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III

No recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Esas cosas no las suele registrar un niño de más o menos diez años de edad cuando tienen que ver con una persona que no pasa de ser una hermana de la madre a la que se ha tratado poco, y mucho antes, y que por consiguiente escapa del círculo íntimo de las preocupaciones infantiles. De muy chiquillo yo había estado brevemente a su cargo en Cádiz y mi afecto por ella nacía de un único incidente que tenía enterrado en el fondo de mi memoria porque me producía cierta vergüenza; es decir que se trataba de un afecto firme y olvidado.

Por tanto, no recuerdo bien cuándo África se marchó a México a probar fortuna. Quiero decir que sé cuándo se fue pero que no lo recuerdo. No debió de impresionarme de manera especial. Mi mundo era el colegio, mi habitación, mis padres y mis hermanos. Fuera de ellos no existía nada. Por ejemplo, los abuelos, mis abuelos maternos (a los paternos jamás los conocí), eran dos ancianos amables aunque severos a los que visitábamos regularmente los domingos y a quienes no interesaban particularmente los niños. Nada más. Mi abuelo no era como los que salen en las películas: no me daba consejos, no me contaba historias, no me enseñaba a pescar, no había construido un mundo privado para abuelo y nieto que yo pudiera atesorar y del que pudiera hablar condescendiente o misteriosamente con mis hermanos. Nada de eso. Curiosamente, ese tipo de cariño y de atención le brotaron del corazón sólo cuando, años más tarde, apareció en escena su bisnieto mayor, el hijo de mi hermano José Luis.

Lo que sí recuerdo muy bien, en cambio, fue el día en que África regresó de México. No porque fuera una fecha señalada o porque Martita, su hija, llevara semanas en permanente excitación («¡Mamá llega dentro de diez días, siete días, cuatro días, dos días, un día, seis horas!»; parecía un disco rayado) o porque los abuelos hubieran procurado decorar con un par de grabados de Goya y una porcelana de la Inmaculada Concepción la habitación que madre e hija compartirían a partir de entonces, con su puerta corredera de cristal esmerilado y su ventana al patio, o porque mi padre, siempre caballero de inmejorables modales, hubiera encargado un gran ramo de flores para que fuera instalado en la mesilla que había entre las dos camas que serían durante años ya la de mi tía África y la de Martita.

Lo recuerdo bien porque estaba en plena pubertad.

Iba por la vida escudriñando sin querer la forma de un pecho femenino apenas intuido o un tobillo enfundado en una media de seda o la curva que tenían unos labios marcadamente pintados de rojo; me volcaba sobre las escasas revistas en las que aparecían, ya por casualidad en un segundo plano o bien porque el censor las había pasado por alto, fotos de chicas en bañador y, en cuanto podía, veía, petrificado en la butaca y preso de las más mórbidas sensaciones, una sesión tras otra de las películas de Esther Williams.

La llegada a Madrid de la tía África aquel día de primavera de 1952 fue electrizante.

Habíamos acudido en masa, toda la familia, a la estación de Príncipe Pío a recibirla tras el largo viaje en tren desde Vigo. África había llegado un día antes en el paquebote de línea regular Veracruz-Vigo y, unas horas después de desembarcar, se había montado en el expreso de Madrid, un disparate de carbonilla y lentitud que tardaba veinte horas en recorrer la distancia hasta la capital.

Hace tantos años de esto que apenas si guardo de los instantes previos a la llegada de la tía África unas cuantas imágenes confusamente impresas en la memoria. Una protesta mascullada por el abuelo, «¡qué despilfarro, mira que venirse esta chica en coche-cama!»; una orden de mi padre, «dile a aquel mozo que se acerque con el carrito, seguro que África trae un montón de equipaje»; el sol fresco de un día de abril (eso sí lo recuerdo como si fuera ahora: me pasaba el día abriendo la nariz y respirando a pleno pulmón, supongo que para intensificar de manera instintiva todas las sensaciones táctiles, las vibraciones, los olores, la sensualidad que, sin yo comprender nada de lo que me ocurría, me tenían extraviados los sentidos); y la chiquillería correteando por el andén, inclinándose un poco, muy poco, sobre la vía y achinando los ojos para ver si llegaba el tren, «¡niños, quitaros de ahí que es peligroso!», y retirándose con terror al comprobar que por fin, allá a lo lejos, con los temblores ópticos de un espejismo, aparecía la locomotora bamboleándose y echando humo negro. «¡Ahí viene, ahí viene!»

