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Los años contribuyeron a apagar mis ardores adolescentes arrumbándolos en el limbo reservado a los pecados especiales de la carne: los de Edipo y asimilados, que es la categoría den la que, lleno de vergüenza, acabé incluyendo mi pasión por la tía África. Ya sé que es una humorada afirmar que el fuego de la pasión se va apagando con el transcurso del tiempo si ese tiempo es el que media entre los trece y los veinticinco años de edad de un muchacho, porque es precisamente en ese lapso cuando el fuego se intensifica hasta límites insoportables. Pero en el caso de África, supongo que como en el de cualquier amorío no correspondido entre un escolar más bien patoso y la maravillosa hermana de su madre (especialmente cuando mi enamoramiento tenía tanta posibilidad de convertirse en realidad tangible como los sentimientos que despertara en mí la Perla de Mompracrem en los años en que devoré las aventuras de los piratas de Salgari), nunca me planteé el loco paso de la imaginación a la realidad; la mera idea de pensar siquiera en una cosa así y, aún más, de imaginar cómo podría llevarla a la práctica me era tan ajena, tan inconcebible, que no me rondaba la cabeza ni en los momentos de mayor delirio. Mis sueños eran mis sueños y me conformaba con darles febril rienda suelta. No: durante años, África habitó ella sola mi mundo absolutamente privado, mi más inconfesable esfera, lo mío, lo que nadie supo jamás. Un crimen de lesa majestad contra todo lo bueno, lo sano, lo limpio que me enseñaban mis mayores, algo que no podía salir al exterior, que ni siquiera habría sido transcribible a un soneto críptico, incluso si disfrazado de las alegorías incomprensibles y empalagosas con que los adolescentes suelen disimular sus angustias. Ahora sé, entonces sólo lo intuía, que mi amor no admitía traslación a la realidad simplemente porque tan extraordinario cuento de hadas no entraba en la naturaleza de las cosas: con los años, me han producido verdadera hilaridad las historias de esos casi niños en crisis de pubertad cuya virginidad se desvanecía en brazos de una señorita de compañía, de la au-pair francesa de turno, de una pariente lejana, de una chacha de prietas carnes venida de un lejano pueblo de la sierra abulense o de cualquier otro sueño imposible. Paparruchas de novelas eróticas. Nuestro único atrevimiento lascivo -mío y de José Luis mi hermano- consistió en insistirle durante semanas a una cocinera muy bruta y muy gorda que hubo en casa «¡anda, Lorenza, enséñanos una teta!», y tanto fue el ruego que un día Lorenza (aún recuerdo que estaba pelando un pollo para hacerlo supongo que en pepitoria, los pollos en casa siempre se hacían en pepitoria) se desabrochó el refajo y con cara de malas pulgas se volvió a nosotros, lo entreabrió y dejó que asomara una enorme teta con un pezón negro inmenso y arrugado. Empavorecidos, José Luis y yo salimos corriendo de la cocina como almas que llevara el diablo.
Vivíamos entonces además en la moralidad asfixiante de los peores años del franquismo cuando, amén de ordenar nuestra vida civil, las autoridades pretendían -y, al decir de sus más conspicuos líderes, conseguían- incrementar geométricamente el número de almas de españoles que accedían a la Gloria vía Vaticano, si se comparaban tales éxitos redentores con los de épocas pretéritas. Contaban para ello con el entusiasta apoyo de los religiosos a cuyos colegios acudíamos. En el frontispicio del mío había una leyenda del evangelio de san Juan que decía «la Verdad os hará libres», aunque con el paso de los años y mis crecientes actividades políticas clandestinas, pronto comprendí que, bien al contrario, la enunciación sincera de las verdades conducía directamente a los calabozos de la dirección general de Seguridad de la Puerta del Sol. (Algunos lustros después, en la primera de las visitas que para lavarme el alma hice al campo de concentración de Buchenwald, en donde fue cremado un buen número de mis antepasados, me pareció un sarcasmo insoportable y obsceno que la inscripción de su frontispicio fuera «el Trabajo os hará libres», Arbeit machí Frei, y peor aún que fuera posible establecer tan cínico paralelismo entre una invocación y la otra.)
