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SEGUNDA PARTE: EL ARTE DE ENSOÑAR

VI. Perder la forma humana

Unos cuantos meses después, tras ayudar a todos a reubicarse en diferentes partes de México, la Gorda estableció su residencia en Arizona. Empezamos entonces a desentrañar la parte más misteriosa y más honda de nuestro aprendizaje. En un principio nuestra relación fue más bien tensa. Me resultaba muy difícil rebasar mis sentimientos sobre la manera como nos habíamos despedido en la Alameda. Aunque la Gorda sabía dónde estaban establecidos los demás, nunca me dijo nada. Ella comprendía que era superfluo para mí estar enterado de las actividades de ellos.

En la superficie todo parecía marchar bien entre la Gorda y yo. No obstante, yo retenía un amargo resentimiento porque se había aunado a los demás en contra mía. Nunca lo expresé, pero allí estaba. La ayudé e hice todo lo que pude por ella como si nada hubiera ocurrido, pero eso se encontraba bajo la rúbrica de la impecabilidad. Era mi deber, y, por cumplirlo, alegremente habría marchado hacia la muerte. Con todo propósito me concentré en guiarla y entrenarla en las complejidades de la moderna vida urbana; incluso estaba aprendiendo inglés. Sus progresos eran fenomenales.

Tres meses transcurrieron sin que casi nos diéramos cuenta. Pero un día, cuando me hallaba en Los Ángeles, desperté muy temprano en la mañana con una intolerable presión en mi cabeza. No era un dolor de cabeza; más bien se trataba de un peso muy intenso en los oídos. También lo sentí en los párpados y en el paladar. Me hallaba febril, pero el calor sólo moraba en mi cabeza. Hice un débil intento por sentarme. Por mi mente pasó la idea de que era víctima de un derrame cerebral. Mi primera reacción fue pedir ayuda, pero de alguna manera logré serenarme y traté de subyugar mi temor. Después de un rato la presión de mi cabeza empezó a disminuir, pero también empezó a deslizarse hacia la garganta. Boqueé en busca de aire, carraspeando y tosiendo durante un tiempo; después la presión descendió lentamente hacia mi pecho, a mi estomago, a la ingle, a las piernas, y hasta los pies, por donde finalmente abandonó mi cuerpo.

Lo que me había ocurrido, fuese lo que fuese, se llevó dos horas en desplegarse. Durante esas dos agotadoras horas era como si algo que se hallaba dentro de mi cuerpo en verdad se desplazara hacia abajo, saliendo de mí. Imaginé una alfombra que se enrolla. Otra imagen que se me ocurrió fue la de una burbuja que se movía dentro de la cavidad de mi cuerpo. Prescindí de esa imagen en favor de la primera, porque el sentimiento era de algo que se enrollaba. Al igual que una alfombra que es enrollada, la presión se volvía cada vez más pesada, cada vez más dolorosa, conforme descendía. Las dos áreas en las que el dolor fue agudísimo eran las rodillas y los pies, especialmente el pie derecho, que siguió caliente media hora después de que todo el dolor y la presión habían desaparecido.

La Gorda, cuando hubo oído mi recuento, dijo que esta vez, con toda seguridad, había perdido mi forma humana, que me había deshecho de todos mis salvaguardas, o la mayoría de ellos. Tenía razón. Sin saber cómo, e incluso sin darme cuenta de cómo ocurrió, me encontré en un estado anímico sumamente desconocido. Me sentía desapegado de todo, sin prejuicios. No me importaba más lo que la Gorda me había hecho. No era cuestión de que yo hubiera perdonado su conducta reprobable. Era como si nunca hubiese habido traición alguna. No había rencor abierto o encubierto en mí, hacia la Gorda o hacia cualquiera. Lo que sentía no era una indiferencia voluntaria, o negligencia; tampoco se trataba de una enajenación o del deseo de la soledad. Más bien era un extraño sentimiento de lejanía, una capacidad de sumergirme en el momento actual sin tener pensamiento alguno. Las acciones de la gente ya no me afectaban, porque yo no tenía ninguna expectativa. La fuerza que gobernaba mi vida era una extraña paz. Sentí que de alguna manera había adoptado uno de los conceptos de la vida del guerrero: el desapego. La Gorda me aseguró que yo había hecho algo más que adoptarlo: en realidad lo había encarnado.

Don Juan y yo tuvimos largas discusiones acerca de la posibilidad de que algún día me ocurriera exactamente eso. El siempre me recalcó que el desapego no significaba sabiduría automática, pero que, no obstante, era una ventaja ya que permitía al guerrero detenerse momentáneamente para reconsiderar las situaciones para volver a sopesar las posibilidades. Sin embargo, para poder usar consistente y correctamente ese momento extra, don Juan dijo que el guerrero tenía que luchar insobornablemente durante toda una vida.

Yo me había desesperado al creer que jamás llegaría a experimentar ese sentimiento. Hasta donde yo podía determinar, no había cómo improvisarlo. Para mí había sido inútil pensar en sus beneficios, o racionalizar las posibilidades de su advenimiento. Durante los años en que conocí a don Juan experimenté por cierto una disminución uniforme de mis lazos personales con el mundo; pero esto ocurrió en un plano intelectual; en mi vida de todos los días seguí sin cambiar hasta el momento en que perdí la forma humana.

Especulé con la Gorda que el concepto de perder la forma humana se refería a una reacción corporal que el aprendiz tiene cuando alcanza cierto nivel en el curso de su entrenamiento. Sea como fuese, extrañamente, el resultado final de perder la forma humana, para la Gorda y para mí, consistió no sólo en llegar a la buscada y ansiada condición de desapego, sino también la ejecución completa de nuestra elusiva tarea de recordar. Y, nuevamente en este caso, el intelecto desempeñó una parte mínima.

Una noche, la Gorda y yo discutíamos una película. Había ido a un cine pornográfico y yo estaba ansioso por oír su descripción. No le gustó nada la película. Sostuvo que se trataba de una experiencia debilitante, porque ser un guerrero implicaba llevar una austera vida de celibato total, como el nagual Juan Matus.

Le dije que estaba completamente seguro de que a don Juan le gustaban las mujeres y que no era célibe, y que eso me parecía encantador.

– ¡Estás loco! -exclamó con un timbre de diversión en su voz-. El nagual era un guerrero perfecto. No estaba apretado en ninguna red de sensualidad.

Quería saber por qué pensaba yo que don Juan no era célibe. Le referí un incidente que tuvo lugar en Arizona al principio de mi aprendizaje. Un día me hallaba descansando en casa de don Juan, después de una caminata agotadora. Don Juan parecía hallarse extrañamente nervioso. A cada rato se ponía en pie para mirar por la puerta. Parecía esperar a alguien. De pronto, bastante abruptamente, me dijo que un auto acababa de llegar al recodo del camino y que se dirigía a la casa. Dijo que se trataba de una muchacha, una amiga suya, que le traía unas cobijas. Yo nunca había visto a don Juan tan penoso. Me dio una inmensa tristeza verlo indispuesto al punto que no sabía qué hacer. Pensé que quizá no quería que yo conociera a la chica. Le sugerí que yo podía esconderme, pero no había dónde ocultarme en el cuarto, así es que él me hizo acostar en el suelo y me cubrió con un petate. Oí el sonido del motor de un auto que era apagado y después, por las rendijas del petate, vi a una muchacha parada junto a la puerta. Era alta, delgada, y muy joven. Pensé que era hermosa. Don Juan le decía algo con voz baja e íntima. Después se dio la vuelta y me señaló.

– Carlos está escondido bajo el petate -le dijo a la muchacha con voz clara y fuerte-. Salúdalo.

La muchacha me agitó la mano y me saludó con la sonrisa más amistosa del mundo. Me sentí estúpido y molesto porque don Juan me colocaba en esa situación tan avergonzante. Me pareció terriblemente obvio que don Juan trataba de aliviar su nerviosidad, o peor aún, que estaba luciéndose frente a mí.

Cuando la muchacha se fue, irritado le pedí una explicación a don Juan. El, cándidamente, admitió que había perdido el control porque mis pies estaban al descubierto y no supo qué otra cosa hacer. Cuando escuché esto, toda la maniobra se me volvió clara; don Juan me había estado presumiendo con su amiguita. Era imposible que yo hubiese tenido descubiertos los pies porque éstos se hallaban comprimidos bajo mis muslos. Reí con aire de conocedor, y don Juan se sintió obligado a explicar que le gustaban las mujeres: esa muchacha en especial.

Nunca olvidé ese incidente. Don Juan jamás lo discutió. Cada vez que yo lo traía a colación, él me obligaba a callar. Me pregunté siempre, de una manera casi obsesiva, quién sería esa chica. Tenía esperanzas de que algún día ésta pudiese buscarme después de haber leído mis libros.

La Gorda se puso muy agitada. Caminaba de un lado al otro de la habitación mientras yo hablaba. Estaba a punto de llorar. Imaginé todo tipo de intrincadas relaciones que pudieran ser pertinentes. Pensé que la Gorda era posesiva y reaccionaba como una mujer que es amenazada por otra mujer.

– ¿Estás celosa, Gorda? -le pregunté.

– No seas idiota -dijo, irritada-. Soy una guerrera sin forro. Los celos o la envidia ya no existen en mí.

Le pregunté entonces algo que me habían dicho los Genaros: que la Gorda era la mujer del nagual. Su, voz bajó tanto que apenas podía oírla.

– Yo creo que sí -dijo, y con una mirada vaga tomó asiento en la cama-. Tengo la sensación de que lo era. Pero no sé cómo podía haberlo sido. En esta vida, el nagual Juan Matus era para mí lo que era para ti. No era un hombre. Era el nagual. No tenía interés en el sexo.

Le aseguré haber escuchado a don Juan expresar su cariño por esa muchacha.

– ¿Dijo que tenía relaciones sexuales con ella? -preguntó la Gorda.

– No, nunca, pero eso era obvio por la manera como hablaba -le dije.

– A ti te gustaría que el nagual fuera como tú, ¿verdad? -afirmó, con una mueca-. El nagual era un guerrero impecable.

Yo creía tener la razón y no necesitaba reexaminar mi opinión. Sólo para darle por su lado a la Gorda dije que posiblemente la muchacha era una aprendiz de don Juan y no su amante.

Hubo una larga pausa. Lo que yo mismo dije tuvo un efecto perturbador en mí. Hasta ese momento nunca había pensado en esa posibilidad. Me había encerrado en un prejuicio, sin permitirme la posibilidad de revisarlo.

La Gorda me pidió que describiera a esa joven. No pude hacerlo. En realidad no me había fijado en sus rasgos. Había estado tan molesto, tan avergonzado, que no pude examinarla en detalle. Pareció que ella también fue afectada por lo anómalo de la situación y salió apresuradamente de la casa.

La Gorda dijo que, sin ninguna razón lógica, creía que esa joven era una figura clave en la vida del nagual. Su aseveración nos llevó a hablar de los amigos de don Juan que conocíamos. Durante horas luchamos por recuperar toda la información que teníamos de sus relaciones. Le conté las distintas veces que don Juan me había llevado a participar en ceremonias de peyote. Le describí a todos los que habían. No reconoció a ninguno de ellos. Me di cuenta que posiblemente yo conocía más gente asociada con don Juan que ella. Pero algo en mi relato desenlazó en ella el recuerdo que una vez había visto a una joven llevar al nagual y a Genaro en un pequeño auto blanco. La muchacha dejó a los dos a la puerta de la casa y fijó a la Gorda con una mirada penetrante antes de irse. La Gorda pensó que esa joven era alguien que había recogido al nagual y a Genaro en la carretera. Recordé entonces que aquel día en casa de don Juan, yo también pude ver un pequeño Volkswagen blanco que se alejaba.

Mencioné otro incidente que tenía que ver con uno de los amigos de don Juan, un hombre que una vez me dio unas plantas de peyote en el mercado de una ciudad del norte de México. El también me había obsesionado durante años. Se llamaba Vicente. Al escuchar el nombre, la Gorda reaccionó como si le hubieran tocado un nervio. Su voz se volvió chillante. Me pidió que le repitiera el nombre y que describiera al individuo. De nuevo, no pude ofrecer ninguna descripción. Sólo lo había visto una vez por unos cuantos minutos, hacía más de diez años.

La Gorda y yo pasamos un periodo en el que casi estábamos enojados, no el uno con el otro, sino con aquello que nos tenía aprisionados.

El incidente final que precipitó el despliegue de nuestros recuerdos llegó un día en que yo tenía un resfrío y una fiebre muy alta. Me había quedado en cama, dormitando intermitentemente, mientras los pensamientos vagabundeaban sin rumbo por mi mente. Todo el día había estado, en mi cabeza la melodía de una vieja canción mexicana. En un momento me descubrí soñando que alguien la tocaba en una guitarra. Me quejé de la monotonía y la persona ante la que yo protestaba, fuese quien fuese, me dio con la guitarra en el estómago. Salté hacia atrás, para evitar el golpe, y me pegué en la cabeza contra la pared. Desperté. No había sido un sueño muy vívido, sólo la melodía había sido hechizante. No podía desvanecer el sonido de la guitarra: continuaba recorriendo mi mente. Me quedé medio despierto, escuchando la tonada. Parecía como si estuviese entrando en un estado de ensoñar: una escena completa y detallada de ensueño apareció ante mis ojos. En la escena había una joven sentada junto a mí. Podía distinguir cada uno de los rasgos de sus facciones. No sabía quién era, pero verla me conmocionó. Desperté en cuestión de segundos. La ansiedad que esa cara creaba en mí era tan intensa que me puse en pie y de una manera absolutamente automática empecé a caminar de un lado al otro. Me hallaba perspirando profundamente y tenía miedo de salir de la habitación. Tampoco podía contar con la ayuda de la Gorda. Ella se había ido de vuelta a México para ver a Josefina. Até una sábana en torno a mi cintura para sujetar mi parte media. Eso me ayudó a atenuar las ondas de energía nerviosa que estremecían todo mi cuerpo.

En tanto iba de un lado al otro, la imagen que tenía en la mente comenzó a disolverse, pero no en un olvido apacible, como me hubiera gustado, sino en un recuerdo completo e intrincado. Recordé que una vez me hallaba sentado en unos costales de trigo o cebada almacenados en un granero. La joven cantaba la vieja canción que había invadido mi mente, y tocaba una guitarra. Cuando yo me burlé de su manera dé tocar, ella me golpeó levemente en las costillas con el asiento de la guitarra. Había más gente sentada allí conmigo, estaba la Gorda y dos hombres. Yo conocía muy bien a esos hombres, pero aún no podía recordar quién era la joven. Lo intenté, pero me pareció imposible.

