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Mientras se llevaba a cabo la representación de ¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol! en la galería delantera y Kochu María repartía tarta a un Ejército Azul en medio del calor verdoso, el Embajador E. Pelvis/P. Escarlata (con tupé y zapatos beige puntiagudos) empujó la puerta de tela metálica de la fábrica malsana y húmeda con olor a vinagre de Conservas y Encurtidos Paraíso. Caminó entre los depósitos de cemento buscando un lugar en el que Pensar. Ousa, el alechuza, que vivía sobre una viga ennegrecida cerca de la claraboya (y, de vez en cuando, contribuía a añadir más sabor a algunos productos Paraíso), le vio pasar.
Pasar por delante de limas amarillas en salmuera a las que había que pinchar de vez en cuando (porque, si no, se formaban islas de hongos negros y ondulados que flotaban igual que mojardones en un consomé).
Pasar por delante de mangos verdes, cortados y rellenados de azafrán y guindilla en polvo y unidos luego con un cordel de cáñamo. (No había que prestarles atención de momento.)
Pasar por delante de garrafas de cristal llenas de vinagre tapadas con corchos.
Pasar por delante de estanterías de pectina y conservantes.
Pasar por delante de bandejas de calabaza amarga, de cuchillos y de dediles de goma de todos los colores.
Pasar por delante de sacos de arpillera repletos de ajos y cebollitas.
Pasar por delante de montones de granos de pimienta verde fresca.
Pasar por delante de un montón de cáscaras de plátano sobre el suelo (que se guardaban para la cena de los cerdos).
Pasar por delante del armario de las etiquetas, lleno de etiquetas.
Pasar por delante del pegamento.
Pasar por delante del pincel del pegamento. Pasar por delante de una tina de hierro con botellas vacías que flotaban en agua jabonosa llena de burbujas. Pasar por delante de la limonada. Del zumo de uvas.
Y volver.
Estaba oscuro allí dentro, iluminado sólo por la luz que se filtraba a través de las sucias puertas de tela metálica y por un rayo polvoriento de sol (que Ousa no utilizaba) que llegaba de la claraboya. El olor a vinagre y asa fétida hizo que le picara la nariz, pero Estha estaba acostumbrado, es más, le encantaba. El lugar que eligió para Pensar estaba situado entre la pared y el negro caldero de hierro en el que se enfriaba lentamente una buena cantidad de mermelada de plátano que acababa de cocerse (ilegalmente).
La mermelada estaba todavía caliente, y sobre su pegajosa superficie escarlata moría lentamente una espuma rosada y densa. Burbujitas de plátano se hundían en las profundidades de la mermelada sin nadie que las socorriese.
El Hombre de la Naranjada y la Limonada podía aparecer en cualquier momento. Coger un autobús Cochín-Kottayam y plantarse allí. Y Ammu le ofrecería una taza de té. O quizá un zumo de piña. Con hielo. Amarillo dentro de un vaso.
Con la larga varilla de hierro, Estha removió la mermelada nueva y espesa.
La espuma agonizante hizo formas espumosas agonizantes.
Un cuervo con un ala rota.
La garra crispada de un gallo.
Un alechuza (que no era Ousa) envuelto en mermelada empalagosa.
Un remolino de tristeza.
Y nadie que lo socorriese.
Mientras Estha removía la espesa mermelada, pensó Dos Cosas, y las Dos Cosas que pensó fueron las siguientes:
a) A cualquiera le puede pasar cualquier cosa. Y
b) Es mejor estar preparado.
Después de pensar estas dos cosas, Estha el Solitario se sintió satisfecho de su alarde de sabiduría.
Mientras la mermelada morada y caliente giraba, Estha fue convirtiéndose en un Brujo con un tupé deshecho y los dientes desiguales que removía la olla, y después se convirtió en las Brujas de Macbeth.
¡Fuego, arde! ¡Plátano, borbotea!
Ammu había dejado que Estha copiase la receta de mermelada de plátano de Mammachi en su nuevo libro de recetas, negro con el lomo blanco.
Totalmente consciente del honor que Ammu le había otorgado, Estha había usado sus dos mejores letras.
Mermelada de plátano
(con su mejor letra antigua)
Chafar los plátanos maduros. Añadir agua hasta cubrirlos y cocerlos
a fuego muy fuerte hasta que la fruta esté blanda.
Separar el jugo colándolo con un trapo vlanco.
Medir la misma cantidad de azúcar y
Cocer el jugo de la fruta hasta que adquiera un color escarlata y
se haya reduzido aproximadamente a la mitad.
Preparar la gelatina (pectina) de la siguiente manera: Proporción 1 cada 5.
Ejemplo: 4 cucharaditas de pectina por cada 20 cucharaditas de azúcar.
Estha siempre transformaba la pectina en Pectino y se imaginaba que era el menor de tres hermanos con martillos: Pectino, Hectino y Abednego. Los imaginaba construyendo un barco de madera envueltos en una luz tenue y una llovizna. Como los hijos de Noé. Podía imaginárselos con toda claridad. Trabajando en una carrera contra reloj. Los ecos apagados del martilleo bajo el inquietante cielo que amenazaba tormenta. Y muy cerca, en la selva, bajo la fantasmagórica luz de la tormenta que se avecinaba, los animales hacían cola en parejas:
Chicochica.
Chicochica.
Chicochica.
Chicochica.
No se permitían gemelos.