Me acerqué a mi padre y le cogí de la mano. Volvió la cabeza hacia mí y sonrió.

– Ahí viene la tía África -dijo-; ¿te acuerdas de ella?

– Sí.

– ¡Claro! ¿Cómo no la vas a recordar? Si no hace ni tres años que se fue.

Toda una vida. ¿Cómo me iba a acordar de ella?

También recuerdo que acababa de estrenar pantalón bombacho, el intermedio hacia el pantalón largo que aún no llevaban los chicos, y que lo lucía con el orgullo de quien acaba de graduarse en hombría.

Rugiendo y estornudando, espaciado el ruido de las juntas de los rieles, clan-clan, clan-clan, por la lentitud de la locomotora, echando humo y vapor por los cuatro costados, sonándole como una campana sorda los hierros que empezaban a enfriarse tras el largo viaje, el tren expreso de Vigo hizo su solemne entrada en la estación de Príncipe Pío. En las puertas ya abiertas de los vagones asomaban revisores aquí y guardias civiles allá; algunos sorchis se amontonaban en las escalerillas de los vagones de tercera. Sólo los dos vagones del coche-cama, los de los Grandes Expresos Europeos/ Wagons-Lits Cook, permanecían cerrados: era la señal del respeto debido a quienes habían pagado mucho más que cualquier mortal por el privilegio de dormir en las ásperas sábanas de algodón y por ocupar en solitario un compartimiento durante las interminables y tediosas horas diurnas. (Cuando el tren se hubiera detenido, del vagón restaurante, que también pertenecía a la importante categoría de los Grandes Expresos Europeos, se desprendería un vago olor a consomé; lo he reconocido instantáneamente toda mi vida, igual que el olor a mimosa; por eso me encanta viajar en tren y he plantado en mi jardín de Mallorca un árbol de mimosa que, con el tiempo, se ha hecho enorme.)

Cuando se detuvo al fin el expreso con un suspiro agónico y gran humareda, tuvimos todos que abalanzarnos hacia adelante por el andén. Los coches-cama estaban en la trasera del convoy, imagino que en un vano intento por alejarlos del negro humo de mal carbón que salía a borbotones de la locomotora. Durante años después, mis momentos favoritos en los viajes de tren han sido los que me deparaban las curvas de la vía cuando podía ver todo el convoy y divisar al frente la locomotora escupiendo carbonilla, chispas de fuego y humazo negro. Una tontería como cualquier otra: la estampa romántica de los ferrocarriles suizos en cualquier calendario de una marca de chocolates.

«¡Vamos, vamos!», se pusieron a gritar los primos pequeños mientras correteaban hacia el frente para luego volver brincando; y los mayores (yo había decidido incluirme en esa categoría sólo porque me había llegado el momento de imitar el gesto pausado de mi padre) apresuramos el paso mirando hacia las ventanillas para vislumbrar a nuestra viajera asomada a cualquiera de ellas y, en el instante del descubrimiento, comprender si venía feliz o apesadumbrada, si había madurado o si, por efecto del viaje o la larga ausencia, había perdido mucho peso.

