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Esclerosis amiotrófica lateral.
Esa fue la sentencia de muerte: apenas tres palabras ininteligibles que, juntas, encerraban tal cúmulo de amenazas, tal promesa de sufrimiento, que cuando oímos que las pronunciaba el médico, Martita y yo hubiéramos hecho bien en regresar a casa de África para envenenarla con algo muy dulce, muy placentero, y dormirla para siempre. Pero los humanos tenemos un defecto piadoso que nos impide comprender el verdadero alcance de la palabra compasión. Cuando el doctor Moratín nos dijo que lo que padecía África era una ELA y que no había remedio conocido y que el futuro reservaba a la enferma espantosos dolores y miedo sin cuento, Martita y yo fuimos incapaces de hacer nada: simplemente nos afligimos con la noticia, nos miramos entristecidos y se nos saltaron las lágrimas. ¿Qué le contaríamos a ella? ¿Cómo se lo contaríamos?
Pero ¿impedir que sufriera? ¿Abreviar su dolor? Eso no se nos pasó por la cabeza ni por un instante. África moriría del modo cruel que le tenía reservado la enfermedad. Primero perdería progresivamente el equilibrio hasta que no pudiera ya sostenerse en pie; después, se le iría haciendo más gangoso el modo de hablar; luego dejaría de reír porque perdería el uso de los músculos de la cara. Con los meses, la tendríamos que sentar en una silla de ruedas. Un poco más adelante, la cabeza empezaría a dejar de sostenerse por sí sola y nos veríamos obligados a fijarla contra un pequeño arco de acero cubierto de terciopelo. Más tarde sería necesario confinarla a una cama y sólo sería ya capaz de proferir algunos sonidos guturales (ella, que había tenido siempre una voz tan poderosamente sensual) que sólo unos cuantos íntimos habituados seríamos capaces de descifrar. Entonces y durante un tiempo relativamente breve utilizaría una pequeña pizarra blanca de plástico sobre la que escribiría torpes palabras con una pluma de fieltro negro; un pañuelo de papel le bastaría para borrar cuanto escribiera. Para entonces, ya necesitaría tener otro pañuelo apretado entre los labios para que no le escurriera la saliva por la barbilla; sería de tela, primero, y de papel, después, cuando le resultara el de algodón demasiado pesado. Comería cada vez menos, unos purés cada vez más aguados (de hecho, mi esperanza fue que quisiera dejarse morir de inanición; ¡habría sido tan fácil!), bebería de una taza sorbiendo por una pajilla de plástico articulada por la mitad para no tener que inclinar el recipiente y sufrir que se le derramara el líquido encima. Y luego, habría que lavarla. Su hija, al principio, y una enfermera, más tarde, la llevarían al cuarto de baño (el mismo cuarto de baño, me confesaría a mí mismo con rubor, que había sido de mis abuelos y detrás de cuya puerta yo había hundido apasionadamente la nariz en el sujetador de raso tantos años antes; cada vez que entrara en él, reconocería el gancho de metal atornillado en el centro de la madera del que había solido colgar una bata, a veces una combinación de satén y, siempre, aquel sujetador de seda) y la introducirían en la bañera para frotarla con una esponja muy suave y darle friegas con agua de colonia para que no se le hicieran llagas en la espalda.
Y a Martita y a mí sólo se nos ocurría compadecernos de lo mucho que África iba a sufrir antes de morir y entristecernos por lo mucho que íbamos a sufrir nosotros viéndolo. ¿Y la indignidad de la podredumbre progresiva? ¿Y la humillación del desvalimiento y la fealdad? Si hay un Dios lo suficientemente cruel como para permitir que un alma frágil e incomunicada cargue con el peso de tanta miseria, seguramente África Anglés se acabaría santificando con la paciencia absurda de los que se resignan y yo, al menos, lo maldeciría. Y lo peor de todo era que aquella mujer había pasado por la vida sin ser consciente de que su dolor debía de ser mucho, sin parecerle que su pena fuera en nada extraordinaria, convencida de que lo que le ocurría era así, normal, porque un capricho de la fortuna la había privado del derecho a la felicidad, como, por otra parte, pensaba ella, les sucedía a la mayoría de las gentes. Pero yo que fui testigo amante de todo, padecí con ella la desoladora verdad. Y lo sé.
