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Era de tarde cuando llegué a donde vivían la Gorda y las hermanitas. La Gorda estaba sola, sentada afuera de la puerta, contemplando las montañas distantes. Se pasmó al verme. Me explicó que había estado completamente absorta en un recuerdo y que en un momento estuvo a punto de recordar algo muy vago y que tenía que ver conmigo.
Esa noche, después de cenar, la Gorda, las tres hermanitas, los tres Genaros y yo nos sentamos en el suelo del cuarto de la Gorda. Las mujeres se acomodaban juntas.
Por alguna razón, aunque tenía la misma familiaridad con cada uno de ellos, había inconscientemente elegido a la Gorda como recipiente de toda mi atención. Era como si los demás no existieran para mí. Especulé que quizá se debía a que la Gorda me recordaba a don Juan, y los demás, no. Existía algo gracioso en ella, pero esa gracia no se hallaba tanto en sus acciones como en mis sentimientos hacia ella.
Querían saber qué estuve haciendo antes de llegar. Les dije que acababa de estar en la ciudad de Tula, Hidalgo, donde había visitado las ruinas arqueológicas. Me impresionó notablemente una hilera de cuatro colosales figuras de piedra, con forma de columna, llamadas "los Atlantes", que se hallaban en la parte superior plana de una pirámide.
Cada una de estas figuras casi cilíndricas, que miden cinco metros de altura y uno de diámetro, está compuesta de cuatro distintas piezas de basalto talladas para representar lo que los arqueólogos creen ser guerreros toltecas que llevan su parafernalia guerrera. A unos siete metros detrás de cada uno de los atlantes se encuentra otra hilera de cuatro columnas rectangulares de la misma altura y anchura de las primeras, también hechas con cuatro piezas distintas de piedra.
El impresionante escenario de los atlantes fue encarecido aún más para mí por lo que me contó el amigo que me había llevado al lugar. Me dijo que un guardián de las ruinas le reveló que él había oído, durante la noche, caminar a los atlantes, de tal forma que debajo de ellos el suelo se sacudía.
Pedí comentarios a los Genaros. Se mostraron tímidos y emitieron risitas. Me volví a la Gorda, que se hallaba sentada junto a mí, y le pedí directamente su opinión.
– Yo nunca he visto esas figuras -aseguró-. Nunca he estado en Tula. La mera idea de ir a ese pueblo me da miedo.
– ¿Por qué te da miedo, Gorda?-pregunté.
– A mí me pasó una cosa muy rara en las ruinas de Monte Albán, en Oaxaca -contestó-. Yo me iba mucho a andar por esas ruinas, a pesar de que el nagual Juan Matus me dijo que no pusiera un pie allí. No sé por qué pero me encantaba ese lugar. Cada vez que llegaba a Oaxaca iba allí. Como a las viejas que andan solas siempre las molestan, por lo general iba con Pablito, que es muy atrevido. Pero una vez fui con Néstor. Y él vio un destello en el suelo. Cavamos un poco y encontramos una piedra muy extraña que cabía en la palma de mi mano. Habían hecho un hueco bien torneado en la piedra. Yo quería meter el dedo ahí y ponérmela como anillo, pero Néstor no me dejó. La piedra era suave y me calentaba mucho la mano. No sabía que hacer con ella. Néstor la puso dentro de su sombrero y la cargamos como si fuera un animal vivo.
Todos empezaron a reír. Parecía haber una broma oculta en lo que la Gorda me decía.
– ¿A dónde la llevaste? -le pregunté.
– La trajimos aquí, a esta casa -respondió, y esa aseveración generó risas incontenibles en los demás. Tosieron y se ahogaron de reír.
– La Gorda es la que pagó por el chiste -explicó Néstor-. Tienes que verla como es, terca como una mula. El nagual ya le había dicho que no se metiera con piedras, o con huesos, o con cualquier cosa que encontrara enterrada en el suelo. Pero ella se escurría como ladrón cuando él no se daba cuenta y recogía toda clase de porquerías.
"Ese día, en Oaxaca, la Gorda se emperró en que debíamos llevarnos esa maldita piedra. Nos subimos con ella al camión y la trajimos hasta aquí, hasta este pueblo, y luego hasta este mismo cuarto.
– El nagual y Genaro estaban de viaje -prosiguió la Gorda-. Me sentí muy audaz, metí el dedo en el agujero y me di cuenta de que esa piedra había sido cortada para llevarla en la mano. Ahí nomás empecé a sentir lo que sentía el dueño de esa piedra. Era una piedra de poder. Me puso de mal humor. Me entró miedo. Sentía que algo horrible se escondía en lo oscuro de la casa, algo que no tenía ni forma ni color. No podía quedarme sola. Me despertaba pegando gritos y después de un par de días ya nomás no pude ni dormir. Todos se turnaban para acompañarme, de día y de noche.
– Cuando el nagual y Genaro regresaron -dijo Néstor-, el nagual me mandó con Genaro a poner de nuevo la piedra en el lugar exacto donde había estado enterrada. Genaro se llevó tres días en localizar el lugar exacto. Y lo hizo.
– Y a ti, Gorda ¿qué te pasó, después de eso? -pregunté.
– El nagual me enterró. Durante nueve días estuve desnuda dentro de un ataúd de tierra.
Entre ellos tuvo lugar una explosión de risa.
– El nagual le dijo que no podía salirse de allí -explicó Néstor-. La pobre Gorda tenía que mear y hacer caca dentro del ataúd. El nagual la empujó dentro de una caja que hizo con ramas y lodo. Había una puertita en un lado para la comida y el agua. Todo lo demás estaba sellado.
– ¿Por qué la enterró? -indagué.
– Es la única forma de proteger a cualquiera -sostuvo Néstor-. La Gorda tenía que ser puesta bajo el suelo para que la tierra la curara. Nadie cura mejor que la tierra; además, el nagual tenía que desviar el sentido de esa piedra que estaba enfocado en la Gorda. La tierra es una pantalla, no deja que nada pase por ningún lado. El nagual sabía que la Gorda no podía empeorar por estar enterrada nueve días, a fuerza tenía que mejorar. Y eso pasó.
– ¿Qué sentiste al estar enterrada así, Gorda? -le pregunté.
– Casi me vuelvo loca -confesó-. Pero eso nomás era mi vicio de consentirme. Si el nagual no me hubiera puesto ahí, me habría muerto. El poder de esa piedra era demasiado grande para mí; su dueño había sido un hombre de tamaño enorme. Podía sentir que su mano era el doble de la mía. Se aferró a esa roca porque en ello le iba la vida, y al final alguien lo mató.
"Su terror me espantó. Pude sentir que algo se acercaba a mi para devorar mi carne. Eso fue lo que sintió ese hombre. Era un hombre de poder, pero alguien todavía más poderoso que él lo atrapó.
"El nagual dijo que una vez que tienes un objeto de ésos, el desastre te persigue, porque su poder entra en pelea con el poder de otros objetos de ese tipo, y el dueño o se convierte en perseguidor o en víctima. El nagual dijo que la naturaleza de esos objetos es estar en guerra, porque la parte de nuestra atención que los enfoca para darles poder es una parte belicosa, de mucho peligro.
– La Gorda es muy codiciosa -aseguró Pablito-. Se imaginó que si podía encontrar algo que de por sí ya tuviera mucho poder, ella saldría ganando porque hoy en día ya nadie está interesado en desafiar al poder.
La Gorda asintió con un movimiento de cabeza.
– Yo no sabía que uno puede recoger otras cosas aparte del poder que esos objetos tienen. Cuando metí el dedo por primera vez en el agujero y agarré la piedra, mi mano se puso caliente y mi brazo empezó a vibrar. Me sentí de verdad grande y fuerte. Como siempre, y a escondidas, nadie se dio cuenta, de que yo traía la piedra en la mano. Después de varios días empezó el verdadero horror. Podía sentir que alguien se las traía con el dueño de la piedra. Podía sentir su terror. Sin duda se trataba de un brujo muy poderoso y quien fuera el que andara tras él no sólo quería matarlo sino también quería comerse su carne. Esto de veras me espantó. En ese momento debí tirar la piedra, pero esa sensación que estaba teniendo era tan nueva que seguía agarrándola en mi mano como una recontra pendeja que soy. Cuando finalmente la solté, ya era demasiado tarde: algo en mí había sido atrapado. Tuve visiones de hombres que se acercaban, vestidos con ropas extrañas. Sentía que me mordían, desgarraban la carne de mis piernas con sus dientes y con pequeños cuchillos filosos. ¡Me puse frenética!
– ¿Y cómo explicó don Juan esas visiones? -pregunté.
– Dijo que ésta ya no tenía defensas -intervino Néstor-. Y que por eso podía recoger la fijeza de ese hombre, su segunda atención, que había sido vertida en esa piedra. Cuando lo estaban matando se aferró de la piedra para así poder juntar toda su concentración. El nagual dijo que el poder del hombre se desplazó del cuerpo a la piedra; sabía lo que estaba haciendo y no quería que sus enemigos se beneficiaran devorando su carne. El nagual también dijo que los que lo mataron sabían todo esto y por eso se lo comieron vivo, para poder adueñarse de todo el poder que le quedara. Deben haber enterrado la piedra para evitarse problemas. Y la Gorda y yo, como dos pendejos, la encontramos y la desenterramos.
La Gorda asintió, tres o cuatro veces. Tenía una expresión sumamente seria.
– El nagual me dijo que la segunda atención es la cosa más feroz que hay -declaró-. Si se le enfoca en objetos, no hay nada más horrendo.
– Lo que es horrible es que nos aferremos -dijo Néstor-. El hombre que era dueño de la piedra se aferraba a su vida y a su poder, por eso se horrorizó tanto cundo sintió que le quitaban la carne a mordidas. El nagual nos dijo que si ese hombre hubiera dejado de ser posesivo y se hubiese abandonado a su muerte, cualquiera que fuese, no habría sentido ningún temor.
La conversación se apagó. Les pregunté a los demás si tenían algo que decir. Las hermanitas me miraron con fuego en los ojos. Benigno rió quedito y escondió su rostro con el sombrero.
– Pablito y yo hemos ido a las pirámides de Tula -convino finalmente-. Hemos ido a todas las pirámides que hay en México, nos gustan.
– ¿Y para qué fueron a todas las pirámides? -pregunté.
– Realmente no sé a qué fuimos -respondió-. A lo mejor fue porque el nagual Juan Matus nos dijo que no fuéramos.
– ¿Y tú, Pablito?
– Yo fui a aprender -replico, malhumorado, y después rió-. Yo vivía en la ciudad de Tula. Conozco esas pirámides como la palma de mi mano. El nagual me dijo que él también vivió allí. Sabía todo acerca de las pirámides. El mismo era un tolteca.
Advertí entonces que algo más que curiosidad me había hecho ir a la zona arqueológica de Tula. La razón principal por la que acepté la invitación de mi amigo fue porque la primera vez que visité a la Gorda y a los otros, me dijeron algo que don Juan nunca me había mencionado: que él se consideraba un descendiente cultural de los toltecas. Tula fue el antiguo epicentro del imperio tolteca.
– ¿Y qué, piensan que los atlantes caminen de noche? -le pregunté a Pablito.
– Por supuesto que caminan de noche -enfatizó-. Esas cosas han estado ahí durante siglos. Nadie sabe quién construyó las pirámides; el mismo nagual Juan Matus me dijo que los españoles no fueron los primeros en descubrirlas. El nagual aseguró que hubo otros antes que ellos. Dios sabrá cuántos.
– ¿Y qué crees que representen esas figuras de piedra? -insistí.
– No son hombres, sino mujeres -dijo-. Y esas pirámides donde están es el centro del orden y de la estabilidad. Esas figuras son sus cuatro esquinas, son los cuatro vientos, las cuatro direcciones. Son la base, el fundamento de la pirámide. Tienen que ser mujeres, mujeres hombrunas si así las quieres llamar. Como ya sabes, nosotros los hombres no somos tan calientes. Somos una buena ligadura, un pegol que junta las cosas, y eso es todo. El nagual Juan Matus dijo que el misterio de la pirámide es su estructura. Las cuatro esquinas han sido elevadas hasta la cima. La pirámide misma es el hombre, que está sostenido por sus mujeres guerreras: un hombre que ha elevado sus soportes hasta el lugar más alto. ¿Entiendes?
Debo haber tenido una expresión de perplejidad en el rostro. Pablito rió. Se trataba de una risa cortes.
– No, no entiendo, Pablito -reconocí-, porque don Juan nunca me habló de eso. El tema es completamente nuevo para mí. Por favor, dime todo lo que sepas.
– Lo que se conoce como atlantes son el nagual; son mujeres ensoñadoras. Representan el orden de la segunda atención que ha sido traída a la superficie, por eso son tan temibles y misteriosas. Son criaturas de guerra, pero no de destrucción.
"La otra hilera de columnas, las rectangulares, representan el orden de la primera atención, el tonal. Son acechadoras, por eso están cubiertas de inscripciones. Son muy pacíficas y sabias, lo contrario de la hilera de enfrente.
Pablito dejó de hablar y me miró casi desafiante; después, sonrió.
Pensé que iba a explicar lo que había dicho, pero guardó silencio como si esperara mis comentarios.
Le dije cuán perplejo me hallaba y le urgía que continuara hablando. Pareció indeciso, me miró un momento y respiró largamente. Apenas había comenzado a hablar cuando las voces de los demás se alzaron en un clamor de protestas.
– El nagual ya nos explicó todo eso a nosotros -advirtió la Gorda, impacientemente-. ¿Por qué tienes que hacerlo repetir?
Traté de hacerles comprender que en verdad yo no tenía la menor idea de lo que hablaba Pablito. Le rogué que continuara con su explicación. Surgió otra oleada de voces que hablaban al mismo tiempo. A juzgar por la manera como las hermanitas me fulminaban con la mirada, se estaban encolerizando aún más, Lidia en especial.
– No queremos hablar de esas mujeres -objetó la Gorda con un tono conciliatorio-. Nomás de pensar en las mujeres de la pirámide nos ponemos muy nerviosas.
– ¿Qué les pasa a todos ustedes? -pregunté-. ¿Por qué actúan así?
– No sabemos -respondió la Gorda-. Es nomás una sensación que nos da a todos, una sensación muy inquieta. Todos estábamos bien hasta hace un rato, cuando empezaste a preguntar sobre esas mujeres.
Las aseveraciones de la Gorda fueron como una señal de alarma. Todos ellos se pusieron de pie y avanzaron amenazantes hacia mí, hablando muy fuerte.
Me tomó un buen rato calmarlos y hacer que volvieran a tomar asiento. Las hermanitas se hallaban muy molestas y su mal humor parecía influenciar el de la Gorda. Los tres hombres mostraban mayor control. Me enfrenté a Néstor y le pedí lisa y llanamente que me explicara por qué las mujeres se habían agitado tanto. Era obvio que yo me hallaba, involuntariamente, haciendo algo que las exasperaba.
– Yo verdaderamente no sé lo que es -respondió-. Es que ninguno de nosotros aquí sabe lo que nos sucede. Todo lo que sabemos es que nos sentimos mal y nerviosos.
– ¿Es porque estamos hablando de las pirámides? -le consulté.
– Debe ser por eso -respondió, sombrío-. Yo mismo no sabía que esas figuras fuesen mujeres.
– Claro que lo sabías, idiota -exclamó Lidia.
Néstor pareció intimidarse ante ese estallido. Retrocedió y me sonrió mansamente.
– A lo mejor lo sabía -concedió-. Estamos pasando por un periodo muy extraño en nuestras vidas. Ya ninguno de nosotros puede estar seguro de nada. Desde que llegaste a nuestras vidas ya no nos conocemos a nosotros mismos.
Un humor muy opresivo nos poseyó. Insistí en que la única manera de ahuyentarlo era hablando de esas misteriosas columnas de las pirámides.
Las mujeres protestaron acaloradamente. Los hombres se mantuvieron en silencio. Tuve la sensación de que en principio estaban de acuerdo con las mujeres, pero que en el fondo querían discutir el tema, al igual que yo.
– ¿Don Juan no te dijo algo más sobre las pirámides, Pablito? -pregunté.
– Dijo que una pirámide en especial, allí en Tula; era un guía -respondió Pablito, al instante.
Del tono de su voz deduje que en verdad tenía deseos de hablar. Y la atención que prestaban los demás aprendices me convenció de que secretamente todos ellos querían intercambiar opiniones.
– El nagual dijo que era un guía que llevaba a la segunda atención -continuó Pablito-, pero que fue saqueada y todo se destruyó. Me contó que algunas de las pirámides eran gigantescos no-haceres. No eran sitios de alojamiento, sino lugares para que los guerreros hicieran su ensueño y ejercitaran su segunda atención. Todo lo que hacían se registraba con dibujos y figuras que esculpían en los muros.
"Después debe haber llegado otro tipo de guerrero, una especie que no estaba de acuerdo con lo que los brujos de la pirámide hicieron con su segunda atención, y que destruyó la pirámide con todo lo que allí había.
"El nagual creía que los guerreros debieron ser guerreros de la tercera atención. Así como él mismo era. Guerreros que se horrorizaron con lo maligno que tiene la fijeza de la segunda atención. Los brujos de las pirámides estaban excesivamente ocupados con su fijeza, para darse cuenta de lo que ocurría. Cuando lo hicieron, ya era demasiado tarde.
Pablito tenía público. Todos en el cuarto, incluyéndome a mí, estábamos fascinados con lo que nos relataba. Pude comprender las ideas que presentaba, porque don Juan me las llegó a explicar.
Don Juan me había dicho que nuestro ser total consiste en dos segmentos perceptibles. El primero es nuestro cuerpo físico, que todos nosotros podemos percibir; el segundo es el cuerpo luminoso, que es un capullo que sólo los videntes pueden percibir y que nos da la apariencia de gigantescos huevos luminosos. También me dijo que una de las metas más importantes de la brujería era alcanzar el capullo luminoso; una meta que se logra a través del sofisticado uso del ensueño y mediante un esfuerzo riguroso y sistemático que él llamaba no-hacer. Don Juan definía no-hacer como un acto insólito que emplea a nuestro ser total forzándolo a ser consciente del segmento luminoso.
Para explicar estos conceptos, don Juan hizo una desigual división tripartita de nuestra conciencia. A la porción más pequeña la llamó "primera atención" y dijo que era la conciencia que toda persona normal ha desarrollado para enfrentarse al mundo cotidiano; abarca la conciencia del cuerpo físico. A otra porción más grande la llamó la "segunda atención" y la describió como la conciencia que requerimos para percibir nuestro capullo luminoso y para actuar como seres luminosos. Dijo que la segunda atención se queda en el trasfondo durante toda nuestra vida, a no ser que emerja a través de un entrenamiento deliberado o a causa de un trauma accidental, abarca la conciencia del cuerpo luminoso. A la última porción, que era la mayor, la llamó la "tercera atención": una conciencia de los cuerpos físico y luminoso.
Le pregunté si había experimentado la tercera atención. Dijo que se hallaba en la periferia de ella y que si llegaba a entrar completamente yo lo sabría al instante, porque todo él se convertiría en lo que en verdad era: un estallido de energía. Agregó que el campo de batalla de los guerreros era la segunda atención, que venía a ser algo como un campo de entrenamiento para llegar a la tercera atención; un campo un tanto difícil de alcanzar, pero muy fructífero una vez obtenido.
– Las pirámides son dañinas -continuó Pablito-. En especial para brujos desprotegidos como nosotros. Pero son todavía peores para guerreros sin forma, como la Gorda. El nagual dijo que no hay nada más peligroso que la fijeza maligna de la segunda atención. Cuando los guerreros aprenden a enfocarse en el lado débil de la segunda atención, ya no hay nada que pueda detenerlos. Se convierten en cazadores de hombres, en vampiros. No importa que ya no estén vivos, pueden alcanzar su presa a través del tiempo, como si estuvieran presentes aquí y ahora; porque en presas nos convertimos si nos metemos en una de esas pirámides El nagual las llamaba trampas de la segunda atención.
– ¿Exactamente qué dijo que le pasaría a uno? -preguntó la Gorda.
– El nagual dijo que quizás podríamos aguantar una visita a las pirámides -explicó Pablito-. En la segunda visita sentíamos una extraña tristeza; como una brisa que nos volvería desatentos y fatigados: una fatiga que pronto se convierte en la mala suerte. En cuestión de días nos volveríamos unos salados. El nagual aseguró que nuestras oleadas de mala suerte se debían a nuestra obstinación al visitar esas ruinas a pesar de sus recomendaciones.
"Eligio, por ejemplo, nunca desobedeció al nagual. Ni a ratos te lo encontrabas allí; tampoco encontrabas este nagual que está aquí, y los dos siempre tuvieron suerte, mientras que el resto de nosotros traemos la sal, en especial la Gorda y yo. ¿No nos mordió el mismo perro? ¿Y no las mismas vigas del techo de la cocina se pudrieron dos veces y se nos cayeron encima?
– El nagual nunca me explicó esto -refutó la Gorda.
– Claro que sí -insistió Pablito.
– Si yo hubiera sabido lo malo que era todo eso, jamás habría puesto un pie en esos malditos lugares -protestó la Gorda.
– El nagual nos dijo a todos las mismas cosas -dijo Néstor-. El problema es que todos aquí no lo escuchábamos atentamente, o más bien que cada uno de nosotros lo escuchaba a su manera, y oíamos lo que queríamos oír.
"El nagual explicó que la fijeza de la segunda atención tiene dos caras. La primera y la más fácil es la cara maléfica. Sucede cuando los soñadores usan su ensueño para enfocar la segunda atención en las cosas de este mundo, como dinero o poder sobre la gente. La otra cara es la más difícil de alcanzar y ocurre cuando los soñadores enfocan su atención en cosas que ya no están en este mundo o que ya no son de este mundo, así como el viaje a lo desconocido. Los guerreros necesitan una impecabilidad sin fin para alcanzar esta cara.
Les dije que estaba seguro de que don Juan había revelado selectivamente ciertas cosas a algunos de nosotros; y otras, a otros. Por ejemplo, yo no podía recordar que don Juan alguna vez hubiera discutido conmigo la cara maléfica de la segunda atención. Después les hablé de lo que don Juan me había dicho referente a la fijeza de la atención en general.
Empezó por dejar en claro que para él todas las ruinas arqueológicas de México, especialmente las pirámides, eran dañinas para el hombre moderno. Describió las pirámides como desconocidas de pensamiento y de acción. Dijo que cada parte, cada diseño, representaba un esfuerzo calculado para registrar aspectos de atención absolutamente ajenos a nosotros. Para don Juan no eran solamente las ruinas de antiguas culturas las que contenían un elemento peligroso en ellas; todo lo que era objeto de una preocupación obsesiva tenía un potencial dañino.
Una vez discutimos esto en detalle. Fue a causa del hecho de que yo no sabía qué hacer para poner a salvo mis notas de campo. Las veía de una manera muy posesiva y estaba obsesionado con su seguridad.
– ¿Qué debo hacer? -le pregunté.
– Genaro te dio la solución una vez -replicó-. Tú creíste, como siempre, que estaba bromeando. Pero él nunca bromea.
"Te dijo que deberías escribir con la punta de tu dedo en vez de lápiz. No le hiciste caso porque no te puedes imaginar que ése sea el no-hacer de tomar notas.
Argüí que lo que me estaba proponiendo tenía que ser una broma. Mi imagen propia era la de un científico social que necesitaba registrar todo lo que era hecho o dicho, para extraer conclusiones verificables. Para don Juan, una cosa no tenía que ver con la otra. Ser un estudiante serio no tenía nada que ver con tomar notas. Yo, personalmente, no podía ver el valor de la sugerencia de don Genaro; me parecía humorística, pero no una verdadera posibilidad.,
Don Juan llevó más adelante su punto de vista. Dijo que tomar notas era una manera. de ocupar la primera atención en la tarea de recordar, que yo tomaba notas para recordar lo que se decía y hacía. La recomendación de don Genaro no era una broma, porque escribir con la punta de mi dedo en un pedazo de papel, siendo el no-hacer de tomar notas, forzaría a mi segunda atención a enfocarse en recordar, y ya no acumularía hojas de papel. Don Juan creía que a la larga el resultado sería más exacto y más poderoso que tomar notas. Nunca se había hecho, en cuanto a lo que él sabía, pero el principio era sólido.
