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TERCERA PARTE: EL DON DEL ÁGUILA

IX. La regla del nagual

Don Juan había sido extraordinariamente parco en cuanto a la historia de su vida personal. Su reticencia era, en lo fundamental, un recurso didáctico; hasta donde le concernía, su vida empezó cuando se convirtió en guerrero, y todo lo que le había ocurrido con anterioridad era de muy pocas consecuencias.

Todo lo que la Gorda y yo sabíamos de esa primera época de su vida, era que don Juan había nacido en Arizona, de ascendencia yaqui y yuma. Cuando aún era niño sus padres lo llevaron a vivir con los yaquis, en el norte de México. A los diez años de edad lo atrapó la marea de las guerras yaquis. Su madre fue asesinada, y después su padre fue aprehendido por el ejército mexicano. Tanto don Juan como su padre fueron enviados a un centro de reubicación en el estado de Yucatán, en el extremo sur del país. Allí creció.

Lo que le haya sucedido durante ese periodo nunca se nos fue revelado. Don Juan creía que no había necesidad de hablarnos de eso. Yo creía lo contrario. La importancia que di a esa parte de su vida, tenía que ver con mi convicción de que los rasgos distintivos y el énfasis de su mando emergieron de ese inventario personal de existencia.

Pero ese inventario, por muy importante que haya sido, no fue lo que le dio el inmenso significado que él tenía para nosotros, o para sus demás compañeros. Su preeminencia total se basaba en el acto fortuito de haberse ligado con "la regla".

El hallarse ligado con la regla puede describirse como vivir un mito. Don Juan vivía un mito, un mito que lo atrapó y que lo hizo ser el nagual.

Don Juan decía que cuando la regla lo atrapó, él era un hombre agresivo y desenfrenado que vivía en el exilio, como miles de otros indios yaquis. Don Juan trabajaba en las plantaciones tabacaleras del sur de México. Un día, después del trabajo, le dispararon un tiro en el pecho en un encuentro casi fatal con un compañero de trabajo sobre cuestiones de dinero. Cuando volvió en sí, un viejo indio estaba inclinado sobre él y hurgaba con los dedos una pequeña herida que don Juan tenía en el pecho. La bala no había penetrado en la cavidad pectoral, sino que se hallaba alojada en un músculo, junto a una costilla. Don Juan se desmayó dos o tres veces a causa de la conmoción, la pérdida de sangre y, según él mismo lo refirió, del temor a morir. El viejo indio extrajo la bala y, como don Juan no tenía dónde quedarse, se lo llevó a su propia casa y lo cuidó durante más de un mes.

El viejo indio era bondadoso pero severo. Un día, cuando don Juan ya se sentía relativamente fuerte y casi se había recuperado, el viejo le dio un fuerte golpe en la espalda y lo forzó a entrar en un estado de conciencia acrecentada. Después, sin mayores preliminares, le reveló a don Juan la porción de la regla que tenía que ver con el nagual y su función.

Don Juan llevó a cabo exactamente lo mismo conmigo y con la Gorda; nos hizo cambiar niveles de conciencia y nos dijo la regla del nagual de la siguiente manera:

Al poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes se le llama el Águila, no porque sea un águila o porque tenga algo que ver con las águilas, sino porque a los videntes se les aparece como una inconmensurable y negrísima águila, de altura infinita; empinada como se empinan las águilas.

A medida que el vidente contempla esa negrura; cuatro estallidos de luz le revelan lo que es el Águila. El primer estallido, que es como un rayo, guía al vidente a distinguir los contornos del cuerpo del Águila. Hay trozos de blancura que parecen ser las plumas y los talones de un águila. Un segundo estallido de luz revela una vibrante negrura, creadora de viento, que aletea como las alas de un águila. Con el tercer estallido de luz el vidente advierte un ojo taladrante, inhumano. Y el cuarto y último estallido le deja ver lo que el Águila hace.

El Águila se halla devorando la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la tierra un momento antes y ahora muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila para encontrar a su dueño, su razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel, y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.

El Águila, ese poder que gobierna los destinos de los seres vivientes, refleja igualmente y al instante a todos esos seres. Por tanto, no tiene sentido que el hombre le rece al Águila, le pida favores, o tenga esperanzas de gracia. La parte humana del Águila es demasiado insignificante como para conmover a la totalidad.

Sólo a través de las acciones del Águila el vidente puede decir qué es lo que ella quiere. El Águila, aunque no se conmueve ante las circunstancias de ningún ser viviente, ha concedido un regalo, a cada uno de estos seres. A su propio modo y por su propio derecho, cualquiera de ellos, si así lo desea, tiene el poder de conservar la llama de la conciencia, el poder de desobedecer el comparendo para morir y ser consumido. A cada cosa viviente se le ha concedido el poder, si así lo desea, de buscar una apertura hacia la libertad y de pasar por ella. Es obvio para el vidente que ve esa apertura y para las criaturas que pasan a través de ella, que el Águila ha concedido ese regalo a fin de perpetuar la conciencia.

Con el propósito de guiar a los seres vivientes hacia esa apertura, el Águila creó al nagual. El nagual es un ser doble a quien se ha revelado la regla. Ya tenga forma de ser humano, de animal, de planta o de cualquier cosa viviente, el nagual, por virtud de su doblez, está forzado a buscar ese pasaje oculto.

El nagual aparece en pares, masculino y femenino. Un hombre doble y una mujer doble se convierten en el nagual sólo después de que la regia les ha sido revelada a cada uno de ellos, y cada uno de ellos la ha comprendido y la ha aceptado en su totalidad.

Al ojo del vidente, un hombre nagual o una mujer nagual aparece como un huevo luminoso con cuatro compartimientos. A diferencia del ser humano ordinario, que sólo tiene dos lados, uno derecho y uno izquierdo, el nagual tiene el lado izquierdo dividido en dos secciones longitudinales, y un lado derecho igualmente dividido en dos.

El Águila creó el primer hombre nagual y la primera mujer nagual como videntes y de inmediato los puso en el mundo para que vieran. Les proporcionó cuatro guerreras acechadoras, tres guerreros y un propio, a quienes ellos tendrían que mantener, engrandecer y conducir a la libertad.

Las guerreras son llamadas las cuatro direcciones, las cuatro esquinas de un cuadrado, los cuatro humores, los cuatro vientos, las cuatro distintas personalidades femeninas que existen en la raza humana.

La primera es el Este. Se le llama orden. Es, optimista, de corazón liviano, suave, persistente como una brisa constante.

La segunda es el Norte. Es llamada fuerza. Tiene muchos recursos, es brusca, directa, tenaz como el viento duro.

La tercera es el Oeste. Se le llama sentimiento. Es introspectiva, llena de remordimientos, astuta, taimada, como una ráfaga de viento frío.

La cuarta es el Sur. Se le llama crecimiento. Nutre, es bullanguera, tímida, animada como el viento caliente.

Los tres guerreros y el propio representan los cuatro tipos de actividad y temperamento masculinos.

El primer tipo es el hombre que conoce, el erudito; un hombre confiable, noble, sereno, enteramente dedicado a llevar a cabo su tarea, cualquiera que ésta fuera.

El segundo tipo es el hombre de acción, sumamente volátil, un gran compañero, voluble y lleno de humor.

El tercer tipo es el organizador, el socio anónimo, el hombre misterioso, desconocido. Nada puede decirse de él porque no deja que nada de él se escape.

El propio es el cuarto tipo. Es el asistente, un hombre sombrío y taciturno que logra mucho si se le dirige adecuadamente pero que no puede actuar por sí mismo.

Con el fin de hacer las cosas más fáciles, el Águila mostró al hombre nagual y a la mujer nagual que cada uno de estos tipos entre los hombres y las mujeres de la tierra tienen rasgos específicos en su cuerpo luminoso.

El erudito tiene una especie de hendidura superficial, una brillante depresión en el plexo solar. En algunos hombres aparece como un estanque de intensa luminosidad, a veces tersa y reluciente como un espejo que no refleja.

El hombre de acción tiene unas fibras que emanan del área de la voluntad. El número de fibras varía de una a cinco, y su grosor fluctúa desde un cordel hasta un macizo tentáculo parecido a un látigo de más de dos metros. Algunos hombres tienen hasta tres de estas fibras desarrolladas al punto de ser tentáculos.

Al socio anónimo no se le reconoce por ningún rasgo exclusivo sino por su habilidad de crear, muy involuntariamente, un estallido de poder que bloquea con efectividad la atención de los videntes. Cuando están en presencia de este tipo de hombre, los videntes se descubren inmersos en detalles externos en vez de ver.

El asistente no tiene configuración obvia. Ante el vidente aparece como un brillo diáfano en un cascarón de luminosidad sin imperfecciones.

En el dominio femenino, se reconoce al Este por las casi imperceptibles manchas de su luminosidad, que son como pequeñas zonas de descoloración.

El Norte tiene una radiación que abarca todo, exuda un destello rojizo, casi como calor.

El Oeste tiene una tenue membrana que la envuelve, que la hace verse más oscura que las otras.

El Sur tiene un destello intermitente; brilla durante un momento y después se opaca, para brillar de nuevo.

El hombre nagual y la mujer nagual tienen dos movimientos distintos en sus cuerpos luminosos; sus lados derechos ondean, mientras los izquierdos giran.

En términos de personalidad, el hombre nagual es un proveedor, estable, incambiable. La mujer nagual es un ser en guerra pero aún así es un ser calmado, por siempre consciente pero sin ningún esfuerzo. Cada uno de ellos refleja los cuatro tipos de su sexo en cuatro materas de comportamiento.

La primera orden que el Águila dio al hombre nagual y a la mujer nagual fue que encontraran, por sus propios medios, otro grupo de cuatro guerreras, las cuatro direcciones, que siendo ensoñadoras fuesen las réplicas exactas de las acechadoras.

Las ensoñadoras aparecen ante el vidente como si tuviesen en sus partes medias un delantal de fibras que asemejan cabellos. Las acechadoras tienen un rasgo semejante, qué parece delantal, pero en vez de fibras el delantal consiste en incontables, pequeñas y redondas protuberancias.

Las ocho guerreras están divididas en dos bandas, que son llamadas planetas derecho e izquierdo. El planeta derecho está compuesto de cuatro acechadoras; el izquierdo, de cuatro ensoñadoras. Las guerreras de cada planeta fueron adiestradas por el Águila en la regla de sus tareas específicas: las acechadoras aprendieron a acechar; las soñadoras, a soñar.

Las dos guerreras de cada dirección viven juntas. Son tan semejantes que se reflejan la una a la otra, y sólo a través de la impecabilidad pueden encontrar solaz y estímulo en su reflejo comunal.

La única vez en que las cuatro soñadoras o las cuatro acechadoras se reúnen, es cuando tienen que llevar a cabo una tarea extrema. Pero sólo bajo circunstancias especiales deben juntar sus manos. Ese contacto las fusiona en un solo ser y solamente debe de ser usado en casos de necesidad extrema, o en el momento de abandonar este mundo.

Las dos guerreras de cada dirección están unidas a cualquiera de los guerreros, en la combinación que sea necesaria. De esa manera establecen un grupo de cuatro casas, en las que se pueden incorporar cuantos más guerreros sean necesarios.

Los guerreros y el propio también pueden formar un grupo independiente de cuatro hombres, o cada uno de ellos puede funcionar como ser solitario, si eso dicta la necesidad.

Después, al nagual y a su grupo se les ordenó encontrar a otros tres propios. Estos podían ser todos hombres o todas mujeres o un grupo mixto; las mujeres tenían que ser del Sur.

Para asegurar que el primer hombre nagual condujera a su grupo a la libertad, sin desviarse del camino o sin corromperse, el Águila se llevó a la mujer nagual al otro mundo para que sirviera como faro que guía al grupo hacia la apertura.

El nagual y sus guerreros recibieron luego la orden de olvidar. Fueron hundidos en la oscuridad y se les dio nuevas tareas: la tarea de recordarse a sí mismos, y la tarea de recordar al Águila.

La orden de olvidar fue tan enorme que todos se separaron. No pudieron recordar quiénes eran. El Águila designó que si lograban recordarse a sí mismos nuevamente, podrían hallar la totalidad de sí mismos. Sólo entonces tendrían la fuerza y la tolerancia necesarias para buscar y enfrentar su jornada definitiva.

Su última tarea, después de recobrar la totalidad de sí mismos, consistió en conseguir un nuevo par de seres dobles y de transformarlos en un nuevo hombre nagual y en una nueva mujer nagual por virtud de revelarles la regla.

Y así como el primer hombre nagual y la primera mujer nagual fueron provistos de una banda mínima, su deber era proporcionar al nuevo par de naguales cuatro guerreras acechadoras, tres guerreros y un propio.

Cuando el primer nagual y su banda estuvieron listos para entrar en el pasaje, la primera mujer nagual ya los esperaba para guiarlos. Se les ordenó entonces que se llevaran con ellos a la nueva mujer nagual a fin de que ella sirviera de faro a su gente; el nuevo hombre nagual se quedó en el mundo para repetir el ciclo.

Mientras se hallan en el mundo, el número mínimo que se hallaba la dirección del nagual es dieciséis: ocho guerreras, cuatro guerreros contando al nagual, y cuatro propios. En el momento de abandonar el mundo, cuando la nueva mujer nagual se encuentra con ellos, el número del nagual es diecisiete. Si el poder personal permite tener más guerreros, éstos deben añadirse en múltiplos de cuatro.

Yo había presentado a don Juan la cuestión de cómo fue que se hizo conocer la regla al hombre. Me explicó que la regla no tenía fin y que cubría cada faceta de la conducta de un guerrero. La interpretación y acumulación de la regla es obra de videntes cuya tarea, a través de los milenios, ha sido ver al Águila, observar su flujo incesante. Por medio de sus observaciones, los videntes han concluido que, si el cascarón luminoso que comprende la humanidad de uno ha sido roto, uno puede encontrar en el Águila el tenue reflejo del hombre. Los irrevocables dictados del Águila pueden ser capturados por los videntes, interpretados adecuadamente por ellos, y acumulados en forma de un cuerpo de gobierno.

Don Juan me explicó que la regla no era un cuento, y que cruzar hacia la libertad no significa vida eterna tal como se entiende comúnmente a la eternidad: esto es, vivir por siempre. Lo que la regla asentaba era que uno podía conservar la conciencia, que por fuerza se abandona en el momento de morir. Don Juan no podía explicar lo que significaba conservar esa conciencia, o quizá ni siquiera podía concebirlo. Su benefactor le había dicho que en el momento de cruzar, uno entra en la tercera atención, y que el cuerpo en su totalidad se inflama de conocimiento. Cada célula se torna, al instante, consciente de sí misma y también de la totalidad del cuerpo.

Su benefactor también le había dicho que este tipo de conciencia no tiene sentido para nuestras mentes compartamentalizadas. Por consiguiente, el meollo de la lucha del guerrero no consistía tanto en enterarse de que el cruce del que se habla en la regla significaba cruzar a la tercera atención, sino, más bien, en concebir que tal conciencia existe.

Don Juan decía que al principio la regla era, para él, algo estrictamente en el dominio de las palabras. No podía imaginar cómo podía deslizarse al dominio del mundo real y sus manifestaciones. Bajo la efectiva guía de su benefactor, sin embargo, y después de mucho trabajo, finalmente logró comprender la verdadera naturaleza de la regla, y la aceptó totalmente como un conjunto de directivas pragmáticas y no como mito. A partir de ese momento, no tuvo problemas al tratar con la realidad de la tercera atención. El único obstáculo en su camino surgió a raíz de su creencia de que la regla era un mapa. Estaba tan convencido de ello, que creyó que tenía que buscar una apertura en el mundo, un pasaje. De alguna manera, se había quedado innecesariamente atascado en el primer nivel del desarrollo de un guerrero.

Como resultado de esto, la tarea de don Juan, en su capacidad de guía y maestro, fue dirigida a ayudar a los aprendices, y a mí en lo especial, a evitar que se repitiera ese error. Lo que logró hacer con nosotros fue conducirnos a través de las tres etapas del desarrollo del guerrero, sin enfatizar ninguna de ellas más de la cuenta. Primero nos guió para que tomáramos la regla como mapa, después nos guió a la comprensión de que uno puede obtener una conciencia suprema, porque tal cosa existe; y, por último, nos guió a un pasaje concreto para pasar a ese otro mundo oculto de la conciencia.

Para conducirnos a través de la primera etapa, la aceptación de la regla como un mapa, don Juan tomó la sección que pertenece al nagual y su función, y nos mostró que ésta corresponde a hechos inequívocos. El logró esto a fuerza de hacernos tener, mientras nos hallábamos en fases de conciencia acrecentada, un trato sin restricciones con los miembros del grupo, que eran las personificaciones vivientes de los ocho tipos descritos por la regla. Conforme tratamos con ellos, se nos revelaron aspectos más complejos e inducidos de la regla. Hasta que estuvimos en condiciones de comprender que nos encontrábamos atrapados en la red de algo que en un principio habíamos conceptualizado como mito, pero que en esencia era un mapa.

Don Juan nos dijo que, en este respecto, su caso había sido idéntico al nuestro. Su benefactor le ayudó a pasar a través de esa primera fase permitiéndole el mismo tipo de interacción. Para ello lo hizo desplazarse una y otra vez de la conciencia del lado derecho a la del izquierdo, lo presentó con los miembros de su propio grupo, las ocho guerreras, los tres guerreros y los cuatro propios, que eran, como es obligatorio, los ejemplos más estrictos de los tipos que describe la regla. El impacto de conocerlos y de tratar con ellos fue aplastante para don Juan. No sólo lo obligó a considerar la regla como un hecho positivo sino que lo hizo comprender la magnitud de nuestras desconocidas posibilidades.

Don Juan dijo que para el momento en que todos los miembros de su propio grupo habían sido reunidos, él se hallaba tan profundamente dado a la vida del guerrero, que no le causó gran sorpresa el hecho de que, sin ningún esfuerzo evidente por parte de nadie, ellos vinieron a ser réplicas perfectas de los guerreros del grupo de su benefactor. La similitud de sus gustos personales, antipatías, afiliaciones, etcétera, no era resultado de imitación; don Juan decía que ellos pertenecían, tal como plantea la regla, a grupos específicos de gente que tiene las mismas reacciones. Las únicas diferencias entre la gente del mismo grupo era el tono de sus voces, el sonido de su risa.

Al explicarme los efectos que en él había tenido el trato con los guerreros de su benefactor, don Juan tocó el tema de la muy significativa diferencia que existía entre cómo interpretaban la regla su benefactor y él, y también en cómo conducían y enseñaban a otros a aceptarla como mapa. Me dijo que hay dos tipos de interpretaciones: la universal y la individual. Las interpretaciones universales toman las afirmaciones que conforman el cuerpo de la regla tal como son. Un ejemplo sería decir que al Águila no le importan las acciones de los hombres y, sin embargo, les ha proporcionado un pasaje hacia la libertad.

La interpretación individual, por otra parte, es una conclusión presente, del día, a la que llegan los videntes al utilizar las interpretaciones universales como premisas. Un ejemplo sería decir que a causa de que al Águila no le importo, yo tendría que ver modos de asegurar mis posibilidades de alcanzar la libertad, quizás a través de mi propia iniciativa.

Según don Juan, él y su benefactor eran muy distintos en sus métodos para guiar a sus pupilos. Don Juan decía que su benefactor era demasiado severo; guiaba con mano de hierro y, siguiendo su convicción de que con el Águila no existen las limosnas, nunca hizo nada por nadie de una manera directa.

En cambio, apoyó activamente a todos para que se ayudaran a sí mismos. Consideraba que el regalo de la libertad que ofrece el Águila no es una dádiva sino la oportunidad de tener una oportunidad.

Don Juan, aunque apreciaba los méritos del método de su benefactor, no estaba de acuerdo con él. Cuando él ya era nagual vio que ese método desperdicia tiempo irreemplazable. Para él era más eficaz presentarle a cualquiera una situación dada y forzarlo a aceptarla, y no esperar a que estuviese listo a enfrentarla por su propia cuenta. Ese fue el método que siguió conmigo y con los demás aprendices.

La ocasión en que esa diferencia fue más agobiante para don Juan, fue durante el tiempo que trató con los guerreros de su benefactor. El mandato de la regla era que el benefactor tenía que encontrarle a don Juan primero una mujer nagual y después un grupo de cuatro mujeres y cuatro hombres para componer su grupo de guerreros. El benefactor vio que don Juan aún no disponía de suficiente poder personal para asumir la responsabilidad de una mujer nagual, así es que invirtió el orden y pidió a las mujeres de su propio grupo que hallaran primero las cuatro mujeres y después los cuatro hombres.

Don Juan confesó que la idea de esa inversión lo entusiasmó. Había entendido que esas mujeres eran para su uso, y en su mente eso se traducía en un uso sexual. Su ruina fue el revelar sus expectativas a su benefactor, quien inmediatamente lo puso en contacto con los guerreros y las guerreras de su propio grupo y lo dejó con ellos.

Para don Juan fue un verdadero encontrón conocer a esos guerreros, no sólo porque eran a propósito difíciles con él, sino porque ese encuentro es de por sí un abre caminos.

Don Juan decía que es un abre caminos porque los actos en el lado izquierdo no pueden tener lugar a no ser que todos los participantes compartan el mismo estado. Por esa razón no nos dejaba entrar en la conciencia del lado izquierdo sino para llevar a cabo nuestra actividad con sus guerreros. En su caso, sin embargo, su benefactor lo empujó a ella y no lo dejó salir de allí.

Don Juan me dio una breve relación de lo que ocurrió durante su primer encuentro con los miembros del grupo de su benefactor. Tenía la idea de que quizá yo podía usar esa experiencia como una muestra de lo que me esperaba. Me dijo que el mundo de su benefactor tenía una seguridad magnífica. Los miembros de su grupo eran guerreros indios que provenían de todo México. Cuando él los conoció, todos ellos vivían en una remota región montañosa del sur de México.

Al llegar a la casa, don Juan se enfrentó a dos mujeres idénticas, las indias más grandes que jamás hubiera visto. Eran ceñudas y malas, pero tenían facciones muy agradables. Cuando él quiso pasar entre ellas, lo atraparon con sus enormes barrigas, lo cogieron de los brazos y empezaron a golpearlo. Lo tiraron al suelo y se sentaron sobre él, casi aplastándole la caja torácica. Lo tuvieron inmovilizado mas de doce horas mientras negociaban con su benefactor, quien tuvo que hablar sin parar toda la noche hasta que ellas finalmente dejaron libre a don Juan en la mañana. Me dijo que lo que lo aterró más que nada fue la determinación que mostraban los ojos de esas mujeres. Pensó que estaba perdido, porque ellas iban a quedarse sentadas encima de él hasta que muriera, como lo habían advertido.

Por regla general debe haber un periodo de espera de unas cuantas semanas antes de conocer al siguiente grupo de guerreros, pero debido a que su benefactor planeaba dejarlo permanentemente con ellos, don Juan fue inmediatamente presentado a los demás. Conoció a cada uno de ellos en un solo día y todos ellos lo trataron como basura. Argüían que no era el hombre adecuado para la tarea, que era demasiado soez y excesivamente estúpido, joven pero ya senil en su manera de ser. Su benefactor habló brillantemente en defensa de don Juan; les dijo que todos ellos iban a tener la oportunidad de modificar esas condiciones, y que debería ser el máximo deleite, para ellos y para don Juan, asumir esa responsabilidad.

Don Juan me dijo que la primera impresión fue correcta. Para él, a partir de ese momento, sólo hubo penurias y trabajo. Las mujeres vieron que don Juan era ingobernable y que no se le podía confiar la compleja y delicada tarea de dirigir a cuatro mujeres. Como eran videntes, hicieron su propia interpretación personal de la regla y decidieron que sería más adecuado para don Juan tener primero a los cuatro guerreros y luego a las cuatro mujeres. Don Juan estaba convencido de que ese ver había sido justo. Para poder dirigir guerreras, un nagual tiene que hallarse en un estado de poder personal consumado; un estado de seriedad y control, en el cual los sentimientos humanos desempeñan un papel mínimo; en ese tiempo tal estado le era inconcebible.

Su benefactor lo puso bajo la supervisión directa de sus dos guerreras del Oeste, las más intransigentes y feroces de todas. Don Juan me dijo que las mujeres del Oeste, de acuerdo con la regla, están totalmente locas y que alguien tiene que cuidarlas. Bajó las durezas del ensoñar y del acechar sus lados derechos, sus mentes se dañan. Su razón se extingue muy fácilmente por el hecho de que su conciencia del lado izquierdo es extremadamente aguda. Una vez que pierden el lado racional son ensoñadoras y acechadoras insuperables porque ya no tienen ningún lastre racional que las contenga.

Don Juan dice que esas mujeres lo curaron de la lujuria. Durante seis meses pasó la mayor parte del tiempo en un arnés, suspendido del techo de una cocina rural, como jamón que se ahuma, hasta que quedó completamente limpio de pensamientos de ganancia y de gratificación personal.

Don Juan me explicó que el arnés de cuero es espléndido recurso para curar ciertas enfermedades que no son físicas. Mientras más alta esté suspendida una persona y más tiempo pase sin tocar el suelo, pendiendo en el aire, mejores son las posibilidades de un efecto verdaderamente purificador.

A medida que las dos guerreras del Oeste lo limpiaban, las otras mujeres estaban atareadas en encontrar los hombres y las mujeres que iban a formar su grupo. Les tomó años lograrlo. Don Juan, en tanto, tuvo que tratar por su propia cuenta a todos los guerreros de su benefactor. La presencia y el contacto con ellos fue tan avasallador que don Juan creyó que nunca se vería libre de su influencia. El resultado fue una adherencia total y literal al cuerpo de la regla. Don Juan decía que desperdició tiempo irremplazable reflexionando sobre la existencia de su pasaje real hacia el otro mundo. Consideraba que esa preocupación era una trampa que debía evitarse a toda costa. Para protegerme de ella, no me dejó llevar a cabo el trato obligatorio con los miembros de su cuerpo a menos que estuviera protegido por la presencia de la Gorda o de cualquier otro de los aprendices.

En mi caso, conocer a los guerreros de don Juan fue el resultado final de un largo proceso. Nunca se hizo mención de ellos en las conversaciones habituales con don Juan. Yo sabía de su existencia solamente a través de inferencias; él me iba revelando porciones de la regla que me daban a entender eso. Más tarde, don Juan admitió que esas personas existían, y que a la larga yo las conocería. Me preparó para esos encuentros dándome instrucciones y consejos generales.

Me previno acerca de un error común; el error de sobrestimar la conciencia del lado izquierdo, de deslumbrarse ante su claridad y poder. Me dijo que estar en la conciencia del lado izquierdo no quiere decir que uno se libera inmediatamente de los desatinos: sólo significa tener una capacidad perceptiva más intensa, una facilidad aún mayor para comprender y aprender y, sobre todo, una gran habilidad para olvidar.

A medida que se aproximaba la hora de que conociera a los guerreros de don Juan, éste me dio una escueta descripción del grupo de su benefactor, como una guía para mi propio uso. Me dijo que para un espectador el mundo de su benefactor podría parecer a veces que consistía en cuatro familias. La primera estaba formada por las mujeres del Sur y el primer propio; la segunda, por las mujeres del Este, el erudito y un propio; la tercera, por las mujeres del Norte, el hombre de acción y otro propio; y la cuarta, por las mujeres del Oeste, el socio anónimo y un tercer propio.

Otras veces, ese mundo podía parecer compuesto de grupos. Había un grupo de cuatro hombres de mayor edad, completamente distintos, que eran el benefactor de don Juan y sus tres guerreros. Luego, estaba un grupo de cuatro hombres tremendamente parecidos entre sí: los propios. Un tercer grupo compuesto de dos pares de gemelas, aparentemente. idénticas, que vivían juntas y que eran las mujeres del Sur y las del Este. Y un cuarto grupo formado por otros dos pares de supuestas hermanas, las mujeres del Norte y del Oeste.

Ninguna de estas mujeres tenía lazos de parentesco entre sí, simplemente parecían iguales, al punto, en ciertos casos, de ser idénticas. Don Juan creía que esto era producto del enorme poder personal que tenía su benefactor. Don Juan describió a las mujeres del Sur como dos mastodontes temibles en apariencia pero muy simpáticas y afectuosas. Las mujeres del Este eran muy bellas, frescas y graciosas, un verdadero deleite para verlas y oírlas. Las mujeres del Norte eran completamente femeninas, vanas, coquetas, preocupadas con la edad, pero también terriblemente directas e impacientes. Las mujeres del Oeste eran a veces locas, y otras, un epítome de severidad y determinación. Eran las que más perturbaban a don Juan, quien no podía reconciliar el hecho de que fueran tan sobrias, bondadosas y serviciales, con el hecho de que en un momento dado podían perder la compostura y quedar totalmente locas.

Los hombres, por otra parte, de ninguna manera eran memorables para don Juan. Creía que no había nada notable en ellos. Todos parecían hallarse completamente anulados por la conmocionante fuerza y determinación de las mujeres y por la personalidad avasalladora del benefactor.

En cuanto a su propio desarrollo, don Juan decía que el haber sido empujado al mundo de su benefactor le hizo comprender cuán fácil y conveniente le había sido dejar que su vida transcurriera sin disciplina alguna Entendió que su error había consistido en creer que sus miras eran las únicas metas valiosas que un hombre podía tener. Toda su vida había sido un indigente; la ambición que lo consumía, por tanto, era tener posesiones materiales, ser alguien. Tanto le preocupó el afán de salir adelante y la desesperación de saber que no lo estaba logrando; que nunca tuvo tiempo de examinar cosa alguna. De buena gana se aunó a su benefactor porque creyó que se le estaba presentando una oportunidad de engrandecerse. Pensó que, por lo menos, podría aprender a ser brujo. La realidad de su encuentro con el mundo de su benefactor fue tan diferente, que él la concebía como algo análogo al efecto de la conquista española en la cultura indígena. Algo que destruyó todo, pero que también llevó a una revalidación total.

Mi reacción a los preparativos para conocer al grupo de guerreros de don Juan no fue temor reverencial o miedo, sino más bien una mezquina preocupación intelectual sobre dos cuestiones. La primera era la proposición de que en el mundo sólo hay cuatro tipos de hombres y cuatro tipos de mujeres. Argüí con don Juan que la variación individual en la gente es demasiado vasta y compleja para un esquema tan simple. El no estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que la regla era final, y que ésta no permitía un número indefinido de tipos de gente.

La segunda cuestión era el contexto cultural del conocimiento de don Juan. El no lo sabía. Lo consideraba producto de una especie de panindianismo. Su conjetura era que una vez, en el mundo indígena anterior a la Conquista, la manipulación de la segunda atención se vició. Se había desarrollado sin ningún obstáculo durante quizá miles de años, hasta que perdió la fuerza. Los practicantes de ese tiempo posiblemente no necesitaban controles, y así, sin freno, la segunda atención, en vez de volverse más fuerte se debilitó conforme se volvió más y más intrincada. Después vinieron los invasores españoles y, con su tecnología superior, destruyeron el mundo de los indios. Don Juan me dijo que su benefactor se hallaba convencido de que sólo un grupo pequeño de guerreros sobrevivió y pudo reagrupar su conocimiento y redirigir su sendero. Todo lo que don Juan y su benefactor sabían de la segunda atención venía a ser versión reestructurada, una nueva versión a la que se le habían añadido restricciones porque había sido forjada bajo las más ásperas condiciones de supresión.

X. EL GRUPO DE GUERREROS DEL NAGUAL

Cuando don Juan consideró que era hora de que tuviera mi primer encuentro con sus guerreros, me hizo cambiar de niveles de conciencia. En ese momento me aclaró que él no tendría nada que ver con la manera en que ellos me trataran. Me previno que si decidían golpearme, él no los iba a detener. Podían hacer lo que desearan, menos matarme. Subrayó una y otra vez que los guerreros de su grupo eran la perfecta réplica del grupo de su benefactor, salvo que algunas mujeres eran más feroces, y todos los hombres eran absolutamente poderosos y sin igual. Por tanto, mi primer encuentro con ellos podría resultar como una colisión frontal.

Yo, por una parte, me hallaba nervioso y aprensivo, pero, por otra, curioso. Mi mente se abrumaba con infinitas especulaciones, la mayor parte de ellas sobre cómo serían los guerreros.

Don Juan me dijo que él tenía dos opciones, una era la posibilidad de enseñarme a memorizar un elaborado ritual, como habían hecho con él, y la otra era hacer el encuentro lo más casual posible. Esperó un augurio que le señalara qué alternativa tomar. Su benefactor había hecho algo semejante, sólo que había insistido en que don Juan aprendiera el ritual antes de que el augurio se presentara. Cuando don Juan le reveló sus ilusiones de dormir con cuatro mujeres, su benefactor lo interpretó como el augurio, dejó a un lado el ritual y terminó negociando por la vida de don Juan.

En mi caso, don Juan quería un augurio antes de enseñarme el ritual. El augurio llego cuando don Juan y yo viajábamos por un pueblo fronterizo en Arizona y un policía me detuvo. El policía creía que yo era un extranjero sin documentación. Sólo hasta que le mostré mi pasaporte, que él supuso falsificado, y otros documentos, me dejó ir. A don Juan, que estuvo junto a mí en el asiento delantero, el policía ni siquiera lo miró. Se había concentrado absolutamente en mí. Don Juan consideró que ese incidente era el augurio que esperaba. Lo interpretó como algo que señalaba lo peligroso que resultaría si yo llamaba la atención, y concluyó que mi mundo debía de ser de la máxima simplicidad y candor: toda pompa y rituales elaborados estarían fuera de carácter. Concedió, sin embargo, que sería adecuada una mínima observación de patrones ritualistas cuando me presentara a sus guerreros. Tenía que empezar aproximándome a ellos desde el Sur, porque ésa es la dirección que el poder sigue en su flujo incesante. La fuerza vital fluye hacia nosotros desde el Sur, y nos abandona fluyendo hacia el Norte. Me dijo que la única entrada al mundo del nagual era a través del Sur, y que el portal se hallaba custodiado por dos guerreras, quienes tendrían que saludarme y dejarme pasar si así lo decidían.

Me llevó a un pueblo del centro de México. Caminamos a una casa en el campo y cuando nos acercábamos a ella desde el Sur, vi a dos indias macizas, de pie, enfrentándose la una a la otra a un metro de distancia. Se hallaban a unos diez o quince metros de la puerta principal de la casa, en una área donde la tierra estaba apisonada. Las dos mujeres eran extraordinariamente musculosas. Ambas tenían el pelo negrísimo y largo, juntado en una gruesa trenza. Parecían hermanas. Eran de la misma altura, del mismo peso: calculé que debían de tener alrededor de un metro sesenta de estatura y un peso de unos setenta kilos. Una de ellas era bastante oscura, casi negra, y, la otra, mucho más clara. Se hallaban vestidas como típicas indias del centro de México: vestidos largos, hasta el suelo, rebozos y huaraches caseros.

Don Juan me hizo detener a un metro de ellas. Se volvió hacia la mujer que se hallaba a nuestra izquierda y me hizo mirarla. Me dijo que se llamaba Cecilia y que era ensoñadora. Luego se volvió abruptamente, sin darme tiempo de decir nada, y me hizo enfrentarme a la mujer más morena, que se hallaba a nuestra derecha. Me dijo que su nombre era Delia y que era acechadora. Las mujeres me saludaron con un movimiento de cabeza. Ni sonrieron ni hicieron ningún gesto de bienvenida.