Me recosté nuevamente, empapado en sudor frío. Quería descansar unos momentos antes de quitarme la piyama mojada. Cuando apoyé mi cabeza en un almohadón mi memoria pareció aclararse aún más y entonces supe quién tocaba la guitarra. Era la mujer nagual, el ser más importante sobre la faz de la tierra para la Gorda y para mí. Se trataba del análogo femenino del nagual; no era ni su esposa ni su mujer, sino su contraparte. Tenía la serenidad y la autoridad de un verdadero jefe. Y siendo mujer, nos nutría.

No me atreví a presionar excesivamente a mi memoria. Intuitivamente sabía que no tenía la fuerza para resistir la totalidad del recuerdo. Me detuve en un nivel de sentimientos abstractos. Supe que ella era la encarnación del afecto más puro, más desinteresado y profundo: Sería justo decir que la Gorda y yo amábamos a la mujer nagual más que a la vida misma. ¿Qué demonios nos pudo haber ocurrido para olvidarla?

Esa noche, mientras yacía en cama, llegué a agitarme tanto que temí por mi propia vida. Empecé a canturrear algunas palabras que se convirtieron en una guía para mí. Y sólo después de haberme calmado pude recordar que las palabras que había estado repitiendo una y otra vez también eran, un recuerdo que esa noche me había llegado; el recuerdo de una fórmula, una encantación para hacerme sortear torbellinos, como el que acababa de reexperimentar.

Ya me di al poder que a mi destino rige.

No me agarra ya de nada, para así no tener nada que defender.

No tengo pensamientos, para así poder ver.

No temo ya a nada, para así poder acordarme de mí.

La fórmula tenía dos versos más, que en ese momento me resultaron incomprensibles:

Sereno y desprendido

me dejará el águila pasar a la libertad.

El hallarme enfermo y febril bien pudo haberme servido como una especie de amortiguador; pudo haber sido suficiente para desviar el impacto de lo que yo había hecho, o más bien, de lo que me había acontecido, puesto que intencionalmente yo no había hecho nada.

Hasta esa noche, de haberse examinado mi inventario dé experiencias, yo habría podido dar fe de la continuidad de mi existencia. Los recuerdos nebulosos que tenía de la Gorda, o el presentimiento de haber vivido en aquella casa, en cierta manera constituían amenazas a mi continuidad, pero todo eso no era nada comparado con la acción de haber recordado a la mujer nagual. No tanto a causa de la emoción que ese recuerdo trajo consigo, sino por el hecho de haberla olvidado, y no de la manera como uno olvida un nombre o una tonada. De ella no había habido nada en mi mente hasta el momento de la revelación. ¡Nada! En aquel momento algo llegó a mí, o algo se desprendió de mí, y de súbito yo estaba recordando a una importantísima persona que, desde mi punto de vista consciente y experiencial, yo jamás había conocido.

Tuve que esperar dos días hasta que llegara la Gorda para poder contarle mi recuerdo. Al instante en que le describí a la mujer nagual, la Gorda la recordó: de alguna manera su ser consciente dependía del mío.

– ¡Esa muchacha que vi en el cochecito blanco era la mujer nagual! -exclamó la Gorda-. Ella regresó a mí y yo no pude recordarla.

Escuché sus palabras y comprendí su significado, pero a mi mente le llevó un largo rato poder concentrarse en lo que había dicho. Mi atención titubeaba, era como si en realidad se hubiese colocado frente a mis ojos una luz que se iba apagando. Tuve la sensación de que si no detenía esa disminución, yo moriría. Repentinamente sentí una convulsión y supe que había juntado dos partes de mí mismo que se hallaban escondidas; me di cuenta que la joven que había visto en la casa de don Juan era la mujer nagual.

En ese momento de cataclismo emocional, la Gorda no me sirvió de ayuda. Lloraba sin inhibiciones. La conmoción emocional de recordar a la mujer nagual había sido traumática para ella.

– ¿Cómo pude olvidarla? -suspiró la Gorda.

Percibí un destello de suspicacia en sus ojos cuando la Gorda me encaró.

– Tú no tenías idea de que existía, ¿verdad? -me preguntó.

Bajo cualquier otra circunstancia habría creído que su pregunta era impertinente, insultante, pero yo también me preguntaba lo mismo. Se me había ocurrido que la Gorda podía saber más de lo que me había revelado.

– No tenía ni la menor idea -dije-. Pero, ¿y tú? ¿Sabías que existía, Gorda?

Su rostro tenía tal expresión de inocencia y perplejidad que mis dudas se desvanecieron.

– No -respondió-. No hasta hoy día. Ahora sé por cierto que yo me sentaba con ella y con el nagual Juan Matus en esa banca de la plaza de Oaxaca. Siempre recordé que hacíamos eso, y también recordaba sus facciones, pero pensaba que lo había soñado. Ya lo sabía todo, y sin embargo no sabía nada. Pero ¿por qué creí que era un sueño?

Tuve un momento de pánico, después, la perfecta certeza física de que cuando la Gorda hablaba, en alguna parte de mi cuerpo se abría un canal. Repentinamente supe que yo también solía sentarme en esa banca con don Juan y la mujer nagual. Recordé entonces una sensación que había experimentado en cada una de esas ocasiones. Era una sensación de satisfacción física, de felicidad, plenitud, que resultarían imposibles de imaginar. Para mí don Juan y la mujer nagual eran seres perfectos: hallarme en compañía de ellos en verdad era mi gran fortuna. Una y otra vez, sentado en la banca, flanqueado por los seres más exquisitos de la tierra, experimenté quizás el pináculo de mis sentimientos humanos. En una ocasión le dije a don Juan, y en verdad lo creía, que en ese momento querría morir, para así poder conservar ese sentimiento de plenitud puro, intacto, libre de desorden.

Le conté a la Gorda lo que había recordado. Quedamos silenciosos unos momentos y después el impulso de nuestros recuerdos nos arrastró peligrosamente hacia la tristeza, hacia la desesperación incluso. Tuve que ejercer el control más extraordinario para sujetar mis emociones y no llorar. La Gorda sollozaba, cubriendo su rostro con el antebrazo.

Después nos calmamos. La Gorda me miró fijamente. Supe lo que pensaba. Era como si leyera las preguntas en sus ojos. Eran las mismas interrogantes que me habían obsesionado por días. ¿Quién era la mujer nagual? ¿Dónde la habíamos conocido? ¿En dónde encajaba? ¿La conocían los otros aprendices también?

Me hallaba a punto de formular mis preguntas cuando la Gorda me lo impidió.

– Realmente no lo sé -dijo con rapidez, adelantándose a la pregunta-. Creía que tú me lo dirías. No sé por qué, pero creo que tú puedes decirme cuál es cuál.

Ella contaba conmigo y yo con ella. Reímos ante la ironía de la situación. Le pedí que me refiriera todo lo que sabía de la mujer nagual. La Gorda se esforzó por decir algo dos o tres veces pero no pudo organizar sus pensamientos.

– Realmente no sé por dónde empezar -dijo-. Lo único que sé es que yo la quería.

Le dije que yo tenía la misma sensación. Una tristeza sobrenatural me atrapaba cada vez que pensaba en la mujer nagual. Conforme hablaba, mi cuerpo se empezó a sacudir.

– Tú y yo la queríamos -dijo la Gorda-. No sé por qué estoy diciendo esto, pero sí sé que nosotros éramos de ella.

La presioné para que se explicara más, pero no me pudo aclarar por qué lo había dicho. Hablaba nerviosamente, tratando de ampliar la descripción de sus sentimientos. No pude prestarle más atención. Sentí un aleteo en mi plexo solar. Un vago recuerdo de la mujer nagual comenzó a adquirir forma. Urgí a la Gorda a que continuara hablando, le dije que se repitiera si ya no tenía nada más que decir, pero que no se detuviera. El sonido de su voz era como un conducto hacia otra dimensión, hacia otro tipo de tiempo. Era como si la sangre se agolpara en mi cuerpo con una presión insólita. Sentí un cosquilleo, y luego tuve un recuerdo corporal. Supe en mi cuerpo que la mujer nagual era el ser que completaba al nagual.

Le proporcionaba paz, plenitud, una sensación de estar protegido, de estar a salvo.

Le dije a la Gorda que había tenido la clara percepción de que la mujer nagual era la compañera de don Juan. La Gorda me miró, estupefacta. Lentamente negó con la cabeza.

– No tenía nada que ver con el nagual Juan Matus, idiota -dijo, con un tono de autoridad final-. Era de ti. Por eso tú y yo le pertenecíamos.

La Gorda y yo nos miramos el uno al otro. Yo estaba seguro de que involuntariamente ella expresaba pensamientos que racionalmente no le decían nada.

– ¿Qué quieres decir con que era de mí, Gorda? -le pregunté después de una larga pausa.

– Era tu compañero -dijo-. Ustedes dos formaban un equipo. Y yo estaba bajo su custodia. Y ella te encargó que algún día me llevaras a la libertad y me dejaras en sus manos.

Le supliqué a la Gorda que me dijera todo lo que sabía, pero no parecía saber nada más. Me sentí agotado.

– ¿A dónde se fue? -preguntó la Gorda repentinamente-, eso es lo que no me puedo imaginar. Estaba contigo, no con el nagual. Debería estar aquí, con nosotros.

En ese momento la Gorda tuvo otro ataque de desconfianza y temor. Me acusó de esconder a la mujer nagual en Los Ángeles. Traté de desahogar sus aprensiones. Me sorprendí hablándole como si fuera una niña. Ella me escuchó al parecer con una atención completa; sin embargo, sus ojos se hallaban vacíos, desenfocados. Se me ocurrió entonces que estaba utilizando el sonido de mi voz así como yo había usado el de ella, como un conducto. Seguí hablando hasta que acabé con todo lo que tenía que decir dentro de los límites del tema. Algo extraño tuvo lugar entonces, y me descubrí escuchando a medias el sonido de mi propia voz. Le hablaba a la Gorda involuntariamente. Las palabras que parecían haber estado embotelladas dentro de mí, libres ahora, alcanzaron niveles indescriptibles de absurdidad. Hablé y hablé hasta que un recuerdo hizo que me detuviera. Una vez, en la banca de Oaxaca, don Juan nos habló, a la mujer nagual y a mí, de una persona cuya presencia había sintetizado para él todo lo que se podía esperar del compañerismo humano. Se trataba de una mujer que había sido para él lo que la mujer nagual era para mí: una compañera, una contraparte. Ella lo dejó, así como la mujer nagual me había dejado. Pero lo que él sentía por ella no había cambiado y se avivaba con la melancolía que ciertos poemas le evocaban. Con el mismo recuerdo aclaré que la mujer nagual era la que me surtía de libros de poemas. Tenía cantidades de ellos en la cajuela de su auto. A instancias suyas yo le leía poemas a don Juan. De repente fue tan claro el recuerdo de la mujer nagual sentada conmigo en la banca, que involuntariamente aspiré una bocanada de aire y mi pecho se hinchó. Tomó posesión de mí una opresiva sensación de pérdida. Me doblé con un dolor desgarrador en el omóplato derecho. Había algo más que yo sabía era un recuerdo que una parte mía se rehusaba a liberar.

Me adherí a lo que me quedaba de mi salvaguarda de intelectualidad, como el único medio de recuperar la ecuanimidad. Me dije una y otra vez que la Gorda y yo habíamos estado operando todo el tiempo en dos planos distintos. Ella recordaba mucho más que yo, pero no era inquisitiva. No había sido entrenada para formular preguntas a otros o a sí misma. Pero luego me asaltó la idea de que yo no me hallaba en mejores condiciones; seguía siendo tan torpe como don Juan dijo que lo era. Nunca había olvidado que le leía poesía a don Juan, y sin embargo jamás se me ocurrió considerar el hecho de que yo nunca he poseído un libro de poesía española, ni jamás he llevado uno en mi auto.

La Gorda me sacó de mis cavilaciones. Se hallaba casi histérica. Me gritó que la mujer nagual tenía que hallarse en alguna parte muy cercana a nosotros. Creía que así como a ella y a mí se nos había encargado que nos encontráramos el uno al otro, a la mujer nagual se le había encomendado hallarnos a nosotros.

La fuerza de su razonamiento casi me convenció. Sin embargo, algo en mí sabía que esto no era así. Ese era el recuerdo que yacía dentro de mí, y que no me atrevía a sacar a la superficie.

Quise iniciar un debate con la Gorda, pero no había ningún motivo para hacerlo; mi salvaguarda de intelecto y de palabras era insuficiente para absorber el impacto de haber recordado a la mujer nagual. El efecto era aplastante para mí, más devastador que, incluso, el temor de morir.

– La mujer nagual está hundida en alguna parte -dijo la Gorda, mansamente-. Probablemente está con la espalda contra la pared y nosotros no hacemos nada para ayudarla.

– ¡No, no! -grité-. La mujer nagual ya no está aquí.

Exactamente no supe por qué dije eso, y sin embargo sabía que era verdad. Nos hundimos durante unos momentos en unas profundidades de melancolía que sería imposible de dilucidar racionalmente. Por primera vez, en lo que yo conozco de mí mismo sentí una verdadera e infinita tristeza, una temible sensación de estar incompleto. En alguna parte de mí existía una herida que había sido abierta de nuevo. Esta vez no podía, como lo había hecho tantas otras veces, refugiarme detrás de un velo de misterio y de incertidumbre. No saber había sido una bendición para mí. Durante unos instantes me descubrí deslizándome peligrosamente hacia el desaliento. La Gorda me detuvo.

– Un guerrero es alguien que busca la libertad -me dijo en el oído-. La tristeza no es libertad. Tenemos que quitárnosla de encima.

Tener un sentido de desapego, como había dicho don Juan, implica tener una pausa momentánea para reconsiderar las situaciones. En lo más hondo de mi tristeza comprendí lo que él quería decir. Ya tenía el desapego, ahora me correspondía luchar por usar correctamente esa pausa.

No podría decir si mi volición entró en acción, pero de repente toda mi tristeza se desvaneció; era como si nunca hubiese existido. La velocidad de mi cambio y lo completo que fue, me alarmó.