Por un corto tiempo, me presionó para que lo hiciera. Me sentí perturbado. Tomar notas no sólo me servía como recurso mnemotécnico, también me aliviaba. Era mi muleta más útil. Acumular hojas de papel me daba una sensación de propósito y de equilibrio.
– Cuando te pones a cavilar en lo que vas a hacer con tus hojas -explicó don Juan-, estás enfocando en ellas una parte muy peligrosa de ti mismo. Todos nosotros tenemos ese lado peligroso, esa fijeza. Mientras más fuertes llegamos a ser, más mortífero es ese lado. La recomendación para los guerreros es no tener nada material en qué enfocar su poder, sino enfocarlo más bien hacia el espíritu, en el verdadero vuelo a lo desconocido, no en salvaguardas triviales. En tu caso, las notas son tu salvaguarda. No te van a dejar vivir en paz.
Yo creía seriamente que no había manera alguna sobre la faz de la tierra, que me disociara de mis notas. Pero don Juan concibió una tarea para llevarme a ese fin. Dijo que para alguien que era tan posesivo como yo, el modo más apropiado de liberarme de mis cuadernos de notas sería revelándolos, echándolos a lo abierto, escribiendo un libro. En esa época pensé que ésa era una broma mayor aún que tomar notas con la punta del dedo.
– Tu compulsión de poseer y aferrarte a las cosas no es única -sostuvo-. Todo aquel que quiere seguir el camino del guerrero, el sendero del brujo, tiene que quitarse de encima esa fijeza.
"Mi benefactor me dijo que hubo una época en que los guerreros sí tenían objetos materiales en los que concentraban su obsesión. Y eso daba lugar a la pregunta de cuál objeto sería más poderoso, o el más poderoso de todos. Retazos de esos objetos aún existen en el mundo, las trazas de esa contienda por el poder. Nadie puede decir qué tipo de fijeza habrán recibido esos objetos. Hombres infinitamente más poderosos que tú virtieron todas las facetas de su atención en ellos. Tú apenas empiezas a desparramar tu minúscula preocupación en tus notas. Todavía no has llegado a otros niveles de atención. Piensa en lo horrible que sería si al final de tu sendero de guerrero te encontraras cargando tus bultos de notas en la espalda. Para ese entonces, las notas estarían vivas, especialmente si aprendieras a escribir con la punta del dedo y todavía tuvieras que apilar hojas. Bajo esas circunstancias no me sorprendería que alguien encontrara tus bultos caminando solos.
– Para mí es fácil comprender por qué el nagual Juan Matus no quería que tuviéramos posesiones -señaló Néstor, después de que concluí de hablar-. Todos nosotros somos ensoñadores. No quería que enfocáramos nuestro cuerpo de ensueño en la cara débil de la segunda atención. Yo no entendí sus maniobras en aquellos días; me chingaba el hecho de que me hizo deshacerme de todo lo que tenía. Pensé que era injusto. Creí que estaba tratando de evitar que Pablito y Benigno me tuvieran envidia, porque ellos no poseían nada. En comparación, yo era pudiente. En esa época, yo no tenía idea de que el nagual estaba protegiendo mi cuerpo de ensueño.
Don Juan me había descrito el ensoñar de diversas maneras. La más oscura, ahora me parece que lo define mejor. Dijo que ensoñar intrínsecamente es el no-hacer de dormir. En este sentido, el ensueño permite al practicante el uso de esa porción de su vida que se pasa en el sopor. Es como si los ensoñadores ya no durmiesen, y sin embargo esto no resulta en ninguna enfermedad. A los ensoñadores no les falta el sueño, pero el efecto de ensoñar parece ser un incremento del tiempo de vigilia, debido al uso de un supuesto cuerpo extra: el cuerpo de ensueño.
Don Juan me había explicado que, en ciertas ocasiones, el cuerpo de ensueño era llamado el "doble" o el "otro", porque es una réplica perfecta del cuerpo del ensoñador. Inherentemente se trata de la energía del ser luminoso, una emanación blancuzca, fantasmal, que es proyectada mediante la fijeza de la segunda atención en una imagen tridimensional del cuerpo. Don Juan me advirtió que el cuerpo de ensueño no es un fantasma, sino que es tan real como cualquier cosa con la que tratamos en el mundo. Dijo que, inevitablemente, la segunda atención es empujada a enfocar nuestro ser total como campo de energía, y que transforma esa energía en cualquier cosa apropiada. Lo más fácil, por supuesto, es la imagen del cuerpo físico, con la cual estamos completamente acostumbrados en nuestras vidas diarias, gracias al uso de nuestra primera atención. Lo que canaliza la energía de nuestro ser total, para producirse cualquier cosa que pueda hallarse dentro de los límites de lo posible, es conocido como voluntad. Don Juan no podía decir cuáles eran esos límites, salvo que al nivel de seres luminosos nuestro alcance es tan amplio que resulta vano tratar de establecer límites: de modo que la energía de un ser luminoso puede transformarse en cualquier cosa mediante la voluntad.
– El nagual aseguró que el cuerpo de ensueño se mete y se engancha en cualquier cosa -expuso Benigno-. No tiene juicio. Me dijo que los hombre son más débiles que las mujeres porque el cuerpo de ensueño de un hombre es más posesivo.
Las hermanitas demostraron su acuerdo al unísono, con un movimiento de cabeza. La Gorda me miró y sonrió.
– El nagual me dijo que tú eres el rey de los posesivos -intervino-. Genaro decía que hasta te despides dé tus mojones cuando se los lleva el río.
Las hermanitas se revolcaron de risa. Los Genaros hicieron obvios esfuerzos por contenerse. Néstor, que se hallaba sentado junto a mí, me palmeó la rodilla.
– El nagual y Genaro nos contaban historias sensacionales de ti -dijo-. Nos entretuvieron durante años con las historias de un tipo raro que conocían. Ahora sabemos que se trataba de ti.
Sentí una oleada de vergüenza. Era como si don Juan y don Genaro me hubieran traicionado, riéndose de mí enfrente de los aprendices. La tristeza me envolvió. Empecé a protestar. Dije en voz alta que a ellos los habían predispuesto en mi contra para tomarme como un tonto.
– No es cierto -dijo Benigno-. Estamos muy contentos de que estés con nosotros.
– ¿Estamos? -replicó mordazmente Lidia.
Todos se enredaron en una discusión acalorada. Los hombres y las mujeres se habían dividido. La Gorda no se unió a ningún grupo. Permaneció sentada junto a mí, mientras los otros se ponían en pie y gritaban.
– Estamos pasando por momentos difíciles -susurró la Gor da-. Hemos hecho bastante ensueño y sin embargo no es suficiente para lo que necesitamos.
– ¿Qué necesitan ustedes, Gorda? -pregunté.
– No sabemos. Todos tenían la esperanza de que tú nos lo dijeras.
Las hermanitas y los Genaros tomaron asiento nuevamente para escuchar lo que la Gorda me decía.
– Necesitamos un líder -continuó ella-. Tú eres el nagual, pero no eres líder.
– Toma tiempo llegar a ser un nagual perfecto -proclamó Pablito-. El nagual Juan Matus me dijo que él mismo fue un fracaso en su juventud, hasta que algo lo sacó de su complacencia.
– ¡No lo creo! -gritó Lidia-. A mí nunca me dijo eso.
– A mí me dijo que era un tarugo -añadió la Gorda, en voz baja.
– El nagual me contó que en su juventud era un salado igual que yo -precisó Pablito-. Su benefactor también le requirió que jamás pusiera el pie en esas pirámides, y nomás por eso, prácticamente vivía allí hasta que lo corrió una horda de fantasmas.
Al parecer nadie conocía esa historia. Todos se avivaron.
– Eso se me había olvidado completamente -comentó Pablito-. Hasta ahorita lo acabo de recordar. Fue como lo que le pasó a la Gorda. Un día, después de que el nagual finalmente se había convertido en un guerrero sin forma, la fijeza maligna de esos guerreros que habían hecho sus ensueños y otros no-haceres en las pirámides, se le vinieron encima. Lo encontraron cuando trabajaba en el campo. Me contó que vio que una mano salía de la tierra floja de un surco fresco, para agarrarle el vuelo de sus pantalones. El creyó que se trataba de un compañero trabajador que había sido enterrado accidentalmente. Trató de desenterrarlo. Entonces se dio cuenta de que estaba metiendo las manos en un ataúd de tierra, y que había un hombre enterrado allí. Era un hombre muy delgado y moreno y no tenía pelo. Frenéticamente, el nagual trató de componer el ataúd de tierra. No quería que sus compañeros vieran lo que estaba pasando, ni tampoco quería hacer daño al hombre desenterrándolo contra su voluntad. Se puso a trabajar tan duro que ni siquiera se dio cuenta, que los demás trabajadores lo estaban rodeando. Para entonces, el nagual dijo que el ataúd de tierra se había desecho y que el hombre moreno se encontraba tendido en el suelo, desnudo. Trató de ayudarlo a levantarse y pidió a los hombres que le dieran una mano. Se rieron de él. Pensaron que estaba borracho, que le había dado el delirium tremens, porque ahí, en ese campo, no habían ni hombre ni ataúd de tierra ni nada por el estilo.
"El nagual dijo que se quedó aterrado, pero que no se atrevió a contarle a su benefactor nada de eso. No importó, porque en la noche toda una banda de fantasmas llegó por él. Fue a abrir la puerta de la calle después de que alguien había tocado y una horda de hombres desnudos, con ojos amarillos y brillantes, se metieron en la casa. Lo tiraron al suelo y se apilaron encima de él. Y le hubieran pulverizado todos los huesos de no haber sido por la veloz reacción de su benefactor. Vio a los fantasmas y empujó al nagual hasta ponerlo a salvo en un hueco en la tierra, que siempre tenia convenientemente abierto en la parte de atrás de su casa. Enterró allí al nagual mientras los fantasmas se acurrucaron alrededor esperando su oportunidad.
"El nagual admitió que se espantó tanto, que todas las noches él solito se metía otra vez a su ataúd de tierra a dormir, hasta mucho después de que los fantasmas desaparecieron.
Pablito cesó de hablar. Todos parecían estar impacientes; cambiaron de posición repetidamente como si quisieran dar a entender que estaban cansados de estar sentados.
Para calmarlos les dije que yo había tenido una reacción muy perturbadora al oír las aseveraciones de mi amigo acerca de los atlantes que caminaban de noche en la pirámide de Tula.
No me había dado cuenta de la profundidad con que acepté lo que don Juan y don Genaro me habían enseriado, hasta ese día. A pesar de que mi mente estaba bien claro que no había posibilidad alguna de que esas colosales figuras de piedra pudieran caminar, porque tal cuestión no entraba en el ámbito de la especulación seria, yo suspendí mi juicio por completo. Mi reacción fue una total sorpresa para mí.
Les expliqué extensamente que yo había aceptado la idea de que los atlantes caminaran de noche, como un claro ejemplo de la fijeza de la segunda atención. Había llegado a esa conclusión siguiendo las siguientes premisas: Primero, que no somos solamente aquello que nuestro sentido común nos exige que creamos ser. En realidad somos seres luminosos, capaces de volvernos conscientes de nuestra luminosidad. Segundo, que como seres luminosos conscientes de nuestra luminosidad podemos enfocar distintas facetas de nuestra conciencia, o de nuestra atención, como don Juan le llamaba. Tercero, que ese enfoque podía ser producido mediante un esfuerzo deliberado, como el que nosotros tratábamos de hacer, o accidentalmente, a través de un trauma corpóreo. Cuarto, que había habido una época en que los brujos deliberadamente enfocaban distintas facetas de su atención en objetos materiales. Quinto, que los atlantes, a juzgar por su espectacular apariencia, debieron haber sido objetos de la fijeza de los brujos de otro tiempo.
Dije que el guardia que le dio la información a mi amigo, sin duda había enfocado otra faceta de su atención: él podía haberse convertido, involuntariamente, aunque sólo por un momento, en un receptor de las proyecciones de la segunda atención de los brujos de la antigüedad. No era tan desmedido para mí entonces que ese hombre hubiera visualizado la fijeza de aquellos brujos.
Si ellos eran miembros de la tradición de don Juan y de don Genaro, debieron haber sido practicantes impecables, en cuyo caso no habría límite para lo que podrían llevar a cabo con la fijeza de su segunda atención. Si su intento era que los atlantes caminaran de noche, entonces los atlantes caminaban de noche.
Mientras yo hablaba, las hermanitas se pusieron muy enojadas y nerviosas conmigo. Cuando concluí, Lidia me acusó de no hacer nada más que hablar. Se pusieron en pie y se fueron sin siquiera despedirse. Los hombres las siguieron, pero se detuvieron en la puerta para estrecharme la mano. La Gorda y yo nos quedamos en el cuarto.
– Hay algo que anda muy mal con esas mujeres -censuré.
– No. Nada más están cansadas de hablar -disculpó la Gor da-. Esperan que tú actúes en vez de hablar.
– ¿Y cómo es que los Genaros no están cansados de hablar? -pregunté.
– Porque son mucho más pendejos que las mujeres -replicó secamente.
– ¿Y tú, Gorda? ¿Tú también estás cansada de hablar?
– No te podría decir -eludió solemnemente-. Cuando estoy contigo no me canso, pero cuando estoy con las hermanitas me siento cansadísima, igual que ellas.
Durante los siguientes días, los cuales pasaron sin acontecimientos, resultó obvio que las hermanitas estaban completamente enemistadas conmigo. Los Genaros a duras penas me toleraban. Sólo la Gorda parecía alinearse conmigo. Me causó sorpresa. Se lo pregunté antes de volverme a Los Ángeles.
– No sé cómo es posible, pero estoy acostumbrada a ti -admitió-. Es como si tú y yo estuviéramos unidos, y las hermanitas y los Genaros estuvieran en un mundo distinto.
Durante varias semanas después de mi regreso a Los Ángeles experimenté repetidamente una leve sensación de incomodidad, que la explicaba como causada por un mareo o como una repentina pérdida del aliento causada por cualquier esfuerzo físico agotador. Culminó todo esto una noche en que desperté aterrorizado, sin poder respirar. El médico al que fui a ver diagnosticó mi problema como hiperventilación, probablemente debida a tensión nerviosa. Me recetó un tranquilizante y sugirió que respirara dentro de una bolsa de papel si el ataque se repetía de nuevo.
Decidí volver a México para pedir consejo a la Gorda. Le dije cuál era el diagnóstico de mi médico; calmadamente, ella me aseguró que no se trataba de ninguna enfermedad, sino que al fin y al cabo estaba yo perdiendo mis salvaguardas, y que lo que experimentaba era "la pérdida de mi forma humana" y el ingreso a un estado de separación con los asuntos humanos.
– No le hagas lucha -aconsejó-. Nuestra reacción normal es asustarnos y pelearnos con todo esto. Al hacerlo, lo alejamos. Deja los temores a un lado, y sigue la pérdida de tu forma humana paso a paso.
Agregó que en su caso la desintegración de su forma humana comenzó en su vientre, con un dolor severo y una presión excesiva que lentamente se desplazaba en dos direcciones, por abajo hacia sus piernas y por arriba hasta su garganta. Reiteró que los efectos se sienten inmediatamente.
Yo quería anotar cada matiz de mi entrada a ese nuevo estado. Me preparé para describir un relato detallado de todo lo que ocurriese. Desafortunadamente, nada más sucedió. Tras unos días de inútil espera abandoné la advertencia de la Gorda y concluí que el médico había diagnosticado mi aflicción correctamente. Esto resultaba comprensible. Me hallaba cargado de una responsabilidad que generaba una tensión insoportable. Había aceptado el liderazgo que los aprendices creían que me correspondía, pero no tenía la menor idea de cómo guiarlos.
La presión de mi vida también se reflejó de un modo más serio. Mi acostumbrado nivel de energía decaía uniformemente. Don Juan me habría dicho que estaba perdiendo mi poder personal, y por tanto llegaría también a perder la vida. Don Juan había arreglado mis asuntos de tal modo que vivía exclusivamente del poder personal, el cual yo atendía como un estado de ser, una relación de orden entre el sujeto y el universo, una relación que si se desarregla resulta irremediablemente la muerte del sujeto. Puesto que no había forma previsible de cambiar mi situación, deduje que mi vida se extinguía. Esa sensación de irrefutable condena, enfurecía a todos los aprendices. Decidí dejarlos solos por un par de días para atenuar mi lobreguez y la tensión de ellos.
Cuando regresé los encontré parados afuera de la puerta principal de la casa de las hermanitas, como si me estuvieran esperando. Néstor corrió a mi auto y, antes de que apagara el motor, me dijo a gritos que Pablito nos había dejado a todos, que se fue a morir a la ciudad de Tula, al lugar de sus antepasados. Me desconcerté. Me sentí culpable.
La Gorda no compartía mi preocupación. Estaba radiante, contentísima.
– Ese pinche cabrón está mejor muerto -aseguró-. Ahora vamos a vivir en armonía, como debe ser. El nagual nos dijo que tú traerías cambios a nuestras vidas. Bueno, pues así fue. Pablito ya no nos joderá más. Te deshiciste de él. Mira qué contentos estamos. Estamos mejor sin él.
Me escandalizo su dureza. Afirmé, lo más vigorosamente posible, que don Juan nos había dado, de la manera más laboriosa, el marco de la vida de un guerrero. Enfaticé que la impecabilidad del guerrero me exigía que no dejara morir a Pablito, así nada más.
– ¿Y qué te crees que vas a hacer? -preguntó la Gorda.
Me voy a llevar a una de ustedes a que viva con él hasta el día en que todos, incluyendo a Pablito, puedan irse de aquí.
Se rieron de mí, incluso Néstor y Benigno, a quienes yo siempre creí más afines a Pablito. La Gorda se rió mucho más que todos, desafiándome obviamente.
Apelé a la comprensión de la Gorda. Le rogué. Utilicé todos los argumentos que se me ocurrieron. Me miró con desprecio total.
– Vámonos -les ordenó a los demás.
Me ofreció la más vacua de las sonrisas. Alzó los hombros e hizo un vago gesto al fruncir los labios.
– Puedes venir con nosotros -me ofreció-, siempre y cuando no hagas preguntas ni hables de ese pendejo.
– Eres una guerrera sin forma -dije-. Tú misma me lo dijiste. ¿Por qué, entonces, ahora juzgas a Pablito?
La Gorda no respondió. Pero sintió el golpe. Frunció el entrecejo y no quiso mirarme.
– ¡ La Gorda está con nosotras! -chilló Josefina con una voz terriblemente aguda.
Las tres hermanitas se congregaron en torno a la Gorda y la empujaron al interior de la casa. Las seguí. Néstor y Benigno también entraron.
– ¿Qué vas a hacer, llevarte a fuerzas a una de nosotras? -me gritó la Gorda.
Le dije a todos que yo consideraba un deber ayudar a Pablito y que haría lo mismo por cualquiera de ellos.
– ¿De veras crees que puedes salirte con la tuya? -me preguntó la Gorda, con los ojos llameando de ira.
Yo quería rugir de rabia, como una vez lo hice en su presencia, pero las circunstancias eran distintas. No podía hacerlo.
– Me voy a llevar a Josefina -avisé-. Soy el nagual.
La Gorda juntó a las tres hermanitas y las escudó con su propio cuerpo. Estaban a punto de tomarse de las manos. Algo en mí sabía que, de hacerlo, su fuerza combinada sería terrible y mis esfuerzos por llevarme a Josefina resultarían inútiles. Mi única oportunidad consistía en atacar antes de que ellas pudieran agruparse. Empujé a Josefina con las palmas de las manos y la lancé tambaleándose hasta el centro del cuarto. Antes de que tuvieran tiempo de agruparse, golpeé a Lidia y a Rosa. Se doblaron, adoloradas. La Gorda vino hacia mí con una furia que jamás le había visto. Toda su concentración se hallaba en un solo impulso de su cuerpo. De haberme golpeado habría acabado conmigo. Por centímetros no me atinó en el pecho. La atrapé por detrás con un abrazo de oso y caímos al suelo. Rodamos y rodamos hasta quedar completamente exhaustos. Su cuerpo se relajó. Empezó a acariciar el dorso de mis manos, que se hallaban fuertemente apretadas en torno a su estómago.
Vi a Néstor y Benigno junto a la puerta. Los dos parecían estar a punto de vomitar.
La Gorda sonrió tímidamente y me susurró al oído que estaba muy bien el que yo la hubiera dominado.
Me llevé a Josefina con Pablito. Creí que ella era la única de los aprendices que genuinamente necesitaba a alguien que la cuidara, y a la que menos detestaba Pablito. Estaba seguro de que el sentido de caballerosidad de Pablito lo forzaría a auxiliarla cuando ella lo necesitara.
Un mes después volví nuevamente a México. Pablito y Josefina habían regresado. Vivían juntos en la casa de don Genaro, y la compartían con Benigno y Rosa. Néstor y Lidia vivían en la casa de Soledad, y la Gorda habitaba sola en la casa de las hermanitas.
– ¿Te sorprende la manera como nos arreglamos para vivir? -consultó la Gorda.
Mi sorpresa era más evidente. Quería saber cuáles eran las implicaciones de esta nueva organización.
La Gorda replicó, secamente, que no había nada de implicaciones. Decidieron vivir en pares, pero no como parejas. Agregó que, al contrario de todo lo que yo pudiera pensar, todos ellos eran guerreros impecables.
El nuevo arreglo parecía bastante agradable. Todos se hallaban completamente en paz. Ya no había más pleitos o explosiones de conducta competitiva entre ellos. También les dio por vestirse con las ropas indígenas típicas de la región. Las mujeres usaban vestidos con faldas largas que casi tocaban el suelo, rebozos negros y el pelo en trenzas, a excepción de Josefina, la cual siempre llevaba sombrero. Los hombres se vestían con ligeros pantalones y camisas de manta blanca, que parecían piyamas. Usaban sombreros de paja, y todos calzaban huaraches hechos en casa.
Le pregunté a la Gorda cuál era la razón de su nueva manera de vestir. Me dijo que estaban preparándose para partir. Tarde o temprano, con mi ayuda o por sí mismos, iban a abandonar ese valle. Irían hacia un mundo nuevo, hacia una nueva vida. Cuando lo hicieran, todos se darían cuenta cabal del cambio, porque mientras más usaran la ropa india, más dramático sería el cambio cuando se pusieran la indumentaria de la ciudad.
Añadió que les enseñaron a ser fluidos, a estar a sus anchas en cualquier situación en que se encontrasen, y que a mí me habían enseñado lo mismo. Lo que se demandaba de mi consistía en actuar con ellos sin perder la ecuanimidad, a pesar de lo que me hicieran. Para ellos, la demanda consistía en abandonar el valle y establecerse en otro sitio a fin de averiguar si de verdad podían ser tan fluidos como los guerreros deben serlo.
Le pedí su honesta opinión sobre nuestras posibilidades de tener éxito. Me dijo que el fracaso estaba marcado en nuestros rostros.
La Gorda cambió el tema abruptamente y dijo que en su ensueño se había hallado contemplando una gigantesca y estrecha barranca entre dos enormes montañas redondas; presumía que las dos montañas le eran conocidas y que quería que yo la llevara en mi auto hasta un pueblo cercano. La Gorda pensaba, sin saber por qué, que las dos montañas se hallaban allí, y que el mensaje de su ensueño era que los dos debíamos ir a ese lugar.
Partimos al rayar el alba. Yo ya había estado en las cercanías de ese pueblo con anterioridad. Era muy pequeño y nunca había advertido nada en los alrededores que se acercase siquiera a la visión de la Gorda. Por ahí sólo había colinas erosionadas. Resultó que las dos montañas no se encontraban ahí, o, si así era, no las pudimos localizar.