Desde el principio, inmediatamente después de que África hubiera regresado de México en 1952, gracias a un formidable instinto de supervivencia moral que habíamos desarrollado los adolescentes católicos españoles para huir del convencimiento cotidiano de que esa noche era la de la condena eterna, adopté una sana máxima de doble rasero en mi intensa vida religiosa: confesaría siempre el pecado pero nunca el sujeto pasivo de mi concupiscencia. Ella no tenía la culpa de nada, pensaba yo, ni siquiera de dejar sus sujetadores de raso color crema colgados de un gancho en la puerta del cuarto de baño de la casa de los abuelos, ni siquiera del olor a su piel imaginada, a las flores de primavera (violetas y lirios o rosas, tal vez, una blandura) que yo aspiraba profundamente hundiendo mi cara en las copas de seda, sofocándome al pensar lo que habían encerrado hasta un momento antes, y no había por tanto razón alguna para involucrarla en mis turbadores (torpes, los habría definido mi director espiritual) manejos. En aquellas ocasiones de la confesión sabatina, la mentira me hizo libre una y otra vez sin que por ello sintiera que arriesgaba padecer el fuego del infierno.
Claro que, con independencia de mis delirios sensuales, África estuvo presente en algunos de mis principales avatares infantiles y juveniles. En ocasiones, porque mis padres no estaban en España, sino en América cumpliendo con algún contrato de ingeniería civil para alguno de aquellos gobiernos; otras veces, porque mi tía era un refugio considerablemente más cómodo para las angustias de su sobrino, más cómodo, me apresuro a recordarlo, por ternura que por afinidad intelectual. Acudía a ella (por ejemplo, cuando en la universidad mi vida clandestina se complicaba en exceso) sin darme cuenta de que aquello constituía el descanso del guerrero, simplemente porque estaba seguro de que África, tras menear la cabeza con indulgencia bondadosa, igual me vendaría una mano que me prepararía un chocolate caliente.
– ¡Ay, chamaquito! -solía exclamar en estas ocasiones-, algún día te van a dar un mal golpe y lo sentiremos todos.
Y me plantaba un sonoro beso en las mejillas, poniéndome una mano en cada costado de la cabeza para mantenerla fija. Muchas veces la encontraba rezando el rosario en la oscuridad del salón rara vez utilizado por los abuelos; o, en otras ocasiones, volviendo de la parroquia de los Jerónimos, el pelo recogido en un severo moño y la cabeza envuelta en un pesado velo negro, tras haber rezado un triduo a la Virgen o dos misas seguidas por las almas del purgatorio, con tal de acumular con tamaño sacrificio indulgencias que me descargaran de los castigos que mis actitudes crecientemente políticas sin duda me habían de acarrear. O que las travesuras de mis hermanos menores o que los desengaños sentimentales de Martita, que para el caso daba lo mismo.
Al poco de terminarse la guerra civil, en los inviernos del hambre, mis padres nos dejaron a mí y a mi hermano José Luis en la casa de mis abuelos, que entonces vivían en Cádiz por necesidades de la compañía de construcciones para la que trabajaba mi abuelo. También estaban con nosotros Martita y, por supuesto, la tía África. Era el invierno del 43 o del 44 y hacía tres o cuatro años ya que a África la había abandonado su marido. Nunca lo conocí, ni lo hubiera podido reconocer de toparme con él. Es extraordinario: jamás lo vi en mi vida, nunca me mostraron una fotografía suya y sólo sé que murió en 1960 de un mal cáncer por la alegría con que lo anunció África. Sabe Dios la de veces que le deseó la muerte. Esa ira profunda de África contra su marido alcanzaba unas cotas de violencia tan poco características en una persona tan bondadosa como ella que me desasosegaba y me asustaba; me dejaba desconcertado y, por disimular mi angustia, me ponía a escuchar en otra dirección. Puede que él tuviera una maldad abismal que le rebajaba más que la viscosidad repugnante de la insidia, más que la pasta obscena de la indecencia; no sé cómo explicarlo porque nunca supe cómo era en realidad. Al hombre le había tocado una vez el premio gordo de la lotería y ni fue capaz de destinar alguna cantidad de dinero para mejorar la suerte o la educación de su propia hija. Hay odios o menosprecios o desprecios que duran generaciones; éste, fuere cual fuere su causa, se interrumpió bruscamente en la segunda; Martita nunca heredó la ponzoña de su padre y jamás pagó a nadie con la misma moneda. El padre se la llevó a la tumba y por añadidura con la mala sangre envenenada, puesto que no dejó a la hija ni una mísera peseta: todo lo gastó en una querida que tuvo durante años y lo único que quedó de la fortuna fue una buena cantidad de deudas. Como mi padre era hombre previsor y prudente, hizo que la herencia fuera aceptada por Martita a beneficio de inventario y así se libró ella de que le cayeran encima los acreedores.