Un día, muy al final ya, sorprendí a la enfermera cuando la llevaba al cuarto de baño. Apenas si tenía que recorrer dos o tres metros pero ya no le era posible llevarla en brazos: África estaba tan inerte, tan sin fuerza, que se habría doblado en dos y se habría deslizado por entre las manos de quien la llevaba.
Fue espantoso de ver: la enfermera se la había echado al hombro como si se tratara de un sudario mojado. Tan fina como una manta doblada, tan inerte como la piel de algún animal muerto.
Pero África nunca dejó de asombrarme. Había vivido amargamente, con una pasividad que me parecía totalmente inaceptable y, sin embargo, cuando empezó a intuir que se moría, se aferró a la vida con más fuerza que nunca. La existencia sólo le había proporcionado sufrimiento y, sin embargo, con tal de vivir no le importó seguir padeciéndolo hasta el final. Yo creo que para ella, el hecho mismo de vivir era una reivindicación. ¿Pero de qué diablos podía ser una reivindicación? No. Qué tontería. Simplemente, su instinto de supervivencia era tal que podía con todo. ¿O se trataba de recordar algo permanentemente? ¿Algo cuya sola existencia, cuya sola memoria la compensara de todo?
Al principio de la enfermedad, ella misma insistía en maquillarse a diario. Lo hizo durante meses hasta que la traicionaron las manos y fue ya incapaz de pintarse los labios. Entonces exigía con palabras roncas y casi brutales que lo hiciera su hija. Y, después que dejó de hablar, escribía en la pizarra con su lápiz de fieltro «Píntame» o «¿Y ojos?». Y cuando ya no pudo ni escribir, fruncía el ceño y miraba muy fijamente a Martita hasta que ésta se daba por enterada.
Se trataba de su único tesoro y nadie se lo iba a robar: quería estar guapa hasta la muerte.
Creo que murió el día en que había dejado de importarle. Cerró su propia espita y se rindió.
La mañana antes estuve con ella largo rato. Me senté en una silla en vez de quedarme de pie apoyado en la barra metálica del fondo de la cama como era mi costumbre. África me miraba fijamente sin parpadear con los enormes ojos malva muy abiertos; para entonces ya, las comisuras de la boca le colgaban como carne inerte, dejando al descubierto las encías y los pocos dientes que le quedaban; los carrillos se le habían hundido y, debajo de la sábana que la cubría, apenas si podía distinguirse una mancha huesuda. Ni siquiera parecía que estuviera respirando. La enfermera se inclinó sobre ella para ponerle unas gotas con las que humedecerle los ojos: África era ya hasta casi incapaz de parpadear.
Tomé una de sus manos entre las mías. «Vaya pesadez, ¿eh? -dije. Y sonreí-. Esta tracamundana no se acaba nunca, ¿verdad? Con lo bien que estarías de pie y bailando por ahí…» África me miraba. «Bueno, en fin, vamos a ver si conseguimos salir de ésta de una vez, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo decía mi padre? Hijito mío, qué crujía.» África me miraba. «¿Sabes lo que estaba recordando el otro día? Sé que tú no te acordarás porque seguramente no fue muy importante para ti, pero un día hace como, qué sé yo, diez o doce o quince años, pasamos tú y yo la tarde en el jardín de Las Rozas. Fue la última de nuestras charlas del jardín. ¿Te acuerdas? ¡Me gustaría tanto que pudieras decirme que te acuerdas!» Sonreí otra vez. «Se me quedó grabada porque nos hicimos muchas confesiones.» África me miraba, pero ahora de pronto me pareció que en sus ojos ya no estaba la mirada fija de la moribunda, sino un calor repentino y expectante; me pareció que en el fondo del iris le brillaban muy tenues unas chispitas de brillantes. Sí que se acordaba. ¿Sería así? ¿Tan cerca de la muerte? Era más bien probable que todo aquello fuera ilusión mía, un espejismo apasionado, y que creyera estar viendo algo que en realidad había dejado de existir. África estaba ya más en el otro lado que en éste y la llama de la vida se le había vuelto hacia adentro. «Sí que te