Sin embargo, durante las dos horas que pasamos en el pueblo, tanto ella como yo tuvimos la sensación de que conocíamos algo indefinido, una sensación que en momentos se transformaba en certeza y que después retrocedía nuevamente a la oscuridad y se convertía en mera molestia y frustración. Visitar ese pueblo nos inquietó de una manera misteriosa; o, más bien, por razones desconocidas, los dos quedamos muy agitados. Yo me descubrí angustiado por un conflicto sumamente lógico. No recordaba haber estado alguna vez en el pueblo mismo y, sin embargo, podía jurar que no sólo estuve ahí, sino que había vivido ahí algún tiempo. No se trataba de una evocación clara; no podía recordar ni las calles ni las casas. Lo que sentía era la aprensión vaga pero poderosa de que algo se clarificaría en mi mente. No estaba seguro de qué, un recuerdo quizá. En momentos, esa incierta aprensión se volvía inmensa, en especial al ver una casa en particular. Me estacioné frente a ella. La Gorda y yo la miramos desde el auto quizá durante una hora y, no obstante, ninguno de nosotros sugirió que bajáramos del auto para ir a ella.
Los dos nos hallábamos muy tensos. Empezamos a hablar acerca de la visión de la Gorda de las dos montañas y nuestra conversación pronto devino en pleito. Ella creía que yo no había tomado en serio su ensueño. Nuestros temperamentos se encendieron y terminamos gritándonos el uno al otro, no tanto por ira como por nerviosidad. Me di cuenta de ello y me contuve.
Al regresar, estacioné el auto a un costado del camino de tierra. Nos bajamos para estirar las piernas. Caminamos unos momentos, pero hacía demasiado viento para estar a gusto. La Gorda estaba aún agitada. Regresamos al auto y nos sentamos dentro.
– Si nomás recuperaras lo que sabes -me dijo la Gorda con tono suplicante-, si replegaras tu conocimiento, te darías cuenta de que perder la forma humana…
Se interrumpió a mitad de la frase; mi ceño debió haberla detenido. Sabía muy bien lo difícil que era mi lucha. Si hubiese habido algún conocimiento que hubiera podido recuperar conscientemente, ya lo habría hecho.
– Pero es que somos seres luminosos -convino con el mismo tono suplicante-. Tenemos tanto… Tú eres el nagual. Tú tienes más aún.
– ¿Qué crees que debo hacer?
– Tienes que abandonar tu deseo de aferrarte -sugirió-. Lo mismo me ocurrió a mí. Me aferraba a las cosas, por ejemplo la comida que me gustaba, las montañas donde vivía, la gente con la que disfrutaba platicar. Pero más que nada me aferraba al deseo de que me quieran.
Le dije que su consejo no tenía sentido para mí porque no estaba consciente de aferrarme a algo. Ella insistió en que de alguna manera yo sabía que estaba poniendo barreras a la pérdida de mi forma humana.
– Nuestra atención ha sido entrenada para enfocar con terquedad -continuó-. Esa es la manera como sostenemos el mundo. Tu primera atención ha sido adiestrada para enfocar algo que es muy extraño para mí, pero muy conocido para ti.
Le dije que mi mente se engarzaba en abstracciones, pero no en abstracciones como las matemáticas, por ejemplo, sino más bien en proposiciones razonables.
– Ahora es el momento de dejar todo eso -propuso-. Para perder tu forma humana, necesitas desprenderte de todo ese lastre. Tu contrapeso es tan fuerte que te paralizas.
No estaba con humor para discutir. Lo que la Gorda llamaba perder la forma humana era un concepto demasiado vago para una consideración inmediata. Me preocupaba lo que habíamos experimentado en ese pueblo. La Gorda no quería hablar de ello.
– Lo único que cuenta es que repliegues tu conocimiento, que recuperes lo que sabes -opinó-. Lo puedes hacer cuando lo necesitas, como ese día en que Pablito se fue y tú y yo nos agarramos a chingadazos.
La Gorda dijo que lo ocurrido ese día era un ejemplo de "replegar el conocimiento". Sin estar plenamente consciente de lo que hacía, había llevado a cabo complejas maniobras que implicaban ver.
– Tú no nos diste de chingadazos nomás porque sí -añadió-. Tú viste.
Tenía razón en cierta manera. Algo bastante fuera de lo común tuvo lugar en esa ocasión. Yo lo había considerado detalladamente, confinándolo, sin embargo, a una especulación puramente personal, puesto que no podía darle una explicación apropiada. Pensé que la carga emocional del momento me había afectado en forma inusitada.
Cuando hube entrado en la casa de ellos y enfrenté a las cuatro mujeres, en fracciones de segundo advertí que podía cambiar mi manera ordinaria de percibir. Vi cuatro amorfas burbujas de luz ámbar muy intensa frente a mí. Una de ellas era de matiz delicado. Las otras tres eran destellos hostiles, ásperos, blancoambarinos. El brillo agradable era el de la Gorda. Y en ese momento los tres destellos hostiles se cernieron amenazantemente sobre ella.
La burbuja de luminosidad blancuzca más cercana a mí, que era la de Josefina, estaba un tanto fuera de equilibrio. Se hallaba inclinándose, así que di un empujón. Di puntapiés a las otras dos, en una depresión que cada una de ellas tenía en el costado derecho. Yo no tenía una idea consciente de que debía asestar allí mis puntapiés. Simplemente descubrí que la depresión era adecuada: de alguna manera ésta invitaba a que yo las pateara allí. El resultado fue devastador. Lidia y Rosa se desmayaron en el acto. Las había golpeado en el muslo derecho. No se trato de un puntapié que rompiera huesos, sino que solo empujé con mi pie las burbujas de luz que se hallaban frente a mí. No obstante, fue como si les hubiera dado un golpe feroz en la más vulnerable parte de sus cuerpos.
La Gorda tenía razón. Yo había recuperado algún conocimiento del cual no estaba consciente. Si eso se llama ver, la conclusión lógica de mi intelecto sería que ver es un conocimiento corporal. La preponderancia del sentido visual en nosotros, influencia este conocimiento corporal y lo hace aparecer relacionado con los ojos. Pero lo que experimenté no era del todo visual. Vi las burbujas de luz con algo que no sólo eran mis ojos, puesto que estaba consciente de que las cuatro mujeres se hallaban en mi campo de visión durante todo el tiempo que lidié con ellas. Las burbujas de luz ni siquiera se encontraban sobreimpuestas en ellas. Los dos conjuntos de imágenes estaban separados. Si me desplacé visualmente de una escena a la otra, el desplazamiento tuvo que haber sido tan rápido que parecía no existir; de allí que sólo podía recordar la percepción simultánea de dos escenas separadas.
Después de que di los puntapiés a las dos burbujas de luz, la más agradable – la Gorda- se acercó a mí. No vino directamente, pues dibujó un ángulo a la izquierda a partir del momento en que comenzó a moverse; obviamente no intentaba golpearme, así es que cuando el destello pasó junto a mí lo atrapé. Mientras rodaba en el suelo con él, sentí que me fundía en el destello. Ese fue el único momento en el que en verdad perdí el sentido de continuidad. De nuevo estuve consciente de mí mismo cuando la Gorda acariciaba los dorsos de mis manos.
– En nuestro ensoñar, las hermanitas y yo hemos aprendido a unir las manos -explicó la Gorda-. Sabemos cómo hacer una línea. Nuestro problema ese día era que nunca habíamos hecho esa línea fuera de nuestro cuarto. Por eso me arrastraron dentro. Tu cuerpo supo lo que significaba que nosotras juntáramos las manos. Si lo hubiéramos hecho, yo habría quedado bajo control de ellas. Y ellas son más feroces que yo. Sus cuerpos están impenetrablemente cerrados, no les preocupa el sexo. A mí, sí. Eso me debilita. Estoy segura de que tu preocupación por el sexo es lo que hace que te sea tan difícil replegar tu conocimiento.
La Gorda continuó hablando acerca de los efectos debilitadores del sexo. Me sentí incómodo. Traté de desviar la conversación de ese tema, pero ella parecía decidida a volver a él a pesar de mi contrariedad.
– Vámonos tú y yo a la ciudad de México -le dije, desesperado.
Pensé que eso la espantaría. No respondió. Frunció los labios, entrecerrando los ojos. Contrajo los músculos de su barbilla, echando hacia adelante el labio superior hasta que quedó bajo la nariz. Su rostro quedó tan torcido que me desconcerté. Ella reaccionó ante mi sorpresa y relajó los músculos faciales.
– Ándale, Gorda -insistí-. Vamos a la ciudad de México.
– Claro que sí, ¿por qué no? -dijo-. ¿Qué necesito?
No esperaba esa respuesta y yo fui el que acabó escandalizándose.
– Nada -dije-. Nos vamos como estamos.
Sin decir otra palabra se hundió en el asiento y nos encaminamos hacia la ciudad de México. Aún era temprano, ni siquiera el mediodía. Le pregunté si se atrevería a ir a Los Ángeles conmigo. Lo pensó unos momentos.
– Acabo de hacerle esa pregunta a mi cuerpo luminoso -precisó.
– ¿Y qué te contestó?
– Que sólo si el poder lo permite.
Había tal riqueza de sentimiento en su voz que detuve el auto y la abracé. Mi afecto hacia ella en ese momento era tan profundo que me asustó. No tenía nada que ver con el sexo o con la necesidad de un reforzamiento psicológico, se trataba de un sentimiento que trascendía todo lo que me era conocido.
Abrazar a la Gorda me devolvió la sensación, antes experimentada, de que algo, que estaba embotellado en mí, empujado a sitios recónditos a los que no podía llegar conscientemente, se hallaba a punto de liberarse. Casi supe lo que era, pero lo perdí cuando estaba a punto de obtenerlo.
La Gorda y yo llegamos a la ciudad de Oaxaca al anochecer. Estacioné el auto en una calle cercana y caminamos hacia el centro de la ciudad, al zócalo. Buscamos la banca en la que don Juan y don Genaro solían sentarse. No estaba ocupada. Tomamos asiento allí, en un silencio reverente. Luego, la Gorda dijo que muchas veces había estado allí con don Juan, al igual que con otras personas que no podía recordar, No estaba segura si esto se trataba solamente de algo que había soñado.
– ¿Qué hacías con don Juan en esta banca? -le pregunté.
– Nada Aquí nos sentábamos a esperar el camión, o un camión maderero que nos llevaba de aventón a las montañas -respondió.
Le dije que cuando don Juan y yo nos sentábamos allí platicábamos horas y horas.
Le conté la gran predilección que don Juan tenía por la poesía, y cómo yo solía leerle cuando no teníamos que hacer. Oía los poemas bajo la base de que sólo el primero, o en ocasiones el segundo párrafo, valía la pena de ser leído; creía que el resto sólo era un consentirse del poeta. Únicamente unos cuantos poemas, de los cientos que debí haberle leído, llegó a escuchar hasta el final. En un principio buscaba lo que a mí me agradaba; mi preferencia era la poesía abstracta, cerebral, retorcida. Después me hizo leer una y otra vez lo que a él le gustaba. En su opinión, un poema debía ser, de preferencia, compacto, corto. Y tenía que estar compuesto de imágenes punzantes y precisas, de gran sencillez.
A la caída de la tarde, sentados en esa banca de Oaxaca, un poema de César Vallejo siempre recapitulaba para él un especial sentimiento de añoranza. Se lo recité de memoria a la Gorda, no tanto en su beneficio como en el mío.
QUE ESTARÁ HACIENDO ESTA HORA MI ANDINA Y DULCE
Rita
de junco y capulí;
ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
Dónde estarán sus manos que en actitud contrita
planchaban en las tardes blancuras por venir,
ahora, en esta lluvia que me quita
las ganas de vivir.
Qué será de su falda de franela; de sus
afanes; de su andar;
de su sabor a cañas de mayo del lugar.
Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,
y al fin dirá temblando "Que frío hay… ¡Jesús!"
Y llorará en las tejas un pájaro salvaje.
El recuerdo que tenía de don Juan era increíblemente vívido. No se trataba de un recuerdo en el plano del sentimiento, ni tampoco en el plano de mis pensamientos conscientes. Era una clase desconocida de recuerdo, que me hizo llorar. Las lágrimas fluían de mis ojos, pero no me aliviaban en lo más mínimo.
Las últimas horas de la tarde siempre tenían un significado especial para don Juan. Yo había aceptado sus consideraciones hacia esa hora, y su convicción de que si algo de importancia me ocurría tendría que ser entonces.
La Gorda apoyó su cabeza en mi hombro. Yo puse mi cabeza sobre la suya. En esa posición nos quedamos unos momentos. Me sentí calmado; la agitación se había desvanecido de mí. Era extraño que el solo hecho de apoyar mi cabeza en la de la Gorda me proporcionara tal paz. Quería bromear y decirle que deberíamos amarrarnos las cabezas. La idea de que ella lo tomaría al pie de la letra me hizo desistir. Mi cuerpo se estremeció de risa y me di cuenta de que me hallaba dormido, pero que mis ojos estaban abiertos. De haberlo querido, habría podido ponerme en pie. No quería moverme, así es que permanecí allí, completamente despierto y sin embargo dormido. Vi que la gente caminaba frente a nosotros y nos miraba. No me importaba en lo más mínimo. Por lo general, me habría molestado que se fijaran en mí. Y de súbito, en un instante, la gente que se hallaba frente a mí se transformó en grandes burbujas de luz blanca. ¡Por primera vez en mi vida, de una manera prolongada me enfrentaba a los huevos luminosos! Don Juan me había dicho que, a los videntes, los seres humanos se aparecen como huevos luminosos. Yo había experimentado relampagueos de esa percepción, pero nunca antes había enfocado mi visión en ellos como ese día.
Las burbujas de luz eran bastante amorfas en un principio. Era como si mis ojos no se hallaran adecuadamente enfocados. Pero después, en un momento, era como si finalmente hubiese ordenado mi visión y las burbujas de luz blanca se transformaran en oblongos huevos luminosos. Eran grandes; de hecho, eran enormes, quizá de más de dos metros de altura y más de un metro de ancho, o tal vez más grandes.
En un momento me di cuenta de que los huevos ya no se movían. Vi una sólida masa de luminosidad frente a mi. Los huevos me observaban, se inclinaban peligrosamente sobre mi. Me moví deliberadamente y me senté erguido. La Gorda se hallaba profundamente dormida sobre mi hombro. Había un grupo de adolescentes en torno a nosotros. Deben haber creído que estábamos borrachos. Nos imitaban. El adolescente más atrevido estaba acariciando los senos de la Gorda. La sacudí y se despertó. Nos pusimos en pie apresuradamente y nos fuimos. Nos siguieron, vituperándonos y gritando obscenidades. La presencia de un policía en la esquina los disuadió de continuar con su hostigamiento. Caminamos en completo silencio, del zócalo hasta donde había estacionado mi auto. Ya casi había oscurecido. Repentinamente, la Gorda tomó mi brazo. Sus ojos estaban desmedidos, la boca abierta. Señaló y gritó:
– ¡Mira! ¡Mira! ¡Ahí está el nagual y Genaro!
Vi que dos hombres daban la vuelta a la esquina una larga cuadra adelante de nosotros. La Gorda se arrancó corriendo con rapidez. Corrí tras ella, preguntándole si estaba segura. Se hallaba fuera de sí. Me dijo que cuando había alzado la vista, don Juan y don Genaro la estaban mirando. En el momento en que sus ojos encontraron los de ellos, los dos se echaron a andar.
Cuando nosotros llegamos a la esquina, los dos hombres aún conservaban la misma distancia. No pude distinguir sus rasgos. Uno era fornido, como don Juan, y el otro, delgado como don Genaro. Los dos hombres dieron vuelta en otra esquina y de nuevo corrimos estrepitosamente tras ellos. La calle en la que habían volteado se hallaba desierta y conducía a las afueras de la ciudad. Se curvaba un tanto hacia la izquierda En ese momento, algo ocurrió que me hizo pensar que en realidad sí podría tratarse de don Juan y don Genaro. Fue un movimiento que hizo el hombre más pequeño. Se volvió tres cuartos de perfil hacia nosotros e inclinó su cabeza como diciéndonos que los siguiéramos, algo que don Genaro acostumbraba hacer cuando íbamos al campo. Siempre caminaba delante de mí, instándome, alentándome con un movimiento de cabeza para que yo lo alcanzara.
La Gorda empezó a gritar a todo volumen:
– ¡Nagual! ¡Genaro! ¡Espérense!
Corría adelante de mí. A su vez, ellos caminaban con gran rapidez hacia unas chozas que apenas se distinguían en la semioscuridad. Debieron entrar en alguna de ellas o enfilaron por cualquiera de las numerosas veredas; repentinamente, ya no los vimos más.
La Gorda se detuvo y vociferó sus nombres sin ninguna inhibición. Varias personas salieron a ver quién gritaba. Yo la abracé hasta que se calmó.
– Estaban exactamente enfrente de mí -aseguró, llorando-, ni siquiera a un metro de distancia. Guando grité y te dije que los vieras, en un instante ya se encontraban una cuadra más lejos.
Traté de apaciguarla. Se hallaba en un alto estado de nerviosismo. Se colgó de mí, temblando. Por alguna razón indescifrable, yo estaba absolutamente seguro de que esos hombres no eran don Juan ni don Genaro, por tanto no podía compartir la agitación de la Gorda. Me dijo que teníamos que regresar a casa, que el poder no le permitiría ir conmigo a Los Ángeles, ni siquiera a la ciudad de México. Estaba convencida de que el haberlos visto, significaba un augurio. Desaparecieron señalando hacia el este, hacia el pueblo de ella.
No presenté objeciones para volver a su casa en ese mismo instante. Después de las cosas que nos habían ocurrido ese día, debería estar mortalmente fatigado. En cambio, me hallaba vibrando con un vigor de los más extraordinarios, que me recordaba los días con don Juan, cuando había sentido que podía derribar murallas con los hombros.
Al regresar al auto me sentí lleno del más apasionado afecto por la Gorda. Nunca podría agradecerle suficientemente su ayuda. Pensé que lo que fuera que ella hizo para ayudarme a ver los huevos luminosos, había dado resultado. Además, la Gorda fue muy valerosa arriesgándose al ridículo, e incluso a alguna injuria física, al sentarse conmigo en esa banca. Le expresé mi gratitud. Ella me miró como si yo estuviera loco y después soltó una carcajada.
– Yo pensé lo mismo de ti -reconoció-. Pensé que tú lo habías hecho nada más por mí. Yo también vi los huevos luminosos. Esta fue la primera vez para mí también. ¡Hemos visto juntos! Como el nagual y Genaro solían hacerlo.
Cuando abría la puerta del auto para que entrara la Gorda, todo el impacto de lo que habíamos hecho me golpeó. Hasta ese momento estuve aturdido, algo en mí me había vuelto lerdo. Ahora, mi euforia era tan intensa como la agitación de la Gorda momentos antes. Quería correr por la calle y pegar de gritos. Le tocó a la Gorda contenerme. Se encuclilló y me masajeó las pantorrillas. Extrañamente, me calmé en el acto. Descubrí que me estaba resultando difícil hablar. Mis pensamientos iban por delante de mi habilidad para verbalizarlos.
No quería manejar de regreso a la casa en ese instante. Me parecía que aún había mucho que hacer. Como no podía explicar con claridad lo que quería, prácticamente arrastré a la renuente Gorda de vuelta al zócalo, pero a esa hora ya no encontramos bancas vacías. Me estaba muriendo de hambre, así que empujé a la Gorda hacia un restaurante. Ella pensó que no podría comer, pero cuando nos trajeron la comida tuvo tanta hambre como yo. El comer nos tranquilizó por completo.
Más tarde, esa noche, nos sentamos en la banca. Yo me había refrenado para no hablar de lo que nos sucedió, hasta que tuviéramos oportunidad de sentarnos allí. En un principio, la Gorda no parecía dispuesta a hablar. Mi mente se hallaba en un extraño estado de regocijo. En tiempos anteriores experimenté momentos similares con don Juan, pero éstos se hallaban asociados, inevitablemente, con los efectos posteriores a la ingestión de plantas alucinogénicas.
Empecé por describir a la Gorda lo que había visto. El rasgo de esos huevos luminosos que más me impresionó eran los movimientos. No caminaban. Se movían como si flotaran y, sin embargo, se hallaban en el suelo. La manera como se movían era desagradable. Sus movimientos eran mecánicos, torpes y a sacudidas. Cuando se movían, toda su forma se volvía más pequeña y redonda; parecían brincar o tironearse, o sacudirse de arriba abajo con gran velocidad. El resultado era un temblor nervioso sumamente fatigoso. Quizá la manera más aproximada de describir esa molestia física causada por los movimientos sería decir que sentí como si hubieran acelerado las imágenes de una película.
Otra cosa que me intrigaba era que no podía vislumbrar sus piernas. Una vez había visto una representación de ballet en la que los bailarines imitaban el movimiento de soldados en patines de hielo; para lograr el efecto se pusieron túnicas sueltas que llegaban hasta el suelo. No había manera de verles los pies, de allí la ilusión de que se deslizaban sobre el hielo. Los huevos luminosos que habían desfilado frente a mí me dieron la impresión de que se desplazaban sobre una superficie áspera. La luminosidad se sacudía de arriba abajo casi imperceptiblemente, pero lo suficiente como para casi hacerme vomitar. Cuando los huevos luminosos reposaban, empezaban a extenderse. Algunos eran tan largos y rígidos que parecían las imágenes de un ícono de madera.
Otro rasgo aún más perturbador de los huevos luminosos era la ausencia de ojos. Nunca había comprendido tan punzantemente hasta qué punto nos atraen los ojos de los vivientes. Los huevos luminosos estaban completamente vivos y me observaban con gran curiosidad. Los podía ver sacudiéndose de arriba abajo, inclinándose para mirarme, pero sin ojos.
Muchos de estos huevos luminosos tenían manchas negras: huecos enormes bajo la parte media. Otros no las tenían. La Gorda me había dicho que la reproducción afecta a los cuerpos, lo mismo de mujeres que de hombres, provocándoles un agujero bajo el estómago; empero, las manchas de esos seres luminosos no parecían agujeros. Eran áreas sin luminosidad, pero en ellas no había profundidad. Los que tenían las manchas parecían ser apacibles, o estar cansados; la cresta de su forma de huevo se hallaba ajada, se veía opaca en comparación con el resto del brillo. Por otra parte, los que no tenían manchas eran cegadoramente brillantes. Los imaginaba peligrosos. Se veían vibrantes, llenos de energía y blancura.
La Gorda dijo que en el instante que apoyé mi cabeza sobre la suya, ella también entró en un estado que parecía ensoñar. Estaba despierta, pero no se podía mover. Se hallaba consciente de que había gente apilándose en torno a nosotros. Entonces los vio convirtiéndose en burbujas luminosas y finalmente en criaturas con forma de huevo. Ella ignoraba que yo también estaba viendo. En un principio pensó que yo simplemente la estaba cuidando, pero después la impresión de mi cabeza fue tan pesada que con toda claridad concluyó que yo también tenía que estar ensoñando. Por mi parte, sólo hasta después que me incorporé y descubrí al tipo acariciándola, porque ella parecía dormir, tuve idea de lo que pudiera estar ocurriéndole.
Nuestras visiones diferían en cuanto que ella podía distinguir a los hombres de las mujeres por la forma de unos filamentos que ella llamó "raíces". Las mujeres, dijo, tenían espesos montones de filamentos que semejaban la cola de un león; éstos crecían hacia adentro a partir de los genitales. Explicó que esas raíces eran las donadoras de vida. El embrión, para poder efectuar su crecimiento, se adhiere a una de estas raíces nutritivas y después la consume por completo, dejando sólo un agujero. Los hombres, por otra parte, tenían filamentos cortos que estaban vivos y flotaban casi separados de la masa luminosa de sus cuerpos.
Le pregunté cuál era, en su opinión, la razón de que hubiésemos visto juntos. Ella declinó aventurar cualquier comentario, pero me incitó a que yo prosiguiera con mis deducciones. Le dije que lo único que se me ocurría era lo obvio: las emociones tenían que haber sido un factor determinante.
