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VI

África me miraba siempre directamente a los ojos cuando, intrigado; no, intrigado, no; angustiado por encontrar los recovecos en los que se movían dentro de su alma y de su voluntad los mecanismos de cualquier decisión, le preguntaba una y otra vez por la razón de su matrimonio. Y, allá muy hondo, se le entristecía la mirada con la desesperación infinita de haber destruido su vida a los diecisiete años, sin que nadie, ni ella misma, le diera la oportunidad de enderezarla. Había bastado un solo gesto de asentimiento. ¡A los diecisiete años!

Pero ahora, en aquel último 3 de junio de 1974, sentada conmigo en el banco del jardín de Las Rozas, rodeada de rosas que se marchitaban un siglo después de su boda, tenía cincuenta y tres años de edad y estuve seguro de que se le hacía interminable el camino que le quedaba por recorrer antes de morir. Por eso, aquel día en su mirada no había solamente tristeza. Había mucho más: por una vez, arrancándose las ataduras de lo convencional, no pudo esconder, no quiso esconder la violencia de la desilusión, la rabia infinita que aún le causaba haberse casado con aquel hombre.

Y allí estaba yo. No era la primera vez que me asomaba al pozo de desolación que era la historia de su vida. Pero en esta ocasión, la única que de verdad contaba, encontré que era totalmente incapaz de dar consuelo. Una vez, mi madre, siendo yo un adolescente, me había regalado un marca-libros de plata en el que había grabado la parte de la oración de san Francisco que según ella mejor se adaptaba a mi forma de ser: dove ce tñstezza ch'io porti gioia, donde hay tristeza que yo aporte alegría. Pues vaya. La primera ocasión de hacerlo y me quedaba completamente paralizado. Hubiera necesitado ser mucho más valiente. Mucho más valiente y mucho más decidido. Pero ¿cómo podía yo saberlo? ¿Y si la hubiera cogido en mis brazos allí mismo para decirle todo? Todo lo que me hervía en el corazón desde el día en que la fuimos a recoger a la estación de Príncipe Pío. ¿Cómo afrontar el espantoso ridículo que podía hacer?

Creo, Dios mío, creo que aquel día tuve su vida en mis manos y que la tiré por la borda, por un instante de cobardía.

El único riesgo verdadero que debí tomar en la vida y me eché para atrás. No sé cómo voy a poder seguir con esto.

– ¡Bah, chamaquito! -me había dicho África una vez-. Rafael era un hombre paciente. Sabía esperar. Y esta historia casi no existe de puritito vulgar que resulta. Era el jefe de la aduana de Santa Cruz… -se había reído-, un verdadero personaje y luego resultó que muy importante para papá porque los materiales de construcción y esas cosas venían de Alemania y de Italia, de Suecia y Dinamarca… Todo pasaba por Rafael. -Había cerrado el puño y lo había girado hacia tierra, dejando muy lentamente que se le escurriera el albero por entre los dedos; luego se había limpiado las manos sacudiéndose el polvo con lenta armonía, como si estuviera haciendo sonar los platillos de una orquesta-. Lo más fácil del mundo era para él llegar hasta papá, inspirarle confianza y esperar.

En otras ocasiones había añadido detalles bufos sobre su encuentro con su pretendiente o indicaciones sobre la vida que la familia hacía en Tenerife, el club, la piscina, las meriendas por la tarde, las subidas a las casas de los ricos en La Orotava. Solamente hoy, en nuestra última charla añadió por primera vez:

– A veces pienso en Rafael, muy pocas veces, chamaquito, te juro, y me lo imagino como una serpiente silenciosa esperando su momento el muy pendejo.

De su paso por México, a África le habían quedado palabras y expresiones de allá y, sobre todo, un deje muy suave, casi tropical, que se hacía más pastoso cuanto mayor era la intensidad emocional de su enfado. Ahora hablaba muy despacio y casi en voz baja y se le hinchaba una vena del cuello, como si le fuera a estallar. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, hacia mí, y se rearregló la falda.