– ¡Ahora ya estás donde yo estoy! -exclamó la Gorda cuando le describí lo que había ocurrido-. Después de tantos años aún no he podido aprender a manejar la ausencia de forma. Me deslizo irremediablemente de un sentimiento a otro en un instante. Como no tengo forma, podía ayudar a las hermanitas, pero por eso mismo ellas me tenían en sus manos. Cualquiera de ellas era lo suficientemente fuerte para mecerme de un lado al otro.

"El problema es que yo perdí mi forma humana antes que tú. Si tú y yo la hubiéramos perdido juntos, nos habríamos podido ayudar el uno al otro; pero como fueron las cosas, yo correteaba de arriba abajo como alma en pena.

Esa aseveración suya de no tener forma siempre me había parecido espuria. A mi entender, perder la forma humana tenía que incluir una consistencia de carácter, que se hallaba, a juzgar por los altibajos emocionales de la Gorda, más allá de su alcance. A causa de esto, la había juzgado áspera e injustamente. Habiendo perdido ya la forma humana, me hallaba ahora en posición de comprender que dicha condición es un perjuicio a la sobriedad y a la discreción. No aporta ninguna fortaleza emocional automática. Un aspecto del desapego, la capacidad de quedar inmerso en lo que uno se encuentre haciendo, naturalmente se extiende a todo lo que se hace, incluso ser inconsistente y totalmente mezquino. La ventaja de no tener forma es la capacidad de detenerse un momento, si es que se tiene autodisciplina y valor.

Por fin la conducta pasada de la Gorda se volvió comprensible para mí. No había tenido forma durante años, pero carecía de la autodisciplina requerida. Por ello había estado a merced de drásticos cambios y de discrepancias increíbles entre sus acciones y sus propósitos.

En los días subsiguientes, la Gorda y yo reunimos toda nuestra fuerza emocional y tratamos de conjurar otros recuerdos, pero ya no parecía haber ninguno más. Me hallaba de nuevo donde estuve antes de empezar a recordar. Intuía que, enterrado en mí, de alguna manera debería de haber mucho más, pero no encontraba manera de llegar a ello. En mi mente no existían ni los más vagos atisbos de cualquier otro recuerdo.

La Gorda y yo pasamos por un periodo de tremenda confusión y de dudas. En nuestro caso, no tener forma significaba ser asolados por la peor desconfianza imaginable. Sentimos que éramos como ratas de laboratorio en manos de don Juan, una persona que al parecer nos era muy familiar, pero de la cual en realidad ignorábamos todo. Nos retroalimentamos el uno al otro con dudas y temores. La cuestión más seria por supuesto era la mujer nagual. Cuando concentrábamos nuestra atención en ella, el recuerdo se volvía tan agudo que rebasaba nuestra comprensión el que la hubiéramos olvidado. Esto nos permitía una y otra vez especular qué era lo que nos había hecho don Juan en realidad. Muy fácilmente estas conjeturas nos conducían a la sensación de que habíamos sido usados. Nos enfurecía la inevitable conclusión de que don Juan nos había engañado, nos había dejado desamparados y desconocidos para nosotros mismos.

Cuando la rabia se agotó, el temor empezó a cernirse sobre nosotros; ahora nos enfrentaba la terrible posibilidad de que no habíamos aún descubierto todo el daño que don Juan nos había hecho.

VII. ENSOÑANDO JUNTOS

Un día, para aliviar momentáneamente nuestra zozobra, sugerí que deberíamos dedicar todo nuestro tiempo y energía a ensoñar. Tan pronto como hice esta sugerencia me di cuenta de que la lobreguez que me había acosado durante días se alteró radicalmente con sólo desear el cambio. Claramente comprendí entonces que el problema de la Gorda y el mío era que inconscientemente nos habíamos centrado en el temor y la desconfianza, como si fueran las únicas opciones a nuestro alcance. En todo momento, sin embargo, habíamos tenido, sin saberlo conscientemente, la alternativa de centrar nuestra atención deliberadamente en lo opuesto: el misterio, la maravilla de lo que nos sucedía.

Comuniqué a la Gorda mi hallazgo. Ella estuvo de acuerdo en el acto. Al instante se animó, y el paño de su lobreguez se desvaneció en cuestión de segundos.

– ¿Qué tipo de ensoñar propones que debemos hacer? -preguntó.

– ¿Cuántos tipos hay? -dije.

– Podemos ensoñar juntos -replicó-. Mi cuerpo me dice que lo hemos hecho antes. Ya hemos entrado en el ensueño como par. Vas a ver que será facilísimo como lo fue ver juntos.

– Pero no sabemos cuál es el procedimiento para ensoñar juntos -dije.

– Pues tampoco sabíamos cómo ver juntos y sin embargo vimos -dijo-. Estoy segura de que si lo intentamos, podremos hacerlo, porque no hay pasos específicos para todo lo que hace un guerrero. Sólo hay poder personal. Y en este momento lo tenemos.

"Debemos, eso sí, ensoñar desde dos lugares distintos, lo más alejado posible el uno del otro. El que entra en el ensueño primero, espera al otro. Apenas nos encontramos entrecruzamos los brazos y nos adentramos juntos a las profundidades del ensoñar.

Le dije que no tenía idea de cómo esperarla si yo empezaba a ensoñar antes que ella. Ella misma no podía explicar lo que eso implicaba, pero aclaró que esperar al otro ensoñador era lo que Josefina había descrito como "jalarlo". La Gorda había sido jalada dos veces por Josefina.

– La razón por la cual Josefina le llama así es porque uno de los dos tiene que prender al otro del brazo -explicó.

Me enseñó entonces cómo hacerlo. Con su mano izquierda sujetó fuertemente mi antebrazo derecho a la altura del codo. Nuestros antebrazos quedaron entrelazados cuando yo cerré mi mano derecha sobre su codo.

– ¿Cómo se puede hacer eso en ensueño? -pregunté.

Yo, en lo personal, consideraba que ensoñar era uno de los estados más privados que se puedan imaginar.

– No sé cómo, pero te voy a agarrar -dijo la Gorda-. Yo creo que mi cuerpo sabe cómo. Pero mientras más sigamos hablando de esto, más difícil parece ser.

Comenzamos a ensoñar desde dos lugares. Sólo pudimos ponernos de acuerdo a qué hora empezar, puesto que la entrada en el ensueño era imposible de predeterminar. La posibilidad de que yo tuviera que esperar a la Gorda fue algo que me causó una gran ansiedad, y no pude empezar a ensoñar con la facilidad usual. Después de diez o quince minutos de agitación finalmente logré entrar en un estado que yo llamo vigilia en reposo.

Años antes, cuando ya había adquirido cierto grado de experiencia en ensoñar, le pregunté a don Juan si había procedimientos específicos que fuesen comunes para todos. Me dijo que verdaderamente cada ensoñador es singular e independiente. Pero al hablar con la Gorda descubrí tantas similitudes en nuestras experiencias de ensoñar, que aventuré un posible patrón clasificatorio de las diversas etapas.

Vigilia en reposo es el estado preliminar, en el cual los sentidos se aletargan y, sin embargo, uno se halla consciente. En mi caso, yo siempre había percibido en este estado un flujo de luz rojiza, una luz exactamente igual a la que aparece cuándo encara uno el sol con los párpados fuertemente cerrados.

Al segundo estado de ensoñar le llamé vigilia dinámica. En éste, la luz rojiza se disipa así como se desvanece la niebla, y uno se queda viendo una escena, una especie de cuadro, que es estático. Se ve una imagen tridimensional, un tanto congelada: un pasaje, una calle, una casa, una persona, un rostro, o cualquier otra cosa.

Al tercer estado lo denominé atestiguación pasiva. En él, el ensoñador ya no presencia más un aspecto congelado del mundo, sino que es un testigo ocular de un evento tal como ocurre. Es como si la preponderancia de los sentidos visual y auditivo hiciera a este estado del ensoñar una cuestión principalmente de los ojos y los oídos.

En el cuarto estado uno es llevado a actuar, forzado a llevar a cabo acciones, a dar pasos, a aprovechar el máximo del tiempo. Yo llamé a este estado iniciativa dinámica.

Esperarme, como proponía la Gorda, tenía que ver con el segundo y el tercer estado de nuestro ensoñar juntos. Cuando entré en la segunda fase, vigilia dinámica, en una escena de ensoñar vi a don Juan y a varias otras personas, incluyendo a la Gorda cuando era obesa. Antes de que pudiese considerar qué era lo que veía, sentí un tremendo jalón en mi brazo y me di cuenta dé que la Gorda "verdadera" se hallaba a mi lado. Estaba a mi izquierda y había tomado mi antebrazo derecho con su mano izquierda. Claramente sentí cómo alzaba mi mano para que pudiéramos entrecruzar los antebrazos. Después me descubrí en la atestiguación pasiva, el tercer estado del ensoñar. Don Juan me decía que yo tenía que atender a la Gorda y cuidarla de la manera más egoísta: esto es, como si ella fuera parte de mí mismo.

Su juego de palabras me pareció delicioso. Sentí una felicidad sobrenatural por hallarme allí con él y con los otros. Don Juan prosiguió explicando que mi egoísmo podía ser utilizado de muy buen modo, y que ponerle riendas no era imposible.

Había una atmósfera general de camaradería entre toda la gente congregada allí. Todos reían de lo que don Juan me decía, pero sin burlarse. Don Juan añadió que la manera más segura de subyugar el egoísmo era por medio de las actividades cotidianas de nuestras vidas. Mantenía que yo era eficiente en todo lo que hacía porque no tenía a nadie que me hiciera la vida imposible y que no era nada del otro mundo andar derecho si uno anda solo. Si se me diera la tarea de cuidar a la Gorda, sin embargo, mi eficiencia estallaría en cachitos, y para sobrevivir tendría que extender la preocupación egoísta por mí mismo hasta incluir a la Gorda. Sólo ayudándola, don Juan decía con el tono más enfático, yo encontraría las claves para el desempeño de mi verdadera tarea.

La Gorda puso sus obesos brazos alrededor de mi cuello. Don Juan tuvo que dejar de hablar. Reía de tal manera que no podía proseguir. Todos ellos rugían de risa.

Me sentí avergonzado e irritado con la Gorda. Traté de desprenderme de ella, pero sus brazos se hallaban fuertemente enlazados en torno a mi cuello. Con un gesto de manos, don Juan me detuvo. Dijo que el mínimo embarazo que entonces experimentaba no era nada en comparación a lo que me esperaba.

El sonido de las risas era ensordecedor. Me sentí muy feliz, aunque me preocupaba tener que ayudar a la Gorda, ya que ignoraba lo que esto implicaría.

En un momento de mi ensoñar cambié el punto de vista…, o más bien, algo me sacó de la escena y empecé a mirar todo como espectador. Nos hallábamos en una casa del norte de México; podía darme cuenta de esto por el panorama que la rodeaba, el cual me era parcialmente visible. Podía ver montañas a lo lejos. También recordé los atavíos de la casa. Nos hallábamos en un porche tejado, abierto. Parte de la gente estaba sentada en grandes sillones; sin embargo, la mayoría se hallaba de pie o sentada en el suelo. Había dieciséis personas. La Gorda se hallaba a mi lado, frente a don Juan.

Me di cuenta que podía tener dos diferentes percepciones al mismo tiempo. Igualmente podía entrar en la escena del ensoñar y recuperar un sentimiento perdido hacía mucho, o podía presenciar la escena con las emociones y sentimientos de mi vida actual. Gozando me hundía en la escena del ensoñar me sentía seguro y protegido, pero cuando la contemplaba del otro modo me sentía perdido, inseguro, angustiado. No me gustó esa reacción mía, por lo tanto me sumergí en la escena del ensoñar.

Una Gorda obesa preguntó a don Juan, con una voz que podía oírse por encima de la risa de todos, si yo iba a ser su esposo. Hubo un momento de silencio. Don Juan parecía calcular lo que iría a decir. Palmeó la cabeza de la Gorda y dijo que de seguro yo estaría encantado de ser su esposo. La gente reía estrepitosamente. Yo reí con ellos. Mi cuerpo se convulsionó con un disfrute genuino, y sin embargo no creí estar riéndome de la Gorda. No la consideraba una aberrada o una estúpida. Era una niña. Don Juan se volvió hacia mí y dijo que yo tenía que honrar a la Gorda a pesar de cualquier cosa que ella me hiciera, y que debía entrenar mi cuerpo, a través de mi interacción con ella, a sentirse a gusto ante las situaciones más exigentes. Don Juan se dirigió a todo el grupo y dijo que era mucho más fácil comportarse bien bajo condiciones de máxima tensión que ser impecable en circunstancias normales, tales como la interrelación con alguien como la Gorda. Don Juan añadió que bajo ninguna circunstancia yo debía enojarme con la Gorda, porque en realidad ella era mi benefactora: sólo a través de ella podría ser yo capaz de controlar mi egoísmo.

Me hallaba tan completamente inmerso en la escena del ensoñar, que me había olvidado de que estaba ensoñando. Una repentina presión en el brazo me lo recordó. Sentí la presencia de la Gorda junto a mí, pero sin verla. Se hallaba allí sólo como un contacto, una sensación táctil en mi antebrazo. En esto concentré mi atención, alguien me tenía fuertemente agarrado; después la Gorda me materializó como una persona completa, como si estuviera hecha de cuadros sobreimpuestos de una película cinematográfica. La escena de ensoñar se disolvió. En vez de eso, la Gorda y yo nos mirábamos el uno al otro con los antebrazos entrecruzados.

Al unísono, de nuevo concentramos nuestra atención en la escena que habíamos estado presenciando. En ese momento supe, sin duda alguna, que habíamos observado la misma escena. Ahora don Juan decía algo a la Gorda, pero yo no podía oírlo. Mi atención era llevada de un lado a otro entre el tercer estado de ensoñar, contemplación pasiva, y la segunda, vigilia dinámica. En un momento yo estaba con don Juan, con una Gorda obesa y las dieciséis personas, y el siguiente instante me hallaba con la Gorda de siempre contemplando una escena congelada.

Entonces una drástica sacudida en mi cuerpo me condujo a otro nivel más de atención: sentí algo como el chasquido de un trozo seco de madera al romperse, y me encontré en el primer estado de ensoñar, vigilia en reposo. Me hallaba dormido y, no obstante, enteramente consciente. Yo quería permanecer lo más posible en ese estado apacible, pero otra sacudida me hizo despertar al instante. Era el impacto intelectual de haberme dado cuenta de que la Gorda y yo habíamos ensoñado juntos.