acuerdas, ¿eh?», dije. África me miraba y lo que alimentó mi esperanza fue que parecía mirarme a mí, no al frente, no al vacío, no hacia adentro, sino a mí. «Fue una tarde, bueno, un atardecer de un mes de junio.» ¿Cómo podría haberlo olvidado? «Me acuerdo porque todos los rosales estaban en flor y olían muy fuerte. Estábamos, como siempre, en la parte de abajo del jardín, en el recodo del camino. ¿Recuerdas el camino? Era como de albero y tú y yo nos reíamos porque era como el de la plaza de toros y al andarlo nos parecía que íbamos de paseíllo. Tú te sentaste en el banco del fondo, nuestro banco, ¿eh? -sonreí de nuevo-, allí donde daba la sombra de los cipreses, junto a una gran mata de bambú y al montículo en el que el jardinero esta vez había sembrado flor de rocalla amarilla y naranja y encarnada como grosellas. Nos escondía de la casa una enorme mata de rosas rojas; había una, ya pasada, con los pétalos completamente abiertos, ¡tan decadente! Tú empujaste el tronco con la punta del pie y hubo una cascada de color sobre la yerba. ¿Qué edad tendría yo? ¿Treinta y cinco? Por ahí. ¿Y tú? Siempre dieciocho más que yo.» Giré la cabeza. Estábamos solos en la habitación de la moribunda. Martita hoy había tenido que ir a su banco a despachar los asuntos del día y la enfermera seguramente habría ido a descansar un poco mientras yo estaba con África. Bajé la mirada y, en un murmullo, añadí: «Ése fue siempre mi problema, ¿sabes? Que toda la vida tuviste dieciocho años más que yo.» Cobardemente no me atreví a alzar la vista para comprobar si, por un milagro cualquiera, había chispitas de brillantes en el fondo del lago. Sin mirarla, continué: «Aquella tarde estuve a punto de decirte que te había querido desde siempre y, ya ves, no me atreví. Hubiera querido decirte que nos fuéramos en aquel mismo momento a Tahití o a Zanzíbar, para desaparecer tú y yo, así, puf, como por ensalmo. Y no me atreví», susurré.
¿Fue una ruindad decírselo ahora? «¿Te acuerdas?», le dije. «¿Te acuerdas?», le pregunté. ¿Pero era para mí o para ella? ¿Pretendía iluminarla con cuánto la quise o, ahora que se moría sin remedio, la cargaba con el peso de haberle robado la oportunidad de hacer algo con ese secreto tan terrible? Oh, Dios. No la quise lo bastante, no: fui avaro con el único consuelo que podía ofrecerle. ¿Diez, doce o quince años, le había dicho? ¡Qué hipocresía! ¿Cómo no me iba a acordar de aquella tarde? Fue el 3 de junio de 1974. Nuestra última tarde. Después, todo se me hizo tan insufrible que me puse a viajar como el holandés errante, para no detenerme más y así evitar tener que enfrentarme conmigo mismo y aquellos ojos malva a solas, en el fondo del jardín. Salí huyendo, sí. Sólo una vez África se quejó de mis ausencias: con una voz muy suave, sin reproches: «Chamaquito, ya no vamos al fondo del jardín, lo echo de menos.» Y en seguida, como siempre hacía, se dio a sí misma la explicación que me libraba de toda culpa: «Claro, viajas mucho, escribes sin parar y casi ni vienes ya a Madrid.» Luego, sonrió. «Bueno, al menos me llevas a los toros en San Isidro.» Pero yo, con una crueldad que ahora me sonrojaba como nada me había avergonzado en mi vida nunca, seguía huyendo. Huyendo por no decirle lo que un sentido del ridículo convencional e idiota me impedía decirle y simultáneamente porque no habría sido capaz de aguantar en silencio más intimidades, más complicidades.
Y ahora mi confesión a África moribunda llevaba consigo el peor de los castigos porque ya nunca sabría qué le hubiera parecido entonces o cómo, acaso, le dolía ahora, si es que ya le podía doler algo. Porque la tarde que intentaba recordarle para que se llevara esa memoria mía a la tumba, la tarde de la que había esperado a contarle mi versión hasta el momento mismo en que me pareciera que sólo quedaba en el ánimo de África apenas el hálito suficiente para percibir lo humano, había sido la más importante de mi vida.
