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VIII

Nueva York es en muchos sentidos una ciudad para solitarios. Siempre que estoy allí y me reúno con los amigos que me he hecho con los años, me da la impresión de que no somos un grupo trabado, homogéneo o excesivamente íntimo de gentes que tienen mayor o menor cantidad de cosas en común, sino simplemente islas que se topan mientras van a la deriva, entran en contacto, ligan, se aman, beben y bailan, leen (es un lugar en el que se lee mucho en grupo, todos juntos o todos por separado, pero en grupo) y discuten sin parar de cosas fundamentales generalmente idiotas. Debe de ser éste uno de los lugares comunes más importantes que he escrito en mi vida, pero no sé explicar de otro modo cómo es la espuma de esta megalópolis a la vez luminosa y brutal, que ofrece todo pero que nada da a cambio de nada.

Y, luego, están los restantes millones de seres normales que también viven en la ciudad, sufren con ella, la odian, padecen sus neurosis, ven la televisión, acuden a los estadios de béisbol y de baloncesto, van a conciertos en el Carnegie o al aire libre en el Central Park y comen hamburguesas. Muchos son felices.

En Nueva York nadie lo conoce a uno (a menos de que se sea uno de los pocos personajes verdaderamente importantes, cinco o seis, no más) y, por consiguiente, es fácil disolverse en el anonimato; pero, al mismo tiempo, tiene que ser un anonimato artificioso porque, si se me permite el contrasentido, los desconocidos tienen que ser desconocidos de marca. Es importante, por ejemplo, estar sentado un sábado a mediodía en un restaurante y compartir mesa con tres autores cuyos libros están en las listas de los más vendidos de The New York Times, con un dramaturgo que tiene una obra de éxito representándose en Broadway, con un crítico literario y tres espléndidas modelos de Vogue. Lo único conocido son las caras de las modelos, pero su presencia en la mesa permite intuir que los seres anónimos que las acompañan son, con toda seguridad, gente de peso, intelectuales de fuste o millonarios o extraordinarios amantes o extravagantes gigolós. Es una gran comedia, pero resulta muy divertida y extremadamente superficial. Su mayor virtud es que puede uno separarse de grupos así durante una temporada, hacer la propia vida y volver a unirse a ellos sin gran esfuerzo ni desgaste cordial. Un lugar maravilloso para egoístas, pero muy duro para aquellos a quienes asuste la soledad o tengan un concepto fuerte de la amistad.

Es, sin embargo o a causa de todo ello, un sistema que me va perfectamente: si estoy escribiendo, no veo a nadie o veo sólo a quien me apetece; si necesito compañía, llamo y me siento a la mesa anónima de rigor o voy a un bar cualquiera y trabo conversación con la persona de al lado. La cosa tiende a adoptar inmediatamente tonos de conquista sexual de un género u otro, pero basta con no dar al incidente importancia excesiva y dejarlo caer si el asunto se complica. Otros se drogan.

Es típico, por ejemplo, que un grupo grande de gentes más o menos desconocidas entre si (seríamos una veintena) alquiláramos todos los años, entre junio y septiembre, una gran casa en los Hamptons, en el extremo este de la isla de Long Island. Situada en una playa interminable batida por el océano, era una casona de madera algo destartalada, pero muy cómoda, de grandes habitaciones distribuidas en varios niveles y a las que se accedía por distintas e intrincadas escaleras. El que quería iba a pasar el fin de semana -de viernes a domingo- y por riguroso turno de rotación cocinaba la cena del sábado. Luego cada cual hacía lo que le venía en gana: leer los periódicos, nadar en el Atlántico, correr, jugar al ajedrez, charlar, pasear, incluso ver la televisión (en un cubículo diminuto, eso sí) o hacer el amor o jugar al tenis. Si uno de los socios quería llevar a un invitado, no tenía más que llamar el miércoles o jueves para avisar. Se pagaba un tanto por invitado y de éstos se esperaba contribución en vino, a ser posible francés. Un cháteau de Burdeos levantaba oleadas de entusiasmo y, cuando menos, una nueva invitación.

