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VII

– ¿Qué otra cosa podía hacer? -dijo el abuelo-. Ante un fracaso así, había pocas soluciones razonables, hijo. La vida en España era muy formalista, vivíamos todos frente a los demás, sujetos al juicio de la gente, y para mí y para tu abuela y, en realidad, para toda la familia, lo más importante ha sido siempre nuestro buen nombre. Lo único preciado que tiene una persona es su honra.

Me miró fijamente, sentado en su butacón de cuero. No había desafió en su mirada, ni severidad ni desaprobación. Simplemente, el convencimiento apacible de estar en posesión absoluta de la verdad. No intentaba convencerme; sólo explicaba algunas verdades fundamentales a alguien que por una misteriosa razón no acababa de entender lo que se le decía aunque fuera sencillo.

Delante de mi abuelo siempre tuve sensación de inferioridad; es más, nunca dejé de pensar que me consideraba un débil, si no mental, al menos moral, probablemente alguien que carecía de escrúpulos y de principios porque algo fundamental había fallado en su educación. No podían ser mis padres, a los que tenía en alta estima, a menos de que creyera que la educación que me habían dado había sido tolerante en exceso. Me parece que había mucho de eso, aunque es posible que lo achacara a mis viajes al extranjero, a mis más que relativos sentimientos patrióticos, al abandono de la religión, a la laxitud de mis hábitos, qué sé yo.

Para él, la literatura terminaba en don Benito Pérez Galdós (igual que la música en Wagner) y cualquier producción escrita, como la cantada en el caso de los Beatles, podía contener cierta armonía pero nunca nada merecedor de excesiva atención. Un nieto dedicado a la escritura como actividad principal bien entrado el último tercio del siglo XX no podía ser muy serio. No es, por consiguiente, necesario explicar en qué consideración tenía él mi obra publicada: ligeramente por debajo de las gacetillas de un periódico de provincias sin duda. Eso sí, se sumó siempre a las celebraciones familiares en las que se festejaba la aparición de una de mis novelas, un premio (aunque Dios sabe que de ésos ha habido bien pocos), una buena crítica o un éxito de ventas. Yo le dedicaba puntualmente un ejemplar de la nueva obra que él, celebrando el hecho con cariñosa solemnidad, y tras leer en voz alta la dedicatoria, colocaba en su biblioteca sin haberlo abierto siquiera y allí se acababa la cosa. Sospecho que lo hacía más por mi madre (que ella sí se enorgullecía de mis escritos) que por atender mi vanidad o interesarse por el contenido del libro.

El despacho de mi abuelo era una gran habitación de la planta baja que daba sobre el frente de la casa, justo a la derecha del porche. Se accedía a él desde el gran vestíbulo; en el lado izquierdo de éste quedaba el espacioso salón cuyos ventanales estaban protegidos por el porche y, un poco más allá, se entraba en el comedor; de frente se llegaba a la cocina; y a la derecha, se accedía, primero, al despacho, y después a otra puerta que daba paso a un distribuidor desde el que se llegaba a las habitaciones de dormir.

Una gran ventana llenaba de luz el despacho del abuelo. Delante de ella y haciendo ángulo con una de las paredes, una mesa imperio, detrás de la cual había un sillón de trabajo, simulaba ser su lugar de estudio; en realidad, se sentaba rara vez en él. Siempre lo hacía en el butacón de cuero que tenía delante de la mesa y frente al gran mueble en el que estaba el tocadiscos Grundig. Todas las paredes estaban cubiertas de publicaciones de arte y de libros primorosamente encuadernados en cuero verde o rojo o azul, y a lo largo de toda la biblioteca unos armarios que iban desde el suelo al primer estante contenían la colección de discos del abuelo, perfectamente ordenada y catalogada. En el ángulo opuesto a la mesa de trabajo, un gran reloj de péndulo con caja de madera lacada en rojo y oro marcaba solemnemente las horas; todos los sábados, con puntualidad precisa, el abuelo tiraba de las pesas, ajustaba las manecillas y esperaba a que dieran las ocho de la tarde en las señales horarias de Radio Nacional; frecuentemente éstas coincidían con el carillón del reloj y entonces el abuelo sonreía triunfalmente.