Quince años antes, los abuelos llevaban cinco o seis viviendo en un chalet fuera de Madrid en la urbanización de Las Rozas. El boom de la construcción en los años sesenta los había enriquecido y habían podido dejar el pequeño piso de la calle de Casado del Alisal para irse lejos de la capital a disfrutar del aire de la sierra vecina, de un gran jardín y de una enorme casa de piedra que tenía un amplio porche delante y una pequeña piscina detrás. El piso de Madrid había sido cerrado y sólo después de que murieran los abuelos -primero él y después ella, apenas con unos meses de diferencia-, el chalet fue vendido y África, por fin sola, decidió regresar al apartamento. Se instaló en la habitación que había sido de los abuelos y dejó desocupada la que había compartido con Martita por si ésta quería regresar algún día a hacer vida de niña soltera o simplemente a pasar un fin de semana.
Ya no tiene importancia, pero el piso de Casado del Alisal nunca me gustó. Dos pequeñas habitaciones, que hacían las veces de salones, daban a la calle, pero el eje, el centro de la casa, era un gran cuarto muy oscuro que estaba al otro lado de los saloncitos y separado de ellos por un minúsculo vestíbulo de entrada. Una sola ventana daba al patio, pero en aquella habitación se hacía la vida; allí estaban la mesa del comedor, el pesado aparador con los platos de Talavera, un escudo de los Anglés, un cuadro enorme y oscuro que atribuíamos generosamente a Murillo y que representaba a una Virgen apoyada sobre un hilo de luna en su cuarto creciente, un tresillo de terciopelo marrón y el televisor. Desde un ángulo del comedor, un largo y oscuro pasillo conducía a las habitaciones, ninguna con luz a la calle sino sólo con ventanas al mismo patio: primero, la de África y Martita; después la de los abuelos, desde la que se accedía al cuarto de baño; después, el planchero y luego, la habitación de la chacha, un pequeño aseo, la puerta de entrada del servicio y, finalmente, la cocina.
No traería estos detalles a colación si no fuera para contrastarlos con la luminosidad del jardín de Las Rozas, con los grandes salones con parqué, las gigantescas chimeneas y el cuarto de música del abuelo. El abuelo era muy aficionado a la música romántica, a los trompetazos de Wagner y a la zarzuela. Una vez que le llevé un disco de los Beatles, lo escuchó con gran atención y después de mirarme con solemnidad, me aseguró que sin duda tenía armonía pero que como expresión musical, le interesaba poco. Siempre me infundió gran respeto.
Sospecho que, tras la muerte de sus padres, África decidió regresar al piso de Madrid no sólo porque la venta de la casa de Las Rozas había supuesto para las tres hermanas un ingreso importante, sino por una reivindicación de la miseria, por apurar el cáliz del infortunio hasta las heces. Tenía esa especie de hipnosis del dolor que me descomponía y de la que no había manera de apartarla. Pero así era ella.
Podría haberse quedado en la casa de las afueras (así lo habían dispuesto sus padres en el testamento), pero una quisquillosa puntillosidad en su interpretación de la justicia distributiva respecto de sus hermanas, o al menos eso fue lo que alegó, la impelió a poner el chalé en venta y, creo yo (aunque ni a sí misma lo quisiera confesar), irse lo más lejos posible de lo que en los últimos años había sido su cárcel. Y, cosas de la más espantosa rutina, regresó al lugar de su primer y más oscuro encierro.
Sí, aquel 3 de junio de 1974 que intentaba recordarle (ahora que ni me podía discutir los sentimientos, ni podía ya escandalizarse con ellos, ni siquiera santiguarse), me había sentado como de costumbre a su lado en el banco del fondo del jardín junto a la rocalla de flores de primavera y frente al gran matorral de rosas rojas. Con mi pie hacía dibujos distraídos sobre el albero del camino y África acababa de empujar el tronco del rosal con la punta del zapato para que se deshojara la rosa marchita y cayeran sus pétalos sobre la yerba. Sonrió como si hubiera hecho una travesura. Estuvimos así en silencio un rato.
– Estos rosales han sido la vida para el abuelo -dije por fin-. No piensa más que en cuidarlos, ¿verdad?