Después de que la Gorda y yo tomamos asiento en la banca favorita de don Juan, en el atardecer de ese día, y después de que yo había recitado el poema que le gustaba, me sentí profundamente cargado de emotividad. Mis emociones debieron haber preparado a mi cuerpo. Pero también tenía que considerar el hecho de que, con la práctica del ensoñar, había aprendido a entrar en un estado de quietud total. Podía desconectar mi diálogo interno y quedarme como si estuviera en el interior de un capullo, atisbando hacia afuera a través de un agujero. En ese estado yo podía, si lo quisiese, soltar un poco del control que poseía y entrar en el ensueño; o bien conservar ese control y permanecer pasivo, sin pensamientos y sin deseos. Sin embargo, no creo que ésos fuesen factores significativos. Pensé que la Gorda había sido catalizadora y que mis sentimientos hacia ella crearon las condiciones para ver.
La Gorda rió tímidamente cuando dijo lo que pensaba.
– No estoy de acuerdo contigo -rechazó-. Yo creo que lo que pasa es que tu cuerpo ha empezado a recordar.
– ¿Qué quieres decir con eso, Gorda? -sondeé.
Hubo una larga pausa. La Gorda parecía luchar por decir algo que no quería, o bien luchaba desesperadamente por encontrar la palabra adecuada.
– Hay tantas cosas que sé -dijo-, sin embargo ni siquiera sé qué es lo que sé. Recuerdo tantas cosas, que al final termino sin recordar nada. Creo que tú te encuentras en la misma situación.
Le aseguré que, si eso era así, no me daba cuenta. Ella se negó a creerme.
– En verdad, a veces creo que no sabes nada -dijo-. Otras veces creo que estás jugando con nosotros. El nagual me dijo que él mismo no lo sabía. Ahora me estoy volviendo a acordar de muchas cosas que me dijo de ti.
– ¿Qué es lo que significa que mi cuerpo ha comenzado a recordar? -insistí.
– No me preguntes eso -contestó con una sonrisa-. Yo no sé qué será lo que se supone que debes recordar, o cómo se recuerda. Nunca lo he hecho, de eso estoy segura.
– ¿Hay alguno entre los aprendices que me lo podría decir? -pregunté.
– Ninguno -enfatizó-. Creo que yo soy como un mensajero para ti, un mensajero que en esta ocasión sólo puede darte la mitad del mensaje.
Se puso de pie y me suplicó que la llevara de nuevo a su pueblo. En ese momento, yo me hallaba muy alborozado como para irme. A sugerencia mía caminamos un poco por la plaza. Por último nos sentamos en otra banca.
– ¿No se te hace extraño que hayamos podido ver juntos con tanta facilidad? -preguntó la Gorda.
No sabía qué se traía ella en la cabeza. Titubeé en responder.
– ¿Qué dirías si yo te dijera que creo que desde antes hemos visto juntos? -inquirió la Gorda, eligiendo con cuidado cada palabra.
No podía comprender qué quería decir. Me repitió la pregunta una vez más y, sin embargo, seguí sin poder comprender el significado.
– ¿Cuándo pudimos haber visto juntos antes? -refuté-. Tu pregunta no tiene sentido.
– Ahí está la cosa -replicó-. No tiene sentido y no obstante tengo la sensación de que ya hemos visto juntos antes.
Sentí un escalofrío y me incorporé. De nuevo recordé la sensación que tuve durante la mañana en aquel pueblo. La Gorda abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió a media frase. Se me quedó viendo, perpleja, me puso una mano en los labios y después prácticamente me arrastró al automóvil.
Manejé toda la noche. Quería hablar, analizar, pero ella se quedó dormida como si a propósito quisiera evitar toda discusión. Estaba en lo correcto, por supuesto. De nosotros dos, ella era la que conocía bien el peligro de disipar un estado anímico analizándolo con exceso.
Cuando bajó del auto, al llegar finalmente a su casa, me dijo que no podríamos hablar, en lo más mínimo, de lo que nos había ocurrido en Oaxaca.
– ¿Y eso por qué, Gorda? -pregunté.
– No quiero que desperdiciemos nuestro poder -replicó-. Esa es la costumbre del brujo. Nunca desperdicies tus ganancias.
– Pero si no hablamos de eso, nunca sabremos qué fue lo que realmente nos pasó -protesté.
– Podemos quedarnos callados, cuando menos nueve días -dijo.
– ¿Y no podemos hablar de ello solamente entre tú y yo? -pregunté.
– Una conversación entre tú y yo es precisamente lo que debemos evitar -contradijo-. Somos vulnerables. Tenemos que procurarnos tiempo para curarnos.
– ¿Nos puedes decir qué es lo que está pasando? -me preguntó Néstor cuando todos nos reunimos esa noche-. ¿A dónde fueron ustedes dos ayer?
Se me había olvidado la recomendación de la Gorda. Empecé a decirles que primero fuimos al pueblo vecino y que allí encontramos una casa de lo más intrigante.
Pareció como si a todos los sacudiera un repentino temblor. Se avivaron, se miraron el uno al otro y después a la Gorda, como si esperasen que ella les hablara de eso.
– ¿Qué tipo de casa era? -quiso saber Néstor.
Antes de que pudiera responder, la Gorda me interrumpió. Empezó a hablar de una manera apresurada y casi incoherente. Era obvio que estaba improvisando. Incluso usó frases y palabras en mazateco. Me dirigió miradas furtivas que implicaban una súplica silenciosa para que yo no dijera nada.
– ¿Cómo va tu ensoñar, nagual? -me preguntó con el alivio de alguien que ha encontrado una salida-. Nos gustaría saber todo lo que haces. Es muy importante que nos platiques.
Se apoyó en mí y en el tono más casual que pudo me susurró que a causa de lo que nos había ocurrido en Oaxaca tenia que contarles todo lo referente a mi ensueño.
– ¿Qué tienen ustedes que ver con mi ensueño? -pregunté en voz fuerte.
– Creo que ya estamos muy cerca del final -dijo la Gorda, solemnemente-. Todo lo que digas o hagas es de importancia vital ahora.
Les conté entonces lo que yo consideraba mi verdadero ensoñar. Don Juan me había dicho que no tenía caso enfatizar las pruebas por las que uno pudiera pasar. Me dio una regla definitiva: si yo llegaba a tener la misma visión tres veces, tenía que concederle una importancia extraordinaria; de otra manera, los intentos de un neófito sólo eran un apoyo para construir la segunda atención.
Una vez ensoñé que despertaba y que saltaba del lecho sólo para enfrentarme a mi propio cuerpo que dormía en la cama. Me vi dormir y tuve el autocontrol de recordar que me hallaba ensoñando. Seguí entonces las instrucciones que don Juan me había dado, y que consistían en evitar sacudidas o sorpresas repentinas, y en tomar todo con un grano de sal. El ensoñador tiene que envolverse, declaraba don Juan, en experimentos desapasionados. En vez de examinar su cuerpo que duerme, el ensoñador sale del cuarto caminando. De repente me descubrí, sin saber cómo, fuera de mi habitación. Tenía la sensación absolutamente clara de que me habían colocado allí instantáneamente. En el primer momento que me hallé parado afuera de mi cuarto, el pasillo y la escalera parecían monumentales. Si hubo algo que de verdad me aterró esa noche fue el tamaño de esas estructuras, que en la vida real son de lo más comunes y corrientes; el pasillo tiene unos veinte metros de largo, y la escalera, dieciséis escalones.
No podía concebir cómo recorrer las enormes distancias que estaba percibiendo. Titubeé, y entonces algo me hizo moverme. Sin embargo, no caminé. No sentía mis pasos. De repente me hallé agarrándome al barandal. Podía ver mis manos y mis antebrazos, pero no los sentía. Me estaba sosteniendo mediante la fuerza de algo que no tenía nada que ver con mi musculatura, tal como la conozco. Lo mismo sucedió cuando traté de bajar las escaleras. No sabía cómo caminar. Simplemente no podía dar un solo paso. Era como si me hubieran soldado las piernas. Podía verlas si me inclinaba, pero no podía moverlas hacia delante o lateralmente, ni elevarlas hacia el pecho. Era como si me hubiesen pegado al escalón superior. Me sentí como uno de esos muñecos inflados, de plástico, que pueden inclinarse en cualquier dirección hasta quedar horizontales, sólo para erguirse nuevamente por el peso de sus bases redondeadas.
Hice un esfuerzo supremo por caminar y reboté de escalón en escalón como torpe pelota. Me costó un increíble esfuerzo de atención llegar a la planta baja. No podría describirlo de otra manera. Se requería algún tipo de atención para conservar los linderos de mi visión y evitar que ésta se desintegrase en las fugaces imágenes de un sueño ordinario.
Cuando finalmente llegué a la puerta de la calle no pude abrirla. Lo traté desesperadamente, pero sin éxito; entonces recordé que había salido de mi cuarto deslizándome, flotando como si la puerta hubiese estado abierta. Con sólo recordar esa sensación de flotación, de súbito ya estaba en la calle. Se veía oscuro: una peculiar oscuridad gris-plomo que no me permitía percibir ningún color. Mi interés fue atrapado al instante por una inmensa laguna de brillantez que se hallaba exactamente frente a mí, al nivel de mi ojo. Deduje, más que divisé, que se trataba de la luz de la calle, puesto que yo sabía que en la esquina había un farol de siete metros de altura. Supe entonces que me era imposible hacer los arreglos perceptivos requeridos para juzgar lo que estaba arriba, abajo, aquí, allá. Todo parecía hallarse extraordinariamente presente. No disponía de ningún mecanismo, como en la vida cotidiana, para acomodar mi percepción. Todo estaba allí, enfrente, y yo no tenía volición para construir un procedimiento adecuado que filtrara lo que veía.
Me quedé en la calle, perplejo, hasta que empecé a tener la sensación de que estaba levitando. Me aferré al poste metálico que sostenía la luz y el letrero de la calle. Una fuerte brisa me elevaba. Estaba deslizándome por el poste hasta que leí con claridad el nombre de la calle: Ashton.
Meses después, cuando nuevamente tuve el ensueño de mirar a mi cuerpo que dormía, ya tenía un repertorio de cosas por hacer. En el curso de mi ensoñar habitual había aprendido que lo que cuenta en ese estado es la voluntad: la materialidad del cuerpo no tiene relevancia. Es sólo un recuerdo que hace más lento al ensoñador. Me deslicé hacia fuera del cuarto sin titubeos, ya que no tenía que llevar a cabo los movimientos de abrir una puerta o de caminar para poder moverme. El pasillo y la escalera ya no me parecieron tan enormes como la primera vez. Avancé flotando con gran facilidad y terminé en la calle, donde me propuse avanzar tres cuadras. Me di cuenta entonces de que las luces aún eran imágenes muy perturbadoras. Si enfocaba mi atención en ellas, se convertían en estanques de tamaño inconmensurable. Los demás elementos de ese ensueño fueron fáciles de controlar. Los edificios eran extraordinariamente grandes, pero sus rasgos me resultaban conocidos. Reflexioné qué hacer. Y entonces, de una manera bastante casual, me di cuenta de que si no fijaba la vista en las cosas y sólo las ojeaba, tal como hacemos en nuestro mundo cotidiano, podía ordenar mi percepción. En otras palabras, se seguía las instrucciones de don Juan al pie de la letra, y tomaba mi ensoñar como un hecho, podía utilizar los recursos perceptivos de mi vida de todos los días. Después de unos cuantos momentos el escenario se volvió controlable, si bien no completamente normal.
La siguiente vez que tuve un ensueño similar fui al restaurante de la esquina. Lo escogí porque solía ir allí siempre, a la madrugada. En mi ensueño vi a las conocidas meseras de siempre que trabajaban el turno de esa hora; vi una hilera de gente que comía en el mostrador, y exactamente al final del mismo vi a un tipo extraño, un hombre al que veía todos los días vagabundeando por el recinto de la Universidad de California, en Los Ángeles. El fue la única persona que realmente me vio. En el instante en que llegué pareció sentirme. Se volvió y me observó.
Encontré al mismo hombre en mis horas de vigilia, unos cuantos días después, en el mismo restaurante. Me vio y pareció reconocerme. Se horrorizó y se fue corriendo sin darme oportunidad de hablarle.
En otro ensueño, regresé una vez al mismo lugar y entonces fue cuando cambió el curso de mi ensoñar. Cuando estaba viendo el restaurante desde el otro lado de la calle, la escena se alteró. Ya no podía seguir viendo los edificios conocidos. En vez de eso, vi un escenario primigenio. Ya no era de noche. Era un día brillante, y yo me hallaba contemplando un valle exuberante. Plantas pantanosas de un verde profundo, con forma de junquillos, crecían por doquier. junto a mí había un promontorio de rocas de tres o cuatro metros de altura. Un enorme tigre dientes de sable se hallaba sentado allí. Quedé petrificado. Nos miramos el uno al otro fijamente durante largo rato. El tamaño de la bestia era sorprendente y, sin embargo, no resultaba grotesco ni desproporcionado. Tenía una cabeza espléndida, grandes ojos color miel oscura, patas voluminosas y una enorme caja toráxica. Lo que más me impresionó fue el color del pelo. Era uniformemente de un marrón oscuro, casi chocolate, y me recordaba granos oscuros de café tostado, sólo que lustrosos; el tigre tenía un pelo extrañadamente largo, ni untado ni enredado. No parecía el pelo de un puma ni el de un lobo o de un oso polar. Asemejaba algo que yo no había viso jamás.
Desde ese entonces se volvió rutina para mí ver a ese tigre. En ciertas ocasiones, el escenario era nublado, frío. Veía lluvia en el valle: lluvia espesa, copiosa. Otras veces, el valle estaba bañado por luz solar. Muy a menudo podía ver a otros tigres dientes de sable en el valle, escuchar su insólito rugido chirriante: un sonido de lo más asqueante para mí.
El tigre nunca me tocaba. Nos mirábamos el uno al otro a una distancia de tres o cuatro metros. Sin embargo, yo sabía lo que quería. Me estaba enseñando a respirar de una manera específica. Llegó un momento en mi ensoñar en que podía imitar la respiración del tigre, tan bien que sentí que me convertía en tigre. Les dije a los aprendices que una consecuencia tangible de mi ensoñar era que mi cuerpo se había vuelto más musculoso.
Después de oír mi relación, Néstor se maravilló de cuán distinto era el ensoñar de ellos al mío. Ellos tenían tareas concretas en un ensueño. La suya era encontrar curaciones para todo lo que afligía al cuerpo humano. La de Benigno era predecir, prever, encontrar soluciones para cualquier cosa que fuera una preocupación humana. La tarea de Pablito consistía en hallar maneras de construir. Néstor dijo que a causa de esas tareas él negociaba con plantas medicinales; Benigno tenía un oráculo y Pablito era carpintero. Añadió que, hasta ese momento, los tres apenas habían rasguñado la superficie de su ensoñar y que no tenían nada sustancial que informar.
– Tú podrás pensar que hemos logrado mucho -continuó-, pero no es así. Genaro y el nagual hacían todo por nosotros y por estas cuatro viejas. Todavía no hemos hecho nada por nosotros mismos.
– Me parece que el nagual te preparó de una manera diferente -observó Benigno con gran lentitud y deliberación-. Tú has de haber sido un tigre y con toda seguridad te vas a volver tigre otra vez. Eso fue lo que le pasó al nagual. él había sido un cuervo antes y cuando estuvo en esta vida se volvió cuervo otra vez.
– El problema es que ese tipo de tigre ya no existe -hizo notar Néstor-. Nunca hemos oído lo que puede pasar en ese caso.
Movió su cabeza de lado a lado para incluir a todos los presentes con ese gesto.
– Yo sé lo que pasa -aseguró la Gorda-. Recuerdo que el nagual Juan Matus le llamaba a eso el ensueño fantasma. Dijo que ninguno de nosotros ha hecho jamás ese tipo de ensoñar, porque no somos violentos ni destructivos. El nunca lo hizo. Y dijo que cualquiera que lo haga está marcado por el destino para tener aliados y ayudantes fantasmas.
– ¿Qué quiere decir eso, Gorda? -pregunté.
– Quiere decir que no eres como nosotros -respondió sombríamente.
La Gorda se veía muy agitada. Se puso en pie y caminó de un extremo a otro del cuarto cuatro o cinco veces, hasta que nuevamente tomó asiento a mi lado.
Hubo una brecha de silencio en la conversación. Josefina masculló algo ininteligible. Ella también parecía estar muy nerviosa. La Gorda trató de tranquilizarla, abrazándola y palmeándole la espalda.
Josefina te va a decir algo sobre Eligio -me anunció la Gorda.
Todos se volvieron a Josefina, sin emitir una sola palabra, con los ojos interrogantes.
– A pesar de que Eligio ha desaparecido de la faz de la tierra -continuó la Gorda-, todavía es uno de nosotros. Y Josefina platica con él de vez en cuando.
Repentinamente, todos se hallaban muy atentos. Se miraron el uno al otro y después me miraron a mí.
– Se encuentran en el ensueño -sentenció la Gorda, dramáticamente.
Josefina inhaló con fuerza; parecía estar en el pináculo de la nerviosidad. Su cuerpo se sacudió convulsivamente. Pablito se tendió encima de ella, en el suelo, y comenzó a respirar con fuerza, obligándola a respirar al unísono con él.
– ¿Qué es lo que está haciendo? -le pregunté a la Gorda.
– ¡Qué es lo que está haciendo! ¿A poco no puedes verlo? -respondió con tono cortarte.
Le susurré que me daba cuenta que Pablito estaba tratando de calmarla, pero que el procedimiento era una novedad para mí. Explicó que los hombres tienen una abundancia de energía en el plexo solar, la cual las mujeres pueden almacenar en el vientre. Pablito simplemente le estaba transmitiendo energía a Josefina.
Josefina se sentó y me sonrió. Se había calmado totalmente.
– Pues de veras veo a Eligio todo el tiempo -confirmó-. Me espera todos los días.
– ¿Y por qué nunca nos dijiste nada de eso? -reprochó Pablito con tono malhumorado.
– Me lo dijo a mí -interrumpió la Gorda, y después prosiguió con una larga explicación de lo que significaba para todos nosotros que Eligio se hallara a nuestra disposición. Agregó que ella había estado esperando un signo mío para revelar las palabras de Eligio.
– ¡No te andes por las ramas, mujer! -chilló Pablito-. Dinos lo que dijo.
– ¡Lo que dijo no lo dijo para ti! -gritó la Gorda, como respuesta.
– ¿Y para quién lo dijo, entonces? -preguntó Pablito.
– Para este nagual -gritó la Gorda, señalándome.
La Gorda se disculpo por alzar la voz. Dijo que todo lo que Eligio había dicho era complejo y misterioso y que ella no podía sacar ni pies ni cabeza de todo eso.
– Yo nada más lo escuché. Eso fue todo lo que pude hacer: escucharlo -continuó la Gorda.
– ¿Quieres decir que tú también has visto a Eligio? -indagó Pablito con un tono que era una mezcla de ira y de expectación.
– Sí -respondió la Gorda, casi susurrando-. Antes no podía hablar de esto porque tenía que esperarlo a él.
Me señaló y después me empujó con las dos manos. Momentáneamente perdí el equilibrio y caía un lado.
– ¿Qué es esto? ¿Qué le estás haciendo? -censuró Pablito con voz muy enojada-. ¿A poco esas son muestras de amor indio?
Me volví a la Gorda. Ella hizo un gesto con los labios para que guardara silencio.
– Eligio dice que tú eres el nagual, pero que no eres para nosotros -me advirtió Josefina.
Hubo un silencio mortal en el cuarto. No supe qué pensar de la aseveración de Josefina. Tuve que esperar hasta que otro hablase.
– Te sientes como si te hubieran quitado un peso de encima, ¿no? -me punzó la Gorda.
Les dije a todos que no tenía opiniones de ningún tipo. Se veían como niños desconcertados. La Gorda tenía un aire de una maestra de ceremonias que está completamente apenada.
Néstor se puso en pie y enfrentó a la Gorda. Le dijo una frase en mazateco. Sonaba como orden o reproche.
– Dinos todo lo que sabes, Gorda -continuó en castellano-. No tienes derecho a jugar con nosotros, a guardarte algo importante nomás para ti.
La Gorda protestó con vehemencia. Explicó que se había guardado lo que sabía, porque Eligió le ordenó que así lo hiciera. Josefina asintió con la cabeza.
– ¿Todo esto te lo dijo a ti o se lo dijo a Josefina? -preguntó Pablito.
– Estábamos juntas -explicó la Gorda con un susurro apenas audible.
– ¿Quieres decir que Josefina y tú ensueñan juntas? -exclamó Pablito, sin aliento.
La sorpresa en su voz coincidió con la ola de conmoción que parecía haber invadido a todos los demás.
– ¿Exactamente qué les dijo Eligio a ustedes dos? -apuró Néstor cuando el impacto había disminuido.
– Dijo que yo tenía que ayudar al nagual a recordar su lado izquierdo -contestó la Gorda.
– ¿Tú sabes de qué está hablando ésta? -me preguntó Néstor.
No había manera de que yo lo pudiese saber. Les dije que buscaran las respuestas en sí mismos. Pero ninguno de ellos expresó ninguna sugerencia.
– Le dijo a Josefina otras cosas que ella no puede recordar -prosiguió la Gorda-. Así es que estamos en un verdadero lío. Eligio dijo que tú eres definitivamente el nagual y que tienes que ayudarnos, pero que no eres para nosotros. Sólo cuando recuerdes tu lado izquierdo podrás llevarnos a donde tenemos que ir.
Néstor habló a Josefina con tono paternal y la urgió a que recordara lo que Eligio había dicho, en vez de pedir que yo recordase algo que tenía que estar en alguna especie de clave, puesto que ninguno de nosotros podía descifrar nada de eso.
Josefina retrocedió y frunció el entrecejo como si se hallará bajo un peso tremendo que la oprimía. En verdad, parecía una muñeca de trapo que estaba siendo comprimida. La observó auténticamente fascinado.
– No puedo -admitió ella al fin-. Yo sé de qué me está hablando cuando habla conmigo, pero ahora no puedo decir de qué se trata. No me sale.
– ¿Recuerdas alguna palabra? -preguntó Néstor-. ¿Cualquier palabra?
Josefina sacó la lengua, sacudió la cabeza de lado a lado y gritó al mismo tiempo:
– No, no puedo.
– ¿Qué clase de ensueño haces tú, Josefina? -le pregunté.
– La única clase que sé -respondió con sequedad.
– Yo ya te dije cómo hago el mío -le recordé-. Ahora tú dime cómo haces él tuyo.
– Yo cierro los ojos y veo una pared -precisó Josefina-. Es como una pared de niebla. Eligio me espera ahí. Me lleva a través de la pared y me enseña cosas. Supongo que me enseña cosas; no se que es lo que hacemos, pero hacemos algo juntos. Después me regresa a la pared y me deja ir. Y yo me olvido de lo que vi.
– ¿Cómo ocurrió que te fuiste con la Gorda? -señalé.
– Eligio me dijo que la llevara -contestó-. Los dos esperamos a la Gorda y cuando se puso a hacer su ensueño la jalamos y la empujamos hasta el otro lado de la pared. Ya lo hemos hecho dos veces.
– ¿Cómo la jalaste? -pregunté.
– ¡No sé! -replicó desafiante-. Pero te voy a esperar y cuando hagas tu ensueño te voy a jalar y entonces ya vas a saber.
– ¿Puedes jalar a cualquiera? -pregunté.
– Claro -respondió sonriente-. Pero no lo hago porque no sirve de nada. Jalé a la Gorda porque Eligio me dijo que quería decirle algo, nomás porque ella es más juiciosa que yo.
– Entonces Eligio te ha de haber dicho las mismas cosas, Gorda -intercedió Néstor con una firmeza que me era desconocida.
La Gorda hizo un extraño gesto. Inclinó la cabeza, abriendo la boca por los lados, alzó los hombros y levantó los brazos por encima de su cabeza.
– Josefina ya te dijo lo que pasó -concedió-. No hay manera de que yo pueda recordar. Eligio habla con una velocidad distinta. El me platica, pero mi cuerpo no le entiende. No. No. Mi cuerpo no puede recordar, eso es lo que pasa. Yo sé que dijo que este nagual se acordaría y nos llevaría a donde tenemos que ir. No me pudo decir más porque había mucho que decir en muy poquito tiempo. Dijo que alguien, no recuerdo quién, me está esperando a mí en especial.
