37959.fb2 El embrujo de Shanghai - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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CAPÍTULO PRIMERO

1

Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos, dijo el capitán Blay caminando delante de mí con su intrépida zancada y su precaria apariencia de Hombre Invisible: cabeza vendada, gabardina, guantes de piel y gafas negras, y una gesticulación abrupta y fantasiosa que me fascinaba. Iba al estanco a comprar cerillas y de pronto se paró en la acera y olfateó ansiosamente el aire a través de la gasa que afantasmaba su nariz y su boca.

– Y tan desdichada carroña está en la calle, se huele. Pero hay algo más… Sin querer ofender a nadie, se percibe otra descomposición de huevos. ¿No lo notas? -siguió el anciano husmeando su quimera predilecta ayudándose con nerviosos golpes de cabeza, y yo también me paré a oler. El capitán tenía el don de sugestionarme con su voz mineral y sentí un vacío repentino en el estómago y una sensación de mareo.

Así empieza mi historia, y me habría gustado que hubiese en ella un lugar para mi padre, tenerlo cerca para aconsejarme, para no sentirme tan indefenso ante los delirios del capitán Blay y ante mis propios sueños, pero en esa época a mi padre ya le daban definitivamente por desaparecido, y nunca volvería a casa. Pensé otra vez en él, vi su cuerpo tirado en la zanja y los copos de nieve cayendo lentamente y cubriéndole, y luego pensé en las enigmáticas palabras del viejo mochales mientras yo iba andando pegado a sus talones camino del estanco de la plaza Rovira, cuando, al pasar frente al portal número 8, entre el colmado y la farmacia, el capitán se paró en seco por segunda vez y su temeraria nariz, habitualmente desnortada y camuflada bajo el vendaje, detectó de nuevo la pestilencia.

– ¿No reconoces esa gran tufarada, muchacho? -dijo-. ¿Tu cándida naricilla maliciada en el incienso de Las Ánimas y en el agrio sudor de las sotanas ya no distingue el hedor…? -Se interrumpió estirando el cuello, resoplando como un caballo nervioso-: ¿A huevos podridos, a mierda de gato? Nada de eso… Ahí, en ese portal. ¡Ya sé lo que es! ¡Gas! ¡Se veía venir esta miseria!

En el interior del zaguán anidaba ciertamente un tufo a miseria casi permanente, pues era refugio nocturno de mendigos, pero el capitán supo distinguir en el acto una pestilencia de otra y además afirmó que el olor a gas no salía de allí, sino de la maltrecha acera que pisábamos, de las grietas donde crecía una hierba rala y malsana.

Él mismo se encargó de alertar al vecindario. Lo comentó en el estanco, en la farmacia y en la parada de tranvías, y aunque sus arranques de locura senil eran bien conocidos, desde ese día todo aquel que pasaba por la acera alta de la plaza y husmeaba el aire, detectaba el olor con sobresalto. Las mujeres se alarmaron y una vecina avisó a la Compañía del Gas.

– Se trata sin duda de una tubería rota que deja filtrar esa mierda -no se cansaba de repetir el capitán Blay en la taberna de la plaza-. Muy peligroso, señores, todos haríamos santamente evitando circular por allí y metiéndonos cada uno en su casa, a ser posible… Y mucho cuidado con encender cigarrillos junto al quiosco, a vosotros os digo, chavales.

– Sobre todo -advirtió su amigo el señor Sucre a la clientela habitual de bebedores, que escuchaban entre recelosos y burlones-, cuidado con las miradas llameantes y con las ideas incendiarias y la mala leche que algunos todavía esconden. ¡Mucho cuidado! La vieja castañera frente al cine, con su fogón y su lengua viperina, también es un peligro. Una chispa o una palabra soez, y ¡bum!, todos al infierno.

– Cuidado vosotros dos, puñeta, que quemáis periódicos detrás del quiosco -replicó un tranviario socarrón que bebía orujo-. Un día volaremos todos por los aires, con la parada de tranvías y la fuente y…

– ¡¿Y a qué hemos venido a este mundo sino a volar todos por los aires en pedazos, me lo quieres decir, tranviario carcamal vestido de pana caqui?!