En Cádiz, África hizo de madre de los tres, de Martita, de José Luis y de mí y eso que no tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Su edad del momento no tiene nada de particular para hacer de madre, naturalmente, pero ahora se me antoja como la edad de una niña jovencísima a quien hubieran caído simultáneamente varias pesadas cargas, la menor de las cuales no era ciertamente tener que estar sometida a un padre muy severo. Doblemente severo, me barrunto, porque al haber sido África abandonada por su miserable marido, mi abuelo debía de sospechar que ello era forzosamente indicativo de alguna veta de locura aventurera, pero no en su ex-yerno sino en su propia hija, a la que probablemente atribuía maliciosas tendencias a asemejarse al tío de ella, su hermano Adolfo, el poeta comunista exiliado en México, o a la hermana de ambos, María, que era nada menos que madre de un torero. Por esta razón, me parece que mi abuelo siempre consideró que debía mantenerla a raya y bien disciplinada, a su lado y vigilada. Por qué a ella, por qué culparla a ella de todo lo que había de sucederle y de cuantas desgracias le habían caído encima, es cosa que siempre escapó a mi comprensión y, desde luego, a mi tolerancia.
Aunque, claro, no lo recuerdo porque yo era apenas un párvulo, sé que África aceptaba todo esto sin rechistar, sin que se le sublevara el alma, sin plantearse siquiera un momento de rebeldía personal. Como, por ejemplo, agarrar el petate y desaparecer por la puerta una mañana. Es bien cierto que, estando poco preparada para las cosas de la vida o sencillamente para ganarse el sustento sin ayuda de nadie, el concepto de rebeldía, la idea de desaparecer, debían serle tan ajenos como la tentación de enfrentarse a su padre y ponerse a defender sus derechos como mujer. ¡Cómo se acostumbra uno al lenguaje de la modernidad! ¡Derechos de mujer en la España de 1944! Menuda ridiculez.
No recuerdo de Cádiz más que algunos detalles sin importancia, que no me parecen siquiera importantes para que un niño establezca sus propias coordenadas vitales. Lo que es más, nunca he vuelto a Cádiz para dar consistencia a tales recuerdos. Tampoco sé si la memoria ha sido alimentada por lo que luego nos contaron los mayores, dando así precisión a lo que de otro modo sería mera y borrosa intuición. Pero al menos, la plaza de España en la que teníamos nuestra casa, que se me antoja un piso enorme, es inmensa en mi memoria y siempre está soleada. Detrás de casa, a través de un callejón zigzagueante se accedía a un largo malecón junto al que jugábamos por las tardes.
El piso en el que vivíamos me parecía, como digo, muy grande y algo lúgubre, de largos pasillos y alcobas interiores comunicadas entre sí por puertas correderas de cristales. Se me ocurre ahora que la intimidad debía de ser imposible en aquel hogar tan intercomunicado a diestro y siniestro. Mi hermano y yo dormíamos en una de aquellas alcobas, pegada al cuarto de baño, mientras que Martita lo hacía con su madre en otra contigua. Mi abuelo nos despertaba puntualmente todos los días a la misma temprana hora (temprana debía de ser, porque siempre asocio el despertar en Cádiz con la oscuridad reinante) y, mientras se afeitaba con una navaja barbera previamente afilada con pausados gestos -atrás y adelante, atrás y adelante- sobre una cincha de cuero ennegrecida, desde el espejo vigilaba nuestras abluciones. Yo era el primero a quien correspondía la ducha obligatoria en una gran bañera que tenía cuatro patas como si fueran las garras de un león pintadas de blanco. Caía un exiguo chorro de agua fría que era una insufrible tortura cotidiana. Luego nos enviaban a un colegio (a Martita no, porque era niña y entonces, naturalmente, no existía la educación mixta) que quedaba muy lejos, en un lugar que se llamaba Puerta de Tierra y al que íbamos en tranvía.