Don Juan caminó entre ellas como si fueran dos columnas que señalaban un portón. Avanzó un par de pasos y se volvió como si esperara que ellas me invitaran a pasar. Me observaron calmadamente durante unos momentos. Después Cecilia me invitó a entrar, como si yo me hallara en el umbral de una puerta verdadera.

Don Juan guió el camino hacia la casa. En la puerta principal encontramos a un hombre. Era muy delgado. A primera vista era bastante joven, pero un escrutinio más agudo revelaba que parecía tener casi sesenta años. Me dio la impresión de ser un niño viejo: pequeño, fuerte y nervioso, con penetrantes ojos oscuros. Era como una sombra. Don Juan me lo presentó como Emilito, y dijo que era su propio, su asistente personal, y que él me daría la bienvenida a nombre suyo.

Me pareció que Emilito en verdad era el ser más apropiado para bienvenir a cualquiera. Su sonrisa era radiante, sus pequeños dientes estaban perfectamente alineados. Me dio la mano, o más bien cruzó sus antebrazos y apretó mis dos manos. Parecía exudar gozo, y cualquiera habría dicho que estaba extático de verme. Su voz era muy suave y sus ojos chisporroteaban.

Entramos a un gran cuarto. Allí estaba otra mujer. Don Juan me dijo que se llamaba Teresa y que era la ayudante de Cecilia y Delia. Quizás apenas tenía unos treinta años, y definitivamente parecía ser hija de Cecilia. Era muy callada, pero amistosa. Seguimos a don Juan al fondo de la casa, donde había una terraza techada. Era un día cálido. Nos sentamos a una mesa, y después de una frugal merienda conversamos hasta la medianoche.

Emilito fue el anfitrión. Encantó y deleitó a todos con sus historias exóticas. Las mujeres se animaron. Eran un público magnífico. Oír su risa era un placer exquisito. En un momento, cuando Emilito dijo que ellas eran como sus dos madres, y Teresa como su hija, lo alzaron al vuelo y lo echaron al aire como si fuera un niño.

De las dos, Delia me parecía la más racional, con los pies en la tierra. Cecilia era quizá más indiferente, pero parecía tener mayor fuerza interna. Me dio la impresión de ser más intolerante o más impaciente; parecía irritarse con algunos de los cuentos de Emilito. No obstante, definitivamente era toda oídos cuando él contaba lo que llamaba sus "cuentos de la eternidad". Cada historia era precedida por la frase "¿sabían ustedes, queridos amigos, que…?" La historia que más me impresionó trataba de unas criaturas que según él existían en el universo y que eran lo más próximo a seres humanos, sin serlo; eran criaturas obsesionadas con el movimiento, capaces de percibir la más ligera fluctuación dentro o en torno de ellas. Eran tan sensitivas al movimiento que éste constituía una maldición para ellas, algo tan terriblemente doloroso que su máxima ambición era encontrar la quietud.

Emilito intercalaba entre sus cuentos de la eternidad los más terribles chistes picantes. Debido a sus increíbles dotes como narrador, me dio la impresión de que cada una de sus historias era una metáfora, una parábola, a través de la cual nos enseñaba algo.

Don Juan dijo que no era así, que Emilito simplemente reportaba lo que había presenciado en sus viajes por la eternidad. La función de un propio consistía en viajar por delante del nagual, como explorador de una operación militar. Emilito había llegado hasta los límites de la segunda atención, y todo lo que presenciaba lo transmitía a los demás.

Mi segundo encuentro con los guerreros de don Juan fue tan preparado como el primero. Un día don Juan me hizo cambiar niveles de conciencia y me informó que yo iba a tener una segunda cita. Me hizo manejar a Zacatecas, en el norte de México. Llegamos allí muy temprano en la mañana. Don Juan me dijo que se trataba solamente de una escala, y que teníamos hasta el día siguiente para descansar antes de emprender mi segundo encuentro formal con las mujeres del Este y el guerrero erudito de su grupo. Me empezó a hablar entonces de un delicado e intrincado asunto de elección. Dijo que habíamos conocido al Sur y al propio a media tarde, porque él había hecho una interpretación personal de la regla y había elegido esa hora para representar la noche. El Sur verdaderamente era la noche -una noche cálida, propicia, agradable-, y propiamente debimos haber ido a conocer a las dos mujeres del Sur después de la medianoche. Sin embargo, eso no hubiera sido buen auspicio para mí, puesto que mi dirección general era hacia la luz, hacia el optimismo, un optimismo que se desenvuelve armoniosamente y entra en el misterio de la oscuridad. Dijo que eso era precisamente lo que habíamos hecho ese día; habíamos disfrutado nuestra reunión, conversando y riendo en la luz del día y en la total oscuridad de la noche. Me extraño en esa ocasión por qué no encendían las lámparas.

Don Juan dijo que el Este, por otra parte, era la mañana, la luz, y que deberíamos visitar a las mujeres del Este en la mañana del día siguiente.

Antes del desayuno fuimos al zócalo y tomamos asiento en una banca. Don Juan me pidió que me quedara allí y los esperase mientras él hacía algunos mandados. Se fue, y poco después llegó una mujer y tomó asiento en el otro extremo de la banca. No le presté ninguna atención y empecé a leer un periódico. Un momento después otra mujer se le unió. Quise irme a otra banca, pero recordé que don Juan había especificado que yo debía sentarme allí. Di la espalda a las mujeres y ya me había olvidado que estaban allí, puesto que todos estábamos en perfecto silencio, cuando un hombre las saludó y se detuvo, justo frente a mí. Me di cuenta, a través de su conversación, que las mujeres lo habían estado esperando. El hombre se disculpó por su tardanza. Obviamente quería sentarse. Me deslicé un poco para hacerle espacio. Me dio las gracias profusamente y se disculpó por molestarme. Me dijo que los tres estaban absolutamente perdidos en la ciudad porque eran gente del campo, que una vez habían ido a la ciudad de México y casi se mueren en el tráfico. Me preguntó si yo vivía en Zacatecas. Le dije que no y me disponía a concluir nuestra conversación en ese momento, pero había algo muy cautivador en su sonrisa. Era un hombre viejo, notablemente conservado para su edad. No era indio. Parecía un caballero agricultor de pueblo rural. Vestía traje y tenía puesto un sombrero de paja. Sus rasgos eran muy delicados, y la piel era casi transparente. Tenía nariz perfilada, boca pequeña y una barba blanca, corta y perfectamente peinada. Se veía extraordinariamente sano y, a la vez, parecía frágil. Era de estatura mediana, musculoso, pero al mismo tiempo daba la impresión de ser delgado, casi débil.

Se puso en pie y se presentó. Me dijo que se llamaba Vicente Medrano, que estaría en la ciudad solamente por ese día, y que las dos mujeres eran sus hermanas. Las mujeres se levantaron y nos miramos. Eran muy delgadas, más morenas que su hermano. También eran mucho más jóvenes; una de ellas lo bastante como para ser su hija. Advertí que la piel de ellas era más seca, no era como la de él. Las dos mujeres eran muy atractivas. Como el hombre, tenían facciones delicadas y sus ojos eran claros y apacibles. Las dos medían como un metro sesenta. Lucían vestidos bellamente cortados, pero con sus rebozos, sus zapatos sin tacón y sus medias de algodón oscuro semejaban campesinas adineradas. La de mayor edad parecía tener unos cincuenta años, y la menor, cuarenta.

El hombre me las presentó. La mayor se llamaba Carmela y la menor, Hermelinda. Me puse en pie y brevemente estreché sus manos. Les pregunté si tenían hijos. Esa pregunta por lo general era la manera con que yo iniciaba conversaciones. Las mujeres rieron y al unísono pasaron las manos por sus estómagos para mostrarme cuán delgadas eran. El hombre me explicó con mucha calma que sus hermanas eran solteronas, y que él mismo también era un viejo solterón. Me confió, con un tono semibromista, que por desgracia sus hermanas eran demasiado hombrunas, les faltaba esa femineidad que hace deseables a las mujeres, y que por tanto nunca habían podido hallar marido.

Les dije que así estaban mejor, considerando el papel subordinado de las mujeres en nuestra sociedad. Las mujeres no estuvieron de acuerdo; dijeron que no les habría importado subordinarse si tan sólo hubiesen hallado hombres que quisieran ser sus dueños. La más joven dijo que el verdadero problema era que su padre no les había enseñado a comportarse como mujeres. El hombre comentó con un suspiro que el padre era tan dominante que también a él le había impedido casarse. Los tres suspiraron y se mostraron sombríos. A mí, me dio risa.

Después de un prolongado silencio volvimos a tomar asiento y el hombre dijo que si yo me quedaba allí un poco más tendría la oportunidad de conocer al padre de ellos, quien aún era muy fogoso a pesar de su edad tan avanzada. Añadió, con un tono tímido, que su padre los iba a llevar a desayunar, porque ellos nunca llevaban dinero. Su papá era el que administraba la economía.

Quedé estupefacto. Esos viejos que parecían tan fuertes, en realidad eran como niños débiles y azorados. Les dije adiós y me puse en pie para retirarme. El hombre y sus hermanas insistieron en que me quedara. Me aseguraron que a su papá le encantaría que yo los acompañara a desayunar. Yo no quería conocer a su padre, y a la vez tenía curiosidad. Les dije que yo también esperaba a alguien. En ese momento, las mujeres empezaron a reír con unas risas ahogadas que después se convirtieron en carcajadas estentóreas. El hombre también se dejó llevar por una risa incontenible. Me sentí estúpido. Mi deseo era irme al instante de allí En ese momento don Juan llegó y me di cuenta de toda la maniobra. No me pareció divertida.

Todos nos pusimos en pie. Ellos aún reían cuando don Juan me dijo que las mujeres eran el Este; Carmela era acechadora y Hermelinda, ensoñadora; Vicente era el guerrero erudito, y el compañero más antiguo de don Juan.

Conforme nos alejábamos del zócalo, otro hombre se nos unió, un indio moreno y alto, quizá de unos cuarenta años. Vestía pantalones de mezclilla y un sombrero de vaquero. Parecía ser terriblemente fuerte y huraño. Don Juan me lo presentó como Juan Tuma, el propio y el asistente de investigaciones de Vicente.

Caminamos a un restorán que se hallaba a unas cuadras. Las mujeres me pusieron entre ellas. Carmela me dijo que esperaba que yo no me hubiera ofendido, que tuvieron la alternativa de simplemente presentarse conmigo o de jugarme una broma. Lo que los decidió en favor de embromarme fue mi actitud absolutamente esnob de darles la espalda y de querer cambiarme de banca. Hermelinda agregó que uno tiene que ser completamente humilde y no cargar nada que uno no tenga. que defender, ni siquiera su propia persona; la persona de uno debe protegerse, pero no defenderse. Al desairarlos, yo no me protegía, sino que simplemente estaba defendiéndome.

Me sentí belicoso. Francamente, su broma me había caído mal. Empecé a hablar de mi enojo, pero antes de que expusiera mi argumento, don Juan vino a mi lado. Dijo a las dos mujeres que perdonaran mi belicosidad, que toma mucho tiempo limpiar la basura que un ser luminoso recoge en el mundo.

El dueño del restorán a donde fuimos conocía a Vicente y nos había preparado un desayuno suntuoso. Todos ellos estaban de magnífico humor, pero yo no podía acabar con mi enojo. Entonces, a petición de don Juan, Juan Tuma nos comenzó a hablar de sus viajes. Era un hombre de hechos. Me hipnotizaron sus secas narraciones de cosas que estaban más allá de mi entendimiento. Para mí la más fascinante fue la descripción de unos rayos de luz o de energía que supuestamente entrelazan la tierra. Dijo que esos rayos no fluctúan como todo lo demás en el universo, sino que se hallan fijos en un patrón. Ese patrón coincide con cientos de puntos del cuerpo luminoso. Hermelinda creía que todos esos puntos se encontraban en nuestro cuerpo físico, pero Juan Tuma explicó que, puesto que el cuerpo luminoso es bastante grande, algunos de esos puntos están localizados hasta a un metro de distancia del cuerpo físico. En cierto sentido se hallan fuera de nosotros, y sin embargo, esto no es así: están en la periferia de nuestra luminosidad y, por tanto, pertenecen al cuerpo total. El punto más importante se localiza a unos treinta centímetros del estómago, a cuarenta grados a la derecha de una línea imaginaria que se desprende, recta, hacia delante. Juan Tuma nos contó que ése era el centro donde se congrega la segunda atención, y que es posible manejarlo golpeando suavemente con las palmas de las manos. Oyendo hablar a Juan Tuma, olvidé mi enojo.

Mi siguiente encuentro con el mundo de don Juan fue con el Oeste. Don Juan me dio variadas advertencias de que el primer contacto con el Oeste era un evento sumamente importante, porque éste decidiría, de una manera u otra, lo que subsecuentemente yo debería hacer. También me puso en guardia de que iba a ser un evento difícil, especialmente para mí, que tan inflexible y tan importante me sentía. Me dijo que por lo común uno se aproxima al Oeste durante el crepúsculo, un momento del día que ya en sí es difícil, y que sus guerreras del Oeste eran poderosas, temerarias y enteramente exasperantes. A la vez, también conocería al guerrero que era el socio anónimo. Don Juan me recomendó que ejercitara la mayor cautela y paciencia; esas mujeres no sólo estaban locas de atar, sino que ellas y el hombre eran los guerreros más poderosos que había conocido. En su opinión, los tres eran las máximas autoridades de la segunda atención.

Un día, como si se tratara de un mero impulso, súbitamente don Juan decidió que era hora de iniciar nuestro viaje para conocer a las mujeres del Oeste. Viajamos a una ciudad del norte de México. Justo al atardecer, don Juan me indicó que estacionara el auto enfrente de una gran casa sin luces que se hallaba casi en las afueras de la ciudad. Nos bajamos del automóvil y caminamos a la puerta principal. Don Juan tocó varias veces. Nadie contestó. Tuve la sensación de que habíamos llegado en un momento inoportuno. La casa parecía vacía.

Don Juan continuó tocando hasta que, al parecer, se fatigó. Me indicó que tocara. Me dijo que lo hiciera sin parar porque las personas que vivían allí eran medio sordas. Le pregunté si no sería mejor regresar más tarde, o al día siguiente. Me dijo que continuara golpeando la puerta.

Después de una espera que pareció interminable, la puerta se empezó a abrir lentamente. Una mujer rarísima sacó la cabeza y me preguntó si lo que quería era tumbar la puerta al suelo, o enfurecer a los vecinos y a sus perros con mis golpes.

Don Juan dio un paso como para decir algo. La mujer salió afuera y con brusquedad lo empujó a un lado. Empezó a sacudir su dedo índice casi sobre mi nariz, gritando que me estaba portando como si en el mundo no existiera nadie más aparte de mí. Protesté. Dije que yo sólo estaba cumpliendo lo que don Juan me había ordenado hacer. La mujer preguntó si me habían ordenado derrumbar la puerta. Don Juan quiso intervenir pero de nuevo fue empujado a un lado.

Parecía que esa mujer acababa de levantarse de la cama. Era una calamidad. La habíamos probablemente despertado y en su prisa se puso un vestido, de su canasta de ropa sucia. Se hallaba descalza, su pelo encanecido estaba en desorden total. Tenía los ojos irritados y apenas entreabiertos. Era una mujer de facciones ordinarias, pero de alguna manera muy impresionante: más bien alta, de un metro setenta centímetros, morena y enormemente musculosa; sus brazos desnudos estaban anudados con duros músculos. Advertí que el contorno de sus piernas era bellísimo.

Ella me miró de arriba abajo, irguiéndose por encima de mí, y gritó que no había oído mis disculpas. Don Juan me susurró que debería disculparme con voz fuerte y clara.

Una vez que lo hice, la mujer sonrió y se volvió hacia don Juan y lo abrazó como si fuera un niño. Gruñó que él no debió hacerme golpear la puerta porque mi contacto era demasiado furtivo y perturbador. Tomó a don Juan del brazo, lo condujo al interior y lo ayudó a cruzar la puerta, que por cierto tenía un pie muy alto. Lo llamaba "queridísimo viejecillo". Don Juan se rió. Yo me hallaba asombrado viéndolo comportarse como si le fascinaran las absurdidades de esa temible mujer. Una vez que ayudó al "queridísimo viejecillo" a entrar en la casa, ella se volvió hacia mí e hizo un gesto con la mano para ahuyentarme, como si yo fuera un perro. Se rió al ver mi sorpresa: sus dientes eran grandes, disparejos y sucios. Después pareció cambiar de opinión y me indicó que entrara.

Don Juan se dirigía a una puerta que yo difícilmente podía distinguir al final de un oscuro pasillo. La mujer lo regaño por ignorar hacia dónde se dirigía. Nos condujo por otro pasillo oscuro. La casa parecía inmensa, y no había una sola luz en ella. La mujer abrió una puerta que conducía a un cuarto muy grande, casi vacío a excepción de dos viejas sillas en el centro, bajo el foco más débil que jamás he visto. Era un foco alargado, antiguo.

Otra mujer se hallaba sentada en uno de los sillones. La primera mujer tomó asiento en un pequeño petate y reclinó su espalda contra la otra silla. Después colocó sus muslos contra los senos, descubriéndose por completo. No usaba ropa interior. La contemplé, estupefacto.

En un tono áspero y feo, la mujer me preguntó que por qué le estaba yo mirando descaradamente la vagina. No supe qué decir y sólo lo negué. Ella se levantó y pareció estar a punto de golpearme. Exigió que confesará que me había quedado con la boca abierta ante ella porque nunca había visto una vagina en mi vida. Me aterré. Me hallaba completamente avergonzado y luego me sentí irritado por haberme dejado atrapar en tal situación.

La mujer le preguntó a don Juan qué tipo de nagual era yo que nunca había visto una vagina. Empezó a repetir esto una y otra vez; gritándolo a todo pulmón. Corrió por todo el cuarto y se detuvo en la silla donde se hallaba sentada la otra mujer. La sacudió de los hombros y, señalándome, le dijo que yo nunca había visto una vagina en toda mi vida.

Me hallaba mortificado. Esperaba que don Juan hiciera algo para evitarme esa humillación. Recordé que me había dicho que esas mujeres estaban bien locas. Se había quedado corto: esa mujer estaba en su punto para el manicomio. Miré a don Juan, en busca de consejo y apoyo. El desvió su mirada. Parecía hallarse igualmente perdido, aunque me pareció advertir una sonrisa maliciosa, que ocultó rápidamente volviendo la cabeza.

La mujer se tendió boca arriba, se alzó la falda y me ordenó que mirara hasta hartarme en vez de estar con miraditas aviesas. Mi rostro debió enrojecer, a juzgar por el calor que sentí en la cabeza y el cuello. Me hallaba tan molesto que casi perdí el control. Tenía ganas de aplastarle la cabeza.

La mujer que se hallaba en la silla repentinamente se puso en pie y tomó del pelo a la otra; la hizo levantarse con un solo movimiento, al parecer sin ningún esfuerzo. Se me quedó mirando con los ojos entrecerrados, y aproximó su rostro a unos cinco centímetros del mío. Su olor era sorprendentemente fresco.

Con una voz muy chillante dijo que deberíamos acabar con lo que empezamos. Las dos mujeres quedaron muy cerca de mí bajo el foco. No se parecían. La segunda era de mayor edad, o daba esa impresión. Su cara se hallaba cubierta por una densa capa de polvo cosmético que le daba una apariencia de bufón. Su cabello estaba arreglado en un moño. Parecía muy serena, salvo un continuo temblor en el labio inferior y la barbilla.

Las dos eran igualmente altas y fuertes en apariencia; ambas se irguieron amenazadoras sobre mí y me observaron un rato largo. Don Juan no hizo nada por romper su fijeza. La mujer de más edad asintió con la cabeza y don Juan me dijo que se llamaba Zuleica y que era ensoñadora. La mujer que había abierto la puerta se llamaba Zoila, y era acechadora.

Zuleica se volvió hacia mí y, con voz de loro, me preguntó si en verdad nunca había visto una vagina. Don Juan ya no pudo conservar más tiempo la compostura, y empezó a reír. Con un gesto, le hice ver que no sabía qué decir. Me susurró en el oído que lo mejor sería decir que no; de otra manera tendría que describir una vagina, porque eso me exigiría después Zuleica.

Respondí como don Juan me indicó y Zuleica comentó que sentía lástima por mí. Y luego ordenó a Zoila que me enseñara su vagina. Zoila se tendió boca arriba bajo el foco y abrió los muslos.

Don Juan reía y tosía. Le supliqué que me sacara de ese manicomio. De nuevo me susurró en el oído que lo que debía hacer era mirar bien y mostrarme atento e interesado, porque si no tendríamos que quedarnos allí hasta el Día del Juicio.

Después de un examen cuidadoso y atento, Zuleica dijo que a partir de ese momento podía yo alardear de ser un conocedor, y que si alguna vez me topaba con una mujer sin pantaletas, ya no sería tan vulgar y obsceno como para quedarme bizco mirándola, porque ya había visto una vagina.

Caminando muy despacio, Zuleica nos condujo al patio. Me susurró que allí se hallaba alguien esperando conocerme. El patio estaba en completas tinieblas. A duras penas podía distinguir las siluetas de los otros. Entonces vi el oscuro contorno de un hombre que se hallaba a unos cuantos metros de mí. Mi cuerpo experimentó una sacudida involuntaria.

Don Juan le habló a ese hombre con una voz muy baja, y dijo que me había llevado con él para que lo conociera. Le dijo cómo me llamaba. Después de un momento de silencio, don Juan me dijo que el hombre se llamaba Silvio Manuel, que era el guerrero de la oscuridad y el verdadero jefe de todo el grupo de guerreros. Después, Silvio Manuel me habló. Me dio la impresión de que tenía un desorden en el habla: su voz era amortiguada y las palabras le salían como suaves estallidos de tos.

Me ordenó que me acercara. Cuando traté de aproximarme, él retrocedió, exactamente como si flotara. Me llevó a un receso aún más oscuro del pasillo, caminando, o eso parecía, hacia atrás y sin ruido. Murmuró algo que no pude comprender. Quise hablar, pero la garganta me picaba y estaba reseca. Me repitió algo dos o tres veces hasta que comprendí que me estaba ordenando que me desnudara. Había algo abrumador en su voz y en la oscuridad que lo envolvía. No pude desobedecer. Me quité la ropa y quedé desnudo, temblando de temor y de frío.

Estaba tan oscuro que no podía ver si don Juan y las dos mujeres aún estaban allí. Escuché un suave y prolongado siseo que se originaba muy cerca de mí; entonces sentí una brisa fresca. Comprendí que Silvio Manuel exhalaba su aliento sobre todo mi cuerpo.

Después me pidió que me sentara en mi ropa y mirara un punto brillante que con facilidad yo podía distinguir en la oscuridad, un punto que daba una tenue luz ámbar. Me pareció que me quedé mirando horas enteras hasta qué de súbito comprendí que el punto de brillantez era el ojo izquierdo de Silvio Manuel. Pude distinguir entonces el contorno de todo su rostro y de su cuerpo. El pasillo no estaba tan oscuro como parecía. Silvio Manuel avanzó hacia mí y me ayudó a incorporarme. Me encantó ver en la oscuridad con tal claridad. Ni siquiera me importaba estar desnudo o que, como entonces advertí, las mujeres me miraran. Al parecer, ellos también podían ver en la oscuridad; me observaban. Quise ponerme el pantalón, pero Zoila me lo arrebató de las manos.

Las dos mujeres y Silvio Manuel me observaron durante un largo rato. Después, don Juan se presentó repentinamente, me dio mis zapatos, y Zoila nos llevó por un corredor a un patio abierto, con árboles. Distinguí la negra silueta de una mujer parada en la mitad del patio. Don Juan le habló y ella murmuró algo como respuesta. Don Juan me dijo que era una mujer del Sur, se llamaba Marta, y era la asistente de las dos mujeres del Oeste. Marta dijo que podría apostar que yo nunca me había presentado a una mujer estando desnudo; el procedimiento habitual es conocerse y desvestirse después. Rió con fuerza. Su risa era tan agradable, tan clara y joven, que me estremeció. Su risa repercutió por toda la casa, aumentada por la oscuridad y el silencio que allí reinaba. Miré a don Juan en busca de apoyo. Se había ido, y Silvio Manuel también. Me hallaba solo con las tres mujeres. Me puse muy nervioso y le pregunté a Marta si sabía a dónde se había ido don Juan. En ese preciso momento, alguien me agarró de la piel de mis axilas. Grité de dolor. Supe que había sido Silvio Manuel. Me levantó como si yo no pesara nada y me sacudió hasta que se me salieron los zapatos. Después me puso de pie en una estrecha tina de agua helada que me llegaba a las rodillas.

Me quedé en la tina durante un rato largo mientras todos me escrutaban. Después, Silvio Manuel volvió a levantarme, me sacó del agua y me colocó junto a mis zapatos, que diligentemente alguien había puesto al lado de la tina.

Don Juan de nuevo apareció y me dio mi ropa. Me susurró que debía de ponérmela y que lo cortés era quedarse conversando por un rato. Marta me dio una toalla para que me secara. Busqué a las otras dos mujeres y a Silvio Manuel, pero no aparecían por ningún sitio.

Marta, don Juan y yo permanecimos en la oscuridad conversando un largo rato. Ella parecía dirigirse principalmente a don Juan, pero creí que yo era su verdadero público. Esperé una indicación de don Juan para que nos marcháramos, pero él parecía disfrutar la ágil conversación de Marta. Nos dijo que ese día Zoila y Zuleica habían estado en la cumbre de la locura. Añadió luego, en beneficio mío, que las dos eran extraordinariamente racionales la mayor parte del tiempo.

Como si revelara un secreto, Marta nos contó que el cabello de Zoila estaba tan despeinado porque cuando menos un tercio de éste era pelo de Zuleica. Las dos habían tenido un momento de intensa camaradería, y se ayudaron mutuamente a peinarse el pelo. Zuleica trenzó el pelo de Zoila como lo había hecho cientos de veces, salvo que, como estaba fuera de control, anudó parte de su propio cabello con el de Zoila. Marta dijo que al levantarse de las sillas hubo una conmoción. Ella corrió al rescate, pero cuando entró en el cuarto, Zuleica ya había tomado la iniciativa y se hallaba más lúcida que Zoila, decidió cortar la parte del pelo de Zoila que había trenzado con el suyo. En el desorden que vino después, Zuleica se confundió y acabó cortando su propio pelo.

Don Juan reía como si fuera lo más chistoso que hubiera oído en su vida. Escuché suaves explosiones de risa que parecían tos y que provenían de la oscuridad del lado opuesto del patio.

Marta añadió que había tenido que improvisarle un moño hasta que le creciera el pelo a Zuleica.

Reí con don Juan. Marta me caía muy simpática. En cambio las otras dos mujeres me daban asco. Marta, por el contrario, parecía un parangón de calma y de voluntad férrea. No podía ver sus rasgos, pero la imaginé muy hermosa. El sonido de su voz era cautivante.

Muy cortésmente, ella le preguntó a don Juan si yo querría algo de comer. El respondió que yo no me sentía muy a gusto que digamos con Zuleica y Zoila y que probablemente acabaría en náusea. Marta me aseguró que las dos mujeres ya se habían ido, y tomó mi brazo y nos llevó a través de un corredor aún más oscuro hasta una bien iluminada cocina. El contraste fue excesivo para mis ojos. Me quedé en el umbral de la puerta tratando de acostumbrarme a la luz.

La cocina era de techo alto y bastante moderna y funcional. Tomamos asiento en una especie de desayunador. Marta era joven y muy fuerte; tenía una figura llena, voluptuosa; rostro circular y nariz y boca pequeñas. Su pelo negrísimo estaba trenzado y enroscado encima de su cabeza.

Estaba seguro de que ella habría estado tan curiosa por examinarme como yo por verla en la luz. Nos sentamos y comimos y hablamos durante horas. Yo quedé fascinado. Era una mujer sin educación y, sin embargo, me tuvo absorto con su conversación. Nos contó chistosísimas y detalladas historias de las ridiculeces que Zoila y Zuleica hacían cuando estaban locas.

Cuando salimos de la casa, don Juan expresó su admiración por Marta. Dijo que ella era quizás el más admirable ejemplo de cómo la determinación puede afectar a un ser humano. Sin ninguna base educativa o de preparación, salvo su voluntad inquebrantable, Marta había triunfado en la más ardua tarea imaginable: la de cuidar a Zoila, Zuleica y Silvio Manuel.

Pregunté a don Juan por qué Silvio Manuel se había rehusado a que lo mirara en la luz. Me respondió que Silvio Manuel se hallaba en su elemento en la oscuridad, y que ya tendría incontables oportunidades de verlo. Durante nuestro primer encuentro, no obstante, era obligatorio que él se conservara dentro de los linderos de su poder: la oscuridad de la noche. Silvio Manuel y las dos mujeres vivían juntos porque formaban un equipo de brujos formidables.

Don Juan me recomendó que no me formara juicios apresurados de las dos mujeres del Oeste. Yo las había conocido en un momento en que estaban fuera de control, pero esa ausencia de control sólo tenía que ver con la conducta superficial. Las dos tenían un centro interno que era inalterable; por tanto, hasta en los momentos de peor locura podían reírse de sus propias aberraciones como si se tratara de una representación puesta en escena por otras personas.

El caso de Silvio Manuel era distinto, no se hallaba trastornado de manera alguna. De hecho, su profunda sobriedad le permitía actuar tan efectivamente con las dos mujeres, porque ellas y él eran extremos opuestos. Don Juan me dijo que Silvio Manuel había nacido de esa manera y que todos los que lo rodeaban reconocían la diferencia. Aun el mismo benefactor de don Juan, que era duro e implacable con todos, prodigaba especial atención a Silvio Manuel. Don Juan tardó años en comprender la razón de esa preferencia. Debido a algo inexplicable en su naturaleza, una vez que Silvio Manuel ingresó en la conciencia del lado izquierdo, nunca más salió de allí. Su proclividad a permanecer en un estado de conciencia acrecentada, aunado a la soberbia capacidad de su benefactor, le permitieron llegar, antes que los demás, no sólo a la conclusión de que la regla es un mapa y que, en realidad, existe otro tipo de conciencia, sino también el pasaje real y concreto que conduce al otro mundo de la conciencia. Don Juan decía que Silvio Manuel, de la manera más impecable, equilibraba sus ganancias excesivas poniéndolas al servicio del propósito común de todos ellos. Silvio Manuel era la fuerza silenciosa que se hallaba tras don Juan.

Mi último encuentro introductorio con los guerreros de don Juan fue con el Norte. Don Juan me llevó a la ciudad de Guadalajara a fin de llevarlo a cabo. Me dijo que nuestra cita era a sólo una corta distancia del centro de la ciudad y que tendría lugar al mediodía, porque el Norte era el mediodía. Dejamos el hotel a las once de la mañana, y nos paseamos tranquilamente por la zona del centro.

Caminaba sin fijarme, preocupado por el encuentro, cuando me estrellé de cabeza con una dama que salía apresurada de una tienda. Llevaba unos paquetes, que se esparcieron por la acera. Pedí disculpas y empecé a ayudarla a recogerlos. Don Juan me urgió a que me apurara para no llegar demasiado tarde. La señora parecía aturdida con el golpe. La sostuve del brazo. Era una mujer alta, muy esbelta, quizá de unos sesenta años, vestida con suma elegancia. Parecía una dama de sociedad. Era exquisitamente cortés y asumió la culpa, aduciendo que se había distraído buscando a su sirviente. Me preguntó si la podía ayudar a localizarlo entre la multitud. Me volví a don Juan, quien dijo que, después de medio matarla, lo menos que podía hacer era ayudarla.

Tomé los paquetes y regresamos a la tienda. A corta distancia localicé a un indio de aire desamparado que parecía estar absolutamente fuera de sitio allí. La señora lo llamó y él fue a su lado casi como un perrito extraviado. Parecía que estaba a punto de lamerle la mano.

Don Juan nos esperaba afuera de la tienda. Le explicó a la señora que teníamos prisa y después le di mi nombre. La señora sonrió con gracia y me extendió su mano. Pensé que en su juventud debió haber sido arrebatadora, pues aún se conservaba hermosa y cautivante.

Don Juan se volvió a mí y abruptamente me dijo que el nombre de la señora era Nélida, que era del Norte, y que era ensoñadora. Después me hizo volverme hacia el sirviente y me dijo que se llamaba Genaro Flores, y que él era el hombre de acción, el guerrero de las hazañas del grupo. Mi sorpresa fue total. Los tres soltaron una carcajada, y mientras más crecía mi consternación más disfrutaban ellos.

Don Genaro regaló los paquetes a un grupo de niños, diciéndoles que su patrona, la bondadosa señora, había comprado esas cosas para regalárselas. Era su buena acción del día. Después caminamos en silencio una media cuadra. Yo tenía la lengua trabada. De repente, Nélida señaló una tienda y nos pidió que nos detuviéramos un instante porque tenía que recoger una caja de medias que le estaban guardando allí. Me escudriñó sonriendo, con los ojos resplandecientes, y me dijo que, ya en serio, brujería o no brujería, ella tenía que usar medias de nailon y pantaletas de encaje. Don Juan y don Genaro rieron como idiotas. Yo me quedé mirándola con la boca abierta, porque no tenía otra cosa que hacer. Había algo absolutamente terrenal en ella y, sin embargo, era casi etérea.

En tono de broma le dijo a don Juan que me sostuviera porque estaba a punto de desmayarme. Después cortésmente le pidió a don Genaro que fuera corriendo adentro y que recogiera el paquete. Cuando él procedía a entrar en la tienda, Nélida cambió de idea y lo llamó, pero él al parecer no la escuchó y desapareció en la tienda. Nélida se disculpó y corrió tras él.

Don Juan oprimió mi espalda para sacarme de mis turbulencias. Me dijo que iba a conocer a la otra mujer del Norte, cuyo nombre era Florinda, por mi propia cuenta y en otra ocasión, porque ella sería mi enlace con otro ciclo, con otro estado de ser. Describió a Florinda como una copia al carbón de Nélida, o viceversa.

Observé que Nélida era tan sofisticada y de tan buen gusto que la podía imaginar en una revista de modas. El hecho de que fuese bella y tan blanca, quizá de familia francesa o del norte de Italia, me sorprendió. Aunque Vicente tampoco era indio, su apariencia rural no lo hacía ver como una anomalía. Le pregunté a don Juan por qué había gente blanca en su mundo. Dijo que el poder es lo que selecciona a los guerreros del grupo de un nagual, y que es imposible conocer sus designios.

Esperamos en frente de la tienda por lo menos una media hora. Don Juan pareció impacientarse y me pidió que entrara y los apresurara. Entré en la tienda. No era un lugar grande, no había puerta trasera, y ellos no estaban allí. Les pregunté a los empleados, pero nadie pudo darme razón.

Volví con don Juan y le exigí que me dijera qué había ocurrido. Me dijo que o habían desaparecido en pleno aire o habían salido a escurridillas cuando él me oprimió la espalda.