– ¿Eso es todo lo que dijo? -insistió Néstor.
– La segunda vez que lo vi, me aseguró que todos nosotros íbamos a tener que recordar nuestro lado izquierdo, tarde o temprano, si es que queremos ir a donde tenemos que ir. Pero él es el que tiene que recordar primero.
Me señaló y nuevamente me empujó como lo había hecho la vez anterior. La fuerza de su empujón me lanzó rebotando como pelota.
– ¿Para qué haces esto, Gorda? -protesté, un tanto molesto.
– Estoy tratando de ayudarte a recordar. El nagual Juan Matus me dijo que tenía que darte un empujón de cuando en cuando, para sacudirte.
La Gorda me abrazó con un movimiento muy abrupto.
– Ayúdanos, nagual -suplicó-. Estaremos peor que muertos si no nos ayudas.
Yo estaba a punto de llorar. No a causa del dilema dé ellos, sino porque sentía algo agitándose dentro de mí. Era algo que había estado tratando de salir desde el momento en que fuimos a ese pueblo.
La súplica de la Gorda me rompía el corazón. Entonces tuve otro ataque de lo que parecía ser hiperventilación. Un sudor frío me envolvió y después tuve que vomitar. La Gorda me atendió con toda solicitud.
Fiel a su práctica de esperar antes de revelar un logro, la Gorda ni siquiera quiso considerar que discutiéramos nuestro ver juntos en Oaxaca. Durante varios días se mostró distante y deliberadamente desinteresada. Ni siquiera quería hablar de mi malestar. Tampoco las demás mujeres. Don Juan solía subrayar la necesidad de esperar el momento más apropiado para dejar salir algo que traemos almacenado. Yo comprendía las razones de las acciones de la Gorda, aunque pensé que su insistencia en esperar era un tanto irritante y que estaba en desacuerdo con nuestras necesidades. No podía quedarme con ellos mucho tiempo, así es que pedí que nos reuniéramos para compartir todo lo que sabíamos. Ella fue inflexible.
– Tenemos que esperar -dijo-. Tenemos que darle a nuestros cuerpos la oportunidad de proporcionarnos una solución. Nuestra tarea es recordar, no con nuestras mentes sino con nuestros cuerpos. Todos nosotros lo entendemos así.
Me miró inquisitivamente. Parecía buscar una clave que le dijera si yo también había comprendido la tarea. Reconocí hallarme completamente desconcertado, ya que yo era efectivamente un extraño. Yo estaba solo, y ellos se tenían los unos a los otros para darse apoyo.
– Este es el silencio de los guerreros -dijo riendo, y después añadió con un tono conciliatorio-. Pero este silencio no quiere decir que no podamos hablar de otras cosas.
– Tal vez debamos volver a nuestra vieja discusión de perder la forma humana.
Había irritación en sus ojos. Le expliqué detalladamente que, en especial cuando se trataba de conceptos extraños, a mí se me tenía que clarificar constantemente sus significados.
– Exactamente, ¿qué quieres saber? -preguntó.
– Todo lo que me quieras decir.
– El nagual me dio a entender que perder la forma humana trae la libertad -dijo-. Yo creo que es así. Pero no he sentido esa libertad, todavía no.
Hubo otro momento de silencio. Obviamente, la Gorda calculaba mi reacción.
– ¿Qué clase de libertad es ésa, Gorda?
– La libertad de recordarte a ti mismo. El nagual dijo que perder la forma humana es como una espiral. Te da la libertad de recordar, y esto, a su vez, te hace aún más libre.
– ¿Por qué no has sentido aún esa libertad?
Chasqueó la lengua y alzó los hombros. Parecía confusa o renuente a proseguir la conversación.
– Estoy atada a ti. Hasta que tú pierdas tu forma humana y puedas recordar, yo no podré saber cuál es esa libertad. Pero quizá tú no puedas perder tu forma humana a no ser que primero recuerdes. De cualquier manera, no deberíamos estar hablando de esto. ¿Por qué no te vas a platicar con los Genaros?
La Gorda habló con el aire de una madre que envía a su hijo afuera a jugar. No me molestó en lo más mínimo. En cualquier otra persona, fácilmente yo habría tomado esa actitud como arrogancia o desprecio. Me gustaba estar con la Gorda, ésa era la diferencia. Encontré a Pablito, Néstor y Benigno en la casa de Genaro, envueltos en un extraño juego. Pablito se hallaba suspendido, más o menos a un metro del suelo, en algo que parecía ser un arnés de cuero oscuro que tenía atado con correas al pecho, bajo las axilas. El arnés semejaba un grueso chaleco de cuero. Al concentrar mi atención, vi que en realidad Pablito se hallaba parado en unas gruesas correas que hacían una curva por debajo del arnés, como estribos. Se encontraba suspendido, en el centro del cuarto, mediante dos cuerdas que pasaban por encima de la gruesa viga transversal que sostenía el techo. Cada cuerda sostenía el arnés, por encima de los hombros de Pablito, merced a unos anillos de metal.
Néstor y Benigno tiraban de una cuerda cada quién. Se hallaban en pie, uno frente al otro, sosteniendo a Pablito en el aire por la fuerza de su pulsión. Pablito, a su vez, aferraba con todas sus fuerzas dos palos largos y delgados, que habían sido plantados en el suelo y que cabían cómodamente en sus manos apretadas. Néstor estaba a la izquierda de Pablito, y Benigno, a la derecha.
El juego parecía ser una guerra de tirones desde tres lados, una feroz batalla entre los que tiraban y el que se hallaba suspendido.
Cuando entré en el cuarto, todo lo que pude oír fue la pesada respiración de Néstor y Benigno. Los músculos de sus brazos y de sus cuellos estaban hinchados por la tensión.
Pablito no perdía de vista a ninguno de los dos, concentrándose en cada uno con miradas fugaces. Los tres se hallaban tan absortos en su juego que ni siquiera advirtieron mi presencia o, si lo hicieron, no pudieron romper su concentración para saludarme.
Néstor y Benigno se miraron el uno al otro de diez a quince minutos, en silencio total. Después, Néstor trató de engañarlo soltando su cuerda. Benigno no cayó en la trampa, pero Pablito sí. Aceptó aún más su mano izquierda y afianzó sus pies en los palos para apuntalar su posición. Benigno aprovechó ese momento para dar un poderoso tirón, en el preciso instante en que Pablito aflojaba su fuerza.
El tirón tomó por sorpresa a Pablito y a Néstor. Benigno se colgó de la cuerda con todo su peso, Néstor ya no pudo maniobrar y Pablito luchó desesperadamente para equilibrarse. Fue inútil. Benigno había vencido.
Pablito se bajó del arnés y llegó hasta donde yo me encontraba. Le pedí que me hablara de su extraordinario juego. Me pareció un tanto renuente para hablar. Néstor y Benigno se nos unieron después de guardar sus aparejos. Néstor dijo que el juego había sido inventado por Pablito, quien halló la estructura en su ensueño y después lo concibió como juego. En un principio se trataba de un artificio que permitía tensar los músculos a dos de ellos al mismo tiempo. Se turnaban para ser elevados. Pero, después, el ensueño de Benigno les permitió entrar en un juego en el que los tres tensaban los músculos y agudizaban su agilidad visual al permanecer en estado de alerta, a veces durante horas.
– Benigno cree ahora que esto nos está ayudando para que nuestros cuerpos recuerden -prosiguió Néstor-. La Gorda, por ejemplo, juega de una manera bien rara. Siempre gana, no importa en qué posición se ponga. Benigno cree que es porque su cuerpo recuerda.
Les pregunté si ellos también observaban la regla del silencio. Se rieron. Pablito dijo que, más que nada, la Gorda quería ser como el nagual Juan Matus. Lo imitaba deliberadamente, hasta en los detalles más absurdos.
– ¿Quieren decir que entonces sí podemos hablar entre nosotros de lo que paso la otra noche? -pregunté, casi perplejo, ya que la Gorda había sido tan enfática al negarse a hacerlo.
– Nosotros no tenemos trabas -reconoció Pablito-. Tú eres el nagual.
– Aquí, Benigno se acordó de algo pero bien, bien extraño -precisó Néstor, sin mirarme.
– Yo creo que fue un ensueño a medias -adujo Benigno-. Pero Néstor cree que no.
Esperé con paciencia. Con un movimiento de cabeza, les urgí a que continuaran.
– El otro día él se acordó de que tú le enseñaste cómo encontrar huellas de gente en la tierra floja -declaró Néstor.
– Tuvo que haber sido un ensueño -dije.
Quería reír de lo absurdo que era eso, pero los tres me miraron con ojos suplicantes.
– Es absurdo -recalqué.
– De cualquier manera, más vale que te diga que yo tengo un recuerdo parecido -dijo Néstor-. Tú me llevaste a unas rocas y me explicaste cómo esconderme. Lo mío no fue un ensueño a medias. Yo estaba bien despierto. Un día iba caminando con Benigno, buscando plantas, y de repente me acordé que tú me aleccionaste, así es que me escondí como tú me enseñaste y le pegué un sustazo a Benigno.
– ¿Yo te enseñé? ¿Cómo pudo ser? ¿Cuándo?
Me estaba empezando a poner nervioso. Ninguno de ellos parecía bromear.
– ¿Cuándo? Ahí está la cosa -convino Néstor-. No podemos acordarnos de cuándo. Pero Benigno y yo sabemos que eras tú.
Me sentí pesado, oprimido. Mi respiración se volvió más dificultosa. Tuve miedo de volver a sentirme mal. En ese momento decidí contarles lo que la Gorda y yo habíamos visto juntos. Hablar de eso me calmó. Al final de mi narración, de nuevo ya podía controlarme.
– El nagual Juan Matus nos dejó un poquito abiertos -dijo Néstor-. Todos nosotros podemos ver un poco. Vemos agujeros en la gente que tiene hijos y también, de vez en vez, vemos un pequeño resplandor en la gente. Puesto que tú no ves nada, parece que el nagual te dejó completamente cerrado para que te vayas abriendo desde dentro. Ahora ya le ayudaste a la Gor da y ella puede ver por sí misma o, de lo contrario, está dejando que la lleves a cuestas.
Les dije que lo que había ocurrido en Oaxaca pudo haber sido una chiripa.
Pablito pensó que deberíamos ir a la roca favorita de Genaro y sentarnos allí con las cabezas juntas. Los otros dos dijeron que la idea era brillante. Yo no presenté objeciones. Aunque estuvimos sentados allí un largo rato, nada pasó. Pero nos sentimos muy bien.
Cuando aún nos hallábamos sentados en la roca les conté de los dos hombres que la Gorda y yo creímos que eran don Juan y don Genaro. Se resbalaron de la roca inmediatamente y entraron a casa de la Gorda. Néstor era el más agitado. Estaba casi incoherente. Todo lo que pude entender fue, así supuse, que todos ellos estuvieron esperando un signo de esta naturaleza.
La Gorda nos estaba esperando a la puerta. Ya sabía lo que yo les había dicho.
– Yo tan sólo quería darle tiempo a mi cuerpo -aclaró, antes de que nosotros pudiéramos decir algo-. Tenía que estar completamente segura, y ya lo estoy. Eran el nagual y Genaro.
– ¿Qué hay en esas chozas donde desaparecieron? -preguntó Néstor.
– No se metieron allí -aseguró la Gorda-. Se fueron caminando por el campo abierto, hacia el Este. En dirección de este pueblo.
Parecía estar decidida a apaciguarlos. Les pidió que se quedaran, pero rehusaron, se disculparon y se fueron. Estaba seguro de que se sentían incómodos en presencia de ella, quien parecía estar muy enojada. Yo más bien me divertí con las explosiones de temperamento de la Gorda, y esto era bastante contrario a mis reacciones normales. Siempre me había sentido inquieto en presencia de alguien que estaba enojado, con la misteriosa excepción de la Gorda.
Durante las primeras horas de la noche nos congregamos en el cuarto de la Gorda. Todos se veían preocupados. Tomaron asiento silenciosamente, mirando al piso. La Gorda trató de iniciar la conversación. Explicó que no había estado ociosa, que hizo ciertas indagaciones y que encontró una solución.
– Esto no es un asunto de hacer indagaciones -dijo Néstor-. Esta es una tarea de recordar con el cuerpo.
Parecía que todos habían estado conferenciando entre sí, a juzgar por los asentimientos que Néstor obtuvo de los otros. Eso nos dejó aparte a la Gorda y a mí.
– Lidia también recuerda algo -continuó Néstor-. Ella creía que era su pura estupidez, pero al oír lo que yo recordé, nos dijo que este nagual la llevó con una curandera y la dejó allí para que le curaran los ojos.
La Gorda y yo nos volvimos hacia Lidia. Ella inclinó la cabeza como si estuviera avergonzada. Habló entre dientes. El recuerdo seguramente le era muy doloroso. Dijo que cuando don Juan la encontró por primera vez, sus ojos estaban infectados y no podía ver. Alguien la llevó en automóvil una gran distancia, a una curandera que la sanó. Lidia siempre estuvo convencida de que don Juan había hecho eso, pero al oír mi voz se dio cuenta de que yo fui quien la llevó allí. La incongruencia de tal recuerdo la hundió en una agonía desde el primer día que me conoció.
– Mis oídos no me mienten -añadió Lidia después de un largo silencio-. Tú fuiste el que me llevó allí.
– ¡Imposible! ¡Imposible! -grité.
Mi cuerpo empezó a sacudirse, fuera de control. Tuve una sensación de dualidad. Quizá lo que yo llamo mi ser racional, incapaz de controlar al resto de mí tomó asiento como espectador. Una parte mía observaba, mientras otra se sacudía.
– ¿Qué nos está pasando, Gorda? -le pregunté cuando los demás se habían ido.
– Nuestros cuerpos están recordando, pero no me da qué es lo que recuerdan -determinó.
– ¿Crees en esos recuerdos de Lidia, Néstor y Benigno?
– Claro que sí. Ellos son gente seria. No se pondrían a decir esas cosas así nomás por que sí.
– Pero lo que dicen es imposible. Me crees, ¿verdad, Gorda?
– Yo creo que no puedes recordar, pero de un momento a otro…
No concluyó la frase. Vino a mi lado y empezó a cuchichear en mi oído. Me contó que había algo que el nagual Juan Matus la había obligado a guardar hasta que llegara el momento propicio, algo que sólo debería usarse cuando no hubiese ninguna otra salida. Con un murmullo dramático añadió que el nagual previó la nueva organización que había surgido cuando yo me llevé a Josefina a Tula para que estuviera con Pablito. Dijo que existía una endeble oportunidad de que pudiéramos triunfar como grupo si seguíamos el orden natural de esa organización. Me explicó que, puesto que nos hallábamos divididos en parejas, formábamos un organismo viviente. Éramos una serpiente, una víbora de cascabel. La serpiente tenía cuatro secciones y se hallaba dividida en dos mitades longitudinales, masculina y femenina. Aseguró que ella y yo conformábamos la primera sección de la serpiente: la cabeza. Se trataba de una cabeza fría, calculadora, ponzoñosa. La segunda sección, formada por Néstor y Lidia, era el firme y bello corazón de la serpiente. La tercera era el vientre: un vientre furtivo, caprichoso, desconfiable, que componían Pablito y Josefina. Y la cuarta sección, la cola, donde se hallaba el cascabel, estaba formada por la pareja que en la vida real podía cascabelear en su lengua tzotzil por horas enteras, Benigno y Rosa.
La Gorda se enderezó de la posición que había adoptado para susurrar en mi oído. Me sonrió y me dio unas palmaditas en la espalda.
– Eligio dijo una palabra que me ha estado dando vueltas en la cabeza -continuó-. Josefina está de acuerdo conmigo en que la palabra era "sendero", una y otra vez. ¡Vamos a ir por un sendero!
Sin darme oportunidad de formular preguntas, anunció que se iba a dormir un rato y que después congregaría al grupo para que nos fuéramos de viaje.
Iniciamos el camino antes de la medianoche y avanzamos bajo la brillante luz de la luna. Todos los demás, en un principio, se mostraron renuentes a salir, pero la Gorda, con gran habilidad, desplegó la supuesta descripción que don Juan hizo de la serpiente. Antes de echar a andar, lidia sugirió que lleváramos comida por si el viaje resultaba largo. La Gorda rechazó la sugerencia con base en que no teníamos idea de la naturaleza de la jornada. Recordó que el nagual Juan Matus una vez le señaló el principio de un sendero, y le dijo que en la oportunidad correcta debíamos ir a ese sitio para dejar que el poder del sendero se nos revelara. Añadió que no era camino de cabras, común y corriente, sino una línea natural de la tierra, la cual, había dicho el nagual, nos daría fuerza y conocimiento si la podíamos seguir y ser uno con ella.
Nos desplazamos bajó un liderazgo mixto. La Gorda aportaba el ímpetu y Néstor conocía el terreno en cuestión. Ella nos condujo a un lugar en las montañas. Néstor se hizo cargo entonces y localizó una vereda. Era evidente nuestra formación, con la cabeza como guía y los demás ordenados de acuerdo con el modelo anatómico de la serpiente: corazón, intestinos y cola. Los hombres iban a la derecha. Cada pareja a metro y medio detrás de la que avanzaba delante de ellos.
Caminamos tan rápida y calladamente como nos fue posible. Unos perros ladraron durante un rato; y conforme subíamos sólo iba quedando el sonido de los grillos. Caminamos mucho. De súbito, la Gorda se detuvo y tomó mi brazo. Nos señaló hacia delante. A unos veinte o treinta metros, exactamente en el centro del sendero, se hallaba la aparatosa silueta de un hombre enorme, de más de dos metros de altura. Nos bloqueaba el camino. Nos agrupamos en un montón apretado. Nuestros ojos se hallaban fijos en la forma oscura. No se movía. Después de un momento, Néstor avanzó unos pasos hacia él. Hasta entonces se movió la figura. Vino hacia nosotros. A pesar de ser gigantesca, caminaba ágilmente.
Néstor regresó corriendo. En el momento en que se nos unió, el hombre se detuvo. Audazmente, la Gorda dio un paso hacia él. El hombre correspondió con otro hacia nosotros. Era evidente que si continuábamos yendo hacia delante, chocaríamos con el gigante. Y no éramos partido para él, fuese lo que fuese. Sin esperar a comprobarlo, tomé la iniciativa, empujé a todos hacia atrás y prestamente los alejé de ese sitio.
Regresamos a casa de la Gorda, en silencio total. Nos tomó horas llegar. Estábamos absolutamente exhaustos. Cuando ya nos hallábamos a salvo, sentados en el cuarto de la Gorda, ésta habló:
Estamos fregados -me dijo-. No quisiste que avanzáramos. Esa cosa que vimos en el sendero era uno de tus aliados, ¿verdad? Salen de sus escondites cuando tú los jalas.
No respondí. No tenía caso protestar. Recordé las incontables veces en que yo creí que don Juan y don Genaro se habían conjurado el uno con el otro. Yo creía que mientras don Juan hablaba conmigo en la oscuridad, don Genaro se ponía un disfraz para asustarme, y don Juan insistía en que era un aliado. La idea de que hubiera aliados o entidades en el mundo, que escapan a nuestra atención cotidiana, resultaba demasiado inverosímil para mí. Pero luego, mi forma de vida me hizo descubrir que los aliados de los que don Juan hablaba sí existían en realidad; eran, como él dijera, entidades en el mundo.
Con un estallido autoritario, extraño para mí en mi vida de todos los días, me puse en pie y le dije a la Gorda y al resto que les tenía una proposición y que podían aceptarla o rehusarla. Si estaban listos para irse de allí yo me hallaba dispuesto a asumir la responsabilidad de llevarlos a otra parte. Si no estaban listos, me sentiría exonerado de toda relación ulterior con ellos.
Sentí un brote de optimismo y seguridad. Nadie dijo nada. Me miraron silenciosamente, como si en su interior sopesaran mi proposición.
– ¿Cuánto tiempo les llevaría juntar todas sus cosas? -pregunté.
– No tenemos cosas -dijo la Gorda-. Nos iremos como estamos. Y nos podemos ir en este mismo minuto si es necesario. Pero si podemos esperar tres días, todo irá mejor.
– ¿Qué pasará con las casas que tienes? -pregunté.
– Soledad se encargará de eso.
Esa era la primera ocasión en que se mencionaba el nombre de doña Soledad, desde la última vez que la había visto. Esto me intrigó tanto que transitoriamente olvidé el drama del momento. Me senté. La Gorda se mostró indecisa a responder a mi pregunta, acerca de doña Soledad. Néstor se adelantó y replicó que doña Soledad andaba por ahí, pero que ninguno de ellos sabía gran cosa de sus actividades. Y venía sin avisarle a nadie, y el arreglo entre ellos consistía en que ellos cuidarían la casa de ella, y viceversa. Doña Soledad sabía que ellos tendrían que irse tarde ó temprano, y que ella asumiría la responsabilidad de hacer lo que fuera necesario para disponer de las propiedades.
– ¿Y como le van a avisar? -pregunté.
– Eso es cosa de la Gorda -respondió Néstor-. Nosotros no sabemos dónde está.
– ¿Dónde está doña Soledad, Gorda? -pregunté.
– ¿Cómo diablos lo voy a saber? -me replicó.
– Pero tú eres quien la llama -dijo Néstor.
La Gorda me miró. Era una mirada casual, pero me dio un escalofrío. Pude reconocer esa mirada; pero, ¿de dónde? Las profundidades de mi cuerpo se agitaron, mi plexo solar adquirió una solidez que nunca antes había sentido. Mi diafragma parecía empujar por su propia cuenta. Me hallaba considerando si debería tenderme en el suelo, cuando de pronto me hallé parado.
– La Gorda no sabe -les advertí-. Yo soy el único que sabe dónde está.
Hubo una conmoción, quizá más en mí que en nadie. Acababa de hacer esa afirmación sin ninguna base racional. Sin embargo, en el momento en que la hice tuve la convicción exacta de que sabía dónde se hallaba. Fue como un relámpago que cruzó mi conciencia. Vi una zona montañosa con picos áridos, muy rugosos; un terreno escabroso, frío y desolado.
Tan pronto como hube hablado, mi subsiguiente pensamiento consciente fue que sin duda había visto ese paisaje en una película y que la presión de estar con esa gente me estaba causando un colapso nervioso.
Les pedí disculpas por desconcertarlos de esa manera tan estrepitosa como involuntaria. Volví a tomar asiento.
– ¿Quieres decir que no sabes por qué dijiste eso? -me preguntó Néstor.
Había elegido cada palabra cuidadosamente. Lo natural, al menos para mi, era que hubiese dicho: "Así que en realidad no sabes dónde está". Les dije que algo desconocido me había posesionado. Les describí el terreno que vi y planteé la certeza que tuve de que doña Soledad se encontraba allí.
– Eso nos pasa seguido -corroboró Néstor.
Me volví hacia la Gorda, quien asintió. Le pedí que se explicara.
– Estas cosas raras y confusas nos han estado viniendo a la cabeza -reforzó la Gorda-. Pregúntale a Lidia, o a Rosa, o a Josefina.
Desde que habían iniciado su nueva organización de vida, Lidia, Rosa y Josefina casi no me hablaban. Se limitaron a saludarme y a hacer comentarios triviales sobre la comida o el tiempo.
Lidia evitó mis ojos. Murmuró que había pensado que en momentos recordaba otras cosas.
– A veces, de veras te odio -me dijo-. Creo que estás haciendo el estúpido. Y después me acuerdo de que estuviste muy enfermo por nosotros. ¿Eras tú?
– Claro que era él -intervino Rosa-. Yo también recuerdo cosas. Me acuerdo de una señora que era muy buena conmigo. Me enseñó a lavarme, y este nagual me cortó el pelo por primera vez, mientras que la señora me tenía agarrada porque yo estaba espantada. Esa señora me quería. Ha sido la única persona que se ha preocupado por mí. Con mucho gusto me hubiera ido a la tumba por ella.
