que daba al jardín y un baño para mí sola y lo habían pintado todo en tonos de azul. Mi cama era grande, casi como de matrimonio, y el cabecero, de madera pintada de muchos colores, rojos, azules, amarillos, verdes. Había una pequeña biblioteca en un rincón con unos cuantos libros muy manoseados y releídos.

Cuando estaba todavía en el centro de la habitación maravillada y entusiasmada, entró la tía Ramona.

– Qué -me dijo-, ¿cómo te gusta?

Me volví a ella sin poder pronunciar palabra y la abracé con todas mis fuerzas. Desde el umbral de la puerta, el tío Armando dijo muy bajito, con su acento suave y dulce que luego me dijeron que era ruso:

– Me parece que por el abrazo que te está dando, le gusta bastante. -Sonrió y entonces me fui hasta él y también le abracé fuerte, fuerte-. Eh, eh, que me vas a aplastar: los rusos del norte somos muy débiles -añadió riendo-. También me parece que la bella África no se va a meter en la cama aunque esté muerta de sueño. La veo como un manojo de nervios. ¿Por qué no bajamos a la sala a tomarnos un pequeño refrigerio y charlamos un poco?

Me cogió de la mano y tiró de mí para que bajáramos la escalera. Viéndolo tan pequeño y tan delgado, con un aire un poco enfermizo (más enfermizo porque al lado llevábamos al terremoto de su mujer que era de todo menos enfermiza), me dio la impresión de que era una persona muy frágil y le agarré fuerte para que no se cayera rodando por los peldaños. Se detuvo y se volvió hacia mí:

– Débil, pero no tan débil -dijo. Y sonrió otra vez-. Los rusos del norte somos también resistentes.

¡Cómo recuerdo aquel atardecer primero! Ay, chamaquito, si vieras. Me parecía imposible, me parecía un sueño todo.

Bajamos al salón, que era una habitación grande con parqué en el suelo y muchos muebles antiguos, ya sabes, hornacinas, vitrinas, todas de metal dorado y cristal, sillas Luis XV, nada pegaba mucho en aquel chalé. Pero luego me fui enterando de que la tía estaba muy orgullosa de la decoración de su casa y de que los objetos que había en las vitrinas eran de gran valor. Los había de plata repujada mejicana, espuelas, estribos, pequeños sombreros de charro, algunas bandejas hechas a mano, cubiletes, pulseras y collares, cosas así, todas muy valiosas, y de vermeil, que por lo que me contó el tío Armando después, eran de los pocos objetos que pudo salvar de su familia cuando huyó de Rusia. Las dos joyas de toda la colección eran dos huevos de Fabergé: uno era todo de malaquita por dentro y, al abrirse, subía un cisne de platino y brillantes; el otro era un reloj con las manecillas de rubíes y las horas de pequeñas esmeraldas. Sé que no pega nada que te diga todo esto y que es tonto que lo haga, pero es que, durante casi tres años, aquél fue mi entorno de cada día y lo uní tanto a mi felicidad que rara era la vez en que, saliendo o entrando, no me detenía para contemplar la colección, abrir uno de los armaritos, sacar un objeto y remirarlo, sobre todo las dos maravillas de Fabergé. Ñoñerías de niña sentimental seguramente.

El caso es que, al entrar en la sala de la mano del tío Armando, me llevé mi primera gran sorpresa: toda nuestra familia mejicana estaba allí esperándome para darme la bienvenida. Estaban todos. A algunos los recordaba mal porque hacía muchísimos años que no los veía. Por ejemplo, el tío Adolfo, el poeta, y su mujer. En cambio, otros habían venido de vez en cuando a España con los años: la tía María, madre de mi primo Carlos, el propio Carlos, su apoderado y su mozo de estoques. Los conocía de haberlos visto torear (alguna vez que el abuelo me dejaba ir a la plaza de Las Ventas con la tía María, si Carlos estaba haciendo la temporada en España), pero nunca había tenido gran contacto con ellos. Ya sabes que en casa no se veía con muy buenos ojos eso de tener un pariente torero o incluso un tío poeta y, salvo una vez en Cádiz que seguro recordarás porque por tu culpa no pude llegar antes del segundo toro (!), no tuve oportunidad de intimar o de hablar con Carlos. Y en Cádiz los abuelos no tuvieron más remedio que ceder porque la ciudad era pequeña y Carlos había anunciado que allí vivían sus tíos y una prima suya: los gaditanos se habrían escandalizado ante un des-precio entre familiares y hacia un familiar tan famoso además, y papá no tuvo más remedio que ceder.

Pero, en fin, allí estaban todos. Y uno por uno, se me fueron acercando y abrazando con tan cálida bienvenida que se me acabaron saltando las lágrimas. Los hombres llevaban cada uno una flor para dármela y las mujeres me decían todas «hola, chamaquita, qué bueno que estés aquí» o «verás cómo la vamos a pasar».

Carlos estaba, como siempre, guapísimo. Era, ya lo sabes por las fotos que has visto de él, muy alto y moreno, con el pelo rizado. Tenía unos ojos verdes que hacían estragos y una planta muy de torero. Como era así de simpático y de cariñoso conmigo, me agarró de la mano, apartando la del tío Armando y diciéndole que «estás muy viejo ya para andar sujetando a un mango como éste», y me fue presentando a la gente de su cuadrilla. Me parecieron todos unos indiazos como Moctezuma, pero eran callados, muy ceremoniosos y la mar de respetuosos.

Claro que Carlos tenía a quién salir en guapura: su madre, la tía María, que era la más joven de los Anglés, yo creo que no habría cumplido los cincuenta, era de una belleza sin igual. Muchos años después, no sé, a los setenta o setenta y tantos, aún se le paraba la gente por la calle para mirarla. Era alta aunque no espigada, ninguno de los Anglés lo era, sino más bien sólida, pero lo que fascinaba por encima de todo (además de sus pantorrillas) era su cara. La nariz, perfecta, la boca justa y bien dibujada, la frente, alta, el pelo muy rubio (que luego, con los años, se tiñó tan de blanco que casi resultaba azul) y los ojos del verde más increíble que hayas visto jamás. Era, además, muy divertida y ocurrente. De todos los hermanos, era la más frívola, la más ligera, la menos intensa. Y me parece que fue allí mismo cuando decidió tomarme bajo su ala para hacerme de «cicerone» y para lanzarme a la vida social de Méjico.

Pero de todos ellos, el que más me impresionó fue Adolfo Anglés, el poeta. No sabría decirte qué fue lo que más me cautivó. Se parecía mucho a papá, no podía negarse que eran hermanos aunque el tío Adolfo fuera bastante mayor que mi padre. Pero tenía sus mismos ojos azules, las mismas manos anchas y fuertes sólo que cubiertas de manchas de vejez, el mismo físico sólido, menos pelo, porque era calvo y sólo tenía una corona de pelo negro alrededor de la cabeza. Físicamente eran casi iguales. Y, sin embargo, no se parecían en nada. No sé si era la mirada o la sonrisa o la postura del cuerpo o la manera mucho más despachada y menos solemne de hablar y de reír del tío Adolfo, pero había algo que no sabría definir y que los distinguía claramente. Bueno, para empezar, Adolfo era mucho más campechano y de vez en cuando decía unos tacos tremendos, que a mí, poco acostumbrada a las palabrotas que no hubieran sido los insultos que me lanzaba mi marido, me escandalizaban. Decía mucho «¡pero qué carajo!» Llevaba boina y las gafas eran gruesas y de concha. Siempre estaba como abstraído, pensando en sus cosas, pero no era verdad: atendía a todo, seguía las conversaciones y algunas veces las interrumpía para decir «¡no entendéis nada! Sois unos ignorantes». Entonces todo el mundo se quedaba callado mirándole hasta que él, de pronto, soltaba una gran carcajada y preguntaba «¿a que creíais que me había enfadado?» Carlos me contaba que muchas veces, cuando él iba a torear a alguna de las plazas más lejanas de Méjico, a Monterrey, a Chihuahua o a Oaxaca, el tío Adolfo se empeñaba en acompañarle y se subía al coche de torero (ya sabes, esos «haigas» con baca y un botijo encima y los baúles de ropas y capotes) y se sentaba en la parte de atrás con la cuadrilla. Iba en el centro, con un peón a cada lado, y el otro y el mozo de estoques en los traspontines. Carlos se ponía delante al lado del conductor. Durante el viaje, el tío Adolfo hablaba sin parar con los peones y les contaba historias del Quijote o les recitaba poesías. Y luego les preguntaba «¿qué os parece?» y los peones, claro, no sabían qué contestar y miraban a Carlos para que los ayudara. Entonces, el tío levantaba una mano y exclamaba «¡venga, venga!, pelones, que no tenéis ni idea de nada, no merecéis ni estar en el mundo de las gentes de bien, que sois unos analfabetos». Luego, dice Carlos que le miraba y le guiñaba un ojo. El mozo de estoques, que era el más atrevido al parecer, a veces le decía «usted, don Adolfo, es que es personaje de muchas culturas y nosotros somos apenas gentes de pueblo, no nos lo tome a mal». Y entonces el poeta se arrepentía de haber ofendido a aquellas personas tan simples y les decía «¡pero si es broma, hombre!» y todo quedaba en risas.

Pero, sobre todo, el tío Adolfo era un hombre muy dulce que parecía sufrir mucho. Siempre me dijo que estaba lleno de dudas. Dudaba de todo, de su poesía, de Dios, de los motivos que hacían de él una buena persona, de si era siquiera una buena persona, de todo. Le recuerdo en el despacho de su casa, sentado en una butaquita frente a una mesa camilla, rodeado de libros, los había encima de las sillas, apilados en los rincones, amontonados sobre un radiador, colocados verticalmente en las librerías de estantes que llenaban las paredes y a su vez vencidos por el peso de otros libros puestos horizontalmente sobre ellos. Allí pasaba horas mirando al frente, fumando una de sus pipas. De vez en cuando se incorporaba hacia adelante y escribía durante un rato muy largo en las cuartillas que había sobre la tela de la mesa camilla. Tachaba, emborronaba, decía «¡no, no!» para sus adentros, arrugaba la hoja, volvía a empezar. Si pensaba que el poema estaba terminado, levantaba la hoja a la altura de los ojos y lo leía con su voz rasposa y sencilla y se me saltaban las lágrimas. Estuve muchas horas en aquel despacho con él, haciendo como que leía un libro, pero en realidad me conformaba con mirarle, con verle soñar. Debería haberme puesto nerviosa tanta actividad y tanto sufrimiento, tanto tirar papeles y volver a empezar. Pues no. Al contrario, era terriblemente relajante contemplar cómo creaba y yo me dejaba ganar por aquella paz, la primera que había sentido en años, y era feliz.

Bueno, chamaquito, me parece que en aquellos años cualquier cosa me habría hecho feliz. Era bastante fácil, la verdad, viniendo de donde venía.

Su mujer, la tía Alicia, que era grande, no muy agraciada, pero de rasgos muy sensibles y tiernos, con una larga mata de pelo negro y lustroso, entraba silenciosamente de vez en cuando para llevarle un té con unas galletas. «Un orujo, mujer, quiero un orujo», decía él y ella se lo traía al cabo de un momento. Pero el tío Adolfo ni bebía el té, ni mordisqueaba las galletas ni se tomaba el licor de orujo; los dejaba ahí, encima de la mesa camilla, junto al cenicero y al tabaco. Alguna vez alargaba la mano y cogía el vasito del orujo y se lo llevaba a la nariz. Lo olisqueaba y lo volvía a dejar sin probarlo. Alicia, tan discreta, tan delicada, era profesora de filosofía en la Universidad de Méjico y decían que una mujer de mucha inteligencia. Se habían conocido en la residencia de Estudiantes de Madrid mucho antes de la guerra y ya nunca se habían dejado. De vez en cuando en el jardín de su casita cercana a la universidad nacional, en los atardeceres aquellos tan luminosos, se cogían de la mano y estaban así en silencio durante mucho rato. Verlos era como ver a una sola persona con dos cuerpos. ¡Su felicidad, su compenetración me daba tanta envidia! Poco sabía yo al principio de mi estancia en Méjico que, dos años después, Alicia moriría de un cáncer que se la había comido por dentro en unos meses.

Recuerdo aquellos primeros días de mi llegada como un sueño. Todo era fácil, a nada se me decía que no, la indiecita me subía el desayuno a la cama y, cada vez que yo sugería que era hora de que me pusiera a trabajar, me decían, el tío Armando o la tía Ramona o Carlos o, sobre todo, la tía María, que había tiempo, que me tenía que recuperar del viaje, que me tenía que aclimatar a la altura de Méjico y que a nadie le amargaban unas vacaciones, sobre todo a mí que no las había tenido en años.

Escribí dos cartas algo avergonzadas a Madrid: una a mis padres y otra a Martita al internado y en ambas contaba el viaje y el recibimiento y cómo me estaba preparando para empezar a trabajar en la tienda y cuánto echaba de menos Madrid y a mi hija. Unas mentirijillas blancas que no hacían daño a nadie pero que a mí me cargaban de sentimientos de culpa.

Mientras tanto, la tía María me había llevado a las tiendas de modas de la zona rosa, incluyendo la de la tía Ramona, y me había hecho comprar ropa y zapatos y guantes y bolsos para cualquier ocasión; quiso regalarme un dos piezas, pero me negué en redondo, y se conformó con darme dos trajes de baño más modestos. Hasta compró dos trajes de noche, uno blanco y otro negro, muy sencillos pero me parecía que muy escotados. Cuando me los probé, me dio mucha vergüenza y la tía María fue la primera que me dijo, «mira, niña no hay nada como enseñar el principio del caminito real; es la mejor manera de que los hombres sufran y eso es bueno, ándele». Y me regaló toda la ropa sin admitir discusión alguna. Aquella noche, a solas en mi cuarto de baño, me fui poniendo todas las cosas que me habían comprado y me paseé de un lado para otro como si fuera una maniquí. Y después me desnudé entera y me estuve mirando en el espejo de cuerpo entero que había, de frente, de costado, de espaldas volviendo la cabeza para verme bien. Y ¿sabes?, me gusté, me pareció que mi cuerpo era bien bonito; me puse las manos debajo de los pechos y jugué a subirlos para luego dejarlos caer. Y no se caían, no, y tampoco eran como albaricoques como te he dicho esta tarde.

– Prepárese, mijita -me dijo la tía María cuando hubimos terminado de completar mi ajuar, porque ése y no otro era el nombre que merecía tanta compra-, que la semana que viene nos vamos para Acapulco a divertirnos.

No supe cómo decirle que no sabía si mi corazón resistiría más diversión de la que me estaban dando ya entre todos, pero creo que todas las personas tenemos en algún momento vocación de hadas madrinas y ninguno de los Anglés de Méjico habría aceptado que yo quisiera resistirme a ser feliz. Todos querían cuidarme y mimarme. Creo que la tía Ramona les había explicado a todos la clase de vida que había tenido hasta entonces y eso había despertado en ellos un instinto maternal colectivo que les hacía competir para ver quién me daba las mayores satisfacciones.

– Pero, tía Ramona -dije yo-, ¿cuándo voy a empezar a trabajar?

– Bah -me contestó ella-, cuando vuelvas de Acapulco. No te andes preocupando, que la vida es corta.

Aquella noche vino Carlos a cenar y su madre le explicó que nos íbamos a la costa. «¡Qué bien!», dijo él y anunció que también acudiría a Acapulco a pasar un par de días y a «espantarle los moscones a este mango y vigilar a estos pinches mejicanos», especialmente porque unos amigos de la tía María daban una gran fiesta y no iba a permitir que su prima se metiera en la boca del león sin nadie que la defendiera. «Una gachupina así de linda tiene que llegar a una fiesta del brazo de un caballero.»

16 de septiembre de 1973

Has vuelto hoy y me has dicho que porque estar conmigo te relaja y te inspira. Andas buscando cómo resolver el argumento de una nueva novela y dices que pensando en otras cosas, no pensando en lo que tienes que escribir, se te acaba ocurriendo, así, como si lo tuvieras en el fondo de la cabeza. ¡Cómo te envidio! Dices que es la primera historia de amor que vas a escribir y me has contado que acabará siendo algo trágica, pero que estás bloqueado y no sabes muy bien cómo seguir adelante. Hemos estado decidiendo dónde iba a ocurrir la acción. Bueno, lo has estado decidiendo tú, y yo te decía que Madrid me parecía un buen sitio para una tragedia.

Ay, chamaquito, yo te podría dar algunas pistas.

Porque mientras hablábamos, pensaba en mi semana de Acapulco y me tuve que morder los labios para no contártelo todo. Perdóname, Javier, ahora te tengo que pedir perdón porque todo hubiera sido más fácil después del primer momento de confesión, pero no podía. No podía porque me daba vergüenza y al mismo tiempo un pudor horroroso. Tú eres mi consuelo, pero sé que mi vida tiene que ser mi secreto. Pienso que a lo peor es un secreto ridículo que sólo me puedo contar a mí misma para que nadie se ría de mí. ¡Es tan vulgar! Como otras miles de historias, ¿no?