– ¡Bah! Me lo imagino por las noches impacientándose enrabietado, furioso por no poder ir más de prisa… pero él sabía que tenía que esperar. Utilizó a cuanta gente le pareció necesario para ponerle cerco a la familia: el consignatario de una línea marítima sueca, Renato Gustavsson, un hombre muy popular en Tenerife; Antonio Laguna, el médico de todo el mundo; la familia de tu padre, que ésa sí que era conocida en Santa Cruz: tu abuelo paterno era ya entonces el gran abogado de la isla, el hombre que manejaba los intereses de todos los plataneros… Los utilizó a todos en su espera. Jugaba al ajedrez, ¿sabes?

– ¿Hasta cuándo fue eso?

– ¿Hasta cuándo esperó? Fácil: hasta el día de la boda de tu madre. Cuatro o cinco meses. -Rió nuevamente-. Se le debieron de hacer eternos. Por eso me cogió con tantas ganas. Sé por papá que lo visitaba con frecuencia, le invitaba a comer o a un café por la mañana. El muy pinche preguntaba muy educadamente por la familia y -adoptó un tono untuoso- «por esas hijas tan encantadoras que tiene usted, querido amigo Anglés». Papá jamás le invitó a casa. Eso no se estilaba; los nombres se veían en el club o en el casino y las mujeres hacían vida aparte. Así se hacían las cosas. -Se encogió de hombros-. Eran otros tiempos.

Asentí.

– Igual si le hubieran invitado se le habrían visto las intenciones y todos os habríais escandalizado y le habríais echado a patadas.

– ¿Las intenciones? No. Qué va. Rafael era demasiado hábil para que nadie le notara nada. No, no… -Se interrumpió de golpe y después añadió pensativamente-: Bueno, en realidad, mamá no se fiaba nada, nunca se fió. Decía, sobre todo al principio, que no le gustaba nada aquel petimetre y que le parecía que sus intenciones no eran santas.

Mi abuela, la madre de África y de la mía propia, era una vallisoletana de armas tomar, con un corazón de oro, pero de gran impaciencia en sus modos. Siendo yo ya mayor, cuando subía como hoy lo había hecho a la casa de Las Rozas, me solía mirar, se ponía en jarras y exclamaba: «¡A este niño que le den un vaso de leche, hijo, que estás más flaco que el caballo del Quijote, y te lo tomas que, si no, te doy un cachete!» Y levantaba la mano derecha igual que se hace con los niños pequeños cuando se les amenaza con darles tas-tas. Siempre rezongaba y vigilaba por la salud y el bienestar de su grey y andaba soltando las verdades del barquero. Sólo cuando se rendía frente a algo que no conseguía controlar, solía decir «hijo, lo que es de natura, tararura». A lo que África contestaba «y si no pega, para cuando pegue, en el culo te pinto un loro». No sé de dónde vendrían esas expresiones, pero evidentemente habían entrado en la cultura familiar de antiguo y nosotros todos las habíamos heredado (sólo que la generación de mis sobrinos había adaptado el lenguaje y la frase de contestación concluía con un «en el culo te pinto un loro, tío»). La abuela no era ni por asomo persona que viviera en el mundo de la intelectualidad, ni siquiera en el tan delicado de la música del abuelo que compartió durante medio siglo. Tenía una inteligencia práctica grande y hacía las mejores rosquillas y tortillas de patatas del mundo (por eso le robaba trozos el abuelo en cuanto despistaba la vigilancia). Pero su única misión en la vida era, fue, ser la compañera de mi abuelo, el pararrayos, el calor y el frío, y el día en que se casó con él, se le pegó y no lo abandonó ni se separó de su vera hasta la muerte ni en los peores momentos. Durante la guerra civil, gran parte de la cual pasaron en Madrid, el abuelo, que no escondía sus simpatías por los asaltantes nacionales (lo que le costó más de un disgusto y algún riesgo grave), se ponía su terno, su corbata y el sombrero homburg en un momento en que no estaba precisamente bien visto llevar apariencia de burgués en el Madrid revolucionario, y se iba al frente del palacio de Oriente y, junto a los milicianos, observaba con unos gemelos los movimientos del enemigo sin que se le despintara la sonrisa. Creo que nunca le hicieron nada porque pensaban que estaba loco, sobre todo cuando acudía cotidianamente a un lugar tan peligroso acompañado de una señora muy puesta con sombrero y velo y sobriamente vestida de negro. Así era la abuela.