Me enfurecí y le grité que toda su gente eran unos embaucadores. El rió tanto que le rodaron lágrimas por las mejillas. Dijo que yo era la ideal víctima de engaño. Mi sentido de impaciencia personal me empujaba a jugar el papel de un tonto sin remedio. Mi irritación lo hacía reír con tanta fuerza, que tuvo que apoyarse en la pared.

La Gorda me relató su primer encuentro con los miembros del grupo de don Juan. Su versión difería sólo en el contenido: la forma era la misma. Los guerreros quizá fueron un poco más violentos con ella. La Gorda lo interpretó como un experimento para sacarla de su modorra, o una reacción natural, por parte de ellos, a lo que ella consideraba su detestable personalidad.

A medida que revisábamos el mundo de don Juan, nos íbamos dando cuenta de que éste era una réplica del mundo de su benefactor. Se podía ver que consistía o de grupos o de casas. Había un grupo de cuatro pares independientes de mujeres que parecían hermanas y que trabajaban y vivían juntas; otro grupo estaba compuesto por don Juan y tres hombres de la edad de don Juan, y muy allegados a él; un par de mujeres del Sur, más jóvenes que las demás, que parecían tener lazos de parentesco entre ellas, Marta y Teresa; y finalmente un par de hombres menores que don Juan, los propios Emilito y Juan Tuma. Pero también parecían consistir en cuatro casas aparte, localizadas muy lejos la una de la otra en distintas zonas de México. Una se hallaba compuesta por las dos mujeres del Oeste, Zuleica y Zoila, Silvio Manuel y Marta. La siguiente estaba formada por las dos mujeres del Sur, Cecilia y Delia; Emilito que era el propio de don Juan, y Teresa. Otra casa estaba hecha por Carmela y Hermelinda, las mujeres del Oeste, Vicente, y el propio Juan Tuma; y, por último, la de las mujeres del Norte, Nélida y Florinda, y don Genaro.

Según don Juan, su mundo no tenía ni la armonía ni el equilibrio del de su benefactor. Las dos únicas mujeres que se equilibraban completamente la una a la otra, y que parecían gemelas idénticas, eran las guerreras del Norte, Nélida y Florinda. Una vez, Nélida me dijo que las dos eran tan parecidas que incluso tenían el mismo tipo sanguíneo.

Para mí, una de las sorpresas más agradables fue la transformación de Zuleica y Zoila, quienes habían sido tan repugnantes. Resultaron ser, como había dicho don Juan, las guerreras más sobrias que se pudiera imaginar. No lo podía creer cuando las vi por segunda vez. El ataque de locura había pasado y ahora asemejaban dos señoras bien vestidas, altas, morenas y musculosas, con brillantes ojos oscuros como pedazos de resplandeciente obsidiana negra. Rieron y bromearon conmigo por lo que ocurrió la noche de nuestro primer encuentro, como si otras personas y no ellas hubieran tomado parte en él. Puede comprenderse fácilmente el tumulto emocional de don Juan causado por las guerreras del Oeste del grupo de su benefactor. Para mí también era imposible aceptar que Zuleica y Zoila pudiesen transformarse en criaturas repugnantes y detestables. Me tocó la oportunidad de presenciar esa metamorfosis en varias ocasiones; felizmente nunca pude juzgarlas tan ásperamente como lo hice en el primer encuentro. Más que nada, sus excesos me causaban tristeza.

Pero la sorpresa más grande me la deparó Silvio Manuel. En la oscuridad de nuestro primer encuentro lo imaginé como un hombre imponente, un gigante avasallador. En realidad era pequeño, pero no frágilmente pequeño. Su cuerpo era como el de un jinete de carreras, un jockey pequeño pero perfectamente proporcionado. Me pareció que hubiera podido ser un gimnasta. Su control físico era tan notable que podía inflarse, como si fuera un sapo, hasta casi el doble de su tamaño, expandiendo todos los músculos del cuerpo. Daba asombrosas demostraciones de cómo podía descoyuntar sus miembros y reacomodarlos nuevamente sin ninguna manifestación de dolor. Al mirar a Silvio Manuel, siempre experimenté un profundo, desconocido sentimiento de temor. Para mí, era como un visitante de otro tiempo. Era moreno pálido, como estatua de bronce. Sus rasgos eran afilados. Su nariz aguileña; sus labios gruesos y sus ojos oblicuos ampliamente separados, lo hacían parecer una figura estilizada de un fresco maya. Durante el día era amigable y simpático, pero tan pronto oscurecía se volvía insondable. Su voz se transformaba. Tomaba asiento en una esquina oscura y se dejaba devorar por la oscuridad. Todo lo que quedaba visible de él era su ojo izquierdo, que permanecía abierto y adquiría un fulgor extraño, como ojos de felino.

Una cuestión secundaria que emergió en el transcurso de nuestro trato con los guerreros de don Juan fue el tema del desatino controlado. Don Juan me dio una explicación suscinta de una vez que se hallaba exponiendo las dos categorías en las que obligatoriamente se dividen las mujeres guerreras: ensoñadoras y acechadoras. Me dijo que todos los miembros de su grupo hacían ensoñar y acechar como parte de sus vidas diarias, pero que las mujeres que componían el planeta de las ensoñadoras y el planeta de las acechadoras eran las máximas autoridades de sus actividades respectivas.

Las acechadoras son las que enfrentan los embates del mundo cotidiano. Son las administradoras de negocios, las que tratan con la gente. Todo lo que tiene que ver con el mundo de los asuntos ordinarios pasa por sus manos. Las acechadoras son las practicantes del desatino controlado, así como las ensoñadoras son las practicantes del ensueño. En otras palabras, el desatino controlado es la base del acechar, y los ensueños son las bases del ensoñar. Don Juan decía que, hablando en términos generales, el logro más importante de un guerrero en la segunda atención es ensoñar, y en la primera atención el logro más grande es acechar.

Yo malentendí lo que los guerreros de don Juan hicieron conmigo en nuestros primeros encuentros. Tome sus actos como ejemplos de engaño y falsedad, y ésa sería mi impresión hasta la fecha, de no haber sido por la idea del desatino controlado. Don Juan me dijo que los actos de esos guerreros fueron lecciones maestras de acechar. Me dijo que su benefactor le había enseñado el arte de acechar antes que otra cosa. Para poder sobrevivir entre los guerreros de su benefactor tuvo que aprender ese arte a toda prisa. En mi caso, dijo don Juan, puesto que no tenía que vérmelas con sus guerreros, tuve que aprender primero a ensoñar. Pero cuando el momento fuese apropiado, Florinda aparecería para guiarme a través de las complejidades del acechar. Nadie más qué ella podía hablar conmigo detalladamente del acecho; los otros tan sólo podían ofrecerme demostraciones directas, como ya lo habían hecho en nuestros primeros encuentros.

Don Juan me explicó detalladamente que Florinda era una de las máximas practicantes del acecho, ya que su benefactor y sus cuatro guerreras, que eran acechadoras, la habían entrenado en los aspectos más intrincados de este arte. Florinda fue la primera guerrera que llegó al mundo de don Juan, y por esa razón ella iba a ser mi guía personal: no sólo en el arte de acechar sino también en el misterio de la tercera atención, si es que yo llegaba a ese nivel. Don Juan no me explicó nada más acerca de ese punto. Me dijo que eso tendría que esperar a que yo estuviera listo, primero para aprender a acechar, y después a entrar en la tercera atención.

Don Juan decía que su benefactor había sido muy meticuloso con cada uno de sus guerreros al adiestrarlos en el arte de acechar. Utilizó toda clase de estratagemas a fin de crear un contrapunto entre los dictados de la regla y la conducta de los guerreros en el mundo cotidiano. Creía que ésa era la mejor forma de convencerlos de que la única manera que disponen para tratar con el medio social es en términos del desatino controlado.

A medida que desarrollaba sus estratagemas, el benefactor de don Juan ponía a la gente y a los guerreros frente a los mandatos de la regla, y dejaba que el drama natural se desenvolviese por sí mismo. La insensatez de la gente tomaba la delantera y por un momento arrastraba con ella a los guerreros, como parece ser lo natural, pero siempre será vencida por los designios más abarcantes de la regla.

Don Juan nos dijo que en un principio se sintió profundamente agraviado por el control que su benefactor ejercía sobre sus guerreros. Incluso se lo echó en cara. Su benefactor no se inmutó. Sostuvo que su control era tan sólo una ilusión que el Águila creaba. El solamente era un guerrero impecable, y sus actos representaban un humilde intento de reflejar al Águila.

Don Juan decía que el impulso con el cual su benefactor llevaba a cabo sus estratagemas se originaba en su certeza de que el Águila era real y final, y en su certeza de que lo que la gente hace es un desatino absoluto. Esas dos convicciones daban origen al desatino controlado, que el benefactor de don Juan describía como el único puente que existe entre la insensatez de la gente y la finalidad de los dictados del Águila.

XI. LA MUJER NAGUAL

Don Juan me dijo que cuando fue puesto bajo el cuidado de las mujeres del Oeste, para ser purificado, también lo pusieron bajo la tutela de la mujer del Norte, que era el equivalente de Florinda, para que ésta le enseñara los principios del arte de acechar. Ella y su benefactor le dieron los medios concretos para adquirir a los tres guerreros, al propio y a las cuatro acechadoras que compondrían su grupo.

Las ocho mujeres videntes del grupo de su benefactor habían buscado las configuraciones distintivas de luminosidad, y no tuvieron dificultad alguna en hallar los tipos apropiados de guerreros masculinos y femeninos para el grupo de don Juan. Sin embargo, su benefactor no permitió que esos videntes hicieran ningún intento por congregar a los guerreros que habían encontrado. Le correspondió a don Juan aplicar los principios del acecho para obtenerlos.

El primer guerrero que apareció fue Vicente. Don Juan aún no dominaba el arte de acechar para poder enrolarlo. Su benefactor y la acechadora del Norte tuvieron que hacer casi todo el trabajo. Después vino Silvio Manuel, más tarde don Genaro y, por último, Emilito, el propio.

Florinda fue la primera guerrera. Fue seguida por Zoila, después por Delia y luego por Carmela. Don Juan decía que su benefactor inexorablemente los obligó a todos ellos a que trataran con el mundo en términos de desatino controlado.

El resultado fue un estupendo equipo de practicantes, quienes concebían y ejecutaban las más intrincadas estratagemas.

Cuando todos ellos tenían ya cierto grado de pericia en el arte de acechar, su benefactor consideró que era el momento adecuado de encontrar para ellos una mujer nagual. Fiel a su política de ayudarlos a que se ayudaran a sí mismos, esperó, para encontrarla, hasta que don Juan había aprendido a ver y todos ellos eran expertos acechadores. Aunque don Juan lamentaba inmensamente el tiempo que desperdició en esperar, estaba de acuerdo en que ese curso de acción creó un enorme vínculo entre todos ellos y dio nueva vida a su obligación de buscar la libertad.

Su benefactor empezó su estratagema para atraer a la mujer nagual convirtiéndose, de repente, en un católico devoto. Exigió que don Juan, siendo el heredero de su conocimiento, se comportará como un hijo y fuera a la iglesia con él. Día tras día lo empujaba a oír misa. Don Juan decía que su benefactor, quien en su trato con la gente era un hombre encantador y elocuente, lo presentaba a todos como su hijo, el algebrista.

Don Juan, que según sus propias palabras era en aquel entonces un salvaje, se sentía desolado en situaciones sociales en las que debía hablar y dar una relación de sí mismo. Lo único que lo tranquilizaba era la idea de que su benefactor tenía razones ulteriores. Trató de deducir a través de sus observaciones cuáles podían ser esas razones, pero no pudo hacerlo. Los actos de su benefactor parecían estar abiertos a la vista de todos. Como católico ejemplar, ganó la confianza de muchísima gente, especialmente del párroco, quien lo tenía en alta estima y lo consideraba amigo y confidente. Le pasó por la mente la idea de que su benefactor sinceramente podía haberse convertido al catolicismo, si no es que se había vuelto loco de remate. Aún no había comprendido que un guerrero jamás pierde la cabeza bajo ninguna circunstancia.

Las quejas de don Juan por tener que ir a la iglesia se desvanecieron cuando su benefactor empezó a presentarlo con las hijas de la gente que conocía. Eso le gustó, aunque también lo incomodaba. Don Juan creyó que su benefactor estaba ayudándolo a soltar la lengua. El no era ni elocuente ni encantador, y su benefactor le había dicho que un nagual por fuerzas tiene que ser ambas cosas.

Un domingo, durante la misa, después de casi un año de oírla prácticamente todos los días, don Juan descubrió cuál era la verdadera razón por la que iban a la iglesia. Se hallaba arrodillado junto a una muchacha llamada Olinda, hija de uno de los conocidos de su benefactor. Don Juan se volvió para entrecruzar miradas con ella, como ya era su costumbre después de meses de contacto diario. Sus ojos se encontraron, y súbitamente don Juan la vio como un ser luminoso y luego vio que Olinda era una mujer doble. Su benefactor lo sabía desde el principio, y había elegido el camino más difícil para que don Juan se pusiera en contacto con ella. Don Juan me confesó que ese momento fue avasallador para él.

Su benefactor supo que don Juan había visto. Su misión de reunir a los seres dobles había sido lograda impecablemente. Se puso en pie y sus ojos barrieron todas las esquinas de la iglesia; caminó luego hacia afuera sin volver la cabeza una sola vez. Ya no tenía nada qué hacer allí.

Don Juan me dijo que cuando su benefactor se puso en pie y salió de la misa, todos se volvieron a verlo. Don Juan quiso seguirlo, pero Olinda audazmente le tomó la mano y lo detuvo. En ese momento supo que el poder de ver no había sido suyo solamente. Algo los había traspasado a los dos. Don Juan advirtió de repente que la misa no sólo había concluido, sino que ambos estaban ya fuera de la iglesia. Su benefactor trataba de calmar a la madre de Olinda, que se hallaba encolerizada y avergonzada por la inesperada e inadmisible muestra de afecto que tuvo lugar entre Olinda y don Juan.

Don Juan me dijo que se halló completamente desorientado. Sabía que a él le correspondía concebir un plan de acción. Tenía los recursos, pero la importancia del evento lo hizo perder la confianza en su habilidad. Dejó a un lado su pericia como acechador y se perdió en el dilema intelectual de si debía o no tratar a Olinda como desatino controlado.

Su benefactor le dijo que no podía ayudarlo. Su deber había sido reunirlos, y allí cesaba su responsabilidad. A don Juan le correspondía tomar los pasos apropiados. Sugirió incluso que don Juan considerara casarse con ella, si eso era lo que se requería. Sólo cuando Olinda fuera a él por su propia voluntad él podría ayudar a don Juan interviniendo directamente como nagual.

Don Juan intentó un cortejo formal. No fue bien recibido por los padres, quienes no podían concebir que alguien de una clase social tan distinta fuese pretendiente de su hija. Olinda no era india; su familia era de clase media, dueña de un pequeño negocio. El padre tenía otros planes para su hija. Amenazó con enviarla a la capital si don Juan insistía en casarse con ella.

Don Juan me dijo que los seres dobles, las mujeres en especial, son extraordinariamente moderados, incluso tímidos. Olinda no era una excepción. Después de la exaltación inicial en la iglesia, fue dominada por la prudencia, y después por el miedo. Sus propias reacciones la asustaban.

Como maniobra estratégica, su benefactor hizo que don Juan se retirara, para dar la idea de que condescendía con él, quien no había aprobado a la muchacha: ésa fue la suposición de todos los que presenciaron el incidente de la iglesia, La gente chismeó que el espectáculo de los dos agarrados de la mano había desagradado tan intensamente "al padre" de don Juan, un católico tan devoto, que éste ya no volvió más a la iglesia.

Su benefactor le dijo a don Juan que un guerrero no puede ser sitiado. Estar bajo sitio implica que uno tiene posesiones personales que defender. Un guerrero no tiene nada en el mundo salvo su impecabilidad, y la impecabilidad no puede ser sitiada. No obstante, en una batalla de vida o muerte, como era la que don Juan enfrentaba para obtener a la mujer nagual, un guerrero debe de usar estratégicamente todos los medios posibles.

Don Juan resolvió, de acuerdo con ello, usar cualquier parte de su conocimiento de acechador que fuera pertinente. Para ese fin, encomendó a Silvio Manuel que usara sus artes de brujo, que aun en aquella época de principiante ya eran formidables, para secuestrar a la muchacha. Silvio Manuel y Genaro, quien era verdaderamente temerario, entraron furtivamente en la casa de la muchacha disfrazados de lavanderas. Era mediodía, y todos en la casa estaban ocupados preparando comida para los parientes y amigos que habían invitado a cenar. Se trataba de una fiesta de despedida para Olinda. Silvio Manuel contaba con la posibilidad de que los que vieran a dos extrañas lavanderas entrando con unos atados de ropa creyesen que tenían que ver con la fiesta de Olinda, y que de esa forma no sospecharían nada. Don Juan había proporcionado a Silvio Manuel y a Genaro, de antemano, toda la información necesaria acerca de las rutinas de los miembros de la casa. Les dijo que las lavanderas por lo general llevaban sus atados de ropa lavada a la casa y los dejaban en el cuarto de planchar. Silvio Manuel y Genaro, cargados de enormes atados de ropa, fueron directamente a ese cuarto, pues sabían que Olinda estaría allí.

Don Juan me contó que Silvio Manuel se acercó a Olinda y utilizó sus poderes mesmerizantes para desmayarla. La pusieron dentro de un costal, envolvieron éste con sábanas y se fueron, dejando tras de sí los atados que habían llevado. Se toparon con el padre de Olinda en la puerta, y él ni siquiera los miró.

Al benefactor de don Juan no le gustó en lo mínimo la maniobra. Ordenó a don Juan que llevase inmediatamente a la muchacha de vuelta a su casa. Era imperativo, dijo, que la mujer doble llegase a la casa del benefactor por su propia voluntad, quizá no con la idea de unírseles sino, cuando menos, porque ellos le interesaban.

Don Juan creyó que todo estaba perdido -las posibilidades de que pudiera regresarla a su casa sin que nadie se diera cuenta eran mínimas-, pero a Silvio Manuel se le ocurrió una solución. Propuso que las cuatro mujeres del grupo de don Juan llevarán a la joven a un camino desierto, donde don Juan la rescataría.

Silvio Manuel quería que las mujeres actuaran un drama. En ese drama ellas eran las que estaban secuestrándola. En algún lugar del camino alguien las descubría y se lanzaba a la persecución. El perseguidor las alcanzaba y ellas dejaban caer el costal, con la suficiente fuerza para ser convincentes. Por supuesto, el perseguidor sería don Juan, quien milagrosamente había estado en el camino.

Silvio Manuel exigió una actuación bien realista. Ordenó a las mujeres que amordazaran a la muchacha, quien para entonces estaba despierta, gritando en el interior del costal. Las hizo luego que corrieran kilómetros con todo y carga. Durante la jornada les indicó cuándo se debían ocultar del perseguidor y cuándo debían correr. Por último, después de una ordalía verdaderamente agotadora, las hizo tirar el costal de la manera más adecuada para que la joven pudiese presenciar una pelea de lo más terrible entre don Juan y las cuatro mujeres. Silvio Manuel había propuesto a las mujeres que la pelea tendría que ser absolutamente real. Las armó con palos y las instruyó a que golpearan a don Juan sin misericordia.

De las mujeres, Zoila era la que más fácilmente se dejaba llevar por la histeria; tan pronto como empezaron a aporrear a don Juan, Zoila se dejó poseer por el papel y ofreció una actuación escalofriante; golpeó tan fuerte a don Juan que le arrancó pedazos de carne de la espalda y de los hombros. Durante un momento pareció que las secuestradoras iban a ganar. Silvio Manuel tuvo que salir de su escondite y, fingiendo ser un transeúnte, les recordó que sólo se trataba de una estratagema y que era hora de que huyeran.

Don Juan se convirtió de esa manera en el salvador y protector de Olinda. Le dijo que él mismo no podría llevarla a casa porque estaba herido, pero que la enviaría de regreso con su piadoso padre.

Ella le ayudó a caminar a casa de su benefactor. Don Juan me dijo que no tuvo que fingir estar herido: sangraba profusamente y a duras penas pudo llegar a la puerta. Cuando Olinda le narró a su benefactor lo que había ocurrido; éste tuvo que disfrazar de llanto su agonizante deseo de reír.

Le vendaron las heridas a don Juan y después se acostó. Olinda empezó a explicarle por qué no podía casarse con él, pero no pudo terminar. El benefactor de don Juan entró al cuarto y le dijo a Olinda que le era evidente, al verla caminar, que las secuestradoras le habían lesionado la espalda. Se ofreció a alinearla antes de que se transformase en algo critico.

Olinda titubeó. El benefactor de don Juan le recordó que las secuestradoras no estaban jugando; después de todo, casi habían matado a su hijo. Olinda fue al lado del benefactor y permitió que éste le propinara un golpe en el omóplato. Se oyó un chasquido y Olinda entró en un estado de conciencia acrecentada. El benefactor le reveló la regla y; al igual que don Juan, ella la aceptó de lleno. No hubo duda, ni titubeos.

La mujer nagual y don Juan encontraron plenitud, unidad y silencio en su compañía mutua. Don Juan me dijo que lo que sentían el uno por el otro no tenía nada que ver con el afecto o la necesidad; era más bien como una sensación física que ambos compartían; la sensación de que una barrera que había existido dentro de cada uno de ellos se había roto y que eran uno y el mismo ser.

Don Juan y la mujer nagual, como prescribía la regla, trabajaron años, el uno al lado del otro, para hallar cuatro ensoñadoras; que vinieron a ser Nélida, Zuleica, Cecilia y Hermelinda, y los tres propios, Juan Tuma, Teresa y Marta. Encontrarlos fue en una ocasión en que la naturaleza pragmática de la regla le fue una vez más revelada a don Juan. Todos ellos eran exactamente lo que la regla decía. Su advenimiento produjo un nuevo ciclo para todos, incluyendo al benefactor de don Juan y su grupo. Para don Juan y sus guerreros significó el ciclo de ensoñar, y para su benefactor y su grupo significó un periodo de impecabilidad insuperable.

Su benefactor explicó a don Juan que cuando él era joven y se le presentó por primera vez la idea de la regla como un instrumento de libertad, quedó exaltado de gozo. Para él, la libertad era una realidad que estaba al alcance de la mano. Cuando llegó a comprender la naturaleza de la regla en calidad de mapa, sus esperanzas y optimismo se redoblaron. Más tarde, la sobriedad entró a formar parte de su vida; mientras más envejecía, menos oportunidad veía de que él y su grupo tuvieran éxito. Finalmente se convenció de que, hicieran lo que hicieran, su tenue conciencia humana jamás llegaría a volar libre. Entró en paz consigo mismo y con su destino, y se resignó al fracaso. Le dijo al Águila desde lo más profundo de su ser que estaba contento y orgulloso de haber engrandecido su conciencia. El Águila podía disponer de ella.

Don Juan me dijo que todos los miembros del grupo de su benefactor compartieron el mismo estado de ánimo. La libertad que la regla proponía era algo que todos consideraban inalcanzable. En el curso de sus vidas habían vislumbrado la fuerza aniquilante que es el Águila, y creían que no tenían ninguna posibilidad ante ella. Sin embargo, todos estaban de acuerdo que vivirían sus vidas impecablemente sin más razón que la impecabilidad misma.

Don Juan decía que su benefactor y su grupo, a pesar de saberse inadecuados, o quizás a causa de esto, sí encontraron la libertad. Entraron en la tercera atención, pero no como grupo sino uno a uno. El hecho de que hallaran el acceso fue la corroboración total de la verdad contenida en la regla. El último en dejar el mundo de la conciencia de todos los días fue su benefactor. Este cumplió con la regla y se llevó consigo a la mujer nagual de don Juan. Cuando los dos se disolvían en la conciencia total, don Juan y todos sus guerreros fueron obligados a explosionar desde adentro de sí mismos: don Juan no hallaba otra manera de describir la sensación de ser forzado a olvidar todo lo que ellos habían presenciado del mundo de su benefactor.

El que nunca olvidó fue Silvio Manuel. Fue él quien impulsó a don Juan en el esfuerzo agotador de volver a reunir a los miembros del grupo, quienes se habían esparcido por todo el país. Después, don Juan los hundió a todos ellos en la tarea de encontrar la totalidad de sí mismos. Les llevó años completar ambas tareas.

Don Juan había discutido extensamente conmigo la cuestión del olvido, pero sólo en conexión con la gran dificultad que tuvo en volver a congregar a todos y empezar sin su benefactor. Nunca nos dijo con exactitud lo que implicaba olvidar o ganar la totalidad de uno mismo. En ese aspecto fue fiel a las enseñanzas de su benefactor: solamente nos ayudó a ayudarnos a nosotros mismos.

Para esto, don Juan entrenó a la Gorda y a mí a ver juntos y pudo mostrarnos que, aunque los seres humanos aparecen ante los videntes como huevos luminosos, la forma oval es un capullo externo, un cascarón de luminosidad que alberga un núcleo que es a la vez obsesionante y mesmérico, compuesto de círculos concéntricos de luminosidad amarilla, del color de la llama de una vela. Durante nuestra sesión final hizo que viéramos a la gente que se congregaba en las afueras de una iglesia. Ya era tarde, casi había oscurecido, y sin embargo, las criaturas en el interior de sus rígidos capullos luminosos irradiaban suficiente luz como para iluminar claramente todo nuestro entorno. La visión fue maravillosa.

Don Juan nos explicó que los cascarones que parecían ser tan brillantes, en realidad eran opacos. La luminosidad emanaba del centro brillante; de hecho, el capullo opacaba su resplandor. Don Juan nos reveló. que hay que romperlo para liberar a ese ser brillante. El capullo debe de romperse desde el interior en el momento exacto, justo como los pollos que al nacer rompen el cascarón. Si no logran hacerlo, se sofocan y mueren. Al igual que las criaturas que nacen de huevos, un guerrero no puede romper el cascarón de su luminosidad hasta que sea el momento dado.

" Don Juan nos dijo que perder la forma humana era el único medio de romper ese cascarón, la única manera. de liberar ese obsesionante centro luminoso, el centro de la conciencia que viene a ser el alimento del Águila. Romper el cascarón significa recordar el otro yo y llegar a la totalidad de uno mismo.

Después que don Juan y sus guerreros llegaron a la totalidad de sí mismos, encararon su última tarea: encontrar un nuevo par de seres dobles. Don Juan decía que ellos creyeron que esto sería un asunto simple: todo lo que habían hecho hasta ese entonces les había sido relativamente fácil. No tenían idea de que la aparente facilidad de sus logros como guerreros era consecuencia de la maestría y el poder personal de su benefactor.

La búsqueda de un nuevo par de seres dobles resultó una tarea sin fruto. En todas sus búsquedas jamás encontraron a una mujer doble. Encontraron varios hombres dobles, pero todos estaban bien situados, atareados, prolíficos, y tan satisfechos con sus vidas que habría sido inútil aproximárseles. No necesitaban hallar un propósito en la vida, creían haberlo encontrado ya.

Don Juan decía que un día se dio cuenta de que él y su grupo estaban envejeciendo, y que no parecía haber esperanzas de llegar a cumplir con su tarea. Esa fue la primera vez que sintieron el aguijonazo de la desesperación y la impotencia.

Silvio Manuel insistió en que todos debían resignarse y vivir impecablemente sin esperanzas de encontrar la libertad. A don Juan le era plausible que esto en verdad pudiese ser la clave de todo. En este aspecto, se descubrió siguiendo los pasos de su benefactor. Llegó a aceptar que un invencible pesimismo domina al guerrero en cierto punto de su camino. Una sensación de derrota, o quizá más exactamente, una sensación de inutilidad, le llega casi sin que se dé cuenta. Don Juan decía que, antes, él se reía de las dudas de su benefactor y no podía llegar a creer que éste se preocupara en serio. A pesar de las protestas y las amonestaciones de Silvio Manuel, don Juan creyó siempre que ésta era una gigantesca estratagema destinada a enseñarles algo.

Puesto que don Juan no podía creer que las dudas de su benefactor fuesen reales, tampoco podía creer que fuese genuina la resolución de su benefactor de vivir sin esperanza de libertad. Cuando finalmente comprendió que su benefactor, con toda seriedad, se había resignado a la derrota, también comprendió que la resolución de un guerrero de vivir impecablemente a pesar de todo no puede ser concebida como una estrategia para asegurar el triunfo. Don Juan y su grupo se demostraron esta verdad a sí mismos, citando se dieron cuenta cabal de que no tenían ventaja contra las fuerzas de lo desconocido. Don Juan decía que en tales momentos el entrenamiento de toda una vida es lo que sale a mano, y el guerrero entra en un estado de humildad insuperable; cuando se vuelve innegable la pobreza de los recursos humanos, el guerrero no tiene otra alternativa que retroceder y agachar la cabeza.

Don Juan se maravillaba de que dichas circunstancias no parecen tener efecto en las guerreras de un grupo; el desorden las deja imperturbables. Nos dijo que ya había advertido esto, en el grupo de su benefactor; las mujeres nunca se mostraron tan preocupadas ni tan abatidas como los hombres. Parecía que, simplemente le llevaban la corriente a su benefactor y lo seguían sin mostrar signos de desgaste emocional. Si estaban de algún modo confundidas, parecían ser indiferentes a esto. Estar atareadas era todo lo que contaba para ellas. Era como si solamente los hombres hubieran hecho una oferta por la libertad y sintieran el impacto de una oferta contraria.

Don Juan observó el mismo contraste en su propio grupo. Las mujeres estuvieron inmediatamente de acuerdo cuando él se convenció de que sus recursos eran insuficientes. Don Juan sólo pudo concluir que las mujeres, aunque jamás lo decían, nunca habían creído tener recurso alguno. En consecuencia, no había manera de que se sintieran frustradas o desalentadas al toparse con su impotencia: desde un principio ya sabían que eran así.

Don Juan nos dijo que la razón por la que el Águila exigía un número doble de guerreras era precisamente debido a que las mujeres tienen un equilibrio innato que no existe en los hombres. En un momento crucial, son los hombres los que se ponen histéricos y se suicidan si es que consideran que todo está perdido. Una mujer podrá matarse por falta de dirección y de propósitos, pero no debido al fracaso de un sistema al cual pertenece.

Después de que don Juan y su grupo de guerreros perdieron toda esperanza o, más bien, como decía don Juan, después de que él y los hombres tocaron fondo y las mujeres hallaron maneras apropiadas de llevarles la cuerda-, don Juan finalmente encontró un hombre doble al cual se podía aproximar. Yo era ese hombre doble. Me dijo que como nadie en su sano juicio se ofrece de voluntario para algo tan absurdo como la lucha por la libertad, tuvo que seguir las enseñanzas de su benefactor y, en fiel estilo de acechador, me encarriló como había encarrilado a los miembros de su propio grupo. Necesitaba estar a solas conmigo en un lugar donde pudiera aplicar presión física en mi cuerpo, y era necesario que yo fuese allí por mi propia cuenta. Me atrajo a su casa con gran facilidad: como decía, obtener a un hombre doble no es gran problema. La dificultad estriba en hallar uno que esté disponible.

La primera visita a su casa fue, desde el punto de vista de mi conciencia de todos los días, una sesión sin acontecimientos. Don Juan se comportó de una manera encantadora conmigo. Condujo la conversación hacia la fatiga que experimenta el cuerpo después de largos viajes en automóvil. A mí, que era estudiante de antropología, este tema me pareció absolutamente fuera de propósito. Después, don Juan comentó que mi espalda parecía desalineada, y sin decir más me puso una mano en el pecho, me irguió la barbilla y me dio una fuerte palmada en la espalda. Me tomó tan desprevenido que perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos sentí un dolor agudísimo, como si me hubieran partido la espina dorsal, pero también sentí que yo era diferente. Era otro, y no el yo que siempre había sido. A partir de ese momento, cada vez que veía a don Juan, éste me hacía cambiar niveles de conciencia y después procedía a revelarme la regla.

Casi inmediatamente después de encontrarme, don Juan descubrió a una mujer doble. No la puso en contacto conmigo siguiendo una estratagema tal como su benefactor había hecho con él, pero concibió un ardid, tan efectivo y elaborado como los de su benefactor, mediante el cual él mismo atrajo y obtuvo a la mujer doble. Don Juan asumió esa carga porque creía que el deber del benefactor es obtener a los dos seres dobles tan pronto como se les encuentra, y luego, ponerlos juntos como socios de una empresa inconcebible.

Me dijo que un día, cuando vivía en Arizona, había ido a una oficina gubernamental para llenar una solicitud. La recepcionista le dijo que fuera con una empleada de la sección adyacente, y, sin levantar la cabeza, señaló hacia su izquierda. Don Juan siguió la dirección del brazo extendido y vio a una mujer doble sentada en un escritorio. Cuando le llevó la solicitud se dio cuenta de que en realidad era una jovencita, quien, le informó que ella no tenía nada que ver con las solicitudes. No obstante, compadecida ante el pobre viejecillo indio, le ofreció ayudarlo.

Se requerían algunos documentos legales, que don Juan llevaba en su bolsillo, pero él fingió total ignorancia y desamparo. Se comportó como si la organización burocrática fuese un enigma para él. Don Juan decía que no le fue nada difícil imitar un estado de completa insensatez; todo lo que tuvo que hacer fue volver a lo que una vez había sido su estado normal de conciencia. Su intención era prolongar el trato con la muchacha el mayor tiempo posible. Su benefactor le había dicho, y él mismo lo había verificado durante su búsqueda, que las mujeres dobles son sumamente escasas. Su benefactor también le había prevenido que tienen recursos internos que las vuelven sumamente volátiles. Don Juan temía que si no manejaba sus cartas expertamente iba a perderla. Para ganar tiempo, se apoyó en la compasión que ella mostraba. Creó mayores dilaciones fingiendo haber perdido los documentos. Casi todos los días le llevaba uno diferente. Ella lo leía y se lamentaba de qué no fuera el adecuado. La muchacha se conmovió tanto por la deplorable condición de don Juan que se ofreció a pagarle un abogado que le prepararía una declaración jurada que supliera los documentos.

Después de tres meses, don Juan pensó que era ya el momento de mostrar los documentos. Para entonces la muchacha se había acostumbrado a él y casi esperaba verlo todos los días. Don Juan fue por última vez a expresarle su agradecimiento y a decirle adiós. Le dijo que le habría gustado llevarle un regalo para mostrarle su gratitud, pero no tenía dinero ni para comer. Ella se conmovió ante este candor y lo invitó a almorzar. Cuando comían, don Juan reflexionó en voz alta que un regalo no tiene que ser, por fuerza, un objeto que se compra. También podía ser algo que fuera únicamente para la vista del testigo. Algo hecho para recordar y no para poseer.

A ella la intrigaron estas palabras. Don Juan le recordó que ella había expresado compasión hacia los indios y su condición miserable. Le preguntó si no le gustaría ver a los indios bajo otra luz: no como seres miserables sino como artistas. Le dijo que conocía a un viejo que era el último descendiente de una línea de bailarines de poder. Le aseguró que ese hombre bailaría para ella si él se lo pedía: y, aún más, le juró que ella jamás en su vida había visto algo semejante y que jamás lo volvería a ver. Se trataba de algo que sólo los indios presenciaban.