¿Mi semana de Acapulco? Oh, sí, esa semana en Acapulco fue como tocar el cielo.

Hicimos el viaje en uno de los cochazos de Carlos conducido por uno de sus mecánicos. La llegada por carretera a Acapulco es sobrecogedora porque de pronto te asomas desde las colinas a la bahía y es de una belleza indescriptibie. Claro que el frente de playa es un poco como Miami, lleno de hoteles de lujo y de miles de luces. Pero estoy tonta. No sé por qué te cuento esto si tú conoces Acapulco tan bien como yo. Es que, ¿sabes?, me impresionó muchísimo. Cada día, cada minuto de cada día me traía una sensación nueva, diferente y estupenda.

La tía María nos había alojado en el hotel Las Brisas, ese que en lugar de habitaciones tiene bungalows, cada uno con su piscina. Se ve toda la bahía desde lo alto. Es de una belleza sin fin. Cuando me asomé al jardín de mi cabaña no me lo podía creer. Nunca había estado en un sitio más lujoso. Pero es que, además, nadie podía verme disfrutar a solas de este lujo. Me sentía al abrigo de todas las miradas, así, al aire libre. Me di la vuelta para escudriñar todos los rincones y asegurarme de que por ningún sitio podía nadie verme mientras que yo sí veía el mar, las playas allá abajo, los islotes, toda aquella maravilla.

¿Y sabes qué hice? Por primera vez en mi vida hice lo impensable, la mayor de las lujurias: regresé al interior, a mi habitación, y me desnudé entera. Cerré los ojos y luego, recordando los pasos que tenía que dar hasta llegar a la puerta de cristales que se abría sobre la terraza, los fui dando muy despacio hasta que tropecé con el quicio. Abrí los ojos y allí estuve un rato dejando que me acariciara la brisa sin que nada se interpusiera entre mi piel y el aire. Poco faltó para que diera los tres o cuatro pasos que me separaban de la piscina y me tirara a ella desnuda. Pero era demasiado atrevimiento y me refugié corriendo en el cuarto de baño para darme una ducha fría. Cuando terminé, me puse un albornoz y me tumbé sobre la cama para intentar olvidar las sensaciones tan desconocidas y tan turbadoras que me habían asaltado de golpe un momento antes. ¿Ésta era África? ¿La mojigata? ¿Cómo podía estar ocurriéndome una revolución así por dentro?

Al cabo de mucho rato, sonó el teléfono de la mesilla. Era la tía María que quería saber cómo me iba sintiendo en la habitación, si estaba cómoda.

– ¡Oh, tía! Soy la mujer más feliz del mundo -le contesté.

– Pues ándele, mijita, que a las ocho nos viene a buscar Carlos para llevarnos a la fiesta de los Portazgo. Mira, vamos a hacer una cosa: ponte cualquier cosa y nos vemos abajo en la peluquería dentro de cinco minutos. Así te peinan y luego te subes a ponerte el traje largo. Y, si quieres mi opinión, chamaquita, te pones el blanco con los tirantitos y no el negro de palabra de honor porque para llevar ése tienes que estar un poquito más tostadita. Ándele, dése prisa.

Y a las ocho en punto, la tía María dio con los nudillos en la puerta. Yo estaba lista desde hacía un buen rato y me miraba y me remiraba en los espejos para encontrarme los defectos y dudar del moño que me habían hecho en la peluquería y probar a subirme un poco el escote que me parecía escandaloso y ajustarme la falda sobre las caderas e intentar pensar en cómo dar una imagen de aplomo y no volver a alisarme nada… Estaba hecha una pila de nervios.

Abrí la puerta y di un paso hacia atrás. La tía María entró en la habitación y se quedó callada mirándome. Luego dijo en voz baja:

– Chamaquita, estás guapísima. Anda, ven, vamos a bajar, que nos espera Carlos.

El que estaba guapísimo de verdad era Carlos con su smoking blanco y el color tostado de su cara. Nos esperaba al pie de la escalera. Sentadas en los sillones del vestíbulo había varias señoras y todas le miraban arrobadas. La verdad es que, como era muy célebre, tenía fama de donjuán aunque no se le conociera una corte de novias. Me encantó pensar en un segundo que ese señor tan guapo me esperaba a mí y que yo me iba a ir de su brazo. Te vas a reír, pero según bajaba un peldaño tras otro, me sentía como la Cenicienta bajando por la escalera con sus zapatitos de cristal.

Cuando Carlos nos vio llegar, levantó las cejas, dio un silbido y soltó una carcajada.

– Bueno, bueno, bueno -dijo frotándose las manos-, las dos mujeres más guapas de todo Méjico para mí.

Y dándose la vuelta, nos ofreció un brazo a cada una.

El recuerdo que tengo de aquella noche es bastante confuso porque pasaron tantas cosas que no sabría cómo ponerlas en orden. Desde la casa de los Portazgo con su enorme jardín de zacate cuidado, hasta las mesas iluminadas por velas, las cristalerías, los platos, la cena, las mujeres a cuál más guapa y mejor vestida, una gran pista de baile puesta, me dijeron, sobre la piscina, la orquesta nada menos que de Lorenzo González… Me entró un verdadero ataque de angustia. Como la tía María se había quedado retrasada saludando a la anciana matriarca de la familia Portazgo (aquella vieja señora era la que de verdad mandaba en medio Méjico), le dije a Carlos que por Dios no me dejara sola que no sabría qué hacer y él me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que era la más guapa de todas y que iba a triunfar y que tendría a todos los jóvenes y no tan jóvenes de Méjico a mis pies.

– Ya -le contesté-, eso lo dices por tranquilizarme, pero si te alejas diez centímetros de mí, grito.

Y en ese mismo instante en que hacíamos nuestra entrada en el jardín se nos acercó un hombre de unos treinta años muy alto y muy elegante y Carlos sonrió.

– Nuestro anfitrión -me dijo en voz baja.

– Querido Carlos, qué bueno que pudiste venir. -Me miró sonriendo-. Pero mejor que haya podido venir quien sospecho es tu prima.

– Es mi prima, Luis. África Anglés, éste es Luis Portazgo.

– En Méjico, el nombre Anglés es reverenciado. A partir de hoy, unido al suyo, señorita, será respetado como el de una divinidad.

Y me besó la mano. Me pareció que aquello era una cursilada horrorosa, pero ya me había avisado el tío Armando que el modo de hablar de los mejicanos y su galanteo son muy particulares y que no lo tomara demasiado en cuenta. Pero mientras me besaba la mano, miré muy de prisa a Carlos; sonreía y me guiñó un ojo. De todos modos, que me besaran la mano y que me dijeran galanterías me halagó muchísimo y, al mismo tiempo, me puso tan nerviosa que me empezaron a temblar las piernas. Me agarré más fuerte al brazo de Carlos y dije:

– Muchas gracias, don Luis, pero me parece que exagera.

Carlos se puso a reír muy fuerte y dijo:

– Espérame aquí, África, y no te dejes seducir por este sátiro ni llevar a ningún sitio, que voy a saludar a una vieja amiga y vuelvo.

Y desapareció. Me pareció que lo hacía por hacerme una travesura y ponerme en aprietos y tal fue la cara que debí de poner que Portazgo me preguntó:

– ¿Tan mala es la fama que me ha puesto Carlos Mata? No pases cuidado que te llevaré a nuestra mesa y te dejaré rodeada de las amigas de mi madre. En seguida verás que son peores que los hombres y que te van a mirar como si fueras un experimento de laboratorio.

Me pareció que aquello que me decía era mucho más normal y fue entonces cuando empezó a caerme simpático. Nunca es tan fiero el león como lo pintan… menos en algunos casos.

Para ir a nuestra mesa, que era evidentemente la principal y en la que rogué a Dios que también se sentara Carlos, teníamos que cruzar la pista de baile y, cuando íbamos más o menos por el centro, Luis Portazgo se volvió hacia mí y me dijo:

– No voy a dejar pasar esta oportunidad sin que bailemos porque después, con tanta gente como la que ha venido y todos los hombres de Méjico queriéndolo hacer, no voy a poder bailar más veces contigo. -Me enlazó por la cintura y me dijo-: ¿Permites?

Aún recuerdo la intensa emoción de aquel momento. No había dado un paso de baile en más de doce años y, de pronto, estaba en los brazos de un hombre que, ay Virgencita, se empeñaba en mecerme al son de un bolero. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Todavía me resuena toda su música en los oídos. «Aquellos ojos verdes, de mirada serena…» ¡Dios mío! ¿Cómo podría describirte las sensaciones que se me despertaron? Un resto de prudencia hizo que me separara un poco de Luis, pero era un bailarín magnífico y simplemente con el ritmo, me forzó a abandonarme entre sus brazos. Y así, sin yo esperármelo, apenas con el roce de su chaqueta y la cercanía de su mejilla y el olor de su colonia, de un solo golpe, se me despertó el cuerpo entero. Había estado dormido durante más de doce años. ¿Te das cuenta de lo que me pasó? Fue como si me hubiera cruzado un rayo de parte a parte y se me llenaron de calambres las piernas. Sentí que me ruborizaba y que se me ponía la carne de gallina y que el corazón me latía fuerte y me pareció que me iba a desmayar.

No sé cómo conseguí llegar a la mesa sin caerme, ni cómo estuve sentada diciendo cosas sin que la tía María me reprochara después haber estado profiriendo tonterías, ni lo que cené, ni cuánto bebí. Creo que era champaña, pero no podría asegurarlo. Carlos me rescató dos o tres veces de los brazos de los «moscones», como los llamaba él, y bailó conmigo despacito para que recuperara la calma. Me contó historias de Acapulco y me dijo que al día siguiente me llevaría a ver cómo los chicos locales saltaban al agua desde La Quebrada. Pero en cada vuelta que me daba, me parecía ver los ojos de Luis Portazgo o de alguno de los moscones que me seguían desde lejos mientras hablaban con la gente o escuchaban o bailaban con alguien.

Al final de la fiesta, cuando Carlos y su madre decidieron que había llegado el momento de marcharnos, Luis se acercó a despedirnos y, mirando a la tía, preguntó:

– ¿Me daría usted permiso, doña María, para invitar a su sobrina mañana a almorzar a mi barco?

– ¡Ah no! -interrumpió Carlos-, mañana la quiero toda para mí y no comparto a África con nadie. La llevaré a la playa y a montar a caballo y a bañarnos. No, no, ni se hable de eso… Privilegios de la sangre, Luis, lo lamento.

Portazgo se inclinó brevemente y, aceptando la derrota, separó las manos con las palmas hacia arriba, sugiriendo que sólo aplazaba la ocasión.

– Pasado mañana, tal vez.

Carlos inclinó la cabeza para mirarlo de hito en hito y dijo:

– Tal vez.

Habría debido sentirme decepcionada, pero no fue así. Las sensaciones del principio de la fiesta aún me daban miedo de mí misma y me encontraba mucho más segura con el calor cariñoso que desde el primer momento me estaba demostrando Carlos. Mejor, mejor. ¡Ay, si hubiera sabido!

– Bueno -dijo la tía María cuando ya estábamos en el coche volviendo hacia el hotel Las Brisas-, libraste a la chamaquita de las garras de un Portazgo. Menos mal, Carlos. Una cosa es que África se divierta y otra es que se la coma un dinosaurio, ¿no?

Carlos no dijo nada. Sólo en la oscuridad me cogió la mano y me la apretó suavemente.

En el vestíbulo del hotel, la tía se despidió de nosotros diciendo que estaba cansadísima y ya no para estos trotes y Carlos me dijo que me ofrecía la del zarpe en el bar. Igual me daba porque no tenía ganas de irme a la cama: las emociones habían sido demasiadas y me vendría bien relajarme un poco. Carlos pidió un whisky con soda y yo una coca-cola y estuvimos un rato en la barra, casi solos, hablando de esto y de aquello. Al principio me preguntó por mis impresiones de Méjico y luego, poco a poco, por lo que había sido mi vida. Charlamos durante mucho rato, hasta casi la madrugada. Y yo le pregunté por el mundo de los toros y por lo que era su vida y cuánto miedo daba ponerse delante de un animal de seiscientos kilos dispuesto a matarte. Y le pregunté por sus amores. Se encogió de hombros y dijo:

– Bah, no hay nada que contar, no tienen interés.

Entonces se levantó, me ofreció la mano y dijo:

– Hora de ir a dormir.

– ¿Ya es la medianoche? -pregunté. Lo entendió en seguida.

– Ya, Cenicienta. -Y puso la sonrisa más bonita y más tierna del mundo-. Pero mañana, más.

Fuimos cogidos de la mano hasta la puerta de mi bungalow. Allí se detuvo, me hizo girar sobre mí misma y me dijo:

– Buenas noches, África, que tengas los sueños más hermosos del mundo.

Le quise dar un beso en la mejilla pero no se dejó. No. Me puso las manos en las caderas y tiró de mí hacia él, acercando mucho su cara a la mía.

– ¿Qué haces? -dije.

– Te beso.

Y me besó suavemente en los labios y cuando se iba a separar para mirarme de nuevo, me mordisqueó el labio inferior, como una travesura.

¿Dormir? ¿Quién iba a dormir? ¿Cómo podría haber dormido después de una noche así? Carlos había abierto mi puerta, me había franqueado el paso y, sonriendo, había dicho en voz baja: «Felices sueños, hasta mañana, África». Y allí me había quedado de pie en el centro de la habitación con los brazos caídos a lo largo del cuerpo incapaz de reaccionar, presa de las más increíbles sensaciones. Mirándote alguna vez, chamaco, he estado segura de que tú también has sentido ese tipo de temblor que es más que físico. Por eso te lo cuento, sabiendo que lo entiendes.

Al cabo de un buen rato, como en sueños, casi sin darme cuenta me abrí la cremallera del traje de noche, me quité los tirantes con un movimiento de hombros y dejé que el vestido se deslizara hasta el suelo. Me quedé casi desnuda. Como una autómata, ahora ya sin importarme la decencia o el pudor, anduve hasta el borde de la piscina, me senté, dejé que mis piernas colgaran dentro del agua muy tibia y me quité el sujetador. Después me deslicé dentro del agua dejando que todas las sensaciones se me acumularan, me electrocutaran, me erizaran la piel y luego me fueran calmando el ardor inesperado que me tenía agarrada desde la garganta hasta el vientre. No era ni capaz de pensar en absolutamente nada.

Mucho rato después, me sacudió un largo escalofrío y finalmente decidí (fue mi única decisión consciente) salir del agua. Pero no sentía frío alguno. Me sequé muy despacio con una toalla suave y perfumada que encontré en el baño y, por una vez, la primera de todas, me recreé en acariciarme el cuerpo lentamente con una crema hidratante, deteniéndome en sitios que me habrían costado centenares de miles de avemarías si en ese momento se me hubiera pasado por la cabeza irme a confesar. Me daba igual. Todo me daba igual.

A lo lejos, por encima de las colinas, había empezado ya a clarear y recuerdo haber pensado que valía la pena hacer coincidir este amanecer tropical con el despertar bien tardío de mi cuerpo. Me tumbé en la cama y me quedé inmóvil. Y así pasaron muchas horas.

Hacia las once de la mañana, me sacó del ensueño el timbrazo insistente del teléfono. En algún momento me había cubierto con una colcha ligera supongo que para protegerme del relente de la madrugada. Alargué la mano y descolgué el auricular.

– Diga.

– Tú y yo tenemos una cita -dijo tranquilamente la voz de Carlos. Me incorporé de un salto, como si me hubiera pillado en falta-. ¿Recuerdas? Me prometiste que vendrías conmigo a la playa y luego a La Quebrada y que después comeríamos juntos, ¿no?

– Sí -contesté con un hilo de voz. Carlos se rió alegremente.

– Muy bien. Verás: te espero dentro de media hora abajo en el lobby. Llévate el traje de baño -¡Dios mío, el traje de baño!-, y no se te ocurra ponerte zapatos de tacón.

Colgó antes de que me diera tiempo a reaccionar.

Me entró un frenesí de actividad para arreglarme lo mejor posible, peinarme un poco el desorden de los cabellos mojados unas horas antes en la piscina, arreglarme la cara, ponerme un traje de baño, el más modesto de los tres que me había comprado la tía, una blusa y una falda de lino blanco. Lo hice todo sin reflexionar, sin pensar en lo que estaba sucediéndome, sin preguntarme siquiera si todo aquello era una locura que alguien debería parar…

Un botones me dijo que don Carlos me esperaba afuera en su carro. Efectivamente, allí estaba en la mismísima entrada con el haiga americano descapotable más grande que hayas visto jamás. Era un Chrysler beige de los de asiento corrido. Al verme salir del hotel, Carlos sonrió. Su mirada no se apartó de mí ni por un momento mientras me acercaba al coche. Recuerdo haberme puesto más colorada que un tomate.

El portero me abrió la puerta, me senté en el coche y Carlos, que tenía el brazo pasado por encima del respaldo, me puso la mano sobre el hombro derecho, me atrajo hacia él y me dio un beso furtivo en la comisura de los labios.

