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Abrí la caja de zapatos.
Solo en mi habitación de hotel me puse a escudriñar su contenido como si pudiera haber en ella alguna revelación sobre África o sobre su vida que fuera capaz de sorprenderme. Pero no. ¿Por qué habría de haberla? ¿Por qué habría de haber más de lo que yo ya había buscado sin encontrar?
El contenido de la caja me pareció más bien anodino. Una foto suya de muy joven disfrazada de china como para ir a un baile de carnaval; tendría dieciséis o diecisiete años, y era ya tan guapa como habría de ser. Una foto de las tres hermanas de más o menos la misma época. En el reverso de esta última, escrito con la letra picuda de África, ponía: «Sta. Cruz de Tfe. 1935.» Una medalla de la Virgen de Guadalupe, naturalmente. Ningún lazo de raso. Otra foto más en la que, a la izquierda, aparecía África de pie, vestida con un traje blanco muy ajustado y llevando una gran pamela blanca en la cabeza; miraba al frente con cierta solemnidad y una media sonrisa notándole en los labios. Sentados en dos sillones de mimbre un hombre y una mujer, ya mayores, que reconocí instantáneamente aunque más por la familiaridad que me daba haber contemplado sus retratos muchas veces encima de una cómoda del salón de mis abuelos que por haberlos tratado directamente: el gran poeta Adolfo Anglés y su hermana Ramona, ambos hermanos de mi propio abuelo. Los dos miraban fijamente a la cámara sin sonreír. Un poco apartado de los demás, a la derecha de la fotografía con un pie apoyado en el borde redondeado de una fuente de jardín, un hombre joven, alto, impecablemente vestido de lino blanco, miraba pensativamente hacia otro lado. Parecía no haberse dado cuenta de que lo retrataban. Un sombrero de fieltro blanco le tapaba parte de la frente y dejaba en sombra la sien derecha. Tenía la mano diestra en el bolsillo del pantalón y con la izquierda se acariciaba el bigote. Aunque nunca lo había visto encima de la cómoda del salón de los abuelos, supuse que se trataba de Carlos Mata, el gran torero mexicano que era primo hermano de África y de mi madre e hijo de María, tercera de los hermanos de mi abuelo. En mi familia española no estaba bien reconocer que teníamos a un torero entre los primos, por famoso que fuera, o a un poeta entre los tíos, precisamente por ser éste un cantor maldito de las dolencias del alma colectiva. Nunca se hablaba de ellos; ni siquiera África los mentaba ya en los últimos años de su vida. En nuestra familia no había lugar para cómicos y artistas.
La foto había sido tomada frente a una casa más bien vulgar: un porche de piedra, puertas de cristales a cada lado y ventanas cuadradas en el primer piso; por el lado derecho aparecían dos o tres palmas vencidas de lo que debía ser una gran palmera inclinada sobre la fuente.
Di la vuelta a la fotografía. No ponía nada. O, dicho con más propiedad, lo que ponía resultaba completamente ilegible: había habido una inscripción, pero a lápiz, y alguien se había tomado la molestia de borrarla cuidadosamente.
La caja contenía una sola cosa más. Un sobre abultado dirigido a «Doña África Anglés, calle de Casado del Alisal 32, Madrid». El sello era de México y la carta decía así:
Querida África:
Ramona me ha leído esta noche la carta tuya que acababa de recibir. Ella, Armando y yo, después, hablamos largamente de ti. Y los tres con un cariño que podría barrer nuestra ingratitud y nuestro olvido. Los míos también… Los tres te queremos, los tres te conocemos. Y porque te conocemos te queremos: Eres hermosa y buena. Raro consorcio el de la Virtud y la hermosura. Privilegio de unos pocos tan sólo. Siempre ha sido muy difícil pasear a la belleza por el pantano del mundo. Hoy más que ayer. Quiero decirte esto con orgullo.
Nunca escribo a nadie. Cuando tengo alguna cosa urgente que decir, se la digo al viento. Me gusta confesarme con el viento. Lo cual es como confesarme con Dios. Y como en un poema quiero decirle a Dios y al viento todo cuanto escribo aquí. Nunca escribo a nadie, pero un día ya no puedo más y siento un deseo irrefrenable de hacer del silencio un grito palpitante. Porque uno no debe hablar más que para decir la verdad o confesar algún pecado. ¿Y tú mi pequeña África pretendes confesar un pecado? No. Sólo hablas para decir la verdad y revestirla de virtud.
Se escribe o se habla solamente para el viento o para Dios. Ya sé que hay otras maneras de discurso y que se habla domésticamente para pedir, por ejemplo, el cuchillo del pan o para preguntar: ¿a qué hora llega el tren?… o políticamente para decir: ¿por qué no han tapado todavía el viejo horado de las ratas?