África asintió. Llevaba puesto un camisero de algodón blanco estampado con grandes florones negros; se lo abrochaba con un amplio cinturón negro que le tenía reducida la cintura a una mínima expresión; tenía las piernas tostadas, como recién untadas de suavidad. Un discreto escote dejaba que le adivinara un primer atisbo de los pechos; por allí serpenteaba apenas sugerida, una diminuta vena azul. Cuando llevaba el escote así, siempre se reía y mirando con picardía hablaba «del arranque del caminito real». Se me cortaba la respiración.
– Los tiene contados -dijo-. Son quinientos sesenta y tres de treinta variedades distintas de rosas. Me parece que los recuenta cada mañana por si falta alguno. -Rió con su risa pastosa y terriblemente alegre.
Con los muchos años, el abuelo había seguido siendo el hombre enhiesto y pulcro que había sido toda la vida. Yo lo recordaba desde mi primera memoria en Cádiz, los ojos muy azules protegidos por unas gafas que al cabo de los años acabarían siendo del modelo Truman con los cristales al aire y sin montura, la cara ancha y honrada, con el pelo fino y entrecano cuidadosamente peinado hacia atrás. Tenía las manos grandes y anchas, de fuertes dedos rectangulares en los que las uñas siempre estaban perfectamente limpias y limadas. Había dejado de fumar en Cádiz a causa de un amago de angina de pecho que entonces se cuidaba suministrando cotidianamente al enfermo la misma comida durante dos años: un sopicaldo de arroz sin sal. Con el tiempo, contrajo diabetes y desde entonces se estableció en su casa una permanente batalla campal entre la abuela, que le pesaba hasta el mínimo currusco de pan que se comía, y él, que se dedicaba a robar tortilla de patatas o una cucharada de natillas o una rebanada de pan untada con mantequilla y mermelada. Pero nunca volvió a fumar. Decía mi madre que el abuelo había sido tan fumador que, antes de dormir, solía liarse un cigarrillo de picadura, lo encendía, le daba una chupada y dejaba que se apagara en el cenicero de la mesilla de noche; por la mañana, al despertarse, lo primero que hacía era encenderlo para que le supiera bien fuerte a tabacazo. Sólo una vez, en una merienda de cumpleaños en la casa de Las Rozas, treinta o treinta y cinco años después de dejarlo, le robó un cigarrillo a mi padre y lo encendió y aspiró hondo. La abuela dio un grito y se lo arrebató de un manotazo, mientras él se ponía muy colorado, más por efecto de retener el humo cuanto pudiera que por la vergüenza que hubiera podido producirle ser pillado en falta. Lo recuerdo muy bien porque sonreía como un colegial después de haber hecho una travesura.
Ahora seguía poniéndose corbata todos los días y su única concesión a la vida rural era una gran chaqueta de punto con la que había sustituido el temo gris. Pero seguía utilizando el sombrero homburg de ala redonda que había llevado toda su vida y los zapatos de lazo sobre los que se colocaba unos chanclos de goma negra. Un hombre bueno y poco flexible, mejor hijo de su tiempo que muchos otros, puesto que, siendo extremadamente conservador y por tanto muy franquista, no se había contagiado de la inmoralidad en la que siempre era posible caer durante el régimen de Franco; más bien había pasado por la vida sorprendiendo a todos cuantos lo conocían por su extrema honradez y por la inflexibilidad de sus principios morales y sus convicciones.
África y yo habíamos empezado a tener nuestras charlas al fondo del jardín una primavera, probablemente uno o dos años antes de aquel 3 de junio de 1974. Fue una simple casualidad. Yo estaba en Madrid, entre libros, quiero decir habiendo concluido uno y sin haberme decidido aún a comenzar el siguiente, probablemente porque todavía rumiaba el nuevo argumento sin acabar de perfilarlo, y porque en los meses de mayo solía venir a la feria de toros de San Isidro a ver torear en la catedral. Había sido más o menos entonces cuando había empezado a invitar a África a que me acompañara a la plaza de Las Ventas.
Una tarde simplemente no fuimos a los toros. De tácito acuerdo, África y yo paseamos hasta el fondo del jardín y nos sentamos en el banco del recodo del camino. No hubo razón alguna para que fuera así, pero ni uno ni otro nos acordamos de que teníamos un par de excelentes localidades de sombra en la plaza de toros. Sencillamente nos pusimos a charlar y se nos pasaron las horas.