– gritó el capitán moviendo sus largos brazos como aspas de molino y restregando los pies en la alfombra de serrín y huesos de aceituna. El vendaje de la cabeza se le había aflojado y colgaban junto a su oreja grumos de algodón deshilachado y amarillento-. ¡Vuele usted en mil pedazos, hombre de Dios, se sentirá mucho mejor!

– Puede que lo haga, sí señor -dijo el tranviario, y mirándome añadió-: Llévatelo ya, chaval. Está como una chota.

Transcurrieron quince días y persistía el tufo en la plaza, y a pesar de las reiteradas quejas de los vecinos a la Catalana de Gas y al Ayuntamiento, nadie vino a efectuar una revisión. Desde la puerta de la taberna se podía observar que todo seguía igual un día tras otro; los viandantes alertados bajaban de la acera evitando pasar por delante del portal, y los inquilinos del edificio, tres plantas con balcones corridos rebosantes de geranios, salían y entraban escurriéndose como ratas asustadas. Los Chacón y yo solíamos transitar expresamente por ese tramo de la acera calentándonos el coco con la emoción del peligro, la inminencia de una catástrofe.

Me encontraba por aquel entonces en una situación singular, nueva para mí, que a ratos me sumía en el tedio y la ensoñación: había dejado la escuela y aún no tenía trabajo. O mejor dicho, lo tenía aplazado. Debido a cierta habilidad que yo mostraba desde niño para el dibujo, mi madre, por consejo y mediación de un joyero fundidor amigo suyo, el señor Oliart, había hecho gestiones para que me admitieran como aprendiz y recadero en un taller de joyería no muy lejos de casa; en el taller le dijeron a mi madre que no precisaban de otro aprendiz hasta dentro de diez meses por lo menos, pasadas las vacaciones del próximo verano, pero aun así ella decidió que el oficio de joyero era justo el que me convenía y se comprometió a mandarme al taller en la fecha acordada. Mi supuesta maña para dibujar y mi gusto por la lectura fueron determinantes en esa decisión: guiada ante todo por el sentido práctico -no podía pagarme estudios y en casa hacía falta otra semanada-, pero seguramente aún más por su intuición, mi madre-quiso encarrilar así un destino que ella preveía marcado por algún tipo de sensibilidad artística, dicho sea en su sentido más vago y prosaico. Sin embargo, por aquel entonces yo me sentía incapaz de asociar la joyería artística a mis inquietudes, y lo único que me gustaba, además de leer y dibujar, era vagar por el barrio y el parque Güell.

Solía juntarme en la taberna de la plaza esquina Providencia con dos chavales de mi edad, los hermanos Chacón, cuya desvergüenza y libertad de movimientos envidiaba secretamente. Eran precarios y confusos sus medios de vida, y también lo eran sus correrías por la barriada; liberados de la escuela mucho antes que yo, habían trabajado ocasionalmente como repartidores y de chicos para todo en colmados y tabernas, y ahora se les veía callejear todo el día. Nunca supe exactamente dónde vivían, creo que en una barraca de la calle Francisco Alegre, en lo alto del Carmelo. Los domingos vendían tebeos usados y sobadas novelas de quiosco a precios de saldo.

Corría el mes de noviembre y la pequeña plaza ensimismada y gris se cubría con las hojas amarillas de los plátanos, el frío se había anticipado y el invierno prometía ser duro. La gente transitaba deprisa y encogida, pero el señor Sucre iba siempre como sonámbulo, hablando solo y comportándose como si dudara de su propia existencia o como si temiera convertirse de pronto en un fantasma. Solía decir que, en días desapacibles y de mucho viento, tenía que echarse a la calle en busca de su propio yo extraviado. Y, en efecto, le veíamos rastreándose a sí mismo por las calles de Gracia con las manos a la espalda y la cabeza gacha, indagando en tabernas y farmacias y droguerías, en recónditas y polvorientas librerías de viejo y en humildes exposiciones de pintura, preguntando a la gente hasta dar con su nombre y sus señas. Y nos contaba a los Chacón y a mí que le costaba tanto volver a ser el que era, y que recibía tan poca ayuda, que a veces tenía ganas de mandarlo todo a paseo y resignarse a ser nadie tomando el sol tranquilamente sentado en un banco de la plaza Rovira. Pero lo más frecuente era verle buscándose ansioso y enrabiado en los sitios más inesperados, dicen que un día se paró ante el cuartel de la Guardia Civil de la Travesera y preguntó al centinela cuál era su nombre y domicilio -el suyo propio, no el del centinela-, y que éste se espantó y llamó a gritos al sargento de guardia y menudo follón se armó.