Junto a la puerta de entrada al despacho también colgaba un barómetro inglés provisto de todo lo imaginable: higrómetro, medidor de presión atmosférica, termómetro y varias cosas más cuya utilidad se me escapaba. Lo único satisfactorio de aquella antigualla inglesa era que había sido regalo mío y que, por una vez, el abuelo al recibirlo me había mirado con aprobación. Su agradecimiento había sido genuino.

Estábamos sentados frente a frente, él en su butacón de cuero y yo en una butaquita de tela de algodón estampada en vivos colores. Habían pasado pocos días desde mi conversación íntima con África en el jardín del chalé de Las Rozas y yo había acudido nuevamente allá para despedirme antes de regresar a América por un tiempo que se me antojaba sería bastante largo: acababa de firmar un contrato para escribir un ensayo sobre lo que sería la España de finales de siglo sin Franco (si es que eso había de pasar alguna vez) y, francamente además, el ambiente madrileño se me había hecho asfixiante en los últimos tiempos. Huía, huía, una vez más.

Por encima de todo quería que el abuelo me aclarara una cosa en relación con el trato que había recibido África en su vida de familia porque me parecía imposible que las costumbres en España hubieran cambiado todo lo que habían cambiado en pocos años (incluso teniendo en cuenta que el dictador seguía con vida), mientras que las de los Anglés permanecían inalterables. Aquí, por inverosímil que pareciere, no pasaba nada: sólo primaba la honra de la familia por encima de la felicidad de cualquiera de sus miembros. «El buen nombre», como acababa de recordarme mi abuelo.

– Pero perdona, abuelo, ¿qué tiene que ver el buen nombre de la familia con el hecho de que un mal hombre le machacara la vida a la tía África?

– Así son las cosas, hijo. Esta España, esta sociedad, es muy complicada, muy retorcida y una sospecha cualquiera acaba hundiendo el prestigio, toda una vida de trabajo…

– ¿Y ella? ¿No tenía nada que decir, no tenía vela en el entierro? Era su vida, ¿no?, no la vuestra, la tuya o la de mamá. -Tuve cuidado de no emplear un tono belicoso.

– No, Javier, era la de todos. -Hablaba con voz pausada, casi sin inflexiones y me miraba sin parpadear detrás de sus gafas Truman, los ojos muy azules escudriñándome-. Afriquita se equivocó. Tuvo su oportunidad y la tiró por la borda.

– Pero, Dios mío, abuelo, ¿cómo puedes decir que tiró por la borda nada? Ella no lo hizo adrede: fue como un cordero al degolladero y le tocó un sinvergüenza que la dejó tirada. Y, además, ¿para qué existe el divorcio?

– En 1940 no sólo no existía el divorcio; la mujer separada era una mujer bajo sospecha. -Se agarró fuertemente con ambas manos a los lados del butacón, como si quisiera darse impulso-. Eso es lo que era: una mujer bajo sospecha. Y de ella se exigía una conducta aún más irreprochable que la de una mujer simplemente decente. Y además, África es mujer de acendrada religiosidad; ¿qué querías que hiciera? ¿Buscarse un amante?

– ¡Pero el hijo de… era él, Rafael o como se llamara!

– Rafael, sí. Dios le maldiga. Pero acabado el matrimonio sin que pudiera disolverse y con una hija entre las manos, te lo vuelvo a preguntar: ¿qué querías que hiciera África?

– Pero abuelo, en 1940 había anulaciones matrimoniales, había separaciones, qué sé yo…

– ¿Tú sabes lo que costaba una anulación matrimonial entonces? ¡Toda la fortuna de una casa! Oh, no creas -exclamó con súbita vehemencia-, lo intentamos. -Afirmó repetidamente con la cabeza-. Lo intentamos, sí. Pero Rafael tenía amigos en la Rota española, no le interesaba anularse…

– ¿Por qué?

– Era mala gente: yo creo que no quiso acceder a la anulación por hacernos daño. A mí me odiaba, supongo que porque yo representaba toda la honradez de que él carecía. Y a África, simplemente porque era buena. Además… ¿cómo íbamos a ir a un proceso de anulación? ¿En base a qué? ¿Debíamos perjurar todos, jurar el santo nombre de Dios en vano? Ni África, con todo su dolor y su infelicidad, habría querido hacerlo. Se quiso casar, se casó y tuvo una hija. ¿Qué motivo podía alegar? -Suspiró largamente-. Bastante padecimos con la simple separación. Hasta tuve que jurar que acogería a madre e hija para siempre en mi casa.