El resto de la receta estaba escrito con la mejor letra nueva de Estha. Angulosa, puntiaguda. Inclinada hacia atrás, como si las letras se opusieran a formar palabras y las palabras se opusieran a formar frases:
Añadir la Pectina al jugo concentrado. Cocer durante unos minutos (5).
Cocer a fuego muy fuerte y constante.
Añadir el azúcar. Cocer hasta que adquiera una consistencia untuosa.
Dejar enfriar lentamente. Espero que disfrutes de esta receta.
Aparte de algunas faltas de ortografía, la última frase -Espero que disfrutes de esta receta- era el único añadido que Estha había hecho al texto original.
Poco a poco, mientras Estha la removía, la mermelada de plátano iba espesándose y enfriándose, y la Cosa Número Tres surgió de forma espontánea de sus zapatos beiges puntiagudos.
La Cosa Número Tres era:
c) Una barca.
Una barca para remar hasta el otro lado del río. Akkara. El Otro Lado. Una barca para llevar las Provisiones. Cerillas. Ropa. Ollas y sartenes. Cosas que necesitarían y que no podían llevar nadando.
A Estha se le erizaron los pelos del brazo. El remover mermelada se convirtió en remar. El girar y girar se convirtió en un echar los brazos para adelante y para atrás. Cruzando un pegajoso río escarlata. Una canción de la regata de Onam llenó la fábrica: «¡Thaiy thaiy thaka thaiy thaiy thomef».
Enda da korangacha, chandi ithra thenjadu?
(¿Eh, señor Hombre Mono, por qué tienes el ojete rojo?)
Pandyill thooran poyappol nerakkamuthiri nerangi njan.
(¡Porque me fui a cagar a Madrás y me lo limpié con un rastrojo!)
Por encima de las preguntas y respuestas un tanto groseras de la canción de los remeros se oyó la voz de Rahel, que entró flotando en la fábrica.
– ¡Estha! ¡Estha! ¡Estha!
Estha no respondió. El coro de la canción de los remeros fue susurrado dentro de la espesa mermelada.
Theeyome,
thithome,
tharaka,
thithome,
theem.
Una puerta de tela metálica chirrió y apareció, con el sol a sus espaldas, un Hada de Aeropuerto con chichones y unas gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla. La fábrica se volvió de un color furioso. Las limas saladas se tornaron rojas. Los mangos tiernos se tornaron rojos. El armario de las etiquetas se tornó rojo. El rayo polvoriento de sol (que Ousa nunca utilizaba) se tornó rojo.
La puerta de tela metálica se cerró.
Rahel se quedó de pie en la fábrica vacía con su fuente atada con un «amor-en-Tokio». Oyó una voz de monja que cantaba la canción de los remeros. Una voz de soprano flotando por encima de vapores de vinagre y depósitos de cemento.
Se dirigió hacia Estha, que estaba inclinado sobre el caldo escarlata dentro del caldero negro.
– ¿Qué quieres? -preguntó Estha sin levantar la mirada.
– Nada -dijo Rahel.
– Entonces, ¿para qué has venido?
Rahel no contestó. Se hizo un silencio corto y hostil.
– ¿Por qué remas en la mermelada? -preguntó Rahel.
– La India es un País Libre -dijo Estha.
Aquello no admitía discusión.
La India era un País Libre.
Se podía hacer sal. O remar en la mermelada, si se quería. El Hombre de la Naranjada y la Limonada podía entrar en cualquier momento por las puertas de tela metálica.
Sí quería.
Y Ammu le ofrecería un zumo de piña. Con hielo.
Rahel se sentó en el borde de un depósito de cemento (los bordes de los vuelos vaporosos de enagua y encaje se sumergieron en conserva de mango tierno) y empezó a ponerse dediles de goma. Tres moscardones atacaron ferozmente las puertas de tela metálica, intentando entrar. Y Ousa, el alechuza, observaba el silencio con olor a conserva que se alzaba entre los gemelos como una magulladura.
Rahel tenía los dedos de colores. Amarillo. Verde. Azul. Rojo. Amarillo.
Estha tenía la mermelada bien revuelta.
Rahel se levantó para irse. A dormir su Siesta.
– ¿Adonde vas?
– Por ahí.
Rahel se quitó los dediles y volvió a tener los dedos de antes, color dedo. Ya no eran uno amarillo, ni otro verde, ni otro azul, ni otro rojo. Ni otro amarillo.
– Yo voy a ir a Akkara -dijo Estha, sin levantar la mirada-. A la Casa de la Historia.
Rahel se detuvo y se volvió, y sobre su corazón una mariposa nocturna con una pelambre dorsal inusualmente densa desplegó sus alas de rapiña.
Las abrió lentamente.
Las cerró lentamente.
– ¿Por qué? -dijo Rahel.
– Porque a Cualquiera le puede pasar Cualquier cosa -dijo Estha-. Y es Mejor estar Preparado.
Aquello no admitía discusión.