Uno sabe que las ratas son inextinguibles en este mundo y que hay golondrinas que se han quedado sin alero y ángeles extraviados y aturdidos que, en el gran derrumbe, cayeron de cabeza y ahora no saben si el cielo está hacia arriba o hacia abajo y si su casa cae a la derecha o a la izquierda… Entre estas golondrinas y estos ángeles estás tú y alguna gente más. Ramona, por ejemplo, a quien yo quiero mucho. A las dos os quiero mucho. Ramona es como tú. Va con su generosidad por el mundo como tú con tu belleza… Con una generosidad que no ha podido matar nunca la ingratitud de toda la familia. Fue la estrella más limpia de toda la casa. De aquella bandada a la que pertenece tu padre y yo también, Ramona fue la señalada con la gracia. Tiene una biografía de Santa. Lo cual tendré que escribir yo algún día para que se lo aprendan y no la olviden tu padre y la tía María sobre todo… La tía María es… de otra constelación. Nació del mismo vientre pero no del mismo soplo. Y con esto no señalo jerarquías ni juzgo. Las personas son diferentes nada más. Y yo digo tan sólo que a mí me gusta hablar contigo y con Ramona -me parece que pertenecéis a mi universo- y que de vez en cuando os escribo una carta como escribo un poema al viento para que lo lea Dios. Desde que murió Alicia he pasado un año lleno de angustia, de tristeza y desamparo. Nunca me había sentido así… con el mundo y el cielo vacíos. Sí… ya soy viejo. El once de este mes cumplí 74 años… He estado sin escribir ni leer, arrastrando pesadamente los días y las horas como una cadena de hierro, con la muerte zumbándome siempre pertinaz igual que un terco moscardón. No fue la muerte de Alicia sólo lo que me puso así, sino la muerte de muchas cosas, de todas las cosas… todo quedó sin sentido… y luego esos pensamientos negros que buscan cualquier ocasión y pretexto para metérsenos en el cerebro y hacer allí su nido como pájaros fatídicos… Hay que echarlos, ya lo sé… y callar y rezar… He vuelto a rezar… No quiero pensar. No sirve de nada pensar. Aún no estamos hechos para comprender y no cabe más que esperar, esperar a poder entender por la gracia y por el dolor… por las lágrimas que abren la puerta de la gracia… «Venga a nos el tu Reino»… Hay que esperar a que el reino de la luz se nos abra. Ahora no sabemos nada, nadie sabe nada. Y hay que rezar de la manera más sencilla con el «Padre Nuestro», con el lenguaje de las gentes sencillas y primitivas. No hemos salido de la infancia.
Ya estoy mejor. También he vuelto a llorar. En realidad nunca se me ha olvidado llorar. Pienso que éste es nuestro oficio, que lo ejecutamos sin pensar, mecánicamente desde el comienzo del mundo. Seguimos en la época del llanto. Desde los orígenes de la conciencia estamos en la época del llanto… Y aquí seguiremos hasta que venga el reino de la Luz.
– ¿Vendrá?
– ¡Claro que vendrá!… porque si no… ¿para qué sirve el mar?… ¿para qué sirve todo el llanto del mundo? Estoy diciendo impertinencias. Esto no es epistolar… Chocheo ya… Tengo 74 años… Y esta melancolía senil… Tienes que perdonarme.
No escribo más que palabras que después quisiera borrar. No hago más que cosas para enseguida arrepentirme. Así es todo. No doy un paso seguro. Y en este incierto zigzagueo uno camina y camina sin saber dónde va. Nadie lo sabe… nadie puede saberlo… hoy nadie puede saberlo porque ahora las sombras son cerradas y sólo presentimos que allá a lo lejos acaso el túnel tiene una boca que se abre hacia una aurora posible. Creo que estamos pasando por los días más dolorosos de la historia. A pesar de tantas luces, de tantos inventos y de tantos velos como se rompen, nunca hemos andado más a ciegas… Déjame. Después de tantos días de silencio y de tinieblas, hoy tengo ganas de hablar y de escribir. Esto me alegra, me dice que acaso no estoy tan muerto como creía. Podría decirle estas cosas a otros amigos más letrados que tú, pero tal vez esté mejor que te las diga a ti… Tú has sufrido mucho también. La vida ha sido amarga para ti… con la amargura de los contrastes violentos. Contigo fue generosa y cruel. La vida es así: le gustan los contrastes y el sarcasmo. Y siempre es un juego inesperado de luces y de sombras. Recuerda esto: Frecuentemente el amor no hace su nido en la Belleza. Lo cual es una gran tragedia para la hermosura, tragedia que tú conoces muy bien, lo sé… Siempre al final has tenido que quedarte a solas con tu belleza. Y no por culpa tuya… No insisto. Y no cabe discutir ni aconsejar. La vida es así: monstruosa y sarcástica, sin sentido aparente, y hay que agarrarse a ella tal como es… llorando, rezando o blasfemando… mordiéndola… Desgarrándola para encontrarle su secreto.