– Rafael acabó consiguiendo lo que quería -continuó África-, que era que le invitaran a la boda de tus padres. Y allí estuvo, resplandeciente en su chaqué, aunque a mí me seguía pareciendo que era demasiado bajo y muy feo. Pero, ¿qué crees? Una mujer tiene esas intuiciones, no le fallan nunca: desde el baile de carnaval yo sabía que él iba a por mí y cuanto más tiempo pasaba, más impaciente me ponía por poder coquetear con él cara a cara. A veces le veía de lejos por la calle y hasta me daban ganas de dar corriendo la vuelta a la manzana por pasar delante de él y provocarle. Pero luego me miraba los calcetines y el uniforme del colegio y, claro, me daba vergüenza. De todos modos, era una especie de reto, no creas. Una especie de cosa instintiva… No pensaba en otra cosa, ¿sabes? Así era yo de inocente. Sólo en flirtear y bailar. Mientras que él lo que quería era arrancarme la flor y ponérsela en el ojal. -Dijo esto último con violencia y luego se ruborizó intensamente. Dejé de mirarla para que no se avergonzara-. ¿Pero a nosotras? ¡Menuda cosa! La educación que nos daban era tan severa y tan estrecha que te entrenaban a limitar las calenturas de tu cuerpo, a ni siquiera reconocer por qué te sudaban los costados o se te… se te…, bueno, te pasaban cosas en el vientre… y… y. -África se calló de golpe, como si le asombrara haber podido llegar a ser tan franca conmigo. Enrojeció de nuevo.

Me encogí de hombros para quitar importancia a la carga íntima de sus palabras y ayudarla a salir del trance embarazoso en el que la había metido la rabia que llevaba dentro del cuerpo. Nunca la había oído ser tan explícita respecto de nada. Vaya con la tía África.

– Bah, bah -dije-. No es posible que toda tu generación fuerais un montón de pavisosas. No me digas; ¡si la República fue el momento más abierto, yo creo que más descarado del siglo! Allí había amantes, nudistas, naturalistas, canciones verdes, de todo. Ahora no; ahora no hay más que grisalla y Franco obliga a las tonadilleras a que se tapen el escote cuando salen en televisión. Pero entonces, sí… Hombre, no lo viví, pero era así, no me lo niegues…

– No te digo que no, chamaquito. Sólo te digo que las niñas bien, las de colegio de monjas, éramos todas unas mojigatas que no sabíamos ni por dónde andábamos. Pues sí… Así nos iba. La noche de bodas nos ponían en manos del primer bestia entrenado en casas de putas que se nos había cruzado por delante y, ¡hale!, te desfloraban como quien se come una manzana y si te gusta, bueno, y si no, te aguantas.

Debí de mirarla con tal sorpresa, tan asombrado de su vehemencia, que África se puso a reír de forma incontenible. Cuando lo hacía, se llevaba la mano derecha a la boca, un antiguo gesto de toda su vida. Yo creo que había empezado a hacerlo por disimular un colmillo un poco torcido que tenía que le empujaba los incisivos hacia atrás (¡la única imperfección de toda su cara!) y luego la costumbre le había enseñado que, además, cuando se es tímido es un buen modo de protegerse.

– Claro -siguió diciendo-, si tenías un poco de suerte, acababas encontrando un buen amante que te enseñaba todo lo que el miserable que se había casado contigo se guardaba para sus putas. -Se puso repentinamente seria-. Yo no, ya ves. Yo no. Bueno, bueno, ¡qué cosas estoy diciendo, chamaquito! Esto me cuesta por lo menos una semana de misas.

Reímos ambos.

África me puso una mano sobre la muñeca derecha.

– Pero hoy estamos de confidencias, ¿no, chamaquito? Y ya somos todos un poco mayorcitos para no recordar la verdad. Hazme un favor, ¿quieres? Súbete a la casa y tráeme una coca-cola, que tengo mucha sed.

