37955.fb2
La miré, muerta.
La muerte, y la larga enfermedad antes que ella, la habían maltratado, dejando su frágil cuerpo reducido a casi nada. Sus facciones se habían transformado hasta hacerla irreconocible, violentamente estiradas sobre los pómulos y las sienes, privadas de toda la dulzura y armonía que habían tenido en vida. Sus labios, incluso hasta pocos meses antes tan claramente delineados y generosos, siempre dispuestos a la sonrisa, siempre inocentemente sensuales, arrebatadamente bellos, tensaban ahora la boca haciendo con ella una mueca fría y seca, brutalmente ancha; la irregularidad que otrora me resultaba tan hermosa, era de pronto en la muerte insoportablemente cruel. La muerte la castigaba amargándole el gesto, igual que la vida lo había hecho al castigarle el alma. No había habido descanso tras la agonía. Esas pamplinas que se invocan para presentar a la muerte como una generosa liberadora del dolor me eran desmentidas por el hecho de que la asombrosa belleza de años antes se había transformado ahora en fealdad. La enfermedad la había mortificado; la muerte la mortificaba aún más.
Tan acostumbrada estaba a los padecimientos que sobre ella había amontonado la vida, que no había dejado de sufrir, me parecía, ni en la muerte. Ésa era su única herencia y se la llevaba al otro mundo: el sufrimiento cuidadosa y pacientemente cultivado a lo largo de toda una vida, una enredadera sucia que había acabado estrangulándola pero que a ella siempre le pareció normal. Había sido su sino. «Ay, Javier -me había suspirado una vez con resignación-, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.» Una sola vez, en uno de esos momentos de absoluta intimidad cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender, le había preguntado si no recordaba un solo instante de dicha; volvió la cabeza hacia mí con la vista perdida en su propio mundo, Dios sabe qué abismo, y después de un rato interminable, lentamente hizo un gesto negativo. Me pareció una suciedad añadir «¿ni siquiera con tu hija?», pero no fui capaz de reprimirme la crueldad. Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no recuerdo, y negó nuevamente. Sólo esa vez atisbé la hondura de una pasión que me pilló en medio y a punto estuvo de barrerme como si yo hubiera sido una pluma. Ojalá. Con los años, casi conseguí olvidar aquel instante. No habría podido vivir con él. Pero fue un esfuerzo de amnesia que no me sirvió de nada: hizo de la mía un alma errante.
Y el sufrimiento se había ido con África, compañero inseparable de su soledad.
Estuve inmóvil al pie de su cama durante largo rato, incapaz de hacer el ejercicio que me pedía el corazón: un esfuerzo con el que tapar aquella casi calavera con una imaginaria fotografía de la África de quince años antes, como si pudieran superponerse sus rasgos adorables de entonces a la máscara obscena que ahora tenía delante.
Suspiré y para no emocionarme más (me parecía injusto emocionarme después de no haberla querido lo bastante), paseé la mirada por la habitación tan familiar de los abuelos, que con los años había acabado siendo suya. Los únicos elementos extraños eran las probetas, las bolsas de plástico transparente con suero, las grandes bombonas de oxígeno y las palanganas de acero inoxidable, los símbolos de la enfermedad terminal. Y el olor pastoso de la muerte.
– Toma -murmuró mi prima Martita; tenía los ojos hinchados de llorar la muerte de su madre-. Mamá tenía esta caja con tu nombre en el fondo del armario. -Me alargó una desvencijada caja de zapatos con la tapa sujeta por una gran goma-. No sé qué habrá dentro de ella, pero es su letra y creo que debe de ser para ti.
– Nunca me lo dijo -contesté sorprendido.
Luego, mientras hablaba con mi madre o con las amigas de Martita o me ocupaba de algunos detalles del entierro -los mínimos que no hubiera previsto mi prima, siempre tan puntillosa y exacta-, tengo la memoria de haber pasado unas cuantas horas con la caja en la mano, vagamente irritado por el estorbo y sin preocuparme de lo que habría dentro. Recuerdos, fotos, qué sé yo, pensaba distraídamente; poca cosa. Conociendo a África, habría unos cuantos objetos sin importancia, unas cartas, algún lazo de raso escrupulosamente doblado y planchado, alguna medalla de la Virgen de Guadalupe de cuando vivió en México. Ella era muy detallista de las cosas sin importancia, de las menudencias algo tontas que guarda la gente que no tiene grandes pasiones o demasiada emoción interior.