Me hallaba más que ansioso por hablar con ella. La Gorda sentía lo mismo. Cuando nos calmamos, le pedí que me describiera todo lo que le había ocurrido en nuestro ensoñar juntos.

– Te estuve esperando un largo rato -dijo-. Una parte de mi creía que te había perdido, pero otra parte pensaba que estabas nervioso y que tenías problemas, así es que esperé.

– ¿Dónde me esperaste, Gorda? -pregunté.

– No sé -respondió-. Sé que ya había salido de la luz rojiza, pero no podía ver nada. Pensándolo bien, no tenía vista, sólo sentía. A lo mejor todavía estaba en la luz rojiza, aunque no era roja. El lugar donde me encontraba tenía un tinte color durazno. Entonces abrí los ojos y allí estabas. Parecía que ya estabas a punto de irte, así es que te agarré del brazo. Entonces miré y vi al nagual Juan Matus, a ti, a mí, y a la otra gente en la casa de Vicente. Tú eras más joven y yo estaba gorda.

La mención de la casa de Vicente me trajo una repentina comprensión. Le dije a la Gorda que una vez, manejando por Zacatecas, en el norte de México, tuve un extraño impulso y fui a visitar a Vicente, uno de los amigos de don Juan. No comprendí entonces que al hacerlo, involuntariamente había cruzado a un dominio excluido. Vicente, como la mujer nagual, pertenecía a otra área, a otro mundo. Entendí en ese momento la razón por la que la Gorda quedara tan atónita cuando le referí esa visita. Conocíamos muy bien a Vicente, quien era tan allegado a nosotros como don Genaro, o quizás más aún. Y sin embargo, los habíamos olvidado, tal como había olvidado a la mujer nagual.

En ese momento la Gorda y yo hicimos una inmensa disgresión. Juntos recordamos que Vicente, Genaro y Silvio Manuel eran amigos de don Juan, sus cohortes. Todos ellos se hallaban unidos por una especie de juramento. La Gorda y yo no podíamos recordar qué era lo que los había unido. Vicente no era indio. Había sido farmacéutico cuando joven. Era el erudito del grupo, el verdadero curandero que mantenía a todos en perfecto estado de salud. Le apasionaba la botánica. Yo no tenía duda alguna de que él sabía de plantas más que cualquier ser humano viviente. La Gorda y yo recordamos que fue Vicente el que daba instrucción a todos, incluyendo a don Juan, acerca, de las plantas medicinales. Tomó un interés especial en Néstor, y todos nosotros pensábamos que Néstor llegaría a ser como él.

– Recordar a Vicente me hace pensar en mí -dijo la Gorda-. Me hace pensar en lo insoportable que he sido. Lo peor que le puede pasar a una mujer es tener hijos, tener agujeros en su cuerpo, y a pesar de eso seguir actuando como una adolescente. Ese era mi problema. Yo quería ser un encanto y estaba vacía. Y ellos me dejaban hacer el ridículo y hasta me ayudaban a hacerlo.

– ¿Quiénes son ellos, Gorda? -le pregunté.

– El nagual y Vicente y toda esa gente que estaba en casa de Vicente cuando me porté como una burra contigo.

La Gorda y yo comprendimos lo mismo al unísono. A la Gorda le era permitido ser insoportable sólo conmigo. Nadie más aguantaba sus necedades, aunque ella las intentaba con todos.

– Vicente sí me aguantaba -dijo la Gorda-. Me llevaba la cuerda. Figúrate que hasta tío le decía. Cuando quise decir tío a Silvio Manuel, casi me despelleja los sobacos con sus manos que parecían garras.

Los dos tratamos de concentrar nuestra atención en Silvio Manuel, pero no pudimos recordar cómo era. Sentíamos su presencia en nuestros recuerdos, pero él no era una persona, era sólo un sentimiento.

Hablamos de nuestra escena de ensoñar y llegamos al acuerdo de que ésta había sido una réplica fiel de lo que en realidad tuvo lugar en nuestras vidas en cierto tiempo, pero nos resultaba imposible recordar cuándo. Sin embargo, yo tenía la extraña seguridad de que efectivamente estuve a cargo de la Gorda como entrenamiento para enfrentar la interacción con la gente. Era imperativo que yo interiorizara un estado de ecuanimidad ante situaciones sociales difíciles, y para esto nadie podía haber sido un mejor entrenador que la Gorda. Los relampagazos de vagos recuerdos que yo tenía de una obesa Gorda surgían de esas circunstancias, porque yo había cumplido las órdenes de don Juan al pie de la letra.

La Gorda dijo que no le había gustado en lo más mínimo la escena de ensoñar. Ella hubiera preferido mirar solamente, pero yo la empujé a que reviviera sus viejos sentimientos, que le eran detestables. Su descontento fue tan intenso que deliberadamente apretó mi brazo para forzarme a concluir nuestra participación en algo que le resultaba tan odioso.

Al día siguiente empezamos otra sesión de ensoñar juntos. Ella la inició en su recámara y yo en mi estudio, pero no ocurrió nada. Quedamos agotados meramente tratando de entrar en el ensueño. Luego, pasaron semanas enteras sin que pudiéramos avanzar lo mínimo. Cada fracaso nos volvía más desesperados y codiciosos.

En vista de nuestra derrota decidí que, por el momento, deberíamos posponer ensoñar juntos y examinar con mayor cuidado los procesos del ensoñar y analizar sus conceptos y procedimientos. En un principio la Gorda no estuvo de acuerdo conmigo. Para ella, la idea de revisar lo que sabíamos de ensoñar reconstituía otra manera de sucumbir a la codicia. Ella prefería nuestros fracasos. Yo persistí hasta que finalmente accedió, más que nada debido a la sensación de que estábamos absolutamente perdidos.

Una noche, lo más casualmente que pudimos, empezamos a discutir lo que debíamos de ensoñar. De inmediato nos fue obvio que había unos temas centrales que en especial don Juan había enfatizado.

Lo primero era el acto mismo, el cual comienza como un estado único de conciencia al que se llega concentrando el residuo consciente que se conserva, aun cuando uno está dormido, en los elementos o los rasgos de los sueños comunes y corrientes.

El residuo consciente, al que don Juan llamaba la segunda atención, es adiestrado a través de ejercicios de no-hacer. La Gorda y yo estuvimos de acuerdo que un auxiliar esencial del ensoñar era un estado de quietud mental, que don Juan había llamado "detener el diálogo interno", o el "no-hacer de hablarse a uno mismo". Para enseñarme cómo lograrlo, don Juan solía hacerme caminar durante kilómetros con los ojos fuera de foco, fijos en un plano unos cuantos grados por encima del horizonte, a fin de realzar la visión periférica. El método fue efectivo por dos razones. Me permitió detener mi diálogo interno después de años de práctica, y entrenó mi atención. Al forzarme a una concentración en la vista periférica, don Juan reforzó mi capacidad de concentrarme, por largos periodos de tiempo, en una sola actividad.

Después, cuando logré controlar mi atención y ya fui capaz de trabajar por horas en cualquier tarea -algo que antes nunca pude hacer-, don Juan me dijo que la mejor manera de entrar en ensueños era concentrándome en el área exacta en la punta del esternón. Dijo que de ese sitio emerge la atención que se requiere para comenzar el ensueño. La energía que necesita uno para moverse en el ensueño surge del área tres o cuatro centímetros bajo el ombligo. A esa energía le llamaba la voluntad, o el poder de seleccionar, de armar. En una mujer, tanto la atención como la energía para ensoñar, se origina en el vientre.

– El ensoñar de una mujer tiene que venir de su vientre porque ése es su centro -dijo la Gorda-. Para que yo pueda empezar a ensoñar o dejar de hacerlo, todo lo que tengo que hacer es fijar la atención en mi vientre. He aprendido a sentirlo por dentro. Veo un destello rojizo por un instante y luego ya estoy fuera.

– ¿Cuánto tiempo te toma llegar a ver esa luz rojiza? -le pregunté.

– Unos cuantos segundos. En el momento en que mi atención está en mi vientre, ya estoy en el ensoñar -continuó-. Nunca batallo, nunca jamás. Así son las mujeres. Para una mujer la parte más difícil es aprender cómo empezar; a mí me llevó un par de años detener mi diálogo interno concentrando mi atención en el vientre. Quizás ésa es la razón por la que una mujer siempre necesita que otro la acicatee.

"El nagual Juan Matus me ponía en la barriga piedras del río, frías y mojadas; para hacerme sentir esa área. O me ponía un peso encima; yo tenía un trozo de plomo que él me consiguió. El nagual me hacía cerrar los ojos y concentrar la atención en el sitio donde yo sentía el peso. Por lo regular me quedaba dormida. Pero eso no lo molestaba. Realmente no importa lo que uno hace en tanto la atención esté en el vientre. Por último aprendí a concentrarme en ese sitio sin tener nada puesto encima. Un día empecé solita a ensoñar. Como siempre, comencé por sentir mi barriga, en el lugar donde el nagual había puesto el peso tantas veces, luego me quedé dormida como siempre, salvo que algo me jaló directo adentro de mi vientre. Vi un destello rojizo y después tuve un sueño de lo más hermoso. Pero tan pronto como quise contárselo al nagual, me di cuenta de que había sido un sueño común y corriente. No había modo de contarle cómo había sido. Del sueño yo sólo sabía que en él me sentí muy feliz y fuerte. El nagual me dijo que yo había ensoñado.

"A partir de ese momento ya nunca más me volvió a poner un peso encima. Me dejó hacer mi ensoñar sin interferir. De vez en cuando me pedía que le contara cómo iban las cosas, y me daba consejos. Así es como se debe de llevar a cabo la instrucción del ensoñar."

La Gorda aseguró que don Juan le había explicado que cualquier cosa puede servir como no-hacer para propiciar el ensoñar, siempre que esto fuerce a la atención a permanecer fija. Por ejemplo, hizo que ella y los demás aprendices contemplaran fijamente hojas y piedras, y alentó a Pablito a que construyera su propio aparato de no-hacer. Pablito empezó con el no-hacer de caminar hacia atrás. El avanzaba echando veloces miradas a los lados para no perder la dirección y para eludir los obstáculos del camino. Yo le di la idea de utilizar un espejo y él expandió la idea construyendo un casco de madera con una armazón exterior de alambre que sostenía dos pequeños espejos, a unos quince centímetros de su cara y a cinco centímetros por debajo del nivel de sus ojos. Los dos espejos no interferían con su visión frontal, y debido al ángulo lateral en el que se hallaban colocados éstos le permitían cubrir todo el campo visual a sus espaldas. Pablito alardeaba de que tenía una visión periférica de 360 grados. Auxiliado por este artefacto, Pablito podía caminar hacia atrás largas distancias, o por largos periodos de tiempo.

La posición que uno elige para hacer el ensoñar también era un tema muy importante.

– No sé por qué el nagual no me explicó desde el mero principio -dijo la Gorda- que para una mujer la mejor posición para empezar es sentarse con las piernas cruzadas y después dejar que el cuerpo caiga como pueda. El nagual me dijo esto un año después de que yo había empezado. Hoy en día, yo tomo asiento en esa posición durante un momento, siento mi vientre, y al instante ya estoy ensoñando.

Al principio, y al igual que la Gorda, yo lo había hecho acostado de espaldas, hasta que un día don Juan me dijo que para obtener mejores resultados debía de sentarme en una esterilla suave y delgada, con las plantas de mis pies puestas juntas y con los muslos tocando la esterilla. Me señaló que, como yo tenía las coyunturas de las caderas algo elásticas, debía de ejercitarlas al máximo, con el fin de llegar a tener los muslos completamente aplanados contra el suelo. Don Juan añadió que si yo llegaba a entrar en el ensoñar sentado en esa posición, mi cuerpo no se deslizaría ni caería a ninguno de los lados, sino que mi tronco se inclinaría hacia adelante y mi frente se apoyaría en mis pies.

Otro tema de enorme significado era la hora de ensoñar. Don Juan nos había dicho que las horas más avanzadas de la noche o las primeras horas de la madrugada eran las mejores.

El explicaba la razón por la cual prefería estas horas como una aplicación práctica del conocimiento de los brujos. Dijo que desde el momento en que uno tiene que hacer su ensoñar dentro de su medio social, uno debe de buscar las mejores condiciones posibles de aislamiento, libres de interferencias. Las interferencias a las que se refería tenían que ver con la "atención" de la gente, y no con su presencia física. Para don Juan era algo fuera de propósito el retirarse del mundo y ocultarse, pues incluso si uno se hallase solo en un lugar aislado y desierto, la interferencia de nuestros prójimos prevalece. La fijeza de su primera atención no puede ser desconectada. Sólo localmente a las horas en las que la mayoría de la gente está dormida uno puede desviar parte de esa fijeza por un breve lapso. En esas horas está adormecida la primera atención de quienes nos rodean.

Esto condujo a don Juan al tema de la segunda atención. El nos explicó que la atención que uno requiere en los inicios del ensoñar tiene que forzarse a permanecer en un determinado detalle de un sueño. Sólo mediante la inmovilización de la atención puede uno convertir en ensueño un sueño ordinario.

Explicó también que al ensoñar uno debe de emplear los mismos compulsivos mecanismos de atención de la vida cotidiana. Nuestra primera atención ha sido entrenada para enfocar los elementos del mundo, compulsivamente y con gran fuerza, a fin de transformar el dominio caótico y amorfo de la percepción en el mundo ordenado de la conciencia.

Don Juan también nos dijo que la segunda atención desempeñaba el papel de un señuelo; la llamó un convocador de oportunidades. Mientras más se la ejercita, mayor es la posibilidad de obtener lo que se desea. Aseveró que también esta es la función de la atención en general, la cual damos de tal forma por sentada en nuestra vida diaria, que jamás la advertimos; si nos pasa un suceso fortuito, hablamos de él en términos de un accidente o de una coincidencia, y no en términos de que nuestra atención hizo que sucediera.

Nuestra discusión de la segunda atención preparó el terreno para otra cuestión crucial, el cuerpo de ensueño. Para poder guiar a la Gorda hacia éste, don Juan le dio la tarea dé inmovilizar su segunda atención lo más firmemente posible en los elementos de la sensación de volar en ensueños.

– ¿Cómo aprendiste a volar en ensueños? -le pregunté-. ¿Te enseñó alguien?