– ¿Quién era esa señora, Rosa? -le preguntó la Gorda con el aliento entrecortado.
– El sabe -afirmó Rosa.
Todos me miraron, esperando una respuesta. Me enojé y le grité a Rosa que no tenía por qué andar afirmando cosas que en realidad eran acusaciones. De ninguna manera yo les estaba mintiendo.
Rosa no se inmutó ante mi estallido. Calmadamente me explicó que se acordaba de la señora diciéndole que yo regresaría algún día, después de estar curado de mi enfermedad. Comprendió que la señora estaba atendiéndome, cuidándome para que yo recuperara la salud; por tanto, tenía que saber quién era ella y dónde estaba, puesto que ya estaba sano.
– ¿De qué estaba enfermo, Rosa? -quise saber.
– Te enfermaste porque no podías seguir con tu mundo -aseveró con la máxima convicción-. Alguien me dijo, y de esto creo que hace mucho tiempo, que tú no estabas hecho para nosotros, lo mismo que Eligio le dijo a la Gorda en su ensueño. Tú te fuiste por eso y Lidia nunca te perdonó. Te va a odiar más allá de este mundo.
Lidia protestó que sus sentimientos hacia mí no tenían nada que ver con lo que Rosa estaba diciendo. Ella simplemente era de temperamento brusco y se enojaba con facilidad ante mis estupideces.
Le pregunté a Josefina si ella también se acordaba.
– Claro que sí -afirmó con una sonrisa-. Pero tú ya me conoces, estoy loca. No puedes confiar en mi. No soy digna de confianza.
La Gorda insistió en escuchar lo que Josefina recordaba, pero ésta no quiso decir nada y todos se pusieron a discutir; finalmente, Josefina se dirigió a mí:
– ¿Qué caso tiene toda esta habladuría de acordarse? Es pura baba -afirmó-. Y no vale un pito.
Josefina pareció haber ganado un punto sobre todos nosotros. Ya no hubo más que decir. Todos empezaron a ponerse en pie para irse.
– Me acuerdo que me compraste ropas bonitas -dijo repentinamente Josefina-. ¿No te acuerdas de cuando me caí de las escaleras de una tienda? Casi me rompí la pierna y tú tuviste que sacarme cargada.
Todos volvieron a tomar asiento con los ojos fijos en Josefina.
– También recuerdo a una vieja loca -continuó-. Me pegaba y me correteaba por toda la casa hasta que tú te enojaste y la paraste.
Me sentí exasperado. Todos pendían de las palabras de Josefina, cuando ella misma nos había dicho que no confiáramos en ella porque estaba loca. Tenía razón. Sus recuerdos eran aberración pura para mí.
– Yo también sé por qué te enfermaste -prosiguió-. Yo estaba ahí. Pero no me acuerdo dónde. Te llevaron al otro lado de la pared de niebla para buscar a esta estúpida Gorda. Me supongo que se habría perdido. No tuviste fuerza para regresar. Cuando te sacaron ya estabas casi muerto.
El silencio que siguió a estas revelaciones fue opresivo. Yo tuve miedo de hacer más preguntas.
– No puedo recordar por qué demonios fue a dar allá la Gor da, o quién te trajo de regreso -continuó Josefina-. Pero sí me acuerdo que estabas tan enfermo que ya no me podías reconocer. Esta estúpida Gorda jura que no te conocía cuando llegaste por primera vez a esta casa hace unos meses. Yo te reconocí al instante. Me acordé de que tú eras el nagual que se enfermó. ¿Quieres saber una cosa? Creo que estas viejas nomás se están haciendo las difíciles. Y también los hombres, en especial ese estúpido Pablito. Tienen que acordarse. Ellos también estaban allí.
– ¿Te puedes acordar dónde estábamos? -pregunté.
– No. No puedo -negó Josefina-. Pero si tú me llevas ahí, lo sabré. Cuando nosotros estábamos allí nos decían los borrachos, porque siempre andábamos mareados. Yo era la menos mareada de todos, por eso me acuerdo bien.
– ¿Quién nos decía borrachos? -pregunté.
– A ti no, sólo a nosotros -replicó Josefina-. No sé quién, el nagual Juan Matus, supongo.
Miré a cada uno de ellos, y cada uno rehuyó mi mirada.
– Estamos llegando al final -murmuró Néstor, como si hablara consigo mismo-. Ya nuestro fin se nos está echando encima.
Parecía estar al borde de las lágrimas.
– Debería sentirme contento y orgulloso porque ya llegamos al final de nuestros días -continuó-. Y sin embargo estoy triste. ¿Puedes explicarme eso, nagual?
De repente, todos estábamos tristes. Incluso la desafiante Lidia había entristecido.
– ¿Qué les pasa a todos ustedes? -pregunté con tono conviviente-. ¿De qué final están hablando?
– Yo creo que todos saben de qué final se trata -manifestó Néstor-. Últimamente he estado experimentando sentimientos extraños. Algo nos llama. Y no nos dejamos ir como deberíamos. Nos aferramos.
Pablito tuvo un verdadero momento de galantería y apuntó que la Gorda era la única entre ellos que no se aferraba a nada. El resto, me aseguró, eran egoístas casi irremediables.
– El nagual Juan Matus nos dijo que cuando sea el momento de irnos de este mundo tendremos un signo -planteó Néstor-. Algo que en verdad nos guste nos saldrá al paso para llevarnos.
– Dijo que no tiene que ser nada grandioso -añadió Benigno-. Cualquier cosilla que nos guste será suficiente.
– Para mí, el signo aparecerá con la forma de los soldaditos de plomo que nunca tuve -me dijo Néstor-. Una hilera de húsares a caballo vendrá para llevarme. ¿Qué será en tu caso?
Recordé que una vez don Juan me había dicho que la muerte se escondía detrás de cualquier cosa imaginable, incluso detrás de un punto en mi cuaderno de notas. Me dio luego la metáfora definitiva de mi muerte. Yo le había dicho que una vez caminando por el Hollywood Boulevard, en Los Ángeles, había oído el sonido de una trompeta que tocaba una vieja, idiota tonada popular. La música venía de una tienda de discos al otro lado de la calle. Nunca antes había oído yo un sonido tan hermoso. Quedé extasiado con él. Me tuve que sentar en la acera. El límpido sonido metálico de esa trompeta se colaba directo a mi cerebro. Lo sentí por encima de mi sien derecha. Me apaciguó hasta que me embriagué con él. Cuando concluyó supe que nunca habría manera de repetir esa experiencia, y tuve el suficiente desapego para no ir corriendo a la tienda a comprar el disco y un equipo estereofónico en el cual tocarlo.
Don Juan dijo que ése había sido un signo que me fue dado por los poderes que gobiernan el destino de los hombres. Cuando me llegue el momento de dejar el mundo, en cualquier forma que sea, escucharé el mismo sonido de esa trompeta, la misma tonada idiota, el mismo trompetista inigualable.
El día siguiente fue frenético para todos. Parecían tener infinitas cosas que hacer. La Gorda dijo que sus quehaceres eran personales y que tenían que ser ejecutados por cada uno de ellos sin ninguna ayuda. Yo también tenía cosas que hacer. Me sentó muy bien quedarme solo. Manejé hasta el pueblo cercano que me había perturbado tanto. Fui directo a la casa que nos fascinara. Toqué a la puerta. Una señora abrió. Le inventé la historia de que yo, de niño, viví en esa casa y que quería verla de nuevo. La señora era muy gentil. Me dejó recorrer la casa, disculpándose reiteradamente por un inexistente desorden.
Había un acopio de recuerdos ocultos en esa casa. Allí se encontraban, podía sentirlos, pero no pude recordar nada.
Al día siguiente, la Gorda salió al amanecer; yo juzgué que estaría fuera todo el día, pero regresó a eso de las doce. Se veía muy molesta.
– Ya vino Soledad y quiere verte -me avisó llanamente.
Sin otra palabra de explicación me llevó a la casa de doña Soledad. Ésta se hallaba a la puerta. Se veía más joven y más fuerte que la última vez que hablé con ella. Sólo le quedaba un leve parecido con la mujer a la que yo había conocido años antes.
La Gorda parecía a punto de soltar las lágrimas. La tensión nerviosa por la que pasábamos hacía que su humor me fuera perfectamente comprensible. Se fue sin decir una palabra.
Doña Soledad dijo que sólo tenía muy poco tiempo para hablar conmigo y que estaba dispuesta a aprovechar hasta el último segundo. Se mostraba extrañamente diferente. Había un tono de urbanidad en cada palabra que decía.
Hice un gesto para interrumpirla y formular una pregunta. Quería saber dónde había estado. Ella me desairó de una manera delicadísima. Escogió cada palabra cuidadosamente, y reafirmó que la falta de tiempo sólo le permitiría decir lo que fuese esencial.
Atisbó en mis ojos durante un momento que me pareció largo y poco natural. Esto me molestó. Durante ese lapso bien pudo hablar conmigo y responderme varias preguntas. Rompió el silencio y empezó a decir lo que yo juzgué puras cosas absurdas. Dijo que me había atacado tal como yo se lo pedí el día en que cruzamos las líneas paralelas por primera vez, y que sólo esperaba que el ataque hubiera sido efectivo y que hubiese cumplido su propósito. Quise gritarle que yo nunca le había pedido nada de eso. No entendía nada de líneas paralelas y todo lo que me decía era insensato. Ella cerró mis labios con su mano. Me eché hacia atrás automáticamente. Pareció entristecerse. Dijo que no había manera de que pudiéramos hablar porque en ese momento estábamos en dos líneas paralelas y ninguno de los dos tenía la energía suficiente para cruzarlas; solamente sus ojos me expresarían su estado de ánimo.
Sin razón aparente comencé a tranquilizarme; algo dentro de mí se sintió cómodo. Advertí que las lágrimas rodaban por mis mejillas. Y después, una sensación increíble me posesionó momentáneamente. Fue un instante, pero lo suficientemente largo como para sacudir los cimientos de mi conciencia, o de mi persona, o de los que yo creo y siento que soy yo mismo. Durante ese breve instante supe que ella y yo nos hallábamos muy próximos el uno al otro en propósito y temperamento. Nuestras circunstancias eran semejantes. Le dije, sin decir palabra alguna, que la nuestra había sido una lucha ardua, pero que esa lucha aún no terminaba. Nunca terminaría. Ella me decía adiós. Me decía que nuestros caminos jamás se volverían a cruzar, que habíamos llegado al fin de un sendero. Una ola perdida de afiliación, de parentesco, surgió desde algún inimaginable rincón oscuro de mí mismo. Fue un relámpago, estalló como una carga eléctrica en mi cuerpo. La abracé; mi boca se movía, decía cosas que no tenían significado para mí. Sus ojos se iluminaron. Ella también me decía algo que yo no podía comprender. Lo único que me era claro era que yo había cruzado las líneas paralelas, y esto no tenía ningún significado pragmático para mí. Había una angustia almacenada dentro de mi, que empujaba hacia afuera. Alguna fuerza inexplicable me hendía. No podía respirar y todo se oscureció.
Sentí que alguien me movía, me sacudía con suavidad. El rostro de la Gorda se volvió nítido. Me hallaba tendido en la cama de doña Soledad, y la Gorda estaba sentada a mi lado. Nos hallábamos solos.
– ¿Dónde está doña Soledad? -pregunté.
– Se fue -respondió la Gorda.
Quería contarle todo a la Gorda. Ella me lo pidió. Abrió la puerta. Todos los aprendices se encontraban afuera, esperándome. Se habían puesto sus ropas más parchadas. La Gor da me explicó que rasgaron las demás que tenían. Ya empezaba a atardecer. Había dormido durante horas. Sin hablar, caminamos a casa de la Gorda, donde mi auto se hallaba estacionado. Todos se apilaron dentro, como niños que van a su paseo dominical.
Antes de subir al auto me quedé contemplando el valle. Mi cuerpo inició una lenta rotación e hizo un círculo completo, como si tuviese voluntad, propósito por sí mismo. Sentí que me hallaba capturando la esencia de ese lugar. Quería conservarlo dentro de mi, pues sabía inequívocamente que nunca lo volvería a ver en esta vida.
Los otros seguramente ya lo habían hecho. Estaban libres de melancolía, reían y se hacían bromas.
Arranqué el auto y nos fuimos. Cuando llegamos a la última curva de la carretera, el sol estaba poniéndose, y la Gorda gritó que me detuviera. Salió del auto y corrió hasta una pequeña colina que se hallaba junto al camino. Trepó a ella y echó una última mirada a su valle. Extendió sus brazos hacia él y trató de inhalarlo.
Descender esas montañas nos tomó un tiempo extrañamente corto; fue un viaje sin ningún tipo de percances. Todos iban callados. Traté de iniciar una conversación con la Gorda, pero ella se negó del todo. Explicó que esas montañas eran posesivas y que exigían ser dueñas de ellos, y que si no guardaban su energía, las montañas nunca los dejarían ir.
Una vez que llegamos a las tierras bajas, todos se animaron mucho más, la Gorda en especial. Parecía burbujear de energía. Incluso me proporcionó informaciones sin ninguna coacción de mi parte. Una de las cosas que dijo fue que el nagual Juan Matus le había dicho, y Soledad se lo confirmó, que había otro lado en nosotros. Al oír esto, los demás se unieron a la conversación con preguntas y comentarios. Todos se encontraban terriblemente confundidos con los extraños recuerdos que tenían de eventos que lógicamente no pudieron haber ocurrido. Puesto que algunos de ellos me habían conocido unos cuantos meses antes, recordarme en un pasado remoto era algo que rebasaba los confines de la razón.
Les hablé de mi encuentro con doña Soledad. Les describí mi sensación de haberla conocido íntimamente desde antes, y sobre todo, la sensación de haber cruzado inequívocamente lo que ella llamaba las líneas paralelas. Esto último les causó una gran agitación; parecía que ya habían escuchado el término con anterioridad, pero yo no estaba seguro de que comprendiesen lo que significaba. Para mí era una metáfora. Pero no podría asegurar si sería lo mismo para ellos.
Cuando nos acercábamos a la ciudad de Oaxaca expresaron el deseo de visitar el lugar donde la Gorda aseguró que don Juan y don Genaro habían desaparecido. Manejé directo hasta ese sitio. Salieron apresuradamente del auto y parecían estar orientándose, olfateando algo, buscando huellas. La Gorda señaló la dirección en la que creía que don Juan y don Genaro se habían ido.
– Cometiste un error terrible, Gorda -dijo Néstor en voz muy alta-. Ese no es el Este, es el Norte.
La Gorda protestó y defendió su opinión. Las mujeres la apoyaron, al igual que Pablito. Benigno no quiso comprometerse; sólo continuaba mirándome como si yo fuera el que proporcionaría la respuesta, lo cual hice. Me referí al mapa de la ciudad de Oaxaca que tenía en el auto. La dirección que la Gorda señalaba ciertamente era el Norte.
Néstor comentó que había estado seguro, desde el primer momento, que su partida del pueblo no fue prematura o forzada en lo más mínimo; el cronometraje había sido correcto. Los otros no tuvieron tal seguridad y sus titubeos fueron a raíz del error de la Gorda. Ellos habían creído, al igual que la Gorda, que el nagual señaló hacia el pueblo, lo cual significaba que debían quedarse allí. Yo admití, después de considerarlo, que a fin de cuentas yo era el único culpable, porque, a pesar de que tenía el mapa, no lo utilicé en aquel momento.
Después les mencioné haber olvidado decirles que uno de los dos hombres, el que yo creí que era don Genaro, nos había llamado con un movimiento de cabeza. Los ojos de la Gorda se abrieron con sorpresa genuina, o incluso alarma. Ella no percibió el gesto, afirmó. La seña sólo había sido para mí.
– ¡Ya estamos! -exclamó Néstor-. ¡Nuestros destinos están sellados!
Se volvió para dirigirse a los demás. Todos ellos hablaban al mismo tiempo. Néstor hizo gestos frenéticos con las manos, para calmarlos.
– Lo único que espero es que todos ustedes hayan hecho lo que tenían que hacer como si nunca fueran a regresar -expresó-. Porque ya no vamos a regresar.
– ¿Nos estás diciendo la verdad? -me preguntó Lidia con una mirada feroz en sus ojos, y los demás me contemplaron llenos de ansiedad.
Les aseguré que yo no tenía ninguna razón para inventarlo. El hecho de que yo hubiese visto a ese hombre haciéndome gestos con la cabeza no tenía ningún significado para mí. Además, ni siquiera estaba convencido de que esos hombres hubieran sido don Juan y don Genaro.
– Eres muy mañoso -dijo Lidia-. A lo mejor nos estás diciendo todo esto para que te sigamos mansamente.
– Oye, un momento -objetó la Gorda-. Este nagual podrá ser todo lo mañoso que quieras, pero jamás haría algo así.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Traté de mediar y tuve que gritar, por encima de sus voces, que lo que hubiese podido ver, de cualquier manera no significaba nada.
Muy cortésmente, Néstor me explicó que Genaro les había dicho que cuando llegara el momento de abandonar el valle, de algún modo él se los haría saber con un movimiento de su cabeza. Todos guardaron silencio cuando les dije que si sus destinos se hallaban sellados por ese evento, lo mismo ocurría con el mío: todos iríamos hacia el Norte.
Después, Néstor nos llevó a un sitio dónde alojarnos, una casa de pensión en la que él se hospedaba cuando hacía sus negocios en la ciudad. Todos se mostraban contentísimos, tanto que me hacían sentir incómodo. Incluso Lidia me abrazó y se disculpó por ser tan problemática. Me explicó que ella le creyó a la Gorda a pie juntillas y por tanto no se habían tomado la molestia de romper sus vínculos definitivamente. Josefina y Rosa parecían estar en un paroxismo de alegría y me daban feroces palmadas en la espalda una y otra vez. Yo quería hablar con la Gorda. Necesitaba discutir nuestro curso de acción. Pero no hubo manera de estar a solas con ella esa noche.
Néstor, Pablito y Benigno salieron muy temprano en la mañana para arreglar unos asuntos. Lidia, Rosa y Josefina también se fueron de compras. La Gorda me pidió que la ayudara a adquirir su ropa nueva. Quería que yo le escogiera un vestido: una selección perfecta que le daría confianza en sí misma, necesaria para ser una guerrera fluida. No sólo le encontré el vestido, sino un atuendo completo.
La llevé a dar un paseo. Vagabundeamos por el centro de la ciudad como un par de turistas, mirando a los indios con sus trajes regionales. Siendo una guerrera sin forma, la Gorda se hallaba perfectamente a gusto en su elegancia. Se veía arrebatadora. Era como si nunca hubiese vestido de otra manera. Yo era quien estaba azorado.
Me resultaba imposible formular las preguntas que quería hacerle a la Gorda, a pesar de que eso debería ser tan fácil para mí. No tenía idea de qué preguntarle. Le dije, con gran seriedad, que su nueva apariencia me afectaba sobremanera. Muy sobriamente, contestó que el transborde de los linderos del afecto era lo que me había alterado.
– Anoche cruzamos unos linderos -añadió-. Soledad ya me había dicho lo que iba a suceder, así es que yo estaba preparada. Pero tú no.
Empezó a explicarme lentamente lo que significaba que la noche anterior hubiéramos transbordado unos linderos de afecto. Enunciaba cada sílaba como si hablara con un niño o con un extranjero. Pero yo no me podía concentrar. Regresamos a nuestra pensión. Necesitaba descansar, y sin embargo terminé saliendo nuevamente. Lidia, Rosa y Josefina no habían podido encontrar nada y querían algo como el atuendo de la Gorda.
A media tarde estaba de vuelta en el hospedaje admirando a las hermanitas. Rosa tenía dificultades con los zapatos de tacón alto. Estábamos haciéndole bromas sobre sus pies cuando la puerta se abrió con lentitud y Néstor hizo su dramática aparición. Vestía un traje azul. Su pelo estaba cuidadosamente peinado y un poco afelpado, como si hubiera usado una secadora. Miró a las mujeres y ellas lo miraron a él. Pablito entró, seguido por Benigno. Los dos estaban impresionantes. Sus zapatos eran nuevecitos y los trajes parecían cortados a la medida.
Mi sorpresa era total al verlos a todos ellos en ropas citadinas. Me recordaban enormemente a don Juan. Quizá me hallaba tan conmocionado al ver a los tres Genaros con sus trajes citadinos, como lo había estado al ver a don Juan vistiendo traje, y sin embargo acepté el cambio instantáneamente. Por otra parte, aunque no me sorprendía la transformación de las mujeres, por alguna razón no podía acostumbrarme a ella.
Pensé que los Genaros habían tenido un mágico golpe de suerte para poder encontrar trajes tan perfectos. Ellos rieron cuando me oyeron entusiasmarme por su suerte. Néstor me aclaró que un sastre les había hecho los trajes desde hacía meses.
– Cada uno de nosotros tiene otro traje -confirmó-. Es más, también tenemos maletas de cuero. Ya sabíamos que nuestra vida en las montañas se había acabado. ¡Y ya estamos listos para partir! Por supuesto, primero tienes que decirnos a dónde vamos. Y también cuánto tiempo nos quedaremos aquí.
Me explicó que tenía algunos viejos asuntos que atender y que necesitaba tiempo para cerrarlos. La Gorda se hizo cargo y con gran seguridad y autorización afirmó que esa noche iríamos tan lejos como el poder nos lo permitiera; consecuentemente, tenían hasta el fin del día para arreglar sus asuntos. Néstor y Pablito se detuvieron en la puerta, titubeaban. Me miraron, esperando alguna confirmación. Pensé que lo menos que podía hacer era ser honesto con ellos, pero la Gorda me interrumpió justo cuando empezaba a decir que no tenía la más remota idea de lo que iríamos a hacer.
– Nos veremos en la banca del nagual al atardecer -dijo la Gorda-. Partiremos de allí. Para entonces debemos haber hecho aquí todo lo que tengamos o queramos hacer, sabiendo que nunca más en esta vida regresaremos.
La Gorda y yo nos quedamos solos una vez que todos se fueron. Con un movimiento abrupto y un tanto torpe, ella se sentó en mis piernas. Era tan ligera, que yo podía hacer que todo su delgado cuerpo se estremeciera con sólo contraer los músculos de mis pantorrillas. Su cabello tenía una fragancia peculiar. Bromeé diciéndole que su perfume era intolerable. Ella reía y se sacudía cuando, de la nada, un sentimiento me llegó… ¿Un recuerdo? Súbitamente era otra Gorda la que estaba sentada en mis piernas, y era obesa, de doble tamaño de la Gorda que conocía. Tuve la sensación de que yo la cuidaba.
El impacto de ese espurio recuerdo me hizo ponerme en pie. La Gorda cayó estrepitosamente al suelo. Le describí lo que acababa de "recordar". Le dije que sólo una vez la había visto cuando era gorda, tan brevemente que no tenía idea de sus rasgos, y, sin embargo, hacía un momento tuve la visión de su rostro cuando era obeso.
No hizo ningún comentario. Se quitó la ropa y se volvió a poner su viejo vestido.
– Todavía no estoy lista para vestirme así -anunció, señalando sus nuevas ropas-. Todavía tenemos otra cosa que hacer antes de que seamos libres. De acuerdo con las instrucciones del nagual Juan Matus, debemos sentarnos juntos en un sitio de poder que él eligió.
– ¿Dónde está ese sitio?
– En alguna parte de las montañas en estos alrededores. Es como una puerta. El nagual me dijo que había una hendidura natural en ese sitio, que ciertos lugares de poder son agujeros en este mundo; si no tienes forma, puedes pasar por uno de esos agujeros hacia lo desconocido, hacia otro mundo. Ese mundo y este mundo en que vivimos están en dos líneas paralelas. Hay muchas posibilidades de que todos nosotros hayamos sido llevados a través de esas líneas una o varias veces, pero no lo recordamos. Eligio está en ese otro mundo. Algunas veces llegamos a él a través del ensueño. Josefina, por supuesto, es la mejor ensoñadora de nosotros. Cruza las líneas todos los días, pero el estar loca la hace indiferente, hasta un poco tonta, así es que Eligio me ayudó a cruzar las líneas pensando que yo era más inteligente y resulté igual de pendeja. Eligio quiere que nos acordemos de nuestro lado izquierdo. Soledad me indicó que el lado izquierdo es la línea paralela a la que estamos viviendo en este momento. Así es que si Eligio quiere que lo recordemos, es porque tuvimos que haber estado allí. Y no en ensueños. Por eso es que todos nosotros recordamos cosas raras de vez en cuando.