– Hola, África. ¿Has dormido bien?

Hice un gesto negativo con la cabeza y añadí «no mucho». Él se rió y puso las manos sobre el volante. Las tenía muy morenas, surcadas por grandes venas que les daban sensación de fuerza, y los dedos eran finos, largos y poderosos. Me fijé en que tenía las uñas perfectamente cuidadas. Hasta aquel mismo momento había pensado que nunca me gustarían los hombres con vello en las manos, ya ves.

– ¡Dios mío! -dije llevándome una mano a la boca-. No he hablado con tu madre ni le he dicho que salía contigo.

– No te preocupes, ya se lo he dicho yo.

Carlos daba en todo impresión de calma, de serenidad. Siempre parecía estar seguro de lo que hacía o de lo que acababa de hacer o de lo que se disponía a hacer. Tenerle al lado era como estar junto a una gran fuerza protectora. Creo que esa formidable seguridad en sí mismo, unida a su enorme ternura, acabaron de desarmarme. Aplacé todo juicio hasta más tarde, no sé cuánto más tarde, ni creo que me importara, y decidí dejarme ir. Por un día, bah, por un día en toda mi triste vida de veintinueve años.

Le estoy viendo ahora, vestido impecablemente con un pantalón de gabardina beige clara y una camisa azul con las mangas arremangadas casi hasta los codos. Llevaba unos mocasines marrones muy finos, como guantes, y no se había puesto calcetines. En ese momento, me pareció el hombre más guapo y más encantador del mundo.

Mientras arrancaba el motor, volvió la cara una vez más para mirarme. «Vamos», dijo. En la bajada hacia Acapulco, fuimos hablando de tonterías. Ni me acuerdo. Cuando el tráfico nos obligaba a parar, la gente se detenía y nos señalaba con el dedo: «¡Mira! Es Carlos Mata», decían. «Torero», gritaba alguno. «Adiós, adiós», decían otros.

Carlos sonreía y en ocasiones saludaba levantando una mano.

– No hagas mucho caso -me dijo-, en Méjico los toreros somos muy célebres, casi como héroes nacionales…

– No, si no hago caso. Sólo intento esconderme para que no me vean.

Por fin, después de dar muchas vueltas y acabar siguiendo la avenida del mar, la Costera, llegamos al Zócalo, donde está el puerto deportivo. Carlos aparcó el coche en un sitio que parecía reservado para él, sonrió una vez más y me dijo:

– Vamos.

– ¿Adonde?

– Mujer, yo también tengo un barquito. No es como el de Luis Portazgo, claro, pero creo que nos las arreglaremos.

Era una embarcación Riva toda de madera, con un solo doble asiento y un motor que, por el ruido ronco que se oía (lo había puesto en marcha un marinero que andaba por ahí nada más vernos llegar), debía de ser muy potente.

Antes de montarnos, Carlos sacó una bolsa del maletero del coche. Se quitó los pantalones, los dobló y los metió en la bolsa. Llevaba puesto un traje de baño y, aunque de reojo, no pude por menos de admirar su cuerpo. En la parte exterior del muslo izquierdo tenía una gran cicatriz. Era terriblemente larga: le iba desde la rodilla hasta que la cubría su bañador. Debí de poner una cara muy rara, porque se miró la pierna y después me miró a mí y dijo:

– Guanero Un toro de seiscientos kilos -Se encogió de hombros-. Me enganchó al entrar a matar

– Duele muchísimo, ¿verdad? -Me había puesto la mano en la boca del horror que me producía la mera idea.

– Bah, tuve suerte. -Me miró sonriendo-. ¿A ver qué cicatrices tienes tú en las piernas?

Me quedé completamente paralizada de la vergüenza y entonces Carlos se dio la vuelta para no mirarme y saltó a su barca. Me quité la falda y me desabroché la blusa y el último pinche botón no se acababa de soltar. Por eso me quedé con la camisa puesta, como él. Pensé «no seas paleta». Carlos se volvió y con gran cuidado de no mirarme más que a los ojos, me ofreció su mano derecha para ayudarme a subir a bordo. Sólo dijo «ponte cómoda ahí», señalando el asiento de babor (oh, sí que aprendí los términos marineros en aquellos meses).

Soltó la amarra y arrancamos. Fuimos a navegar alrededor de la bahía y dimos la vuelta al promontorio para ver a los saltadores de La Quebrada y un poco más al norte buscando playas de aguas poco profundas y, por el camino, nos cruzamos con un enorme yate blanco que se llamaba Malaquita. Carlos se rió y señalándolo dijo:

– Ése es el de Luis. Me parece que has salido perdiendo con el cambio.

Me salió inesperadamente del fondo del corazón exclamar:

– ¡No, no, ni hablar! -Y luego, como me dio mucha vergüenza, añadí-: La verdad es que prefiero pasar este primer día con un malo conocido que con un bueno por conocer… Pobre Luis. Me parece que se quedó muy chafado anoche cuando le dijiste que yo con quien tenía una cita era contigo.

Carlos soltó una gran carcajada.

– Qué va, en absoluto, ni por un momento. -Debí de poner cara de extrañeza, porque dijo-: Somos grandes amigos desde el colegio y te aseguro que no le ha importado. -Sacudió la cabeza-. Algún día tendré que dejarte salir con él… pero dentro de mucho tiempo, ¿eh?

Sé que me puse colorada una vez más. Entre eso y el sol del trópico, por mucho aceite bronceador que me hubiera puesto, debía parecer una bombilla. Enciendo, apago, enciendo, apago. Ay, chamaquito, las cosas que se hacen de joven.

Por fin, en un extremo de la gran bahía, Carlos paró la barca y cortó el contacto del motor.

– ¿Qué haces?

– En algún momento nos tendremos que dar un baño, ¿no? Pues ahora.

Y se lanzó al agua sin más. Tardó en salir por el otro lado de la barca.

– Pero ¿no hay tiburones? -le grité.

– ¡Qué va! En la bahía, no. Anda, ven.

Y así pasamos el día, como dos viejos compañeros, charlando de mil cosas, riendo, discutiendo a veces. Pero en toda la mañana no habló de la noche anterior. Almorzamos en un club marítimo, cóctel de gambas y fruta tropical y una botella de vino blanco helado. Carlos me hizo prometer que saldríamos aquella noche a cenar y a bailar. Me pensaba llevar a La Perla en el Mirador para ver cómo los chicos se sumergían con antorchas de hasta cuarenta y cinco metros, pero sólo a unas horas muy precisas para que no los destrozaran las olas.

– ¿Pero y tu madre?

– Ah, no. Nada. Cuando vayamos a cambiarnos, le decimos que salimos con el grupo de los Portazgo y ya está. ¿Por qué te pones tan seria?

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no nado? -le pregunté-, ¿que no disfruto de nada, que no bebo vasos de vino y como cócteles de langostinos?

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que quería besarte?

Bajé la mirada e hice que no con la cabeza.

– Es más. ¿Sabes cuánto hace que te quiero?

Me encogí de hombros. Quise decir «no», pero no me salió sonido alguno.

Encendió un cigarrillo, uno de los pocos que le vi fumar jamás, y me acarició el codo.

– Pues te lo voy a decir. ¿Recuerdas cuando estuve en Cádiz hace cinco o seis años? ¡Claro que lo recuerdas! Me dejaste deslumbrado y pensé en raptarte allí mismo. Pero supe que era imposible porque se te veía el daño que te había hecho tu marido, lo frágil e indefensa que estabas y comprendí que, por mucho que un primo tuyo torero te dijera que te iba a proteger porque se había enamorado de ti en un segundo y te quería llevar a Méjico, me ibas a mirar como si estuviera loco e ibas a salir corriendo en la dirección contraria. -Se rió-. Soy un hombre muy paciente, ¿sabes?, muy paciente. También sabía que en Madrid, con tus padres de por medio, tu niña, el ambiente, todo, me iba a ser imposible siquiera acercarme a ti. Por eso decidí esperar, conformándome con saber lo que hacías… durante años.

– Me das miedo, Carlos…

– … No, no, no -dijo tiernamente cogiéndome una mano-, no es para darte miedo, es sólo para decirte que te quería proteger, que no iba a permitir que te fueras de mi vida y que conspiré, con el mayor de los amores, para que acabaras viniendo a Méjico. -Estuvo conduciendo en silencio durante unos instantes. Sonrió-. Sólo era cuestión de sugerirle la idea a la tía Ramona…

– ¡Pero si somos primos hermanos, Carlos!

– ¡Bah! ¿Y eso qué más da? ¿Cuántos reyes se han casado con sus primas, cuántas enamoradas de cuento de hadas se han ido a vivir para siempre felices con sus primos? Tonterías, África…

– ¡Pero si estoy casada!

– ¿Sí? ¿Te consideras casada con aquel miserable?

– No, claro que no, pero la ley sí.

– La ley allá dirá lo que quiera. A la ley aquí parece que el divorcio es perfectamente razonable.

– Estás absolutamente loco. Quedo con mi primo para ir a la playa una mañana y de repente me encuentro discutiendo de mi matrimonio con él. -La idea me pareció verdaderamente cómica y no pude reprimir una carcajada.

– Ríete, ríete más, es el sonido más bonito que he oído en mi vida -dijo Carlos-, como las campanas de una catedral lejana retumbando con su eco en una copa de cristal de roca.

Ésa fue exactamente la frase que utilizó y me enmudeció. ¡La recuerdo tan perfectamente! Dicha por otro cualquiera, me podría haber parecido cursi. Pero dicha por él me pareció una de esas cosas tan hermosas que recitaba de pronto el tío Adolfo Anglés en su estudio.

Ay, Javier. Muy poquito a poco, muy despacito, con el calor del vino y el frescor de la brisa, estaba empezando a perder la cabeza, a ceder sin remedio, a dejar que se me derrumbaran todas las defensas. Y, «¿te he dicho que tienes las piernas más bonitas del mundo? ¿Y el escote más arrebatador?»

– No lo sabes -dije en voz baja.

– Sí que lo sé. Estoy tan seguro que lo sé como si te hubiera visto desnuda.

– ¡Carlos!

Fue en mi habitación del hotel Las Brisas, el bungalow 24. El único bungalow que existe ya en el mundo para mí. Lo tengo grabado a fuego en la memoria. ¿Cómo podría nadie olvidar una cosa así? ¿Cómo podría yo llegar a olvidar lo que mucho después tuve que acostumbrarme a considerar como el único recuerdo de mi vida, la locura, el vuelo a las estrellas?

Y cada vez que iba a protestar, me callaba a besos. Y me fue desnudando hasta que dejó de importarme. Hasta que me dio igual que me viera, que me besara donde me besaba, que me tumbara en la cama aquella que era como de matrimonio. En esa cama, en ese primer par de horas estuve más casada con él que lo había estado en casi doce años con el miserable del padre de Martita. Una sola millonésima de segundo de una sola caricia de sus manos valía más, me enloqueció más que las patéticas, egoístas y patosas babas de mi marido. No sabía que pudieran experimentarse aquellas sensaciones, chamaquito, no sabía que se pudiera volar como si se fuera a tocar el cielo con cada uno de los nervios más placenteros del cuerpo. Carlos me enseñó que yo los tenía a miles y a cada uno lo cuidó, lo acarició, lo hizo enloquecer y lo sació.

Eso era lo que te tenía que contar, Javier, para que supieras que sí tuve instantes de felicidad, para que nunca te quedes con la impresión del fracaso de toda mi vida, con la desolación de mi tristeza sin remedio. ¡Oh, no!

Carlos me hizo mujer, me enseñó todo y lo hizo con tal ternura, con tanto amor, con tanta pasión que aún hoy se me saltan las lágrimas y me bailan los pechos. Pero es una ensoñación porque todavía guardo un secreto. Uno solo.

15 de octubre de 1973

No estás en Madrid, chamaco. Estás lejos. Ya te has ido hasta por lo menos Navidades y nuestras confidencias tendrán que esperar hasta la primavera. Pero hoy he decidido romper la regla de nunca escribir en el diario si no hemos hablado antes en nuestro banco. Me encuentro mal. Te fuiste y hubiera querido decirte que ya te echaba de menos. Me siento mal, me duele la tripa, estoy nerviosa, a veces me pongo histérica. He ido al ginecólogo.

Hace tres días cumplí cincuenta y dos años. Te quedaste para festejarlo con toda la familia y justo ese día llovió. No pudimos salir de casa. Y salir de casa era justo el regalo que me había prometido a mí misma. Sentarnos en el banco aunque fueran dos minutos. Cincuenta y dos años, chamaco. ¿Y tú? Treinta y cuatro. ¡Dios mío, cómo eres de joven! Me has regalado un pequeño colgante de oro para la cadena que llevo en el cuello. No me lo quitaré nunca.

No me encuentro bien, me duele todo, lloro por cualquier tontería. ¡Ay, cómo te echo de menos!

He releído todo lo que he escrito en el diario y ¿sabes lo que me consolaría? ¿Lo único que me consolaría? Seguir contándote mi violento asalto de amor por Carlos. Pero no. No puedo hacerlo. Y no es por ganas de no sufrir a solas sino porque, si no uno mi historia a la tuya, ¿cómo puedes seguir siendo mi chamaco de mi diario? Sería traicionarte. No, no. Debo esperar a que nos volvamos a sentar en el banco en primavera. Y mientras tanto, me tendré que limitar a mirarte en Navidades, sin poderte decir nada. Lo sé, porque, con la mala suerte que tengo, en Navidades hará un frío pelón y no podremos salir al jardín ni un minuto. Ni un minuto para reconfortarme y poder esperar hasta la primavera. Ganar tiempo al tiempo, ¿sabes?

¡Qué obsesión! No debo obsesionarme.

Me duele todo. Ya me puede decir el ginecólogo lo que quiera y mandarme tomar aspirinas que yo sé que me está llegando la hora de que se me seque el cuerpo. Me llega la menopausia y se me acaba todo. Pero entonces ¿cómo es posible que sienta esto que siento?

Cuando volví de Méjico, me había quedado paralizada por dentro. ¡Hace tanto tiempo ya! Durante años viví insensible a todo. Había perdido toda capacidad de amar. Y ahora resulta que, al mismo tiempo que mi cuerpo me manda señales de que esto se acaba, la he recuperado de golpe, Javier. Ay, chamaco, ¿qué puedo hacer? No me lo puedo esconder más, no me lo puedo callar más.

Te adoro, te quiero. ¿Te enteras? ¡Sí! Yo, África, te quiero a ti, con un amor del que ya no me creía capaz. Dios mío. ¡Quererte a ti que eres un niño! Qué ridículo. Mirarte cada vez que vienes, saber que vas a venir, y no poder hacer nada. Porque, ¿cómo te lo voy a decir? ¿Para que me mires horrorizado, avergonzado, sin saber qué contestar para no hacerme daño?

25 de abril de 1974

¡Has vuelto!

Escribí eso y me fui a acostar. Pero no he podido aguantarme. Me he levantado de la cama y me pongo a escribir de nuevo:

Has besado ruidosamente a todos, como siempre haces y luego, riendo, has abierto los brazos y me has apretado fuerte y me has dicho: «¡Tía África! ¡Pero si estás guapísima!» Me temblaban las piernas, chamaquito.

Hemos comido toda la familia y, a la hora del café, has dicho que hacía una tarde buenísima y que querías asomarte al jardín a ver cómo iban los rosales del abuelo. Papá y tu madre dijeron que ellos también venían a ver los brotes. Y los cuatro hemos paseado por el camino hasta llegar al banco del fondo del jardín. Yo intentaba disimular como si no pasara nada. Bueno, en tu caso, no pasaba nada, claro, pero en el mío, apenas si podía aguantarme los nervios. Los he tenido disparados todo el invierno. Lo he pasado fatal. A ratos incluso he creído volverme loca de obsesión. Y como no tenía gran cosa que hacer si no era pensar en todo esto y padecer las consecuencias de mi edad en todo el cuerpo, he pasado todos estos meses como una histérica. Es verdaderamente horrible. Mamá me decía: «Vamos, niña, que nos ha pasado a todas, venga, que somos como los rosales de tu padre: acabamos de echar hijos al mundo con dolor y nos secamos. Ya se te pasará, pero estate quieta, que pareces un alma en pena, llorando todo el día…»

Papá, tu madre y yo nos hemos sentado en el banco mientras tú te quedabas de pie frente a nosotros hablando sin parar.

¿Sabes que casi ni me he enterado de lo que decías? Sé que contabas cosas de Nueva York y del esquí en no sé qué sitio y de que en el fondo habías venido antes de lo que solías porque en Portugal hay una revolución que llaman de los claveles (las gentes poniéndole un clavel a cada soldado en el agujero del fusil, en señal de paz) y que lo mismo iba a pasar aquí pronto… Papá se enfadó, como siempre se enfada cuando os metéis con Franco, y dijo que no quería seguir hablando de eso. Todo me sonaba como una música de fondo y a mí no me importaba. Sólo me importaba verte y en lo único en lo que me fijaba era en tus manos. Tus manos, chamaco, tan delgadas y tan fuertes.