Nadie iba ya a la casa de Kari Saipu. Vellya Paapen sostenía que había sido el último ser humano que había puesto los ojos en ella. Decía que estaba encantada. Les había contado a los gemelos su encuentro con el fantasma de Kari Saipu. Dijo que sucedió hacía dos años. Había cruzado al otro lado del río en busca de una mirística, el árbol que da la nuez moscada, para hacer una pasta de nuez moscada y ajo fresco para Chella, su mujer, que agonizaba de tuberculosis. De repente, le llegó un olor a humo de puro (que reconoció inmediatamente porque Pappachi acostumbraba a fumar la misma marca). Vellya Paapen se volvió y lanzó su hoz hacia el lugar de donde provenía el olor. Había dejado al fantasma clavado al tronco de un árbol del caucho donde, según Vellya Paapen, todavía se encontraba. Un olor atravesado por una hoz, que sangraba una sangre clara y ambarina, y rogaba que le dieran un puro.
Vellya Paapen no llegó a encontrar la mirística, y tuvo que comprarse otra hoz. Pero tenía la satisfacción de saber que sus reflejos, rápidos como un rayo (a pesar de su ojo hipotecado), y su aplomo habían puesto fin a las andanzas de un fantasma pedófilo y sanguinario.
Siempre que nadie sucumbiera a sus artificios y lo liberara de la hoz con un puro.
Lo que Vellya Paapen (que lo sabía casi todo) no sabía era que la casa de Kari Saipu era la Casa de la Historia (cuyas puertas estaban cerradas con llave y cuyas ventanas estaban abiertas). Y que, dentro, unos antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras hablaban en susurros con las lagartijas que había en la pared. Que la Historia utilizaba la galería trasera para negociar sus condiciones y ajustar cuentas con aquellos que violaban sus leyes. Que el incumplimiento de éstas acarreaba horribles consecuencias. Que, el día que la Historia eligió para ajustar cuentas, Estha guardaría el recibo de aquello por lo que pagó Velutha.
Vellya Paapen no tenía ni idea de que Kari Saipu era el que capturaba los sueños y los resonaba. Que los arrancaba de las mentes de los que pasaban por allí del mismo modo que los niños quitan las pasas de Corinto de las tartas. Que los sueños que más anhelaba, los sueños que más quería re-soñar, eran los tiernos sueños de gemelos heterocigóticos.
Si el pobre y viejo Vellya Paapen hubiese sabido entonces que la Historia lo elegiría como delegado, que serían sus lágrimas las que desencadenarían el Terror, tal vez no se habría pavoneado como un gallito en el bazar de Ayemenem, jactándose de cómo había cruzado el río nadando con la hoz en la boca (sintiendo el gusto metálico del hierro en la lengua). De cómo la había dejado en el suelo un momento para agacharse a lavarse la arenilla del río que se le había metido en el ojo hipotecado (a veces había arenilla en el río sobre todo en los meses de lluvia), y fue entonces cuando percibió la primera bocanada de humo de puro. De cómo cogió su hoz, se volvió rápidamente, atravesó el olor con la hoz y dejó al fantasma clavado al árbol para siempre. Todo eso con un solo movimiento, atlético y fluido.
Para cuando comprendió cuál era su papel dentro de los Planes de la Historia, ya era demasiado tarde para volver sobre sus pasos. Había borrado sus huellas con una escobilla mientras retrocedía de rodillas.
El silencio volvió a caer bruscamente sobre la fábrica y oprimió a los gemelos en su interior. Pero aquella vez era un silencio diferente. Un silencio de un viejo río. Un silencio de Pescadores y cerúleas sirenas.
– Pero los comunistas no creen en fantasmas -dijo Estha, como si continuaran con un discurso que investigara soluciones para el problema de los fantasmas. Sus conversaciones se elevaban y se hundían como cadenas montañosas. A veces audibles para otros. A veces no.
– ¿Es que vamos a hacernos comunistas? -preguntó Rabel.
– Puede que no tengamos más remedio.
Estha el Práctico.
Unas voces distantes llenas de migas de tarta y los pasos de un Ejército Azul que se aproximaba hicieron que los camaradas sellaran el secreto.
Lo prepararon en conserva, lo sellaron herméticamente y lo almacenaron. Un secreto rojo con forma de mango tierno en un depósito. El acto fue presidido por un alechuza.
Se trataron los puntos del Orden del Día Rojo y se aprobaron:
La camarada Rahel iría a dormir su siesta, aunque debía mantenerse despierta hasta que Ammu se durmiera.
El camarada Estha buscaría la bandera (que le habían obligado a agitar a Bebé Kochamma) y la esperaría cerca del río; y juntos:
b) Se prepararían a prepararse para estar preparados.
Un vestido de hada abandonado (con el borde en conserva) estaba de pie solo y rígido en el centro del dormitorio en penumbra de Ammu.
Fuera, el Aire estaba Alerta y Brillante y Caliente. Rahel se acostó junto a Ammu, bien despierta, con sus braguitas a juego para ir al aeropuerto. Podía ver la marca de las flores de punto de cruz de la colcha azul bordada con punto de cruz sobre la mejilla de Ammu. Podía oír la tarde azul bordada con punto de cruz.
El lento ventilador de techo. El sol detrás de las cortinas.
La avispa amarilla que chocaba contra el cristal de la ventana con un peligroso zumbido.
El pestañeo incrédulo de una lagartija.
Los pasos de las gallinas en el patio, que caminaban levantando mucho las patas.
El sonido del sol ajando la ropa colgada en la cuerda. Arrugando las sábanas blancas. Dejando rígidos los saris almidonados. Color hueso y oro.
Hormigas rojas sobre piedras amarillas.
Una vaca caliente que sentía calor. ¡Muuuu! A lo lejos.
Y el olor del fantasma de un inglés taimado, clavado a un árbol del caucho con una hoz, pidiendo amablemente un puro.