Sus conclusiones eran lógicas dadas las premisas con las que operaba. Yo entendía lo que ella estaba diciendo; esos recuerdos desasociados que ninguno solicitaba, estaban empapados de la realidad de la vida cotidiana, y sin embargo no podíamos hallar la secuencia temporal que les correspondía, ninguna apertura en el continuo de nuestras vidas donde pudiesen encajar.
La Gorda se reclinó en la cama. Había desazón en sus ojos.
– Lo que me preocupa es cómo vamos a encontrar ese lugar de poder -se angustió-. Sin eso, no hay manera de hacer el viaje.
– Lo que a mí me preocupa es a dónde voy a llevarlos a todos ustedes y qué voy a hacer contigo -reflexioné.
– Soledad me explicó que iríamos al Norte, cuando menos hasta la frontera -recordó la Gorda-. Algunos de nosotros quizá vayamos más al norte. Pero tú no nos acompañarás hasta el final de nuestro camino. Tú tienes otro destino.
La Gorda se quedó pensativa unos momentos. Frunció el entrecejo con el aparente esfuerzo de ordenar sus pensamientos.
– Soledad me aseguró que tú me vas a llevar a cumplir mi destino -enfatizó-. Yo soy la única de todos nosotros que está a tu cargo.
En todo mi rostro debió pintarse la alarma. Ella sonrió.
– Soledad también me advirtió que estás taponado -prosiguió la Gorda-. Sin embargo, tienes momentos en que si eres un nagual. Dice Soledad que el resto del tiempo eres así como un loco que es lúcido sólo por unos momentos y luego se hunde nuevamente en su locura.
Doña Soledad había usado una imagen que yo podía comprender. En su manera de ver, debí haber tenido un momento de lucidez cuando supe que había cruzado las líneas paralelas. Ese mismo momento, en mi modo de pensar, fue el más incongruente de todos. Doña Soledad y yo ciertamente nos hallábamos en distintas líneas de pensamiento.
– ¿Qué más te dijo? -pregunté.
– Que tenía que forzarme a recordar -respondió-. Se agotó tratando de limpiarme la memoria, por eso ya no pudo tratar conmigo.
La Gorda se levantó; estaba lista para salir. La llevé a pasear por la ciudad. Se veía muy contenta. Iba de lugar en lugar observando todo, deleitando sus ojos en el mundo. Don Juan me había dado esa imagen. Decía que un guerrero sabe que está esperando y también sabe qué es lo que está esperando, y, mientras espera, deleita sus ojos en el mundo. Para él la máxima hazaña de un guerrero era el gozo. Esa día, en Oaxaca, la Gorda seguía las enseñanzas de don Juan al pie de la letra.
Después de la puesta del sol, antes del crepúsculo, nos sentamos en la banca de don Juan. Benigno, Pablito y Josefina llegaron primero. Después de unos minutos, los otros tres se nos unieron. Pablito tomó asiento entre Josefina y Lidia y abrazó a las dos. Todos habían vuelto a ponerse sus viejas ropas. La Gorda se incorporó y empezó a hablarles del sitio de poder.
Néstor se rió de ella y todos los demás le hicieron coro.
– Ya nunca más nos vas a engatusar con tu aire de mando -criticó Néstor-. Ya nos liberamos de ti. Anoche transbordamos los linderos.
La Gorda siguió imperturbable, pero los demás estaban enojadísimos. Tuve que intervenir. Dije en voz alta que quería saber más acerca de los linderos que habíamos transbordado la noche anterior. Néstor explicó que ésos les pertenecían sólo a ellos. La Gorda estuvo en desacuerdo. Parecía que ya iban a empezar a pelearse. Llevé a Néstor a un lado y le ordené que me hablara de los linderos.
– Nuestros sentimientos establecen límites alrededor de cualquier cosa -expuso-. Mientras más queremos algo, más fuerte es el cerco. En este caso nosotros queríamos a nuestra casa, y antes de irnos tuvimos que deshacernos de ese sentimiento. Los sentimientos por nuestra tierra llegaban hasta la cumbre de las montañas que están al oeste de nuestro valle. Ese fue el lindero, y cuando cruzamos la cima de esas montañas, sabiendo que ya nunca regresaríamos, los rompimos.
– Pero yo también sabía que no iba a regresar -dije.
– Es que tú no amabas esas montañas igual que nosotros -replicó Néstor.
– Eso está por verse -terció la Gorda, crípticamente.
– Estábamos bajo su influencia -intervino Pablito, poniéndose en pie y señalando a la Gorda-. Esta nos tenía del pescuezo. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui por culpa de ella. No tiene caso llorar por lo que ya pasó, pero nunca me volverá a suceder lo mismo.
Lidia y Josefina se unieron a Néstor y a Pablito. Benigno y Rosa observaban todo como si ese altercado ya no les incumbiese más.
En ese momento experimenté otro instante de certeza y de conducta autoritaria. Me levanté y, sin ninguna volición consciente de mi parte, anuncié que yo me hacía cargo y que relevaba a la Gorda de cualquier obligación ulterior de hacer comentarios o de presentar sus ideas como única solución. Cuando terminé de hablar me asombré de mi audacia. Todos, inclusive la Gorda, estaban contentísimos.
La fuerza que generó mi explosión fue primero la sensación física de que mis fosas nasales se abrían, y después la certeza de que yo sabía lo que don Juan quería decir y dónde se hallaba con exactitud el lugar al que teníamos que ir para poder ser libres. Cuando mis fosas nasales se abrieron tuve una visión de la casa que me había intrigado.
Les dije a dónde íbamos a ir. Todos aceptaron mis instrucciones, sin discutir e incluso sin comentarios. Pagamos en la pensión y nos fuimos a cenar. Luego, paseamos por la plaza hasta las once de la noche. Fuimos a mi auto, se apilaron ruidosamente dentro de él, y nos encaminamos a ese misterioso pueblo. La Gorda se quedó despierta para hacerme compañía, mientras los demás dormían. Después, Néstor manejó y la Gorda y yo dormimos.
Nos hallábamos en el pueblo cuando despuntó el alba. En ese momento tomé el volante y manejé hacia la casa. La Gorda me pidió que me detuviera un par de cuadras antes de llegar. Salió del auto y empezó a caminar por la alta banqueta. Todos salieron, uno a uno. Siguieron a la Gorda. Pablito vino a mi lado y dijo que debía estacionar el auto en el zócalo, el cual se hallaba a una cuadra de allí. Eso hice.
En el momento en que vi que la Gorda daba la vuelta a la esquina supe que algo le ocurría. Se hallaba extraordinariamente pálida. Vino a mí y me susurró que iba a ir a oír la primera misa. Lidia también quería hacer lo mismo. Las dos atravesaron el zócalo y entraron en la iglesia.
Nunca había visto tan sombríos a Pablito, Néstor y Benigno. Rosa estaba asustada, con la boca abierta, los ojos fijos, sin pestañear, mirando hacia la casa. Solamente Josefina resplandecía. Me dio una amistosa y jovial palmada en la espalda.
– Orate, hijo de la patada -exclamó-. ¡Ya les diste en la mera torre a estos hijos de la chingada!
Rió hasta que casi perdió el aliento.
– ¿Este es el lugar, Josefina? -le pregunté.
– Claro que sí -dijo-. La Gorda siempre iba a la iglesia. Era una verdadera beata en esos tiempos.
– ¿Te acuerdas de esa casa que está ahí? -le pregunté, señalándola.
– Es la casa de Silvio Manuel -respondió.
Todos saltamos al oír ese nombre. Yo experimenté algo similar a una benigna descarga de corriente eléctrica que me pasaba por las rodillas. El nombre definitivamente no me era conocido, y sin embargo mi cuerpo saltó al oírlo. Todo lo que se me ocurrió pensar fue que Silvio Manuel era un nombre sonoro y melodioso.
Los tres Genaros y Rosa se hallaban tan perturbados como yo. Advertí que todos ellos habían palidecido. A juzgar por lo que sentí, yo debía de estar tan pálido como ellos.
– ¿Quién es Silvio Manuel? -finalmente pude preguntarle a Josefina.
– Ahora sí me agarraste -dijo-. No sé.
Josefina reiteró entonces que estaba loca y que nada de lo que dijera debía de tomarse en serio. Néstor le suplicó que nos refiriera todo lo que recordase.
Josefina trató de pensar, pero era del tipo de personas que no funcionan bien bajo presión. Yo sabía que ella podría hacerlo si nadie le preguntaba nada. Propuse que buscáramos una panadería o cualquier lugar dónde comer.
– A mí no me dejaban hacer nada en esa casa; eso es lo único de lo que me acuerdo -dijo Josefina de repente.
Se volvió en torno suyo como si buscara algo, o como si tratara de orientarse.
– ¡Aquí hay algo que falta! -exclamó-. Esto no es exactamente como era.
Traté de ayudarla formulando preguntas que consideré apropiadas, como si eran ciertas casas las que faltaban, o si éstas habían sido pintadas, o si se habían construido otras, pero Josefina no pudo determinar cuál era la diferencia.
Caminamos a la panadería y compramos panes de dulce. Cuando íbamos de regreso al zócalo a esperar a la Gorda y a Lidia, Josefina súbitamente se dio un golpe en la frente como si una idea la hubiera fulminado.
– ¡Ya sé qué es lo que falta! -gritó-: ¡Es esa pinche pared de niebla! Aquí estaba antes. Ahora ya no.
Todos empezamos a hablar al mismo tiempo, haciéndole preguntas acerca de la pared, pero Josefina continuó hablando sin perturbarse, como si no estuviéramos allí.
– Era una pared de niebla que se alzaba hasta el cielo -dijo-. Estaba exactamente aquí. Cada vez que volteaba la cabeza, ahí estaba la pinche pared. Me volvió loca. ¡Hijo de la chingada! Yo andaba bien del coco hasta que esa pared me enloqueció.
"La veía con los ojos abiertos o con los ojos cerrados. Creía que esa pared me andaba siguiendo.
Durante un instante Josefina perdió su vivacidad natural. Una mirada de desesperación apareció en sus ojos. Yo había visto ese tipo de mirada en personas con experiencias psicóticas. Apresuradamente le sugerí que se comiera su pan. Ella se calmo al instante y empezó a comerlo.
– ¿Qué piensas de todo esto, Néstor? -pregunté.
– Tengo miedo -respondió suavemente.
– ¿Te acuerdas de algo?
Negó sacudiendo la cabeza. Interrogué a Pablito y a Benigno con un movimiento de cejas. Ellos negaron con la cabeza.
– ¿Y tú, Rosa? -pregunté.
Rosa saltó cuando oyó que le hablaba. Parecía haber perdido el habla. Tenia un pan en su mano y se le quedó mirando, como si no decidiera qué hacer con él.
– Claro que se acuerda -aseguró Josefina, riendo-, pero está muerta de miedo. ¿A poco no ves que le sale pipí hasta por las orejas?
Josefina parecía creer que su aseveración era broma máxima. Se dobló de la risa y dejó caer el pan al suelo. Lo recogió, le sacudió el polvo y se lo comió.
– Los locos hasta comen mierda -dijo, dándome una palmada en la espalda.
Néstor y Benigno se veían muy azorados con las extravagancias de Josefina. Pero Pablito estaba feliz. Había una mirada de admiración en sus ojos. Sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua como si tal gracia fuese inconcebible.
– Vamos a la casa -nos urgió Josefina-. Allá les platicaré muchas cosas.
Le dije que debíamos esperar a la Gorda y a Lidia; además, aún era muy temprano para molestar a la gentil dama que vivía allí. Pablito dijo que en el curso de su trabajo de carpintería había estado en ese pueblo y conocía una familia que preparaba comida para viajeros. Josefina no quería esperar, era cuestión de ir a la casa o ir a comer. Opté por ir a desayunar y ordené a Rosa que fuera a la iglesia a buscar a la Gorda y a Lidia, pero, galantemente, Benigno se ofreció á esperarlas y llevarlas luego al sitio donde desayunaríamos. Al parecer, él también sabía dónde quedaba.
Pablito no nos llevó directamente allí. En vez de eso, y a petición mía, hicimos una larga desviación. Había un antiguo puente en las afueras del pueblo que yo quería examinar.
Lo había visto desde el auto aquel día en que la Gorda y yo venimos por primera vez. La estructura del puente parecía colonial. Avanzamos por el puente y de pronto nos detuvimos abruptamente a la mitad. Pregunté a un hombre que estaba allí qué tan antiguo era el puente. Respondió que lo había visto toda su vida y que él ya tenía más de cincuenta años de edad. Pensé que el puente ejercía una fascinación única sólo para mí, pero al ver a los demás tuve que concluir que a ellos también los había afectado. Néstor y Rosa estaban jadeando, sin poder respirar. Pablito se sostenía en Josefina, y ella a su vez se sostenía en mí:
– ¿Te acuerdas de algo, Josefina? -pregunté.
– Ese maldito Silvio Manuel está al otro lado del puente -dijo, señalando hacia el otro extremo, que se hallaba como a unos nueve metros.
Miré a Rosa, quien asintió afirmativamente con la cabeza. Susurró que una vez ella había cruzado ese puente con gran temor y que algo la había estado esperando del otro lado para devorarla.
Los dos hombres no podían ofrecer ayuda. Me miraron, perplejos. Cada uno de ellos dijo que tenía miedo sin ninguna razón. Estuve de acuerdo con ellos. Sentí que de noche no me atrevería a cruzar el puente por todo el oro del mundo. No supe por qué.
– ¿Qué más recuerdas, Josefina? -le pregunté.
– Mi cuerpo ahora sí ya se asustó -dijo-. No puedo acordarme de nada más. El maldito Silvio Manuel siempre está en la oscuridad. Pregúntale a Rosa.
Con un movimiento de mi cabeza, invité a Rosa a hablar. Asintió afirmativamente tres o cuatro veces pero no pudo vocalizar sus palabras. La tensión que yo mismo me hallaba experimentando era insólita, pero real. Todos estábamos parados en el puente, a la mitad, sin poder dar otro paso en la dirección que Josefina había señalado. Finalmente, Josefina tomó la iniciativa y dio media vuelta. Regresamos caminando al centro del pueblo. Después, Pablito nos llevó a una casa bastante grande. La Gorda, Lidia y Benigno ya estaban desayunando, y habían ordenado comida para nosotros. Yo no tenía hambre. Pablito, Néstor y Rosa se hallaban ofuscados; Josefina comió con gran apetito. Había un silencio ominoso en la mesa. Nadie quiso verme a los ojos cuando traté de iniciar una conversación.
Después del desayuno caminamos a la casa. Nadie dijo una palabra. Toqué en la puerta y cuando la dama salió le expliqué que deseaba mostrar la casa a mis amigos. La señora titubeó unos momentos. La Gorda le dio algo de dinero y se disculpó por molestarla.
Josefina nos condujo directamente hasta el fondo. No había visto esa parte de la casa cuando estuve antes. Había un patio empedrado, con cuartos distribuidos en torno a él. Unas pesadas herramientas de siembra habían sido almacenadas en los techados corredores. Tuve la sensación de que había visto ese patio cuando no había tanto desorden. Había ocho cuartos, dos en cada uno de los cuatro lados del patio. Néstor, Pablito y Benigno parecían estar a punto de vomitar. La Gorda respiraba profundamente. Tomó asiento con Josefina en una banca hecha en la pared misma. Lidia y Rosa entraron en uno de los cuartos. Repentinamente Néstor pareció tener la necesidad de encontrar algo y desapareció en otro cuarto. Benigno y Pablito hicieron lo mismo.
Me quedé solo con la señora. Quise conversar con ella, hacerle preguntas, averiguar si conocía a Silvio Manuel, pero no pude reunir energía para hablar. Mi estómago estaba hecho un nudo. Mis manos chorreaban perspiración. Lo que me oprimía era una tristeza intangible, el anhelo de algo que no estaba presente, que no se podía formular.
No pude soportarlo. Estaba a punto de despedirme de la señora e irme de la casa cuando la Gorda llegó a mi lado. Me susurró que teníamos que entrar en un cuarto que era visible desde donde nos encontrábamos. Fuimos allí. Era muy grande y vacío, con un gran techo de vigas, oscuro pero aireado.
La Gorda llamó a todos a ese cuarto. La señora tan sólo se nos quedó mirando pero no fue con nosotros. Todos parecían saber precisamente dónde sentarse. Los Genaros lo hicieron a la derecha de la puerta, a un lado del cuarto, y la Gorda y las tres hermanitas se sentaron a la izquierda, en el lado opuesto. Se acomodaron cerca de las paredes. Aunque me hubiera gustado sentarme junto a la Gorda, lo hice en el centro del cuarto. El lugar me pareció apropiado. No supe por qué, pero era como si un orden ulterior hubiera determinado nuestros sitios.
Mientras permanecí sentado allí me envolvió una oleada de extraños sentimientos.
Me hallaba pasivo y en reposo total. Me imaginé como si yo fuera una pantalla cinematográfica en la cual proyectaban sentimientos de tristeza y de anhelo que no eran míos. Pero no había nada que pudiera reconocer como un recuerdo preciso. Permanecimos en ese cuarto más de una hora. Hacia el final sentí que me hallaba a punto de descubrir la fuente de esa tristeza sobrenatural que me estaba haciendo llorar casi sin control. Pero después, tan involuntariamente como nos habíamos sentado allí, nos pusimos en pie y salimos de la casa. Ni siquiera nos despedimos de la señora, no le dimos las gracias.
Nos congregamos en el zócalo. La Gorda afirmó al instante que como ella había perdido la forma humana aún era la cabeza del grupo. Dijo que tomaba esa posición a causa de las conclusiones a las que había llegado en casa de Silvio Manuel. La Gorda parecía esperar algún comentario. El silencio de los demás me era intolerable. Finalmente tuve que decir algo.
– ¿A qué conclusiones llegaste en la casa, Gorda? -le pregunté.
– Creo que todos sabemos cuáles son -me replicó con un tono arrogante.
– No sabemos nada de eso -dije-. Todavía nadie ha dicho nada.
– No tenemos que hablar, sabemos -dijo la Gorda.
Insistí que yo no podía tomar por cierto un evento de tal importancia. Necesitábamos hablar de nuestros sentimientos. En lo que a mí tocaba, sólo podía dar cuenta de haber encontrado una sensación devastadora de tristeza y desesperación.
– El nagual Juan Matus tenía razón -dijo la Gorda-. Te níamos que sentarnos en ese sitio de poder para ser libres. Yo ya soy libre. No sé cómo pasó esto, pero algo se salió de mí cuando estaba sentada allí.
Las tres mujeres estuvieron de acuerdo. Los hombres, no. Néstor dijo que había estado a punto de recordar rostros reales, pero que por más que trató de aclarar su visión algo lo impedía. Todo lo que había experimentado era una sensación de anhelo y de tristeza de hallarse aún en este mundo. Pablito y Benigno dijeron más o menos lo mismo.
– ¿Te das cuenta, Gorda? -dije.
La Gorda parecía molesta; enrojeció y contrajo los músculos del rostro en un gesto de enojo como jamás lo había visto en ella. ¿O acaso ya la había visto así, en alguna otra parte? Arengó al grupo. Yo no podía prestar atención a lo que decía. Me hallaba inmerso en un recuerdo que no tenía forma, pero que se hallaba casi a mi alcance. Para sostenerlo parecía que yo necesitaba el impulso continuo de la Gorda. Mi atención estaba fija en el sonido de su voz, en su ira. En un momento determinado, cuando ella atenuaba su enojo le grité que era mandona. Eso en verdad la molestó. La observé unos momentos. Estaba recordando a otra Gorda, otro tiempo; una Gorda obesa, iracunda, que con sus puños golpeaba mi pecho. Recordé que yo reía al verla enojada, y que trataba de aplacarla como si fuera una niña. El recuerdo concluyó al momento en que la Gorda trató de hablar. Al parecer, ella se había dado cuenta de lo que yo hacía.
Me dirigí a todos y les dije que nos hallábamos en una situación precaria: algo desconocido se cernía sobre nosotros.
– No se cierne sobre nosotros -dijo la Gorda secamente-. Ya lo llevamos encima. Y yo creo que ustedes saben de qué se trata.
– Yo no, y creo hablar por el resto de los hombres -le dije.
Los tres Genaros asintieron.
– Nosotros ya hemos vivido en esa casa, cuando estábamos en el lado izquierdo -explicó la Gorda-. Yo me sentaba en ese recoveco en la pared a llorar, porque no daba con qué era lo que tenía que hacer. Creo que si me hubiera podido quedar hoy un poquito más de tiempo en ese cuarto, habría recordado todo. Pero algo me empujó a salir de ahí. Yo acostumbraba sentarme en ese cuarto cuando había más gente allí. No pude recordar las caras, por desgracia. Sin embargo, otras cosas se aclararon cuando hoy me senté ahí. No tengo forma. Las cosas me vienen, buenas o malas. Por ejemplo, me volví a agarrar de mi antigua arrogancia y mi deseo de andar enojada. Pero también saqué otras cosas, cosas buenas.
– Yo también -dijo Lidia con voz ronca.
– ¿Cuáles son las cosas buenas? -le pregunté.
– Creo que estaba mal odiarte -dijo Lidia-. Ese odio me impedirá poder volar. Eso me dijeron en ese cuarto los hombres y las mujeres.
– ¿Qué hombres y qué mujeres? -preguntó Néstor con un tono de temor.
– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -dijo Lidia-. Tú también estabas ahí. Todos nosotros estábamos ahí.
– ¿Quiénes eran esos hombres y esas mujeres, Lidia? -le pregunté.
– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -repitió.
– ¿Y tú, Gorda? -pregunté.
– Ya te dije que no puedo recordar ninguna de las caras o algo en concreto -dijo-. Pero si sé una cosa: todo lo que hayamos hecho en esa casa fue en el lado izquierdo. Cruzamos, o alguien nos hizo cruzar, las líneas paralelas. Esos recuerdos extraños que tenemos son de ese tiempo, de ese mundo.
Sin ningún acuerdo verbal, abandonamos el zócalo al unísono y nos encaminamos al puente. La Gorda y Lidia corrieron delante de nosotros. Cuando llegamos al sitio encontramos a las dos detenidas exactamente donde nosotros lo habíamos hecho antes.
– Silvio Manuel está en la oscuridad -me susurró la Gorda, con los ojos fijos en el otro lado del puente.
Lidia temblaba. También trató de hablar conmigo. No pude comprender lo que estaba voceando.
Jalé a todos y los retiré del puente. Pensé que quizá si pudiésemos juntar lo que sabíamos de ese lugar, podríamos arreglarlo en una forma que nos ayudaría a comprender nuestro dilema.
Nos sentamos en el suelo, a unos cuantos metros del puente. Había mucha gente arremolinándose en torno, pero nadie nos prestaba atención.
– ¿Quién es Silvio Manuel, Gorda? -pregunté.
– Nunca había oído ese nombre hasta ahora -dijo-. No conozco a ese hombre, y sin embargo lo conozco. Me llega algo como oleadas cuando escucho su nombre. Josefina me lo dijo cuando estábamos en la casa. Desde ese momento, cosas han empezado a llegarme a la mente o a la boca, igualito que a Josefina. Nunca pensé que un día yo acabaría siendo como Josefina.
– ¿Por qué dijiste que Silvio Manuel está en la oscuridad? -pregunté.
– No tengo idea -dijo-, y sin embargo todos sabemos que ésa es la verdad.
Insté a las mujeres para que hablaran. Ninguna emitió palabra. La tomé contra Rosa. Había estado a punto de decir algo tres o cuatro veces. La acusé de ocultarnos algo. Su cuerpecito se convulsionó.