– El nagual Juan Matus fue el que me enseñó en esta tierra -respondió-. Y en el ensueño me enseñó alguien al que nunca pude ver. Sólo era una voz que me iba diciendo lo que había que hacer. El nagual me impuso la tarea de aprender a volar en ensueños y la voz me enseñó cómo hacerlo. Después me llevó años aprender por mí misma a cambiar de mi cuerpo normal, ése que uno puede ver y tocar, a mi cuerpo de ensueño.

– Eso me lo tienes que explicar -le pedí.

– Tú estabas aprendiendo a entrar en tu cuerpo de ensueño cuando ensoñaste que te salías de tu cuerpo -continuó-. Pero tal como yo veo las cosas, el nagual no te dio ninguna tarea específica, así que tú seguiste dándole ahí como te saliera. Por otra parte, a mí se me dio la tarea de utilizar mi cuerpo de ensueño. Las hermanitas tuvieron la misma tarea. En mi caso, una vez tuve un sueño en el que volaba como papalote. Se lo conté al nagual porque me había gustado la sensación de planear. El lo tomó en serio y lo hizo una tarea. Dijo que tan pronto como uno aprende a ensoñar, cualquier sueño que uno puede recordar ya no es un sueño, es ensueño.

"Entonces empecé a tratar de volar cuando ensoñaba. Pero no podía organizarme. Mientras más trataba de influenciar mis ensueños, más difícil se me ponía. Finalmente el nagual me aconsejó que parara de forzarme y que dejara que todo ocurriera por sí mismo. Poco a poquito empecé a volar en los ensueños. Fue entonces cuando una voz me empezó a decir qué hacer. Siempre creí que era una voz de mujer.

"Cuando ya había aprendido a volar perfectamente, el nagual me dijo que tenía que repetir, despierta, todos los movimientos de vuelo que yo aprendí en ensueños. Tú tuviste la misma oportunidad cuando el tigre dientes de sable te enseñaba cómo respirar. Pero nunca te volviste un tigre en ensueños, de modo que propiamente no podías tratar de hacerlo cuando estabas despierto. Pero yo sí aprendí a volar en ensueños. Cambiando mi atención a mi cuerpo de ensueño, podía volar como papalote cuando estaba despierta. Una vez te enseñé mi vuelo porque quería que vieras que yo había aprendido a usar mi cuerpo de ensueño. Pero a ti nunca se te ocurrió de qué se trataba la cosa.

La Gorda se refería a la vez en que me aterró con el incomprensible acto real de elevarse y planear en el aire como un volador. El hecho fue tan extravagante para mí que no pude ni siquiera empezar a entenderlo de una manera lógica. Cómo de costumbre, cuando yo era confrontado por eventos de esa naturaleza, lo puse en la amorfa categoría de "percepciones bajo condiciones de tensión extrema". Yo argumentaba que en casos de tensión severa la percepción podía ser enormemente distorsionada por los sentidos. Mi explicación no explicaba nada pero parecía apaciguar a mi razón.

Le dije a la Gorda que por fuerza debía haber más, en lo que ella llamaba el cambio a su cuerpo de ensueño, que repetir meramente la acción de volar.

Ella lo pensó un rato antes de contestar.

– Yo creo que el nagual te debe haber dicho a ti también -afirmó- que lo único que en verdad cuenta al hacer ese cambio es anclar la segunda atención. El nagual decía que es la atención la que hace al mundo. Tenía sus razones para decirlo. Era el amo de la atención. Supongo que lo dejó a mi cuenta el que yo averiguara que todo lo que necesitaba para cambiar a mi cuerpo de ensueño, era concentrar mi atención en volar. Lo importante era almacenar atención en ensueños, observar todo lo que yo hacia al volar. Esa era la única forma de cultivar mi segunda atención. Una vez que ésta era sólida, con sólo enfocarla levemente en los detalles y en la sensación de volar me producía más ensueños de volar, hasta que por fin para mí era una rutina ensoñar, que me remontaba por los aires.

"En la cuestión de volar, pues, mi segunda atención estaba muy afilada. Cuando el nagual me dio la tarea de cambiarme a mi cuerpo de ensueño; lo que quería hacer era que sintonizara mi segunda atención al estar despierta. Así es como yo lo entiendo. La primera atención, la atención que hace al mundo, nunca puede ser subyugada del todo; sólo se le puede desconectar unos momentos para reemplazarla con la segunda atención, eso es, si el cuerpo la ha almacenado lo suficiente. Naturalmente, ensoñar es una manera de almacenar la segunda atención. De modo que yo diría que para poder cambiarte a tu cuerpo de ensueño, al estar despierto tienes que ensoñar hasta que los ensueños se te salgan por las orejas.

– ¿Puedes entrar en tu cuerpo de ensueño cada vez que quieres? -le pregunté.

– No. No es así de fácil -replicó-. He aprendido a repetir los movimientos y las sensaciones de volar cuando estoy despierta, y sin embargo, no puedo volar cada vez que quiero. Mi cuerpo de ensueño siempre encuentra una barrera. Algunas veces la barrera cede; mi cuerpo es libre en esos momentos y yo puedo volar como si estuviera ensoñando.

Le dije a la Gorda que en mi caso don Juan me dio tres tareas para entrenar mi segunda atención. La primera era encontrar mis manos en mis ensueños. Después me recomendó que escogiera un sitio local, concentrara en él mi atención, y luego hiciera ensoñar en pleno día y averiguara si en verdad podía ir allí. Me sugirió que colocara en aquel sitio a una persona allegada a mi, de preferencia una mujer. Con esto obtendría dos cosas: primero, ella podría percibir cambios sutiles que pudiesen atestiguar que en verdad yo estaba allí en ensueños; y, segundo, ella podría observar detalles minúsculos y particulares del sitio, porque precisamente en ésos se centraría mi segunda atención.

El problema más serio que a este respecto tiene el ensoñador es la fijeza inquebrantable de la segunda atención de detalles que pasarían completamente: desapercibidos en la vida cotidiana, creando, de esa manera, un obstáculo casi invencible para la verificación. Lo que uno busca en ensueños no es aquello a lo que se le prestaría atención en la vida ordinaria.

Don Juan explicó que durante el periodo de aprendizaje uno batalla por inmovilizar la segunda atención. Subsecuentemente, uno tiene que batallar aún más para romper esa misma inmovilización. En ensueños uno tiene que satisfacerse con ojeadas muy breves, con vislumbres pasajeros. Tan pronto como uno enfoca algo, uno pierde control.

La tarea menos generalizada que don Juan me dio, consistía en salir de mi cuerpo. Yo lo había logrado en parte, y por cierto lo consideré siempre como mi único verdadero logro en ensueños. Don Juan partió antes de que yo hubiera perfeccionado la sensación de que podía manejar el mundo de los asuntos diarios mientras ensoñaba. Su partida interrumpió lo que yo pensé iba a ser un inevitable montaje de mi realidad de ensueños sobre el mundo de mi vida diaria.

Para elucidar el control de la segunda atención, don Juan presentó la idea de la voluntad. Dijo que la voluntad podía describirse como el máximo control de la luminosidad del cuerpo en cuanto a campo de energía, o podía describirse como un nivel de pericia, o un estado de ser al que llega abruptamente un guerrero en un momento dado. Se le experimenta como un fuerza que irradia de la parte media del cuerpo después de un momento del silencio más absoluto, o de un momento de terror puro, o de una profunda tristeza; pero no después de un momento de felicidad. La felicidad es demasiado trastornante para permitirle al guerrero la concentración requerida a fin de usar la luminosidad de su cuerpo y convertirla en silencio.

– El nagual me dijo que para un ser humano la tristeza es tan poderosa como el terror -dijo la Gorda-. La tristeza hace que un guerrero derrame lágrimas de sangre. Ambos pueden producir el momento de silencio. O el silencio viene por sí mismo, porque el guerrero lo persigue a lo largo de su vida.

– ¿Tú has llegado a sentir ese momento de silencio? -le pregunté.

– Claro que sí lo he hecho, pero no puedo recordar cómo es -dijo-. Tú y yo lo hemos sentido antes y ninguno de los dos podemos recordar nada de eso. El nagual dijo que es un momento de negrura, un momento aún más silente que el momento de parar y cerrar el diálogo interno. Esa negrura, ese silencio, permite que surja el intento de dirigir la segunda atención, de dominarla, de obligarla a hacer cosas. Por eso se le llama voluntad. El intento y el efecto son la voluntad; el nagual dijo que las dos estaban unidas. Me dijo todo esto cuando yo trataba de aprender a volar en ensueños. El intento de volar produce el efecto de volar.

Le dije que yo ya casi había descartado la posibilidad de llegar a experimentar la voluntad.

– La experimentarás -dijo la Gorda-. El problema es que tú y yo no estamos lo suficiente afilados para saber qué es lo que nos está ocurriendo. No sentimos nuestra voluntad porque pensamos que debería ser algo de lo cual estamos seguros, como el hecho de enojarse, por ejemplo. La voluntad es muy silenciosa, no se nota. La voluntad pertenece al otro yo.

– ¿Cuál otro yo, Gorda? -pregunté.

– Tú sabes de qué estoy hablando -respondió enérgicamente-. Cuando ensoñamos entramos en nuestro otro yo. Ya hemos entrado allí infinitas veces, pero todavía no estamos completos.

Un largo silencio tuvo lugar. Yo me dije que ella tenía razón al decir que aún no estábamos completos. Entendí que con eso ella quería decir que éramos meros aprendices de un arte inagotable. Pero entonces cruzó por mi mente la idea de que a lo mejor ella se refería a otra cosa. No se trataba de un pensamiento racional. En un principio sentí algo como una sensación punzante en mi plexo solar y después tuve la idea de que quizá ella se refería a otra cosa. Luego sentí la respuesta. Me llegó como un solo bloque, una especie de masa. Supe que todo un conjunto se hallaba allí, primero en la punta del esternón y después en mi mente. Mi problema era que no podía desenredar lo que sabía, con rapidez suficiente para verbalizarlo.

La Gorda no interrumpió mis procesos de pensamiento con comentarios o gestos. Estaba perfectamente callada, esperando. Parecía hallarse conectada internamente conmigo a tal punto que no teníamos que decir nada.

Sostuvimos este sentimiento de comunión del uno con el otro durante un momento y después éste nos avasalló a los dos. La Gorda y yo nos calmamos poco a poco. Finalmente, empecé a hablar. No era que yo necesitase reiterar lo que sentimos y supimos en común, lo que necesitaba era reestablecer nuestras bases de discusión. Le dije que yo sabía de qué manera estábamos incompletos, pero que no podía poner en palabras mi conocimiento.

– Hay tantas y tantas cosas que sabemos -dijo-. Y sin embargo, no podemos usar todo eso porque en realidad ignoramos cómo extraerlo de nosotros mismos. Tú ya empezaste a sentir esa presión. Yo la he tenido por años. Sé y al mismo tiempo no sé. La mayor parte del tiempo se me caen las babas y todo lo que digo es pura estupidez.

Yo entendí a qué se refería y lo entendí en un nivel físico. Yo sabía algo absolutamente práctico y evidente de la voluntad y de lo que la Gorda había llamado el otro yo, y, sin embargo, no podía emitir la menor palabra de lo que sabía, no porque fuera reservado o vergonzoso, sino porque ignoraba por dónde comenzar, cómo organizar mi conocimiento.

– La voluntad es un control de la segunda atención al que se le llama el otro yo -dijo la Gorda después de una larga pausa-. A pesar de todo lo que hemos hecho, sólo conocemos un pedacito muy pequeño del otro yo. El nagual dejó a nuestro cargo el que completáramos nuestro conocimiento. Esa es nuestra tarea de recordar.

Se dio un golpe en la frente con la palma de su mano, como si algo hubiera llegado repentinamente a su mente.

– ¡Dios santo! ¡Estamos recordando al otro yo! -exclamó, con su voz casi bordeando la histeria. Después se tranquilizó y habló en un tono más suave-: Evidentemente ya hemos estado allí y la única manera de recordarlo es como lo estamos haciendo, disparando nuestros cuerpos de ensueño mientras ensoñamos juntos.

– ¿Qué quieres decir con eso de disparar nuestros cuerpos de ensueño? -le consulté.

– Tú mismo presenciaste cuando Genaro disparaba su cuerpo de ensueño -dijo-. Sale como si fuera una bala lenta; en realidad se pega y se despega del cuerpo físico con un chasquido fuerte. El nagual decía que el cuerpo de ensueño de Genaro podía hacer la mayor parte de las cosas que nosotros hacemos normalmente; él se dirigía a ti de esa manera para sacudirte. Ahora ya sé qué era lo que buscaban el nagual y Genaro. Querían que recordaras, y para lograrlo Genaro llevaba a cabo hazañas increíbles ante tus mismísimos ojos disparando su cuerpo de ensueño. Pero no sirvió de nada.

– Yo nunca supe que él se hallaba en su cuerpo de ensueño -dije.

– Nunca lo supiste porque no observabas nada -dijo-. Genaro trató de hacértelo saber intentando cosas que el cuerpo de ensueño no puede hacer, como comer, beber, y cosas por el estilo. El nagual me dijo que a Genaro le gustaba bromear contigo diciéndote que iba a cagar y hacer que temblaran las montañas.

– ¿Por qué el cuerpo de ensueño no puede hacer esas cosas? -pregunté.

– Porque el cuerpo de ensueño no puede manejar el intento de comer o de beber -respondió.

– ¿Qué quieres decir con eso, Gorda?

– La gran hazaña de Genaro consistía en que en sus ensueños aprendió el intento de formar su cuerpo físico -explicó-. El terminó lo que tú empezaste a hacer. El podía ensoñar todo su cuerpo de la más perfecta manera. Pero el cuerpo de ensueño tiene un intento diferente del intento del cuerpo físico. Por ejemplo, el cuerpo de ensueño puede atravesar una pared, porque conoce el intento de desaparecer en el aire. El cuerpo físico conoce el intento de comer, pero no el de desaparecer en el aire. Para el cuerpo físico de Genaro, traspasar una pared sería tan imposible como sería comer para su cuerpo de ensueño.

La Gorda calló durante unos instantes como si sopesara lo que acababa de decir. Yo quise esperar antes de formularle más preguntas.

– Genaro había dominado sólo el intento del cuerpo de ensueño -dijo con una voz suave-. Silvio Manuel, por otra parte, era el máximo amo del intento. Ahora ya sé que no podemos recordar su cara porque él no era como cualquier otro.

– ¿Qué te hace decir eso, Gorda? -pregunté.