Siguiendo cuidadosamente el camino de albero que zigzagueaba entre rosales y césped, llegué al frente de la casa, subí los seis grandes peldaños que alcanzaban al porche, empujé la puerta, crucé el gran vestíbulo y entré en la cocina. La cocina estaba al otro lado de la casa y una de sus ventanas daba sobre la piscina. No había nadie en el chalé: todos habían bajado a Madrid al cine a ver no sé qué película española de risa. Aquellas cosas tan patéticas y tan censuradas de los años finales del franquismo.

Preparé un vaso grande, le puse hielo, corté una rodaja de limón de uno que había en la nevera, lo llené de coca-cola y cuando empezaba a marcharme de la cocina, decidí servirme una bebida también. Me preparé una coca-cola y le añadí un chorrito de ginebra de una botella que había por ahí. No era mi bebida favorita, pero me daba pereza buscar otra cosa.

Volví al recodo del camino en el fondo del jardín donde África me esperaba sentada en el banco junto al montículo de rocalla. No parecía haberse movido: seguía con las piernas cruzadas y tenía una mano apoyada en la rodilla como si se acabara de alisar nuevamente la falda para esconderse las rodillas de las miradas indiscretas. Le di su vaso.

– Gracias -me dijo y luego añadió, sorprendida-: ¿tú también tomas coca-cola? ¡Pero si la odiabas! Te viene de vivir en Nueva York, ¿eh? Y tú, en Nueva York, todos estos años ¿qué has hecho?

– No, no -dije-. Todavía no hemos acabado contigo. Primero tú.

– ¡Pero si hay tan poco que contar ya! -exclamó, poniéndose seria.

– ¿Que no? Por ejemplo, nunca me has dicho qué hiciste con tu vida.

Se encogió de hombros.

– ¿Qué más hay que contar, chamaco? -Una ligera brisa empujó una mata de pelo sobre su frente y se la apartó de un manotazo, con impaciencia-. ¿Por qué quieres oír la historia de un desastre detrás de otro?

– Pues, francamente, África, porque no soy capaz de comprender cómo una persona como tú, que lo tiene todo en la vida… -ella rió con amargura-,… sí, todo en la vida para ser feliz, no da ni un paso sensato para serlo. No lo entiendo.

Entonces África volvió muy lentamente la cabeza hacia mí y, suspirando resignadamente, hizo un gesto negativo.

– En realidad, no… Ay, Javier, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.

– Compensar ¿qué?

– Alguien tiene que pagar el precio de los que son felices. Eso lo tengo clarísimo. ¿No funciona todo por compensaciones? Cuando un ladrón roba algo a alguien, él se beneficia pero al mismo tiempo es infeliz el robado porque pierde lo que era suyo y le daba felicidad. ¿Ves? Una compensación.

Me quedé sobrecogido y en absoluto silencio. A lo lejos se oía algún automóvil que bajaba por la autopista de La Coruña silbándole los neumáticos sobre el asfalto; entonces había mucho menos tráfico que ahora; un perro ladraba por algún lugar no demasiado lejano y en la finca de al lado podía oírse el ruido intermitente, chas-chas-chas, del agua pegando contra el muelle de un riego por aspersión.

De pronto, nuestra intimidad fue absoluta. África habría contestado a todo, a cualquier cosa, habría hecho todo. Fue uno de esos momentos cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender. Y aunque hubiera querido hacerlo, no me atreví a tomarla de la mano o a estrecharla entre mis brazos, que era lo que me dictaba el impulso mío: me habría parecido un acto muy fácil de seducción. Qué excusa más barata había encontrado. Dejé que aquel instante único me pasara por delante y no me moví. Supongo que el esfuerzo de permanecer quieto fue tan violento que me noté temblar y, de golpe, me empezaron a sudar los costados. En un segundo tuve la camisa empapada. Pero no me moví.

En voz baja pregunté:

– Pero ¿no recuerdas ni un solo instante de dicha, ni uno solo?