– Cruzamos este puente y Silvio Manuel nos estaba esperando al otro lado -dijo, con una voz apenas audible-. Yo fui la última. Yo oí los gritos de los demás cuando él se los devoraba. Quise huir corriendo, pero ese demonio de Silvio Manuel estaba en los dos lados del puente. No había cómo escapar.
La Gorda, Lidia y Josefina estuvieron de acuerdo. Les pregunté si se trataba sólo de una sensación vaga y general que habían tenido o si era algo preciso, que se podía seguir paso a paso. La Gorda dijo que para ella había sido exactamente como Rosa lo había descrito, un recuerdo que podía seguir paso a paso. Las otras dos estuvieron de acuerdo.
En voz alta me pregunté qué había ocurrido con la gente que vivía en torno al puente. Si las mujeres gritaron como Rosa dijo que lo habían hecho,`los transeúntes tenían que haberlas oído; los gritos debieron haber causado una conmoción. Por un instante imaginé que todo el pueblo había colaborado en una conjura. Un escalofrío me recorrió. Me volví hacia Néstor y abruptamente le expresé la dimensión total de mi miedo.
Néstor dijo que el nagual Juan Matus y Genaro, en verdad eran guerreros de logros supremos y que, como tales, eran seres solitarios. Sus contactos con la gente eran de uno en uno. No había posibilidad de que todo el pueblo, o cuando menos la gente que vivía alrededor del puente, estuviera coludida con ellos. Para. que eso ocurriera, dijo Néstor, toda esa gente habría tenido que ser guerrera, lo cual era prácticamente imposible.
Josefina se puso de pie y comenzó a caminar en círculo a mi alrededor, mirándome de arriba abajo despectivamente.
– Tú sí que eres un descarado -me dijo-. Haciéndote el que no sabe nada, cuando tú mismo estuviste aquí. ¡Tú nos trajiste aquí! ¡Tú nos empujaste a ese puente!
Los ojos de las mujeres se volvieron amenazantes. Me volví hacia Néstor en busca de ayuda.
– Yo no recuerdo nada -dijo-. Este lugar me da miedo, eso es todo lo que sé.
Volverme hacia Néstor fue una excelente maniobra de mi parte. Las mujeres lo acometieron.
– ¡Claro que te acuerdas! -chilló Josefina-. Todos nosotros estábamos aquí. ¿Qué clase de pendejo eres?
Mi investigación requería un sentido de orden. Los alejé del puente. Pensé que, siendo personas tan activas, les resultaría mucho más fácil hablar caminando que permaneciendo sentados, como yo habría preferido.
Mientras caminábamos, la ira de las mujeres se desvaneció tan rápidamente como había surgido. Lidia y Josefina se mostraron más locuaces. Afirmaron una y otra vez sus sensaciones de que Silvio Manuel era pavoroso. Sin embargo, ninguna de ellas podía recordar haber sido lastimada físicamente; sólo recordaban haber estado paralizadas por el terror. Rosa no dijo una sola palabra, pero con gestos expresó su aprobación a todo lo que las otras decían. Les pregunté si había sido de noche cuando trataron de cruzar el puente. Tanto Lidia como Josefina respondieron que había sido de día. Rosa se aclaró la garganta y susurró que había sido de noche. La Gor da clarificó la discrepancia, explicando que había sido en el crepúsculo de la mañana, o un poco antes.
Llegamos al final de una calle corta y automáticamente nos regresamos hacia el puente.
– Es la simplicidad misma -dijo la Gorda súbitamente, como si todo se le hubiera aclarado-. Estábamos cruzando, o mejor dicho, Silvio Manuel nos estaba haciendo cruzar las líneas paralelas. Ese puente es un sitio de poder, un agujero del mundo, una puerta al otro. Nos pasamos por ese hueco. El paso nos debe de haber dolido mucho, porque mi cuerpo está asustado. Silvio Manuel nos esperaba en el otro lado. Ninguno de nosotros puede recordar su cara, porque Silvio Manuel es la oscuridad. Nunca enseñaba la cara. Sólo le podíamos ver los ojos.
– Un ojo -dijo Rosa calladamente, y miró hacia otra parte.
– Todos los que estamos aquí, incluyéndote a ti -me dijo la Gorda-, sabemos que la cara de Silvio Manuel está en la oscuridad. Uno nomás podía oírle la voz: suave, como tos apagada.
La Gorda dejó de hablar y empezó a examinarme de una manera que me hizo sentir autoconsciente. Sus ojos tenían una expresión malévola.
Me parecía que ella se guardaba algo que sabía. Le pregunté qué era. Ella lo negó, pero admitió que tenía cantidades de sentimientos que no tenían base y que no quería explicar. La presioné y después exigí que las mujeres hicieran un esfuerzo para recordar lo que les había ocurrido en el otro lado del puente. Cada una de ellas sólo podía recordar haber oído los gritos de las demás.
Los tres Genaros permanecieron fuera de la discusión. Le pregunté a Néstor si tenía alguna idea de lo que había ocurrido. Su sombría respuesta fue que todo eso rebasaba su comprensión.
Entonces tomé una decisión rápida. Me pareció que la única ruta abierta a nosotros era cruzar el puente. Los junté a todos para regresar al puente y cruzarlo, juntos, como equipo. Los hombres estuvieron de acuerdo instantáneamente, pero las mujeres no. Después de agotar todos mis razonamientos, finalmente tuve que empujar y arrastrar a Lidia, Rosa y Josefina.
La Gorda se mostraba renuente a ir, pero parecía estar intrigada por la posibilidad. Avanzó conmigo sin ayudarme con las mujeres, y los Genaros hicieron lo mismo; emitían risitas nerviosas ante mis intentos de agrupar a las hermanitas, pero no movieron un dedo para auxiliarme. Caminamos hasta el punto donde antes nos habíamos detenido. Allí sentí de repente una total falta de energía para detener a las tres mujeres. Le grité a la Gorda que me ayudara. Ella hizo un esfuerzo vago por atrapar a Lidia cuando el grupo perdió la cohesión y todos ellos, salvo la Gorda, se dispersaron precipitadamente, tropezando y bufando, hasta ponerse a salvo en la calle. La Gorda y yo nos quedamos como si estuviésemos pegados a ese puente, sin poder avanzar adelante y teniendo que retirarnos a regañadientes.
La Gorda me musitó en el oído que no debía tener miedo en lo más mínimo, porque en realidad era yo quien las había estado esperando del otro lado. Añadió que se hallaba convencida de que yo sabía que el ayudante de Silvio Manuel era yo. Pero que no me atrevía a revelárselo a nadie.
En ese momento, mi cuerpo se sacudió con una furia que rebasaba mi control. Sentí que la Gorda no tenía por qué hacer esas aseveraciones o tener esos sentimientos. La prendí del pelo y la hice dar vueltas a tirones. En la cúspide de mi ira me di cuenta de lo que hacía y me contuve. Le pedí disculpas y la abracé. Un sobrio pensamiento llegó a mi rescate. Le dije que ser líder me estaba erizando los nervios, la tensión era cada vez más intensa conforme progresábamos. Ella no estuvo de acuerdo. Se aferró tercamente a su aseveración de que Silvio Manuel y yo éramos totalmente íntimos; agregó que como ella me recordó a mi amo, yo reaccioné con ira. Era una fortuna que ella hubiera sido confiada a mi cuidado, me dijo; de otra manera probablemente la habría tirado al río.
Regresamos. Los demás se hallaban a salvo, más allá del puente, observándonos con inequívoco temor. Una condición muy peculiar de ausencia de tiempo parecía prevalecer. No había gente alrededor. Debimos haber estado en el puente cuando menos cinco minutos y ni una sola persona se desplazó por allí como sucedería en cualquier vía durante las horas de trabajo.
Sin decir palabra caminamos de vuelta al zócalo. Nos hallábamos peligrosamente débiles. Yo tenía un vago deseo de quedarme en el pueblo un poco más, pero subimos al auto y avanzamos hacia el Fuste, hacia la costa del Atlántico. Néstor y yo nos turnamos para manejar, deteniéndonos tan sólo a comer, hasta que llegamos a Veracruz. Esa ciudad era terreno natural para nosotros. Yo sólo había estado allí una vez, y ellos ni una sola. La Gorda creía que una ciudad desconocida como ésa era el lugar adecuado para despojarnos de nuestras viejas envolturas. Nos registramos en un hotel y de allí ellos procedieron a rasgar sus viejas ropas hasta convertirlas en jirones. La excitación de estar en una nueva ciudad hizo maravillas para su moral y su sentimiento de bienestar.
Nuestra siguiente parada fue la Ciudad de México. Nos quedamos en un hotel junto a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos hospedado una vez. Durante dos días fuimos perfectos turistas. Fuimos de compras y visitamos la mayor cantidad posible de sitios turísticos. La Gorda y las hermanitas simplemente se veían deslumbrantes. Benigno compró una cámara en una casa de empeño. Disparó cuatrocientas veinticinco tomas con la cámara sin rollo. En un sitio, mientras admirábamos los estupendos mosaicos de las paredes, un policía me preguntó de dónde eran esas esplendorosas extranjeras. Supuso que yo era un guía de turistas. Le dije que eran de Sri Lanka. Me lo creyó y se maravilló porque casi parecían mexicanas.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, nos hallábamos en la oficina de aviación hacia la cual una vez don Juan me había empujado. Cuando me dio el empellón yo entré por una puerta y salí por otra, pero no a la calle, como debía, sino a un mercado que se encontraba a más de un kilómetro de allí, donde presencié las actividades de la gente.
La Gorda especuló que la oficina de aviación era también, como el puente, un sitio de poder, una puerta para cruzar de una línea paralela a la otra. Dijo que evidentemente el nagual me había empujado por esa apertura, pero yo me quedé atrapado a la mitad del camino entre los dos mundos, y así había observado la actividad del mercado sin formar parte de ella. Dijo que el nagual, naturalmente, había tratado de empujarme hasta el otro lado, pero mi obstinación lo impidió y terminé en la misma línea de donde venía: en este mundo.
Caminamos de la oficina de aviación hasta el mercado, y de allí a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos sentado después de la experiencia de la oficina. Había estado muchas veces con él en ese parque. Sentí que era el lugar más apropiado para hablar sobre el curso de nuestras acciones futuras.
Mi intención era recapitular todo lo que habíamos hecho para dejar que el poder de ese lugar decidiera cuál debía de ser nuestro paso siguiente. Después de nuestro deliberado intento de cruzar el puente, yo había tratado, sin éxito, de encontrar una manera de relacionarme con mis compañeros como grupo. Nos sentamos en unos escalones de piedra y empecé con la idea de que, para mí, el conocimiento se hallaba fusionado con las palabras. Les dije que yo creía muy seriamente que si un evento o experiencia no se formulaba en un concepto, estaba condenado a disiparse; por tanto, les pedí que expusieran sus consideraciones individuales de nuestra situación.
Pablito fue el primero en hablar. Pensé que eso era extraño, puesto que había estado extraordinariamente silencioso hasta ese momento. Se disculpó porque lo que iba a decir no era algo que hubiera recordado o sentido, sino una conclusión que se basaba en todo lo que sabía. Dijo que no tenía problema en comprender lo que las mujeres contaron que había ocurrido en el puente. Sostuvo Pablito que habían sido obligados a cruzar del lado derecho, el tonal, al lado izquierdo, el nagual. Lo que había espantado a todos era el hecho de que alguien más estaba en control, forzando el cruce. Tampoco tenía problema en aceptar que yo fui el que entonces ayudó a Silvio Manuel. Apoyó su conclusión con la aseveración de que sólo días antes él me había visto hacer lo mismo: empujar a todos hacia el puente. Pero esta vez no tuve a nadie que me ayudara desde el otro lado, no estaba allí Silvio Manuel para jalárselos.
Traté de cambiar el tema y procedí a explicarles que olvidar como nosotros habíamos olvidado, se le llama amnesia. Lo poco que sabía acerca de la amnesia no era suficiente para esclarecer nuestro caso, pero sí bastó para hacerme creer que no podíamos olvidar como si fuera por decreto. Les dije que alguien, posiblemente don Juan, debió hacer algo insondable con nosotros. Y yo quería averiguar exactamente qué había sido.
Pablito insistió en que para mí era importante comprender que era yo quien había estado confabulado con Silvio Manuel. Insinuó luego que Josefina y Lidia le habían hablado a fondo del papel que yo había desempeñado al forzarlas a cruzar las líneas paralelas.
No me sentí a gusto discutiendo ese tema. Comenté que nunca había oído hablar de las líneas paralelas hasta el día en que hablé con doña Soledad; y, sin embargo, no había tenido escrúpulos en adoptar la idea inmediatamente. Les dije que yo comprendí al instante a lo que ella se refería. Incluso quedé convencido de que yo mismo había cruzado las líneas cuando creí estar recordándola. Cada uno de los demás, con excepción de la Gorda, aseguró que la primera vez que había oído mencionar las líneas paralelas fue cuando yo hablé de ellas. La Gorda dijo que supo de ellas por medio de doña Soledad, poco antes de que yo lo hiciera.
Pablito de nuevo intentó hablar de mi relación con Silvio Manuel. Lo interrumpí. Dije que cuando todos nosotros nos hallábamos en el puente tratando de cruzarlo, no pude reconocer que yo -y posiblemente todos ellos- había entrado en un estado de realidad no-ordinaria. Sólo me di cuenta del cambio cuando advertí que no había otra gente en el puente. Nosotros éramos los únicos que habíamos estado allí. Era un día despejado, pero de súbito los cielos se nublaron y la luz de la mañana se convirtió en crepuscular. Yo estuve tan atareado con mis temores y con mis interpretaciones personales en ese momento, que no logré advertir ese cambio tan pavoroso. Cuando nos retiramos del puente percibí que de nuevo la gente circulaba por allí. ¿Pero qué había ocurrido con ellos cuando nosotros intentábamos el cruce?
La Gorda y el resto de ellos no habían notado nada: de hecho no se habían dado cuenta de ningún cambio hasta el momento exacto en que yo los describí. Todos se me quedaron viendo con una mezcla de irritación y temor. Pablito de nuevo tomó la iniciativa y me acusó de tratar de desviarlos hacia algo que ellos no querían. No fue específico, pero su elocuencia bastó para que todos lo apoyaran. Repentinamente, una horda de brujos iracundos se me vino encima. Me tomó un largo rato calmarlos. Les expliqué mi necesidad de examinar, desde todos los puntos de vista posibles, algo tan extraño y abarcante como fue nuestra experiencia en el puente. Finalmente se apaciguaron, pero no porque los convenciera con mis raciocinios sino a causa de la fatiga emocional. Todos ellos, incluyendo a la Gorda, habían apoyado vehementemente la posición de Pablito.
Néstor introdujo otro tren de pensamiento. Sugirió que posiblemente yo era un enviado involuntario que no me daba plena cuenta del alcance de mis acciones. Añadió que simplemente no podía creer, como los demás, que yo estaba consciente de que se me había dejado la tarea de malencaminarlos. Sentía que en verdad yo no me daba cuenta que los estaba llevando a la destrucción, y sin embargo eso era exactamente lo que yo hacía. Néstor creía que había dos maneras de cruzar las líneas paralelas: por medio del poder de otro o a través de nuestro propio poder. Su conclusión final era que Silvio Manuel los había hecho cruzar asustándolos tan intensamente que algunos de ellos ni siquiera recordaban haberlo hecho. La tarea que se les designó y que debían cumplir consistía en cruzar mediante su propio poder; y la mía era impedirlo.
Benigno habló entonces. Dijo que, en su opinión, lo último que don Juan había hecho con los aprendices hombres fue ayudarlos a cruzar las líneas paralelas haciéndolos saltar hacia un abismo. Benigno creía que en realidad ya teníamos bastantes conocimientos acerca de cómo cruzar, pero que aún no era el tiempo dado para lograrlo de nuevo. En el puente nadie pudo dar un paso más porque el momento no era apropiado. Estaban en lo correcto, por tanto, al creer que yo había tratado de destruirlos al forzarlos a cruzar. Pensaba que pasar las líneas paralelas con plena conciencia significaba para todos ellos un paso final, un paso que se debería dar sólo cuando ya estuviesen listos a desaparecer de esta tierra.
Lidia me encaró después. No hizo ninguna aseveración pero me desafió a que recordara cómo primero la persuadí para ir al puente. Agresivamente afirmó qué yo no era aprendiz del nagual don Juan sino de Silvio Manuel, y que Silvio Manuel y yo nos habíamos devorado el uno al otro.
Tuve otro ataque de rabia, como con la Gorda en el puente. Me contuve a tiempo. Un pensamiento lógico me tranquilizó. Me dije, una vez que lo único que me interesaban eran los análisis.
Le expliqué a Lidia que era inútil provocarme de esa manera. Pero ella no quiso detenerse. Gritó que Silvio Manuel era mi amo y que por esa razón yo no era parte de ellos en lo más mínimo. Rosa añadió que Silvio Manuel me dio todo lo que yo era.
Le dije a Rosa que ella no sabía ni siquiera cómo hablar, que debió decir que Silvio Manuel me había dado todo lo que yo tenía. Ella defendió su aseveración, Silvio Manuel me había dado lo que yo era. La Gorda también la apoyó y dijo que se acordaba de una vez en que yo me había enfermado de tal manera que ya no tenía más recursos; fue entonces cuando Silvio Manuel tomó control y me imbuyó nueva vida. La Gorda dijo que era mucho mejor para mí conocer mis verdaderos orígenes que seguir como había hecho hasta ese momento, con la idea de que el nagual Juan Matus era quien me había ayudado. Insistió en que yo tenía la atención fija en el nagual porque su predilección eran las palabras. Silvio Manuel, por otra parte, era la oscuridad silenciosa. Explicó que para seguirlo tenía que cruzar las líneas paralelas, pero para seguir al nagual Juan Matus todo lo que yo necesitaba hacer era hablar de él.
Todo lo que decían sólo era insensatez para mí. Estaba a punto de responder con lo que consideré una idea brillante, cuando mi tren -de pensamiento literalmente se descarriló. Ya no podía pensar en cuál era mi razonamiento, a pesar de que sólo un segundo antes era la claridad misma. En cambio, un recuerdo sumamente curioso me acosó. No era la sensación vaga de algo, sino el recuerdo duro y real de un evento. Recordé qué una vez me hallaba con don Juan y con otro hombre cuyo rostro no podía precisar. Los tres hablábamos de algo que yo percibía como un rasgo del mundo. A tres o cuatro metros a mi derecha se hallaba un inconmensurable banco de niebla amarilla que, hasta donde yo podía establecer, dividía al mundo en dos. Iba del suelo al cielo, al infinito. Al hablar con los dos hombres, la mitad del mundo de mi izquierda se hallaba intacta, y la mitad a mi derecha estaba velada por la niebla. Me di cuenta de que el eje del banco de niebla iba del Oriente al Occidente. Hacia el Norte se hallaba el mundo que yo conocía. Recordé que le pregunté a don Juan qué ocurría en el mundo al sur de esa línea. Don Juan hizo que me volviera unos cuantos grados hacia mi derecha, y vi que la pared de niebla también se deslizaba cuando yo movía la cabeza. El mundo se hallaba dividido en dos en un nivel que mi intelecto no podía comprender. La división parecía real, pero el lindero no podía existir en un plano físico; de alguna manera tenía que hallarse en mí mismo.
Había otra faceta más de este recuerdo. El otro hombre dijo que era una gran hazaña dividir el mundo en dos, pero era aun un mayor logro cuando un guerrero tenía la serenidad y el control de detener la rotación de la pared. Dijo que la pared no se hallaba dentro de nosotros; estaba, por cierto, en el mundo de afuera, dividiéndolo en dos y rotando cuando movíamos la cabeza, como si se hallara pegada a nuestra sien derecha. La gran hazaña de mantener la pared inmóvil permitía al guerrero encararla y le confería el poder de pasar a través de ella cada vez que así lo deseara.
Cuando les conté a los aprendices lo que acababa de recordar, las mujeres quedaron convencidas de que el otro hombre era Silvio Manuel. Josefina, como experta de la pared de niebla, explicó que la ventaja que Eligio tenía sobre los demás consistía en su capacidad de inmovilizar la pared para así poder atravesarla a voluntad. Josefina añadió que es más fácil traspasarla en ensueños, porque ésta entonces no se mueve.
La Gorda parecía haber sido afectada por una serie de recursos quizá dolorosos. Toda ella se sacudía involuntariamente hasta que estalló en palabras. Dijo que ya no le era posible negar el hecho de que yo era el ayudante de Silvio Manuel. El nagual mismo le había advertido que yo la haría mi esclava si ella no era cuidadosa. Incluso Soledad le aconsejó que me vigilara porque mi espíritu tomaba prisioneros y los retenía como siervos, lo cual era algo que sólo Silvio Manuel podía hacer. El me había hecho su esclavo y yo a mi vez esclavizaría a cualquiera que estuviese próximo a mí. Aseveró que ella había vivido bajo mi embrujo hasta el momento en que se sentó en ese cuarto en la casa de Silvio Manuel, cuando repentinamente algo se le quitó de sus hombros.
Me puse en pie. Había un vacío en mi estómago y literalmente me tambaleé bajo el impacto de lo que dijo la Gorda. Había estado plenamente convencido de que podía contar con su ayuda bajo cualquier circunstancia. Me sentí traicionado. Pensé que sería perfectamente apropiado hacerle conocer mis sentimientos, pero un sentido de sobriedad llegó a mi rescate, En vez de eso, les dije que yo había llegado a la conclusión imparcial de que, como guerrero, don Juan había cambiado el curso de mi vida, para bien. Yo había sopesado una y otra vez lo que él había hecho conmigo y la conclusión siempre fue la misma: don Juan me trajo la libertad. La libertad era todo lo que yo conocía, y eso era todo lo que yo ofrecía a quien fuera el que se acercase a mí.
Néstor tuvo un gesto de solidaridad conmigo. Exhortó a las mujeres a que abandonasen su animosidad. Me miró con el gesto de alguien que no puede comprender pero que quiere hacerlo. Dijo que yo no formaba parte de ellos, que en verdad yo era un pájaro solitario. Ellos me habían necesitado por un momento para romper sus linderos de afecto y de rutina. Ahora que eran libres, no tenían más barreras. Quedarse conmigo indudablemente sería agradable, pero un peligró mortal para ellos.
Parecía hallarse profundamente conmovido. Vino a mi lado y puso su mano sobre mi hombro. Dijo que tenía la sensación de que ya nunca más volveríamos a vernos sobre la faz de esta tierra. Lamentaba que fuésemos a separarnos como gente mezquina: riñendo, quejándonos, acusándonos. Me dijo que hablando en nombre de los demás, pero no en el suyo propio, me iba a pedir que me fuera, puesto que ya no había más posibilidades de continuar juntos. Añadió que había cambiado de opinión, en un principio se había reído de la Gorda cuando ella nos sugirió que formásemos una serpiente. Ya no creía que la idea fuera ridícula. Había sido nuestra última oportunidad de triunfar como grupo.
Don Juan me había enseñado a aceptar mi suerte humildemente.
– El sino de un guerrero es inalterable -una vez me había dicho-: El desafío consiste en cuán lejos puede uno llegar dentro de esos rígidos confines y qué tan impecable puede una ser.
Si hay obstáculos en su camino, el guerrero intenta, impecablemente, superarlos. Si encuentra dolor y privaciones insoportables en su sendero, el guerrero llora, sabiendo que todas sus lágrimas puestas juntas no cambiarían un milímetro la línea de su sino.
Mi decisión original de dejar que el poder señalara nuestro paso siguiente había sido correcta. Me puse en pie. Los otros me volvieron la espalda. La Gorda fue a mi lado y me dijo, como si nada hubiese ocurrido, que yo debía dejarlos allí y que ella me buscaría y se uniría a mí después. Quise replicar que yo no veía ninguna razón para que se reuniera conmigo. Ella misma había elegido unirse a los demás. La Gorda pareció leer en mí el sentimiento que yo tenía de haber sido traicionado. Calmadamente me aseguró que como guerreros ella y yo teníamos que cumplir juntos nuestro destino, a pesar de ser tan mezquinos.