Los socios se veían pocas veces en Manhattan porque no eran entre sí esa clase de amigos y porque existían entre ellos, además, grandes diferencias sociales, pero era rara la semana en que en la gran casa de la playa éramos menos de dieciocho o veinte.

Tanto Martita como yo éramos socios. Había sido ella, con su formidable capacidad de relacionarse con la gente y de organizarme la vida, la que había trabado relación con el grupo a través de un colega de su banco. Un fin de semana de dos o tres años atrás, me había llevado como invitado. Llegué con una caja de botellas del mejor Rioja y entre los dos cocinamos una paella gigante que probablemente tenía poco que ver con la idea originaria tal como es concebida en Valencia pero que fue un triunfo culinario de primer orden.

En aquellos años, en la casa de los Hamptons amé y bebí, de forma intensa y de forma casual, con y sin compromiso. Allí encontré gran parte de la relajación necesaria para olvidar la intensidad estúpida de la moralidad española. Allí aprendí a apreciar el simple juego del contacto humano sin consecuencias. Allí discurrí mis mejores páginas literarias, aunque ciertamente no fue allí donde las escribí.

A mi llegada al aeropuerto neoyorquino desde Madrid, en esta ocasión me esperaba Martita.

– ¡Pero, niña! No deberías haber venido.

Me miró con aire crítico.

– Tienes mala cara. ¿Te pasa algo?

Siempre hablaba con brusquedad, un rasgo de su carácter que había ahuyentado a más de un posible amante, que tomaba por sequedad la vergüenza que sentía Martita de expresar sentimientos cordiales verdaderos.

– No. No me pasa nada. ¿Qué me había de pasar? Estoy cansado. Este vuelo es interminable, qué quieres que te diga. Además, Madrid me mata. ¿Dónde tienes el coche?

– Ahí fuera, mal aparcado, claro, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo está mamá?

Nunca preguntaba por los abuelos. Sólo por África y, a veces, por mi madre.

– Está bien. Te manda besos y pregunta que cuándo vuelves.

– Buf. No sé. Tenemos este lío con el banco en España y me parece que va para largo. El nuevo presidente aquí está con la escopeta cargada.

– Ya. -Bostecé-. Me parece que me voy a meter en la cama y voy a dormir cuarenta y ocho horas seguidas.

– Ni hablar -dijo Martita con gran firmeza-. Tenemos una cena en Elaine's. John lleva tres días dándome la barrila con tu llegada y me ha hecho prometer que te llevaría aunque fuera por las orejas.

– Vale, vale, voy. Me vais a matar. -John Little era dos cosas muy importantes en mi vida: mi editor y el dueño de la casa en los Hamptons. De improviso, añadí-: Me voy a los Hamptons el jueves.

Martita enarcó las cejas.

– ¿Sí? Vas a estar solo hasta el viernes por la noche.

– Bah, qué más da. Necesito un poco de soledad para poner en orden cosas.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿Tienes líos?

– Sí. Sí que tengo líos, sí. ¿Tú vienes el fin de semana?

– No pensaba, pero yendo tú, iré. Tenemos que charlar, ¿no?

Tenía una extraordinaria capacidad para adivinar e interpretar mis estados de ánimo. Lo malo era que, en esta ocasión, no sabría qué decirle. ¿Mira, Martita, estoy enamorado de tu madre? ¿Verás, quiero desaparecer con ella y llevármela a Tahití? ¿Creo que los abuelos la han maltratado y que la tenemos que sacar de ahí lo antes posible? ¿No es soportable la estampa de tanta tristeza?

– No sé si podremos charlar, Martita. Déjame allí dos días para que me lo piense.

– Ya -dijo ella-. Pero piénsatelo en serio, que me tienes muy intrigada con tanto misterio.

Mi prima no era la persona más agraciada del mundo, pero tenía una enorme virtud: una cara de extraordinaria movilidad, con facciones muy expresivas y unos profundos ojos negros. Un rostro feo pero muy español, si se quiere, que por encima de todo reflejaba una inteligencia aguda. Nadie le había regalado nada en esta vida y su fulminante ascenso en el banco se había debido a su intuición, a la habilidad y a los conocimientos trabajados día a día sin desfallecer. No era tolerante, no era particularmente simpática, no era dulce, pero era extremadamente generosa y sus sentimientos hacia mí me resultaban muy cálidos, muy amantes, muy íntimos. No recuerdo una sola vez en que nos hubiéramos peleado en décadas de relación mutua.