El colegio me era indiferente, pero me aterraban los profesores, solemnes y siempre vestidos de negro. Algo debían enseñarnos porque pasábamos muchas horas en aquellas aulas luminosas sin que se nos permitiera movernos y siempre regresábamos a casa con una mochila cargada pesadamente creo que de cuadernos y cartapacios, lápices y palilleros, y traíamos los dedos manchados de tinta. Yo, además, era un maestro en el manejo de las canicas y raro era el día en que no regresaba a la casa de la plaza de España con alguna nueva, grande y llena de colores tintineando en el fondo de la mochila tras haberla ganado a alguno de mis compañeros de clase en el patio del recreo. En cambio, no me acuerdo de domingo alguno o de los días de fiesta o de unas vacaciones de Navidad que allí debimos pasar. Sí tengo la impresión de haber jugado en la plaza y en el malecón y, tal vez, de haber ido al cine a ver una película protagonizada por Gary Cooper y Paulette Goddard que se llamaba Policía Montada del Canadá, aunque es posible que este detalle me fuera contado después de que años más tarde la fuera a ver una y otra vez con José Luis al cine Príncipe Alfonso de Madrid. También tengo la impresión de haber paseado por un mercado de frutas y hortalizas instalado en una calleja; era un día muy soleado y de todos aquellos productos, de los tomates y las coles, de las vainicas y las patatas, de las sandías, los higos y las coliflores, guardo sobre todo la memoria cromática de un extraordinario matiz de verde, muy vivo, muy brillante, muy lustroso, y la olfativa de una mezcla de especias que no sería capaz de definir pero que aún reconocería al instante. Hasta me parece que por allí andaba algún burro portando alforjas o probablemente tinajas con agua o aceitunas.
Fue en Cádiz donde África me consoló por primera vez y me ungió de la ternura inmensa de que era capaz. Eso sí que lo recuerdo. Es lo que verdaderamente recuerdo, lo único que verdaderamente recuerdo del año y medio que pasé allí. Lo llevé encerrado durante años en el corazón, pero nunca se me olvidó y ahora me vuelve a borbotones.
Hubiera sido un incidente infantil totalmente irrelevante de no mediar la pasión protectora que despertó en ella y el modo tan certero con que mi corazón de chiquillo alcanzó a comprenderla y a agradecerlo.
Eran días de emociones intensas. Toda Cádiz estaba revuelta, patas arriba, porque Carlos Mata, el gran torero mexicano, recién llegado de allende los mares, se disponía a torear allí por primera vez, empezando una temporada en España que acabaría siendo triunfal. El de aquel día iba a ser un mano a mano con Manolete, que acabó siendo célebre y del que aún se habla en los libros de toros: cortaron cuatro orejas y dos rabos cada uno y salieron a hombros de una muchedumbre entusiasmada y sedienta de emociones.
La casa de la plaza de España andaba toda revolucionada porque, claro, Carlos Mata era primo de la tía África y sobrino de mi abuelo e iba a visitarnos y probablemente a cenar con todos ellos después de la corrida. Me parece que a mis abuelos no les hacía mucha gracia todo aquel revuelo: ¡un torero en una casa de bien! Pero se trataba de un héroe nacional, familia íntima de todos, y no era cosa de rechazar su presencia. Hubiera sido un escándalo en la ciudad. Se pondría buena cara y a otra cosa. Y del hecho de que todos estábamos emparentados con Adolfo Anglés, el poeta comunista hermano de mi abuelo, nadie hablaba, por supuesto. Adolfo no existía siquiera, sus obras no se vendían en España y alguna que había en casa y que años después descubrí en la librería de mi padre tenía grandes tachaduras de tinta con las que habían sido borrados los versos en los que Anglés insultaba a Franco llamándole «asesino de mi alma colectiva, tú, ignorante general de zafia bota manchada de barro y sangre, que nos has robado hasta la voz y que no acallarás nuestro espíritu». También faltaban páginas enteras que habían sido arrancadas para hacer desaparecer sonetos que hablaban de amor y lujuria.
África conocía bien a su primo, lo sé. Tenían la misma edad y Carlos había sido testigo de su boda en representación de toda la familia mexicana, de modo que mi tía, cuya vida de emociones debía de ser bien pobre en aquellos años, estaba entusiasmada por la visita y había conseguido del abuelo permiso para asistir a la corrida acompañada de la abuela. Se sentarían en un balconcillo o en una barrera de sombra y Carlos haría colocar delante de ellas el capote de paseíllo y con toda seguridad brindaría uno de los toros a su prima. Era una gran tarde, la única gran tarde de África en años.
Me interpuse yo.