Había muerto como había vivido: en silencio, con los enormes y achinados ojos color malva preguntando a la vida por qué la había maltratado de esa manera.
Durante años me había irritado ver que no hacía nada por combatir su suerte, por intentar conquistar su parcela de felicidad. Yo siempre había mirado con liviana condescendencia a la gente pasiva, a la que veía desprovista de capacidad de reacción o de lucha: era típico de mi moralidad y de la de mi generación medir la valía de las gentes por cómo daban las dentelladas. Pero África era un caso aparte y nunca la desprecié por su resignación; simplemente me enfadaba que aceptara la injusticia con tanta tranquilidad. Siempre le había perdonado todo porque era enormemente bondadosa y totalmente bella. No, bella no; guapa. ¿Perdonado? ¿Qué había que perdonar? El desperdicio de la totalidad de su existencia, tal vez. Sin embargo, cuando acudía a regañarla por su sonrisa resignada, acababa siendo incapaz de hacerlo y, enternecido, olvidaba todos mis rencores. Era la tía África -mi África, en lo que a mí concernía-, presente en cada una de las horas de las cosas de la casa y de la familia. De profesión sus sufrimientos.
Y su risa.
Su carcajada sonora y repentinamente sensual.
Sus ocurrencias. Un gesto apaciguador y suave de la mano. Un roce de los dedos sobre mi muñeca para callarme o para serenarme en un momento de violencia. África detestaba la violencia y cuando se enfrentaba a ella se le hinchaba una vena en el cuello interminable y sus gigantescos ojos, perdido el color malva, se tornaban sombríos, brutalmente oscuros.
La suya fue una historia típica de los tiempos del rigor moralista de la dictadura: se había casado a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulo, le había nacido mi prima durante la guerra civil, su marido la había dejado abandonada por una querida, supongo que más dada a la lujuria, y finalmente había dedicado lo que le quedaba de vida a cuidar de sus padres. La tía África. Una vida normal, como otros miles de vidas de otras tantas mujeres españolas machacadas por el peso de las convenciones. Y aun así, siempre me pareció (sólo a mí; claro, no sé de otros, ni me importa, no sé lo que pensarán otros centenares de miles de personas afectadas por millares de tragedias familiares o simplemente humanas o decididamente desgarradoras: esta que relato es mi visión de mi vida; las demás me traen absolutamente sin cuidado) que había en África una calidad especial en el sufrimiento, un dolor particularmente estéril, una violencia terrible en esa manera de que le pasara la vida sin que nada pasara. Yo sé que tengo la razón: tengo la certeza, seguramente parcial, subjetiva y algo desequilibrada, de que la historia de África es, en su acontecer anodino, única en la tristeza, única en la soledad y en el desamparo. Pero es que, ¿me comprenden?, yo la conocí como nadie.
La enfermedad que la mató empezó de forma benigna, inadvertida y hasta casi graciosa.
En uno de mis viajes a Madrid -recuerdo bien que era el mes de mayo de cuatro años atrás-, nos habíamos reunido toda la familia a cenar. Tampoco éramos tantos: doce o quince personas repartidas en tres generaciones. No nos frecuentábamos mucho, entre otras cosas porque, de las tres hijas de mis abuelos, una, la mayor, se había peleado con mi madre, más por lo idiotas y manirrotos que eran mis primos que por otra cosa, mientras que la más pequeña, África, se debatía entre ambas intentando apaciguarles la animadversión sin demasiado éxito.
En aquellos ágapes solíamos respetar las antiguas costumbres familiares del tiempo de mis abuelos: se comía una barbaridad, caldo, tortilla de patata, ensaladilla rusa con espárragos, lubina cocida con mayonesa, jamón de York con huevo hilado, croquetas con patatas fritas y ensalada, flan, tocino de cielo, macedonia de frutas, en fin, de todo y por su orden. Los más jóvenes bebían cerveza; otros, especialmente África y sus hermanas, tomaban vino tinto con sifón y los primos mayores dábamos buena cuenta de dos o tres botellas de buen Rioja, generalmente aportado por mí.