A ella le fascinó la idea. Fue por él después de su trabajo en su automóvil y don Juan la guió hacia las colinas donde estaba su propia casa. Hizo que estacionara el auto a una considerable distancia, y siguieron a pie el resto del camino, Antes de llegar a la casa, don Juan se detuvo y trazó una raya con el pie en la tierra seca y arenosa. Le dijo que esa raya era un lindero, y la instó a que lo cruzara.

La mujer nagual me contó que hasta ese momento ella se hallaba intrigadísima ante la posibilidad de ver un genuino bailarín indio, pero que cuando el viejo hizo una raya en el suelo y la llamo un lindero, ella empezó a titubear. Después se alarmó absolutamente cuando él añadió que ese lindero era sólo para ella, y que una vez que lo cruzara ya no habría cómo regresar.

El indio aparentemente vio la consternación de la muchacha y quiso tranquilizarla. Cortésmente le palmeó el hombro y le dio su garantía de que no le ocurriría ningún daño mientras él estuviera allí. Le dijo que el lindero podía explicarse como una forma de pago simbólico al bailarín, quien nunca aceptaba dinero. El ritual reemplazaba al dinero, y el ritual requería que ella cruzara el lindero por su propia cuenta.

El viejo, al parecer lleno de júbilo, dio un paso por encima de la línea y le dijo que para él todo lo que estaban haciendo eran puras necedades indias, pero que había que seguirle la corriente al bailarín, quien se hallaba mirándolos desde el interior de la. casa, si es que ella quería verlo bailar.

La mujer nagual me contó que repentinamente tuvo tanto miedo que no podía moverse para cruzar la línea. El viejo hizo un esfuerzo por persuadirla, diciendo que cruzar ese lindero era benéfico para todo el cuerpo. Él, al cruzarlo, no sólo se había sentido más joven, sino que en realidad se había vuelto más joven, pues tal era el poder que tenía ese lindero. Para demostrar lo que decía, volvió a cruzar la raya en retroceso y en el acto sus hombros se desplomaron, las esquinas de su boca se inclinaron hacia abajo, sus ojos perdieron el brillo. A la mujer nagual le era imposible negar las diferencias que generaba el cruce.

Don Juan volvió a cruzar la raya por tercera vez. Respiró hondamente, expandiendo el pecho; se movía con energía y seguridad. La mujer nagual dijo que le pasó por la mente la idea de que si don Juan se sentía tan joven hasta le llegaría a hacer proposiciones sexuales. Su automóvil se hallaba demasiado lejos para correr a él. Lo único que le quedaba era decirse a sí misma que era estúpido tenerle miedo a ese viejecillo.

Después el viejo trató de hacerle ver el chiste que todo aquello tenía. En un tono de conspirador, como si renuentemente le revelara un secreto, le dijo que solamente se hallaba fingiendo ser más joven para satisfacer al bailarín, y que si ella no lo ayudaba cruzando la raya se iba a desmayar en cualquier momento debido al esfuerzo de caminar con la espalda derecha. Volvió a cruzar de un lado al otro de la línea para mostrarle el inmenso esfuerzo que implicaba su pantomima.

La mujer nagual me dijo que los ojos suplicantes de don Juan revelaban los dolores que su cuerpo estaba pasando al fingir juventud. Cruzó la línea para ayudarlo y para terminar el espectáculo; quería irse a casa:

En el momento en que cruzó la línea, don Juan dio un salto prodigioso y planeó por encima del techo de la casa. La mujer nagual me dijo que don Juan voló como si fuera un inmenso bumerang. Cuando aterrizó a su lado, ella se cayó de espaldas. Su espanto era el más grande que había experimentado en su vida, pero lo mismo ocurría con su emoción de haber presenciado semejante maravilla. Sus sentimientos eran tan confusos que ni siquiera le preguntó cómo había llevado a cabo esa extraordinaria proeza. Quería regresar corriendo a su auto e irse a su casa.

El viejo la ayudó a incorporarse y se disculpó por haberla engatusado. Le dijo que él era en realidad el bailarín y su vuelo por encima de la casa había sido su baile. Le preguntó si se había fijado en la dirección del vuelo. La mujer nagual hizo un círculo con su mano de derecha a izquierda. Don Juan le palmeó la cabeza paternalmente y dijo que había sido muy propicio que ella hubiese estado atenta. Después añadió que quizá ella se había lastimado al caer, y que de ninguna manera podía dejarla ir sin asegurarse de que estaba bien. Sin más ni más, don Juan le irguió los hombros y le alzó la barbilla, como si la dirigiera a que estirara la espina dorsal. Después le dio un fuerte golpe entre los omóplatos, y literalmente le sacó todo el aire de los pulmones. Durante unos instantes ella no pudo respirar y sé desmayó.

Cuando volvió en sí, se hallaba dentro de la casa. Su nariz sangraba, sus oídos zumbaban; su respiración estaba acelerada y no podía enfocar la vista. Don Juan le indicó que hiciera inhalaciones profundas mientras contaba hasta ocho, Mientras más respiraba, más se aclaraba todo. Me contó ella que, en un momento dado, el cuarto se volvió incandescente; todo destelleaba con una luz ámbar. Quedó estupefacta y ya no pudo seguir respirando profundamente. Para entonces la luz ámbar era tan densa que parecía neblina. Después la niebla se convirtió en telarañas de color ámbar. Por último, se disipó, pero el mundo continuó uniformemente ámbar durante un largo rato.

Don Juan le empezó a hablar. La condujo afuera de la casa y le mostró que el mundo se hallaba dividido en dos mitades. La parte izquierda se hallaba clara, pero la derecha estaba velada por una niebla amarilla. Le dijo que es monstruoso pensar que el mundo es comprensible o que nosotros mismos somos comprensibles. Le dijo que lo que se encontraba percibiendo era un enigma, un misterio que sólo se puede aceptar con asombro y humildad.

Después le reveló la regla. Su claridad mental era tan intensa que ella comprendió todo lo que él le decía. La regla le pareció apropiada y evidente.

Don Juan le explicó que los dos lados de un ser humano están totalmente separados y que se requiere una gran disciplina y determinación para romper ese sello e ir de un lado al otro. Los seres dobles tienen una gran ventaja: la condición de ser doble les permite un movimiento relativamente fácil entre los compartimientos del lado derecho. La gran desventaja de los seres dobles consiste en que por virtud de tener dos compartimientos son sedentarios, conservadores, temerosos del cambio.

Don Juan le dijo que su intención había sido desplazarla del compartimiento del extremo derecho a su más lúcido y definido lado derecho-izquierdo, pero, en vez de eso, a causa de un giro inexplicable, el golpe la había enviado a través de toda su doblez, de la extrema derecha cotidiana a la extrema izquierda. Cuatro veces la golpeó en los omóplatos a fin de reubicarla en el estado normal de conciencia, pero sin éxito. Los golpes la ayudaron, sin embargo, a hacer que su percepción de la pared de niebla obedeciera a su voluntad. Aunque no había sido su intención, don Juan había estado en lo cierto al decir que cruzar la línea era un viaje sin retorno. Una vez que ella lo cruzó, al igual que Silvio Manuel, ya nunca regresó.

Cuando don Juan nos puso cara a cara a la mujer nagual y a mí, ninguno de los dos sabía nada de la existencia del otro, y sin embargo, al instante sentimos una intensa familiaridad. Don Juan sabía, a través de su propia experiencia, que el alivio que los seres dobles experimentan el uno en el otro es indescriptible, y demasiado breve. Nos dijo que fuerzas incomprensibles a nuestra razón, nos habían colocado juntos y que lo único que no teníamos era tiempo. Cada minuto podía ser el último; por tanto, tenía que ser vivido con el espíritu.

Una vez que don Juan nos reunió, todo lo que le restó a él y a sus guerreros fue encontrar cuatro acechadoras, tres guerreros y un propio para completar nuestro grupo. Para ese fin, don Juan encontró a Lidia, Josefina, la Gorda, Rosa, Benigno, Néstor, Pablito y Eligio. Cada uno de ellos era una réplica incipiente de los miembros del grupo de don Juan.

XII. LOS NO-HACERES DE SILVIO MANUEL

Don Juan y sus guerreros hicieron una pausa a fin de dar campo a que la mujer nagual y yo pudiéramos cumplir con la regla: esto es, mantener, engrandecer y conducir a los ocho guerreros a la libertad. Todo parecía perfecto, y sin embargo, algo estaba mal. Las primeras cuatro guerreras que don Juan había encontrado eran ensoñadoras, cuando debían haber sido acechadoras. Don Juan no sabía cómo explicar esta anomalía. Sólo podía concluir que el poder había puesto a esas mujeres en su camino de tal manera que fue imposible rehusarlas.

Había otra patente irregularidad que era aún más sorprendente para don Juan y su grupo; tres de las mujeres y los tres guerreros no podían entrar en un estado de conciencia acrecentada, a pesar de los esfuerzos titánicos de don Juan. Estaban como atontados, vacilantes, al parecer no podían romper el sello, la membrana que separa los dos lados. Los apodaban los borrachos, porque se tambaleaban por doquier sin coordinación muscular. Eligio y la Gorda eran los únicos que disponían de un grado extraordinario de conciencia, especialmente Eligio, quien se hallaba a la par de la misma gente de don Juan.

Las tres muchachas formaron una unidad inquebrantable. Lo mismo hicieron los tres hombres. Grupos de tres, cuando la regla prescribe de cuatro, era algo nefasto. El número tres es símbolo de dinamismo, cambio, movimiento, y sobre todo, símbolo de revitalización.

La regla ya no servía como mapa. Y sin embargo, era inconcebible la posibilidad de un error. Don Juan y sus guerreros arguyeron que el poder no comete errores. Examinaron el asunto como ensoñadores y videntes. Se preguntaron si quizá no se habrían apresurado en exceso, y simplemente no habían visto que las tres mujeres y los tres hombres eran ineptos.

Don Juan me confió que para él había dos cuestiones pertinentes. Una era el problema pragmático de nuestra presencia entre ellos. La otra era la cuestión de la validez de la regla. Su benefactor los había guiado a la certeza de que la regla abarcaba todo lo que concernía a un guerrero. No los había preparado para la eventualidad de que la regla pudiera resultar inaplicable.

La Gorda decía que las mujeres del grupo de don Juan nunca tuvieron problemas con nosotros; eran sólo los hombres los que no sabían qué hacer. Los hombres hallaban incomprensible e inaceptable que la regla fuera incongruente en nuestro caso. Las mujeres, sin embargo, tenían confianza en que tarde o temprano se aclararía la razón de nuestra presencia entre ellos. Yo mismo había observado cómo las mujeres se mantenían alejadas de la turbulencia emocional al parecer completamente ajenas al resultado. Parecían saber, sin ninguna duda, que nuestro caso se hallaba incluido de alguna manera en la regla. Después de todo, definitivamente yo les había ayudado al aceptar mi papel. Gracias a la mujer nagual y a mí, don Juan y su grupo habían completado su ciclo y casi se hallaban libres.

Finalmente la respuesta les llegó a través de Silvio Manuel. Él vio que las tres hermanitas y los tres Genaros no eran ineptos; más bien se trataba de, que yo no era el nagual adecuado para ellos. Yo no podía guiarlos porque tenía una configuración insospechada que no encajaba con el patrón establecido por la regla, una configuración que a don Juan, como vidente, le había pasado desapercibida. Mi cuerpo luminoso daba la apariencia de tener cuatro compartimientos cuando en realidad sólo había tres. Había otra regla. para lo que llamaban "el nagual de tres puntas". Yo pertenecía a esa regla. Silvio Manuel dijo que yo era como un pájaro incubado por el calor y el cuidado de pájaros de otras especies. Todos ellos aún se hallaban obligados a ayudarme, así como yo mismo estaba obligado a hacer todo por ellos, pero aun así, yo no pertenecía a su grupo.

Don Juan asumió toda responsabilidad, puesto que él me había encontrado, sin embargo mi presencia en el grupo obligó a que todos dieran de sí hasta el máximo, buscando dos cosas: una explicación de qué era lo que yo hacía entre ellos, y la solución del problema de qué hacer conmigo.

Con gran rapidez, Silvio Manuel encontró los medios por los cuales se podían deshacer de mi. Tomó la dirección del proyecto, pero como no tenía ni la energía ni la paciencia para tratar conmigo, comisionó a don Juan para que hiciera lo necesario en calidad de suplente suyo. La meta de Silvio Manuel consistía en prepararme para el momento en que un mensajero me trajese la regla pertinente al nagual de tres puntas.

Dijo que no le correspondía a él personalmente revelar esa porción de la regla. Yo debía, como todos los demás, esperar a que llegara el momento adecuado.

Aún había otro serio problema que añadía más confusión. Tenía que ver con la Gorda, y, a la larga, conmigo. La Gorda había sido aceptada en mi grupo como mujer del Sur. Don Juan y el resto de sus videntes lo habían confirmado. Parecía hallarse en la misma categoría de Cecilia, Deba, Marta y Teresa. Las similitudes eran innegables. Pero luego la Gorda perdió el peso superfluo y adelgazó hasta la mitad de su tamaño anterior. El cambio fue tan radical y profundo que se convirtió en otra persona.

Pasó desapercibida durante mucho tiempo, simplemente porque los demás guerreros se hallaban tan preocupados con mis dificultades que no le prestaron atención. Después, cuando ocurrió su drástico cambio, todos tuvieron que concentrarse en ella, y vieron que no era una mujer del Sur. Lo abultado de su cuerpo los había hecho verla inadecuadamente. Entonces recordaron que desde el momento en que llegó; la Gorda en realidad no podía llevarse bien con Cecilia, Delia y las otras mujeres del Sur. Por otra parte, se hallaba fascinada con Nélida y Florinda, porque en realidad siempre había sido como ellas. Lo cual significaba que había dos ensoñadoras del Norte en mi grupo: la Gorda y Rosa, una estridente discrepancia con la regla.

Don Juan y sus guerreros experimentaron una tremenda confusión. Interpretaron todo lo que les ocurría como un augurio, una indicación de que las cosas habían tomado un curso imprevisible. Puesto que no podían aceptar la idea de que un error humano supeditara a la regla, asumieron que un designio superior los había hecho errar por razones difíciles de discernir, pero que no por eso dejaban de ser reales.

Estudiaron el asunto de cómo remediar todo esto, pero antes de que alguno de ellos llegara a una respuesta, una verdadera mujer del Sur, doña Soledad, entró en escena con tal fuerza, que les fue imposible rechazarla. De acuerdo con la regla, ella era acechadora.

Su presencia nos distrajo. Durante un tiempo pareció como si ella fuera a empujarnos hacia otro nivel. Creó un movimiento vigoroso. Florinda, la tomó bajo su mando para instruirla en el arte de acechar. Pero todo el beneficio que ella trajo consigo no fue suficiente para remediar una extraña pérdida de energía que yo experimentaba, una languidez que parecía aumentar día a día.

Finalmente, Silvio Manuel dijo que en su ensoñar había recibido un plan maestro. Estaba rebosante de alegría y se apresuró a discutir los detalles con don Juan y con los demás guerreros: La mujer nagual fue invitada a las discusiones, pero yo no. Esto me hizo sospechar que no querían que yo me enterara de lo que Silvio Manuel había descubierto acerca de mí.

Les hablé a cada uno de ellos de mis sospechas. Todos lo negaron y se rieron de mí, salvo la mujer nagual, quien me dijo que yo estaba en lo cierto. El ensueño de Silvio Manuel le había revelado la nefasta razón de mi presencia entre ellos. Yo tenía, sin embargo, la obligación de aceptar mi destino, que consistía en no saber la naturaleza de mi tarea hasta el momento en que me hallara listo para saberlo.

Habló con tanta seriedad que no tuve más recurso que aceptar sin preguntas todo lo que me decía. Creo que si don Juan o Silvio Manuel me hubieran dicho lo mismo, yo no me habría rendido tan fácilmente. La mujer nagual también me dijo que ella había persistido en que don Juan y los demás me informaran el propósito general de sus acciones, aunque sólo fuera para evitar fricciones y rebeldías innecesarias.

Me dijeron que lo que Silvio Manuel se proponía hacer era prepararme para mi tarea llevándome directamente a la segunda atención. Para ello planeaba llevar a cabo maniobras que galvanizarían mi conciencia.

En presencia de todos los demás me dijo que estaba tomándome a su cargo, y por tanto me llevaría a la zona de su poder.

Nos explicó que en sus ensueños se le habían presentado una serie de no-haceres diseñados para un equipo compuesto por la Gorda y por mí como actores, y por la mujer nagual como vigilante.

Silvio Manuel sólo tenía palabras de admiración cuando se refería a la mujer nagual. Decía que ella era de una clase exclusiva, y que podía desempeñarse de igual a igual con él o con cualquier otro de los guerreros del grupo. No tenía experiencia pero podía manear su atención como quiera que lo necesitara. Silvio Manuel me confesó que, para él, la destreza de la mujer nagual era un misterio tan grande como lo era mi presencia entre ellos, y que la fuerza de la mujer nagual era tan intensa que yo era un principiante junto a ella. A tal extremo que le pidió a la Gorda que me auxiliara en especial, para que yo pudiese resistir el contacto de la mujer nagual.

Para nuestro primer no-hacer, Silvio Manuel construyó una enorme caja de madera donde cabíamos la Gorda y yo, si nos sentábamos espalda contra espalda con las rodillas hacia arriba. La caja tenía una tapa de enrejado para permitir la ventilación. La Gorda y yo teníamos que entrar en ella y sentarnos en total oscuridad y silencio, sin quedarnos dormidos. Silvio Manuel empezó dejándonos entrar en la caja por breves periodos; después los aumentó, conforme nos acostumbrábamos al procedimiento, hasta que pudimos pasar la noche entera dentro de ella sin movernos ni dormitar.

La mujer nagual se quedaba con nosotros para asegurarse de que no cambiásemos de niveles de conciencia a causa de la fatiga. Silvio Manuel decía que la tendencia natural, bajo condiciones de esfuerzo y tensión desacostumbrados, es cambiar del estado de conciencia acrecentada al normal, y viceversa.

El efecto general de este no-hacer, cada vez que lo llevábamos a cabo, era una sensación inigualable de tranquilidad, de descanso, lo cual era un completo enigma para mí, ya que jamás nos quedamos dormidos durante esas vigilias de toda la noche. Atribuí esa sensación de tranquilidad al hecho de que nos hallábamos en un estado de conciencia acrecentada, pero Silvio Manuel dijo que una cosa nada tenía que ver con la otra, y que la sensación de descanso se debía a que nos sentábamos con las rodillas arriba.

En el segundo no-hacer, Silvio Manuel nos hacía tender en el suelo en nuestro lado izquierdo, como perros hechos ovillo, casi en una posición fetal, con las frentes sobre los brazos doblados. Silvio Manuel insistió en que conserváramos los ojos cerrados lo más que pudiéramos, abriéndolos tan sólo cuando nos indicaba que cambiáramos de posición y que nos tendiéramos en el lado derecho. Nos explicó que el propósito de este no-hacer era separar a nuestro, sentido del oído del de la vista. Como antes, Silvio Manuel gradualmente incrementó la duración de las sesiones hasta que pudimos pasar toda la noche en una vigilia auditiva. Silvio Manuel nos dijo que estábamos para entonces listos para entrar a otra área de actividad. Nos explicó que en los dos primeros no-haceres habíamos roto cierta barrera perceptual mientras estábamos pegados al suelo. A manera de analogía, comparaba a los seres humanos con árboles. Somos árboles móviles. De alguna manera nos hallamos arraigados a la tierra; nuestras raíces son transportables, pero eso no nos libera del suelo. Dijo que para establecer el equilibrio teníamos que llevar a cabo el tercer no-hacer suspendidos en el aire. Si lográbamos canalizar nuestro intento mientras permanecíamos colgados de un árbol dentro de un arnés de cuero, podríamos hacer un triángulo con nuestro intento; la base de este triángulo se hallaba en el suelo y el vértice en el aire. Silvio Manuel creía que con los dos primeros no-haceres habíamos almacenado nuestra atención a tal punto, que podríamos ejecutar el tercero perfectamente desde el comienzo.

Una noche, Silvio Manuel nos puso a la Gorda y a mí en dos arneses separados que eran como sillas de correas; nos sentamos en ellos y él nos suspendió con una polea hasta la rama más alta y gruesa de un árbol muy grande. Quería que prestáramos atención a la conciencia del árbol, que, según él, nos daría señales, ya que éramos sus huéspedes. Hizo que la mujer nagual se quedara en el suelo y nos llamara en voz alta, una y otra vez, durante toda la noche.

Mientras nos hallábamos suspendidos del árbol, en las innumerables veces en que llevamos a cabo este no-hacer, experimentábamos un glorioso diluvio de sensaciones físicas, como tibias cargas de impulsos eléctricos. Durante los tres primeros de los cuatro intentos que realizamos, era como si el árbol protestara por nuestra intrusión; después de eso, los impulsos se convirtieron en señales de paz y equilibrio. Silvio Manuel nos dijo que la conciencia de un árbol atrae su alimento de las profundidades de la tierra, en tanto que la conciencia de las criaturas móviles la atrae de la superficie. No hay sensación de contienda o rivalidad en un árbol, mientras que en los seres móviles esa sensación los llena por completo.

Silvio Manuel planteaba que la percepción sufre una profunda sacudida cuando nos colocamos en estados de quietud en la oscuridad. Nuestros oídos toman entonces la delantera y pueden percibirse las señales de todas las entidades vivientes y existentes en torno a nosotros: no sólo con los oídos, sino con una combinación de los sentidos auditivo y visual, en ese orden. Decía que en la oscuridad, especialmente mientras uno se halla suspendido, los ojos se vuelven subsidiarios de los oídos.

La Gorda y yo descubrimos que Silvio Manuel tenía absoluta razón. A través del tercer no-hacer, Silvio Manuel dio una nueva dimensión a nuestra percepción del mundo que nos rodea.

Después nos dijo a la Gorda y a mi que el siguiente grupo de tres no-haceres sería intrínsecamente distinto y más complejo. Éstos tenían que ver con el aprendizaje de cómo manipular el otro mundo. Era obligatorio incrementar su efecto cambiando la hora de acción al crepúsculo matutino o vespertino. Nos dijo que el primer no-hacer del segundo grupo tenía dos fases. En la primera debíamos llegar al más profundo estado de conciencia acrecentada a fin de percibir la pared de niebla. Una vez que esto se lograba, la segunda fase consistía en hacer que la pared dejara de girar para así poder uno aventurarse en el mundo que se hallaba entre las líneas paralelas.

Nos advirtió que su meta era colocarnos directamente en la segunda atención, sin ninguna preparación intelectual. Quería que aprendiéramos lo sutil y compleja que es, sin comprender racionalmente lo que estábamos haciendo. Su tema era que un venado mágico o un coyote mágico maneja la segunda atención sin intelecto. A través de la práctica forzada de viajar al otro lado de la pared de niebla íbamos a sufrir, tarde o temprano, una alteración permanente de nuestro ser total, y esa alteración nos haría aceptar que el mundo que se halla entre las líneas paralelas es real, porque forma parte de la totalidad del mundo, así como nuestro cuerpo luminoso es parte de la totalidad de nuestro ser.

Silvio Manuel también dijo que nos usaba a la Gorda y a mí para explorar la posibilidad de que algún día pudiéramos ayudar a los otros aprendices introduciéndolos en el otro mundo, en cuyo caso ellos acompañarían al nagual Juan Matus y a su grupo en el viaje definitivo. Razonaba que puesto que la mujer nagual debía abandonar este mundo con el nagual Juan Matus y sus guerreros, los aprendices tenían que seguirla porque ella era su única guía en ausencia de un hombre nagual. Nos aseguró que la mujer nagual confiaba en nosotros, y que por esa razón supervisaba nuestro trabajo.

Silvio Manuel hizo que la Gorda y yo tomáramos asiento en el suelo del área trasera de su casa, donde habíamos llevado a cabo los otros no-haceres. No necesitamos la ayuda de don Juan para entrar en nuestro más profundo estado de conciencia acrecentada Casi en el acto vi la pared de niebla. La Gorda la vio también, pero, por más que tratábamos, no podíamos detener la rotación de ésta. Cada vez que movía mi cabeza, la pared se desplazaba con ella.

La mujer nagual pudo detenerla y atravesarla sin ayuda de nadie, pero por más esfuerzos que hizo no logró transportarnos a nosotros dos con ella. Por último, don Juan y Silvio Manuel tuvieron que detener la pared y empujarnos físicamente a través de ella. La sensación que tuve al entrar en esa pared de niebla fue que a mi cuerpo lo torcían como las trenzas de una cuerda.

En el otro lado se hallaba el horrible valle desolado, con pequeñas dunas redondas de arena. Había unas nubes amarillas muy bajas en torno a nosotros, pero ningún cielo, ningún horizonte; bancos de pálido vapor amarillo impedían la visibilidad. Caminar era muy difícil. La presión parecía mucho mayor que aquella a la que mi cuerpo está acostumbrado. La Gorda y yo caminamos sin rumbo, pero la mujer nagual parecía saber hacia dónde se dirigía. Mientras más lejos nos íbamos de la pared, más oscuro era todo y más difícil resultaba avanzar. La Gorda y yo no pudimos ya seguir caminando erectos. Tuvimos que gatear. Perdí mi fuerza, y a la Gorda le pasó lo mismo; la mujer nagual tuvo que arrastrarnos para que pudiéramos regresar a la pared y salir de ella.

Repetimos ese viaje incontables veces. Las primeras veces don Juan y Silvio Manuel nos auxiliaban a detener la pared de niebla, pero después la Gorda y yo nos volvimos tan expertos como la mujer nagual. Aprendimos a detener la rotación de la pared. Esto ocurrió de una forma muy natural. En mi caso, en una ocasión advertí que mi intento era la clave: un aspecto especial de mi intento, porque no se trataba de mi voluntad tal como la conozco. Era un deseo intenso que se concentraba en la parte media de mi cuerpo. Se trataba de una nerviosidad peculiar que me hacía estremecerme y que después se convertía en una fuerza que en realidad no detenía a la pared, pero que hacía que cierta parte de mi cuerpo involuntariamente se volviera noventa grados a la derecha. El resultado era que por un instante tenía dos puntos de vista. Miraba al mundo dividido en dos por la pared de niebla y al mismo tiempo contemplaba directamente un banco de vapor amarillento. Esta última visión ganaba predominancia y algo me jalaba hacia la niebla y más allá de ella.

Otra cosa que aprendimos fue a considerar ese lugar como algo real; nuestros viajes se transformaron para nosotros en algo tan concreto como una excursión a las montañas, o un viaje por mar en un bote de vela. El valle desierto con promontorios que semejaban dunas de arena, para nosotros era tan real como cualquier parte del mundo.

La Gorda y yo teníamos la sensación de que los tres pasábamos una eternidad en ese mundo que se halla entre las líneas paralelas, y sin embargo, no podíamos recordar qué era lo que realmente acontecía allí. Sólo podíamos recordar lo aterradores que eran los momentos cuando teníamos que salir de ese mundo para retornar al de la vida de todos los días. Siempre eran momentos de tremenda angustia e inseguridad.

Don Juan y todos sus guerreros siguieron nuestros empeños con gran curiosidad; solamente Eligio siempre se hallaba extrañamente ausente de todas nuestras actividades. Aunque era un guerrero insuperable, que sólo se podía comparar con los guerreros del grupo de don Juan, nunca tomó parte en nuestras luchas, ni nos auxilió de ninguna manera.

La Gorda decía que Eligio había logrado adherirse a Emilito y, así, directamente al nagual Juan Matus. Nunca fue parte de nuestro problema porque él podía trasladarse a la segunda atención en un abrir y cerrar de ojos. Para él, viajar a los confines de la segunda atención era tan fácil como sacudir los dedos.

La Gorda me hizo recordar el día en que los insólitos talentos de Eligio le permitieron descubrir que yo no era el hombre indicado para ellos, mucho antes de que cualquier otro tuviera la menor sospecha de la verdad.

Me hallaba sentado bajo una ramada atrás de la casa de Vicente cuando Emilito. y Eligio repentinamente aparecieron. Todos estaban acostumbrados a que Emilito se ausentara durante largos periodos de tiempo; cuando volvía a aparecer, todos daban, por cierto que había vuelto de un viaje. Nadie le formulaba preguntas. Él hacía una relación de sus descubrimientos primero a don Juan y después a todo aquel que quisiera escucharlo.

En ese día era como si Emilito y Eligio simplemente hubieran entrado en la casa por la puerta trasera. Emilito se hallaba tan efervescente como siempre. Eligio, en su acostumbrada condición silenciosa y sombría. Yo siempre pensé, cuando los dos se encontraban juntos, que la exquisita personalidad de Emilito abrumaba a Eligio y lo hacía aún más taciturno.

Emilito entró a la casa a buscar a don Juan y Eligio me abrazó sonriente. Fue a mi lado, puso su brazo sobre mis hombros y colocó su boca junto a mi oído para susurrarme que había roto el sello de las líneas paralelas y había entrado en algo que Emilito llamaba la gloria.

Eligio continuó explicándome ciertas cosas acerca de la gloria, que yo no pude comprender. Era como si mi mente sólo se pudiera concentrar en la periferia de ese evento. Después de explicármelo, Eligio me tomó de la mano y me hizo ponerme en pie a la mitad del patio, mirando al cielo con mi barbilla levemente alzada. Se hallaba a mi derecha, de pie junto a mí en la. mima posición. Me dijo que aflojara todos los músculos y que me dejara caer atrás, jalado por la pesadez de la tapa de mi cabeza. Algo me atrapó por detrás y me jaló hacia abajo. Había un abismo y me caí dentro de él. Súbitamente me hallaba en el valle desolado con promontorios que semejaban dunas.

Eligio me urgió a seguirlo. Me dijo que el borde de la gloria se hallaba al otro lado de las colinas. Caminé con él hasta que ya no pude moverme más. El corría delante de mí sin ningún esfuerzo, como si estuviera hecho de aire. Se detuvo en la cumbre de un gran promontorio y señaló más allá. Corrió hacia mí y me suplicó que me arrastrara hasta la cima de esa colina, que era, según dijo, el borde de la gloria. La colina se hallaba quizás a sólo treinta metros de mí, pero ya no pude moverme un centímetro más.

Trató de arrastrarme, no pudo hacerlo. Mi peso parecía haber aumentado cien veces. Finalmente, Eligio tuvo que traer a don Juan y su grupo. Cecilia me alzó en sus hombros y me llevó de regreso.

La Gorda añadió que Emilito había mandado a Eligio que hiciera todo eso. Emilito procedía de acuerdo con la regla. Mi propio había viajado a la gloria. Le era obligatorio mostrármela.

Pude recordar el anhelo en el rostro de Eligio y el fervor con el que me urgía a hacer un último esfuerzo para que presenciara la gloria. También pude recordar su tristeza y desilusión cuando fracasé. Nunca volvió a hablarme.

La Gorda y yo nos hallábamos tan inmersos en nuestros viajes al otro lado de la pared de niebla, que habíamos olvidado que era tiempo de emprender el siguiente no-hacer de la serie. Silvio Manuel nos dijo que éste podría ser devastador, y que consistía en cruzar las líneas paralelas con las tres hermanitas y los tres Genaros, directamente hacia la entrada del mundo de la conciencia total. No incluyó a doña Soledad porque sus no-haceres eran sólo para ensoñadores y ella era acechadora.

Silvio Manuel agregó que su interés era que nosotros nos fuéramos acostumbrando a la tercera atención, colocándonos al pie del Águila una y otra vez. Nos preparó para esa sacudida; nos explicó que los viajes de un guerrero hacia las desoladas dunas de arena, es un paso preparatorio para el verdadero cruce de linderos. Aventurarse tras la pared de niebla cuando uno se halla en un estado de conciencia acrecentada o cuando se está ensoñando, emplea solamente una pequeña porción de nuestra conciencia total, en tanto que cruzar corporalmente al otro mundo emplea la totalidad de nuestro ser.

Silvio Manuel había concebido la idea de usar el puente como símbolo del verdadero cruce. Razonó que el puente era adyacente a un sitio de poder; y los sitios de poder son grietas, pasajes hacia el otro mundo. Creía que era posible que la Gor da y yo hubiéramos adquirido la fuerza suficiente para resistir un vislumbre del Águila.

Anunció que era mi deber personal acorralar a las tres mujeres y a los tres hombres, y ayudarlos a entrar al nivel más profundo de conciencia acrecentada. Era lo menos que yo podía hacer por ellos, puesto que quizás yo había sido el instrumento que destruiría sus posibilidades de libertad.

Movió nuestro periodo de acción a la hora justa antes del alba. Obedientemente traté de hacerlos desplazar su conciencia, como don Juan había hecho conmigo. Puesto que yo no tenía la menor idea de cómo manejar sus cuerpos o de qué hacer con ellos, acabé golpeándolos en la espalda. Después de varios truculentos intentos de mi parte, don Juan intervino finalmente. Los alistó lo mejor que pudo y me los pasó a que los empujara como una manada de ganado en el puente. Mi tarea consistía en llevarlos, uno a uno, al otro lado del puente. El sitio de poder se hallaba en el lado sur, lo cual era un augurio muy favorable. Silvio Manuel planeó cruzar él primero, esperarme a que se los llevara y después conducirnos como grupo hacia lo desconocido.

Silvio Manuel cruzó el puente, seguido por Eligio, quien ni siquiera me miró. Junté a los seis aprendices en un grupo compacto en el lado norte del puente. Todos estaban aterrorizados; se desprendieron de mí y empezaron a correr en distintas direcciones. Atrapé a las tres mujeres una a una y logré entregárselas a Silvio Manuel. Él las detuvo a la entrada de la hendidura entre los mundos. Los tres hombres fueron demasiado rápidos para mí. Estaba muy cansado para perseguirlos.

Miré a don Juan, al otro lado del puente, en busca de guía.

Él y el resto de sus guerreros y la mujer nagual formaban un grupo compacto y me instaban con gestos a que corriera tras las mujeres y los hombres, riendo de mis torpes intentos. Don Juan hizo un gesto con la cabeza para indicarme que no hiciera caso de los tres hombres y cruzara con la Gorda hacia Silvio Manuel.

Cruzamos. Silvio Manuel y Eligio parecían sostener los lados de una grieta vertical del tamaño de un hombre. Las mujeres corrieron y se ocultaron tras la Gorda. Silvio Manuel nos urgió a todos a que entráramos por la apertura. Lo obedecí. Las mujeres, no. Más allá de la entrada no había nada. Y sin embargo, ésta se hallaba repleta hasta los bordes de algo que no era nada. Mis ojos estaban abiertos, todos mis sentidos se hallaban alertas. Me esforcé tratando de ver en frente de mí. Pero no había nada frente a mí. O, si había algo allí, yo no podía comprender lo que era. Mis sentidos no estaban divididos en los compartimientos que les dan significado. Todo me llegó de golpe, o más bien la nada llegó a mí. Sentí que mi cuerpo era despedazado. Una fuerza desde mi interior empujaba hacia afuera. Yo me hallaba explotando, y no de una manera figurada. De súbito sentí que una mano humana me sacaba de allí antes de ser desintegrado.