Ella comenzó a explicarme lo que quería decir, pero no pudo hablar coherentemente. De pronto, sonrió. Sus ojos se iluminaron.

– ¡Ya sé! -exclamó-. El nagual me dijo que Silvio Manuel era el amo del intento porque estaba permanentemente en su otro yo. El era el verdadero jefe. Se hallaba detrás de todo lo que hacía el nagual. En realidad, él fue el que hizo que el nagual se encargara de ti.

Experimenté una aguda incomodidad física al oír a la Gor da decir eso. Casi acabé vomitando y tuve que hacer esfuerzos extraordinarios para ocultárselo. Tuve espasmos de vómito. Le di la espalda. Ella dejó de hablar durante un instante y después procedió como si hubiera decidido ignorar mi estado. Me gritó. Dijo que ése era el momento de aclarar nuestros agravios. Me echó en cara mi resentimiento por lo que ocurrió en la ciudad de México. Añadió que mi rencor no se debía a que ella se hubiese puesto del lado de los otros aprendices en contra mía, sino porque ella los había ayudado a desenmascararme. Le expliqué que todos esos sentimientos se habían desvanecido en mí. Ella continuó inexorable. Sostuvo que a no ser que yo enfrentara esos sentimientos, éstos de alguna manera volverían a mí. Insistió en que mi afiliación con Silvio Manuel era el meollo del asunto.

Yo no podía creer los cambios anímicos por los que pasé al oír sus argumentos. Me convertí en dos personas: una rabiaba, espumeando de la boca; la otra estaba calmada, observando. Tuve un último espasmo doloroso en mi estómago y vomité. No fue la sensación de náusea la que causó el espasmo. Más bien se trataba de una ira incontenible.

Cuando finalmente me calmé me sentí muy avergonzado de mi comportamiento y preocupado de que un incidente de esa naturaleza pudiera volver a ocurrirme en otra ocasión.

– Tan pronto como aceptes tu verdadera naturaleza, estarás libre del furor -dijo la Gorda en un tono impasible.

Quise discutir con ella, pero vi la futilidad que eso implicaba. Además, el ataque de ira había consumido mi energía. Me reí porque de hecho ignoraba qué haría yo en caso de que la Gorda estuviera en lo cierto. Se me ocurrió entonces que desde el momento en que yo había olvidado a la mujer nagual, todo era posible. Sentía una extraña sensación de calor o irritación en la garganta, como si hubiese ingerido comida picante. Tuve una sacudida de alarma corporal justo como si hubiera visto a alguien agazapado a mis espaldas, y en ese momento supe a ciencia cierta algo que un instante antes no sabía. La Gorda tenía razón. Silvio Manuel había estado encargado de mí.

La Gorda rió estentóreamente cuando se lo dije. Añadió que ella también recordaba algo más de Silvio Manuel.

– No me acuerdo de él como persona, como recuerdo a la mujer nagual -continuó-, pero sí me acuerdo de lo que el nagual me dijo de él.

– ¿Qué te dijo? -pregunté.

– Dijo que mientras Silvio Manuel estuvo en esta tierra era como Eligio. Desapareció una vez sin dejar huellas y se fue al otro mundo. Se fue por años, y un día regresó. El nagual decía que Silvio Manuel no recordaba dónde había estado o qué había hecho, pero su cuerpo había cambiado. Había regresado al mundo, pero volvió en su otro yo.

– ¿Qué más te dijo, Gorda? pregunté.

– No me puedo acordar de mas -respondió-. Es como si estuviera viendo a través de la niebla.

Yo estaba seguro de que si nos esforzábamos duramente, averiguaríamos allí mismo quién era Silvio Manuel. Se lo dije.

– El nagual aseguraba que el intento está presente en todo -dijo la Gorda de repente.

– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunté.

– No sé -respondió-. Sólo estoy hablando lo que se me viene a la mente. El nagual también dijo que el intento es lo que hace el mundo.

Estaba seguro de haber oído antes eso mismo. Pensé que don Juan debió haberme dicho la misma cosa y que yo la había olvidado.

– ¿Cuándo te habló de eso don Juan? -pregunté.

– No recuerdo cuándo -respondió-. Pero me dijo que la gente, y todas las demás criaturas vivientes, por cierto, es esclava del intento. Estamos en sus garras. Nos hace hacer todo lo que quiere. Nos hace actuar en el mundo. Incluso nos hace morir.

"Me dijo que cuando nos convertimos en guerreros, sin embargo, el intento se vuelve nuestro amigo. Nos deja ser libres por un rato. A veces incluso viene a nosotros, como si por ahí hubiera estado esperándonos. Me dijo que él personalmente sólo era un amigo del intento…, no como Silvio Manuel, que era su amo.

En mí había inmensas presiones de memorias ocultas que pugnaban por salir. Experimenté una tremenda frustración durante unos momentos y después algo en mí cedió. Me tranquilicé. Ya no me interesaba averiguar nada de Silvio Manuel.

La Gorda interpretó mi cambio como un signo de que no nos hallábamos listos para confrontar nuestros recuerdos de Silvio Manuel.

– El nagual nos mostró a todos nosotros lo que él podía hacer con su intento -dijo, abruptamente-. Podía hacer aparecer cosas llamando al intento.

"Me dijo que si yo quería volar, tenía que convocar el intento de volar. Me enseñó entonces cómo él convocaba, y saltó en el aire y se remontó haciendo un círculo, como un papalote gigantesco. O podía hacer que en su mano aparecieran cosas. Me dijo que conocía el intento de muchas cosas y que podía llamar a esas mismas cosas intentándolas. La diferencia entre él y Silvio Manuel era que Silvio Manuel, siendo el amo del intento, conocía el intento de todo.

Le dije que su explicación requería aclaraciones. Ella pareció luchar por arreglar las palabras en su mente.

– Yo aprendí el intento de volar -dijo-, repitiendo todas las sensaciones que había tenido volando en mis ensueños. Esto fue solamente un ejemplo. El nagual había aprendido en vida el intento de cientos de cosas. Pero Silvio Manuel se fue a la fuente misma. La penetró. No tuvo que aprender el intento de nada. Era uno con el intento. El problema era que ya no tenía más deseos, porque el intento no tiene deseos por sí mismo, así es que tenía que depender del nagual para la voluntad. En otras palabras, Silvio Manuel podía hacer todo lo que el nagual quería. El nagual dirigía el intento de Silvio Manuel. Pero como el nagual tampoco tenía deseos, la mayor parte del tiempo no hacían nada.

VIII. LA CONCIENCIA DEL LADO DERECHO Y DEL LADO IZQUIERDO

Nuestra discusión sobre el ensoñar fue sumamente benéfica para nosotros, no sólo porque resolvió los obstáculos de nuestro ensoñar juntos, sino porque llevó los conceptos del ensoñar al nivel intelectual. Hablar de ellos nos tuvo ocupados; nos permitió hacer una pausa con el fin de mitigar nuestra agitación.

Una noche que andaba de compras llamé a la Gorda desde una cabina telefónica. Me dijo que había estado en un almacén comercial y que había tenido la sensación de que yo estaba escondido detrás de unos maniquíes de escaparate. Estaba tan segura de que yo le andaba jugando una broma que se puso furiosa conmigo. Se abalanzó por la tienda tratando de atraparme y hacerme saber su enojo. Luego se dio cuenta de que en realidad estaba recordando algo que ella acostumbraba hacer conmigo: tener un berrinche.

Al unísono, llegamos entonces a la conclusión de que era hora de volver a intentar el ensoñar juntos. Al decirlo, sentimos un optimismo renovado. Me fui a casa inmediatamente.

Entré muy fácilmente en el primer estado, vigilia en reposo. Tuve una sensación de placer corpóreo, un hormigueo que irradiaba de mi plexo solar y que se transformó en la idea de que obtendríamos grandes resultados. Esa idea se convirtió en una nerviosa anticipación. Me di cuenta de que mis pensamientos emanaban del hormigueo en la mitad de mi pecho. Sin embargo, en el momento en que centré mi atención en él, el hormigueo cesó. Era como una corriente eléctrica que yo podía conectar y desconectar.

El hormigueo se inició de nuevo, esta vez más pronunciado que antes, y de súbito me descubrí cara a cara con la Gorda. Era como si hubiera dado vuelta a una esquina para toparme con ella. Quedé absorto mirándola. Era tan absolutamente real, tan ella misma, que sentí la necesidad de tocarla. El efecto más puro, más sobrenatural por ella, brotó de mí en ese momento. Empecé a sollozar incontrolablemente.

Rápidamente, la Gorda trató de entrecruzar nuestros brazos para detener mi estallido, pero no pudo moverse en lo más mínimo. Miramos en torno nuestro. No había ningún cuadro fijo frente a nuestros ojos, ninguna imagen estática de ningún tipo. Tuve un discernimiento repentino y le dije a la Gorda que por estar mirándonos el uno al otro habíamos perdido la oportunidad de ver una escena de ensoñar. Sólo hasta después de que hube hablado me di cuenta de que nos hallábamos en una situación nueva. El sonido de mi voz me asustó. Era una voz extraña, áspera, desagradable. Me dio una sensación de irritación física.

La Gorda respondió que no habíamos perdido nada, que nuestra segunda atención había sido atrapada por algo extraño. Sonrió e hizo un gesto frunciendo la boca, una mezcla de sorpresa e irritación ante el sonido de su propia voz.

Encontré la novedad de hablar en ensueños fascinante. No era que estuviéramos ensoñando una escena en la cual habláramos, sino que de hecho conversábamos. Y esto requería un esfuerzo único, muy similar al esfuerzo que tuve que hacer en un principio al descender una escalera en ensueños.

Le pregunté si creía que el sonido de mi voz era chistoso. Ella asintió y no estentóreamente. El sonido de su risa me conmocionó. Recordé que don Genaro solía hacer los ruidos más extraños y aterrorizantes; la risa de la Gorda se hallaba en la misma categoría. Entonces experimenté el impacto de comprender que la Gorda y yo, espontáneamente, habíamos entrado en nuestros cuerpos de ensueño.

Quería tomarla de la mano. Lo intenté, pero no pude mover el brazo. Como ya tenía cierta experiencia de moverme en ese estado, me propuse ir al lado de la Gorda. Mi deseo era abrazarla, pero en vez de eso me desplacé hasta un punto tan próximo de ella que nos fundimos. Yo estaba consciente de mi individualidad, pero al mismo tiempo sentía que era parte de la Gor da. Esa sensación me gustó inmensamente.

Permanecimos fusionados hasta que algo rompió nuestro vínculo. Sentí un impulso de examinar el medio ambiente. Miré, y claramente recordé haberlo visto antes. Nos hallábamos rodeados de pequeños promontorios circulares que exactamente semejaban dunas de arena. Estas se hallaban en torno nuestro, en todas las direcciones, hasta donde se podía ver. Las dunas parecían estar hechas de algo que semejaba piedra arenisca de un tono amarillo pálido, o toscos gránulos de sulfuro. El cielo era del mismo color, muy bajo y opresivo. Había bancos de niebla amarillenta o algún tipo de vapor amarillo que pendía de ciertos sitios del cielo.

Entonces advertí que la Gorda y yo parecíamos respirar normalmente. Yo no podía sentir mi pecho con las manos, pero sí lograba sentirlo expandirse cuando inhalaba. Los vapores amarillos obviamente no eran dañinos para nosotros.

Empezamos a movernos al mismo tiempo, lenta, cuidadosamente, casi como si camináramos. Después de una breve distancia me sentí muy fatigado, y la Gorda también. Nos deslizábamos sobre el suelo y, al parecer, desplazarse de esa manera era muy fatigoso para nuestra segunda atención; requería un grado excesivo de concentración. No nos hallábamos imitando intencionalmente nuestra forma ordinaria de caminar, pero el efecto venía a ser casi el mismo. Movernos requería estallidos de energía, algo como explosiones minúsculas, con pausas intermedias. Puesto que carecíamos de objetivo al movernos, finalmente nos tuvimos que detener.

La Gorda me habló con una voz tan desvanecida que apenas era audible. Dijo que nos hallábamos avanzando, como autómatas, hacia las regiones más pesadas, y que de continuar haciéndolo la presión resultaría tan grande que moriríamos.

Automáticamente dimos la vuelta y nos dirigimos por donde veníamos, pero la sensación de fatiga no cedió. Los dos estábamos tan agotados que ya no podíamos conservar nuestra posición erecta. Nos desplomamos y, espontáneamente, adoptamos la posición de ensoñar.

Desperté instantáneamente en mi estudio. La Gorda despertó en su recámara.

Lo primero que le dije al despertar fue que ya había estado en ese paisaje baldío varias veces antes. Ya había visto cuando menos dos aspectos de él: uno perfectamente plano, el otro cubierto por pequeños promontorios redondos, como de arena. Al momento de hablar, me di cuenta de que ni siquiera me había molestado en confirmar si la Gorda y yo tuvimos la misma visión. Me contuve y le dije que me había dejado llevar por mi propia excitación; había procedido como si comparara notas de un viaje de vacaciones con ella.

– Ya es muy tarde para ese tipo de plática entre nosotros -dijo, con un suspiro-, pero si eso te hace feliz, te diré lo que vi.

Pacientemente me describió todo lo que había visto, dicho y hecho. Añadió que ella también había estado en ese lugar desierto con anterioridad, y que estaba completamente segura de que se trataba del espacio entre el mundo que conocemos y el otro mundo.

– Es la zona entre las líneas paralelas -continuó-. Podemos ir ahí en ensueños: Pero para poder abandonar este mundo y llegar al otro, el que está más allá de las líneas paralelas, tenemos que recorrer esa zona con nuestros propios cuerpos.

Sentí un escalofrío al pensar que entraríamos en ese sitio yermo con nuestros propios cuerpos.

– Tú y yo hemos estado juntos ahí antes, con nuestros cuerpos -continuó la Gorda-. ¿No te acuerdas?

Le dije que todo lo que podía recordar era haber visto ese paisaje dos veces bajo la guía de don Juan. Las dos veces, yo había descartado la experiencia porque ésta había sido producida mediante la ingestión de plantas alucinógenas. Siguiendo los dictados de mi intelecto, las había considerado como visiones privadas y no como experiencias consensuales. No recordaba haber visto ese paisaje en ninguna otra circunstancia.

– ¿Cuándo fue que tú y yo fuimos allí con nuestros cuerpos? -pregunté.