– ¡Ejem…! Perdone un momento. ¿No tendría, por casualidad, un…? ¡Ejem…! ¿Un puro?
Con una voz amable de maestra de escuela.
¡Oh, Dios mío!
Y Estha esperándola. Cerca del río. Bajo el mangostán que el reverendo E. John Ipe había traído a casa cuando fue a Mandalay.
¿Sobre qué estaba sentado Estha?
Sobre lo que siempre se sentaban debajo del mangostán. Algo gris y blanquecino. Cubierto de musgo y liquen, tapado por los helechos. Algo que la tierra había reclamado. No era un tronco. Ni una roca…
Rahel se levantó y echó a correr antes de completar el pensamiento.
Cruzó la cocina, pasó junto a Kochu María, profundamente dormida. Llena de gruesas arrugas, como un rinoceronte metido en un delantal con volantes.
Pasó por delante de la fábrica.
Cruzó descalza y a trompicones el calor verdoso, seguida por una avispa amarilla.
Allí estaba el camarada Estha. Debajo del mangostán. Con la bandera roja clavada en la tierra junto a él. Una república móvil. Una revolución gemela con tupé.
¿Y sobre qué estaba sentado?
Sobre algo cubierto de musgo y oculto por los helechos.
Que al golpearlo sonaba a hueco.
El silencio descendía y se elevaba y caía en picado y hacía rizos con forma de ochos.
Libélulas enjoyadas revoloteaban como chillonas voces infantiles al sol.
Dedos color dedo atacaron los helechos, movieron las piedras, despejaron la zona. Hubo una sudorosa búsqueda de algún borde de donde poder tirar. Y a la Una, y a las Dos, y…
Las cosas pueden cambiar en un solo día.
Era una barca. Un diminuto bote de madera.
La barca sobre la que estaba sentado Estha y que Rahel encontró.
La barca que Ammu usaría para cruzar el río. Para amar de noche al hombre al que sus hijos amaban de día.
Una barca tan vieja, que había echado raíces. Casi.
Una vieja planta-barca gris con flores-barca y fruta-barca. Y debajo, un parche de hierba seca con forma de barca. Un mundo-barca desbaratándose precipitadamente.
Oscuro y seco y frío. Ahora sin techo. Y deslumbrado.
Termitas blancas rumbo al trabajo.
Mariquitas blancas rumbo a casa.
Escarabajos blancos escondiéndose de la luz.
Saltamontes blancos con violines de madera blanca.
Una triste música blanca.
Una avispa blanca. Muerta.
Una piel de serpiente blanca y quebradiza, conservada por la oscuridad, se deshizo al sol.
Pero ¿serviría aquel botecito? ¿No estaría demasiado viejo? ¿Demasiado muerto? ¿Akkara no estaría demasiado lejos para él?
Unos gemelos heterocigóticos dirigieron sus miradas hacia el otro lado de su río.
El Meenachal.
Verde grisáceo. Con peces dentro. Con el cielo y los árboles dentro. Y, por la noche, con la luna amarilla, titilante, dentro.
Cuando Pappachi era niño, un viejo tamarindo cayó al río durante una tormenta. Aún seguía allí. Un árbol liso y sin corteza, ennegrecido por un exceso de agua verde. Madera flotante que no se llevaba la corriente.
El primer tercio del río era amigo suyo. Antes de que empezara a ser realmente profundo. Conocían bien los resbaladizos escalones de piedra (trece) antes de que comenzara el barro viscoso. Conocían bien la maleza que entraba flotando por las tardes desde las marismas de Komarakom. Conocían a los pequeños peces. Los pallathi planos y tontos, los paral plateados, los koori bigotudos y astutos, los karimeeriy que aparecían de vez en cuando.
Allí Chacko les había enseñado a nadar (chapoteando alrededor del amplio estómago de su tío sin ninguna ayuda). Allí habían descubierto solos las incoherentes delicias de tirarse pedos debajo del agua.
Allí habían aprendido a pescar. A ensartar lombrices de tierra púrpuras y retorcidas en los anzuelos de las canas de pescar que Velutha les había hecho con finas cañas de bambú amarillo.
Allí habían estudiado el Silencio (como los hijos de los Pescadores) y habían aprendido el brillante idioma de las libélulas.
Allí aprendieron a Esperar. A Observar. A pensar y a no expresar sus pensamientos. A moverse rápidos como un rayo cuando el cimbreante bambú amarillo se arqueaba hacia abajo.
Así que aquel tercio lo conocían bien. Los siguientes dos tercios, menos.
El segundo tercio era donde empezaba a ser Realmente Profundo. Donde la corriente era rápida y constante (río abajo cuando la marea estaba baja, río arriba, subiendo desde las marismas, cuando la marea estaba alta).
El tercer tercio era otra vez llano. Allí el agua era parda y turbia. Llena de maleza, de anguilas rapidísimas y de barro lento que se colaba entre los dedos de los pies como pasta de dientes.
Los gemelos podían nadar como focas y, bajo la vigilancia de Chacko, habían cruzado muchas veces el río, y regresaban jadeando y bizcos por el esfuerzo, con una piedrita, una ramita o una hoja del Otro Lado como testimonios de su hazaña. Pero la mitad de un río respetable, o el Otro Lado, no eran sitios para que los niños se Quedaran un Rato Largo, ni se Entretuvieran, ni Aprendieran Cosas. Estha y Rahel les tenían al segundo y al tercer tercio del Meenachal el respeto que se merecían. De todos modos, cruzar el río nadando no era ningún problema. El llevar la barca con Cosas dentro (para poder b) Prepararse a prepararse para estar preparados), sí.