La mujer nagual había cruzado para salvarme. Eligio no había podido moverse porque estaba sosteniendo la apertura, y Silvio Manuel tenía sujetas a las cuatro mujeres del cabello, dos en cada mano, listo para echarlas dentro.

Supongo que todo el evento debió de transcurrir cuando menos en un cuarto de hora, pero en ese momento nunca se me ocurrió preocuparme por la gente que pudiera estar cerca del puente. De alguna manera, el tiempo parecía haberse suspendido, de la misma forma como pareció suspenderse cuando regresamos al puente en nuestro viaje a la Ciudad de México.

Silvio Manuel dijo que aunque el atentado de cruzar pareció ser un fracaso, fue un éxito absoluto. Las cuatro mueres si vieron la apertura y, a través de ella, el otro mundo; y lo que yo experimenté allí fue una verdadera sensación de la muerte.

– No hay nada primoroso o pacífico en la muerte -dijo-. Porque el verdadero terror comienza al morir, Con esa incalculable fuerza que sentiste allí, el Águila te exprimirá todos y cada uno de los aleteos de conciencia que has llegado a tener. Después, Silvio Manuel nos preparó a la Gorda y a mí para otro intento. Nos explicó que los sitios de poder en realidad eran agujeros en una especie de palo que evita que el mundo pierda su forma. Un sitio de poder es utilizado cuando uno ha congregado suficiente fuerza en la segunda atención. Nos dijo que la clave para resistir la presencia del Águila era la potencia del intento de uno. Sin intento no había nada. Me dijo que yo debía entender, puesto que yo era el único que había puesto el pie en el otro mundo, que lo que casi me había matado era mi incapacidad para cambiar mi intento. Sin embargo, él estaba confiado en que con una práctica forzada, todos nosotros llegaríamos a alargar nuestro intento. Pero no podía explicar lo que era el intento. Bromeó diciendo que sólo el nagual Juan Matus podría explicarlo…, pero no andaba por allí.

Por desgracia, el siguiente cruce no tuvo lugar, pues yo agoté mi energía. Fue una rápida y devastadora pérdida de vitalidad. De repente me encontré tan débil que me desmayé en casa de Silvio Manuel.

Le pregunté a la Gorda si acaso ella sabía lo que ocurrió después. Yo no tenía ni idea. La Gorda dijo que Silvio Manuel le dijo a todos que el Águila me había echado del grupo, y que finalmente me hallaba listo para que ellos me prepararan a llevar a cabo los designios de mi destino. Su plan era llevarme al mundo que se halla entre las líneas paralelas mientras yo estuviera sin sentido, y dejar que ese mundo me extrajera toda la energía restante e inútil de mi cuerpo. Su idea era correcta a juicio de todos sus compañeros ya que la regla indica que sólo se puede entrar allí consciente de uno mismo. Entrar sin conciencia trae la muerte, puesto que sin ella la fuerza se agota a causa de la presión física de ese mundo.

La Gorda añadió que a ella no la llevaron conmigo. Pero el nagual Juan Matus le había contado que al momento que me hallé vacío de energía vital, prácticamente muerto, todos ellos se turnaron a soplar nueva energía a mi cuerpo. En ese mundo, cualquiera que tiene fuerza puede dársela a los otros soplándosela. Siguiendo la regla me dieron su aliento en todos los lugares donde hay un punto de almacenamiento. Silvio Manuel sopló primero, después la mujer nagual. El resto de mí fue compuesto por todos los miembros del grupo del nagual Juan Matus.

Después de que todos me soplaron su energía, la mujer nagual me sacó de la niebla en casa de Silvio Manuel. Me tendió en el suelo con la cabeza hacia el Sur. La Gorda me dijo que yo parecía estar muerto. Ella y los Genaros y las tres hermanitas estaban allí. La mujer nagual les explicó que yo estaba enfermo, pero que algún día regresaría para ayudarles a encontrar la libertad, porque yo mismo no podría ser libre hasta que ellos lo hicieran. Silvio Manuel luego me dio su aliento y me hizo resucitar. Por esa razón las hermanitas y ella recordaban que él era mi amo. Silvio Manuel me llevó a mi cama y me dejó dormido, como si nada hubiera pasado. Después de que desperté me fui y no regresé. Y luego la Gorda olvidó todo porque ya nadie la volvió a empujar al lado izquierdo. Se fue a vivir al pueblo donde más tarde la encontré con los demás. El nagual Juan Matus y Genaro establecieron dos casas diferentes. Genaro se encargó de los hombres, el nagual Juan Matus cuidó a las mujeres.

Todo lo que yo recordaba era el haberme sentido deprimido y débil. Luego, perdí el conocimiento y, cuando desperté, me hallaba en perfecto control de mí mismo, efervescente, lleno de una energía extraordinaria y desacostumbrada. Mi bienestar se acabó en el momento que don Juan me dijo que tenía que dejar a la mujer nagual y a la Gorda y buscar yo solo el perfeccionamiento de mi atención, hasta el día en que pudiera regresar a ayudar a todos los aprendices. También me dijo que ni me impacientara ni me desalentara, pues el portador o la portadora de la regla se me haría presente a su debido tiempo para así revelarme mi verdadera misión.

Después ya no fui a ver a don Juan durante un largo tiempo. Cuando volví, él continuó haciéndome cambiar de la conciencia del lado derecho a la del izquierdo con dos fines: primero, para que yo pudiera continuar mi relación con sus guerreros y con la mujer nagual; y, segundo, para que él pudiera ponerme bajo el directo tutelaje de Zuleica.

Me dijo que de acuerdo con el plan maestro de Silvio Manuel, había dos tipos de instrucción para mí, uno para el lado derecho, el otro para el izquierdo. La instrucción del lado derecho pertenecía al estado de conciencia normal y su fin era conducirme a la convicción racional de que hay otro tipo de conciencia oculta en los seres humanos. Don Juan se hallaba a cargo de esta instrucción. La del lado izquierdo había sido asignada a Zuleica, estaba relacionada con el estado de conciencia acrecentada y tenía que ver exclusivamente con el manejo de la segunda atención a través del ensueño. De esa manera, cada vez que iba a México pasaba la mitad del tiempo con Zuleica, y la otra mitad con don Juan.

XIII. LA COMPLEJIDAD DEL ENSUEÑO

Don Juan, al comenzar la tarea de introducirme en la segunda atención, dijo que ya tenía bastante experiencia en entrar en ella. Silvio Manuel me había llevado justo hasta la entrada. La falla había residido en que no se me dieron los raciocinios apropiados. A los guerreros se les debe dar serias razones antes de que puedan aventurarse sin peligros en lo desconocido. Las guerreras no están sujetas a esto y pueden entrar en ello sin ningún titubeo, siempre y cuando tengan confianza total en quien las guía.

Me dijo que yo tenía que empezar primero por aprender la complejidad del ensueño. Me puso entonces bajo la supervisión de Zuleica. Me exhortó a que fuera impecable y practicara con meticulosidad todo lo que hubiera aprendido, y, sobre todo, me pidió que fuese cuidadoso y deliberado en mis acciones para que no agotara en vano mi fuerza viviente. Dijo que el prerrequisito de entrada a cualquiera de las tres fases de la atención es poseer fuerza viviente, porque sin ella los guerreros no pueden tener dirección ni propósito. Me explicó que al morir, nuestra conciencia también entra en la tercera atención, pero sólo por un instante, como una acción catártica, justo antes de que el Águila la devore.

La Gorda decía que el nagual Juan Matus hizo que cada uno de los aprendices aprendiera a ensoñar. Ella creía que a todos ellos se les había dado esta tarea al mismo tiempo que a mí. La instrucción que se les dio fue dividida también en derecha e izquierda. Dijo que el nagual y Genaro les proporcionaron instrucción del lado derecho, para el estado de conciencia normal. Cuando juzgaron que los aprendices estaban listos, el nagual los hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada y los dejó con sus respectivas contrapartes. Vicente le enseñó a Néstor, Silvio Manuel fue el maestro de Benigno, Genaro instruyó a Pablito, Lidia tuvo como maestra a Hermelinda, y Rosa, a Nélida. La Gorda agregó que Josefina y ella fueron puestas al cuidado de Zuleica para que juntas aprendieran los aspectos más delicados del ensoñar y así pudieran llegar a ayudarme algún día.

Además, la Gorda dedujo por su propia cuenta que los tres Genaros también fueron llevados con Florinda para aprender el acecho. La prueba de esto era su drástico cambio de conducta. La Gorda me dijo que ella sabía, aun desde antes de recordar nada, que alguien le enseñó los principios de acechar, pero de una manera muy superficial; no se le hizo practicar, mientras que a los hombres se les dieron conocimientos prácticos y tareas. El cambio de conducta de ellos era la prueba. Se volvieron más alegres y joviales. Disfrutaban sus vidas, en tanto que ella y las demás mujeres, a causa de su ensoñar, se volvieron cada vez más sombrías y malhumoradas.

La Gorda creía que los Genaros no pudieron recordar su instrucción, cuando yo les pedí que me revelaran sus conocimientos del arte de acechar, porque lo practicaban sin saber que lo estaban haciendo. Sin embargo, su destreza salía a la luz en sus tratos con la gente. Eran artistas consumados en torcer la voluntad de quien fuera y de salirse siempre con la suya. A través de las prácticas de acechar, los Genaros hasta habían aprendido el desatino controlado. Por ejemplo, se comportaban como si Soledad fuera la madre de Pablito. Para cualquier observador, parecería que eran madre e hijo incitándose a pelear el uno contra el otro, cuando en realidad los dos estaban representando un papel. Convencían a cualquiera. En ocasiones Pablito daba tales representaciones que hasta se convencía a si mismo.

La Gorda me confió que todos ellos se hallaban más que asombrados ante mi conducta. No sabían si yo estaba loco o si era un maestro del desatino controlado. Yo daba todas las indicaciones externas de tomar en serio sus dramatizaciones. Soledad les dijo que no se engañaran, porque en verdad yo estaba loco. Parecía estar en control, pero me hallaba tan completamente aberrado que no podía comportarme como nagual. Ella encomendó a cada una de las mujeres que me propinara un golpe mortal. Les dijo que yo mismo lo había pedido en un momento en que me hallaba en control de mis facultades.

La Gorda me contó que le costó varios años, bajo la guía de Zuleica, para aprender a ensoñar. Cuando el nagual Juan Matus juzgó que ella era ya una experta, finalmente la llevó con su verdadera contraparte, Nélida. Fue Nélida quien le enseñó cómo comportarse en el mundo. La preparó no sólo para que supiera cómo vestirse bien, sino también para que tuviera donaire.

De esa manera, cuando se puso su ropa nueva en Oaxaca y me dejó azorado con su encanto y elegancia, ya tenía experiencia en esa transformación.

En mi caso, Zuleica fue muy efectiva como guía hacia la segunda atención. Insistió en que nuestra tarea tuviera lugar solamente en la noche, y en la oscuridad absoluta. Para mí, Zuleica sólo era una voz en las tinieblas, una voz que iniciaba todos los contactos que tuvimos, diciéndome que concentrara mi atención en sus palabras y nada más. Su voz era la voz femenina que la Gorda creía haber oído en ensueños.

Zuleica me dijo que si se va a ensoñar dentro de la casa, lo mejor es hacerlo en la oscuridad total, estando uno acostado o sentado en una cama estrecha, o, mejor aún, sentado dentro de una cuna con forma de ataúd. En el campo abierto, el ensueño debería de hacerse en la protección de una caverna, en las áreas arenosas de manantiales secos, o sentado con la espalda contra una roca en las montañas: jamás en el suelo plano de un valle, ni junto a ríos o lagos o el mar, ya que las zonas planas; al igual que el agua, eran antitéticas a la segunda atención.

Cada una de mis sesiones con ella estuvo empapada de misterio. Me explicó que la manera más segura de acertar un golpe directo en la segunda atención es a través de actos rituales: cantos monótonos e intrincados movimientos repetitivos.

Sus enseñanzas no fueron acerca de los principios del arte de ensoñar, que ya me habían sido revelados por don Juan. Zuleica decía que para tenerla a ella como maestra uno tenía que saber cómo ensoñar, para así dejarla libre a que tratara exclusivamente con las cuestiones esotéricas de la conciencia del lado izquierdo.

Las instrucciones de Zuleica se iniciaron un día en que don Juan me llevó a su casa. Llegamos a mediados de la tarde. El sitio parecía desierto, aunque la puerta de enfrente se abrió cuando nos acercamos a ella. Yo esperaba que Zoila o Marta aparecieran, pero no había nadie en la entrada. Sentí que quien fuera el que abrió la puerta, se alejó con gran rapidez. Don Juan me llevó adentro del patio y me hizo sentar en una caja de madera que tenía un cojín y que había sido convertida en banca. El asiento de la caja era duro y muy incómodo. Desplacé mi mano por debajo del delgadísimo cojín y encontré un puñado de piedras filosas. Don Juan me dijo que mi situación era poco convencional porque yo tenía que aprender las cuestiones más delicadas del ensoñar a toda prisa. Sentarme en una superficie dura era una manera de evitar que mi cuerpo sintiera que se hallaba en una situación normal. Unos cuantos minutos antes de llegar a la casa, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia. Me dijo que la instrucción de Zuleica tenía que ser conducida en un estado de conciencia acrecentada para que yo pudiese tener la rapidez que se requería. Me ordenó que me quedara tranquilo y que confiara implícitamente en Zuleica. Después me mandó que fijara mi atención, con toda la fuerza de que fuera capaz, y que memorizara todos los detalles del patio que se hallaban dentro de mi campo de visión. Insistió en que yo tenía que memorizar cada detalle al igual que la sensación de estar sentado allí. Me repitió sus instrucciones para estar seguro de que yo había entendido. Después se fue.

Rápidamente se hizo oscuro y empecé a enfadarme, sentado allí. No tuve tiempo suficiente para concentrarme en los detalles del patio. De repente escuché un crujido justo a mis espaldas y después la voz de Zuleica me sobresaltó. Con un vigoroso susurro me dijo que me pusiera en pie y la siguiera. Automáticamente la obedecí. No podía ver su rostro, ella sólo era una forma oscura que caminaba dos pasos delante de mí. Me llevó a un rincón del pasillo más oscuro de su casa. Aunque mis ojos estaban habituados a la oscuridad aún no podía ver nada. Tropecé con algo y ella me ordenó que me sentara dentro de una estrecha cuna y que reclinara la parte inferior de mi espalda en un cojín duro.

Después sentí que ella había retrocedido unos cuantos pasos detrás de mí, lo cual me desconcertó por completo, pues pensé que mi espalda se hallaba a unos cuantos centímetros de la pared. Hablando desde allí, me ordenó con voz suave que enfocara mi atención en sus palabras para que éstas me pudieran guiar. Me dijo que mantuviera los ojos abiertos y fijos en un punto que se hallaba frente a mí, a la altura de mis ojos, y que ese punto se transformaría de negrura a un agradable y brillante color rojo-naranja.

Zuleica hablaba muy suavemente, con entonación uniforme. Escuché cada una de sus palabras. La oscuridad que me envolvía parecía haber cortado eficazmente cualquier estímulo externo que me distrajera. Oí las palabras de Zuleica en un vacío, y después advertí que el silencio de ese pasillo era comparable al silencio dentro de mí.

Zuleica me explicó que un ensoñador debe partir desde un punto de color; la luz intensa o las completas tinieblas son inútiles para un ensoñador en su asalto inicial. Colores como el púrpura o verde claro o amarillo profundo son, por otra parte, excelentes puntos de arranque. Zuleica me aseguró que una vez que hubiese logrado yo entrar en el color rojo-naranja, habría congregado mi segunda atención permanentemente, si es que era capaz de estar consciente de las sensaciones físicas que uno experimenta al entrar en ese color.

Necesité varias sesiones con la voz de Zuleica para darme cuenta con mi cuerpo de lo que ella trataba de hacer. La ventaja de estar en un estado de conciencia acrecentada era que yo podía seguir mi transición de un estado de vigilia a un estado de ensueño. Bajo condiciones normales esa transición es borrosa, pero en esas circunstancias especiales de hecho sentí, en el transcurso de una de mis sesiones, cómo mi segunda atención tomaba los controles. El primer paso fue una inusitada dificultad en respirar. No era una dificultad para inhalar o exhalar, ni tampoco me faltaba el aire; más bien, mi respiración cambió de ritmo súbitamente. Mi diafragma empezó a contraerse y forzó a la parte media de mi cuerpo a moverse como un fuelle, con gran celeridad. Respiraba con la parte inferior de mis pulmones y sentí una gran presión en los intestinos. Sin éxito traté de romper los espasmos de mi diafragma. Mientras más trataba, más doloroso se volvía.

Zuleica me ordenó que dejara que mi cuerpo hiciera todo lo que fuese necesario y que no pensara en dirigirlo o controlarlo. Yo quería obedecerla, pero ignoraba cómo. Los espasmos, que deben haber durado de diez a quince minutos, se desvanecieron tan súbitamente como habían aparecido y fueron seguidos por otra sensación extraña y conmocionarte. En un principio la sentí como una picazón de lo más peculiar, un sentimiento físico que no era ni agradable ni desagradable; era algo parecido a un temblor nervioso. Se volvió muy intenso, hasta el punto de forzarme a concentrar mi atención en él a fin de determinar en qué parte de mi cuerpo estaba ocurriendo.

Quedé pasmado al darme cuenta de que no tenía lugar en ninguna parte de mi cuerpo físico, sino fuera de él, y sin embargo aún lo sentía.

No hice caso a la orden de Zuleica de entrar en una mancha de coloración que empezaba a formarse a la altura de mis ojos, y me entregué enteramente a la exploración de esa extraña sensación que ocurría fuera de mí. Zuleica debió haber visto lo que me estaba sucediendo; repentinamente empezó a explicarme que la segunda atención pertenece al cuerpo luminoso, así como la primera atención pertenece al cuerpo físico. Dijo que el punto donde la segunda atención se arma está situado en el lugar que Juan Tuma me había descrito la primera vez que nos conocimos: aproximadamente a un metro de distancia enfrente de la parte media del cuerpo, justo entre el estómago y el ombligo, y a quince centímetros a la derecha.

Zuleica me ordenó que pusiera las manos en ese punto y lo masajeara moviendo los dedos de mis dos manos, exactamente como si estuviera tocando un arpa. Me aseguró que si persistía en el ejercicio, tarde o temprano terminaría sintiendo que mis dedos pasaban por algo que era tan denso como el agua, y que finalmente sentiría mi cascarón luminoso.

A medida que seguía moviendo mis dedos, el aire se puso progresivamente denso hasta que sentí una especie de masa. Un indefinido placer físico se esparció por todo mi cuerpo. Pensé que me hallaba tocando un nervio y me sentí ridículo por lo absurdo de todo eso. Me detuve.

Zuleica me advirtió que si no movía mis dedos iba a darme un coscorrón en la cabeza. Mientras más continuaba yo ese movimiento oscilante, más cercana sentía la picazón. Finalmente, ésta llegó a estar a unos diez centímetros de mi cuerpo. Era como si algo dentro de mí se hubiera encogido. En verdad creí que podía sentir una concavidad, una abolladura donde sentía la comezón. Después tuve otra sensación sobrecogedora. Me estaba quedando dormido y, a la vez, estaba consciente. Había una vibración en mis orejas, que me recordaba el sonido de un zumbador; después sentí una fuerza queme enrollaba sobre mi lado izquierdo sin despertarme. Fui enrollado muy apretadamente, como un puro, y se me colocó en la concavidad donde sentía la picazón. Mi conciencia quedó suspendida allí, incapaz de despertar, pero tan apretadamente enrollada en sí misma, que tampoco podía quedarse dormida.

Oí la voz de Zuleica que me decía que viese a mi alrededor. No pude abrir los ojos, pero mi sentido del tacto me reveló que me hallaba en una zanja; acostado boca arriba. Me sentí cómodo, seguro. Mi cuerpo estaba tan compacto y apretado que yo no tenía el más leve deseo de incorporarme. La voz de Zuleica me ordenó que me pusiera en pie y abriera los ojos. No pude hacerlo. Me dijo que tenía que desear mis movimientos, porque no se trataba de un asunto de contraer mis músculos para levantarme.

Pensé que mi lentitud la había molestado. Comprendí entonces que me hallaba plenamente consciente, quizá más consciente de lo que había estado en toda mi vida. Podía pensar racionalmente y a la vez parecía estar completamente dormido. Se me ocurrió la idea de que Zuleica me había puesto en un estado de hipnosis profunda. Esto me molestó un instante, pero después ya no tuvo importancia. Cedí a la sensación de hallarme suspendido, y floté libremente.

Ya no pude oír lo que ella me decía. O ella había dejado de hablar o yo había cortado el sonido de su voz. No quería abandonar ese refugio. Nunca me había sentido tan en paz y tan completo. Me quedé allí inmóvil sin querer levantarme ni cambiar nada. Podía sentir el ritmo de mi respiración. Repentinamente, desperté.

En la siguiente sesión, Zuleica me dijo que yo había logrado hacer una concavidad en mi luminosidad sin ayuda de nadie, y que hacer esa concavidad significaba que yo había movido un punto distante de mi cascarón luminoso mas cerca de mi cuerpo físico, y por tanto, más cercano al control. Sostuvo repetidas veces que a partir del momento en que el cuerpo aprende a hacer esa concavidad, es más fácil entrar en el ensueño. Estuve de acuerdo con ella. Yo había adquirido un extraño impulso, una sensación que mi cuerpo había aprendido a reproducir instantáneamente. Era una muestra de sentirme en reposo, seguro, adormilado, suspendido sin el sentido del tacto, y al mismo tiempo completamente despierto, consciente de todo.

La Gorda me dijo que el nagual Juan Matus había luchado durante años por crear esa concavidad en ella, en las tres hermanitas y también en los Genaros, para darles habilidad permanente de concentrar su segunda atención. Le dijo que por lo general el ensoñador la crea en el momento mismo en que la necesita. Después, el corazón luminoso vuelve a recobrar su forma original. Pero en el caso de los aprendices, puesto que no tenían un nagual que los dirigiera, la concavidad fue creada desde afuera y llegó a ser un rasgo permanente de sus cuerpos luminosos: una gran ayuda pero también una obstrucción. A todos los hacía vulnerables y taciturnos.

Recordé que una vez yo había visto y golpeado con mi pie una hendidura en los cascarones luminosos de Lidia y de Rosa.

Pensé que la hendidura se hallaba paralela a la porción superior del muslo derecho, o quizás junto en la cresta del hueso de la cadera. La Gorda me explicó que yo les había propinado el puntapié en la concavidad de su segunda atención y que casi las maté.

La Gorda me dijo que, durante su instrucción, Josefina y ella vivieron en la casa de Zuleica durante varios meses. El nagual Juan Matus las llevó con ella un día, después de hacerlas cambiar niveles de conciencia. No les dijo qué iban a hacer allí ni qué era lo que debían esperar, simplemente las dejó solas en un pasillo de la casa y se marchó. Ellas se sentaron allí hasta que oscureció, fue entonces que Zuleica llegó a donde ellas estaban. Nunca la vieron, sólo escucharon su voz como si les hablara desde un sitio en la pared.

Zuleica fue muy exigente a partir del momento en que tomó cargo. Las hizo desvestirse en el acto y les ordenó que se metieran dentro de unas gruesas y esponjosas bolsas de algodón, una especie de ponchos. Se cubrieron de la cabeza a los pies con ellos. Zuleica les ordenó luego que se sentaran espalda con espalda, sobre un petate, en el mismo rincón del pasillo donde yo solía sentarme. Les dije que su tarea consistía en contemplar la oscuridad hasta que ésta empezara a adquirir un tinte. Después de varias sesiones, ellas en verdad comenzaron a ver colores en las tinieblas, entonces fue cuando Zuleica las hizo sentarse lado a lado y ver el mismo punto.

La Gorda decía que Josefina aprendió con gran rapidez, y que una noche entró dramáticamente, de un tirón, en la mancha de rojo-naranja, desprendiéndose físicamente de la bolsa. La Gorda creía que o Josefina se estiró hasta alcanzar la mancha de color, o ésta se estiró hasta alcanzarla a ella. El resultado fue que en un instante Josefina se salió del interior de la bolsa. A partir de ese momento, Zuleica las separó, y la Gorda inició su lento y largo aprendizaje.

La narración de la Gorda me hizo recordar que Zuleica también me había hecho meterme en la bolsa esponjosa. Por cierto, el tenor de las órdenes que me dio me revelaron la razón de su uso. Zuleica me dirigió a que sintiera la esponjosidad con mi piel desnuda, especialmente con la piel de mis pantorrillas. Me repitió una y otra vez que los seres humanos tenemos un excelente centro de percepción en el exterior de las pantorrillas, y que si la piel de esa área era puesta en calma y masajeada, el alcance de nuestra percepción aumentaría de maneras imposibles de concebir racionalmente. La bolsa era muy suave y caliente, e inducía en mis piernas una extraordinaria sensación de calma y paz. Los nervios de mis pantorrillas experimentaron una placentera estimulación

La Gorda me dio una relación de un placer físico igual al mío. Aún más, ella dijo que el poder de esa bolsa la había guiado a encontrar la mancha de color rojo-naranja. Sentía tal respeto y admiración por la bolsa, que se hizo una, copiando la original. Pero, según ella, su efecto no era el mismo, aunque también le proporcionaba paz y bienestar. Dijo que Josefina y ella solían pasar todo el sobretiempo de que disponían, dentro de las bolsas que ella había cosido para las dos.

Lidia y Rosa también fueron colocadas dentro de la bolsa, pero a ninguna de ellas le gustó. Les era indiferente. Lo mismo me pasaba a mí.

La Gorda explicó el apego de Josefina y de ella como una consecuencia directa del hecho de haber sido guiadas a descubrir su color de ensueño cuando se hallaban dentro de la bolsa. Decía que mi indiferencia se debía a que yo no entré en la zona de coloración; más bien, el tinte vino a mí. Tenía razón. Algo más que la voz de Zuleica fue responsable del desarrollo de esa fase preparatoria. Evidentemente, Zuleica me hizo seguir los mismos pasos por los que condujo a la Gorda y a Josefina. Yo había conservado los ojos fijos en la oscuridad a través de muchas sesiones y me hallaba listo para visualizar la zona de la coloración. Por cierto, presencié toda su metamorfosis comenzando con la pura oscuridad y terminando en una mancha de intensa brillantez. A esa altura quedé absorto en la sesión de una picazón externa, hasta el punto de terminar entrando en un estado de vigilia en reposo. Fue entonces cuando quedé inmerso por primera vez en una coloración rojo-naranja.

Después de que aprendí a permanecer suspendido en el sueño y la vigilia, Zuleica pareció aflojar el paso. Incluso llegué a creer que había cambiado de táctica y que no tenía prisa de sacarme de ese estado. Me dejó permanecer en él sin interferir, y nunca me hizo preguntas acerca de lo que estaba experimentando, quizá porque su voz sólo era para dar órdenes y no para hacer preguntas. Realmente nunca hablamos durante su instrucción, al menos no como lo hacía con don Juan.

Mientras me hallaba en el estado de vigilia en reposo, me di cuenta de una vez que era inútil permanecer allí, porque a pesar de lo agradable que pudiera ser, las limitaciones de esa experiencia eran evidentes. Sentí en mi cuerpo un temblor y abrí los ojos, o más bien mis ojos se abrieron solos. Zuleica me observaba. Mi asombro fue total. Pensé que había despertado, y el enfrentarme a Zuleica en carne y hueso fue algo completamente inesperado. Me había acostumbrado a oír tan sólo su voz. También me sorprendió que ya no fuera de noche. Miré en torno mío. Ya no estábamos en la casa de Zuleica. Tuve entonces la instantánea certeza de que me hallaba ensoñando y desperté.

Zuleica empezó después otra faceta de sus enseñanzas. Me enseñó cómo moverme. Inició su instrucción ordenándome que fijara mi atención en el punto medio de mi cuerpo. En mi caso ese punto se hallaba abajo del borde inferior de mi ombligo. Me dijo que barriera el suelo con él; esto es, que hiciera oscilar mi vientre como si tuviera pegada una escoba allí. A través de incontables sesiones intenté hacer lo que la voz me ordenaba. Zuleica no me permitió entrar en un estado de vigilia en reposo. Su intención era llevarme a percibir la acción de barrer el suelo con el punto medio de mi cuerpo, mientras seguía despierto. Me dijo que estar en la conciencia del lado izquierdo era una ventaja suficiente para cumplir bien con el ejercicio.

Un día, por ninguna razón que pudiera yo concebir, logré tener una vaga sensación en el área de mi estómago. No era algo definido y cuando enfoqué en él mi atención comprendí que era como una comezón dentro de la cavidad de mi cuerpo. Y no exactamente en el área del estómago sino más arriba. Conforme la examinaba, advertía mayores detalles. Lo vago de la sensación pronto se convirtió en una certeza. Había una extraña conexión de nerviosidad o una sensación cosquilleante entre mi plexo solar y mi pantorrilla derecha.

La sensación se agudizó, y yo involuntariamente elevé mi muslo derecho hasta el pecho. Así los dos puntos quedaron tan próximos el uno al otro como mi anatomía lo permitía. Me estremecí durante un momento con una nerviosidad inusitada y después sentí con claridad que barría el piso con el punto medio de mi cuerpo, era una sensación táctil que ocurría cada vez que oscilaba mi cuerpo estando sentado.

En la siguiente sesión, Zuleica me permitió entrar en un estado de vigilia en reposo. Sin embargo, no sentí en él lo que acostumbraba. Parecía haber una especie de control en mí que reducía la posibilidad de disfrutarlo libremente, como siempre lo había hecho; ese control también me hizo concentrar mi atención en la manera como se desarrolla la vigilia en reposo. Primero advertí la comezón en el área de la segunda atención, en mi cascarón luminoso. Masajeé ese punto moviendo mis dedos sobre él como si tocara un arpa: el punto se hundió hacia mi estómago. Lo sentí casi en mi piel. Experimenté aguijoneo en el exterior de mi pantorrilla derecha. Era una mezcla de placer y dolor. La sensación se esparció por toda mi pierna y después por la parte inferior de la espalda. Sentí que mis glúteos se sacudían. Todo mi cuerpo fue traspasado por una onda nerviosa. Sentí como si mi cuerpo hubiera sido atrapado, con los pies hacia arriba, en una red. Mi frente y mis dedos de los pies parecían tocarse. Me hallaba en una forma de U cerrada. Después sentí como si me doblaran en dos y me enrollaran en una sábana. Mis espasmos nerviosos eran los que hacían que la sábana se enrollara conmigo en el centro. Cuando acabó de enrollarse ya no pude sentir mi cuerpo. Yo sólo era una conciencia amorfa, un espasmo nervioso enrollado en sí mismo. Esa conciencia fue a descansar dentro de una zanja, dentro de una depresión de sí misma.

Comprendí entonces la imposibilidad de describir lo que ocurre al ensoñar. Zuleica decía que la conciencia del lado derecho y la del lado izquierdo se envuelven juntas. Ambas llegan a descansar hechas un solo montón en la concavidad de la segunda atención. Para ensoñar, uno necesita manejar tanto el cuerpo luminoso como el cuerpo físico. Primero, el centro de la segunda atención en el cascarón luminoso es forzado a ser accesible: o alguien lo empuja desde afuera, o el ensoñador lo succiona desde adentro. Segundo, para dislocar la primera atención, los centros del cuerpo físico localizados en el punto medio del cuerpo y en las pantorrillas, especialmente la derecha, tienen que ser estimulados y colocados lo más cerca posible el uno del otro hasta que parezcan unirse. Esto se logra colocando al muslo derecho contra el pecho. Después tiene lugar la sensación de ser enrollado y automáticamente la segunda atención toma el control.

La explicación de Zuleica, dada a través de órdenes, era la manera más conveniente de describir lo que sucede, pues ninguna de las experiencias sensoriales implicadas en ensoñar son parte de nuestro inventario cotidiano. Primeramente la sensación de un cosquilleo fuera de mí, era local y a causa de eso era mínima la turbación de mi cuerpo al experimentarla. La sensación de ser enrollado en mí mismo, por otra parte, era mucho más inquietante. Incluía una serie de sensaciones que dejaban a mi cuerpo en un estado de emoción. Por ejemplo, yo estaba convencido de que en un momento los dedos de mis pies tocaban mi frente. Para mí, esa es una posición imposible de alcanzar; y sin embargo, yo sabía, más allá de cualquier posibilidad de duda, que me hallaba dentro de una red, colgado con los pies hacia arriba, con forma de pera, y con los dedos de los pies bien pegados a mi frente. En un plano físico me encontraba sentado con mis muslos replegados contra el pecho.

Zuleica también me dijo que la sensación de ser enrollado como si fuera un puro y colocado dentro de la concavidad de la segunda atención era el resultado de haber fusionado la conciencia del lado derecho y la del lado izquierdo hasta formar una sola, en la cual el orden de preponderancia había sido cambiado y el lado izquierdo tenía la supremacía. Zuleica me urgió a que agudizara mi atención lo suficientemente como para presenciar el movimiento opuesto, esto es, las dos atenciones nuevamente convirtiéndose en lo que normalmente son, con el lado derecho llevando las riendas.

Nunca llegué a hacer lo que me pedía, pero me obsesioné hasta el punto de quedar atrapado en mortales titubeos causados por mi empeño por observar todo. Zuleica tuvo que cambiar de idea ordenándome que cesara mis escrutinios, puesto que tenía otras cosas que hacer.

Zuleica me dijo que primero que nada yo tenía que perfeccionar mi control a fin de poder moverme a voluntad. Empezó su instrucción cuando me encontraba en un estado de vigilia en reposo, ordenándome repetidas veces abrir los ojos. Me costó muchísimo esfuerzo poder hacerlo, pero de repente mis ojos se abrieron y vi a Zuleica sobre mí. Yo estaba acostado. No pude determinar dónde. La luz era extraordinariamente brillante, como si me hallara exactamente abajo de un poderoso foco eléctrico, pero la luz no brillaba directamente sobre mis ojos. Podía ver a Zuleica sin ningún esfuerzo.

Me ordenó que me pusiera en pie mediante un acto de voluntad. Me dijo que tenía que empujarme a mí mismo con mi parte media, que yo tenía allí tres gruesos tentáculos que podía usar como muletas para elevar todo mi cuerpo.

.Traté innumerables veces de ponerme en pie. Fracasé. Tuve una sensación de desesperación y de angustia física que me recordaban las pesadillas que tenía de niño, en las que no podía despertar y sin embargo me hallaba completamente despierto tratando de gritar.

Zuleica finalmente me habló. Me dijo que tenía que seguir cierto orden, y que era una inútil y estúpida maniobra de mi parte el impacientarme y agitarme como si tratara con el mundo de la vida diaria. Impacientarse era correcto sólo en la primera atención; la segunda atención era la calma misma. Zuleica quería que yo repitiera la sensación que tuve de barrer el suelo con la parte media. Pensé que para poder repetirla tenía que estar sentado. Sin ninguna premeditación de mi parte, me senté y adopté la misma postura que usé la primera vez que tuve esa sensación. Algo en mí se meció y de súbito yo estaba en pie. No podía discernir qué había hecho para moverme. Pensé que si volvía a empezar podía estar consciente del procedimiento. Tan pronto como tuve ese pensamiento me descubrí de nuevo tendido. Al ponerme en pie una vez más me di cuenta de que no había ningún procedimiento, que para moverme tenía que intentar moverme desde un nivel muy profundo. En otras palabras, tenía que estar absolutamente convencido de que quería moverme, o quizá sería más exacto plantear que tenía que estar convencido de que necesitaba moverme.