Fue verdaderamente ridículo, algo que solamente puede pasarle a un pequeño tímido y aterrado. En la clase del final del día, justo después de que el profesor nos hubiera advertido que no pensaba autorizar más salidas de ninguno de los alumnos para ir al baño -a esa edad la naturaleza urge de manera inmediata e implacable-, sentí una necesidad tremenda e inaplazable de hacer lo que se llamaban aguas mayores. Caca, vamos. Pero no me atreví a levantar la mano y pedir permiso. La hora se acababa y me puse a rogar al cielo que me permitiera resistir hasta pocos minutos después. Apenas unos minutos, oh angelito de la guarda. Todo mi ser estaba concentrado en aguantar. Lamentablemente, sin embargo, mientras el espíritu puede ser fuerte en momentos de gravedad, el esfínter de un niño de seis años no está suficientemente curtido. Por no hacer la explicación demasiado prolija, baste decir que en el mismo momento en que el profesor anunció el final del día lectivo, mi intestino cedió, blandamente, sin estrépito, pero de modo contundente.
Aterrado por lo que me había sucedido, esperé inmóvil hasta que todos mis compañeros hubieran abandonado el aula, disimulado detrás de la tapa del pupitre mientras hacía como si estuviera rebuscando en su interior. La inmensidad de todo lo que tenía que hacer hasta llegar a casa manteniendo un mínimo de dignidad desfiló por mi imaginación en un segundo y se me antojó una tarea titánica. Primero debía llegar hasta los lavabos para eliminar la mayor cantidad posible de delator rastro de mi crimen; luego tenía que subirme al tranvía en un lugar bien aireado, probablemente la plataforma trasera, siempre y cuando hubiera pocos viajeros ocupándola. Después, a medida que fueran subiéndose gentes al tranvía, debería calcular el límite mínimamente resistible del insoportable olor que me acompañaría, para bajarme del vagón y recorrer a pie el resto del camino hasta la plaza de España. Pero, una vez en casa, me quedaría el enfrentamiento con mi abuelo, lo que se me hacía verdaderamente insufrible. Para mayor inri, el abuelo estaría solo, puesto que las mujeres ya se habrían ido a la plaza de toros a festejar la presencia de Carlos Mata.
Creo que, de haber tenido unos años más, me habría fugado. Pero siendo tan pequeño como era, mi único recurso fue ir al lavabo (muy despacio para que nada me resbalara por las piernas) y, una vez dentro de uno de sus cubículos, ponerme a llorar desconsoladamente.
Naturalmente, nada había con qué limpiarme, ni periódicos, ni un trozo por pequeño que fuera de papel de estraza de un abandonado bocadillo. Nada. Sólo en mi mochila, una solitaria y larga carta de mi madre que yo atesoraba desde tres días antes y que iba leyendo a trocitos. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Pudo más la vergüenza infinita que me daba el espantoso trance por el que estaba pasando que el consuelo de los pensamientos que mi madre lejana y añorada había consignado por escrito con grandes letras mayúsculas (para que pudiéramos leerlo los pequeños que acabábamos de aprender) en varias hojas de papel cebolla. Y así, su primera y larga misiva -la primera de muchas que la siguieron con los años, siempre llenas de recomendaciones y admoniciones morales y prácticas sobre el modo de orientar mi vida- fue a parar a la taza de un retrete de colegio en Cádiz habiendo prestado un señaladísimo servicio que nada tenía que ver con la intención epistolar inicial. Volví a casa despacio, tan despacio como me lo permitía el lastimoso estado de mis pantalones y de mis piernas y el olor que despedía. Me parecía que cuanta persona se cruzaba conmigo me miraba con asco y ello debería haber acelerado el regreso, pero por encima de todo primaba el deseo de retrasar el momento de enfrentarme con mi abuelo.
Tuve suerte: la primera persona con la que me encontré al entrar en casa fue Martita y a ella le conté de corrido y con toda la desolación acumulada la concatenación de mis desgracias.
Al llegar al incidente de la carta de mi madre (que, culpabilidad añadida, también era para José Luis), no pude más y estallé en incontenibles sollozos. Martita intentaba consolarme y me abrazaba y me decía que esperaríamos escondidos en la alcoba hasta que todos se hubieran ido y entonces podría lavarme en la bañera y hacer que todo el incidente se esfumara sin dejar rastro.
En las habitaciones delanteras había mucho trajín: las señoras terminaban de arreglarse mientras el abuelo las contemplaba, supongo, satisfecho. Martita y yo nos encerramos en la alcoba que era suya y de su madre a esperar que pasara el peligro. Pero a los pocos minutos, como no podía menos de ocurrir, la tía África regresó al cuarto a buscar alguna joya o una mantilla, qué sé yo, y naturalmente nos sorprendió abrazados en una esquina. Imagino que el olor me delató y, mientras yo rompía a llorar de nuevo desconsoladamente, mi prima contó a su madre lo que había sucedido.