Miraron hacia el otro lado del río con ojos de Barca demasiado Vieja. Desde donde estaban no podían ver la Casa de la Historia. Más allá de la ciénaga sólo se veía oscuridad donde estaba el corazón de la plantación de caucho abandonada y donde el sonido de los grillos era más alto.
Estha y Rahel levantaron la barquita y la llevaron hasta el agua. Parecía sorprendida, como un pececito blanquecino que hubiera subido de las profundidades con una necesidad urgente de luz de sol. Tal vez hubiera que lijarla y limpiarla, pero nada más.
Dos corazoncitos felices se elevaron como dos cometas llenas de colores en un cielo azul cielo. Pero entonces, en un susurro verde y lento, el río (con peces dentro, con el cielo y los árboles dentro) entró burbujeando en la barca.
La vieja barca se hundió despacio hasta quedar apoyada en el sexto escalón.
Y un par de corazones de gemelos heterocigóticos dieron un vuelco y se hundieron hasta quedar apoyados en el escalón de encima del sexto.
Los peces de aguas profundas se taparon la boca con sus aletas y se rieron por lo bajito ante el espectáculo.
Al entrar en la barca, el río arrastró a la superficie a una araña-barca blanca, que intentó mantenerse a flote un momento y, después, se hundió. Su saco de huevitos blancos se rompió prematuramente y cien arañitas bebés (demasiado livianas para hundirse y demasiado pequeñas para nadar) salpicaron la superficie lisa del agua verde antes de ser barridas hacia el mar. Hacia Madagascar, para iniciar una nueva especie de Arañas Nadadoras procedentes de Kerala.
Después de un rato, como si lo hubieran hablado y llegado a un acuerdo (aunque no lo habían hecho), los gemelos se pusieron a lavar la barca en el río. Las telarañas, el barro, el musgo y el liquen se alejaron flotando. Cuando estuvo limpia, le dieron la vuelta y la auparon encima de sus cabezas. Como un sombrero compartido que goteaba. Estha desclavó la bandera roja.
Una pequeña procesión (una bandera, una avispa y una barca con piernas) se puso en camino con paso decidido. Bajó por el senderito que había entre los arbustos. Sorteó las matas de ortigas y esquivó zanjas y hormigueros conocidos. Bordeó el precipicio del hoyo profundo del que habían extraído laterita y que ahora era un tranquilo lago con hondos terraplenes naranja y un agua espesa y viscosa cubierta de una película de verdín resplandeciente. Un engañoso prado verde en el que se reproducían los mosquitos y los peces eran gordos, pero inaccesibles.
El sendero, que corría paralelo al río, conducía a un pequeño claro cubierto de hierba que estaba rodeado por un corrillo de árboles: cocoteros, anacardos, mangos, carambolos. Al borde del claro, de espaldas al río, había una choza con las paredes de laterita naranja enlucidas con barro y techo de paja, construida muy pegada al suelo, como si estuviese escuchando el susurro de un secreto subterráneo. Las paredes bajas de la choza eran del mismo color que la tierra sobre la que se asentaban y parecían haber germinado de una semilla de casa allí plantada, de la que se habían levantado nervaduras terrosas en ángulo recto creando un espacio cerrado. Tres bananos desaliñados crecían en el pequeño patio delantero, que estaba cercado con paneles de hojas de palmera entrelazadas.
La barca con piernas se acercó a la choza. Una lámpara de aceite apagada colgaba de la pared junto a la puerta. El trozo de pared que había detrás estaba chamuscado y cubierto de hollín negro. La puerta estaba entornada. Dentro estaba oscuro. Por el hueco entreabierto apareció una gallina negra. Volvió a entrar, totalmente indiferente a las visitas de barcas.
Velutha no estaba en casa. Ni Vellya Paapen. Pero había alguien.
Una voz de hombre salía flotando del interior y retumbaba en el claro, dándole un tono muy solitario.
La voz gritaba lo mismo una y otra vez, y cada vez iba ascendiendo a un registro más alto e histérico. Era una súplica a una guayaba ya muy madura que amenazaba con caer del árbol y hacer un destrozo en el suelo.
Pa pera-pera-pera-perakka
(Señora gua-gua-guayaba,)
ende parambil thooralley.
(no se cague en mi terreno.)
Chetende parambil thoorikko,
(Cagúese en el de allí, que es de mi hermano,)
Pa pera-pera-pera-perakka.
(Señora gua-gua-guayaba.)
El que gritaba era Kuttappen, el hermano mayor de Velutha. Estaba paralítico de la cintura para abajo. Día tras día, y un mes tras otro, mientras su hermano estaba fuera y su padre estaba trabajando, Kuttappen yacía tumbado de espaldas mirando cómo su juventud pasaba lentamente sin siquiera detenerse a saludarlo. Yacía allí tumbado todo el día escuchando el silencio de los árboles que crecían apretados unos contra otros, con la sola compañía de una gallina negra y autoritaria. Echaba de menos a su madre, Chella, que había muerto en el mismo rincón de la habitación donde él yacía ahora. Su muerte había estado llena de toses, escupitajos, dolores y flemas. Kuttappen recordaba haberse dado cuenta de que a su madre se le habían muerto los pies mucho antes que el resto del cuerpo. Cómo la piel se le había ido poniendo gris y sin vida. El temor con el que había observado cómo la muerte iba ascendiendo por el cuerpo de su madre. Kuttappen vigilaba, con creciente terror, sus propios pies paralizados. De vez en cuando los golpeaba, esperanzado, con un palo que tenía apoyado en el rincón para defenderse de posibles visitas de víboras. Tenía los pies absolutamente insensibles y sólo la evidencia visual le confirmaba que aún seguían conectados a su cuerpo y eran, en efecto, suyos.