Esta noche, en mi cuarto, había decidido no escribir más que dos palabras: Has vuelto, porque no me sentía con fuerzas de añadir nada más. Era lo único que me importaba. Y las he escrito. Pero después me he acordado de tus manos y, tumbada en la cama, he pensado en cómo me gustaría que me acariciaras, que me las pasearas por todo el cuerpo y me soliviantaras igual que me enloquecía Carlos hace cien años.

¡Qué locura, Dios mío! ¿Cuándo lograré dormirme? ¿Cuándo entraré en razón en lugar de actuar como una niña de dieciocho años?

3 de junio de 1974

No. Después de esta tarde, no quiero hablar de ti aún. Ha sido una conversación triste. Casi la más triste de mi vida. Sé que estaba abatida y lejos. Y ahora miro esta página vacía y no me atrevo todavía a escribirte, chamaquito de mi diario. Todavía no.

Déjame que acabe de contarte mi historia de Méjico y luego hablaré contigo. ¿Sí? Hoy te acabo mi historia de Méjico.

Durante meses de aquellos años 49, 50, 51, Carlos y yo hicimos una vida de novios furtivos.

Nos escapábamos a sitios disparatados y arriesgados: siempre estábamos en un tris de que nos descubrieran. Pero como Luis Portazgo era muy amigo de Carlos no le importó convertirse en mi acompañante galante y aparecer aquí y allá, en fiestas y saraos, en lugares públicos y en pequeñas reuniones privadas, en estancias y balnearios, llevándome del brazo. Era un compañero encantador, hecho pedazos por una tragedia inconcebible en Méjico: era homosexual. Pero gracias a eso y al cariño cómplice que nos tomamos, nos convertimos en la tapadera de cada uno y ambos en los protectores sigilosos de nuestros amores.

Fue por aquella época cuando Carlos decidió comprar La Morucha, una gran finca cerca de León. La casa era grande, pero la mandó remozar y ampliar para hacer de ella nuestro refugio. Un palacio para África, dijo. ¡Y qué maravilloso escondite fue! ¡Cuántas horas de felicidad robamos al destino! Yo creo que nos protegía la suerte. Sólo mucho más tarde comprendí que era para compensarnos del precio que nos acabaría exigiendo. Sólo ahora sé que durante meses la vida nos dejó en paz porque estaba llegando a su final.

Íbamos a La Morucha cada vez que podíamos. Sólo cuando la tía María se iba de viaje a Europa o a Argentina, yo creo que tenía un novio por allí, aprovechábamos y hacíamos algunos viajes. Carlos los llamaba «lunas de miel y champaña». Siempre decía que era el único hombre del mundo que tenía la fortuna de irse de luna de miel una vez al mes. Así conocí Nueva York y Los Ángeles y las islas del Caribe y Cuba y Puerto Rico.

¿Y el trabajo?, me preguntarías si pudieras hacerme preguntas desde el diario. Pues el trabajo era cosa de la imaginación. La tía Ramona hacía la vista gorda, convencida de que acabaría casándome con un Portazgo, y yo escribía a Madrid contando historias inverosímiles sobre mi buena suerte.

Tramé con la tía Ramona la posibilidad de obtener un divorcio en Méjico «por si Luis Portazgo se acaba decidiendo a pedir tu mano, chamaquita, que me parece más lento que un caracol» y empecé a escribir cartas reclamando la venida de Martita para muy pronto.

Carlos y yo hacíamos planes de cómo sorprenderíamos a todos y de cómo los pondríamos frente a los hechos consumados y no tendrían más remedio que aceptar nuestro matrimonio.

– ¿Estás seguro? -le preguntaba yo con un sexto sentido que hubiera preferido no tener-. ¿Estás seguro de que todo saldrá bien?

– Pues naturalmente, chamaquita -contestaba él invariablemente-. ¿Qué quieres que salga mal?

– Le tengo mucho miedo a tu madre.

– ¿A mi madre? ¿María Anglés? ¿Conmigo que soy su ojito derecho? Ni hablar. Y además es encantadora y te quiere mucho.

Carlos me hacía pequeños o lujosos regalos, siempre exagerados y locos, que yo tenía que rechazar o esconder en La Morucha porque su procedencia habría sido inexplicable para el resto de la familia. Sólo acepté llevar uno: una sortija muy sencilla de oro trenzado que me regaló públicamente, en la fiesta de la familia, el día en que cumplí treinta años.

Al principio no quise acompañarle a la plaza cuando toreaba. Daba mala suerte, era cosa sabida, que la mujer de un torero estuviera presente en la corrida. La costumbre imponía que ella esperara en casa el regreso de su marido. ¿Pero qué justificación tenía yo para hacerlo si no estaba casada con él y nadie debía sospechar que podría llegar a estarlo algún día? Él no cejaba en el empeño.

– Nada, África, tienes que venir con mi madre, sobre todo porque estoy convencido de que eres para mí como un amuleto de la suerte. ¿Qué hago yo si miro a la barrera y no te veo? ¿A quién le brindo todos mis toros?

– ¡Ni se te ocurra!

– Lo haré con el corazón. Siempre con el corazón a ti, África.

Y allí estábamos la tía María y yo en cada festejo que toreaba en Méjico e incluso en algunas de las corridas que iba a torear a Colombia, siempre acompañadas por mi fiel Luis. Luis entendía mucho de toros y gracias a sus pacientes explicaciones acabé enterándome de lo que era una corrida, de qué es lo que pasaba en ella, de cuáles eran las suertes y hasta del talante de los toros. Carlos, además, acabó comprando una ganadería de reses bravas para La Morucha. En secreto la llamaba «la ganadería africana». ¡Cuánta cursilada!

Era verdad que se hacía algo raro que no acabáramos Luis Portazgo y yo de formalizar «nuestra relación». Siempre nos hacíamos los despistados y, naturalmente, la excusa oficial era mi condición de separada, abandonada y no divorciada. Las buenas formas y las apariencias nos obligaban a comparecer en público siempre en compañía de alguna «carabina» que inevitablemente acababa siendo mi primo Carlos, claro. En aquella época nació la leyenda de que África Anglés, la virtuosa, era una pieza inalcanzable para los hombres que aspiraban a conquistar su corazón. África Anglés era capaz de dominar con una mirada el ardor y los afanes de conquista de cualquier hombre mejicano. Era un témpano de hielo y su virtud, inquebrantable. ¡Imagínate! ¡Yo que había sido incapaz de resistir el primer empellón que me dio mi propio primo! ¡Vaya virtud la mía! Todos se habrían escandalizado, habrían dicho cosas bien distintas sobre mi virtud si me hubieran visto pasearme desnuda por los salones de La Morucha y tumbarme en uno de los sofás para ofrecerme a cualquier capricho de Carlos.

Carlos era como una droga: no podía vivir sin él. Pensar en no verle un día se convertía en un sufrimiento inaguantable. Oh, sí, había perdido la cabeza hasta extremos imposibles de imaginar. Pero si eso es el amor, si duele de ese modo e incendia de esa manera, si es capaz de transportarte al cielo y despeñarte al infierno en menos de un momento, que Dios lo bendiga. Yo no quería sentir otra cosa. Hasta me producía placer sufrir esos instantes de desesperanza o de soledad. ¡Qué más daba, me decía a mí misma, si apenas un poco de paciencia me volvía a subir hasta las estrellas!

Por eso, no puedes imaginar la tortura que fue para mí que Carlos tuviera que ir a Madrid, a España, a hacer la temporada. Él tampoco soportaba la separación, tanto que después de la Feria de San Isidro de mayo aquel año, aprovechando que un toro le había dado un varetazo al poner banderillas, dijo que tenía fuertes dolores en el brazo derecho, probablemente una luxación agravada por una antigua herida, y que no le quedaba más remedio que regresar a Méjico e ir a tratarse a Estados Unidos.

Fue en esas semanas interminables cuando aprendí a disimular mis sentimientos, mis angustias y a poner las caras imperturbables que luego, ay, me sirvieron de tanto cuando tuve que aparentar que seguía con vida por fuera aunque en realidad me hubiera muerto del todo por dentro.

A Madrid, Carlos se llevó de mi parte decenas de regalos para Martita y para todos los demás. Fue idea suya y dijo que, por serlo, costearía él las compras. Al principio me opuse porque no habría podido pagarlas ni queriendo: seguía siendo pobre de solemnidad pese al tren de vida que entre todos me costeaban y al sueldo nominal que la tía Ramona me pagaba, se supone que por trabajar en su tienda de modas.

Pero Carlos me convenció diciendo que era el único modo de hacer ver a la familia que yo estaba prosperando y acabé cediendo.

Y así fue pasando el tiempo. Vivía en mi mundo en las nubes y sólo muy de tarde en tarde me asaltaba una pequeña angustia provocada por la posibilidad de ser descubierta. Pero incluso eso se me olvidaba la mayor parte del tiempo y con total inconsciencia tomaba riesgos que la más elemental prudencia hubiera dicho que eran más que peligrosos. ¡Ay, chamaquito!

Parece mentira la capacidad de algunos hombres para la premonición. Y luego decimos del instinto femenino. Una tarde, dos años ya después de llegar a Méjico, en que estaba yo en la biblioteca del tío Adolfo leyendo y mirándole a ratos componer, creo que me dijo que estaba escribiendo una paráfrasis de una obra de Shakespeare, Los sueños de una noche de verano, levantó la mirada hacia mí y dijo (no sé qué truco de la memoria me hace recordar las palabras una a una como fueron dichas, como si estuvieran grabadas a fuego en mi cabeza):

– África, siento una cierta preocupación por ti.

– ¿Sí? -pregunté, repentinamente alarmada.

– A menudo la belleza casa mal con la felicidad, ¿sabes? Y veo tan frágil tu felicidad, que temo por tu belleza…

– No te entiendo, tío. -Me latía muy aprisa el corazón.

– No hablo de tu belleza física ahora. Hablo de tu corazón y de tu cordura. No quisiera parecerte más pesimista de lo que soy por naturaleza, pero cuando te veo tan alegre, tan despreocupada y simultáneamente a veces tan preocupada y tan entristecida porque te has quedado en soledad, me alarmas. -Levantó un dedo sin despegar la mano de la mesa camilla, para que no le interrumpiera-. Porque la facilidad con la que pasas de la gloria enardecida al abatimiento, los altibajos de tus humores hacen transparente tu corazón. Es bueno que así sea, porque cuanto más transparente, más puro es el amor. Pero también es malo porque hay quienes se resentirán de ello y te harán daño…

– ¿Quién me puede hacer daño, tío Adolfo? -exclamé en tono desafiante.

En realidad, trataba de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir. También quería explicarle, me parece que para convencerme de paso a mí misma, que la calidad y la fuerza de mi amor me hacían invencible y además ejercían como manto protector con el que defender a Carlos.

Tomó su copa de orujo y la olisqueó.

– ¡Tanta gente, África, tanta gente! -Y, por primera vez, bebió un sorbo del licor. Tosió un poco-. ¡Caramba, sí que es fuerte! -Me miró de hito en hito-. Nunca des por descontada la bondad de la gente que te rodea, pequeña cordera. Cuanto más grande es un corazón, cuanto más comprometido está, más vulnerable resulta para los que lo quieren mal.

– ¿Me quiere mal alguien, tío? Dime, ¿quién me quiere mal?

Sacudió lentamente la cabeza.

– Nadie… todavía, mi pequeña África. Los malos sentimientos, igual que los buenos, no nacen inmutables en la eternidad ni perduran sempiternamente. Los sentimientos cambian y casi nunca por culpa de uno mismo. Por eso suele sorprender tanto su alteración: porque es inesperada para quien padece sus efectos.

– Me asustas, tío Adolfo -dije, llevándome una mano abierta hasta el corazón, como si así pudiera protegerlo de malos presagios.

– No es ésa mi intención. Mi intención es ponerte sobre aviso y advertirte de que deberás defenderte con fortaleza cuando te llegue el momento… Y ese momento llegará, oh, sí. ¿Podrás esconder el objeto de tu amor indefinidamente cuando es transparente hasta para mí que soy un ciego para las cosas de este mundo? No podrás y ese día suscitarás las iras de muchos y tendrás que luchar para salir indemne. -Se levantó y vino hacia donde yo estaba sentada presa de tal pánico que no era capaz de moverme-. A veces, la vida es dura, pero rara es la ocasión en la que no busca compensar de sus rigores a quien los padece. Mi pequeña y bella África. Me pregunto a veces…

Pero cerró los ojos y no dijo más porque en ese momento se abrió la puerta del estudio y entró Alicia.

– Os vengo a llamar -dijo.

– ¿Ah? -dijo el tío Adolfo.

– Han venido Ramona y Armando y Carlos que trae una máquina nueva de hacer fotografías y pretende que bajemos al patio para retratarnos.

– Pues ahora bajaremos -contestó el tío Adolfo y, mirándome, añadió-: Y chitón y recomponte esa cara, que quienes te queremos te defenderemos. Siento haberte asustado. No quisiera haberlo hecho, pero sé que debo ponerte en guardia. Si no, la vida tiene esta manía de jugar malas pasadas a la buena gente, ¿eh?

Bajamos al jardín de la casa del tío Adolfo. La casa era muy sencilla, cuadrada, con un porche de piedra en el frente, una puerta de cristales, una pequeña fuente redonda a la derecha y una gran palmera a la derecha de ésta llenando todo de sombras que se mecían despacio al ritmo de las palmas. Recuerdo bien que, cosa curiosa, todos íbamos de blanco. Hasta Carlos que, con la excusa de que la temporada taurina había pasado y no había corridas, se había dejado crecer un bigote ridículo. No le gustaba que le hicieran fotos (dijo enfadado que él venía a hacerla, no a posar, «carajo») y se puso en ésta a regañadientes y dándonos la espalda. Aun cuando no se me había pasado el susto de mi charla con el tío Adolfo, la situación me pareció cómica y llena de ternura y tuve que aguantarme la risa.

Adolfo y Ramona se sentaron en sendos sillones de mimbre en el centro, frente a la puerta de cristales, yo me encasqueté una pamela blanca que había traído y me puse a mirar hacia la cámara en actitud que me parecía desafiante hacia el mundo entero. Carlos apoyó el pie en la fuentecilla aparentando indiferencia. Fue el tío Armando el que sacó la foto. La guardo en una caja de zapatos que algún día descubrirás en el fondo de mi armario.

Aquella noche en la cama, arrebujada contra Carlos, le conté lo que me había dicho Adolfo el poeta.

– Tengo miedo -le dije-, tengo miedo de lo que nos podría pasar si nos descubrieran, del escándalo que se podría armar…

– ¿Un escándalo te da miedo? -dijo riendo y abrazándome bien fuerte.

– No, no, mi amor. Lo que me da miedo es que me puedan forzar a marcharme de aquí, a volver a Madrid…

– ¡Pero qué ocurrencia más ridícula! Bah, ni lo pienses -dijo él-. ¿Quién va a poder conmigo, eh, chamaquita?

¿Quién iba a poder con él? ¡Dios mío!

Nunca llegábamos a dormir la noche entera en su cama, por supuesto. Siempre, a alguna hora imposible de la madrugada, me llevaba a casa. Y yo siempre me despedía con un susurro fuerte para que pudiera oírse por cualquier ventana abierta si alguien estaba esperando mi llegada: «Gracias, Luis. Hasta mañana, Carlos y Carmela», o Lupe o Malena o Andrés, lo que fuere, lo primero que se me pasaba por la cabeza.

Durante la temporada que Carlos había pasado en España hacía ya año y medio, había tomado la costumbre de ir a la tienda de modas de la tía Ramona y trabajar en ella. Lo cierto es que era entretenido. Los resultados empezaron a ser magníficos y muy rentables porque las chicas de la buena sociedad mejicana la habían puesto de moda. Son muy cotillas y sospecho que venían a ver en persona a la «gachupina virtuosa» que era prima de Carlos Mata, el diestro del momento. Imagino que también, y sobre todo, esperaban ver a Carlos en alguna ocasión. Bueno, que vieran a quien les diera la gana. La tía Ramona, que tenía un innato sentido del negocio, estaba encantada y, sin necesidad de establecer más formalidades, tomé la costumbre de ir todos los días, incluso después de que Carlos regresara. Hubiera sido difícil y demasiado revelador ausentarme de la tienda. Sólo cuando encontrábamos una excusa para hacer un viaje, desaparecía por unos días y nadie me decía nada.

De todos modos, me encontraba tan viva, tan en tensión, tan apasionada por todo lo que me rodeaba y me estaba pasando que era incapaz de sentir cansancio y no me importaba dormir apenas dos o tres horas después de haber pasado diez en brazos de Carlos y acudir puntualmente al trabajo al día siguiente. Y así pasaban los días y las noches, las semanas y los meses sin sentir.