Todo empezó con una broma:
– Si tú y yo no fuéramos tía y sobrino, te propondría que nos escapáramos a París…
– ¡Huy, qué escándalo! -exclamó África riendo-. Eso debe de ser un incesto o algo así, ¿no?
– … No, boba. Digo que, en vez de estar en este banco, nos sentaríamos en uno al borde del Sena, frente a Notre-Dame, y luego te llevaría a cenar a la Tour d'Argent: ¡Imagínate si le digo al abuelo que te voy a llevar a cenar, ¡los dos solos!, a un restaurante de Madrid! ¡Buf! No. Lo digo porque es más bonito hacerse confidencias en París que en el fondo de un jardín de Las Rozas.
– ¿Confidencias? ¿Y quién te ha dicho a ti, mocoso, que te voy a hacer confidencias? Y, además -rió de nuevo con más fuerza-, ¡qué puedo yo confiarte que sea interesante! Y si tuviera algún secreto, ¿te lo iba yo a contar para que lo sacaras en una de tus novelas? ¡Ya! -Se puso pensativa y frunció el ceño-. Oye, cha-maquito, y además este banco está estupendo y no le pasa nada. Está la tarde preciosa y… vamos, que no pienso ir contigo a París, vamos. ¿Será descarado? -Sonreía.
Y así empezamos. Primero con recuerdos, inevitablemente con aquella tarde en Cádiz cuando yo había vuelto del colegio todo manchado y ella, ya de punta en blanco para ir a ver torear a su primo Carlos, me había tenido que limpiar en la bañera. Y yo, con su regreso de México, pero cuidándome mucho de no revelarle cuánto me había impresionado. Tenía la sensación de que mientras no inmiscuyera seriamente mis sentimientos en nuestras charlas, no perderíamos la intimidad o, mejor aún, la complicidad y podría seguir haciendo bromas sobre a dónde pensaba llevarla una vez que la hubiera raptado o sobre cómo éramos novios en realidad. ¡Con qué poco llegué a conformarme! Unas cuantas palabras creaban la ilusión, como si me hubiera refugiado en un cuento de hadas y ese mundo mágico cobrara vida. El banco del jardín de Las Rozas se convirtió en mi mundo del nunca jamás. ¿No vivía yo de las palabras?
A veces hablábamos de su soledad, de lo duro que era ser viuda o separada en Madrid, del miedo que le producía abrirse a la vida, bajar a la ciudad y trabajar en ella, incluso si el abuelo lo hubiera permitido. Imagino que, con un poco de presión por parte de todos, lo habría permitido, pero África prefería seguir escondida allá arriba en la casa de las afueras.
Siempre coqueteábamos un poco, muy poco, lo justo para mantenerme abierta la ilusión. Y luego, poco a poco, quise empezar a escarbar en su vida; al principio no me resultó muy difícil.
– ¿Por qué te casaste con aquel hombre, África? -le pregunté un día.
Suspiró.
– Ay, chamaquito, ¡qué de tonterías se hacen en la vida! Ya ves, me casé con aquel hijo de mala madre porque me había peleado con mamá por un disfraz de carnaval. Ya ves…
– ¿Qué?
– Áy sí, chamaquito bobo: había un baile en el Casino en Santa Cruz de Tenerife. Papá estaba destinado allí con la compañía de construcciones. Y tu madre y yo queríamos ir al baile, claro. Tu madre estaba a punto de casarse ya y yo ni pensaba todavía en aquellas cosas. Bueno, sí, supongo que soñaba con el príncipe azul. ¿Y qué niña no? ¿Pero hombres? ¡Si por la mañana iba al colegio con calcetines! ¡Si sólo tenía dieciséis años! Era una cría más inocente que un cubo. No íbamos ni al cine a ver las películas de John Barrymore porque no nos dejaban. -Dejó que le soñaran los ojos-. Era mi ídolo. -Suspiró-. Pero entre papá y mamá se pasaban la vida asustados porque en la República había mucha inmoralidad -puso voz de regañona, como lo habría hecho la abuela-, y las niñas bien no debían ir solas a fiestas y mucho menos aún debían hacerlo con disfraces procaces. -Rió alegremente y me miró-. ¡Procaces! Pero, chamaco, si lo que quería ponerme era un vestido de japonesa de satén marrón con un gorrito de esos redondos de los que cuelgan las trenzas…
– Me parece que eso es un vestido de chino -dije.