Una vez que hube comprendido este principio, Zuleica me hizo practicar todos los aspectos concebibles del movimiento volitivo. Mientras más practicaba, más claro se volvía para mí que ensoñar en realidad era un estado racional. Zuleica me explicó. Dijo que al ensoñar, el lado derecho, la conciencia racional, queda envuelta dentro de la conciencia del lado izquierdo a fin de dar al ensoñador un sentido de sobriedad y racionalidad, pero que la influencia de la racionalidad tiene que ser mínima y debe usarse sólo como un mecanismo inhibitorio que protege al ensoñador de excesos y empresas grotescas.

La siguiente faceta de la instrucción consistió en dirigir mi cuerpo de ensueño. Don Juan había propuesto, desde la primera vez que conocí a Zuleica, la tarea de contemplar el patio cuando me hallaba sentado en la caja de madera. Meticulosamente me puse a contemplarlo, a veces durante horas. Siempre estaba yo solo en la casa de Zuleica. Parecía que los días que yo iba allí todos se iban, o se escondían. El silencio y la soledad me auxiliaron y logré memorizar los detalles del patio.

Zuleica, por consiguiente, me propuso la tarea de abrir los ojos mientras me hallaba en un estado de vigilia en reposo para ver el patio. Lograrlo me tomó muchas sesiones. En un principio yo abría los ojos y la veía a ella, y ella, con una sacudida del cuerpo, me hacía rebotar, como si fuera pelota, al estado de vigilancia en reposo. En uno de esos rebotes sentí un temblor intenso; algo que se hallaba localizado en mis pies cascabeleó hacia arriba y llegó a mi pecho, y lo tosí; la escena del patio de noche salió de mí como si hubiera emergido desde mis tubos bronquiales. Era algo semejante al rugido de un animal.

Escuché la voz de Zuleica que me llegaba como si fuera un tenue murmullo. No pude comprender qué decía. Vagamente advertí que me hallaba sentado en la caja de madera. Quise ponerme en pie pero advertí que yo no era sólido. Era como si el viento me llevara. Escuché entonces muy clara la voz de Zuleica diciéndome que no me moviera. Traté de permanecer inmóvil pero alguna fuerza me jaló y desperté en el pasillo. Silvio Manuel se hallaba frente a mí.

Después de cada sesión de ensoñar en la casa de Zuleica, don Juan siempre me esperaba en el oscurísimo pasillo. Me llevaba fuera de la casa y me hacía cambiar niveles de conciencia. Pero esa vez Silvio Manuel se hallaba allí. Sin decirme una sola palabra, me puso dentro de un arnés y me izó contra las vigas del techo. Allí me dejó hasta el mediodía, cuando vino don Juan y me hizo bajar. Me explicó que el cuerpo se afina al estar suspendido, sin tocar el suelo, durante un periodo de tiempo, y que es esencial hacerlo antes de un viaje peligroso como el que yo iba a emprender.

Tuvieron que pasar muchas sesiones más de ensueño hasta que aprendí al fin a abrir los ojos y ver ya fuese a Zuleica o el patio oscuro. Comprendí entonces que ella misma había estado ensoñando todo el tiempo. Nunca había estado en persona tras de mi en el pasillo. Estaba yo en lo cierto la primera noche cuando creí que mi espalda estaba junto a la pared. Zuleica era una voz de ensueño.

Durante una de las sesiones, cuando abrí los ojos deliberadamente para ver a Zuleica, me dejó estupefacto encontrar a la Gorda al igual que a Josefina asomándose sobre mí junto con Zuleica. La faceta final de su enseñanza comenzó entonces. Zuleica nos enseñó a los tres a viajar con ella. Nos dijo que nuestra primera atención se hallaba enganchada en las emanaciones de la tierra, y que la segunda atención estaba enganchada en las emanaciones del universo. Lo que quería decir con eso es que un ensoñador, por definición está afuera de los linderos de las preocupaciones de la vida cotidiana. Como viajera del ensueño, la última tarea de Zuleica con la Gorda, Josefina y conmigo consistía en templar nuestra segunda atención para poder seguirla en sus viajes por lo desconocido.

En sesiones sucesivas, la voz de Zuleica me dijo que su "obsesión" me guiaría a un lugar de cita, que en asuntos de la segunda atención la obsesión del ensoñador sirve como guía, y que la suya se hallaba concentrada en un lugar real más allá de esta tierra. Desde allí me llamaría y yo tendría que usar su voz como si fuera una cuerda con la cual jalarme.

Nada ocurrió en dos sesiones; la voz de Zuleica resultaba más tenue conforme hablaba, y a mí me preocupaba no poder seguirla. No me había dicho lo que debía de hacer. También experimenté una pesadez desacostumbrada. No podía romper una estridente fuerza a mi alrededor que me sujetaba y que me impedía salir del estado de vigilia en reposo.

Durante la tercera sesión, de repente abrí los ojos sin haberlo siquiera intentado. Zuleica, la Gorda y Josefina me observaban. Yo estaba de pie, con ellas. Inmediatamente me di cuenta de que nos hallábamos en algún lugar desconocido para mí. El rasgo más obvio era una brillante luz directa. Toda la escena estaba inundada de una poderosa luz blanca, como de neón. Zuleica sonreía como invitándome a ver en torno a mí. La Gorda y Josefina parecían tan cautelosas como yo. Zuleica nos indicó que nos moviéramos. Nos hallábamos a campo abierto, de pie en el centro de un círculo deslumbrador. El suelo parecía ser roca dura, oscura, y sin embargo reflejaba mucho de la cegadora luz blanca que venia de arriba. Lo extraño era que aunque, yo sabía que la luz era excesivamente intensa para mis ojos, no me lastimé en lo mínimo cuando alcé la cabeza y descubrí su fuente. Era el sol. Yo estaba mirando directamente al sol, el cual, quizá a causa de que yo estaba ensoñando, era intensamente blanco.

La Gorda y Josefina también miraban directamente al sol, aparentemente sin ningún efecto dañino. De repente, me sentí ausentado. La luz era demasiado extraña. Era una luz implacable; parecía estancarme creando un viento que yo podía sentir. Pero no podía sentir nada de calor. Creía que la luz era maligna. Al unísono, la Gorda, Josefina y yo nos acurrucamos como niños asustados, en tomo a Zuleica. Ella nos agrupó. Después la deslumbrante luz blanca empezó a disminuir gradualmente hasta que desapareció por completo. En su lugar quedó una apacible luz amarillenta.

Me di total cuenta entonces de que no nos hallábamos en la tierra. El suelo era de color terracota mojada. No había montañas, pero donde nos encontrábamos tampoco era tierra plana. Era un suelo asolanado, lleno de grietas y manchas. Parecía un enfurecido mar seco de terracota. Lo podía ver a todo mi alrededor, como si me hallara en medio del océano. Miré arriba: el cielo había perdido su estridente resplandor. Era oscuro, pero no azul. Una estrella brillante, incandescente, se encontraba cerca del horizonte. Tuve la certeza entonces de que estábamos en un mundo con dos soles, dos estrellas. Una era enorme y se había ya ocultado; la otra era más pequeña o quizá más distante.

Quise hacer preguntas, caminar por ahí y ver cosas. Con una seña, Zuleica nos ordenó que nos quedáramos quietos. Pero algo parecía jalarnos. De repente, la Gorda y Josefina no estuvieron más; y yo me desperté.

Desde esa vez no regresé más a casa de Zuleica. Don Juan me hacía cambiar de niveles de conciencia en su propia casa o donde estuviéramos, y yo empezaba a ensoñar. Zuleica, la Gorda y josefina siempre me esperaban. Regresamos a la misma escena una y otra vez, hasta que nos fuera completamente conocida. Cada vez que podíamos, evitábamos el resplandor, la luz del día, y llegábamos cuando era de noche, justo a tiempo para presenciar la salida de un astro colosal: algo de tal magnitud que cuando erupcionaba sobre la dentada línea del horizonte, cubría más de la mitad del plano de ciento ochenta grados frente a nosotros. El astro era hermosísimo, y su ascenso sobre el horizonte era algo tan inaudito que yo hubiera podido quedarme allí una eternidad sólo para presenciar esa vista.

El astro llenaba casi todo el firmamento cuando llegaba al cenit. Invariablemente nosotros nos tendíamos de espaldas para contemplarlo. Tenía configuraciones consistentes, que Zuleica nos enseñó a reconocer. Advertí que no era una estrella. Reflejaba la luz; tenía que haber sido un cuerpo opaco porque la luz que reflejaba era débil en relación con el monumental tamaño. Había enormes manchas marrón, que eran permanentes en su superficie de color amarillo-azafrán.

Zuleica nos llevó sistemáticamente a viajes que rebasaban las palabras. La Gorda decía que Zuleica llevó a Josefina aún más lejos, más profundo en lo desconocido, porque Josefina, al igual que Zuleica, estaba loca; ninguna de las dos poseía ese centro de racionalidad que proporciona sobriedad al ensoñador; por lo tanto, no tenían barreras ni interés en buscar causas racionales para ninguna cosa.

Lo único que Zuleica me dijo acerca de nuestros viajes, que parecía una explicación, era que el poder que los ensoñadores tienen de concentrarse en su segunda atención los convertía en bandas vivientes de goma elástica. Mientras más fuertes e impecables eran los ensoñadores más lejos podían proyectar su segunda atención en lo desconocido y más tiempo podían mantener esta proyección.

Don Juan decía que mis viajes con Zuleica no eran ilusión, y que cada cosa que yo había hecho con ella era un paso hacia el control de la segunda atención; en otras palabras, Zuleica me estaba enseñando la predisposición perceptual de ese otro dominio. Sin embargo, él no podía explicar la naturaleza exacta de esos viajes. O quizá no quería hacerlo. Me dijo que si él se aventuraba a explicar la predisposición perceptual de la segunda atención en términos de la primera atención, quedaría irremediablemente atrapado en palabras. Quería que yo encontrara mi propia explicación, y mientras más pensaba yo en ello más claro se volvía para mí que era imposible hacerlo. La renuncia de don Juan era funcional.

Bajo la guía de Zuleica llevé a cabo verdaderas visitas a misterios que ciertamente se hallan más allá del marco de mi razón, pero obviamente dentro de las posibilidades de mi conciencia normal. Aprendí a viajar hacia algo incomprensible y terminé, como Emilito y Juan Tuma, copilando mis propios cuentos de la eternidad.

XIV. FLORINDA

La Gorda y yo estábamos totalmente de acuerdo en que al mismo tiempo en que Zuleica nos había enseñado la complejidad del ensueño, nosotros habíamos aceptado tres hechos innegables: que la regla es un mapa, que oculta en nosotros yace otra conciencia y que es posible penetrar en esa conciencia. Don Juan había logrado lo que la regla prescribía.

La regla determinaba que el siguiente paso de don Juan consistía en presentarme a Florinda, la única de su grupo que yo no había conocido. Don Juan me dijo que debía ir a casa de Florinda yo solo, porque lo que aconteciera entre Florinda y yo no tenía nada que ver con otros. Me dijo que Florinda sería mi guía personal, exactamente como si yo fuera un nagual como él. El había tenido ese tipo de relación con la guerrera del grupo de su benefactor comparable a Florinda.

Don Juan me dejó un día a la puerta de la casa de Nélida. Me dijo que entrara, que Florinda me esperaba en el interior.

– Es un honor conocerla -le dije a la mujer que me esperaba en el corredor.

– Yo soy Florinda -dijo.

Nos miramos en silencio. Quedé estupefacto. Mi estado de conciencia era más agudo que nunca. Y jamás he vuelto a experimentar una sensación comparable.

– Qué nombre tan bello -pude decir, pero quería decir mucho más que eso.

El nombre no me era raro, simplemente no había conocido a nadie, hasta ese día, que fuera la esencia de ese nombre.

A la mujer que se hallaba frente a mí le quedaba como si lo hubieran hecho para ella, o quizás era como si ella hubiese hecho que su persona encajara en el nombre.

Físicamente era idéntica a Nélida, a excepción de que Florinda parecía tener más confianza en sí misma, y más autoridad. Era bien alta y esbelta. Tenía la piel clara de la gente del Mediterráneo; de ascendencia española, o quizá francesa. Era ya de edad, y sin embargo no era débil ni avejentada. Su cuerpo era ágil, flexible y delgado. Piernas largas, rasgos angulares, boca pequeña, una nariz bellamente esculpida, ojos oscuros, cabello trenzado y completamente blanco. Ni papada ni piel colgante en el rostro y cuello. Era vieja como si la hubieran arreglado para parecer vieja.

Al recordar, retrospectivamente, mi primer encuentro con ella, me viene a la mente algo completamente sin relación pero a propósito. Una vez vi en una revista una fotografía tomada veinte años atrás de una actriz de Hollywood entonces joven, que había tenido que caracterizarse para representar el papel de una mujer que envejecía. Junto a la fotografía, la revista había publicado una foto de la misma actriz tal como se veía después de veinte verdaderos años de vida ardua. Florinda, en mi juicio subjetivo, era como la primera imagen de la actriz de cine, una muchacha maquillada para verse vieja.

– ¿Qué es lo que tenemos aquí? -me dijo, pellizcándome-. No pareces gran cosa. Flojo. Lleno de pecadillos chiquitos y unos cuantos grandes, ¿eh?

Su franqueza me recordó la de don Juan, al igual que la fuerza interna de su mirada. Se me había ocurrido, revisando mi vida con don Juan, que sus ojos siempre estaban en reposo. Era imposible ver agitación en ellos. No era que los ojos de don Juan fueran bellos. He visto ojos deslumbrantes, pero nunca he descubierto que digan algo. Los ojos de Florinda, como los de don Juan, me daban la sensación de que habían visto todo lo que se puede ver; eran serenos, pero no dulces. La excitación en esos ojos se había hundido hacia dentro y se había convertido en algo que sólo puedo describir como vida interna.

Florinda me llevó a través de la sala hasta un patio techado. Nos sentamos en unos cómodos sillones. Sus ojos parecían buscar algo en mi cara.

– ¿Sabes quién soy yo y lo que se supone que debo hacer contigo? -preguntó.

Le dije que todo lo que sabía acerca de ella, y su relación conmigo, era lo que don Juan había bosquejado. En el curso de mi explicación la llamé doña Florinda.

– No me llames doña Florinda -me pidió con un gesto infantil de irritación y embarazo-. Todavía no estoy tan vieja, y ni siquiera tan respetable.

Le pregunté cómo quería que la tratase.

– Tan sólo Florinda -dijo-. En cuanto a quién soy, te puedo decir inmediatamente que soy una guerrera que conoce los secretos del acechar. Y en cuanto a lo que se supone que debo de hacer contigo, te puedo decir que voy a enseñarte los primeros siete principios del acecho, los tres primeros principios de la regla para los acechadores, y las tres primeras maniobras del acecho.

Agregó que para cada guerrero lo normal era olvidar lo que acontece cuando las acciones ocurren en el lado izquierdo, y que me llevaría años llegar a comprender lo que iba a enseñarme. Dijo que su instrucción era apenas el principio, y que algún día terminaría sus enseñanzas pero bajo condiciones diferentes.

Le pregunté si le molestaba que le hiciera preguntas.

– Pregunta lo que quieras -dijo-. Todo lo que necesito de ti es que te comprometas a practicar. Después de todo, de una manera u otra ya sabes muy bien lo que vamos a tratar. Tus defectos consisten en que no tienes confianza en ti mismo y en que estás dispuesto a reclamar tu conocimiento como poder. El nagual, siendo hombre, te hipnotizó. No puedes actuar por tu propia cuenta. Sólo una mujer te puede liberar de eso.

‘Empezaré contándote la historia de mi vida, y, al hacerlo, las cosas se te van a aclarar. Tengo que contártela en pedacitos, así es que tendrás que venir seguido aquí.’

Su aparente disposición a hablar de su vida me sorprendió porque era lo contrario a la reticencia que los demás mostraban por revelar cualquier cosa personal. Después de años de estar con ellos, yo había aceptado sus maneras de ser tan indisputablemente que ese intento voluntario de revelarme su vida personal me fue inquietante. La aseveración me puso inmediatamente en guardia.

– Perdón -dije-, ¿dijo usted que piensa revelarme su vida personal?

– ¿Porqué no? -preguntó.

Le respondí con una larga explicación de lo que don Juan me había dicho acerca de la abrumadora fuerza de la historia personal, y de la necesidad que tienen los guerreros de borrarla. Concluí todo diciéndole que don Juan me había prohibido terminantemente hablar de mi vida.

Se rió con una voz muy aguda. Parecía estar encantada.

– Eso sólo se aplica a los hombres -dijo-. Por ejemplo, el no-hacer de tu vida personal consiste en contar cuentos interminables pero ninguno de ellos sobre tu verdadera identidad. Como ves, ser hombre significa que tienes una sólida historia tras de ti. Tienes familia, amigos, conocidos, y cada uno de ellos tiene una idea definida de ti. Ser hombre significa que eres responsable. No puedes desaparecer tan fácilmente. Para poder borrar tu historia necesitas mucho trabajo.

"Mi caso es distinto. Ser mujer me da una espléndida ventaja. No tengo que rendir cuentas. ¿Sabías tú que las mujeres no tienen que dar cuentas?

– No sé qué quiera decir con rendir cuentas -dije.

– Quiero decir que una mujer puede desaparecer fácilmente -respondió-. Una mujer puede, si no hay más, casarse. La mujer pertenece al marido. En una familia con muchos hijos, las hijas se descartan con facilidad. Nadie cuenta con ellas y hasta es posible que ellas un día desaparezcan sin dejar rastro. Su desaparición se acepta con facilidad.

"Un hijo, por otra parte, es algo en lo que uno invierte. A un hijo no le es tan fácil escabullirse y desaparecer. Y aun si lo hace, deja huellas tras de sí. Un hijo se siente culpable por desaparecer. Una hija, no.

"Cuando el nagual te entrenó a no decir una palabra acerca de tu vida personal, lo que él trataba era ayudarte a vencer esa idea que tienes de que le hiciste mal a tu familia y a tus amigos, que contaban contigo de una forma u otra.

"Después de luchar toda una vida, el guerrero termina, por supuesto, borrándose, pero esa lucha deja mellas en el hombre. Se vuelve reservado, siempre en guardia contra sí mismo. Una mujer no tiene que lidiar con esas privaciones. La mujer ya está preparada a esfumarse en pleno aire. Y por cierto, eso es lo que se espera que haga tarde o temprano.

"Siendo mujer, los secretos no me importan un pepino. No me siento obligada a guardarlos. La obsesión por los secretos es la manera como pagan ustedes los hombres por ser importantes en la sociedad. La contienda es sólo para los hombres, porque los agravia el tener que borrarse y encuentran maneras curiosas de reaparecer, como sea, de vez en cuando. Mira lo que te pasa a ti, por ejemplo; ahí andas dando clases y hablando con todo el mundo.

Florinda me ponía nervioso de una manera muy peculiar. Me sentía extrañamente inquieto en su presencia. Yo admitía sin vacilación que don Juan y Silvio Manuel también me hacían sentir nervioso y aprensivo, pero de una manera muy distinta. En realidad les tenía miedo, especialmente a Silvio Manuel. Me aterrorizaba y, sin embargo, había aprendido a vivir con mi terror. Florinda no me asustaba. Mi nerviosidad era más bien una especie de fastidio; me sentía incómodo con su franqueza y donaire.

Ella no fijaba su mirada en mí de la manera cómo don Juan y Silvio Manuel lo hacían. Ellos siempre me escudriñaban fijamente hasta que yo movía la cara en un gesto de sumisión. Florinda sólo me miraba por un instante. Sus ojos iban continuamente de una cosa a la otra. Parecía examinar no sólo mis ojos, sino cada centímetro de mi cara y de mi cuerpo. Conforme hablaba, sus ojos se movían, con miradas rápidas, de mi rostro a mis manos, o a sus pies, o al techo.

– No te sientes muy bien conmigo, ¿verdad? -me preguntó.

Su pregunta definitivamente me tomó por sorpresa. Reí. Su tono no era belicoso en lo más mínimo.

– Sí -dije.

– Ah, es perfectamente comprensible -prosiguió-. Estás acostumbrado a ser hombre. Para ti la mujer se hizo sólo para tu uso. Tú crees que la mujer es estúpida por naturaleza. Y el hecho de que eres hombre y nagual te hace las cosas todavía más difíciles.

Me sentí obligado a defenderme. Pensé que era una dama obstinada y quería decírselo en la cara. Empecé muy bien, pero me desinflé casi al instante al oír su risa. Era una risa gozosa y juvenil. Don Juan y don Genaro solían reírse de mí a menudo de esa manera. Pero la risa de Florinda tenía una vibración distinta. No había ninguna premura, ninguna presión en ella.

– Mejor vámonos adentro -dijo-. No debe haber nada que te distraiga. El nagual Juan Matus ya te ha distraído lo suficiente, te ha mostrado el mundo; eso era importante para lo que te tenía que decir. Yo tengo otras cosas que decirte, que requieren otro ambiente.

Nos sentamos en un sofá con asientos de cuero, en una habitación con puerta al patio. Me sentí muy a gusto allí. Ella de inmediato comenzó con la historia de su vida.

Me dijo que había nacido en la República Mexicana, en una ciudad bastante grande. Su familia era acomodada. Como era hija única, sus padres la consintieron desde el momento en que nació. Sin ningún rasgo de falsa modestia, Florinda admitió que siempre supo que era hermosa. Dijo que la belleza es un demonio que se engendra y prolifera cuando se le admira. Me aseguró que podía decir sin la menor duda que ese demonio es el más difícil de vencer, y que si yo examinaba a la gente hermosa encontraría a los seres más infelices que se puedan imaginar.

No quería discutir con ella, pero tenía un deseo sumamente intenso de decirle que era bastante dogmática. Debió darse cuenta de mis sentimientos. Me guiñó un ojo.

– Son seres desdichados, créemelo -continuó-. Aguijonéalos. Dales a saber que no estás de acuerdo con su idea de que son hermosos y por eso importantes. Vas a ver lo que pasa.

Florinda continuó con su historia. Dijo que no era posible culpar totalmente a sus padres o culparse ella misma por su presunción. Todos los que la rodeaban desde su infancia habían conspirado para hacerla sentir importante y única.

– Cuando tenía quince años -prosiguió-, yo estaba segura de ser lo más exquisito que pisó la tierra. Todo el mundo me lo decía, especialmente los hombres.

Confesó que durante los años de su adolescencia disfrutó del cortejo y la adulación de numerosos admiradores. A los dieciocho, juiciosamente decidió casarse con el mejor candidato entre no menos de once serios pretendientes. Se casó con Celestino, un hombre de recursos, quince años mayor que ella.

Florinda describía su vida de casada como el paraíso terrenal. A su enorme círculo de amigos añadió los de Celestino. El efecto total era una vacación perenne.

Su éxtasis, sin embargo, sólo duró seis meses, que pasaron casi sin advertirse. Todo llegó a un final de lo más abrupto y brutal cuando contrajo una enfermedad misteriosa y paralizante. El pie, tobillo y pantorrilla de su pierna izquierda empezaron a hincharse. Su hermosísima figura se arruinó. La hinchazón fue tan intensa que no pudo caminar más. Los tejidos cutáneos empezaron a ampollarse y a supurar. Toda la parte inferior de su pierna izquierda, de la rodilla hacia abajo, se llenó de costras y de una secreción pestilente. La piel se endureció. Y la enfermedad fue diagnosticada como elefantiasis. Los intentos que hicieron los médicos por curarla fueron torpes y dolorosos, y la conclusión final fue que sólo en Europa había centros médicos lo suficientemente avanzados para emprender una cura.

En cuestión de tres meses el paraíso de Florinda se había convertido en un infierno en la tierra. Desesperada y en verdadera agonía quería morir antes que seguir así. Su sufrimiento era tan práctico que un día una criada, que ya no pudo soportar más verla así, le confesó que la antigua amante de Celestino la había sobornado para que echara cierta mezcla en su comida: un veneno manufacturado por brujos. La criada, como acto de contrición, prometió llevarla con una curandera, una mujer que se decía era la única que podía contrarrestar ese veneno.

Florinda rió al recordar su dilema. Era una devota católica. No creía en brujerías ni en curanderos indios. Pero sus dolores eran tan intensos, y su condición tan seria, que estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Celestino se opuso decididamente. Quería enviar a la criada a la cárcel. Florinda intercedió, no tanto por compasión sino por temor a que no pudiera encontrar a la curandera ella sola.

Florinda se puso en pie repentinamente. Me dijo que tenía que irme. Me tomó del brazo y me condujo a la puerta como si yo fuera su más antiguo y querido amigo. Me explicó que me hallaba agotado, ya que estar en la conciencia del lado izquierdo es una condición frágil y especial que debe de usarse parsimoniosamente; y, por cierto, no es un estado de poder. La prueba residía en que yo casi había muerto cuando Silvio Manuel trató de agrupar mi segunda atención forzándome a entrar en ella. Florinda me dijo que no hay manera en que uno pueda ordenar a alguien, o a uno mismo, a hacer lo que los guerreros llaman "replegar" el conocimiento. Eso más bien es un asunto lento; el cuerpo, en el momento adecuado y bajo las apropiadas circunstancias de impecabilidad, agrupa su conocimiento sin la intervención de la volición.

Nos quedamos en la puerta principal durante un rato, intercambiando comentarios agradables y trivialidades. Repentinamente dijo que el nagual Juan Matus me había llevado con ella ese día porque él sabía que estaba a punto de concluir su estadía en la tierra. Las dos formas de instrucción que yo había recibido, de acuerdo con el plan de Silvio Manuel, ya se habían llevado a cabo. Todo lo que quedaba pendiente era lo que ella me tenía que decir. Subrayo que la suya no era una instrucción propiamente hablando, sino más bien el acto de establecer un vínculo con ella.

La próxima vez que don Juan me llevó donde Florinda, un momento antes de dejarme en la puerta me repitió que ella ya me había dicho que se estaba aproximando el momento en que él y su grupo iban a entrar en la tercera atención. Antes de que pudiera hacerle preguntas, me empujó al interior de la casa. Su empellón no sólo me envió adentro de la casa, sino también adentro del estado de conciencia más agudo. Vi la pared de niebla.

Florinda se hallaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y calladamente me llevó a la sala. Tomamos asiento. Quise iniciar una conversación pero no pude hablar. Ella me explicó que un empellón dado por un guerrero impecable, como el nagual Juan Matus, puede causar el desplazamiento de una a otra área de la conciencia. Dijo que siempre mi error había consistido en creer que los procedimientos son importantes. El procedimiento de empujar a un guerrero a otro estado de conciencia es utilizable si ambos participantes, en especial el que empuja, son impecables y se hallan imbuidos de poder personal.

El hecho de estar viendo la pared de niebla me hacía sentir terriblemente nervioso. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente. Florinda dijo que yo temblaba porque había aprendido a saborear el movimiento, la actividad cuando me hallaba en ese estado de conciencia, y que yo también podía aprender a saborear las palabras, lo que alguien me estuviera diciendo.

Me dio luego la razón por la cual era conveniente ser colocado en la conciencia del lado izquierdo. Dijo que al forzarme a entrar en un estado de conciencia acrecentada y al permitirme tratar con sus guerreros sólo cuando me hallaba en ese estado, el nagual Juan Matus se estaba asegurando de que yo tendría un punto de apoyo. Su estrategia consistía en cultivar una pequeña parte del otro yo llenándolo premeditadamente de recuerdos personales. Esos recuerdos se olvidan sólo para que algún día resurjan y sirvan como cuartel de avanzada desde el cual partir hacia la inconmensurable vastedad del otro yo.

Como yo estaba tan nervioso, Florinda propuso calmarme prosiguiendo con la historia de su vida, que, me clarificó, no se trataba de la historia de su vida como mujer, sino que era la historia de cómo una mujer deplorable se había convertido en guerrera.

Me dijo que una vez que se resolvió a ver a la curandera, ya no hubo cómo detenerla. Inició el viaje, llevada en una camilla por la criada y cuatro hombres; fue un viaje de dos días que cambió el curso de su vida. No había caminos. El terreno era montañoso y a veces los hombres tuvieron que cargarla en sus espaldas.

Llegaron al anochecer a casa de la curandera. El sitio se hallaba bien iluminado y había mucha gente allí. Florinda me dijo que un señor anciano muy simpático le informó que la curandera había salido todo el día a tratar a un paciente. El hombre parecía estar muy bien informado de las actividades de la curandera y Florinda encontró que le era muy fácil hablar con él. Era muy solícito y le confió que él también estaba enfermo. Describió su enfermedad como una condición incurable que lo hacía olvidarse del mundo. Conversaron amigablemente hasta que se hizo tarde. El señor era tan caballeroso que incluso le cedió su cama para que ella pudiera descansar y esperar hasta el día siguiente, cuando regresaría la curandera.

En la mañana; Florinda dijo que de repente la despertó un dolor agudo en la pierna. Una mujer le movía la pierna, presionándola con un trozo de madera lustrosa.

– La curandera era una mujer bonita -prosiguió Florinda-. Miró mi pierna y meneó la cabeza. "Ya se quién te hizo esto", me dijo. "O le han debido de pagar muy bien, o te miró y se dio cuenta de que eres una pinche pendeja que vale madre. ¿Cómo crees que fue?"

Florinda rió. Me dijo que lo único que se le ocurrió fue que la curandera o estaba loca o era una mujer grosera. No podía concebir que alguien en el mundo pudiese creer que ella era un ser que no valía nada. Incluso, a pesar de que se hallaba en medio de dolores agudísimos, le hizo saber a la mujer, sin escatimar palabras, que ella era una persona rica y honorable, y que nadie la podía tomar por tonta.

Florinda dijo que la curandera cambió de actitud al instante. Pareció haberse asustado. Respetuosamente se dirigió a ella diciéndole "señorita", se levantó de la silla donde estaba sentada y ordenó que todos salieran del cuarto. Cuando estuvieron solas, la curandera se abalanzó sobre Florinda, se sentó en el lecho y le empujó la cabeza hacia atrás sobre el borde de la cama. Florinda resistió con toda su fuerza. Creyó que la iba a matar. Quiso gritar, poner en guardia a sus sirvientes, pero la curandera rápidamente le cubrió la cabeza con una cobija y le tapó la nariz. Florinda se ahogaba y tuvo que respirar con la boca abierta. Mientras más le presionaba el pecho la curandera y mientras más le apretaba la nariz, Florinda abría más y más la boca. Cuando advirtió lo que la curandera realmente estaba haciendo, ya había bebido todo el asqueroso líquido que contenía una gran botella que la curandera le había colocado en la boca. Florinda comentó que la curandera la había manejado tan bien, que ella ni siquiera se atragantó a pesar de que su cabeza colgaba a un lado de la cama.

– Bebí tanto líquido que estuve a punto de vomitar -continuó Florinda-. La curandera me hizo sentar y me miró fijamente a los ojos, sin parpadear. Yo quería meterme el dedo en la garganta y vomitar. Me dio sendas bofetadas hasta que me sangraron los labios. ¡Una india dándome de bofetadas! ¡Sacándome sangre de los labios! Ni siquiera mi padre o mi madre me habían puesto las manos encima. Mi sorpresa fue tan enorme que me olvidé de la náusea.

"Llamó a mi gente y les dijo que me llevaran a casa. Después se inclinó sobre mí y me puso la boca en el oído para que nadie más pudiese oírla. ‘Sino regresas en nueve días, pendeja’, me susurró, ‘te vas a hinchar como sapo y que Dios te proteja de lo que te espera’.

Florinda me contó que el líquido le había irritado la garganta y las cuerdas vocales. No podía emitir una sola palabra. Esta era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones. Cuando llegó a su casa, Celestino la esperaba, frenético, vociferando lleno de rabia. Como no podía hablar, Florinda tuvo la posibilidad de observarlo. Advirtió que su ira no se debía a una preocupación por el estado de salud de ella, era más bien un desasosiego debido al temor de que sus amigos se burlaran de él. Siendo hombre pudiente y de posición social, no podía tolerar que lo consideraran como alguien que recurre a curanderas indias. A gritos, Celestino le dijo que se quejaría al comandante del ejército y que haría que los soldados capturasen a la curandera y la trajeran al pueblo para azotarla y meterla en la cárcel. Estas no fueron amenazas vanas; de hecho, Celestino obligó al comandante para que enviase una patrulla a capturar a la curandera. Los soldados regresaron unos días después con la noticia de que la mujer había huido.

La criada tranquilizó a Florinda asegurándole que la curandera la estaría esperando si ella se aventuraba a regresar. Aunque la inflamación de la garganta persistió al punto de que no podía ingerir comida sólida y apenas podía tomar líquidos, Florinda no veía la hora de volver a la curandera. La medicina había mitigado el dolor de su pierna.

Cuando hizo conocer sus intenciones a Celestino, éste se puso tan furioso que contrató a ciertas personas para que lo ayudasen a poner fin por sí mismo a toda esa insensatez. El y tres de sus hombres de confianza salieron a caballo antes que ella.

Cuando Florinda llegó a casa de la curandera, esperaba encontrarla quizá muerta, pero en vez de eso encontró a Celestino sentado, solo. Había enviado a sus hombres a tres distintos lugares del rumbo con órdenes de traer a la curandera, por medio de la fuerza si eso era necesario. Florinda reconoció al anciano que había conocido la vez anterior, lo vio cómo trataba de calmar a Celestino, asegurándole que quizás alguno de los hombres regresaría pronto con la mujer.

Tan pronto como Florinda fue colocada en una cama en la entrada de la casa, la curandera salió de un cuarto. Empezó a insultar a Celestino, gritándole obscenidades hasta que él se indignó tanto que se lanzó a golpearla. El anciano lo contuvo y le suplicó que no le pegara. Se lo imploró de rodillas, haciéndole ver que la curandera era ya una mujer de edad. Celestino no se conmovió. Dijo que aunque fuera vieja, él la iba a azotar con las riendas de su caballo. Avanzó para agarrarlo, pero se detuvo en seco. Seis hombres de apariencia temible salieron de tras las matas blandiendo machetes. Florinda me dijo que el terror paralizó a Celestino en el lugar donde se hallaba. Se quedó mortalmente pálido. La curandera fue a él y le dijo que o dócilmente se dejaba que ella le diera de azotes en el trasero, o sus ayudantes lo harían pedazos. En un momento, la curandera lo redujo a nada. Se rió de él en su cara. Sabía que lo tenía dominado y lo dejó hundirse. El mismo se metió en la trampa -prosiguió Florinda-, como buen tonto imprudente que era, embriagado con sus ideas bonachonas de ser hombre pudiente y de posición social. Con todo lo orgulloso que era, Celestino se encorvó dócilmente para que lo azotaran.

Florinda me miró y sonrió. Guardó silencio durante unos momentos.