Había algunos ritos mecánicos con los que cumplía regularmente: escribir a Martita y a los abuelos, mandar dinero para el colegio de la niña, cosas así. Pero me tenía que detener de vez en cuando para calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez en que había hecho esto o aquello. Sólo en alguna ocasión, la tía me dijo:

– Chamaquita, tienes que dormir un poco, que te van a llegar las ojeras a los pies. Y eso que te sientan bien, ya ves, niña.

– ¿Y si no lo hago ahora, cuándo lo voy a hacer?

– ¿La juerga, dices?

– Sí.

Se rió.

– Es cierto: se tienen veinte años una vez en la vida. Lueguito empieza a caérsele a una todo lo que se suele vencer con la ley de la gravedad, que son muchas cosas, chamaquita, ¿y quién te lo va a agradecer? Que la Guadalupana te bendiga, hija, ándele. Sólo téngame cuidado con las otras cosas de por ahí abajo y no me vaya a dar un sobrino-nieto porque se armaría la marimorena, ¿no es cierto?

Me abrió una cuenta en el banco y en ella empezó a depositar regularmente cantidades de dinero, lo que ella llamaba «el sueldo que te corresponde; no lo uses, así lo tienes ahorrado para cuando te traigas a tu chamaquita, ¿no?»

¿Cuánto tiempo había pasado desde mi llegada de España? Daba igual. Me daba lo mismo. Lo hablábamos Carlos y yo y decidíamos que en algún momento íbamos a tener que precipitar las cosas para resolverlas de una vez. Éramos tan felices que nos era indiferente todo. Pero finalmente decidimos que el único modo de hacerlo era consiguiendo mi divorcio. A nadie sorprendería puesto que hacía tiempo que lo hablaba con la tía Ramona. Lo único verdaderamente sorprendente sería el final de la historia.

Pero una madrugada, muchos meses después de mi charla con el tío Adolfo el poeta, cuando entré en casa y, como de costumbre, fui a la nevera para beber un vaso de agua o un zumo de piña, no lo recuerdo muy bien, el tío Armando estaba sentado en una de las sillas, con los codos apoyados en la mesa blanca, esperando. Delante tenía un vaso de whisky lleno de hielo y a medio beber.

– La bella África -dijo con su tono suave de siempre. Se llevó dos dedos a la perilla y la alisó. Llevaba puesto el pijama y una bata a cuadros y, en la mano izquierda, un libro que tenía cerrado sobre el índice para no perder la página que había estado leyendo-. No podía dormir y decidí esperarte para alegrarme la vista con tu llegada. -Sonrió.

– Hola, tío. ¡Pero si es tardísimo! ¿Cómo estás despierto a estas horas?

– Siempre estoy despierto a estas horas. Te oigo llegar todas las noches, ¿sabes? Siempre he sido poco dormilón. Cinco, seis horas, a veces menos. Hasta cuando era estudiante en San Petersburgo, prefería la juerga y la cerveza a la buhardilla y la cama. Y no te quiero decir los libros… En realidad, la buhardilla fue una conquista social mía frente a mi padre. -Sonrió-. Querían que me quedara en el palacete que tenían en la avenida Nevski, pero les convencí de que si iba a estudiar a la universidad, lo menos que debía hacer era vida de estudiante.

– ¿Cómo era San Petersburgo?

Puso los ojos en blanco.

– ¡Ah, San Petersburgo! La ciudad más bella del mundo. Inmensas avenidas, un palacio detrás de otro, cúpulas doradas de las iglesias reflejando vivamente el sol del verano, los días largos y perezosos al borde del río Neva. ¿Sabes lo que era verdaderamente maravilloso? Que los palacios estaban pintados de miles de colores diferentes: rojos encendidos, azules, verdes, marrones, amarillos; los parques eran inmensos con grandes extensiones de yerba y árboles gigantescos. Y luego, en invierno, todo se cubría de nieve, el río se helaba, pero no poco a poco, sino así, plaf, de golpe, de un momento a otro y quedaban congeladas las olas durante meses, como si las hubieran sorprendido con un encantamiento…

– ¿Lo echas mucho de menos? -Cogí una silla y me senté enfrente de él.

– ¿Mucho de menos? Pues supongo que sí, África. Era una ciudad maravillosa, era maravillosa para vivir. Y un día, vinieron los bolcheviques y la ensuciaron -dijo con desprecio. Era la primera vez que le oía hablar con tanta pasión-. Lo destruyeron todo, lo llenaron de sangre… -Sacudió la cabeza-. ¡Ah! No se la merecían. La habían conquistado con valor para que la suerte de los ciudadanos mejorara y los traicionaron. Qué quieres que te diga. Yo era hijo de un gran duque, sobrino del zar, nada menos -sonrió-, y, por tanto, era un privilegiado. Vi la que se nos venía encima y hasta me quedé unos meses para ver lo que los bolcheviques hacían con su famosa revolución. ¡Nada! Nada de nada. Y me fui.

– ¿Viniste aquí?

– No. Al principio, como todos, fui a París. Pero París era igual que San Petersburgo, una ciudad para privilegiados. Y un buen día, cogí el petate como se dice aquí y crucé el Atlántico. Acabé en Méjico de casualidad, ¿sabes? Fíjate cómo sería yo de terco que creo que vine aquí porque, cuando Stalin expulsó a Trotski de Rusia, y él se refugió aquí, yo le seguí porque quería hablar con él y preguntarle por qué.

– ¿Y hablaste con él?

Hizo que no con la cabeza.

– Nunca dejaron que me acercara a él. ¿Tú me ves aire de asesino revolucionario? Pues a mí los que le protegían no me dejaron y ya ves, a Ramón Mercader, sí. Estos mejicanos nunca entienden nada… Tuve suerte, eso sí, porque, en lugar de hablar con Trotski, acabé conociendo a tu tía y me casé con ella… -Sonrió nuevamente-. ¿Y tú, bella África? ¿A quién has tenido la suerte de conocer?

Me encogí de hombros y fui incapaz de mentirle. El tío Armando dio un largo suspiro.

– ¿Sabes? -dijo después de un largo silencio-, María es una mujer muy volátil. Es como un explosivo inestable… Me temo que sus reacciones son muy imprevisibles. En el fondo, puede pasar de la calma a la furia así -chasqueó los dedos-, en un segundo y entonces es capaz de cualquier cosa, hasta de sacar un cuchillo y clavárselo a alguien.

– Pero tío, yo…

Cerró los ojos mientras movía imperceptiblemente la cabeza de derecha a izquierda. Luego quitó el dedo índice de donde lo tenía colocado en el libro que estaba leyendo y lo apartó empujándolo hacia el extremo de la mesa.

– Sé lo que es el amor, África, lo sé bien. Es ciego y sordo. No atiende a razones y produce un exquisito dolor, como de agujas, que hace que se extravíe el buen sentido y se pierda la prudencia…

– Pero…

– Déjame terminar. Llevo meses observándote y conozco bien tu amor por Carlos. -Alargó sus manos y tomó una de las mías entre ellas-. Has palidecido. Sí, hija: hace meses que Ramona y yo intentamos distraer la atención de María…

– ¿Por qué no me lo habéis dicho? -protesté. De pronto noté que empezaban a resbalarme las lágrimas por las mejillas. Estaba aterrada.

– Ah, pero sí que te lo advertimos. Adolfo te puso en guardia hace tiempo, pero temiendo dañar tu amor, lo hizo con gran prudencia, simplemente para que tomaras precauciones. Puede que nos equivocáramos y que fuéramos demasiado discretos. Ramona creía que diciéndotelo Adolfo harías caso y te harías cauta. Luego, como andamos preocupados con la salud de Alicia, hemos estado pensando en otras cosas. Ya ves cómo ha adelgazado, ¿verdad? Me parece que tiene una suerte de anemia, pero, poco a poco, va mejorando, gracias a Dios. Por eso nos hemos fijado menos en vosotros. Y es bien cierto que, durante un tiempo, hasta nos pareció que vuestra prudencia era mayor y pensamos que acaso podríais disimular frente a María lo que era evidente para nosotros… al menos hasta que la vida os permitiera fugaros, escapar, hacer lo que tuvierais planeado para romper las amarras. -Sonrió nuevamente pero esta vez con cierta tristeza-. ¿Por qué no lo hicisteis?

– ¡Oh, Dios mío! Porque estábamos tan… tan seguros, tan invencibles, tan fuertes frente a todo, que dejábamos que pasara el tiempo sin darnos cuenta. No queríamos pensar en los problemas, en Martita, en el divorcio, en mis padres y mis hermanas…

– ¡Ah, ya! Si cerrabais bien los ojos, los problemas se irían lejos. En Rusia decimos: ciégate y tu alma se fugará a Siberia; luego abre los ojos y tendrás que volver andando. -Apartó su mano izquierda para tomar el vaso y beber un sorbo de whisky. Me miró fijamente-. Es capaz de todo, África. Protégete.

– ¿Ya lo sabe? -pregunté recuerdo que con un hilo de voz.

El tío Armando se encogió de hombros.

– ¿Y quién lo puede decir? Nos parece que sospecha algo, pero nada nos ha dicho. Nunca ha sido muy comunicativa, especialmente con nosotros. No creo que le parezcamos muy interesantes…

– ¿El tío Adolfo le parece poco interesante, un poeta famoso como él? -Me di cuenta del menosprecio hacia ellos implícito en mis palabras-. Uy, perdona, tío. No quería decir que tú y la tía…

Levantó una mano sonriendo.

– No, no, ya lo sé, ya lo sé. Sé lo que quieres decir: si a María le gustan la fama y las gentes famosas, se sigue que Adolfo Anglés debería ser para ella algo así como un Dios…

– Y en realidad, vosotros también. Tú, sobrino de un zar…

– Bah. Nunca hice alarde de ello. Nunca me interesó gran cosa el color de mi sangre y además en Méjico, cuando yo llegué, lo importante era la revolución bolchevique. Todo el mundo estaba de parte de quien estaba salvando al pueblo ruso y no de parte del hijo de uno de los explotadores. -Sonrió-. María y Adolfo nunca se han llevado bien. Ramona dice que, desde pequeños, se tenían antipatía instintiva. A María le parecía que Adolfo era un bohemio sin futuro y a Adolfo le parecía que ella era una sinsustancia. Ya ves. Luego acabaron ambos en Méjico… ¿Sabes? Hay dos clases de Anglés: los unos son todo corazón y los otros, todo convencionalismo. No diré que todo cabeza, porque tu padre, por ejemplo, es una bella persona, nada calculadora, aunque tan rígido y tan honrado que no hay cosa que suavice su inflexibilidad. No, es María. María es distinta. María es… como la piedra.

– ¿Pero por qué podría ella querer que Carlos y yo nos separáramos, si es evidente que nos queremos y no hacemos mal a nadie? ¿Qué más puede ella querer que la felicidad de su hijo?

El tío Armando meneó la cabeza.

– Ay, África, ella quiere el prestigio social, la gran familia rancia de Méjico, un título español antiguo -separó las manos con las palmas hacia arriba-, la gloria…

– Y yo soy…

– Y tú, que eres bella y adorable y buena, no eres nadie. Una prima, la pariente pobre. Una separada. Fíjate que creo que María instintivamente piensa en ti, ahora que te has convertido en una amenaza para ella, como en alguien francamente inmoral. ¡Ha!, una divorciada. Como si tuvieras la culpa…

– Pero ¿qué podemos hacer?

– Daros prisa, chamaquita -dijo la tía Ramona desde la puerta.

Me di la vuelta sobresaltada. Debía de llevar un rato largo escuchándonos porque estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados. En la mano derecha tenía un cigarrillo manchado de carmín y a medio fumar. Me puse de pie y fui hacia ella. La abracé.

– Ay, tía, Dios mío, ¿qué podemos hacer?

Me separó sujetando mis brazos con sus manos.

– Pues ándele, mijita, lo que tengáis que hacer, lo hacéis bien aprisa. Pero, sobre todo, se lo tienes que contar a Carlos. Es tan pánfilo que es capaz de no haberse dado cuenta de nada. No lo dejes para muy tarde que esta pinche de hermana mía es capaz de todo.

Pero ya era tarde, Javier. Ella ya lo sabía y ya había decidido destruirnos. Y yo volvía a lo que era propio de mi vida. Salía del espejismo.

En realidad, la tía María debía de pensar que le más sencillo era conseguir que yo me volviera a Madrid: si su hermano, mi padre, me había sometido con facilidad, obligándome a volver a su casa después de mi matrimonio fracasado, enterarse de que yo estaba teniendo una aventura con mi primo hermano produciría en él una reacción aun más fuerte, más firme, porque a cualquier otra consideración se antepondría el escándalo moral, el concubinato público, qué sé yo, lo primero que se le pasara por la cabeza.

Ahora que han transcurrido tantos años, y que lo veo todo con la distancia del corazón roto, comprendo que en las consideraciones de la tía María no sólo pesaba un esnobismo desenfrenado, sino que sentía celos, un amor posesivo de madre que hacía que estuviera dispuesta a impedir a toda costa que nadie le quitara a su hijo Carlos. Y yo se lo había quitado, había hecho que Carlos pusiera a su madre en un segundo plano. ¿Complejo de Edipo? ¿Complejo de Edipo al revés? No sé. Sólo sé que ella no podía tolerar que alguien fuera capaz de relegarla a un papel que no fuera el de periquita absoluta de todas las salsas. Pero ya ves. Como decía tía Ramona, celos o no celos, esnobismo o no, amor egoísta o desprendido, ella iba a destruirme.

Cuando a la mañana siguiente le conté a Carlos mi conversación de la madrugada con el tío Armando y las advertencias de la tía Ramona, se rió. Él era joven, igual de joven que yo, pero, al revés que yo, impulsivo y sobre todo optimista: nada le había ido nunca mal en la vida y pasaba por encima de las contrariedades ignorándolas. Como si no existieran. Podía con todo.

– África, mi amor -me dijo, poniéndome una mano debajo de la barbilla, como si estuviera convenciendo a un niño pequeño-, no existe fuerza en el mundo capaz de separarnos. ¿No lo entiendes? Y ya que mi madre sabe lo nuestro y querrá impedirlo, lo mejor es que vayamos a enfrentarnos con ella de una vez, pongamos las cartas sobre la mesa y le expliquemos que, en lo que a ella respecta, nada de esto nuestro tiene remedio. De modo que se va a tener que aguantar.

– Pero no sabemos si lo sabe. Los tíos creen que sí y me da mucho miedo. ¿No será mejor hacer como que no pasa nada?

– Ya. -Hizo un gesto displicente-. No, mujer. Las cosas claras. Y si no estamos seguros de lo que sabe o deja de saber mi madre, pues vamos a enterarnos, ¿no te parece?

– No sé, Carlos, no sé. Me da miedo.

– Te lo prohíbo, África. Te prohíbo que tengas miedo. Estando yo a tu lado, nada debe asustarte. -Cerró los ojos un momento y, cambiando de tono, añadió-: Mira, tengo que resolver esta mañana unas cosas de La Morucha, nada, una punta de vacas que tengo que comprar, y luego te vengo a buscar y nos vamos a visitar a mi madre. Y si le gusta, bien, y si no, pues bueno. -Sacudió la cabeza con una media sonrisa-. Tenerle miedo a mi vieja…

Las cosas nunca vienen solas, claro.

Aquella misma mañana llegó la carta de mi padre conminándome a volver a Madrid. Era obra de la tía María, lo adiviné en cuanto la leí. Seguramente no había hecho más que deslizar unas cuantas acusaciones veladas sobre mi comportamiento, pero sabía muy bien en qué oído las deslizaba: si la honra de la familia o de uno de sus hijos estaba en peligro, mi padre reaccionaría sin ningún género de duda. Al mismo tiempo se veía que ella había tenido buen cuidado de que la orden de regreso dada por mi padre (extraída a papá, debería decir) no fuera a resultar tan provocadora que, en vez de obedecerla, me hiciera liarme la manta a la cabeza y tirar los pies por alto.

En aquellos momentos yo estaba muy confusa y no acababa de comprender lo que estaba pasando. Pero ahora sé hasta qué punto la tía María había querido ser sibilina y no mostrar su juego: simplemente con contarle a mi padre algunas verdades o medio-verdades cuidadosamente elegidas, había conseguido el efecto deseado sin que nadie sospechara de ella, ni ella tuviera necesidad de enfrentarse con nadie. Mucho más tarde me enteré de que la tía María había viajado especialmente a Madrid (a todos nos había dicho que iba a Buenos Aires; ¡y pensar que Carlos y yo nos habíamos reído diciéndonos que iba a visitar a ese novio que debía de tener en Argentina!) para hablar con mis padres como quien no quiere la cosa y que llevaba tramando mi marcha desde hacía meses. ¿Cómo puede nadie ser tan calculador, estar tan lleno de doblez?