Al fin, una mano enguantada se agitó a lo lejos desde la ventanilla de uno de los dos coches-cama y, movidos por algún infalible instinto familiar, todos los primos salimos corriendo como una exhalación. «¡Allí está, allí está!», exclamó el abuelo con evidente alegría, olvidada toda su severidad de un momento antes para con el despilfarro de su hija. Se quitó el sombrero y ya no se lo volvió a poner hasta que hubo besado a su hija. «Más delgada la veo», dijo la abuela, que siempre rezongaba para no dar la impresión de que las cosas de la existencia debían ser aceptadas sin protesta; la vida transcurría en un valle de lágrimas y no debían permitírsele frivolidades. «No, pero tiene buen aspecto -dijo mi madre-. Se ha dejado las cejas sin depilar», añadió después con tono sorprendido.

Asomada desde el pasillo de su vagón a la ventanilla que estaba frente a su compartimiento, África sonreía con los ojos arrasados de lágrimas. La veíamos decir cosas que no podíamos oír a causa del bullicio reinante en la estación. Llevaba puesto un sombrero negro de rafia y un velo negro muy transparente le cubría parte de la cara. Llevaba los labios muy rojos, como se estilaba entonces, y los ojos delineados con grandes trazos negros.

Desde frente a la ventanilla nos fuimos desplazando (andando de costado, como los cangrejos) por el andén hacia la portezuela a medida que la tía África recorría el pasillo. Todos sin excepción saludábamos agitando las manos en alto y mi abuela musitaba «¡hija, hija!». Pintoresco cortejo aquel.

Mientras tanto, el revisor del coche-cama, vestido con el clásico uniforme marrón y su gorra de plato, empezó a pasarle por la ventanilla al mozo maletas y bultos, todos de mi tía, para que los fuera apilando sobre el carrito. Finalmente, África se asomó a la portezuela y se dispuso a bajar del tren frente al coro expectante del comité de recepción.

Y si de los momentos inmediatamente anteriores a la llegada del tren conservo una memoria sólo aproximada y borrosa, de toda la escena que siguió tengo un recuerdo tan preciso que bien parece salir de una película cinematográfica: me resulta tan ceremoniosa, tan llena de glamour como la de la llegada de una estrella de Hollywood. Sólo faltó que destellaran los flashes de decenas de fotógrafos y que la tía África, con las manos ocultas por guantes de raso negro, alzara los brazos en señal de victoria o de saludo y doblara la rodilla para adoptar una pose de gran actriz.

No lo hizo. Pero se detuvo un instante, antes de avanzar un pie hacia la escalerilla y empezar a descender por ella. Levantó la mirada y la fijó Dios sabe en qué recuerdo. Ahora sé que se estaba despidiendo de todo. Entonces fue simplemente el saludo de una reina a quien quisiera rendirle pleitesía.

Fue un momento mágico, captado por mi retina de adolescente y archivado para siempre jamás en mi memoria: una diosa que regresaba de un viaje misterioso y que alimentaría a partir de entonces todas mis fantasías y las aventuras de mi mundo.

Mi enamoramiento fue instantáneo, profundo y absolutamente carnal. ¿Y qué había de más natural que un chico de trece años se prendara perdidamente de una belleza de treinta y dos? Fue la arquitectura de las caderas enmarcando sobre la falda lisa la curva apenas perceptible de su vientre. Fue la cintura increíblemente estrecha. Fueron los muslos ligeramente combados, largos y seguro que más suaves al tacto que la más fina seda de China. Fueron los tobillos frágilmente plantados sobre los zapatos de tacón. Fue, después, cuando conseguí levantar la vista, la garganta interminable que se apoyaba con delicadeza sobre las clavículas, una esbelta columna de mármol, blanquísima y salpicada de vetas azules.

Claro que yo percibí aquello como un torbellino de sensaciones y no fui capaz de racionalizarlo como lo hago ahora que me falta. Treinta y cinco años ya. Y aún hoy se me hace un insoportable nudo en la boca del estómago y me vence un latido de erotismo.

África bajó la mirada buscando a Martita. La divisó en la primera y bulliciosa fila de sobrinos y, de pronto, sonrió con mucha ternura.

Empezó a bajar cuidadosamente los tres peldaños de la escalerilla, procurando plantar sus zapatos de modo que los inverosímiles tacones no fueran a resbalar por alguno de los huecos o sobre el hierro pulido del escalón.