Después de la muerte de Chella lo trasladaron a aquel rincón, que Kuttappen creía era el lugar de la casa que la Muerte tenía reservado para administrar sus mortíferos asuntos. Un rincón para cocinar, otro para la ropa, otro para las esteras que servían de cama y otro para morir.
Se preguntaba cuánto tardaría él en morir, y qué era lo que hacía la gente que tenía más de cuatro rincones en su casa con el resto de ellos. ¿Podrían elegir el rincón donde morir?
Pensaba, y no sin razón, que sería el primero de la familia en seguir los pasos de su madre. Pronto se daría cuenta de que estaba equivocado. Pronto. Demasiado pronto.
A veces (debido a la costumbre de echarla de menos), Kuttappen tosía como solía hacerlo su madre, y la parte superior de su cuerpo se agitaba como un pez recién pescado. La parte inferior permanecía quieta, como si fuera de plomo, como si perteneciera a otra persona. A una persona muerta cuyo espíritu estuviera atrapado y no pudiese salir.
A diferencia de Velutha, Kuttappen era un buen paraván, inofensivo. No sabía leer ni escribir. Mientras yacía allí, tumbado sobre su dura cama, le caían trozos de paja y suciedad del techo y se mezclaban con su sudor. A veces le caían hormigas e insectos. En los días malos salían manos de las paredes naranjas que se inclinaban sobre él, lo inspeccionaban como médicos malvados, con movimientos lentos y pausados que le cortaban la respiración y le hacían gritar. A veces se ponían de acuerdo y retrocedían, y la habitación adquiría unas dimensiones enormes e imposibles, que lo aterrorizaban con el espectro de su propia insignificancia. Aquello también le hacía gritar.
La locura revoloteaba a su alrededor, a corta distancia, como un camarero servicial en un restaurante caro (encendiendo los cigarrillos, volviendo a llenar las copas). Kuttappen pensó con envidia en los locos que podían andar. No tenía ninguna duda sobre la ventaja de aquel trato: su cordura a cambio de unas piernas que le respondieran.
Los gemelos pusieron la barca en el suelo y el ruido provocó un súbito silencio en el interior de la choza.
Kuttappen no esperaba a nadie.
Estha y Rahel empujaron la puerta y entraron. Aunque eran pequeños tuvieron que agacharse un poquito para entrar. La avispa los esperó fuera, posada sobre la lámpara.
– Somos nosotros.
La habitación estaba oscura y limpia. Olía a curry de pescado y a humo de leña. El calor se pegaba a las cosas como una ligera fiebre. Pero el suelo de barro estaba fresco bajo los pies descalzos de Rahel. Las esteras sobre las que dormían Velutha y Vellya Paapen estaban enrolladas y apoyadas contra la pared. La ropa colgaba de una cuerda. Había un estante bajo de cocina hecho de madera, sobre el que estaban colocados en orden unos cacharros de barro con tapa, cucharones hechos de cáscara de coco y tres platos de esmalte descascarillado con el borde azul marino. Un hombre adulto podía estar de pie justo en el centro de la habitación, pero no en los extremos. Otra puerta baja conducía al patio trasero, donde había más bananos, entre cuyas hojas se veía brillar el río que estaba detrás. En el patio trasero había un taller de carpintería.
No había llaves ni armarios que cerrar.
La gallina negra salió por la puerta trasera y escarbó distraídamente el suelo sobre el que volaban las virutas de madera como rizos rubios. A juzgar por su carácter, parecía que la habían criado con una dieta ferretera: cierres y pestillos y clavos y tornillos viejos.
– Aiyyo, Moni Mol! ¡Qué debéis pensar de mí! ¡Que Kuttappen es un maleducado porque no se levanta! -dijo una voz cortada e incorpórea.
Los ojos de los gemelos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Después la oscuridad se disolvió y apareció Kuttappen en su cama, un genio que brillaba en la penumbra. Tenía el blanco del ojo de un color amarillo oscuro. Por debajo de la tela que le cubría las piernas le asomaban las plantas de los pies (suaves de tanto estar tumbado). Aún tenían un ligero tinte naranja pálido por haber andado descalzo sobre el barro rojo durante tantos años. Tenía callos grises en los tobillos a causa del roce de la cuerda que los paravanes solían atarse alrededor de los pies para trepar a los cocoteros.
Sobre la pared, a su espalda, había un calendario con un Jesús benigno, de cabellos castaños, con los labios pintados y colorete en las mejillas, y un corazón chillón y enjoyado que refulgía a través de su ropa. La mitad inferior del calendario (la parte en la que están los días y los meses) parecía una faldita de volantes. Jesús en minifalda. Doce capas de enaguas para los doce meses del año. No habían arrancado ninguna.