África tenía la vista perdida en un mundo propio. Dios sabe de qué estaría hecho, de cuántos recuerdos innombrables o irrepetibles, Dios sabe qué abismo. Y, después de un rato que se me antojó larguísimo, lentamente hizo un gesto negativo.

Tragué saliva y juro que no fui capaz de reprimirme:

– ¿Ni siquiera con Martita?

Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no sería capaz de decirlo, y negó nuevamente con un movimiento muy lento de la cabeza. Nunca he visto en los ojos de nadie tanta hondura, tanta desolación, tanto desgarro.

– Ni siquiera con Martita -replicó. Y le dolía tanto-. Entiéndeme: la puse en el mundo con sufrimiento, fue mía, creció pegada a mí menos en el tiempo en que estuve en México y la quiero como se quieren pocas cosas en esta vida. Pero no quería tenerla, no era fruto de nada, ni de amor, ni de rabia… de nada. La tuve dentro, me creció y la solté -añadió con verdadera rabia-… como si me hubieran cortado un trozo de mí misma y lo hubieran echado al mundo, muerto o vivo, daba igual. Si hubiera sido menos mojigata, menos tonta, menos beata, menos… asustada… habría abortado. Pero ni de eso fui capaz. -Calló un instante y se llevó el dorso de la mano a una ceja-. No la concebí con amor -dijo entonces desoladoramente-, y para mayor inri, antes de que naciera, Rafael ya me había dejado por su puta. -Se levantó de un golpe y estiró la cabeza, alzando mucho el mentón, como si se fuera a poner a aullar-. ¡La concebí con horror, Javier! ¿Sabes lo que es eso? Me sentí sucia, pero además de por haber sido hollada por Rafael, porque todas las madres, cuando ven a su bebé, sienten ternura, lo olvidan todo, lo toman en brazos y lo quieren. ¡Y yo no, Javier!

Se volvió hacia mí. Dos gruesos lagrimones le corrían por las mejillas dejando un rastro de rímel negro. Hubiera querido decirle que a mí esas reacciones sentimentales de las madres, «no lo quise, pero de repente ya lo quiero porque la maternidad es mi instinto», me parecían paparruchas, gimoteos de Hollywood; me parecía que se quiere a los niños deseados y, con un poco de suerte, a los no deseados se los quiere con el tiempo. Pero no me atreví a decir nada. ¿Cómo iba a interrumpir ese flujo de pasión con una nimiedad de filosofía barata sobre cosas de las que no tenía ni idea?

África sollozó una vez como si se le fuera a romper la garganta; se pasó los dedos por las ojeras humedecidas y añadió:

– ¡Pobre Marta! Y durante cada uno de los años siguientes, miré a mi hija con el espanto de no haberla querido, de haberla rechazado, e intenté exagerar mi amor por ella, para que pareciera más, para compensarla. Pero ¿cómo iba a ser capaz? ¿Qué felicidad podía producirme saberme culpable? ¿Y sabes lo peor de todo? Estoy segura de que ella se dio cuenta, de que lo sabe y, lo más terrible, de que no me lo ha perdonado.

Se desplomó en el banco nuevamente.

El sol ya había caído por detrás de los grandes cipreses aunque la luz del atardecer tardaría aún un tiempo en volverse de color índigo y en borrar los perfiles de las sombras. ¡Qué momento tan poco apropiado para la tristeza! Los pájaros del atardecer, los vencejos y las golondrinas, daban mil vueltas allá en lo alto esperando a comer la miríada de incautos insectos que tardarían poco en dejar la protección de la yerba y de las hojas. Pero todavía faltaba tiempo para que volara el primer murciélago de la noche o se divisara la estrella Polar. Era el momento del día en que todo se suspende, se detiene para cambiar los registros del sol por los de la luna, y, por un instante, la naturaleza da rienda suelta a sus aromas, los olores de tierra y pétalos, de rocío y yerba, de pino y jacinto, que quedan suspendidos hasta que los sorprende la oscuridad y los repliega.