Te quiere y está contigo siempre tu tío
Adolfo Méx. Agosto, 24, 1952.
Raro consorcio el de la virtud y la hermosura, le decía Adolfo Anglés a África. Y: Tú has sufrido mucho también; la vida ha sido amarga para ti porque frecuentemente el amor no hace su nido en la belleza. En tu caso, nunca, parecía añadir. En tu caso, nunca.
¡Pobre África!
Me parecía que esta carta revelaba más trágicamente que ninguno de mis intensos recuerdos el verdadero drama de toda su existencia: África había pasado por la vida siendo hermosa como pocas y a cambio había sido privada de todo lo demás, sin gustar ninguno de los momentos de pasión, de amor, de felicidad que después se atesoran cuidadosamente y se disfrutan al final. Al menos supongo que se disfrutan al final: endulzan los peores instantes y cuando la muerte se ve próxima constituyen el último antídoto contra el terror al vacío. A África le había sido negado hasta eso.
La imaginaba paralizada (en su silla de ruedas al principio y en la cama al final), incapaz de pronunciar palabra, sin poder gritar ¡socorro!: simplemente esperando a que le llegara la muerte sin poder desviar la vista de ella hacia la contemplación de un recuerdo, uno solo, que le hiciera comprender que algo de todo aquello había valido la pena.
¡Qué tres años finales debió de pasar!
¡Y pensar que Adolfo Anglés había intuido con cuarenta años de adelanto este pavoroso desierto de sentimientos y soledad y había sabido plasmar su dolor infinito por ello en la carta que ahora yo tenía en las manos! Así son los grandes poetas: adivinan, comprenden, lloran con intuición luminosa.
No había en la caja de zapatos una nota suya, ni siquiera un recuerdo garrapateado en el que consignara sus sentimientos o en el que me hiciera saber lo que pretendía de mí. Nada.
¿Quería que yo supiera que al menos tres personas de corazón generoso, Adolfo Anglés, su hermana Ramona y el marido de ésta la habían apreciado, incluso una vez le habían pedido perdón por haber sido ingratos, por haberla olvidado en un momento preciso de hacía décadas? ¿Que si no había sido feliz, al menos alguien en este mundo había sabido comprender por qué, la había disculpado por su belleza, había entendido que tanta guapura no era estéril sino que había sido redimida por la amargura y el sufrimiento? ¡Como si la belleza necesitara ser redimida!
¿Me estaba pidiendo perdón por haberme confesado una vez muchos años atrás que ni siquiera su hija, el hecho de su hija, le había dado un instante de felicidad? ¿Me estaba explicando por qué?
El repentino recuerdo de aquella confesión me asaltó de golpe y me ruboricé. ¿La caja de zapatos para compensar una confesión, en pago por un momento de debilidad?
Porque, claro, la confidencia misma de su infelicidad era la prueba fehaciente de que África nunca había aceptado pasivamente su papel en la vida. No, no, me venía a decir. Bien al contrario, me venía a decir, he sido capaz de más sentimientos que el de la simple resignación ante la injusticia. Me he rebelado contra la injusticia. Y valgo más que la armonía de mi físico, que la suavidad de mis pechos y de mi vientre, que la llamarada de mi espalda.
¡Y yo que nunca quise verlo! ¿Cómo era posible?
¿Y qué más podía decirme? ¿Un par de fotos y una medalla?
Pasé muchas horas cavilando y no pude hallar respuesta convincente. Peor aún: no quedaba nadie a quien preguntar; a Adolfo Anglés, a Ramona, a Armando les había podido la vejez hacía tiempo. Y Carlos Mata también había muerto; estúpidamente en un accidente de automóvil en 1972. En México no quedaba nadie que pudiera responder seriamente a mis preguntas.
Por eso llegué a la conclusión de que no quedaban preguntas por contestar. Aquella caja de zapatos cerraba el ciclo vital de África. Era su testamento para mí; me había hecho su heredero universal sólo porque en ocasiones me permitió escudriñar su alma y porque en las ferias de Madrid la había llevado a los toros. Siempre me había parecido que entre ella y yo había algo más: un continuo de confidencias y complicidades, aunque nunca nos lo hubiéramos confesado, que había establecido un lazo más que estrecho entre los dos. Ahora, eso se convertiría en mi memoria y la caja de zapatos quedaría como su testamento.
Bien pensado, ¡qué testamento! Las cuatro cosas que habían significado algo para ella enumeradas para mí con desgarradora sinceridad: ella misma, el poeta y su hermana, una medalla que seguramente le traía olor de México y una carta. Yo, su sobrino, era el heredero de todo lo que ella había querido. Oh Dios.
Y así, aquella noche no fui capaz de conciliar el sueño.
¿A quién pretendía engañar?