Había más cosas que procedían de la casa de Ayemenem, regaladas o rescatadas del cubo de la basura. Cosas de ricos en una casa de pobres. Un reloj que no funcionaba, una papelera de metal floreada. Unas botas de montar viejas de Pappachi (marrones, cubiertas de moho) con las hormas todavía puestas. Latas de galletitas con suntuosas imágenes de castillos ingleses y damas con rizos y polisones.
Junto al Jesús había un póster pequeño (que había sido de Bebé Kochamma, pero que ésta había regalado porque tenía una mancha de humedad). Era una foto de una niña rubia escribiendo una carta con las mejillas bañadas en lágrimas. Debajo decía: Te escribo para decirte que te echo mucho de menos. Parecía como si acabaran de cortarle el pelo y sus rizos fueran lo que volaba por el patio trasero de Velutha.
De debajo de la gastada tela de algodón que cubría a Kuttappen salía un tubo de plástico transparente que iba hasta una botella de líquido amarillo bañada por el haz de luz que entraba por la puerta y que resolvía una pregunta que Rahel se había planteado más dé una vez. La niña le alcanzó un poco de agua del jarro de barro en un vaso de metal. Parecía saber perfectamente dónde se encontraban todas las cosas. Kuttappen levantó la cabeza y bebió. Un poco de agua le resbaló por el mentón.
Los gemelos se pusieron en cuclillas como si fueran dos adultos chismorreando en el mercado de Ayemenem.
Se quedaron sentados en silencio durante un rato. Kuttappen, mortificado, los gemelos, preocupados pensando en barcas.
– ¿Ya llegó la mol de Chacko Saar? -preguntó Kuttappen.
– Supongo que sí -dijo Rahel con aire lacónico.
– ¿Y dónde está?
– Quién sabe… Debe de andar por ahí. Nosotros no lo sabemos.
– ¿Me la traeréis para que la vea?
– No podemos -dijo Rahel.
– ¿Y por qué no?
– Porque no puede salir de casa. Es muy delicada. Si se ensucia, se muere.
– Ah, ya.
– No nos dejan traerla aquí… y, además, no hay nada que ver -le aseguró Rahel a Kuttappen-. Tiene pelo, piernas, dientes, ya sabes, lo de siempre… Sólo que es un poquito alta.
Y aquélla era la única concesión que estaba dispuesta a hacerle a Sophie Mol.
– ¿Eso es todo? -dijo Kuttappen, que había captado la situación al instante-. Entonces, ¿para qué quiero verla?
– Para nada -dijo Rahel.
– Kuttappa, si un botecito hace agua, ¿es muy difícil arreglarlo? -preguntó Estha.
– No tiene por qué serlo -dijo Kuttappen-. Depende. ¿Por qué? ¿De quién es ese botecito que hace agua?
– Nuestro. Lo hemos encontrado. ¿Quieres verlo?
Salieron y regresaron con la barca blanquecina para que el hombre paralítico la examinara. La sostuvieron por encima de él como si fuese un techo. El agua le caía encima.
– Primero tendremos que encontrar por dónde entra el agua -dijo Kuttappen-. Y después tendremos que tapar los agujeros.
– Y después lijar -dijo Estha-. Y después barnizar.
– Y después buscar unos remos -dijo Rahel.
– Y después buscar unos remos -asintió Estha.
– Y después nos vamos -dijo Rahel.
– ¿Adonde? -preguntó Kuttappen.
– Por aquí, por allá -contestó Estha quitándole importancia al tema.
– Debéis tener cuidado -dijo Kuttappen-. Este río nuestro no es lo que aparenta.
– ¿Y qué es lo que aparenta? -preguntó Rahel.
– Ah… Aparenta ser una vieja ammooma que va a misa todos los domingos, calladita y limpita… Que come idi appams en el desayuno, kanji y meen en el almuerzo. Que no se mete en la vida de nadie. Que no vive pendiente de lo que pasa por aquí ni de lo que pasa por allá.
– ¿Y en realidad es…?
– En realidad, es un salvaje… Por las noches lo oigo correr como un loco a la luz de la luna, siempre con prisa. Debéis tener mucho cuidado.
– ¿Y qué es lo que come en realidad?
– ¿Lo que come en realidad? Pues… estofado… y…
Buscaba en su cabeza alguna cosa inglesa que el malvado río pudiese comer.
– Rodajas de piña… -sugirió Rahel.
– ¡Exacto! Rodajas de piña y estofado. Y bebe. Whisky.
– Y brandy.
– Y brandy. Es verdad.
– Y siempre vive pendiente de lo que pasa por aquí y por allá.
– Es verdad.
– Y se mete en la vida de los demás…
Esthappen estabilizó la barquita sobre el suelo irregular de tierra con unos tacos de madera que encontró en el taller del patio trasero de Velutha. Le dio a Rahel un cucharón hecho con media cascara de coco pulida y un mango de madera.
Los gemelos se encaramaron a la barquita y remaron a través de aguas turbulentas e infinitas.
Con un Thaiy thaiy thaka thaiy thaiy thome. Y un Jesús todo enjoyado que los observaba.
Él caminó sobre las aguas. Puede ser. Pero ¿habría podido navegar sobre la tierra?
¿Con braguitas a juego y gafas de sol? ¿Con una fuente cogida con un «amor-en-Tokio»? ¿Con zapatos puntiagudos y un tupé? ¿Habría tenido Él tanta imaginación?