– No sé -dijo-. Me llegó un vago recuerdo de eso justo cuando tú mencionaste haber estado ahí antes. Creo que ahora te toca a ti ayudarme a terminar lo que ya he comenzado a recordar. Aún no lo puedo enfocar, pero sí recuerdo que Silvio Manuel nos llevó, a la mujer nagual, a ti y a mí a ese lugar tan desolado. Pero no recuerdo por qué nos llevó ahí. No estábamos ensoñando.

No la escuché más, aunque ella seguía hablando. Mi mente había comenzado a perfilarse hacia algo aún desarticulado. Luché por poner en orden mis pensamientos, pues éstos vagaban a la deriva. Durante unos instantes sentí que había retornado años atrás, a una época en que no podía detener mi diálogo interno. Entonces la niebla comenzó a despejarse. Mis pensamientos se ordenaron por sí mismos sin mi dirección consciente, y el resultado fue el recuerdo completo de un evento que ya había logrado recordar parcialmente en uno de esos relampagueos desarticulados de recuerdos que solía tener. La Gorda tenía razón, una vez habíamos sido llevados a una región que don Juan llamaba "el limbo", evidentemente basándose en los dogmas religiosos. Supe que la Gorda también tenía razón al decir que no habíamos estado ensoñando.

En esa ocasión, a petición de Silvio Manuel, don Juan congregó a la mujer nagual, a la Gorda y a mí. Me dijo que nos había convocado porque sin saber cómo, yo había entrado en un receso especial de la conciencia, que era el centro de la más aguda atención. Yo había ya llegado previamente a ese estado, al que don Juan llamaba "el lado izquierdo izquierdo", pero muy brevemente, y siempre guiado por él. Uno de los rasgos principales, y el que tenía el valor más grande para todos los que nos hallábamos involucrados con don Juan, era que en ese estado podíamos percibir un colosal banco de vapor amarillento, algo que don Juan llamaba "la pared de niebla". Cada vez que yo podía percibirla, ésta se hallaba siempre a mi derecha, extendiéndose hasta el horizonte y, por lo alto, hacia el infinito, dividiendo en dos al mundo. La pared de niebla solía desplazarse ya fuese a la izquierda o la derecha, según yo volviese mi cabeza; parecía no haber modo de enfrentarla.

En aquel día, tanto don Juan como Silvio Manuel me habían hablado de la pared de niebla. Recordé que cuando terminó de hablar Silvio Manuel tomó a la Gorda de la nuca, como si fuera una gatita, y desapareció con ella dentro del banco de niebla. Yo sólo tuve una fracción de segundo para presenciar su desaparición, porque don Juan de alguna manera había logrado hacer que yo enfrentase la pared. No me tomó de la nuca, sino que me empujó adentro de la niebla; y de inmediato me encontré mirando esa planicie desolada. Don Juan, Silvio Manuel, la mujer nagual y la Gorda también se hallaban allí. No tomé en cuenta qué era lo que estaban haciendo. Me preocupaba una sensación que experimentaba, una opresión de lo mas desagradable y amenazador. Percibí que me hallaba en el interior de una caverna sofocante, amarilla, de techos bajos. La sensación física de presión se volvió tan avasalladora que ya no pude seguir respirando. Era como si todas mis funciones físicas se hubiesen detenido. No podía sentir ninguna parte de mi cuerpo. Y sin embargo, me podía mover, caminar, extender los brazos, girar la cabeza. Puse mis manos en los muslos: no había sensación en mis muslos ni en las palmas de mis manos.

Mis piernas y brazos se hallaban allí visiblemente, pero no eran palpables.

Movido por el infinito terror que experimentaba, tomé a la mujer nagual de un brazo y la hice perder el equilibrio. Pero no fue mi fuerza muscular lo que la empujó. Era una energía que no estaba almacenada en mis músculos o en el armazón óseo, sino en el mismo centro de mí.

Se me antojó poner a funcionar otra vez esa energía y prendí a la Gorda. Ella se meció a causa de la fuerza de mi jalón. Entonces comprendí que la energía que me permitía moverla emanaba de una protuberancia que se hallaba equilibrada en el punto central de mi cuerpo. Eso la empujaba y jalaba como lo haría un tentáculo.

Ver y comprender todo eso me tomó sólo un instante. Al momento siguiente de nuevo me hallaba en el mismo estado de angustia y terror. Miré a Silvio Manuel con una muda súplica de ayuda. La manera como me devolvió la mirada me convenció de que yo estaba perdido. Sus ojos eran fríos e indiferentes. Don Juan me dio la espalda y yo me sacudía desde mi interior con un terror que rebasaba mi compresión. Pensé que la sangre de mi cuerpo se hallaba en ebullición, no porque sintiese calor, sino porque una presión interior crecía hasta el punto de estallar.

Don Juan me ordenó que me calmara y que me abandonara a mi muerte. Dijo que yo me iba a quedar allí hasta que muriese y que tenía la posibilidad de morir apaciblemente si hacía un esfuerzo supremo y dejaba que el terror me poseyese; o podía morir en agonía, si elegía combatirlo.

Silvio Manuel me habló, algo que muy raramente hacía. Dijo que la energía que yo necesitaba para aceptar mi terror se hallaba en mi parte media, y que la única manera de triunfar era doblegándome, rindiéndome sin rendirme.

La mujer nagual y la Gorda estaban en perfecta calma. Yo era el único que agonizaba allí. Silvio Manuel dijo que me hallaba desperdiciando tanta energía que mi fin era cuestión de momentos, y que yo podía considerarme ya muerto. Don Juan le hizo una seña a la mujer nagual y a la Gorda para que lo siguieran. Ellas me dieron la espalda. Ya no pude ver qué más hicieron. Sentí una vibración poderosa recorriéndome. Supuse que era el estertor de mi muerte; mi lucha había concluido. Ya no me preocupé más. Cedí al inconmensurable terror que me estaba matando. Mi cuerpo, o la configuración que yo consideraba mi cuerpo, se calmó, se abandonó a la muerte. Cuando dejé que el terror entrara en mi, o quizá que saliera de mí, sentí y vi un tenue vapor -una mancha blancuzca contra los alrededores amarillo-sulfurosos- que abandonaba lo que yo creía que era mi cuerpo.

Don Juan regresó a mi lado y me examinó con curiosidad. Silvio Manuel se alejó y volvió a tomar a la Gorda de la nuca. Claramente lo vi echándola, como si fuera una gigantesca muñeca de trapo, dentro del banco de niebla. Después él mismo se introdujo allí y desapareció.

La mujer nagual hizo un gesto como invitándome a acercarme. Me volví hacia ella, pero, antes de que pudiera alcanzarla, don Juan me dio un poderoso empellón que me lanzó a través de la espesa niebla amarilla. No trastabillé, sino que planeé a través del banco y terminé cayendo de cabeza en el suelo del mundo de todos los días.

La Gorda recordó todo esto conforme yo se lo narraba. Luego, agregó más detalles.

– La mujer nagual y yo no temíamos por tu vida -aseguró-. El nagual ya nos había dicho que tú tenías que ser forzado a abandonar tus defensas, eso no era nuevo. Todo guerrero hombre tiene que ser forzado mediante el miedo.

"Silvio Manuel ya me había llevado tres veces antes al otro lado de la pared, para que yo aprendiera a sosegarme. Dijo que si tú me veías tranquila, eso te afectaría, y así fue. Tú te abandonaste y te apaciguaste.

– ¿Te dio mucho trabajo a ti también aprender a calmarte? -pregunté.

– No. Eso es fácil para una mujer -respondió-. Esa es la ventaja que tenemos. El único problema es que alguien nos tiene que transportar a través de la niebla. Nosotras no podemos hacerlo solas.

– ¿Por qué no, Gorda? -pregunté.

– Se necesita ser pesado para atravesar la niebla, y una mujer es liviana -dijo-. Demasiado liviana, en realidad.

– ¿Y la mujer nagual? Yo no vi que nadie la transportara -dije.

– La mujer nagual era especial -aseguró la Gorda-. Ella sí podía hacer todo por sí misma. Me podía llevar allá, o llevarte a ti. Incluso podía atravesar toda esa planicie desierta, algo que el nagual dijo que era obligatorio para todos los viajeros que se aventuraban en lo desconocido.

– ¿Y por qué fue conmigo allá la mujer nagual? -le pregunté.

– Silvio Manuel nos llevó para apoyarte -dijo-. El creía que tú necesitabas la protección de dos mujeres y de dos hombres que te flanquearan. Silvio Manuel creía que necesitabas ser protegido de las entidades que rodean y acechan en ese lugar. Los aliados vienen de esa planicie desierta. Y otras cosas aún más feroces.

– ¿A ti también te protegieron? -pregunté.

– Yo no necesito protección -respondió-. Soy mujer. Estoy libre de todo eso. Pero todos creíamos que tú te hallabas en un aprieto terrible. Tú eras el nagual, pero un nagual muy estúpido. Creíamos que cualquiera de esos feroces aliados, o demonios si prefieres llamarlos así, podía haberte despanzurrado, o desmembrado. Eso fue lo que dijo Silvio Manuel. Nos llevó para que flanqueáramos tus cuatro esquinas. Pero lo más chistoso era que ni el nagual ni Silvio Manuel sabían que en realidad no nos necesitabas. Lo que era dable era que tú tenías que caminar muchísimo hasta que perdieras tu energía. Entonces Silvio Manuel te iba a asustar señalándote los aliados y convocándolos para que se te vinieran encima. El y el nagual planeaban ayudarte poco a poquito. Esa es la regla. Pero algo salió mal. Al instante en que llegaste ahí, te volviste loco. No te habías movido ni un centímetro y ya te estabas muriendo. Estabas muerto de susto y ni siquiera habías visto a los aliados.

"Silvio Manuel me contó que no sabía qué hacer, así es que te dijo al oído lo último que se proponía decirte: que cedieras, que te rindieras sin rendirte. Tú solito te sosegaste y ellos no tuvieron que hacer nada de lo que habían planeado. Al nagual y a Silvio Manuel ya no les quedó otra cosa sino sacarme de ahí.

Le dije a la Gorda que cuando me encontré de nuevo en el mundo había alguien de pie junto a mí que me ayudó a levantarme. Eso era todo lo que podía recordar.

– Estábamos en casa de Silvio Manuel -aclaró ella-. Ahora ya puedo recordar muchas cosas de esa casa. Alguien me dijo, no sé quién, que Silvio Manuel encontró la casa y la compró porque había sido construida en un sitio de poder. Pero alguien más dijo que Silvio Manuel encontró la casa, le gustó, la compró, y después trajo el poder a ella. Yo en lo personal creo que Silvio Manuel trajo el poder. Creo que su impecabilidad sostuvo el poder en esa casa todo el tiempo en que él y sus compañeros vivieron allí.

"Cuando era hora de que ellos se fueran, el poder del lugar se desvaneció con ellos, y la casa se convirtió en lo que había sido antes de que Silvio Manuel la encontrara: una casa común y corriente.

En tanto la Gorda hablaba, mi mente parecía aclararse mucho más, pero no lo suficiente para revelarme lo que nos sucedió en esa casa, eso que me había llenado de tanta tristeza. Sin saber por qué, estaba seguro de que tenía que ver con la mujer nagual. ¿Dónde estaba ella?

La Gorda no respondió cuando se lo pregunté. Un largo silencio tuvo lugar. Ella se excusó, diciendo que tenía que hacer el desayuno; ya era de mañana. Me dejó solo, con una lugubrez y una dolorosísima melancolía. La llamé. Ella se enojó y tiró sus cacerolas al suelo. Entendí muy bien por qué lo hacía.

En otra sección de ensoñar juntos penetramos aún más profundamente en lo intrincado de la segunda atención. Esto tuvo lugar unos cuantos días después. La Gorda y yo, sin ninguna expectativa o esfuerzo al respecto, nos encontramos juntos de pie. Tres o cuatro veces ella intento, en vano, entrecruzar su antebrazo con el mío. Me habló, pero lo que decía me era incomprensible. Sin embargo, supe que ella explicaba que nuevamente nos hallábamos en nuestros cuerpos de ensueño. La Gorda me advertía que todo movimiento nuestro debería de surgir de nuestras partes medias.

Como en nuestro intento anterior, ninguna escena de ensoñar se presentó a fin de que la examináramos, pero me pareció reconocer un local concreto que yo había visto en mis ensueños casi todos los días durante un año: se trataba del valle del tigre dientes de sable.

Caminamos unos cuantos metros. Esta vez nuestros movimientos no fueron violentos o explosivos. En realidad caminamos con nuestros vientres, sin ningún tipo de acción muscular. El aspecto más violento era mi falta de práctica; era como la primera vez que monté en bicicleta. Fácilmente me cansé y perdí el ritmo, me volví titubeante e inseguro de mí mismo. Nos detuvimos. La Gorda también se había desincronizado.

Empezamos a examinar lo que nos rodeaba. Todo tenía una realidad indisputable, al menos para el ojo. Nos encontrábamos en una zona rugosa con una extraña vegetación. No pude identificar los raros arbustos que vi. Parecían árboles pequeños, de un metro y medio de alto. Tenían muy pocas hojas que eran planas y gruesas, de un color verdoso, y flores enormes, cautivantes, de color marrón oscuro con franjas de oro. Los tallos no eran maderosos, sino que parecían ligeros y flexibles, como junquillos; se hallaban cubiertos de espinas largas, que semejaban formidables agujas. Algunas plantas viejas que se habían secado y caído al suelo me hacían tener la impresión de que los tallos eran huecos.

El suelo era muy oscuro, como si estuviera húmedo. Traté de inclinarme para tocarlo, pero no pude moverme. La Gorda me indicó con una seña que utilizara la parte media de mi cuerpo. Cuando lo hice no tuve que inclinarme para tocar el suelo; había algo en mí que era como un tentáculo con capacidad de sentir. Pero yo no podía reconocer lo que me hallaba sintiendo. No había cualidades táctiles en particular sobre las cuales establecer distinciones. El suelo que tocaba parecía ser un núcleo visual en mí. Me sumergí entonces en un dilema intelectual. ¿Por qué el ensoñar parecía ser el producto de mi facultad visual? ¿Se debía a la preponderancia de lo visual en la vida de todos los días? Mis preguntas no tenían significado. No había posibilidad de responderlas, y todas esas interrogantes sólo debilitaban mi segunda atención.