Disfrutaba enormemente con aquellas comidas, etapa infrecuente de mis raras visitas a España. Eran simples, directas, carentes de complicaciones o de altibajos emocionales. Se charlaba plácidamente, los hombres permitíamos que las mujeres llevaran la voz cantante y sólo de vez en cuando se debatía algún tema de interés verdadero como la vida en Estados Unidos o la libertad de costumbres y pensamiento y las carencias de unas y otro en la España franquista. Cosas así. Después de cenar siempre se organizaba una mesa de bridge que ocupábamos los cuatro primos a los que mi padre había enseñado a jugar años atrás.
En la época en que África empezó con su enfermedad, yo vivía en Nueva York y allí escribía de temas europeos para dos revistas cosmopolitas mientras preparaba mi tercera o cuarta novela. No recuerdo muy bien cuál. Es más: ahora que lo pienso me parece que ni siquiera era una novela, sino un libro de relatos que me había encargado mi editor americano.
– Chamaquito -dijo aquella noche de mayo África; se había cortado un dedo pelando patatas y se había puesto un pequeño esparadrapo en él-. ¿Cuántas novias tienes en Nueva York? ¿Tres, cuatro?
– Bah, ¡qué exageración, tía África! -respondí-. No tengo más novia que tú. Es un hecho conocido en el mundo entero.
– Ya -contestó ella-. Ya. Lo que es un hecho conocido es que eres un sinvergo… sinvar… ¡uy, he bebido más vino con gaseosa de lo conveniente! -se corrigió riendo-. Sinve… ¡un frescales, vamos! -Frunció el entrecejo, sorprendida de la patosería de su lengua-. Estoy piripi.
Todos reímos, porque así de inocentes eran nuestras comidas. En cuanto África bebía más de un vaso de vino, se le subía a la cabeza y empezaba a disparatar muy graciosamente. (Ella y yo nos poníamos serios únicamente cuando discutíamos de toros y toreros; en México, África había aprendido mucho más de lo que yo nunca podría sobre el mundo del toro. Por eso para mí era un rito sagrado llevarla a las tres o cuatro grandes corridas de la feria de San Isidro en Madrid. Se ponía guapísima, vestida con camiseros de seda estampada con grandes flores rojas o de vivos colores o con trajes de chaqueta entallados -ésos eran mis atuendos preferidos- y siempre unos zapatos de tacón altísimo que realzaban la finura de sus tobillos y lo largas que tenía las piernas. Con más de cincuenta años, con el pelo muy negro y sus ojos malva, con su enorme boca irregular, llamaba la atención cuando llegaba a la plaza de Las Ventas colgada de mi brazo. Como a ella le parecía una barbaridad que yo perdiera el tiempo convidándola a los toros, repetíamos siempre un mismo ceremonial de invitación y rechazo, ella con gran seriedad y yo con sorna. «Oye, chamaquito, ¿por qué no te llevas a un mango de esos que andan sueltos por Madrid? ¡Mira que ir a los toros con tu anciana tía en vez de con un bombón!» «Claro, ¿y con quién hablo yo de la fiesta mientras tanto?» Entonces yo aún fumaba: me divertía encender un 8-9-8 mientras una gitana me colocaba un clavel en la solapa. Ahora me da vergüenza recordar mis concesiones vanidosas al tipismo folclórico, pero entonces me divertían sobremanera.)
Aquel día la cena familiar se celebraba en casa de mi madre.
– Sí que estás trompa, África, sí -dijo ésta. Y volviéndose a mí afirmó-: Eres un galán… Eso es lo que tú eres… ¡Novias! Estás tú bueno. A ver si sientas la cabeza… Pues sí que tomaré un poco más de tortilla. Os ha salido estupenda.
José Luis, mi hermano pequeño, me puso la mano en el brazo y exclamó:
– ¿Éste? Hay un rumor en Madrid que asegura que Javier se ha traído una modelo rubia que mide dos metros y que la tiene escondida en el Palace.
– ¡Bah! Tonterías.
– No. Que es verdad, que va en serio.
– Mira, José, el día que me pase una cosa así, serás el primero en enterarte. No ligo ni con polvorones, majo.
Aquel día de mayo de hace cuatro años, sin darnos cuenta, la enfermedad mortal de África se nos había colado de rondón, sin avisar: un pequeño corte en un dedo, un trastabilleo inocente y había llegado la muerte.