Rompí la carta de mi padre en cuanto la hube leído precipitadamente una sola vez y ya no la recuerdo muy bien. Pero el sentido estaba clarísimo. ¡Cómo había sido manipulado! No decía más que lo que la tía había querido hacerle decir. Debía volver a Madrid porque mi estancia en Méjico no estaba teniendo los efectos deseados, había llegado la hora de que me ocupara seriamente de Martita y nada de llevármela a Méjico, un país ateo y liberal en exceso. Además, tanto él como mi madre empezaban a envejecer y necesitaban de la ayuda de la que mi viaje allende los mares les había privado. Cosas así, Javier, pero escritas en tono tan serio y tan convincente que si yo no hubiera sabido lo que había detrás de ellas, mi mala conciencia se habría resentido de verdad. Mi tabla de salvación fue el amor de Carlos, que para mí era como una roca. ¿Recuerdas la novela Cumbres borrascosas? Seguro que sí; creo que es el único libro que te he recomendado en mi vida. Lo hice porque, aunque tú no supieras la razón, me parecía que describía mi amor por Carlos (en realidad, el amor de que es capaz una mujer) de la manera más expresiva. En un momento de la novela, dice ella: «mi amor por Heathcliff es como las piedras que están debajo: ¡yo soy Heathcliff!» Pues así era mi amor por Carlos y por eso me daba la sensación de que estaba a salvo de cualquier peligro. Y por eso, aquella mañana decidí desobedecer a mi padre por primera vez en mi vida. No pensaba volver a Madrid. Me quedaría en Méjico a luchar por lo único que me valía la pena.

¡Oh Dios mío, Javier, cuántas veces me he arrepentido de haber desafiado mi destino de una manera tan irreflexiva! Dios me castigó, ya lo creo que me castigó, porque en mi obsesión por defender mi felicidad estuve dispuesta a sacrificar a Martita. ¿Que no me dejaban a Martita? ¡Pues que se quedaran con ella! ¿Te das cuenta del grado de monstruosidad a que me había llevado mi egoísmo? ¿Comprendes ahora por qué me siento tan culpable?

Poquito a poco todo iba volviendo a su cauce. Poquito a poco iba yo recordando, allá en el fondo de mi alma, muy adentro, que no estaba hecha para ser feliz. Me entró la sospecha, además, de que si permanecía mucho al lado de una persona, fuese quien fuese, le contagiaría mi tristeza o todas mis desgracias. Así lo habían comprendido, creía yo, el tío Adolfo, la tía Ramona y el tío Armando. Me parece ahora que percibieron que no había lugar en mi corazón para la felicidad y que se resignaron a que eso fuera lo que mandaban los hados. Me había tocado la mala lotería.

Y al mediodía aquel, Carlos y yo no llegamos a hacerle la solemne visita a su madre. Todo encajaba.

Nadie, salvo el tío Adolfo, sabía que desde meses atrás, Alicia, su mujer, la mujer del poeta, estaba invadida por el cáncer y que no había sido posible hacer nada no ya por salvarla sino por alargar su vida. Nada. Ya te he dicho que la veíamos adelgazar y nos preocupaba, sobre todo los que la conocían de antiguo, pero no entendíamos nada más; todo lo más, pensábamos que padecía anemia y que había que darle hierro. Como tenía altibajos y a días parecía encontrarse mejor, veíamos signos de recuperación. Durante las últimas semanas de vida, Alicia sufrió horrorosamente en silencio para no entristecer al tío Adolfo con la noticia de su muerte irremediable. Y él sufrió en silencio para no decirle cómo se estaba muriendo. Los dos la vieron morir sin poder hacer nada y sin consolarse el uno al otro para no entristecerlo. ¿Puede existir algo más doloroso? Aquella mañana, el cuerpo de Alicia se rindió y hubo que llevarla precipitadamente a la clínica, muriéndose a chorros.

Curiosamente, fue la muerte de Alicia la que prolongó mi estancia en Méjico por unos meses, porque lo paralizó todo. Todo quedó en suspenso. El tío Adolfo se quedó como huérfano de todo, inmóvil, sin nada que hacer más que sufrir. Su hermana Ramona lo sentenció en seguida: «Adolfo no durará mucho; no puedes perder media vida sin que se te vaya la otra media detrás. Durará unos meses solamente. ¡Pobre Adolfo! Alicia era sus manos, sus pies, su sola orientación.»

¿Pobre Adolfo? ¿Duraría poco? ¿Alicia era sus manos, sus pies, su orientación? ¡Ya me acordaría yo de eso! Porque ¿qué era Carlos para mí si no?

Me fui a vivir con el tío Adolfo, a pesar de sus protestas de que quería quedarse solo. Le convencimos diciéndole que sería por unas semanas únicamente, para que alguien se ocupara de hacer las cosas prácticas de la casa.

– ¿Prácticas? ¿Qué cosas prácticas quedan por hacer aquí? -preguntaba él, sin embargo, como si todo fuera superfluo.

– Ninguna, Adolfo, mijito -le dijo la tía Ramona-, sino cuidarte un poco hasta que te valgas por ti mismo.

– No me quiero ya valer. ¿No ves que ya no valgo nada?

Pasaba horas en su sillón frente a la mesa camilla con la mirada perdida en algún sitio remoto. No decía nada, ya no escribía ni declamaba ni arrugaba papeles que descartaba. Sólo permanecía inmóvil mirando a la pared. En una ocasión dirigió la vista hacia mí y pareció sorprenderse de encontrarme allí. «¿Me traerías una copita de orujo?», preguntó con voz muy tenue. Me levanté, rebusqué en el aparador del salón, encontré la botella y un pequeño vaso y le serví un poco de licor de orujo. Se lo dejé en la mesa camilla, donde solía ponerlo Alicia. El tío Adolfo me miró como si no comprendiera. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Alargó la mano, cogió el vasito y se lo llevó a la nariz para olisquearlo. Te juro, Javier, que nunca he visto un gesto más desesperado, más solitario en toda mi vida. ¡Qué tristeza más espantosa! Por la mejilla le resbaló una lágrima y fue a caer en el licor, enturbiándolo un poco, opacándolo.

Carlos venía por las tardes y las pasábamos juntos, hablando en voz baja en el salón para no molestar así al poeta en su estudio. Y con los últimos rayos de sol, llegaban los demás. Entonces nos acercábamos a la habitación del tío, lo rodeábamos silenciosamente e intentábamos darle calor con nuestra presencia. Nos miraba a todos ausente.

Muchos días, la tía Ramona nos empujaba a Carlos y a mí a que nos fuéramos a dar un paseo para refrescarnos. En más de una ocasión la pura tristeza nos llevó a refugiarnos en la pasión, a consolarnos abrazados, piel sobre piel.

Era noviembre y comenzaba la temporada de toros. Carlos tenía contratadas muchas corridas y no podía ya acudir cotidianamente a la casa del poeta. Una vez dijo: «Adolfo, ¿por qué no te vienes en el carro con los peones hasta Guadalajara a verme torear como en los viejos tiempos? Ándele.» Pero el tío Adolfo no hizo ademán de haber oído y Carlos no insistió.

Escribí a papá y le conté los detalles de la muerte de Alicia, explicándole que me quedaba un poco más en Méjico para hacer compañía a su hermano. Di por asumido que nadie discutiría tan sensatas razones y así fue: papá escribió dándome permiso para quedarme un poco más.

María venía poco por la casa de su hermano y, cuando lo hacía, traía la mirada torva, tenebrosa. Bueno, chamaquito, eso me parecía a mí, que tenía la conciencia culpable. Se lo dije a la tía Ramona y se encogió de hombros: «Bah, no hagas ni caso: es un fedor de mujer. Ni para los duelos tiene compasión. No piensa más que en sí misma.»

María estaba siempre poco rato. Se marchaba corriendo. Le atoraba el pesado ambiente de desolación de aquella casa.

Pasaron las semanas y paulatinamente el orden volvió a nuestras vidas. Yo seguía viviendo con el tío Adolfo pero ya no le hacía constantemente compañía. Volvía a llevar una existencia relativamente normal, trabajando en la tienda, viendo a Carlos cuanto podía y aprovechando una vez más para dejar que corriera el tiempo sin pensar en responsabilidades, regresos o, casi, miedos. Hasta me hice la ilusión de que la tía María había decidido dejar correr el asunto y no meterse en camisa de once varas. Era no conocerla.

Un día, ya a finales de febrero, Carlos toreaba lejos y tenía que hacer noche en donde fuera. Ni lo recuerdo. Aquel fue el día. La tía María llamó por teléfono a la tienda. Descolgué y dije: «Bueno.» Ella contestó: «Hola, África.» La reconocí inmediatamente. Se me encogió el corazón del susto.

– Mira, África, tú y yo tenemos que platicar un poquito, ¿no? -Lo dijo con un tono muy suave, muy tranquilo-. Tú sabes que yo sé y aquí andamos mareando el chepescuincle, calladitos no se nos vaya a escapar. No vale la pena, ¿no te parece?

– Sí, tía. Me parece que tenemos que hablar.

– Pues, ándele. Hoy es buen día. ¿Qué te parece si te voy a buscar cuando cierres la tienda?

Todo mi ser me gritaba que no debía hacerlo, que allí había gato encerrado, algún peligro que no acertaba a adivinar, y que sería infinitamente mejor esperar a que volviera Carlos. Pero ¿qué me iba a hacer aquella mujer? ¿Hablar? ¿Insultarme? ¿Maldecirme? Bueno. Alguna vez tendría que enfrentarme con eso. Supongo que Carlos me había infundido algo de su optimismo y un poquito de su valor.

Dije que sí, que la esperaría.

Vino en su coche, conducida por el mecánico al que conocía bien porque durante meses nos había llevado de un lado para otro. De pronto, la tía María de hoy era de nuevo la de siempre. Igual de cordial y dicharachera que en los viejos tiempos, igual de parlanchína. Eso me infundió confianza.

«Vamos a casa», dijo y mientras el mecánico emprendía un camino que me era muy familiar, la tía se puso a hablar de mil cosas, de sus viajes, de lo mucho o lo poco que dormía (no me acuerdo muy bien), de cómo había sido el padre de Carlos («un sinvergüenza redomado»), del presidente de la República, Miguel Alemán, del que era buena amiga. Yo también conocía al presidente, menos, claro, de haberlo visto en fiestas de la buena sociedad; incluso una vez me sacó a bailar y me espantó a todos los moscones que revoloteaban a mi alrededor hasta que vino Luis Portazgo a salvarme de la quema. Aquellos éxitos sociales (los llamábamos devaneos) me daban igual, me resbalaban: durante casi tres años pasé por Méjico sin ver porque sólo tenía ojos para Carlos y solamente veía lo de afuera a través de él. Sé que es complicado de explicar, pero es así como lo siento. Mis recuerdos de Méjico son como fotografías, ¿sabes?, sacadas por Carlos con su máquina y pegadas en un álbum que luego me regaló para que me lo llevara al futuro. Parecía que no hubiera estado yo allá nunca y que sólo guardara una colección de imágenes. Me gustaría contarte cómo era el Méjico de hace veinte años, el Méjico que me hizo feliz, pero ni sabría porque no sé expresarme bien, ni sabría porque no me acuerdo.

En el mismo instante de entrar en casa de tía María, supe que algo iba mal. Había un olor fortísimo a alguna planta incandescente, vagamente parecido al del incienso, no desagradable pero sí tan espeso que embriagaba. A punto estuve de marearme y me tuve que apoyar en la barandilla de la escalera que arrancaba desde el vestíbulo.

– Huele muy fuerte, ¿no? -dije, y mi instinto me gritaba que me fuera de ahí.

– Ni te preocupes, chamaquita. Es el olor de la yerba que han echado después de que fumigaran la casa ayer. Aquello olía tan mal, a matarratas o yo qué sé, que decidí que pusieran este perfume. Un poco fuerte, ¿verdad? No importa. Me han asegurado que se pasará de aquí a mañana. Pero vente, vámonos arriba, que allí huele mucho menos.

Y me cogió del brazo para subir.

Puede que arriba oliera un poco menos. La verdad es que no lo recuerdo. El olor era tan pastoso, sin embargo, que resultaba angustioso.

Entramos en el saloncito contiguo a su habitación de dormir. La tía cerró cuidadosamente la puerta, encendió una luz, me dijo «siéntate» y se volvió para mirarme. Estoy segura de que di un respingo: en un segundo, su cara se había transformado. Ahora era una máscara pálida, llena de odio; ya no había sonrisa, sino rictus, y los ojos le brillaban con verdadera maldad. Parece que te estoy contando un dramón de los de novela rosa, pero te juro que María estaba tan cambiada y yo tan asustada que, si alguien me hubiera dicho que se trataba de la encarnación del demonio, lo habría creído a pies juntillas.

– ¡Tú qué te has creído! -me habló con voz bronca, una voz que, de tanta furia como contenía, no era la suya-. Tú te has creído que puedes venir aquí, que puedes hacer que te acojamos como a una hija, que te tratemos mejor que a una princesa, tú que no eres nadie, ¿y que me puedes robar a mi hijo? ¿Eh? ¡Dime!

Negué muchas veces con la cabeza y por fin encontré el valor suficiente como para balbucear:

– … No… no, tía, no te robo nada… nunca he querido quitarte nada…

– ¡Pues me has quitado a mi hijo! ¡Mi hijo! Tú que eres menos que nadie, una puta vulgar, una viciosa abandonada por su marido, ¿vienes aquí a engañar a Carlos y a hacerle perder la cabeza con tus malas artes? ¿Pero qué te has creído que eres? -Gritaba como una posesa, de pie frente a mí, con las manos en jarras y las piernas separadas.

– No soy nada, tía -negué otra vez. Todo lo veía borroso a causa de las lágrimas que me resbalaban por la cara-. No pretendo nada… Sólo nos enamoramos y…

María echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. Sólo que a.mí no me sonó como una carcajada sino como un aullido vulgar.

– ¿Os enamorasteis? ¿Tú? ¡Tú sólo pretendías hacer la puta para que te penetraran con una verga hasta el hígado! ¿Cuánto cobras por servicio?

Aquella bestialidad me asqueó. Sentir que las relaciones de Carlos conmigo, tan delicadas, tan apasionadas, tan intensas, eran despreciadas por su madre como si fueran una venta barata de mi cuerpo, me sublevó. Me puse de pie de un golpe, tan furiosa, tan fuera de mí, que María dio un paso hacia atrás. No sabría repetirte lo que dije; es más que probable que me pusiera a su altura en la vulgaridad. No lo sé. Sólo recuerdo que cuando dejé de chillar, dije:

– ¡Te prohíbo que me insultes de esa manera! ¡Que nos insultes de esa manera! Porque cuando me dices esas cosas, se las estás diciendo también a tu hijo. -Me sequé las lágrimas con verdadera violencia.

– ¡Ni te atrevas a hablar de él en mi presencia! Tú no eres digna ni de arrastrarte con andrajos por donde él pisa, ¿me oyes bien?

Yo era bastante más alta que ella y mi actitud debía de ser lo suficientemente amenazadora como para que, cuando di un paso hacia adelante, mi tía se apartara como si temiera que la fuera a pegar.

Respiré hondo tres o cuatro veces para calmarme e intentar razonar, primero conmigo misma y después, con ella.

– Mira, tía, yo no sé qué es lo que te ha dado -¡qué poco firme y convincente me sonaba todo aquello!-, pero yo no pretendo nada. ¡Déjame que hable, por favor! Será un momento sólo, un momento sólo… -Levanté una mano en señal de tranquilidad-. Me he enamorado de tu hijo. ¡Espera! Durante meses hemos sido felices. Nunca hemos dado escándalo alguno…

– … ¡Pero estáis a punto de darlo! ¡A punto de hacerlo todo público y cubrir de vergüenza a toda la familia!

– Nunca lo haría. Nunca haría nada que pudiera avergonzar a Carlos. ¿No lo entiendes? Sólo cuando yo sea libre…

– ¿Libre, tú? ¿De qué? ¿De cuál puterío? ¿Eh?

Me juré que ya no volvería a perder la compostura.

– De ninguno, tía. Yo no soy ninguna puta. Soy sólo una mujer que es capaz de hacer feliz a tu hijo. ¡Yo! Y eso me llena de orgullo. ¿Por qué no se lo preguntas a él? ¿Por qué no le preguntas a él lo que siente por mí y qué es lo que quiere hacer?

– ¿A él? ¡Si lo tienes embrujado, bajo un hechizo! ¿Qué le voy a preguntar? Sólo quiero una cosa de ti: que te alejes de él, que le olvides, que te vayas a Madrid y que desaparezcas de nuestras vidas.

– ¡Pero dame una razón!

Me apuntó con un dedo y dio un paso hacia mí. Era una vez más dueña absoluta de la situación.

– Te voy a dar tres: una, que Carlos es mejicano y te juro que sólo se casará con una mejicana; dos, que nunca permitiré que una divorciada como tú comprometa su prestigio y el mío; ¡ha, una divorciada!; y tres, que una muchacha perfectamente conveniente espera casarse con él. ¿Te parece poco?

– Si son ésas, tus razones no me interesan ni tanto así. Pregúntale a Carlos. -Me temblaba la voz-. Sólo si él me dice que me vaya, me iré. Si él me dice que me quede, me quedaré. Y si me dice que por él vaya hasta el infierno, iré.