África no dudó un instante. Era tarde y la esperaban para ir a la plaza. La hora del paseíllo de los toreros era inminente y nada haría romper la puntualidad de la fiesta nacional ni el instante tan esperado de cuando el mozo de estoques le entregara el capote y lo dispusiera en media luna delante de ella: un momento de excitación, uno solo, esperado durante años y que no habría de repetirse en Dios sabe cuántos más.
Pues África llegó tarde, muerto ya el primer toro que, menos mal, había correspondido a Manolete. Y llegó tarde porque de un solo vistazo comprendió lo que había sucedido y, sin importarle olor o porquería, me abrazó tiernamente, «no te preocupes, mi pobre niño, ven que no pasa nada», me llevó de la mano al cuarto de baño y se encerró con nosotros.
– ¡Que llegamos tarde, hija! -gritaba la abuela desde el pasillo-; ¡date prisa!
– Voy, mamá, voy… un último retoque… -contestaba África, mientras, habiéndome puesto de pie en la bañera, me desnudaba y me limpiaba con una esponja muy suave y jabón.
No lo olvidaré jamás: la tía África hecha un brazo de mar, vestida con un traje de encaje negro, perfumada y repeinada, lavándome sin importarle nada el tiempo o la suciedad o el olor, sin importarle los capotes de paseíllo que la esperaban, los claveles reventones, el aroma de los puros, el pasodoble en la plaza, los toreros desplegando sus capotes y arrastrándolos suavemente por el albero. Y todo en su honor, todo especialmente preparado para resarcirla del aburrimiento diario en que se había convertido su vida: hoy se le concedía el derecho a disfrutar de un breve instante de felicidad despreocupada; unos dioses habían esperado hasta aquel momento para recompensar con unas horas de alegría toda la amargura que era suya sin que se supiera por qué o a causa de qué pecado y que, en seguida después, se reinstalaría en su rutina diaria hasta… bueno, hasta otra ocasión impensable. Pero África me hablaba en voz baja repitiéndome que no pasaba nada y que esconderíamos la ropa sucia hasta que ella la pudiera lavar aquella noche para que nadie se enterara de nada. Martita lo miraba todo en silencio con una mano apretada contra la boca.
– ¡Vamos hija!
– Ya estoy, mamá. Un minuto más y ya estoy.
– ¡Vamos, África, hija, que deben estar a punto de dar el paseíllo!
– Me termino de pintar los labios, mamá, y voy.
Una excusa francamente débil para cualquier persona que conociera con cuánta emoción impaciente habían transcurrido para África los días y las horas precedentes. Pero la abuela también sabía lo pizpireta que era su hija y por eso supongo que no debió de extrañarle que decidiera perder unos cuantos minutos preciosos para retocarse el carmín de los labios o el rímel de los ojos.
En fin, que cuando me tuvo seco y perfumado con sus polvos de talco (unos que había en una gran caja redonda de cartón negro con una borla de pluma muy suave que hacía cosquillas en toda la piel), me pude poner un calzoncillo limpio traído a hurtadillas por mi prima. Sólo entonces África sonrió, me pasó los pulgares por los ojos para borrar cualquier rastro de llanto, me dio un sonoro beso en la mejilla y dijo «portaros bien que ahora vuelvo». La miré a los ojos y en ese momento decidí que lo que relucía allá adentro, en el fondo de aquella inmensidad malva, eran chispitas de brillantes. Y, a partir de entonces, siempre supe que cuando había chispitas de brillantes en los iris de África quería decir que estaba enternecida. Creo que es la única ventaja sentimental que he tenido nunca sobre una mujer.
Aquel día tan señalado conocí y vi por primera y última vez en mi vida a Carlos Mata, el gran torero mexicano. No recuerdo en qué momento fue, si en la hora del almuerzo o terminada la corrida. Sólo guardo en la memoria la estampa de un hombre muy alto y muy delgado, muy moreno, con la barba muy cerrada y muy oscura pese a llevar la cara recién afeitada; iba vestido de claro, eso sí lo recuerdo, de beige me parece, y me alborotó el pelo con una mano mientras me decía con acento cantarín «¿qué le hubo?» o algo así.
De lo que había hecho mi hermano José Luis para volver a casa desde el colegio es cosa que no recuerdo ni remotamente.