No estaba siendo leal con ella. ¿Pero cómo serlo? ¿Y el dolor que hubiera producido mi sinceridad?

Mis dos días de soledad en los Hamptons me sirvieron para serenarme, para reflexionar y para no ser capaz de tomar decisión alguna. Paseé por la playa, me acerqué al pueblo y compré periódicos, estuve horas tumbado en un gran sofá contemplando el mar y dejándome mecer por la hipnosis de su vaivén. No busqué respuestas; las respuestas ya las tenía. Busqué racionalizarlas, ponerlas en orden, en realidad, aminorar el desorden de mis sentimientos. ¡Cuánta locura!

Y además, ¿qué alternativa me quedaba, ahora que había huido de Madrid, ahora que no me había atrevido a tomar el camino que me hubiera dictado gustoso mi corazón y que me cerró mi cobardía? ¿Mi cobardía? No. Peor que eso: mi sentido del ridículo, el miedo al ridículo que podía llegar a hacer frente a África.

África, oh, África.

¿Con qué derecho podría yo haberle planteado un problema sentimental como el que le habría puesto en el regazo si me hubiera sincerado con ella? Una mujer cuyo único contacto con los hombres había ocurrido con catastróficos resultados treinta y cinco años antes, enfrentada de pronto con una declaración de amor de un sobrino suyo dieciocho años menor que ella. Más duro aún, con una declaración de un amor intensamente carnal, exactamente igual de vehemente que el que había provocado en mi sexualidad adolescente un cuarto de siglo antes cuando la vi bajar del tren en la estación de Príncipe Pío. Más profundamente carnal, porque los años habían sofisticado mis deseos, les habían suministrado la experiencia de que entonces carecían. Veinticinco años después, yo conocía el sabor y la asombrosa textura de la piel del interior de un muslo de mujer, sabía de la embriaguez que produce en los labios la caricia de un pecho, sabía de la turbación que precede a la rendición mutua o a la repentina decisión de una mujer de despojarse de su ropa frente a quien un minuto más tarde se convertirá en su amante.

¿Y quería Martita que yo le contara todo esto?

En un impulso irrefrenable, el viernes por la mañana llamé a Madrid. Contestó África.

– ¿África? ¿Cómo estás?

– ¡Huy, si es Javier desde Nueva York! -Esto dicho para los abuelos. Y, luego, inmediatamente, se le puso un tono de preocupación-: ¿Pasa algo? ¿Estás bien, chamaquito? ¿Y Martita está bien?

– Claro, claro, boba. Sólo quería saber cómo estabas tú… -Debería haber añadido «después de nuestra charla del jardín del otro día», pero no fue necesario.

– Bien. Bien… claro que los abuelos están bien. Mira, te paso a la abuela que quiere decirte no sé qué cosa. Un beso fuerte, chamaquito.

– Un beso, África.

– ¿Hola? -Ésta era la voz imperativa de la abuela-. ¿Qué pasa, Javier? ¿Estáis bien los dos?

– ¡Claro que sí, abuela!

– ¿Ya coméis bien?

– Demasiado, pero da lo mismo. Vosotros estáis bien, que es lo que importa…

– Luego subirá tu madre a merendar. ¿Quieres que le diga algo?

– No, nada, que estoy bien y que le mando un beso.

– Hasta pronto, hijo.

Una conversación verdaderamente triunfal transformada en un diálogo para besugos.

– Hasta pronto, abuela.

Y colgué.

Oh, Dios mío, África. Estuve un rato muy largo de pie frente al teléfono, con la cabeza gacha, la mano izquierda en la cadera y la derecha apoyada en el auricular, como si estuviera esperando a que aquello empezara a sonar y me pudiera trasladar a un mundo de magia.

Suspiré.