Entonces tía María me miró como si le sorprendieran mis palabras, como si de pronto hubiera comprendido que yo no era una adversaria tan fácil de derrotar. Dio tres pasos hacia la ventana y miró hacia fuera. No podía ver nada, porque ya era noche cerrada, pero estuvo así en silencio mirando a la noche, no sé, durante uno o dos minutos. Al cabo, pareció tomar una decisión. Se volvió hacia mí y dijo:

– ¿Sabes, África? Nunca he sido religiosa. Nunca he creído en Dios, ni en el cielo, ni en los ángeles, ni en intervenciones divinas. Francamente, chamaquita, nunca he visto ninguna y yo, como santo Tomás, creo en lo que veo. ¿Eh? -Sus ojos, dirigidos fijamente hacia los míos, se habían oscurecido hasta parecer casi negros. Los tenía entre cerrados (¿se dirá entrecerrados?). Una vena muy gorda le cruzaba la frente de arriba abajo. Estaba horrorosa-. En cambio, sí he visto la magia de los chamanes, sí he estado con los huicholes en el desierto y he viajado por las estrellas con sus mezclas de peyote y he vuelto a la tierra. Y los he visto curar con sus pócimas y sus encantamientos. -Alzó un dedo-. Pero también he visto a los brujos castigar a los enemigos… No sé cuáles fuerzas manejan, pero son terribles, te lo aseguro, África. Cuídate de mi furia. -Se rió nuevamente-. Oh, sí. ¿Sabes de qué era el olor que notaste al entrar en casa? -Parecía enloquecida. Hizo que sí vigorosamente con la cabeza una, dos, tres veces-. Oh, sí. Ya lo creo que sí. Estás invadida por él. Es el olor de mi maldición, de la maldición de mi brujo, la maldición que te perseguirá hasta que te vayas, hasta que desaparezcas de nuestras vidas.

El corazón me latía con tanta fuerza que me pareció que se me iba a salir por la boca. Estaba empavorecida, aterrada, y, sin decir palabra, me abalancé contra la puerta.

Aún no sé cómo conseguí abrirla y luego bajar las escaleras corriendo y luego salir a la calle. Imagino que encontré un taxi o que fui corriendo hasta la casa de la tía Ramona, que no estaba muy lejos; apenas a unas manzanas. No lo sé. No soy capaz de recordarlo. La siguiente cosa que recuerdo es haberme arrancado las ropas que llevaba puestas y que tenían impregnado el olor dulzón a aquella yerba incandescente. Podía olerlo como si se me hubiera pegado por dentro de la nariz y muy abajo en la garganta.

Y después, estaba metida en la bañera y la tía Ramona me frotaba con una esponja de crin y me lavaba el pelo y todo el rato repetía: «Ay, chamaquita, ay, chamaquita.»

Y luego, cuando estuve seca, me frotó con aceite por todo el cuerpo. Después me puse una bata y vino el tío Armando y estuvo hablando largo rato con su voz suave y calma. Eran palabras tranquilizadoras de las que sólo recuerdo el tono apacible como si hubieran sido un bálsamo.

– Pero ¿tú crees en esas cosas, tío? -pregunté por fin.

– ¿En los encantamientos y maldiciones? -Sonrió-. No, claro que no, pequeña África. Como el vudú en Haití. No tienen entidad si no se cree en ellos. Sólo en la medida en que te dejes atemorizar conseguirán controlar tu voluntad. No. Te dije que María es mala, pero eso no quiere decir que tengas que hacerle caso o temer las cosas que pueda hacerte. -Volvió a sonreír-. A menos, claro, de que te quiera dar con un palo en la cabeza. No. No le hagas ningún caso.

La tía Ramona me llevó a la cama y me subió un chocolate bien espeso hecho por ella en la cocina. Olía fuerte a cacao y, sin embargo, no conseguía disimular la peste a incienso o al yerbazo cocinado por el brujo que me rascaba el fondo de la garganta. Bebí un poco del chocolate del tazón y un vaso de agua de un solo trago. Me recosté sobre la almohada y dejé que la tía Ramona me acariciara la frente y me pusiera unas compresas empapadas de colonia que me refrescaron. Pasaron horas hasta que, durante la madrugada, logré conciliar el sueño. Tuve unas pesadillas horribles.

Cuando me desperté, el sol daba fuerte sobre mi terracita y parecía infundir la confianza del día. Me olí las manos. La peste había desaparecido, aunque yo la tuviera bien grabada en la memoria. Ahora me olían levemente a agua de colonia y ese mero hecho me devolvió a la realidad, al mundo tangible de cada día, al aroma del café, a la necesidad de maquillarme. Las locuras de tía María, todavía aterradoras, me parecían distantes, más propias de un mundo de supersticiones baratas que del mucho más seguro de los consejos a la pata la llana de la tía Ramona y de las ironías del tío Armando.

Carlos no volvería hasta después de comer y sin duda ya había abandonado el hotel de la ciudad en la que había toreado la víspera; por más que lo pienso, soy incapaz de recordar cuál era; en el norte, creo. En cualquier caso, con lo mal que funcionaban los teléfonos y las demoras que había, no valía siquiera la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto volviera a Méjico ciudad me llamaría.

Poco a poco, sin embargo, me fue volviendo más vivamente el recuerdo de la escena en casa de María y su crisis de locura. Pensé que no quería estar nunca más a solas con ella. Para qué engañarme: me daba un miedo atroz.

En fin, me encogí de hombros para darme valor y decidí gastar la mañana en ir a casa del poeta. Nada le había dicho y, aunque no me parecía que se diera cuenta de mis ausencias o que, tal como estaba su estado de ánimo, le importaran gran cosa, creí lógico darle una explicación. En el fondo, tenía la esperanza de que él, que estaba a medio camino entre el mundo mágico de su poesía y la realidad bien tangible de su tristeza, fuera capaz de explicarme lo que había ocurrido.

Sentado en su lugar habitual frente a la mesa camilla, me miró de forma ausente. Luego sonrió débilmente.

– Has vuelto -dijo-. Creí que te habías marchado para siempre a la francesa. -Y, ante mi mirada de sorpresa, añadió-: ¡Oh sí! No chocheo demasiado, ¿sabes? Me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor aunque no lo parezca. Ayer te fuiste a la tienda de Ramona, no volviste a almorzar ni a hacerme compañía. -Levantó el dedo como si estuviera regañándome-. Sé que saliste con María y, por la cara que traes, la muy tonta te dio un susto de muerte. -Rió suavito-. No. No creas que yo también tengo poderes de adivinación. Es que me lo ha contado Armando por teléfono. ¡Pobre África! Eres demasiado inocente para enfrentarte sola a ese disparate de mujer. María está tan obcecada por su ambición social que no entiende nada de nada. ¡Brujos! -exclamó con desprecio-. Confunde el tocino con la velocidad y no le falta más que ponerse un espejo en su habitación para preguntarle: y dime, espejito, ¿quién es la más bella del lugar? Bah. ¡Hábrase visto! Brujos le voy a dar a ella. No le falta más que andar con una muñeca que tenga un poco de tu pelo y pincharla con alfileres. ¡Qué disparate! ¿Y tú te asustaste?

– Es que habían hecho un encantamiento con yerbazo y olía muy mal y se puso tan furiosa y me gritó tanto que me asusté de verdad.

– ¿Y olía peor que el humo de mi pipa? -preguntó con tono muy serio.

Entonces me acerqué a él y me incliné y le abracé. Se me saltaron las lágrimas.

– No, tío Adolfo, nada huele peor que tu pipa.

Me retuvo a su lado, agarrándome de la mano.

– Ah, mi virtuosa África, ¡cuánto estás dispuesta a sufrir por los demás! ¡Cómo estás de dispuesta a sacrificar tu felicidad para que otros no sufran! ¿Sabes? Hay gente así en el mundo… muy poca, pero la hay. Se les llama santos… -Su tono de voz era distante, cada vez más débil.

– ¡Qué cosas dices, tío! Yo no tengo nada de santa…

– ¿Sólo porque amas a un hombre y te entregas a él en cuerpo y alma? Los santos no deben ser de otro mundo. Son de éste porque, si no, su sufrimiento no significaría nada para ellos, no les costaría trabajo alguno. Dime, cuando María te prometía las iras del infierno, ¿qué fue lo primero en que pensaste?

Me quedé callada.

– En Carlos, ¿eh? En cómo impedir que Carlos sufriera. Te daba miedo, sí, pero el miedo es un sentimiento más que humano. No tiene importancia. Yo estoy siempre lleno de miedos y, ya ves, no me creo santo, pero tampoco mala persona. Ni egoísta. Pensaste en Carlos y en cómo evitarle algún mal. Es más: estabas dispuesta a dejarte la vida por él si eso era lo que habría de salvarle. ¿Verdad?

Asentí.

– ¿A eso le llamas tú miedo?

Me dio unas palmaditas en la mano.

– Siéntate aquí a mi lado -dijo en un murmullo. Me senté en el brazo de su pequeña butaca y me incliné hacia él para poder oírle mejor-. Los profetas no existen, porque pensar que se puede predecir el futuro es una presunción llena de soberbia. Pero, África, te veo muy endeble, tan dispuesta a ceder, que me das inmensa tristeza. ¡Si yo pudiera decirte que no cedieras! Pero no puedo. A mí no me quedan ya fuerzas.

Suspiró y no habló más.

Estuvimos así largo rato, cada uno refugiado en su tristeza, el tío Adolfo con la cabeza apoyada en mi muslo y yo con los brazos rodeándole los hombros.

¿Qué me quería decir con que no cediera? ¿Cediera a qué? De pronto me pregunté qué haría yo si Carlos cediera. ¿Y si fuera él quien cediera? ¡No! Eso era imposible. ¡Si él era mi fuerza! Me pareció una traición pensarlo siquiera. No. Carlos, jamás. Era tan fuerte, que se reía de estas cosas, las despachaba de un plumazo, con un gesto displicente de la mano.

Y sentí dolor físico de no estar en sus brazos, de su ausencia. En ese mismo momento, le necesitaba más que a nada en este mundo. Miré al tío Adolfo, ensimismado en su soledad, y le comprendí del todo: cuando Alicia había muerto, él se había muerto tanto como ella; sólo seguía viviendo como un acto reflejo, simplemente porque no se le paraba el corazón. Si yo debía quedarme sin Carlos, moriría de la misma manera. Todo me daría igual. Dedicaría el resto de mis días a esperar a que se me detuvieran los latidos del corazón.

A media tarde (yo hacía rato que me había ido a mi rincón-observatorio y hojeaba lentamente un gran libro encuadernado con números del Blanco y Negro de cuando la República), sonó el teléfono. De un salto salí al vestíbulo, llegué al segundo timbrazo y descolgué el auricular.

– Bueno -dije con algo de sofoco.

– África. No te muevas de ahí que ahora mismo voy. -La voz de Carlos sonaba grave y seca.

Quise preguntarle qué pasaba, pero no me dio tiempo: ya había colgado.

Dios mío, Dios mío, pensaba yo, ¿qué puede haber pasado para que me hable así? Oh Dios mío, que no sea nada.

Carlos tardó menos de un cuarto de hora en llegar a la casa. Yo espiaba por la ventana del vestíbulo y, cuando vi que frente al portalón de entrada se detenía su haiga de torero, cubierto de polvo, con el botijo y los baúles aún encima de la baca, abrí la puerta de la casa y salí corriendo por el jardincillo. Carlos se había bajado del coche con el semblante grave y el ceño fruncido y no se movía de donde estaba.

– Oh Dios mío, Carlos, ¿qué ha pasado?

Me miró fijo, fijo y por fin abrió los brazos para que pudiera refugiarme en ellos. Me recorrió una ola de alivio y se me puso la carne de gallina: la severidad de su voz nada tenía que ver conmigo. Oh, gracias a Dios. Y allí mismo, en plena acera, me besó como pocas veces lo había hecho, con pasión, no, con pasión, no; con furia, con violencia. Después me agarró por la cintura, me hizo darme la vuelta, me llevó casi a rastras por el jardincillo, empujó la puerta de entrada, me empujó a mí, cerró de un taconazo y, sin dejarme parar, me hizo subir las escaleras llevándome sujeta por la cintura con ambas manos.

Ah, Javier. No se necesitaban palabras. No me hacía falta que me dijera lo que iba a pasar, lo que quería de mí. Ni siquiera me era necesaria la famosa intuición femenina. Cuando íbamos por el segundo tramo de escalera, yo ya me había desabrochado los botones de la blusa y él, desde detrás de mí, intentaba abrirme el cinturón. Por el descansillo quedaron mis zapatos y Carlos me arrancó el sujetador justo antes de que entráramos en mi cuarto.

Me tiró sobre la cama y me bajó la falda y la enagua y con las dos manos sujetándolas desde las caderas, me quitó las braguitas de encaje que él mismo me había regalado tiempo atrás. No sé cómo se desnudó. Yo le miraba y el deleite de mis sentidos era tal que sólo podía reparar en cómo iba asomándole la piel, en los detalles de su pelo negro rizándose sobre su vientre tan liso y tan fuerte, en los músculos de sus piernas y de sus hombros y de su estómago y en la violencia de su cuerpo.

No habló, no dijo nada. Me penetró y me amó con brutalidad total, sin una sola concesión a la ternura. Y cuando te lo cuento ahora y en los miles de veces en que he recordado aquel instante, sé que nunca me entregué tanto, nunca vibré más, nunca me sentí más fundida en un cuerpo que no era el mío y que sí lo era. Carlos fue totalmente mío y yo, totalmente suya. ¡Que alguien se atreva a decirme que no fue mi marido!

Mucho tiempo después, cuando empezó a haber sitio para la ternura, para los besos distraídos, para el escalofrío de un remanente de placer suscitado de golpe por una caricia tardía, exclamé:

– ¡Dios mío, Carlos, el tío Adolfo está abajo! Lo habrá oído todo, ¡qué vergüenza!

Se rió y me hizo cosquillas en el ombligo con su barba mal afeitada.

– Ay, África, el tío Adolfo sabe bien lo que es el amor. -No dijo más.

Y al cabo de otro rato largo:

– Daría media vida por un vaso de agua. Me muero de sed.

Entonces me levanté, fui al cuarto de baño, llené un vaso con agua y regresé a la habitación. Cuando estaba cruzando el umbral del baño, Carlos levantó una mano y dijo: «Quieta, no te muevas.» Me miró con tanto detenimiento que me dio la impresión de que se me calentaban los pechos y me subía una fuente de agua desde el vientre, pero no me importó, no me dio vergüenza, que mirara lo que quisiera, él había hecho que me sintiera orgullosa de mi cuerpo.

– La bella África -murmuró-, mía para siempre. Ven aquí.

Al llegar a Méjico ciudad, había llamado a casa de la tía Ramona y el tío Armando le había contado todo. Así de fácil fue. Creo que descargó toda la furia que llevaba contra su madre haciendo el amor en mí, pero de tal manera que supe, supe sin lugar a dudas que en aquel momento llevaba a su hijo en mi seno. Y Carlos me miró aquella tarde de un modo tan lleno que comprendí que él también lo sabía.

¿Qué puedo decirte, chamaquito? ¿Cómo puedo expresar lo que se siente al tener el amor instalado en el centro de una misma? Durante días y días floté en las nubes, olvidados las penas y los sustos. Con una delicadeza que hacía de él el hombre maravilloso del que me había enamorado, Carlos me trató con ternura, con diversión, con risa, con sensualidad y con preocupación. Rompió con todo durante diez días y nos fuimos a La Habana, a Varadero, a pasar nuestra verdadera, grande y completa luna de miel.

Antes de marchar, llamó a su madre. No había hablado con ella desde su llegada a Méjico ciudad. Yo quería irme de la habitación desde la que llamaba, pero Carlos me sujetó por la muñeca e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Madre? -Nunca le había oído usar una voz tan terriblemente seca, tan llena de desprecio-. No quiero volverte a ver en mi vida. No quiero saber más de ti. No quiero que me vuelvas a hablar. Adiós.

Colgó y se quedó en silencio mirando el teléfono durante unos instantes. Luego levantó la cabeza, me tocó suavemente entre los pechos con el índice derecho y lo deslizó hasta llegarme a la altura del corazón. En voz muy baja, añadió:

– Vamos, ven. Vámonos.

Y nos fuimos a nuestra luna de miel.

La plaza de toros de Méjico es la más grande del mundo. Allá caben cincuenta mil personas. Cuando te sientas en barrera, vuelves la cabeza y miras hacia arriba y aquello no se acaba nunca. Tanto suben las gradas que arriba del todo parece como si se inclinaran hacia adelante y te fueran a caer encima. Es puro color y griterío, puritito entusiasmo macho, que dirían allá. Carlos me había dicho muchas veces que lo más impresionante de todo era cuando los toreros se asomaban a la puerta de cuadrillas para hacer el paseíllo y, de pronto, sonaba un atronador «¡ole!». Todos lo gritaban con una sola voz. Carlos decía que después dejaba de oír casi todo y se concentraba en el miedo. ¡Oh, sí! Pasaba miedo.