Mi padre alargó su mano para ayudarla y África la cogió.

– ¡Este Gonzalo! Siempre tan caballero… -dijo, y fue al primero al que dio tres sonoros besos. Luego se volvió hacia su hija, que esperaba con el entusiasmo de pronto en suspenso, como si ignorara la clase de recibimiento que debía dar hasta tanto no reconociera en el gesto de su madre aprobación o cariño.

Martita no había heredado ninguno de los rasgos de África, ni siquiera la dulzura. Una vez que yo estaba mirando a la calle desde la terraza, oí que en el salón mi abuela le decía a mi madre: «¡Oj, chica, ha sacado todo a su padre! Ya podía parecerse a cualquiera de vosotras, en vez de… de… ese aire de pueblo.» Desde entonces, como no podía menos de ocurrir, me hice un retrato imaginario del marido de África: muy moreno, con el pelo liso renegrido, los ojos negros y la cara ancha. Y, desde luego, muy bajo. Pues así era Martita de pequeña. Como uno de nosotros, sin feminidad, sin gracia, siempre peinada con dos tirabuzones que, en lugar de caer sedosamente sobre la garganta, se disparaban hacia arriba, prestando a mi prima un aire paleto que, aunque sea una maldad decirlo, nunca la abandonó con los años y la madurez. Tal vez por eso Martita y yo siempre fuimos íntimos, como hermanos: por compensar el mal pago que le había dado la Madre Naturaleza cuando le hubiera debido ser fácil seguir el ejemplo de la generación anterior; por la simpatía instintiva que despertaban en mí su desangelamiento y su posterior mala suerte en las cosas de amores, aunque no en las del bolsillo.

África abrió los brazos y Martita se refugió en ellos de un salto. Estuvieron así un buen rato, balanceándose apretadas, y África ya no la soltó de la mano mientras los demás le dábamos la bienvenida.

– Hija mía, bien venida a casa -dijo la abuela.

– ¡Qué ganas teníamos ya de verte, hija! -añadió el abuelo.

– Ya estás aquí, ¿no? -dijo la tía María, tan patosa como de costumbre.

– Menos mal que has vuelto -sentenció mi madre-. ¿Qué te has hecho en las cejas?

Son algunas de las frases de bienvenida que recuerdo. Nadie le dijo «¡qué guapa estás!». Ahora sé por qué, pero entonces me sorprendió que los demás ignoraran la evidencia: seguramente, me dije días después mientras repasaba en mi cabeza los acontecimientos ocurridos, yo era el único que comprendía el secreto de la belleza de África y la sensualidad del momento. Los demás sólo se alegraban del regreso. Yo era el único que se asomaba a la angustia del pecado de la lujuria. Y a sus delicias.

– ¡Javier! -exclamó África-, chamaquito. ¡Pero si estás grandísimo y guapísimo! Ven que te dé un beso muy fuerte.

Se inclinó un poco hacia mí, no mucho porque era verdad que yo había crecido bastante en los últimos meses, y poniéndome la mano libre en la mejilla me dio un beso. Olía a un perfume indefinido, una mezcla suavísima, casi imperceptible, de violetas y lirios o de rosas tal vez, una blandura. Imagino que así era el olor natural de su piel, puesto que ni en los peores momentos de su agonía dejó de percibirse, por debajo de los alcoholes y las colonias con que la lavaban. Aún hoy hay veces en que de pronto me asalta; no sé porqué, será una conjunción de los aromas de muchas plantas en primavera, algo que está en el polen de las flores, una sugerencia que flota en los atardeceres, una mezcla irrepetible que me hace detenerme y olfatear para que no se me escape ese instante sublime en que lo reconozco entre todos los otros olores que me son familiares.

Fue la primera vez que me puse rojo como un tomate. Cuando me separé de África, miré furtivamente a todos, aterrado de que alguno me hubiera podido notar el sonrojo. Pero no. Respiré aliviado: mi secreto se iría a la tumba conmigo.