– El primer principio del arte de acechar es que los guerreros eligen su campo de batalla -me dijo-. Un guerrero sólo entra en batalla cuando sabe todo lo que puede acerca del campo de lucha. En la batalla con Celestino, la curandera me enseñó el primer principio de acechar.

“Después, ella se acercó a donde me habían acostado. Yo lloraba porque era lo único que podía hacer. Ella parecía preocupada. Me arropó los hombros con mi cobija y sonrió y me guiñó un ojo.”

"Aún sigue el trato, vieja pendeja", dijo. ‘Regresa tan pronto como puedas si es que quieres seguir viviendo. Pero no traigas a tu patrón contigo, vieja reputa. Trae nada más a los que sean absolutamente necesarios’.

Florinda fijó sus ojos en mí durante un momento. De su silencio concluí que esperaba comentarios.

– Eliminar todo lo innecesario es el segundo principio del arte de acechar -dijo, sin darme tiempo de decir nada.

Estaba yo tan absorto en su narración que no me había dado cuenta de que la pared de niebla había desaparecido, simplemente advertí que ya no estaba allí. Florinda se levantó de su silla y me llevó a la puerta. Allí nos quedamos un rato, como habíamos hecho al final de nuestro primer encuentro.

Florinda dijo que la ira de Celestino también había permitido a la curandera demostrarle -no a su razón, sino a su cuerpo- los primeros tres preceptos de la regla para acechadores. Aunque su mente estaba concentrada exclusivamente en ella misma, ya que nada existía para ella aparte de su dolor físico y de la angustia de perder la belleza, su cuerpo sí pudo reconocer todo lo que aconteció; y todo lo que necesitó más tarde fue una leve reminiscencia a fin de colocar cada cosa en su lugar.

– Los guerreros no tienen al mundo para que los proteja, como lo tienen otras personas, así es que tienen que tener la regla -prosiguió-. Sin embargo, la regla de los acechadores se aplica a cualquiera.

"La arrogancia de Celestino fue su ruina y el principio de mi instrucción y liberación. Su importancia personal, que también era la mía, nos forzó a los dos a creer que prácticamente estábamos por encima de todos. La curandera nos bajó a lo que en realidad somos: nada.

"El primer precepto de la regla es que todo lo que nos rodea es un misterio insondable.

"El segundo precepto de la regla es que debemos de tratar de descifrar esos misterios, pero sin tener la menor esperanza de lograrlo.

"El tercero es que un guerrero, consciente del insondable misterio que lo rodea y consciente de su deber de tratar de descifrarlo, toma su legítimo lugar entre los misterios y él mismo se considera uno de ellos. Por consiguiente, para un guerrero el misterio de ser no tiene fin, aunque ser signifique ser una piedra o una hormiga o uno mismo. Esa es la humildad del guerrero. Uno es igual a todo.

Tuvo lugar un silencio largo y forzado. Florinda sonrió, jugando con la punta de su larga trenza. Me dijo luego que ya habíamos hablado lo suficiente.

La tercera vez que fui a ver a Florinda, don Juan no me dejó en la puerta, sino que entró conmigo. Todos los miembros de su grupo estaban congregados en la casa, y me saludaron como si fuese el hijo pródigo que retorna al hogar después de un largo viaje. Fue un evento exquisito, que integró a Florinda con el resto de ellos en mis sentimientos, puesto que era la primera vez que ella se les unía cuando yo estaba presente.

La siguiente vez que fui a casa de Florinda, don Juan me empujo inesperadamente como lo había hecho antes. Mi sorpresa fue inmensa. Florinda me esperaba en el vestíbulo. Instantáneamente yo había entrado en el estado en el que es visible la pared de niebla.

– Te he contado cómo me enseñaron a mí los principios del arte de acechar -dijo, tan pronto como tomamos asiento en el sofá de su sala-. Ahora, tú tienes que hacer lo mismo. ¿Cómo te los enseñó a ti el nagual Juan Matus?

Le dije que no podía recordar al instante. Tenía que pensar, y no podía pensar. Mi cuerpo estaba asustado.

– No compliques las cosas -me dijo con tono autoritario-. El tiro es la simpleza. Aplica toda la concentración que tienes para decidir si entras o no en la batalla, porque cada batalla es de vida o muerte. Este es el tercer principio del arte de acechar. Un guerrero debe de estar dispuesto y listo para entrar en su última batalla, al momento y en cualquier lugar. Pero no así nomás a la loca.

Yo no podía organizar mis pensamientos. Estiré las piernas y me tendí en el sofá. Inhalé profundamente varias veces para calmar la agitación de mi estómago, que parecía estar hecho nudos.

– Bien -dijo Florinda-, veo que estás aplicando el cuarto principio del arte de acechar. Descansa, olvídate de ti mismo, no tengas miedo a nada. Sólo entonces los poderes que nos guían nos abren el camino y nos auxilian. Sólo entonces.

Luché por recordar cómo don Juan me había enseñado los principios del arte de acechar. Por aluna razón inexplicable mi mente se rehusaba a concentrarse en experiencias pasadas. Don Juan sólo era un vago recuerdo. Me puse en pie y empecé a examinar el salón.

El cuarto en que nos hallábamos había sido arreglado exquisitamente. El piso estaba hecho con grandes baldosas de color de ante; el que lo hizo debió ser un excelente artesano. Estaba a punto de examinar los muebles. Avancé hacia una bella mesa marrón oscuro. Florinda saltó a mi lado y me sacudió vigorosamente.

– Has aplicado correctamente el quinto principio del arte de acechar -dijo-. No te dejes llevar por la corriente.

– ¿Cuál es el quinto principio?

– Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento -dijo-. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir.

"Eso es lo que acabas de hacer. Pero ahora que lo has logrado, debes aplicar el sexto principio: los guerreros comprimen el tiempo, todo cuenta, aunque sea un segundo. En una batalla por tu vida, un segundo es una eternidad, una eternidad que puede decidir la victoria. Los guerreros tratan de triunfar, por tanto comprimen el tiempo. Los guerreros no desperdician ni un instante.

De repente, una enormidad de recuerdos erupcionó en mi mente. Agitadamente le dije a Florinda que ya podía recordar la primera vez que don Juan me puso en contacto con esos principios. Florinda se puso los dedos en los labios con un gesto que exigía mi silencio. Dijo que sólo había estado interesada en ponerme cara a cara con los principios, pero que no quería que le relatase esas experiencias.

Florinda continuó su historia. Me dijo que mientras la curandera la exhortaba a que regresara sin Celestino, también la hizo beber una pócima que le alivió el dolor casi instantáneamente, y le susurró al oído que ella, Florinda, por su propia cuenta, tenía que tomar una decisión importantísima. Debía, por tanto, tranquilizarse ocupando su mente en otras cosas, pero que no desperdiciara ni un momento, una vez que hubiera llegado a una decisión.

En casa, Florinda, con una convicción inquebrantable, expuso su deseo de regresar. Celestino no vio cómo oponerse.

– Casi inmediatamente regresé a ver a la curandera -continuó Florinda-. Esa vez nos fuimos a caballo. Me llevé a los sirvientes en quienes más confiaba, la muchacha que me había dado el veneno y un hombre que se encargara de los caballos. La pasamos muy dura en esas montañas; los caballos estaban muy nerviosos por la pestilencia de mi pierna, pero como quiera pudimos llegar. Sin saberlo había utilizado el tercer principio del arte de acechar. Me había jugado la vida, o lo que me quedaba de ella. Estaba dispuesta y lista para morir. No fue una gran decisión de mi parte, de cualquier manera ya me estaba muriendo. La verdad es que cuando un ser humano está medio muerto, como en mi caso, no con grandes dolores pero sí con grandes incomodidades y sufrimientos emocionales, uno tiende a ser tan indolente y débil que ningún esfuerzo es posible.

"Me quedé seis días en casa de la curandera. Para el segundo día ya me sentía mejor. Bajó la hinchazón. El rezumo de la pierna se había secado. Ya no tenía más dolor. Sólo me hallaba un tanto débil y las rodillas me temblaban cuando quería caminar.

"Durante el sexto día la curandera me llevó a su cuarto. Me trató muy ceremoniosamente y, mostrándome todas las consideraciones, me hizo sentar en su cama y me dio café. Se sentó a mis pies mirándome a los ojos. Puedo recordar exactamente sus palabras. ‘Estás muy, pero muy enferma y sólo yo te puedo curar’, me dijo. ‘Si yo no te curo, te morirás de una manera horripilante. Puesto que eres una imbécil, vas a durar hasta lo último. Por otra parte, yo te podría curar en un solo día, pero no lo voy a hacer. Vas a tener que seguir viniendo aquí hasta que hayas comprendido lo que tengo que enseñarte. Sólo hasta entonces te curaré por completo; de otra manera, siendo tan imbécil como eres, nunca regresarías’.

Florinda me contó que la curandera, con gran paciencia, le explicó los puntos más delicados de su decisión de ayudarla.

Florinda no entendió una sola palabra. La explicación la hizo creer más que nunca que la curandera estaba chiflada.

Cuando la curandera se dio cuenta de que Florinda no la entendía, se puso más seria y la hizo repetir una y otra vez, como si Florinda fuera una niña, que sin la ayuda de la curandera su vida estaba acabada, y que la curandera podía decidir en cualquier momento cancelar la cura y dejarla morir. Por último, la mujer perdió la paciencia cuando Florinda empezó a pedirle de rodillas que terminara de curarla y que la enviara a casa con su familia. La curandera tomó una botella que contenía la medicina de Florinda y la estrelló en el suelo.

Florinda decía que entonces derramó las únicas lágrimas verdaderas de su vida. Le expresó a la curandera que todo lo que quería era curarse y que estaba dispuesta a pagarle lo que pidiera. La mujer le dijo que ya era muy tarde para un pago monetario, no quería su dinero, lo que quería era que Florinda le prestara atención.

Florinda admitía que ella había aprendido, en el transcurso de su vida, a obtener todo lo que deseaba. Sabía cómo ser obstinada, le dijo a la curandera que seguramente cantidades de pacientes llegaban todos los días, medio muertos como ella, y la curandera sí aceptaba su dinero… ¿por que su caso era distinto? La respuesta de la curandera, que para Florinda no explicó nada, era que siendo una vidente, ella había visto el cuerpo luminoso de Florinda, y vio que ella y la curandera eran exactamente iguales. Florinda pensó que esa mujer tenía que estar loca para no darse cuenta de que había un mundo de diferencia entre las dos. La curandera era una vulgar india primitiva sin educación, mientras que Florinda era rica, hermosa y blanca.

Florinda le preguntó a la curandera qué planeaba hacer con ella. La curandera le dijo que se le había encargado curarla y después enseñarle algo de suma importancia. Florinda quiso saber quién le había encargado todo eso. La curandera le respondió que el Águila…, esta respuesta convenció a Florinda de que la mujer estaba loca, y sin embargo tuvo que acceder. Le dijo a la mujer que estaba dispuesta a hacer lo que fuera.

La curandera cambió de actitud instantáneamente. Empaquetó un remedio para que Florinda lo llevase a casa y le dijo que regresara tan pronto como pudiera.

– Como ya sabes -prosiguió Florinda-, el maestro tiene que engatusar a su discípulo. Me embaucó con la cura. Ella tenía razón. Yo era tan idiota que si ella me hubiera curado inmediatamente, yo habría regresado a mi estúpida vida, como si nunca me hubiera sucedido nada. Pero eso es lo que todos hacemos, ¿no?

Florinda regresó a casa de la curandera la semana siguiente. Al llegar se encontró con el anciano que antes había conocido. Este la saludó como si fueran íntimos amigos. Le dijo que ya hacía varios días que la curandera había salido, pero que regresaría hasta después de algunos días y que le había encargado a él unos remedios para el dolor de su pierna. En un tono muy amistoso pero autoritario le dijo a Florinda que la ausencia de la curandera la dejaba a ella con dos posibilidades de acción: o bien se regresaba a su casa, posiblemente empeorada debido al viaje tan fatigoso, o bien podía seguir las instrucciones cuidadosamente delineadas que la curandera había dejado para ella. Añadió que si decidía quedarse e iniciar inmediatamente su tratamiento, en tres o cuatro meses estaría como nueva. Sin embargo, había una estipulación: si decidía quedarse tenía que permanecer en casa de la curandera ocho días consecutivos y, por consiguiente, tenía que deshacerse de sus sirvientes mandándolos a casa.

Florinda decía que para ella no había decisión alguna: tenía que quedarse. El viejo inmediatamente le hizo beber la poción que la curandera al parecer le había dejado. Se quedó conversando con ella la mayor parte de la noche. Su presencia le inspiraba confianza, su amena conversación encendió el optimismo y la fe de Florinda.

Los dos sirvientes se fueron al día siguiente, después de desayunar. Florinda no tenía el menor miedo. Confiaba en el hombre implícitamente. Este le dijo que tenía que construir una caja para su tratamiento, de acuerdo con las instrucciones de la curandera. La hizo sentar en una silla baja, que había sido colocada en el centro de un área circular desprovista de vegetación. El anciano le presentó a tres jóvenes y dijo que eran sus ayudantes. Dos eran indios y el tercero blanco.

Los cuatro empezaron a trabajar y en menos de una hora construyeron una caja en torno a la silla donde Florinda estaba sentada. Cuando terminaron, Florinda quedó compactamente encajonada. La caja tenía un enrejado en la parte superior para permitir la ventilación. Uno de los lados tenía bisagras para que sirviera de puerta.

El anciano abrió la puerta y ayudó a Florinda a salir de la caja, y la llevó a la casa a que le ayudara a preparar su propia medicina. Dijo que quería tener la medicina lista para cuando llegara la curandera.

A Florinda le fascinó la manera como trabajaba el viejo. Este hizo una mezcla con plantas de olor fétido y le preparó una cubeta con líquido caliente. Sugirió que si introducía la pierna en la cubeta, el calor del líquido le haría mucho bien, y si quería hasta podría beber la mezcla que le había preparado, antes de que ésta perdiera potencia. Florinda obedeció sin hacer preguntas. El alivio que sintió fue maravilloso.

El viejo después le asignó una habitación e hizo que los jóvenes metieran la caja dentro del cuarto. Le dijo que podrían pasar varios días sin que regresara la curandera; en tanto, ella debía de seguir meticulosamente todas las instrucciones que la mujer había dado. Florinda estuvo de acuerdo, y él sacó una lista con tareas. Estas incluían largas caminatas a fin de recoger las plantas medicinales requeridas para su tratamiento, y su asistencia en prepararlas.

Florinda me contó que pasó doce días allí en vez de ocho, porque sus sirvientes se demoraron en regresar a causa de unas lluvias torrenciales. No fue sino hasta el décimo día que se dio cuenta de que la curandera había estado en casa todos esos días y que el viejo en realidad era el verdadero curandero.

Florinda rió al describir su sorpresa. El señor le había jugado un ardid a fin de hacerla participar activamente en su propia curación. Más aún, bajo el pretexto de que la curandera así lo exigía, la metió en la caja cuando menos seis horas diarias a fin de que cumpliera una tarea específica que llamó la "recapitulación".

En ese punto de su narración, Florinda me miró fijamente y concluyó que era hora de que me fuera.

En nuestro siguiente encuentro, Florinda me explicó que el anciano era su benefactor, y que ella era la primera acechadora que las mujeres del grupo de su benefactor habían encontrado para el nagual Juan Matus. Pero nada de esto sabía ella en aquel entonces, a pesar de que su benefactor la hizo cambiar de niveles de conciencia y le reveló todo eso. Ella había sido siempre hermosa; la educaron sólo para que sacara partido de ello y eso era una impenetrable salvaguarda que la hacia invulnerable al cambio.

Su benefactor sabía todo esto y concluyó que Florinda necesitaba más tiempo para cambiar. Concibió un plan para sacarse a Celestino de encima. Poco a poco hizo ver a Florinda ciertos aspectos de la personalidad de Celestino que ella nunca tuvo el valor de enfrentar por su propia cuenta. Celestino era muy posesivo con todo lo que le pertenecía: su dinero y Florinda se hallaban en lo más alto de su jerarquía. Había sido forzado a tragarse su orgullo después de la humillación que sufrió a manos de la curandera, porque ésta cobraba muy poco y Florinda estaba evidentemente recuperándose. Celestino estaba esperando que le llegara la hora de su venganza.

Florinda me dijo que un día su benefactor le planteó que el peligro estribaba en que su recuperación completa iba a ser demasiado rápida y que Celestino decidiría, ya que él tomaba todas las decisiones de la casa, que ya no había ninguna necesidad de que Florinda viera a la curandera. Para resolver ese problema, le dio a Florinda una pomada, con instrucciones de que se la aplicara en la otra pierna. El ungüento olía muy mal y producía una irritación en la piel que semejaba la proliferación de la enfermedad. Su benefactor le recomendó que lo usara cada vez que quisiera regresar a verlo, aunque no necesitara tratamiento.

Florinda me contó que tardó un año en curarse. En el transcurso de ese tiempo, su benefactor le hizo conocer la regla y la instruyó en el arte de acechar. La hizo aplicar los principios del acecho en las cosas que hacía diariamente; las cosas pequeñas primero, hasta llegar a las cuestiones principales de su vida.

En el transcurso de ese año, su benefactor también la presentó con el nagual Juan Matus. La primera impresión que Florinda tuvo de él, fue que era un joven chistoso y al mismo tiempo muy serio. Luego, cuando lo conoció más a fondo, lo vio como el hombre más indomable y aterrador que jamás había conocido. Me dijo que el nagual Juan Matus fue quien la ayudó a escaparse de Celestino. El y Silvio Manuel la pasaron de contrabando a través de los puestos de inspección del ejército. Celestino había presentado una demanda legal de abandono de hogar y, como era un hombre influyente, había utilizado sus recursos para tratar de impedir que ella lo abandonara.

A causa de esto, su benefactor tuvo que radicarse en otra parte de México y ella tuvo que permanecer escondida con él durante años; esta situación fue apropiada para Florinda, ya que tenía que llevar a cabo la tarea de recapitular, y para ello requería absoluta quietud y soledad.

Me explicó que la recapitulación es el fuerte de los acechadores, de la misma manera como el cuerpo de ensueño es el fuerte de los ensoñadores. Consistía en recordar la vida de uno hasta el detalle más insignificante. Por ello su benefactor le había dado la enorme caja de madera como símbolo y herramienta. Era una herramienta que le permitió aprender a concentrarse; tuvo que sentarse allí durante varios años, hasta que toda su vida pasó ante sus ojos. Y era un símbolo de los estrechos linderos de nuestra persona. Su benefactor le dijo que cuando hubiera terminado la recapitulación debía romper la caja para simbolizar que ya no estaba sujeta a las limitaciones de su persona.

Me dijo que los acechadores usan cajas o ataúdes de tierra para encerrarse adentro de ellos en tanto reviven, pues no se trata sólo de recordar cada momento de sus vidas. La razón por la que los acechadores deben recapitular sus vidas de forma tan meticulosa es que el don del Águila al hombre incluye la buena voluntad de aceptar un sustituto en vez de la conciencia genuina, si tal sustituto en verdad es una réplica perfecta. Florinda me explicó que ya que la conciencia es el alimento del Águila, ésta puede quedar satisfecha con una recapitulación perfecta en lugar de la conciencia misma.

Florinda me dio entonces los aspectos fundamentales de la recapitulación. Dijo que la primera etapa consiste en un breve cómputo de todos los incidentes de nuestras vidas que de una manera patente se prestan a nuestro escrutinio.

La segunda fase es un cómputo más detallado, que empieza en un punto que podría ser el momento previo a que el acechador tome asiento en la caja, y sistemáticamente se extiende, al menos en teoría, hasta el mismo momento del nacimiento.

Me aseguró que una recapitulación perfecta podía cambiar a un guerrero aún más que el control total del cuerpo de ensueño. En este aspecto, ensoñar y acechar conducen al mismo fin: el ingreso en la tercera atención. Sin embargo, para un guerrero era importante conocer y practicar ambos. Me dijo que una mujer sólo puede dominar uno de los dos, según las configuraciones en el cuerpo luminoso. Por otra parte, los hombres pueden practicar ambos con gran facilidad, pero jamás llegan a obtener el nivel de eficacia que las mujeres logran en cada arte.

Florinda me explicó que el elemento clave al recapitular era la respiración. El aliento, para ella, era mágico, porque se trataba de una función que da la vida. Dijo que recordar se vuelve fácil si uno puede reducir el área de estimación en torno al cuerpo. Por eso se debe usar la caja; después, la respiración misma fomenta recuerdos cada vez más profundos.

En teoría, los acechadores tienen que recordar cada sentimiento que han tenido en sus vidas, y este proceso se inicia con una respiración. Florinda me advirtió que todo lo que me estaba enseñando eran sólo los preliminares, que, algún día en el futuro y en un lugar distinto, me enseñaría lo más intrincado.

Florinda me contó que su benefactor empezó haciéndola compilar una lista de los eventos por revivir. Le dijo que el procedimiento comienza con una respiración inicial. Los acechadores empiezan cada sesión con la barbilla en el hombro derecho y lentamente inhalan en tanto mueven la cabeza en un arco de ciento ochenta grados. La respiración concluye sobre el hombro izquierdo. Una vez que la inhalación termina, la cabeza regresa a la posición frontal y exhalan mirando hacia delante.

Los acechadores entonces toman el evento que se halla a la cabeza de la lista y se quedan allí hasta que han sido recontados todos los sentimientos invertidos en él. A medida que recuerdan inhalan lentamente moviendo la cabeza del hombro derecho al izquierdo. Esta respiración cumple la función de restaurar la energía. Florinda sostenía que el cuerpo luminoso constantemente crea filamentos que semejan telarañas, y que éstos son propulsados por fuera de la masa luminosa por emociones de cualquier tipo. Por tanto, cada situación en la que hay acción social, o cada situación en que participan los sentimientos es potencialmente agotadora para el cuerpo luminoso. Al respirar de derecha a izquierda, cuando se recuerda un acontecimiento los acechadores, a través de la magia de la respiración, recogen los filamentos que dejaron atrás. La siguiente inmediata respiración es de izquierda a derecha, y es una exhalación. Con ella, los acechadores expulsan los filamentos que otros cuerpos luminosos, que tuvieron que ver en el acontecimiento que se recuerda, dejaron en ellos.

Florinda afirmó que éstos eran los preliminares obligatorios del acecho, por lo que todos los miembros de su grupo tuvieron que pasar como introducción a los ejercicios más exigentes de ese arte. A no ser que los acechadores hayan pasado por estos preliminares a fin de recobrar los filamentos que dejaron en el mundo, y particularmente a fin de descartar aquellos que otros seres luminosos dejaron en ellos, no hay posibilidad de manejar el desatino controlado. Esos filamentos ajenos son la base de nuestra ilimitada capacidad de sentirnos importantes. Florinda mantenía que para practicar el desatino controlado, puesto qué no está hecho para engañar a la gente, uno tiene que ser capaz de reírse de sí mismo. Florinda me dijo que uno de los resultados de la recapitulación detallada es la capacidad de estallar en risa genuina cuando uno se encuentra cara a cara con las aburridas repeticiones que el yo personal hace acerca de su importancia.

Florinda subrayaba que la regla definía el acecho y el ensueño como artes, por tanto, eran algo que uno pone en obra, algo que uno lleva a cabo. Decía que la naturaleza intrínseca del aliento es dar vida, y que eso es lo que le da capacidad de limpiar el cuerpo luminoso. Esta capacidad es la que convierte a la recapitulación en una cuestión práctica.

En nuestro siguiente encuentro, Florinda resumió lo que llamó sus instrucciones de último minuto. Aseveró que, puesto que el mutuo acuerdo del nagual Juan Matus y de su grupo de guerreros había sido que yo no necesitaba tratar con el mundo de la vida cotidiana, me habían enseñado a ensoñar y no a acechar. Me explicó que esa decisión se había modificado radicalmente, y que ellos se habían visto en una posición incómoda: ya no tenían tiempo para enseñarme a acechar. Ella tenía que quedarse en la periferia de la tercera atención, para poder cumplir esta tarea en un tiempo posterior, cuando yo estuviera listo. Por otra parte, si yo pudiera abandonar el mundo con ellos, a ella se le exoneraría de esa responsabilidad.

Florinda me dijo que su benefactor consideraba las tres técnicas básicas del acecho -la caja, la lista de eventos a recapitular, y la respiración del acechador- cómo las tres tareas más importantes que un guerrero puede llevar a cabo. Su benefactor estaba convencido de que una recapitulación profunda es el medio más expedito para perder la forma humana. De allí que les es más fácil a los acechadores, después de recapitular sus vidas, hacer uso de todos los no-haceres del yo personal, como son borrar la historia personal, perder la importancia en uno mismo, romper las rutinas, etcétera.

Florinda me dijo que su benefactor les dio a todos ellos ejemplos prácticos de cada una de las facetas de su conocimiento. Actuaba directamente de acuerdo con sus premisas de guerrero, y luego les daba las razones de guerrero por haber actuado del tal modo. En el caso de Florinda, siendo él un maestro del arte de acechar, montó el ardid de la enfermedad y la cura, que no sólo era congruente con las acciones del guerrero, sino que representaba una introducción magistral a los siete principios básicos del arte de acechar. Primero atrajo a Florinda al campo de batalla de él, donde ella se encontraba a su merced; la forzó a eliminar todo lo que no le era esencial, le enseñó a jugarse la vida con cada decisión, le enseñó cómo calmarse, la hizo entrar en un nuevo y optimista estado de ánimo a fin de ayudarla a reagrupar sus recursos, le enseñó a comprimir el tiempo, y, por último, le mostró que un acechador jamás deja ver su juego, jamás se pone al frente de nada.

Florinda se impresionó vivamente con este último principio. Para ella, éste condensaba todo lo que me quería decir en sus instrucciones de último minuto.

– Mi benefactor era el jefe -dijo Florinda-. Y, sin embargo, al mirarlo, nadie lo hubiera creído. Siempre ponía como frente a una de sus guerreras, mientras que él, con toda libertad, se codeaba con los pacientes fingiendo ser uno de ellos; o, si no, se hacía pasar por un viejo senil que constantemente barría las hojas secas con una escoba casera.

Florinda me explicó que para aplicar el séptimo principio del arte de acechar, hay que aplicar los otros seis. Su benefactor vivía de ese modo. Los siete principios aplicados meticulosamente le permitían observar todo sin ser el punto de enfoque. Gracias a ello podía evitar o parar conflictos. Si había una disputa, ésta nunca tenía que ver con él, sino con la que actuaba como dirigente, la curandera.

– Espero que para esas alturas te hayas dado cuenta -continuó Florinda- que sólo un maestro acechador puede ser un maestro del desatino controlado. El desatino controlado no significa embaucar a la gente. Significa, como me lo explicó mi benefactor, que los guerreros aplican los siete principios básicos del arte de acechar en cualquier cosa que hacen, desde, los actos más triviales hasta las situaciones de vida o muerte.

"Aplicar estos principios produce tres resultados. El primero es que los acechadores aprenden a nunca tomarse en serio: aprenden a reírse de sí mismos. Puesto que no tienen miedo de hacer el papel de tontos, pueden hacer tonto a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia sin fin. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se irritan. Y el tercero es que los acechadores aprenden a tener una capacidad infinita para improvisar.

Florinda se puso en pie. Como de costumbre, habíamos estado sentados en la sala. Al instante supuse que la conversación había concluido. Me dijo que había otro tema más que debía presentarme, antes de despedirnos. Me llevó a otro patio dentro de la casa. Nunca había estado antes allí. Florinda llamó a alguien en voz muy queda y una mujer salió de su cuarto. Por un momento no la reconocí. La mujer me habló y sólo entonces advertí que se trataba de doña Soledad. Su cambio era estupendo. Se veía increíblemente más joven, más fuerte.

Florinda me dijo que Soledad había estado dentro de una caja, recapitulando durante cinco años, y que el Águila había aceptado su recapitulación en vez de su conciencia y que la había dejado libre. Doña Soledad asintió con un movimiento de la cabeza. Florinda terminó el encuentro abruptamente y me dijo que era hora de que me fuera porque yo ya no tenía mas energía.

Fui a casa de Florinda muchas veces más. La vi todas las veces, aunque sólo fuera un momento. Me avisó que había decidido no instruirme más porque era más ventajoso para mí que sólo tratara con doña Soledad.

Doña Soledad y yo nos encontramos muchas veces, siempre en el estado más agudo de conciencia, y lo que tuvo lugar en nuestros encuentros es algo incomprensible para mí. Cada vez que estábamos juntos me hacía sentar a la puerta de su cuarto, con la cara hacia el Este. Ella se acomodaba a mi derecha, rozándome; después hacíamos que la pared de niebla dejara de girar y los dos quedábamos de repente también con la cara hacia el Sur, hacia el interior de su cuarto.

Ya había aprendido con la Gorda a detener la rotación de la pared; y habíamos descubierto correctamente que sólo una porción de nosotros detenía el muro. Era como si de repente yo quedara dividido en dos. Una porción de mi ser total miraba hacia delante y veía una pared que se movía con el movimiento lateral de mi cabeza, mientras que la otra porción, más grande, de mi ser total, se había vuelto noventa grados a la derecha y encaraba una pared inmóvil.

Cada vez que doña Soledad y yo deteníamos la pared, nos quedábamos mirándola fijamente; nunca entrábamos en el área que se halla entre las líneas paralelas, como la mujer nagual, la Gorda y yo lo habíamos hecho incontables veces. Doña Soledad siempre me hacía contemplar la niebla como si ésta fuera un cristal reflejante. Experimentaba entonces la disociación más extravagante. Era como si yo corriera a una velocidad desquiciada. Veía pedazos de paisaje que se formaban en la niebla, y repentinamente me hallaba en otra realidad física; era un área montañosa, rugosa e inhóspita. Doña Soledad siempre estaba allí en compañía de una mujer lindísima que se reía estentóreamente de mí.

Mi incapacidad para recordar lo que hacíamos después era aún más aguda que mi incapacidad de recordar lo que la mujer nagual, la Gorda y yo hicimos en el área que se halla entre las líneas paralelas. Parecía que doña Soledad y yo entrábamos en otra zona de conciencia que me era desconocida. Yo, por cierto, estaba ya en lo que creía ser mi estado de conciencia más agudo y, sin embargo, había algo aún más sutil. El aspecto de la segunda atención que doña Soledad obviamente me estaba ayudando a verificar era más complejo y más inaccesible que todo lo que he presenciado hasta la fecha. Lo que puedo recordar es la sensación de haberme movido mucho, una sensación física comparable a la de haber caminado kilómetros. También tenía la clara certeza corporal, aunque no puedo concebir por qué, de que doña Soledad, la otra mujer y yo intercambiábamos palabras, pensamientos, sentimientos. Pero no podría especificarlos.

Después de cada encuentro con doña Soledad, Florinda me hacía irme inmediatamente. Doña Soledad me daba mínimas explicaciones. Parecía que sólo hallarse en el estado de conciencia acrecentada la afectaba tan profundamente que difícilmente podía hablar. Por otra parte, había algo que velamos, esa áspera campiña, además de la lindísima mujer, o algo que hacíamos juntos nos dejaba sin aliento. Ella no podía recordar nada, a pesar de tratarlo desesperadamente.

Le pedí a Florinda que me clarificara la naturaleza de mis viajes con doña Soledad. Ella me dijo que una parte de sus instrucciones de último minuto era hacerme entrar en la segunda atención como lo hacen los acechadores, y que doña Soledad era aún más competente que ella para introducirme en la dimensión del acechador.

En la sesión que vendría a ser la última, Florinda, como había hecho al principio de nuestra instrucción, me esperaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y me llevó a la sala. Tomamos asiento. Me advirtió que no tratara aún de hallarle sentido a mis viajes con doña Soledad. Me explicó que los acechadores son innatamente distintos a los ensoñadores en la manera como utilizan el mundo, y que lo que doña Soledad hacía conmigo era tratar de ayudarme a voltear la cabeza.

Cuando don Juan me describió el concepto de voltear la cabeza del guerrero para enfrentar una nueva dirección, yo lo había entendido como una metáfora que señalaba un cambio de actitud. Florinda me dijo que mi idea era correcta, pero que no se trataba de una metáfora. Era verdad que los acechadores voltean la cabeza; sin embargo, no lo hacen para enfrentar una nueva dirección, sino para enfrentarse al tiempo de una manera distinta. Los acechadores encaran el tiempo que llega. Normalmente encaramos el tiempo cuando éste se va de nosotros. Sólo los acechadores pueden cambiar esta situación y enfrentar el tiempo cuando éste avanza hacia ellos.

Florinda me explicó que voltear la cabeza no significa que uno ve el futuro, sino que uno ve el tiempo como algo concreto, pero incomprensible. Por tanto, era superfluo tratar de clarificar lo que doña Soledad y yo hacíamos. Todo esto tendría sentido cuando yo pudiera percibir la totalidad de mí mismo y tuviese entonces la energía necesaria para descifrar ese misterio

Florinda me dijo, en el tono de alguien que revela un secreto, que doña Soledad era una acechadora suprema, la llamaba la más grande de todas. Decía que doña Soledad podía cruzar las líneas paralelas en cualquier momento. Además, ninguno de los guerreros del grupo del nagual Juan Matus había podido hacer lo que ella había hecho. Doña Soledad, a través de sus técnicas impecables de acechar, había encontrado su ser paralelo.

Florinda me explicó que cualquiera de las experiencias que tuve con el nagual Juan Matus, con Genaro, Silvio Manuel o con Zuleica, sólo eran mínimas porciones de la segunda atención; todo lo que doña Soledad me estaba ayudando a presenciar era también una porción mínima; pero, eso sí, diferente.

Doña Soledad no sólo me había hecho enfrentar el tiempo que llega, sino que también me llevó a su ser paralelo. Florinda definía el ser paralelo como el contrapeso que todos los seres vivientes tienen por el hecho de ser entidades luminosas llenas de energía inexplicable. El ser paralelo de una persona es otra persona del mismo sexo que está unida íntima e inextricablemente a la primera. Coexisten en el mundo al mismo tiempo. Los dos seres paralelos son como las dos puntas de la misma vara.

Florinda me dijo que a los guerreros, por lo general, les es casi imposible encontrar a su ser paralelo. Pero quienquiera que es capaz de lograrlo encontrará en su ser paralelo, tal como lo había hecho doña Soledad, una fuente infinita de juventud y de energía.

Florinda se puso en pie abruptamente, me condujo al cuarto de doña Soledad y me dejó a solas con ella. Quizá porque ya sabía que ése sería nuestro último encuentro, me invadió una extraña ansiedad. Doña Soledad sonrió cuando le referí lo que Florinda me acababa de decir. Dijo, con una verdadera humildad de guerrero, que ella no me estaba enseñando nada, que todo lo que había aspirado a hacer era llevarme donde su ser paralelo, porque allí se retiraría después que el nagual Juan Matus y sus guerreros dejaran el mundo. Dijo que en nuestro encuentro, sin embargo, había ocurrido algo que rebasaba su comprensión. Ella y yo, según Florinda le había explicado, habíamos mutuamente aumentado nuestra energía individual y que eso nos había hecho enfrentar el tiempo venidero, pero no en pequeñas dosis, como Florinda habría preferido que lo hiciéramos, sino en enormes porciones, como mi desenfrenada naturaleza lo quería.