Baje la vista para que no se me notara el horror que me producía esta conversación. Levanté una mano.

– Bien, está bien, abuelo. Está bien. De acuerdo. La tía África no tenía salida. Le había tocado la china. El celibato para el resto de su vida.

– … Bueno, ya había probado el matrimonio, ¿no?, y le había ido mal. ¿Qué le quedaba?

– Hombre, todo esto le ocurría a los ¿qué?, ¿veinte años? -El abuelo asintió-. Le quedaba toda una vida por delante, ¿no?

Volvió a asentir, pero esta vez con mayor firmeza.

– Sí, claro. Una vida de provecho, educando a su hija con mi ayuda y preparándose para cuidar a sus padres cuando, como ya es el caso, estuvieran viejos y necesitaran de un apoyo en su vejez.

– ¿Sólo eso? Te recuerdo que ahora es viuda y que podría haberse puesto a trabajar por su cuenta… eh… ¿haberse vuelto a casar? -Ignoró la última pregunta.

– ¿Y qué otra cosa querías que hiciera? No sabía hacer nada, no tenía ni oficio ni beneficio. ¿En qué se iba a emplear?

– No lo sé, abuelo. No tengo ni idea… pero en algo que le diera algo de dinero, que le permitiera independizarse… -levanté una mano-, aunque fuera un poco.

– Ya lo intentó. Ya la dejé: se fue dos años, casi tres, a México a… -con tono despectivo-… probar fortuna. ¿Y de qué le sirvió? -Se echó hacia adelante en el sofá, supongo que para dar énfasis a la confesión de cuánto se había equivocado al dejarla marchar-. Fue a casa de mi hermana Ramona. Iba a ganar tanto y cuanto. ¿Y con qué se topó? Con el loco iluso de mi hermano Adolfo… ¡un poeta rojo despreciado por todos!, con la familia de los toreros. ¿Qué podía salir de todo aquello? Nada, hijo. Nada de nada. Hicimos un pacto cuando se fue: volvería si las cosas no le iban bien. A los tres años la mandé llamar y le recordé sus obligaciones: ¿dónde estaba su fortuna?, pregunté. En ningún sitio. Pues su turno había pasado y ahora le tocaba cuidar de su hija y de sus padres. Bastante habíamos hecho nosotros ocupándonos de Martita. Ahora le tocaba a ella -repitió, como si quisiera decir «ahora le tocaba a ella para siempre»-. ¿No te parece?

No me pedía mi opinión. Sabía que no estaba de acuerdo con él. Sólo que también sabía que él estaba en posesión de la verdad. A veces me producen verdadera envidia los que poseen la verdad con tanta convicción. Ellos solos son capaces de hundir montañas.

– ¿Convencido? -me preguntó.

– No, ya sabes que no, abuelo.

– Ay, hijo, qué poco comprendéis los jóvenes de las cosas de la vida. -Sonreí.

– Voy a ver lo que hace la abuela, que me parece que está en la cocina preparando una tortilla. Se la he pedido bien grande de despedida. -Me levanté.

– Si fueras un nieto como se debe -dijo el abuelo bajando la voz-, apartarías algo de la tortilla en tu plato, distraeríamos a tu abuela y me la podría zampar. -Le brillaron los ojos-. Ya sabes que soy rápido. Sólo necesito dos segundos.

– Está bien, está bien. Veré lo que puedo hacer por ti.

– Os oía hablar de tu tía África -me dijo la abuela nada más entrar yo en la cocina. Le cuadraba la descripción más prosaica de todas: se afanaba frente a los fogones, friendo patatas y batiendo media docena de huevos, todo prácticamente a la vez-. Me parece que haré dos tortillas.

– Sí…, estupendo. Hablábamos de la mala suerte que ha tenido la tía África en la vida.

– ¡Pobre hija! ¿Tú sabes que estuvo tres días en la clínica, una especie de maternidad sucia y maloliente que había en el hospital de Maúdes, habiendo tenido a Marta y sin que nadie acudiera a verla? Rafael, el muy sinvergüenza, se había largado. Y nosotros viviendo en la otra punta de la ciudad, con Madrid en guerra, la gente pasando hambre y sin saber siquiera que África estaba allí a dos pasos… ¡Qué horror! Cuando llegamos a recogerla, y eso porque una enfermera caritativa se acercó hasta Casado del Alisal a avisarnos, tenía las sábanas manchadas de sangre, llagas en la espalda y a la pobre Marta en brazos casi muerta de inanición. ¿Mala suerte, dices? Se puso tan contenta de vernos que no paraba de llorar. Menos mal que pudimos llevarla a casa. Todos lo pasábamos mal, pero ella… Era como si la hicieran pagar por todos los pecados de tanta gentuza como anda por el mundo. ¡Gentuza! Eso es lo que son.