Los socios de la casa de los Hamptons empezaron a llegar a partir de las cinco de la tarde del viernes. Todos celebraron mi regreso de España y, entre unas cosas y otras, bebimos una sólida cantidad de licores, whisky, ginebra y algunos, cerveza, para irnos poniendo a tono. La sociedad norteamericana le entra al ocio a través del alcohol.

De modo que, cuando Martita llegó hacia las diez de la noche (el viaje por carretera tomaba un mínimo de dos horas), nos encontró a todos en un estado de franca disolución etílica. Por aquella noche me libré de hablar con ella.

– ¿Qué? -me preguntó a la mañana siguiente cuando se me unió en el camino hacia el pueblo.

– Voy a por los periódicos -dije.

– ¿Qué? -repitió.

– He paseado, he mirado el mar, he escuchado música, he comido pizza de la que dan en ese restaurante medio italiano de ahí enfrente…

– Qué.

– … Y no sé qué contarte, Martita. Madrid esta vez ha sido una paliza. Estoy harto de Franco, de la Iglesia, de las buenas costumbres y de la familia al completo.

– ¿De nuestra familia al completo?

– Sí, sí, de la nuestra, de la nuestra.

– ¿Qué ha pasado? Oye, me voy tres días antes que tú y en tres días se arma lo suficiente como para que te vengas aquí y traigas una cara que ni que te quieras suicidar, Javirín. -Martita era la única persona del mundo que me llamaba Javirín.

– No, si es tan tonto como todo eso que te he contado de Franco, los curas y las mojigaterías de la familia.

– ¡Venga! ¿De cuándo a acá te ha preocupado Franco para que te pongas así? No te había visto esa cara desde que saliste de la cárcel hace ¿qué?, ¿quince años?

– Ya.

– Tú estás enamorado.

Me encogí de hombros. El corazón me latía muy de prisa.

– Bah -dije.

– Y si estás enamorado y te has venido con esa cara es que te han dado unas calabazas monumentales o es que la chica está casada. ¿La conozco?

– No.

– No tiene remedio, ¿no?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

– No.

– Vaya. ¿Eso es todo?

– Sí.

Me agarró del brazo.

– Vamos a comprar los periódicos -dijo.

Hacía un día espléndido de los que sólo son posibles en Nueva York, cuando a la ciudad y sus aledaños les da por compensar a sus habitantes del viento y del frío y de la nieve con que los ha castigado durante meses. Martita y yo decidimos desayunar en el pueblo y regresar después a la casa dando un largo rodeo por la playa. La arena de Long Island es oscura, casi gris, y la violencia de las olas del invierno le forma dunas que con el tiempo se cubren de cañas y yerbajos; en primavera se llenan de flores, no muy bonitas, ni muy especiales, pero son flores. Mi estado de ánimo necesitaba flores y el mar enorme.

– Me voy a ir unos días, ¿sabes?

– ¿Adonde, Javirín?

– No sé. Por ahí. A pensar…, bueno, a pensar no. Bastante he pensado ya. A quitarme el muermo.

– Eh, Javirín. -Me detuve y me volví hacia ella. Sonreía-. ¿Tienes cincuenta mil dólares?

– ¿Qué?

– Que si tienes cincuenta mil dólares.

– Sí. ¿Para qué los quieres?

Rió.

– Para invertírtelos. Te voy a hacer rico. Llorarás, pero tendrás una cuenta en el banco que meterá miedo. Ya sabes… las penas con pan…

Echó a correr por la playa.

Por la noche, Martita y yo cocinamos una enorme paella, cantamos, bebimos vino, hablé abrazado (mano sobre hombro) con un armenio profesor de filosofía de la universidad sobre los valores éticos y la capacidad de revolución del hombre solo, es decir, del sacrificio testimonial e inútil, bailé salsa con una portorriqueña espléndida a la que amé en tiempos (y que años atrás me había enseñado el ritmo una noche en que se había apiadado de mí en la pista de baile del Serpent, uno de los enormes desvanes -los lofts- de viejos edificios en Broadway en los que, con una docena de cartones multicolores, unos cuantos focos, whisky servido en vaso de plástico y poderosísimos altavoces, las gentes del Spanish Harlem pasan el fin de semana bailando son), nadé en el océano, me arañé la tristeza y no conseguí secarme las lágrimas.