Una vez le pregunté hasta cuándo le duraba el miedo en la plaza. Me dijo que hasta que salía el toro y le miraba salir de toriles y embestir y ver hacia dónde se acostaba y qué hacía con los pitones. Y luego salía solo al ruedo y miraba al animal y lo citaba de lejos. Cuando lo veía correr hacia él, de golpe comprendía que lo iba a dominar, que iba a nacerle doblar y encelarse con el capote. Y le daba la primera verónica y ya estaba. Ya no pensaba más en el miedo.

Ya sabes lo que viene, ¿no?

Aquel torazo era el de la gloria, el del triunfo. Aquel torazo era para mí, para lo que yo había sufrido, para nuestro hijo, para nuestro amor y nuestra vida juntos. Oh sí, Javier, mi chamaquito: era todo eso. Era como rezar el credo y tocar el cielo.

21 de marzo de 1952.

El día de la primavera de 1952 acabó conmigo.

Cuando Carlos tomó los trastos de matar, la muleta, el estoque y la montera, miró hacia mí y sonrió. Yo estaba a pocos metros de él, un poco a la izquierda, sentada en la barrera junto a Luis Portazgo. Muy despacio, se vino hacia mí. Se detuvo un momento antes para pedir permiso a la presidencia y luego siguió dos pasos más hasta encararse conmigo desde el albero.

Se quedó quieto, con la mano derecha caída a lo largo del cuerpo sujetando la montera.

Muy despacio, alzó la mano y me brindó la montera. Me puse de pie, muda de emoción, latiéndome el corazón como si fuera una máquina a vapor. Pensé que me desmayaría y debí de tambalearme ligeramente. Luis, notándolo, me sujetó por el codo, imperturbable.

Carlos no pronunció palabra. Simplemente se subió en el estribo y con un gesto muy suave me lanzó la montera.

Fue una faena memorable. Chamaquito: tú y yo hemos ido a decenas de corridas, lo hemos visto todo, hemos visto lo mejor. Nada es comparable a lo que hizo Carlos aquella tarde con aquel torazo. ¡Qué más da! Me llevaré a la tumba el recuerdo de cada pase, de cada muletazo, de cada desplante. De la cara de Carlos, con la boca torcida por el esfuerzo, sudoroso, desafiante y totalmente fundido con el animal.

Hacia mitad de la faena, Luis me cogió la mano y la apretó fuerte y ya no la soltó. Le temblaba de emoción.

Carlos cuadró al toro delante de nosotros. Quieto, sin humillar, con la boca abierta y los ijares sacudiéndosele del agotamiento, el torazo miraba fijamente a Carlos. Era un animal vencido pero fuerte, lleno de casta y de bravura.

– Va a matar al volapié -murmuró Luis.

Carlos levantó muy despacio el estoque y casi simultáneamente la muleta, para que el toro se viniera hacia él. Todo sucedió como a cámara lenta. Se volcó encima, del toro, girando el pie izquierdo y levantando el derecho para volar hacia afuera. La espada entró de un trallazo hasta la bola y mató al bicho. Lo mató, Javier, pero en el último estertor de vida, mientras Carlos se vaciaba hacia afuera, el toro levantó la testuz y le enganchó de lleno.

Lo vi perfectamente, Dios mío, vi cómo el cuerno derecho, un puñal tan grande como mi brazo, entraba en el pecho de Carlos como si atravesara papel. En el horror instantáneo de toda la plaza, en medio del griterío ensordecedor, oí a Carlos exhalar violentamente el aire que le quedaba en los pulmones y vi su cara de dolor terrible cuando el toro lo lanzaba hacia atrás. El toro estaba muerto, Javier, y cayó como fulminado por el rayo. Pero Carlos quedó tendido en la arena con los ojos cerrados, mientras una gran mancha de sangre se le iba extendiendo por el pecho. Yo le veía respirar, sabía que respiraba y quería saltar al ruedo para socorrerle.

Luis me pasó el brazo por los hombros y me mantuvo inmóvil. Le miré. Estaba pálido, desencajado y decía algo que me resultaba incomprensible.

¿Cuánto tiempo pasó? Una eternidad, apenas unos segundos, y ya las gentes de su cuadrilla, los otros toreros, los mozos de estoques, el apoderado, le habían izado en volandas y se lo llevaban corriendo hacia la enfermería. Cruzaron la plaza sin contemplaciones y parecía una ceremonia, un rito de muerte.

– Ven -me dijo Luis.

Le seguí como una autómata, escondiéndome detrás de su espalda, mientras él, dando golpes y empellones, se abría paso a toda velocidad. No sé cómo llegamos a la enfermería.

La primera persona con la que topamos fue el mozo de estoques.

– ¿Cómo está? -preguntó Luis.

– Ay, mal, don Luis, muy mal.

Sé que di un aullido porque Luis me lo contó después. Estaba convencida de haber preguntado qué le pasaba a mi Carlos. Pero el mozo de estoques me entendió perfectamente.

– Le entró el asta, doña África, hasta muy dentro, pues… Ay, don Luis, el maestro está muy mal…

– ¡Cállese, hombre! Está vivo, ¿no? Pues cállese… Hombre, Chano -dijo interpelando al apoderado que salía de la enfermería en ese momento-, di.

Chano vino hacia mí y me abrazó fuerte, fuerte.

– Está muy malherido, África, muy malherido.

– ¡Quiero entrar ahí! -grité-, ¡tengo que entrar! Luis -imploré-, ¿no ves que se me muere?

– No dejan, África, los médicos no dejan. Ándele, que ésa es buena señal porque quiere decir que están luchando por su vida y lo van a salvar…

Pero yo empujaba hacia la puerta con tal fuerza nacida de la desesperación que les costó gran trabajo a los tres cerrarme el paso. Un momento después se abrió nuevamente la puerta del quirófano y salió un médico con la bata blanca toda manchada de sangre.

– ¡Doctor, Dios mío! -grité-. ¿Cómo está?

Apretó los labios.

– No muy bien. Tiene una cornada muy profunda que le ha pasado a menos de un milímetro del corazón. No le ha matado, pero ha hecho mucho destrozo. Es fuerte, Carlos es fuerte. Yo creo que resistirá. Lo vamos a llevar en la ambulancia al hospital Español ahora mismo.

– Quiero ir con él.

– No puede ser, doña África. Está inconsciente y necesita de todos nuestros cuidados hasta que podamos operarle con garantías en el quirófano y con un buen equipo de médicos…

Suprema ironía: cuando salíamos corriendo de la enfermería para dirigirnos al hospital, entraba el alguacilillo con cara compungida llevando en las manos las dos orejas y el rabo del torazo que el presidente le había concedido en premio a su faena.

La espera fue larga. Pasaron las horas y nadie vino a contarnos lo que estaba pasando. Sólo llegaron noticias que la madre de don Carlos, doña María, estaba postrada en casa, incapaz de moverse, destrozada por lo que le había ocurrido a su hijo. Su administrador la mantenía constantemente al tanto. ¡Qué cinismo! La vieja pécora. Por fin llegaron tía Ramona y tío Armando y, al rato, el tío Adolfo. Todos me abrazaron como si fuera una viuda, Dios mío. ¿Puedes comprender lo que yo sentía, Javier?

¿Puedes comprender las preguntas que me hacía después de haber atisbado la felicidad? ¿De qué hilo pendía la vida de Carlos? ¿De cuál de mis culpas? ¿De qué pecado mío que tuviera él que purgar?

Y poco a poco, a lo largo de aquella tarde interminable, fui comprendiendo cuál era el precio que se me exigía para que él siguiera viviendo. De pronto me asaltó nuevamente el olor a yerbazo que creía olvidado para siempre, el hedor de casa de tía María. ¿Fue un truco del subconsciente? ¿Fue la maldición que ella me había echado con tanta saña? No lo sé, Javier, no lo sé. No lo sabré nunca ya.

La tía Ramona me miraba fijo, fijo. Ella sabía, porque conocía mis pensamientos y mis temores. Ella también supo sin lugar a dudas cuál era el precio. Lo supo con tanta certeza como si yo se lo hubiera contado. La venganza de María no era conmigo. Oh, no. Era conmigo a través de lo único que podía doblegarme: mi vida a cambio de la de su hijo. Espero que esa mujer esté ardiendo en los infiernos.

Me puse en pie y me acerqué lentamente a una ventana. Miré a la tía Ramona y ella también se levantó y se me acercó.

– Me voy, tía Ramona. Me voy a ir de vuelta a España.

No dijo nada. Asintió despacio con la cabeza, pero no dijo nada. Desde el otro lado de la habitación, Luis también lo comprendió.

En ese mismo momento, se abrió la puerta del quirófano y salieron dos médicos, aún con las batas puestas y las caretas asépticas colgándoles del cuello. Vinieron derechos hacia mí.

– Está muy grave -me dijo el que parecía e1 mayor de los dos-, pero se repondrá. Me da mucho gusto decírselo.

Yo ya lo sabía.

Perdí a mi hijo (imagínate, a mi hijo de dos semanas, dos semanas respirándome dentro) dos días después. Tuve una hemorragia muy fuerte, el cansancio, dijo el médico, el susto de la cogida de Carlos, el disgusto, la tensión. Esas cosas eran muy delicadas. Lo sentía mucho, me dijo, pero me recomendaba al menos una semana de reposo en la cama antes de emprender viaje.

¿Y a mí qué más me daba? ¿Qué más me daba? ¡Si me acababa de morir y sólo me quedaba esperar a que dejara de latirme el corazón!

Carlos preguntaba insistentemente por mí y le contaban que me había dado una depresión y que estaba recluida descansando. En cuanto me repusiera, le visitaría.

Escribí una larga carta a Carlos y se lo expliqué todo, hasta la pérdida del hijo que yo había querido tener más que otra cosa en el mundo. No es que fuera supersticiosa. Oh, no, Carlos: no es que crea en magias y males de ojo. Como dice el tío Armando, esas cosas solamente hacen daño si te dejas influenciar por ellas. Pero sé, lo sé, Carlos: si sigo en Méjico y a ti te pasa algo, yo tendría que matarme, me vería obligada a morir. Y prefiero privarme de ti y saber que estás vivo allá lejos a disfrutar un minuto más de tus ojos, de tus caricias, de tus besos sabiendo que mis labios y mi corazón son un peligro de muerte para ti. No sé si esto que te digo son tonterías. Sólo sé que me toca pagar. Me vuelvo a Madrid, de donde nunca debí salir. No. Te miento, Carlos: hice bien en salir porque si no lo hubiera hecho, ahora no sabría lo que es estar viva, lo que es estar llena de ti.

Antes de marchar, llamé a María.

– Me juras que no le pasará nada a Carlos -le dije a modo de saludo.

– Si no vuelves, no le pasará nada.

– Porque si le pasa, maldita María, volveré y te mataré con mis propias manos.

Y al final, Carlos se mató en un accidente de coche y yo no pude volver a Méjico a matar a María porque ella ya había muerto de vieja. Ya ves.

Cuando me enteré de que Carlos había muerto, había dejado de tener capacidad de reacción. Habíamos muerto los dos años antes. ¿Y sabes lo peor de todo, chamaco? Que hubiera preferido infinitamente morir juntos hace veinticinco años que vivir (¿vivir?) separados desde entonces por el miedo a una maldita superstición. Y ahora ya no me quiero morir.

Carlos me escribió, me llamó, me buscó, me imploró a través de Luis Portazgo, que hizo un viaje a España para decírmelo. Pero cada vez que tenía noticias suyas me volvía a asaltar el olor a yerbazo y corría a esconderme en la iglesia y a rezar aquellos rosarios ridículos e interminables que tú me veías rezar, mirándome como si fuera una beata enloquecida. ¡Si hubieras sabido!

Una vez más, la última, vino a España a torear. La noche antes de la corrida me llamó. Hablé con él, chamaco, no pude resistir la tentación de oír su voz y de imaginar su cara.

– África, África, no me voy a ir sin verte. -Se rió-. Es más, no me voy a ir sin ti.

El primer toro de la tarde, en el primer quite, le enganchó y le pegó un puntazo en el muslo. Mala suerte, dijeron los entendidos, era un buen toro y el maestro parecía venir con ganas de armar la de Troya.

Carlos llamó al día siguiente, pero ya no me puse al teléfono. Me escondí en casa de tus padres para que no me encontrara y di como excusa que Carlos estaba empeñado en hacerme la corte y que todo aquello era una tontería sin cuento.

Ya ves qué historia más anodina, Javier. Una historia sin historia que termina de forma vulgar. Así ha sido mi vida: una vida cualquiera, en la que sólo ha habido unos meses de excitación y el resto ha sido todo monotonía.

¿Y ahora vienes tú, veinticinco años después, a inquietarme nuevamente el corazón?

Carlos nunca volvió a dirigirle la palabra a su madre. Se casó, sí, con la muchachita mejicana de buena familia, pero si le conozco, lo hizo porque ya nada le importaba, salvo, quizás, tener el hijo que yo no le di. Así de retorcidas son las cosas de la vida. Los hombres sois así: un clavo saca otro. Cuando me enteré de que se había casado, me entristecí aun más. Había creído que siempre guardaría luto por mí, como yo por él. Pero no. De verdad que creo que nada le importaba ya nada. Y después comprendí que la culpa era mía, no suya. Era yo la que le había abandonado de aquella forma tan cobarde.

Fue otra culpa que echarme encima. Qué más daba: tenía todo el tiempo del mundo para expiar mis culpas. Y así acabó mi vida de Méjico.

Amanece. La noche ha sido larga y he estado escribiendo casi sin parar desde ayer, desde que tuvimos nuestra conversación en el jardín, allá abajo, mientras yo le daba con el pie a una rosa medio marchita y tú hacías dibujos en el albero del camino con tu zapato. Si no hubiera escrito de un tirón, creo que no habría tenido fuerzas para contarte todos mis secretos.

Ha llegado el momento de hablar contigo, chamaco, y de decirte adiós.

¿Sabes?, cuando te hablaba ayer por la tarde de cómo me violó Rafael en la noche de bodas, hale, como quien se come una manzana, me dio la risa de ver la cara de sorpresa que ponías al oírme decir esas barbaridades. Luego te dije que las pobres mujeres a las que en mis tiempos de juventud les pasaban esas cosas como a mí, si tenían suerte, acababan encontrando un buen amante que les enseñaba todo lo que el miserable que se había casado con ellas se guardaba para sus putas. Y luego te dije: «Yo no, ya ves.» Ahora sabes que te he mentido.

Y después, de pronto, se me hizo insoportable tenerte a mi lado y no cogerte la mano y ponértela encima de uno de mis pechos y no apoyar mi cabeza sobre tu hombro y no agarrarte por los brazos y subirte corriendo a mi cuarto y, aprovechando que todos se habían ido al cine, desvestirte y besarte y hacer el amor contigo con todas las locuras que se me ocurrieran. De golpe, no me sentía nada madura, ni seca, ni dolorida. Oh, no: me sentía como si volviera a tener veinte años. Y, en vez de amarte, te pedí en voz baja que subieras a la casa y me trajeras una coca-cola. Como sustitutivo es bastante pobre, la verdad, pero no podía seguir adelante, no podía seguir poniéndome al borde de hacer una locura que me habría cubierto de ridículo.

Y lo comprendí todo una vez más: habían pasado los años, se me habían curado las heridas, estaba nuevamente al borde de conseguir la felicidad, pero me volvían a pasar la cuenta. Quien fuere, la vida, los hados, el destino, qué más da, me volvía a recordar que yo no había nacido para ser feliz. Y con una crueldad horrible, me volvía a hacer la jugarreta mientras yo envejecía sin remedio y tú llegas esplendoroso al mejor momento de la vida.

A lo mejor, si hubiera tenido más suerte antes a lo largo de toda mi existencia, ayer me habría arriesgado al ridículo de declararte mi amor y de sentir tu rechazo. La confianza en mí misma me habría dado valor y a lo mejor me habría importado poco. O nada. Pero ¿yo, África Anglés?

Y, justo en ese momento, me preguntaste si no recordaba un solo instante de dicha, ni uno solo, así dijiste: «Un solo instante de dicha, ni uno solo.» Y te dije que no con la cabeza. Y fuiste cruel y me preguntaste si tampoco Martita me lo había dado y no pude mentirte. Sólo me callé mi viejo amor por Carlos porque si te llego a decir que había amado apasionadamente, no habría sido capaz de callarme que seguía teniendo vida para amar apasionadamente y tendría que haberte confesado que ya te amaba apasionadamente. Y… ¿qué quieres, chamaquito? No me dio el corazón. No más.

¿Y de ti qué hubiera sido mi pobre amor?

Adiós, adiós. Te veré cada vez que vengas a Madrid y, con un poco de suerte si quieres, hasta bajaremos a nuestro banco y charlaremos como dos viejos amigos mientras yo acallo mi corazón. Así podré vivir a trocitos, de visita a visita tuya. Y me llevarás a los toros.

E iré trampeando, ¿no?