– Bueno, pues de chino. O de china. Bueno, de chino porque era con pantalones y la blusa se cruzaba y tenía los botones a la izquierda y un cuello redondo que me subía hasta la garganta. -Miró hacia arriba y fijó la vista en los grandes cipreses que, rectos como husos, estaban plantados en el costado de la casa-. Los botones eran de raso negro, redondos y grandes, los recuerdo muy bien. Hay alguna foto por ahí. En fin. Da igual. El caso es que, cuando me vio vestida de chino, mamá se puso a gritar y a decir que se me adivinaban los pechitos por el satén, imagínate, eran como dos albaricoques, y que se me ponía el trasero respingón y que los republicanos me iban a asaltar y me iban a violar…
– Bueno, a los dieciséis años no suelen ser sólo como albaricoques -dije con cautela.
– … Bueno, sí… -rió-. A lo mejor estaban un poquito más grandes. Pero el caso es que el abuelo dijo que, china o japonesa, yo no iría de ningún modo a la fiesta del carnaval en el Casino y que se había acabado la discusión. Lloré, pataleé, hice de todo, pero no hubo remedio. Tu madre y tu padre, que estaban formalmente prometidos, iban, y tu padre se ofreció a hacerme de carabina… pero ni con ésas… -África se inclinó a recoger un puñado de albero del camino; se lo puso en la palma de la mano izquierda y con el índice derecho se dedicó a removerlo con mucho cuidado, como si buscara una pepita de oro. Desde entonces, siempre que estuvimos sentados en nuestro banco tuvo la costumbre de coger un poco de arena del sendero, jugar distraídamente con ella y luego dejar que se le escapara por el hueco de los dedos doblados sobre la palma de la mano-. Creo que me llevé la mayor desilusión de mi vida. -Sonrió tristemente-. Cuando se es así de joven, las desilusiones son siempre las mayores, ¿verdad?, los primeros amores son los que no se olvidan y los que más duelen al romperse. Bueno, bueno, bueno; creo que me pasé dos días llorando sin salir de mi cuarto.
– ¿Y al final no fuiste a la fiesta?
– Al final, fui. En realidad, fui, pero un rato sólo y sin poderme despegar de mis padres. Mamá se acabó apiadando de mí por el berrinche que me había dado y, como papá iba a ir un momento a que le vieran con toda la buena sociedad, me dejaron que los acompañara. Allí me hicieron la foto… -Soltó una carcajada alegre que se me antojó mucho más sensual que de costumbre-. En el vestíbulo de entrada. Menuda se armó: hubo unos cuantos que quisieron hacerme reina de la fiesta allí mismo y a papá casi le da una apoplejía. -Rió con más fuerza y tuvo que secarse una lágrima-. Uno, sobre todo, que era muy mayor… Bueno, yo lo veía muy mayor, tendría tu edad de ahora, y era más bien bajito, con las cejas muy anchas, pero iba hecho un dandy, todo repeinado, aunque me parecía muy peludo, pero bueno, de smoking y con una flor en el ojal. Me miraba como si me quisiera comer. No te creas que no lo vi. Estas cosas las intuye una mujer aunque tenga diez años… Vino a sacarme a bailar. Le pidió permiso a papá con gran solemnidad, se presentó muy finamente, ¿me permite que saque a su hija a bailar esta pieza? o algo así. Casi me da la risa porque todo aquello resultaba un poco ridículo, pero no creas, me hizo mucha ilusión.
– ¿Y qué dijo el abuelo?
– ¡Buf! Se puso muy serio y le dijo: caballero, le agradezco el cumplido que nos hace, pero esta señorita es demasiado joven y no baila. Es más, me temo que nos vamos ahora mismo. No me atreví ni a rechistar. -Se quedó pensativa durante un momento y añadió-: Además, iba yo tan contenta con el alboroto que se había armado por mí y de que uno cualquiera me hubiera pedido bailar, que me di por satisfecha.
– Aquel tipo iba a ser tu marido, ¿verdad?
– Sí, chamaquito, sí. Aquel tipo iba a ser mi marido. Ése no se rendía tan fácilmente ni se resignaba a renunciar a la carne tierna.
Así había empezado todo.