Doña Soledad y yo entramos por última vez juntos en la segunda atención. El resultado de ese encuentro fue aún más asombroso para mí. Doña Soledad, su ser paralelo y yo permanecimos juntos en lo que yo sentí que fue un lapso extraordinariamente largo. Vi todos los rasgos del rostro de su ser paralelo. Sentí que éste trataba de decirme quién era. También parecía saber que ese era nuestro último encuentro. Había una sensación abrumadora de fragilidad en su mirada. Después, una fuerza que semejaba un viento nos arrojó adentro de algo que no tenía sentido para mí.

Florinda, de repente, me ayudó a levantarme. Me tomó del brazo y me llevó a la puerta. Doña Soledad fue con nosotros. Florinda dijo que iba a ser muy difícil recordar todo lo que había acontecido allí, porque me estaba dando totalmente a mi manía intelectual; esto era un asunto que sólo empeoraría porque ellos estaban a punto de partir del mundo y yo no tendría más a nadie que me ayudara a cambiar niveles de conciencia. Añadió que algún día doña Soledad y yo nos toparíamos de nuevo en el mundo de todos los días.

Fue entonces cuando me volví a doña Soledad y le supliqué que cuando nos viéramos de nuevo me liberara de mi prisión; le dije que si ella fracasaba debería matarme porque yo no quería vivir en la pobreza de mi racionalidad.

– Es una estupidez decir eso -dijo Florinda-. Somos guerreros, y los guerreros tienen una sola meta en la mente: ser libres. Morir y ser devorado por el Águila es el destino del hombre. Por otra parte, querer salirnos de nuestro destino, querer entrar serenos y desprendidos a la libertad, es la audacia final.

XV. LA SERPIENTE EMPLUMADA

Habiendo alcanzado cada una de las metas que especificaba la regla, don Juan y su grupo de guerreros estaban listos para la tarea final, abandonar el mundo. Lo que nos quedaba a la Gorda, a los demás aprendices y a mí era presenciar su salida. Había un solo problema irresoluto: ¿qué hacer con los aprendices? Don Juan decía que, propiamente, deberían acompañarlos incorporándose a su propio grupo; sin embargo, no estaban listos. Las reacciones que habían tenido al intentar cruzar el puente habían demostrado cuáles eran sus debilidades.

Don Juan decía que la decisión de su benefactor de esperar años para congregar el grupo de sus guerreros, había sido una decisión sensata que produjo resultados positivos, en tanto que su propia determinación de reunirme sin pérdida de tiempo con la mujer nagual y mi propio grupo había sido casi fatal para nosotros.

Don Juan no expresaba esto como una queja o una acusación sino como la afirmación de la libertad del guerrero de escoger y aceptar su selección. Dijo, además, que en un comienzo él consideró seriamente seguir el ejemplo de su benefactor, y que de haberlo hecho habría descubierto con la suficiente anticipación que yo no era un nagual como él, y que nadie más, a excepción mía, habría quedado enredado en su mundo. Como estaban las cosas, Lidia, Rosa, Benigno, Néstor y Pablito tenían serias desventajas; la Gorda y Josefina necesitaban tiempo para perfeccionarse; tan sólo Soledad y Eligio estaban a salvo, pues ellos quizás eran más hábiles que los guerreros viejos de su propio grupo. Don Juan añadió que les correspondía a los nueve sopesar las circunstancias desfavorables o favorables y, sin lamentarse ni desesperarse ni darse palmaditas en la espalda, convertir su maldición o bendición en un incentivo.

Don Juan señaló que no todo en nosotros había sido un fracaso: lo poco que nos tocó ver y hacer entre sus guerreros había sido un éxito completo en el sentido de que la regla encajaba en cada uno de mi grupo, a excepción mía. Estuve completamente de acuerdo con él. Para empezar, la mujer nagual era todo lo que la regla. prescribía. Tenía gracia, control; era un ser en guerra y, sin embargo, completamente en paz. Sin ninguna preparación evidente, supo tratar y guiar a todos los dotados guerreros de don Juan a pesar de que éstos tenían la suficiente edad como para ser sus abuelos. Ellos aseguraban que ella era una copia al carbón de la otra mujer nagual que habían conocido. Reflejaba a la perfección a cada una de las ocho guerreras de don Juan y consecuentemente también podía reflejar a las cinco mujeres que él había hallado para mi grupo, pues éstas eran las réplicas de las mayores. Lidia era como Hermelinda, Josefina era como Zuleica, Rosa y la Gorda eran como Nélida, y Soledad era como Delia.

Los hombres también eran réplicas de los guerreros de don Juan: Néstor era una copia de Vicente; Pablito, de Genaro; Benigno, de Silvio Manuel, y Eligio era como Juan Tuma. La regla en verdad era el exponente de una fuerza inconcebible que había moldeado a esta gente. Sólo mediante una extraña vuelta del destino habían quedado desamparados, sin el guía que encontrara el paso hacia la otra conciencia.

Don Juan decía que los miembros de mi grupo tenían que entrar sin ayuda y por sí solos en la otra conciencia, y que ignoraba si podrían hacerlo, porque eso era algo que a cada quién le correspondía individualmente. El los había ayudado a todos impecablemente; por lo tanto, su espíritu estaba libre de tribulaciones, y su mente libre de especulaciones inútiles. Todo lo que le quedaba por hacer era mostrarnos pragmáticamente lo que significaba cruzar las líneas paralelas en la totalidad de uno mismo.

Don Juan me dijo que, en el mejor de los casos, yo podía ayudar a uno de los aprendices, y que él había escogido a la Gorda a causa de su agilidad en la segunda atención y porque me hallaba familiarizado con ella en extremo. Me dijo que yo no disponía de energía para los demás, debido a que tenía otros deberes que llevar a cabo, otro camino. Don Juan me explicó que cada uno de sus guerreros sabia cuál era esa tarea pero que ninguno de ellos me lo podía revelar porque yo tenía que probar que la merecía. El hecho de que se hallaran al final de su sendero, y el hecho de que yo había seguido fielmente las instrucciones hacía imperativo que la revelación tomase lugar, aunque sólo fuera en una forma parcial.

Cuando llegó el momento de partir, don Juan me dijo cuál era mi tarea. Como me hallaba en un estado de conciencia normal, perdí el verdadero sentido de lo que me dijo. Hasta el último momento don Juan trató de inducirme a unir mis dos estados de conciencia. Todo habría sido muy simple si yo hubiera podido efectuar esa fusión. Como no pude, sólo fui tocado racionalmente por sus revelaciones. Don Juan me hizo luego cambiar de niveles de conciencia a fin de permitirme apreciar el evento de su partida total en términos más abarcantes. Repetidamente me advirtió que estar en la conciencia del lado izquierdo es una ventaja sólo en cuanto se acelera nuestra comprensión. Es una desventaja porque nos permite enfocar con inconcebible lucidez sólo una cosa a la vez, y esto nos vuelve vulnerables. No se puede actuar independientemente mientras se está en la conciencia del lado izquierdo; uno tiene que ser ayudado por guerreros que han obtenido la totalidad de sí mismos y saben cómo desempeñarse en ese estado.

La Gorda me dijo que un día el nagual Juan Matus y Genaro reunieron a todos los aprendices en su casa. Él nagual los hizo cambiar a la conciencia del lado izquierdo, y les dijo que su tiempo en la tierra había llegado a su fin.

La Gorda no le creyó en un principio. Estaba convencida de que don Juan trataba de asustarlos para que actuaran como guerreros. Pero después se dio cuenta de que había un brillo en sus ojos que nunca le había visto.

Después de hacerlos cambiar de niveles de conciencia, don Juan habló con cada uno de ellos individualmente y a cada uno le hizo un resumen de todos los conceptos y procedimientos que les había enseñado. Conmigo hizo lo mismo, pero en mi caso condujo el resumen en ambos estados de conciencia, el día anterior a su viaje definitivo. Por cierto, me hizo cambiar de su lado al otro varias veces, como si quisiera estar seguro de que yo me hallaba completamente saturado en los dos.

Por mucho tiempo me fue imposible recordar, lo que tuvo lugar después del resumen. Un día, la Gorda finalmente logró romper las barreras de mi memoria. Me dijo que ella había estado en mi mente, como si me leyera por dentro. Afirmó que lo que mantenía cerrada mi memoria era el miedo que yo tenía de recordar algo dolorosísimo. Lo que había ocurrido en casa de Silvio Manuel la noche previa al viaje definitivo se hallaba inseparablemente enredado con mi terror. Dijo que tenía la clarísima sensación de que ella también tuvo miedo, pero ignoraba la razón. Tampoco podía recordar exactamente qué había ocurrido en casa, específicamente en el cuarto donde tomamos asiento.

Conforme la Gorda hablaba sentí como si me estuviera cayendo dentro de un abismo. Comprendí que algo en mí trataba de establecer una conexión entre dos diferentes acontecimientos que yo había presenciado en los dos estados de conciencia. En mi lado izquierdo tenía encerrado los recuerdos de don Juan y su grupo de guerreros en su último día en la tierra; en mi lado derecho estaba el recuerdo de haber saltado en una barranca. Al tratar de unir los dos lados experimenté una sensación total de descenso físico. Mis rodillas se doblaron y me desplomé en el suelo.

La Gorda dijo que lo que me pasaba era que había llegado a mi conciencia del lado derecho un recuerdo que surgió en ella cuando yo hablaba. Recordó que habíamos hecho un intento más de cruzar las líneas paralelas con el nagual Juan Matus y su grupo. Dijo que ella y yo juntos con el resto de los aprendices habíamos tratado una vez más de cruzar el puente.

Yo no podía enfocar ese recuerdo. Parecía haber una fuerza constrictora que me pedía organizar mis pensamientos. La Gorda dijo que Silvio Manuel le había dicho al nagual Juan Matus que me preparara a mí y a los demás aprendices para cruzar. No quería dejarme en el mundo, porque creía que yo no tenía la menor posibilidad de cumplir mi tarea. El nagual no estuvo de acuerdo con él, pero llevó a cabo las preparaciones no obstante lo que pensaba.

La Gorda me dijo que recordaba que yo había ido en mi auto a su casa para llevarla a ella y a los demás aprendices a casa de Silvio Manuel. Ellos se quedaron allí mientras yo regresaba con el nagual Juan Matus y con Genaro a fin de prepararme para el cruce.

No pude recordar nada. Ella insistió en que debía de utilizarla como guía, puesto que nos hallábamos íntimamente unidos; me aseguró que yo podía leerle la mente y encontrar algo allí que podría despertar la totalidad de mi recuerdo.

Mi mente se hallaba en un estado de gran turbación. Una sensación de ansiedad me prevenía incluso concentrarme en lo que la Gorda decía. Ella siguió hablando, describiendo lo que recordaba de nuestro segundo intento por cruzar el puente. Refirió que Silvio Manuel los había arengado. Les dijo que el entrenamiento que tenían era suficiente como para tratar de cruzar nuevamente; lo que necesitaban para entrar plenamente en el otro yo era abandonar el intento de la primera atención. Una vez que se hallaran en la conciencia del otro yo, el poder del nagual Juan Matus y de su grupo los recogería y los elevaría a la tercera atención con gran facilidad: esto era algo que no podían hacer si los aprendices se hallaban en su conciencia normal.

De pronto, ya no escuchaba más a la Gorda. El sonido de su voz en verdad era como un vehículo para mí y trajo consigo el recuerdo de todo el evento. Me tambaleé ante el impacto. La Gorda cesó de hablar, y conforme yo le describía mi recuerdo, ella también se acordó de todo. Habíamos finalmente juntado las últimas piezas de los recuerdos separados de nuestros dos estados de conciencia.

Recordé que don Juan y don Genaro me prepararon para cruzar mientras yo me hallaba en el estado normal de conciencia. Yo pensé racionalmente que me estaban preparando para dar un salto en un abismo.

La Gorda recordó que a fin de prepararlos a cruzar, Silvio Manuel los había colgado de las vigas del techo en arneses de cuero. Había uno de éstos en cada cuarto de su casa. Los aprendices estuvieron suspendidos en ellos casi todo el día.

La Gorda comentó que tener un arnés en el cuarto de uno es algo ideal. Los Genaros, sin saber realmente lo que estaban haciendo, habían acertado al construir un arnés, tuvieron un recuerdo a medias y crearon su juego. Era un juego que combinaba las cualidades curativas y purificadoras de estar separado del suelo con la concentración que uno requiere para cambiar niveles de conciencia. El juego en realidad era un artificio que les ayudaba a recordar.

La Gorda me dijo que Silvio Manuel les hizo descender del arnés al atardecer, después de haber estado suspendidos todo el día. Todos fueron con él al puente y esperaron allí con el resto del grupo hasta que el nagual Juan Matus y Genaro llegaron conmigo. El nagual Juan Matus le explicó a todos que el prepararme había tomado más tiempo de lo que él anticipó.

Recordé que don Juan y sus guerreros cruzaron el puente antes que nosotros. Doña Soledad y Eligio automáticamente fueron con ellos. La mujer nagual fue la última que cruzó. Desde el otro lado del puente, Silvio Manuel nos indicó que empezáramos a caminar. Sin decir una sola palabra, todos nosotros, empezamos. A la mitad del puente, Lidia, Rosa y Pablito parecieron no poder dar otro paso. Benigno y Néstor llegaron casi hasta el final y después se detuvieron. Solamente la Gorda, Josefina y yo llegamos a donde don Juan y los otros se encontraban.

Lo que ocurrió después fue bastante parecido a lo que sucedió la primera vez que intentamos cruzar. Silvio Manuel y Eligio habían abierto algo que yo creí que era una grieta real. Tuve la energía suficiente para concentrar mi atención en ella. No era la colina que se encontraba junto al puente, ni tampoco era una apertura en la pared de niebla, aunque podía distinguir un vapor neblinoso en torno a la grieta. Era una misteriosa y oscura apertura que se erguía por sí sola al margen de todo lo demás; era del tamaño de un hombre, pero estrecha. Don Genaro hizo una broma y la llamó "vagina cósmica", y esta observación produjo risas estentóreas de sus compañeros. La Gorda y Josefina se aferraron a mí y entramos.

Instantáneamente sentí que me trituraban. La misma fuerza incalculable que casi me hizo explotar la primera vez me había atrapado nuevamente. Podía sentir a la Gorda y Josefina fusionándose conmigo. Yo parecía ser más ancho que ellas y la fuerza me aplanó contra las dos juntas.

Cuando otra vez me di cuenta de mí mismo, yacía en el suelo con la Gorda y Josefina encima de mí. Silvio Manuel nos ayudó a ponernos en pie. Me dijo que no sería imposible unirnos a ellos en esa ocasión, pero que quizá después, cuando nos hubiéramos afinado hasta la perfección, el Águila nos dejaría pasar.

Cuando regresábamos a su casa, Silvio Manuel me dijo casi en un susurro que su camino y mi camino se habían separado esa noche y que jamás se volverían a cruzar. Me hallaba sólo. Me exhortó a ser frugal y a utilizar mi energía con gran mesura sin desperdiciar ni un ápice de ella. Me aseguró que si yo llegaba a la totalidad de mí mismo sin desgastes excesivos, tendría energía suficiente para cumplir mi tarea. Pero me agotaba excesivamente antes de perder mi forma humana, estaba perdido.

Le pregunté si había una manera de evitar el desgaste. Negó con la cabeza. Dijo que mi triunfo o mi fracaso no era asunto de mi voluntad. Después me reveló los detalles de mi tarea. Pero no me dijo cómo llevarla a cabo, sólo que algún día el Águila pondría a alguien en mi camino para decirme cómo cumplirla. Y hasta no haber triunfado, no sería libre.

Cuando llegamos a la casa, nos congregamos todos en una gran habitación. Don Juan tomó asiento en el centro con la cara hacia él sureste. Las ocho guerreras lo rodearon. Se acomodaron en pares en los puntos cardinales, con la cara también hacia el sureste. Después los tres guerreros hicieron un triángulo afuera del círculo, con Silvio Manuel en el vértice que apuntaba al sureste. Las dos mujeres propios se sentaron flanqueándolo, y los dos hombres propios se acomodaron frente a él, casi contra la pared.

La mujer nagual hizo que los aprendices hombres tomaran asiento contra la pared del Esté, e hizo que las mujeres se sentaran contra la pared del Oeste. Después me condujo a un lugar que se hallaba directamente atrás de don Juan. Allí nos sentamos juntos.

Permanecimos sentados lo que yo creí que sólo era un instante, y sin embargo sentí una oleada de extraña energía. Cuando le pregunté a la mujer nagual por qué nos habíamos levantado tan rápidamente, me contestó que habíamos estado sentados allí durante varias horas, y que algún día, antes de que entrara a la tercera atención, todo eso tendría sentido para mí.

La Gorda afirmó que ella no sólo tuvo la sensación de que estuvimos sentados sólo un instante, sino que nunca le dijeron que eso no había sido así. Lo único que el nagual le dijo después era que tenía la obligación de ayudar a los demás aprendices, especialmente a Josefina, y que un día yo regresaría para darle el empujón final para cruzar totalmente hacia el otro yo. Ella estaba atada a mí y a Josefina. En nuestro ensoñar juntos, bajo la supervisión de Zuleica, habíamos intercambiado enormidades de nuestra luminosidad. Por esa razón pudimos resistir juntos la presión del otro yo al entrar en él con todo y cuerpo. También le dijo que el poder de los guerreros de su grupo fue lo que hizo que el cruce fuera fácil esa vez, y que cuando ella tuviera que cruzar por sí misma tenía que hacerlo a través del ensueño.

Después de que nos pusimos en pie, Florinda se acercó a donde yo estaba. Me tomó del brazo y caminamos por el cuarto, mientras don Juan y sus guerreros hablaban con los otros aprendices.

Me dijo que no debía permitir que los eventos de esa noche, en el puente, me confundieran. Yo no debería de creer, como creyó una vez el nagual Juan Matus, que en realidad hay una entrada física hacia el otro yo. La grieta que yo había visto simplemente era una construcción del intento de todos ellos; un intento que fue atrapado por una combinación entre la observación del nagual Juan Matus con entradas reales y el grotesco sentido del humor de Silvio Manuel: la mezcla de ambos produjo la vagina cósmica. Hasta donde ella sabía, el paso de un yo al otro no tenía características físicas. La vagina cósmica era una expresión física del poder de los hombres para mover "la rueda del tiempo".

Florinda me explicó que cuando ella o sus compañeros hablaban del tiempo, no se referían a algo que se mide con los movimientos del reloj. El tiempo es la esencia de la atención; las emanaciones del Águila están compuestas de tiempo, y, propiamente hablando, cuando uno entra en cualquier aspecto del otro yo, uno empieza a familiarizarse con el tiempo.

Florinda me aseguró que esa noche, cuando estábamos sentados en formación, ellos tuvieron su última oportunidad de ayudarnos, a mí y a los aprendices, a encarar la rueda del tiempo. Dijo que la rueda del tiempo es como un estado de conciencia acrecentada del otro yo, así como la conciencia del lado izquierdo es el estado de conciencia acrecentada del yo de todos los días. La rueda del tiempo podía describirse físicamente como un túnel de largo infinito, un túnel con surcos reflectores. Casa surco es infinito, y hay cantidades infinitas de ellos. Las criaturas vivientes están obligadas, por la fuerza de la vida, a contemplar compulsivamente uno de esos surcos. Contemplarlo significa ser atrapado por él, vivir ese surco.

Florinda aseveró que lo que los guerreros llaman voluntad pertenece a la rueda del tiempo. Es algo semejante a un tentáculo intangible que todos nosotros poseemos. Dijo que el designio final del guerrero consiste en aprender a concentrarlo en la rueda del tiempo con el fin de hacerla girar. Los guerreros que han logrado hacer girar la rueda del tiempo puede contemplar, cualquier surco y extraer de él lo que deseen, como, por ejemplo, la vagina cósmica. Ser atrapado compulsivamente en cualquier surco del tiempo implica ver las imágenes de ese surco conforme se alean. Ser libre de la fuerza fascinante de esos surcos significa que uno puede ver en cualquier dirección, ya sea cuando las imágenes se alejan o cuando se aproximan.

Florinda dejó de hablar y me abrazó. Me susurró al oído que regresaría a finalizar su instrucción algún día, cuando yo hubiese ganado la totalidad de mí mismo.

Don Juan pidió a todos que se acercaran a donde yo estaba. Me rodearon. Don Juan fue el primero en hablarme. Dijo que yo no podía ir con ellos en su viaje definitivo porque era imposible que retractara mi tarea. Bajo esas circunstancias lo único que ellos podían hacer por mí era darme sus mejores votos. Añadió que los guerreros no tienen vida propia. A partir del momento en que comprenden la naturaleza de la conciencia, dejan de ser personas y la condición humana ya no forma parte de su visión. Yo tenía un deber como guerrero y sólo eso era lo que contaba a fin de cumplir la tenebrosa tarea que me había confiado. Puesto que yo había prescindido de mi vida, ellos ya no tenían nada que decirme, salvo que debería dar lo mejor de mí. Y yo tampoco tenía nada que decirles, salvo que había comprendido y qué aceptaba mi destino.

Después, Vicente vino a mi lado. Habló muy quedamente. Dijo que el reto de un guerrero consiste en llegar a un equilibrio muy sutil de fuerzas positivas y negativas. Este reto no quiere decir que un guerrero deba de luchar por tener todo bajo su control, sino que el guerrero debe de luchar por enfrentar cualquier situación concebible, lo esperado y lo inesperado, con igual eficiencia. Ser perfecto en circunstancias perfectas es ser un guerrero de papel. Mi desafío consistía en quedarme atrás. El de ellos era irrumpir en lo desconocido. Ambos desafíos eran agobiantes. Para los guerreros, la excitación de quedarse es igual a la excitación del viaje. Ambos son los mismos, porque los dos entrañan el cumplimiento de un cargo sagrado.

El siguiente que vino a hablarme fue Silvio Manuel; dijo que a él le importaba lo práctico. Me dio una fórmula, un encantamiento para las horas en que mi tarea fuese mayor que mi fuerza; ése fue el encantamiento que me vino a la mente la primera vez que recordé a la mujer nagual.

Ya me di al poder que a mi destino rige.

No me agarro ya de nada, para así no tener nada que defender.

No tengo pensamientos, para así poder ver.

No temo ya a nada, para así poder acordarme de mí

Sereno y desprendido,

Me dejará el águila pasar a la libertad.

Me dijo que iba a revelarme una maniobra práctica de la segunda atención. Y sin más ni más se convirtió en una bola de luz, en un huevo luminoso. Volvió a su apariencia normal y repitió la transformación tres o cuatro veces. Comprendí perfectamente bien lo que hacia. No necesitaba explicármelo y sin embargo me era imposible formular en palabras lo que yo sabía.

Silvio Manuel sonrió, consciente de mi problema. Dijo que se requería una enormidad de fuerza para abandonar el intento de la vida de todos los días. El secreto que me acababa de revelar era como facilitar el abandono del intento. Para poder hacer lo que él había hecho, uno debe enfocar la atención en la superficie del cascarón luminosa.

Una vez más se volvió una bola de luz y después se me hizo obvio lo que ya sabía desde el principio. Silvio Manuel volvió los ojos y por un instante los enfocó en el punto de la segunda atención. Su cabeza estaba erguida, encarando lo que estaba delante de sí, sólo sus ojos estaban sesgados. Dijo que un guerrero debe evocar el intento. En la mirada está el secreto. Los ojos convocan el intento.

Me puse eufórico. Por fin era yo capaz de considerar algo que yo sabía sin saberlo en verdad. La razón por la que el ver parece ser visual es porque necesitamos los ojos para enfocar el intento. Don Juan y su grupo de guerreros sabían cómo usar los ojos para atrapar otros aspectos del intento y a este acto le llamaban ver. Lo que Silvio Manuel me había mostrado era la verdadera función de los ojos, los atrapadores del intento.

Utilicé entonces mis ojos premeditadamente para convocar el intento. Los concentré en el punto de la segunda atención. De repente, don Juan, sus guerreros, doña Soledad y Eligió eran huevos luminosos, pero no la Gorda, las tres hermanitas y los Genaros. Seguí moviendo la mirada de un lado al otro; entre las burbujas de luz y la gente, hasta que escuché un crujido en la base de mi cuello, y todos los que estaban en mi cuarto eran huevos, luminosos. Por un instante sentí que no podía saber quién era quién, pero luego mis ojos lograron ajustarse y sostuve dos aspectos del intento, dos imágenes al mismo tiempo. Podía ver sus cuerpos físicos y también sus luminosidades. Las dos escenas no se hallaban una encima de la otra, sino que estaban separadas, y sin embargo no podía concebir cómo. Definitivamente tenía dos canales de visión; ver estaba íntimamente unido a mis ojos y no obstante era algo independiente de ellos. Si los cerraba, aún podía ver los huevos luminosos, pero no los cuerpos físicos.

En un momento tuve la sensación clarísima de que yo sabía cómo cambiar mi atención hacia mi luminosidad. También sabía que para volver de nuevo al nivel físico todo lo que tenía que hacer era enfocar los ojos en mi cuerpo.

Don Juan vino luego a mi lado y me dijo que el nagual Juan Matus, como regalo de despedida, me había dado el deber, Vicente me dio el reto, Silvio Manuel me dio magia, y él iba a darme la gracia. Me miró de arriba abajo y comentó que yo era el nagual de apariencia más lamentable que hubiera visto. Examinó a los aprendices, meneó la cabeza y concluyó que con una apariencia tan deplorable lo único que nos quedaba era ser optimista y ver el lado positivo de las cosas. Nos contó el chiste de una muchacha pueblerina que fue seducida por un agente viajero que le prometió matrimonio. Cuando llegó el día de la boda y le dijeron que el novio había huido del pueblo, ella no se inmutó, sonrió con fatalidad y dijo que no todo estaba perdido. Perdió la virginidad, sí, pero menos mal que todavía no había matado al lechón de la fiesta.

Don Genaro recomendó que lo único que podía ayudarnos a salir de esa situación, que era la de la novia vestida y alborotada, era aferrarnos a nuestros lechones, cualesquiera que fuesen, y reírnos a carcajadas. Sólo a través de la risa podríamos cambiar nuestra condición.

Nos instó con gestos de la cabeza y de las manos a que nos riéramos. Se arrodilló y nos pidió una carcajadita. Ver a don Genaro de rodillas y a los aprendices tratando de carcajearse era tan ridículo como mis propios intentos. Repentinamente yo estaba riendo estentóreamente con don Juan y sus guerreros.

Don Genaro, que siempre bromeaba que yo era poeta y loco, me pidió que le leyera un poema en voz alta. Dijo que quería resumir sus sentimientos y sus recomendaciones con el poema que celebra la vida, la muerte y la risa. Se refería a un fragmento del poema de José Gorostiza Muerte sin fin.

La mujer nagual me tendió el libro y yo leí la parte que siempre le gustaba a don Juan y a don Genaro.

Ay, una ciega alegría,

un hambre de consumir

el aire que se respira,

la boca, el ojo, la mano;

estas pungentes cosquillas

de disfrutarnos enteros

en un solo golpe de risa,

ay, esta muerte insultante,

procaz, que nos asesina

a distancia, desde el gusto

que tomamos en morirla,

por una taza de té,

por una apenas caricia.

El efecto del poema fue aniquilante. Sentí un estremecimiento. Emilito y Juan Tuma fueron a mi lado. No dijeron una sola palabra. Sus ojos brillaban como canicas negras. Todos sus sentimientos parecían concentrarse en sus ojos. Juan Tuma dijo muy suavemente que una vez él me había introducido en su casa en los misterios de Mescalito y que eso había sido un precursor de otra ocasión en la rueda del tiempo en la que él me introduciría en el último de los misterios: la libertad.

Emilito dijo, como si su voz fuera un eco de Juan Tuma, que los dos confiaban en que yo podría cumplir mi tarea. Ellos me esperarían, pues algún día yo me les uniría. Juan Tuma añadió que el Águila me había puesto con el grupo del nagual Juan Matus porque ésa era mi unidad de rescate. Nuevamente me abrazaron y al unísono me susurraron que debía tener confianza en mí mismo.

Después vinieron las guerreras a mí. Cada una de ellas me abrazó y me susurró un deseo en el oído, un deseo de plenitud y logros.

La mujer nagual fue la última que se me acercó. Tomó asiento y me sentó en sus faldas como si yo fuera un niño. Exudaba afecto y pureza. Perdí el aliento. Nos pusimos en pie y caminamos por el cuarto. Hablamos y examinamos nuestro destino. Fuerzas imposibles de concebir nos habían guiado a ese momento culminante. El pavor que sentí fue inconmensurable. Y así era también mi tristeza.

Entonces me reveló una porción de la regla que se aplicaba al nagual de tres puntas. Ella se encontraba en un estado de agitación extrema y sin embargo estaba calmada. Su intelecto era impecable y sin embargo no trataba de razonar nada.

Su estado de ánimo en su último día en la tierra era inaudito y me lo transmitió. Era como si hasta ese momento yo no me hubiese dado cuenta de la finalidad de nuestra situación. Estar en el lado izquierdo implicaba que lo inmediato tomaba precedencia, lo cual hacía que para mí fuera prácticamente imposible prever más allá de ese momento. Sin embargo, el contacto con la mujer nagual atrapó algo de mi conciencia del lado derecho y su capacidad para prejuzgar lo mediato. Comprendí entonces por completo que nunca más la volvería a ver. ¡Y eso para mí era una angustia sin límite!

Don Juan decía que en el lado izquierdo no hay lugar para las lágrimas, que un guerrero no puede llorar, y que la única expresión de angustia es un estremecimiento que viene desde las profundidades mismas del universo. Es como si una de las emanaciones del Águila fuese la angustia. El estremecimiento del guerrero es infinito. Mientras la mujer nagual me hablaba y me abrazaba, yo sentí ese estremecimiento.

Ella puso sus brazos en torno a mi cuello y apretó su cabeza contra la mía. Sentí que me estaba exprimiendo como un pedazo de trapo, y que algo emergía de mi cuerpo, o del de ella hacia el mío. Mi angustia fue tan intensa y me inundó tan rápido que perdí el control de los músculos. Caí al suelo, con la mujer nagual aún abrazada a mí. Pensé, como si estuviera en un sueño, que debió haberse cortado la frente durante nuestra caída. Su rostro y el mío estaban cubiertos de sangre. La sangre había hecho un estanque en sus ojos.

Don Juan y don Genaro me alcanzaron con presteza. Me sostuvieron. Yo tenía espasmos incontrolables, como ataques. Las guerreras rodearon a la mujer nagual; después hicieron una hilera a la mitad del cuarto. Los hombres se les unieron. En un momento se creó una innegable cadena de energía que fluía entre ellos. La hilera se movió y desfiló enfrente de mí. Cada uno de ellos se acercó y se detuvo frente a mí durante un momento, pero sin romper fila. Era como si se deslizaran en una rampa movible que los transportaba y que los hacía detenerse y encararse por un segundo. Los cuatro propios avanzaron primero, con los hombres a la cabeza, después los siguieron los guerreros, luego las ensoñadoras, las acechadoras y, por último, la mujer nagual. Pasaron frente a mí y durante un segundo o dos permanecieron a plena vista; después desaparecieron en la negrura de la misteriosa grieta que había aparecido en el cuarto.

Don Juan oprimió mi espalda y me ayudó a contrarrestar un poco de mi angustia intolerable. Dijo que comprendía mi dolor, y que la afinidad del hombre nagual y de la mujer nagual es algo que no puede formularse. Existe como resultado de las emanaciones del Águila; una vez que las dos personas se juntan y se separan, no hay manera de llenar la vaciedad, porque no se trata de una vaciedad social, sino de un movimiento de esas emanaciones.

Don Juan me dijo entonces que iba a hacerme cambiar hasta mi extrema derecha. Dijo que era una maniobra conmiserativa pero temporal; por el momento me ayudaría a olvidar, pero no me sería un alivio cuando recordase.

Don Juan también me dijo que el acto de recordar es absolutamente incomprensible. En realidad se trata del acto de acordarse de uno mismo, que uno cesa cuando el guerrero recupera la memoria de las acciones llevadas a cabo en la conciencia del lado izquierdo, sino que prosigue hasta recuperar cada uno de los recuerdos que el cuerpo luminoso ha almacenado desde el momento de nacer.

Las acciones sistemáticas que los guerreros llevan a cabo en estados de conciencia acrecentada son un recurso para permitir que el otro yo se revele en términos de recuerdos. Este acto de recordar, aunque parece estar asociado solamente con los guerreros, es algo que pertenece a cualquier ser humano; cada uno de nosotros puede ir directamente a los recuerdos de nuestra luminosidad con resultados insondables.

Don Juan me dijo entonces que ellos partirían ese mismo día, a la hora del crepúsculo, y que lo que aún tenía que hacer conmigo era crear una apertura, una interrupción en el continuo de mi tiempo. Iban a hacerme saltar un abismo como medio de interrumpir la emanación del Águila que es responsable de mi sensación de ser completo y uniforme. El salto tendría que hacerse cuando yo estuviera en un estado de conciencia normal, y la meta era que mi segunda atención tomara el control; en vez de morir en el fondo del abismo, yo entraría plenamente en el otro yo. Don Juan me dijo que finalmente saldría del otro yo otra vez que mi energía se agotara, pero no en la montaña de la cual yo iba a saltar. Predijo que yo resurgiría en mi lugar favorito, cualquiera que éste fuese. Esa sería la interrupción del continuo de mi tiempo,

Después, don Juan me sacó completamente de mi conciencia del lado izquierdo. Y yo olvidé mi angustia, mi propósito, mi tarea.

Al atardecer de ese día, Pablito, Néstor y yo, en verdad saltamos dentro de un precipicio. El golpe del nagual había sido tan exacto y tan conmiserativo que nada de esa extraordinaria despedida trascendió más allá del otro extraordinario acto de saltar a una muerte segura, y no morir. Pavoroso como fue ese acontecimiento, resultaba pálido en comparación con lo que tuvo lugar en el otro dominio.

Don Juan me hizo saltar en el preciso momento en que él y todos sus guerreros habían encendido sus conciencias. Tuve una visión, como de sueño, de una hilera de gente que me miraba. Después lo racionalicé como si fuera parte de una serie de visiones o alucinaciones que tuve después de saltar. Esta era la magra interpretación de mi conciencia del lado derecho, abrumada por lo pavoroso del evento total.

En mi lado izquierdo, sin embargo, comprendí que había entrado en el otro yo, pero sin la ayuda de mi racionalidad. Los guerreros del grupo de don Juan me habían agarrado por un instante eterno, antes de que se desvanecieran en la luz total, antes de que el Águila los dejara pasar. Yo sabía que se hallaban esperando a don Juan y a don Genaro en una esfera de las emanaciones del Águila, que estaba más allá de mi alcance. Vi a don Juan tomando la delantera. Y después sólo hubo una fila de exquisitas luces en el cielo. Algo como un viento parecía hacer que la fila se contrajera y oscilara. En un extremo de la línea de luces, donde se hallaba don Juan, había un inmenso brillo. Pensé en la serpiente emplumada de la leyenda tolteca. Y después las luces se desvanecieron.