– Pues sí, abuela, sí -dije a falta de alguna ocurrencia mejor.

– Menos mal que nos ha tenido a nosotros y que nos tendrá siempre. Aquí se quedará, que me parece que sola por el mundo, capaz es de que le ocurra cualquier disparate, hijo.

Suspiré, me encogí de hombros y dije:

– Abriré una botella de vino, ¿eh, abuela?

– Muy bien. Díselo a tu tía que andará por ahí y que sabrá qué vino tenemos en la despensa. Y me sacáis la gaseosa, que ya sabes que a mí me gusta el vino con gaseosa.

Me di la vuelta. En el quicio de la puerta de la cocina estaba África, mirando silenciosamente con una media sonrisa bailándole en los labios. Sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios para que yo no dijera nada.

Por extraño que parezca, fue una cena agradable, distendida. Alegre. Estábamos los cuatro solos porque Martita había tenido que irse a Nueva York a seguir un curso en su banco o a trabajar en el mercado de futuros o a comprar la General Motors, no sé, cualquier cosa. Vivía en mi casa de Manhattan y esperaba mi llegada.

Y mientras comíamos, África contó un montón de tonterías que le habían ocurrido en México con su tía Ramona, la hermana del abuelo.

– Era una mujer extraordinaria.

– … Estrafalaria -interrumpió la abuela.

– Bueno, estrafalaria y extraordinaria a la vez. Fumaba sin parar y se repintaba la cara por lo menos una vez cada hora. ¿Tú sabes? Se había depilado las cejas tantas veces que ya no le quedaban. Y llevaba en el bolso un cartón ovalado que se ponía encima del ojo y después, de un solo trazo, zas, se dibujaba la ceja. -Rió-. A veces se le disparaba un poco hacia la sien, pero en general acertaba y luego decía: «Ay, mijita, no voy a andar como si tuviera la cara de mármol, ¿no?, pues una pinturita y ya.» ¡Qué cosas hacía! Es la única persona que ha conseguido visitar el museo antropológico de México, pero entero, ¿eh?, en menos de una hora. Recorría las galerías como un torbellino. A ti que eres novelista, chamaquito, te habría encantado; seguro que le hubieras sacado un relato de esos tuyos que hacen reír.

– Me hubiera gustado conocerla, sí. Siento que haya muerto.

– Armando vive todavía.

– ¿Su marido? -Asintió-. Pues me tienes que dar su dirección para que le visite cuando vaya a México.

África se ruborizó de golpe.

– ¿Vas a ir a México? -dijo.

– Bueno, sí, no sé, seguramente algún día.

– Te daré la dirección -dijo África y frunció el entrecejo, pero no a causa de la conversación o de sus motivos, sino porque se había puesto a observar las maniobras del abuelo para hacerse con un gran trozo de tortilla de patata que había en mi plato.

La miré con severidad para que no descubriera los manejos de su padre y para que, por una vez, no estropeara su glotonería.

– Mamá -dijo África entonces-, ¿eso que hay encima del aparador son tocinos de cielo?

La abuela giró la cabeza y dijo:

– No, hija, es un flan -y se volvió de nuevo hacia la mesa.

Pues en ese breve período de tiempo, no habrían sido más de dos segundos los que tardó en darse la vuelta, contestar, y volverse otra vez, el abuelo, en un movimiento relámpago, ensartó con su tenedor el enorme trozo de tortilla de mi plato y lo engulló como si hubiera sido una oca. Poco faltó para que soltara una carcajada y África, presa de un verdadero ataque de risa, se puso la mano delante de la boca y estuvo un buen rato sin poder pronunciar palabra.

– ¿Qué os pasa? -preguntó la abuela y nos miró con la certera sospecha de que algo se le había escapado, algo que probablemente tenía que ver con ella o… o… ¡con el abuelo!-. ¿Qué has hecho, malandrín?

El abuelo alzó las cejas.

– ¿Yo? Nada.

Era la estampa misma de la inocencia.

Fue la última vez que los vi juntos.