La Gorda rompió mis reflexiones dándome un empellón. Experimenté una sensación que era como de un golpe. Un temblor me recorrió. La Gorda señaló adelante de nosotros. Como siempre, el tigre dientes de sable yacía en el arrecife donde siempre lo había visto. Nos aproximamos hasta que nos hallamos a unos metros del arrecife y tuvimos que alzar nuestras cabezas para ver al tigre. Nos detuvimos. El tigre se incorporó. Su tamaño era estupendo, especialmente su anchura.

Supe que la Gorda quería que nos escabulléramos en torno al tigre hasta llegar al otro lado de la colina. Yo quería decirle que eso podría ser peligroso, pero no pude hallar una manera de transmitirle el mensaje. El tigre parecía iracundo, excitado. Se apoyó en las patas traseras, como si se preparara asaltar sobre nosotros. Yo estaba aterrorizado.

La Gorda se volvió hacia mí, sonriendo. Comprendí que me decía que no sucumbiera al pánico, porque el tigre solo era una imagen fantasmagórica. Con un movimiento de la cabeza, me instó a seguir adelante. Y sin embargo, en un nivel imprecisable, yo sabia que el tigre era una entidad, quizá no en el sentido concreto de nuestro mundo cotidiano, pero no obstante real. Y como la Gorda y yo estábamos ensoñando, habíamos perdido nuestra propia concreción en el mundo. En ese momento estábamos al parejo que el tigre: nuestra existencia era fantasmagórica igualmente.

Avanzamos otro paso ante la regañona insistencia de la Gor da. El tigre saltó del arrecife. Vi su enorme cuerpo surcando el aire, viniendo hacía mí directamente. Perdí la sensación de que me hallaba ensoñando: para mí, el tigre era real y yo iba a ser despedazado. Una barrera de luces, imágenes y los colores primarios más intensos que haya llegado a ver relampagueó en todo mi entorno. Desperté en mi estudio.

La Gorda y yo después llegamos a ser expertos en ensoñar juntos. Yo tenía la certeza de que logramos esto gracias a nuestro desapego, al hecho de que ya no teníamos tanta premura. El resultado de nuestros esfuerzos no era lo que nos impelía a actuar. Más bien se trataba de una compulsión ulterior que nos daba el ímpetu para actuar impecablemente sin pensar en recompensas. Todas nuestras sesiones fueron tan fáciles como la primera, aunque era mayor la velocidad y la naturalidad con la cual entrábamos en la segunda fase de ensoñar, la vigilia dinámica.

Nuestra habilidad era tal, que ensoñábamos juntos cada noche. Sin ninguna intención de parte nuestra, los ensueños se concentraron al azar en tres áreas: en las dunas de arena, en el medio ambiente del tigre dientes de sable y, lo más importante, en acontecimientos de nuestro pasado que habíamos olvidado del todo.

Cuando las escenas que confrontábamos tenían que ver con eventos olvidados en los cuales la Gorda y yo desempeñamos un papel importante, ella no tenía dificultad en entrelazar su brazo con el mío. Ese acto me daba una irracional sensación de seguridad. La Gorda me explicó que ahuyentaba la soledad inquebrantable que produce la segunda atención. Dijo que entrecruzar los brazos propicia un ánimo de objetividad, y, como resultado, ambos podíamos contemplar las actividades que tenían lugar en cada escena. A veces formábamos parte de las actividades. Otras veces contemplábamos la escena objetivamente como si estuviéramos en un cine.

Según la Gorda, la mayor parte de nuestro ensoñar juntos se agrupaba en tres categorías. La primera, y por cierto la más vasta, era una reactuación de acontecimientos que habíamos vivido juntos. La segunda era un escrutinio que nosotros dos hacíamos de sucesos que solamente yo había "vivido": la tierra del tigre dientes de sable se hallaba en esta categoría. La tercera era una visita real en un dominio que existía tal como lo presenciábamos en el momento de nuestra visita. La Gorda sostenía que esos promontorios amarillos se hallaban presentes aquí y ahora, y que ésa es la manera como los ve el guerrero que viaja entre ellos.

Yo quería discutir una cuestión con ella. Ambos habíamos tenido misteriosas relaciones con gente a la que habíamos olvidado por razones inconcebibles para nosotros; pero era gente a la que, no obstante, habíamos en realidad conocido. El tigre dientes de sable, por otra parte, era una criatura propia de mi ensueño. Me era imposible concebir a uno y al otro en la misma categoría:

Antes de que pudiera expresar mis pensamientos, recibí su respuesta. Era como si ella en verdad se encontrara en el interior de mi mente, leyéndola como si fuera un texto.

– Pertenecen a la misma clase -dijo, y rió nerviosamente-. No podemos explicar por qué hemos olvidado todo eso, o cómo es que ahora lo recordamos. No podemos explicar nada. El tigre dientes de sable está ahí, en alguna parte. Nunca sabremos dónde. Pero ¿por qué preocuparnos por una inconciencia inventada? Decir que una cosa es una realidad y que la otra es un ensueño no tiene ningún significado para el otro yo.

Para la Gorda y para mí ensoñar juntos llegó a ser un medio de alcanzar un mundo inimaginado de recuerdos ocultos. Ensoñar juntos nos permitió acordarnos de acontecimientos que no podíamos recordar a través de nuestra memoria usual y corriente. Cuando los reexaminábamos en nuestras horas de vigilia, recuerdos aún más elaborados se desencadenaban. De esta manera desenterramos, por así decirlo, masas de recuerdos que habían estado escondidos en nosotros. Nos tomó casi dos años de esfuerzo prodigioso y de concentración llegar a una mínima comprensión de lo que nos había sucedido.

Don Juan nos dijo que un ser humano está dividido en dos. El lado derecho, que es llamado el tonal, abarca todo lo que el intelecto es capaz de concebir. El lado izquierdo, llamado el nagual es un dominio de rasgos indescriptibles; un dominio que es imposible de contener en palabras. El lado izquierdo quizás es comprendido, si compresión es lo que tiene lugar, con la totalidad del cuerpo, de allí su resistencia a la conceptualización.

Don Juan también nos había dicho que todas las facultades, posibilidades y logros de la brujería, desde lo más simple hasta lo más sorprendente; se halla en el cuerpo humano mismo.

Tomando como base los conceptos de que nos hallamos divididos en dos y de que todo se encuentra en el cuerpo mismo, la Gorda propuso una explicación de nuestros recuerdos. Ella creía que durante los años de nuestra asociación con el nagual Juan Matus, nuestro tiempo se hallaba dividido entre estados de conciencia normal, en el lado derecho, el tonal, donde prevalece la primera atención, y estados de conciencia acrecentada, en el lado izquierdo, el nagual, o el sitio de la segunda atención.

La Gorda creía que los esfuerzos del nagual Juan Matus tenían como objetivo conducirnos al otro yo por medio del autocontrol de la segunda atención a través del ensoñar. Sin embargo, don Juan también nos puso en contacto directo con la segunda atención mediante una manipulación corporal. La Gor da recordaba que él la forzaba a pasar de un lado al otro ya fuese oprimiendo o masajeándole la espalda. Decía que a veces incluso le daba un buen golpe en el omóplato derecho. El resultado era que ella entraba en un extraordinario estado de claridad. La Gorda creía que en ese estado todo se movía con mayor celeridad, y sin embargo nada en el mundo había sido cambiado.

Semanas después de que la Gorda me había dicho esto, recordé que a mí me había ocurrido lo mismo. En un momento dado, don Juan me daba un golpe en la espalda. Yo siempre sentí ese golpe en la espina, en medio y arriba de mis omóplatos. Una claridad extraordinaria me poseía luego. El mundo era el mismo pero más nítido. Todo se realizaba por sí mismo. Quizás se trataba de que mis facultades de razonamiento eran nubladas mediante el golpe de don Juan, y eso me permitía percibir sin ellas.

Yo permanecía con esa claridad indefinidamente, o hasta que don Juan me daba otro golpe en el mismo sitio para hacerme volver a mi estado normal de conciencia. Don Juan nunca me empujó o me masajeó. Siempre me dio un golpe directo y fuerte, no como el golpe de un puño, sino más bien un impacto que me quitaba el aliento por instantes. Yo tenía que respirar entrecortadamente, inhalar largas y rápidas bocanadas de aire hasta que de nuevo podía respirar normalmente.

La Gorda reportó el mismo efecto: todo el aire era expulsado de sus pulmones mediante el golpe del nagual y ella tenía que aspirar más de la cuenta para poder llenarlos nuevamente. La Gorda creía que la respiración era el factor decisivo. En su opinión las inhalaciones de aire que ella se veía forzada a hacer después de ser golpeada eran las que acrecentaban la conciencia. No podía, sin embargo, explicar de qué manera la respiración afectaba su percepción y su conciencia. La Gorda también explicó que a ella no se le tenía que golpear para hacerla volver a su estado normal. Ella volvía mediante sus propios medios, sin saber cómo.

Sus observaciones me parecieron pertinentes. Cuando niño, e incluso ya de adulto, ocasionalmente había quedado sin aliento al caer de espaldas. Pero el efecto del golpe de don Juan, aunque me dejaba sin aliento, no era semejante de ninguna manera. No había dolor, y en cambio me aportaba una sensación imposible de describir. Lo más cercano a lo que puedo llegar sería decir que creaba en mí un sentimiento como de sequedad. Los golpes en la espalda parecían resecar mis pulmones y nublar todo lo demás. Después, como la Gorda había observado, todo lo que después del golpe del nagual se había vuelto neblinoso, adquiría una nitidez cristalina en cuanto respiraba, como si la respiración fuese el catalizador, el factor determinante.

Lo mismo me ocurría cuando regresaba a la conciencia de todos los días. El aire era expelido de mí, el mundo que contemplaba se volvía borroso y después se aclaraba cuando llenaba los pulmones.

Otro rasgo de esos estados de conciencia acrecentada era la riqueza incomparable de la interacción personal, una riqueza que nuestros cuerpos comprendían como una sensación de velocidad. Nuestro movimiento de ida y vuelta entre el lado derecho y el izquierdo nos facilitaba discernir que en el lado derecho se consume demasiada energía y demasiado tiempo en las acciones e interacciones de la vida diaria. En el lado izquierdo, por otra parte, existe una necesidad inherente de economía y velocidad.

La Gorda no podía describir lo que en realidad era esta velocidad, ni yo tampoco. Lo mejor que podría hacer sería decir que en el lado izquierdo yo podía comprender el significado de las cosas con precisión, directamente. Cada faceta de actividad se hallaba libre de preliminares o introducciones. Yo actuaba y descansaba; avanzaba y retrocedía sin ninguno de los procesos de pensamiento que me son usuales. Esto era lo que la Gorda y yo entendíamos por velocidad.

La Gorda y yo discernimos en un momento dado que la riqueza de nuestra percepción en el lado izquierdo era una comprensión post-facto. Nuestra interacción parecía ser rica a la luz de nuestra capacidad de recordarla. Nos dimos cuenta entonces de que en esos estados de conciencia acrecentada habíamos percibido todo de un solo golpe, una masa bultosa de detalles inexplicables. A esta habilidad de percibir todo de un solo golpe le llamamos intensidad. Durante años había sido imposible para nosotros examinar las distintas partes que componían esas experiencias; no habíamos podido sintetizar esas partes en una secuencia que tuviera significado para el intelecto. Puesto que éramos incapaces de efectuar esas síntesis, no podíamos recordar. Nuestra incapacidad para recordar, en realidad era la incapacidad de poner sobre una base lineal la memoria de nuestra percepción. No podíamos extender, por así decirlo, nuestras experiencias a fin de arreglarlas en un orden de sucesión. Las experiencias estuvieron siempre a nuestro alcance, pero al mismo tiempo era imposible restaurarlas, pues se hallaban bloqueadas por una muralla de intensidad.

La tarea de recordar, entonces, propiamente, consistía en unir los lados izquierdo y derecho, de reconciliar esas dos forma distintas de percepción en un todo unificado. La tarea de consolidar la totalidad de uno mismo se efectuaba mediante el reacomodo de la intensidad en una secuencia lineal.

Se nos ocurrió que las actividades en las que recordábamos haber tomado parte, quizá no tomaron mucho tiempo en llevarse a cabo en términos de tiempo medido por reloj. Por razón de poder, en esas circunstancias, al percibir en términos de intensidad, pudimos sólo haber tenido la sensación de extensos pasajes de tiempo. La Gorda creía que si pudiéramos rearreglar la intensidad en una secuencia lineal, creeríamos haber vivido miles de años.

El paso pragmático que don Juan tomó para auxiliarnos en nuestra tarea de recordar consistió en hacernos interactuar con cierta gente cuando nos hallábamos en un estado de conciencia acrecentada. El tenía mucho cuidado en impedirnos ver a esa gente cuando nos hallábamos en un estado normal de conciencia, creando de esta manera las condiciones apropiadas para recordar.

Al completar nuestros recuerdos, la Gorda y yo entramos en un estado insólito. Teníamos detallado conocimiento de interacciones sociales que habíamos compartido con don Juan y sus compañeros. Estos no eran recuerdos del modo como yo recordaría un episodio de mi niñez; eran recuerdos más que vívidos de acontecimientos que podíamos revivir paso a paso. Reprodujimos conversaciones que parecían reverberar en nuestros oídos, como si las estuviéramos escuchando. Los dos pensamos que no era. superfluo especular sobre lo que nos estaba ocurriendo. Lo que estábamos recordando, desde el punto de vista de nuestra experiencia inmediata, tenia lugar ahora. Tal era, el carácter de nuestro recuerdo.

Por fin la Gorda y yo pudimos resolver las interrogantes que nos habían impulsado tan duramente. Recordamos quién era la mujer nagual, cómo encajaba entre nosotros, cuál había sido su papel. Dedujimos, más que recordamos, que habíamos pasado iguales porciones de tiempo con don Juan y don Genaro en estados normales de conciencia, y con don Juan y sus demás compañeros en estados de conciencia acrecentada. Recapturamos cada matiz de esas interacciones, que habían sido veladas por la intensidad.

Después de una cuidadosa revisión de lo que habíamos descubierto, comprendimos que apenas habíamos establecido un minúsculo puente entre los dos lados de nosotros mismos. Nos volvimos entonces a otros temas, a nuevas interrogantes que habían tomado precedencia sobre las antiguas. Había tres temas, tres preguntas que resumían todas nuestras preocupaciones. ¿Quién era don Juan y quiénes eran sus compañeros? ¿Qué nos habían hecho? Y, ¿a dónde se habían ido todos ellos?