– ¡Oh sí! Me enamoró, me embrujó. Lo tuvo facilísimo. Durante la boda de tus padres hizo todo lo que había que hacer. ¡Si yo tenía diecisiete años! Como un pichón, caí. Me dejé engatusar porque jugábamos a dos juegos distintos: yo a flirtear y a provocar y a esas cosas que me parecía que no tendrían consecuencias; él, a acabar conmigo. Era la primera vez que yo bailaba, bueno, que no fuera con mis hermanas y en casa, claro, la primera vez que me tomé una copa de champán… ¡qué una! Dos o tres o cuatro. Me puse piripi, claro. Ya sabes que las bodas en Santa Cruz se hacían de noche. Estuvimos bailando qué sé yo cuánto tiempo, el be-bop y el charlestón y el fox-trot. -Rió-. Lo llamaban el paso de zorra. -Se pasó los dedos cuidadosamente por las mejillas para borrar las huellas del rímel-. ¿Se me nota algo? ¡Qué tonta soy! -Hice que no con la cabeza, me saqué el pañuelo del bolsillo y se lo di. África le puso un poco de saliva en una esquina y se frotó vigorosamente los carrillos y los costados de la nariz-. ¿Ya?

Asentí sonriendo.

– Me parece que luego te vas a tener que maquillar de nuevo: se te notan un poco los churretones de tanto frotar.

Se encogió de hombros.

– Cuando vuelvan los abuelos del cine. ¿Te vas a quedar a cenar?

– Sí.

De pronto, la tensión había cedido. África sonrió como si se le hubiera quitado un peso de encima. Probablemente nunca había contado todo esto a nadie. ¿Cuántos conocían su secreto? ¿El lado más oscuro del horror? Apostaría a que ni siquiera los abuelos, por más que ellos debieron conocer algunos detalles del comportamiento de Rafael cuando el matrimonio se rompió y África regresó a su casa.

– Una vez, durante nuestro noviazgo, perdió los estribos, la paciencia y quiso… bueno… supongo que hacer el amor conmigo. ¡Vaya sarcasmo! ¡El amor!… Me asusté mucho y él se echó para atrás. Supongo que juró vengarse o algo así, no sé. Pero para mí que todo lo que me hizo después fue por venganza, por demostrar hombría. ¡Rechazarle a él! ¡Ha!

Estiró una de sus piernas para apoyar el tacón altísimo de su zapato en el albero. Tomó el vaso de coca-cola que había dejado a su lado sobre el banco, bebió un poco y me dijo:

– Ven, anda, vamos a pasear hasta la casa que se hace tarde; así me recompongo esta cara y luego veo lo que hay de cena. Martita y los abuelos deben de estar a punto de volver.

Me levanté, le ofrecí una mano para que pudiera ponerse en pie sin esfuerzo. Entonces África enlazó su brazo con el mío y echamos a andar.

– Ay, chamaquito, me has hecho hablar y tú de ti no me has contado nada. ¡Qué sinvergüenza! Pero de ésta no te escapas. Menudo fresco. Ahora, mientras estemos en la cocina, me vas a contar de tu vida en Nueva York. ¿Tú sabes que estuve en Nueva York hace muchísimos años? Mira, ésa es una confesión que te hago y que nadie sabe.

Y así, África recompuso en un instante su rostro bello y apacible detrás del que anidaba la tristeza infinita. Esa mujer que nunca había sido feliz, transitaba por la vida como una diosa, sin permitir que se trasluciera nada, sin una arruga, con un hoyuelo, grandes ojos color malva, unas piernas interminables de muslos ligeramente combados, una cintura inverosímil y el disfrute desaprovechado de lo que prometía el «arranque del caminito real».

– Dime una sola cosa más. ¿Cómo haces para vivir así, África?

– ¿Una sola cosa más en serio? No pienso nunca en el minuto de después.

Tres semanas más tarde la operaban a vida o muerte de un cáncer de ovarios. Hasta eso tuvo que pagar.

Yo ya había regresado a Nueva York y dedicaba gran parte de mi tiempo a intentar olvidar la tarde del 3 de junio de 1974.

África se repuso. ¡Oh, sí, claro! La cirugía obra milagros y África vivió quince años más, sí. Pero no por suerte sino porque el destino aún no consideraba que hubiera pagado lo suficiente.