Velutha regresó a ver si Kuttappen necesitaba algo. Desde lejos oyó los cantos estridentes. Las vocecitas infantiles recalcaban encantadas la parte escatológica de la canción.
¿Eh, señor Hombre Mono,
por qué tienes el ojete rojo?
¡Porque me fui a cagar a Madrás
y me lo limpié con un rastrojo!
Durante un rato, durante unos pocos momentos felices, el Hombre de la Naranjada y la Limonada y su sonrisa de dientes amarillos desaparecieron. El miedo se sumergió y se asentó en el fondo de las aguas profundas. Donde durmió un sueño de perros. Dispuesto a alzarse y a enturbiar las cosas en el momento menos pensado.
Velutha sonrió cuando vio la bandera comunista resplandeciendo como un árbol florido junto a la puerta de su casa. Tuvo que agacharse mucho para entrar en su choza. Un esquimal tropical. Cuando vio a los niños, sintió un íntimo estremecimiento. Y no entendió el porqué. Los veía todos los días. Los quería sin saberlo. Pero, de repente, algo había cambiado. Ahora. Después de la metedura de pata de la Historia. Nunca antes había sentido un estremecimiento tan íntimo.
Son sus niños, le susurró un susurro malvado.
Sus ojos, su boca. Sus dientes.
Su piel suave y brillante.
Desechó aquel pensamiento con furia. Pero regresó y se sentó junto a su cráneo. Como un perro.
– ¡Aja! -dijo a sus jóvenes visitantes-. ¿Y quiénes son estos Pescadores, si es que puede saberse?
– Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon. El señor y la señora Encantadosdeconocerle.
Rahel le alargó su cucharón para que lo estrechara a modo de saludo.
Fue estrechado a modo de saludo. Para saludarla y saludar a Estha.
– ¿Y adonde se dirigen en su barca, si es que puede saberse?
– ¡A África! -gritó Rahel.
– ¡No grites tanto! -dijo Estha.
Velutha se puso a dar vueltas alrededor de la barca. Le contaron dónde la habían encontrado.
– Así que no es de nadie -dijo Rahel, no muy segura, porque, de pronto, se le ocurrió que podía tener dueño-. ¿Se lo hemos de decir a la policía?
– ¡No seas tonta! -dijo Estha.
Velutha golpeó la madera y después arrancó un pedacito con la uña.
– Buena madera -dijo.
– Se hunde -dijo Estha-. Hace agua.
– ¿Puedes arreglárnosla, Veluthapappychachen Peter Mon? -preguntó Rahel.
– Tendré que pensármelo -dijo Velutha-. No quiero que os pongáis a hacer tonterías en el río.
– No haremos ninguna tontería. Te lo prometemos. Sólo la usaremos cuando tú estés con nosotros.
– Primero tendremos que ver por dónde entra el agua… -dijo Velutha.
– ¡Después tendremos que tapar los agujeros! -gritaron los gemelos, como si se tratase del segundo verso de un poema muy conocido.
– ¿Cuánto tardarás? -preguntó Estha.
– Un día -dijo Velutha.
– ¡Un día!¡Temía que dijeras un mes!
Estha se subió encima de Velutha de un salto, le pasó las piernas por la cintura y lo besó.
El papel de lija fue repartido en dos mitades exactamente iguales y los gemelos se pusieron a trabajar con una concentración extraña e inquietante, que excluía cualquier otra cosa.
La habitación se llenó de polvillo de barca que iba asentándose en pelos y cejas. En Kuttappen, como una nube, y en Jesús, como una ofrenda. Velutha tuvo que arrancarles el papel de lija de las manos.
– Aquí no -dijo con firmeza-. Vamos fuera.
Levantó la barca y la sacó de la casa. Los gemelos lo siguieron con los ojos fijos en su barca, sin perder ni un ápice de su concentración, como dos cachorros hambrientos siguiendo su comida.
Velutha colocó la barca para que pudieran trabajar. La barca sobre la que estaba sentado Estha y que Rahel encontró. Velutha les enseñó a seguir el sentido de la veta de la madera. Los inició en el uso del papel de lija. Cuando volvió a entrar en la casa, la gallina negra le siguió, decidida a estar en cualquier sitio menos en aquel donde estuviera la barca.
Velutha metió una toalla fina de algodón en una vasija de barro con agua. La retorció para escurrir el agua (con brusquedad, como si fuese un pensamiento incómodo) y se la dio a Kuttappen para que se limpiara la suciedad de la cara y el cuello.
– ¿Han dicho algo sobre si te vieron en la manifestación? -preguntó Kuttappen.
– No -dijo Velutha-. Todavía no. Pero ya lo harán. Lo saben.
– ¿Seguro?
Velutha se encogió de hombros y cogió la toalla para lavarla y aclararla. Y golpearla y retorcerla. Como si se tratase de su propia cabeza, ridícula y desobediente.
Intentó odiarla.
Es una de ellos, se dijo. Una de ellos y nada más.
No pudo.
Se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía. Sus ojos estaban siempre en otro lugar.
La locura entró furtivamente por una grieta de la Historia. Duró sólo un instante.
Después de lijar durante una hora, Rahel se acordó de su siesta. Se levantó y echó a correr. Cruzó a trompicones el calor verdoso de la tarde. Seguida por su hermano y una avispa amarilla.
Con la esperanza de que Ammu no se hubiera despertado. Rezando para que no hubiera descubierto que se había escapado.