– A ver, chicos, ¿queréis hacer el favor de decirme cómo me llamo y dónde vivo? -El señor Sucre se había parado en la puerta de la taberna y distrajo momentáneamente nuestra atención del portal número 8-. Por favor.

– Se llama usted don Josep Maria de Sucre y vive en la calle San Salvador -respondí automáticamente.

Asintió pensativo, parecía bastante satisfecho con los datos. Sin embargo, antes de admitir completamente su identidad, volvió a recelar:

– ¿Y qué os parece, es posible, es verosímil que haya nacido en Cataluña y que sea artista pintor, poco o más bien nada cotizado, viejo amigo de Dalí, y que no tenga un duro…? -susurró mirándonos con una luz burlona en los ojos.

– Sí, señor. Eso dicen.

– En fin, qué le vamos a hacer -suspiró, y con la mano afectuosa despeinó mi cabeza y la de Finito Chacón-. Sois unos chicos muy atentos y respetuosos con este ganso explorador… Gracias.

Para tranquilizarle del todo y no para pitorrearse de él, como habría pensado más de uno, Finito Chacón le proporcionó más datos:

– Y cada día suele usted venir a charlar un rato con los tranviarios en la parada, y luego compra el periódico en el quiosco y lo quema con una cerilla sentado en un banco, a veces en compañía del capitán. Y luego se viene al bar.

– Ya. Enterado. Y ahora, ¿podrías decirme a qué he venido, si me haces el favor?

– Pues ha venido usted -intervino Juan Chacón pacientemente-a tomarse un carajillo de anís, como todas las tardes, y a ver si por fin ese tal Forcat se decide a salir a la calle.

– Será eso -admitió resignado el señor Sucre, y se encaminó hacia el mostrador farfullando-: Sí, será eso, qué le vamos a hacer.

Al otro lado de la plaza, en la fachada rojiza del cine Rovira, Jesse James llevaba toda la semana cayéndose de la silla en el comedor de su casa, acribillado traicioneramente por la espalda, y en el otro cartelón de toscos colores, la Madonna de las Siete Lunas se asomaba por encima de las ramas deshojadas de los árboles esgrimiendo un puñal y una mirada maligna que escrutaba el paso de los tranvías girando en la curva del Torrente de las Flores. Pero no era el cine lo que esta tarde atraía la atención de algunos vecinos congregados en la puerta del bar Comulada, ni la tan comentada fuga de gas frente al portal número 8, ni era la excitante posibilidad de una explosión lo que nos impedía apartar los ojos de allí, sino la curiosidad de ver salir a un hombre por ese portal. Al principio, nuestro interés en ver al desconocido era un reflejo de la curiosidad de los mayores, porque nunca antes le habíamos visto ni sabíamos nada de él; luego nos enteramos que se llamaba Nandu Forcat, que era un refugiado que volvía de Francia después de casi diez años y que era amigo del Kim, el padre de Susana. Llevaba pocos días en casa, con su anciana madre muy enferma y una hermana soltera, y se comentó que la policía tenía que saberlo y que seguramente ya le habrían interrogado en Jefatura, pero que, por alguna razón que nadie alcanzaba a explicarse, lo habían soltado.

Nosotros no podíamos en aquel entonces ni siquiera intuir que el personaje era improbable, lo mismo que el Kim: inventado, imaginario y sin fisuras, un personaje que sólo adquiría vida en boca de los mayores cuando discutían, reticentes y en voz baja, sus fechorías o sus hazañas, según el criterio de cada cual. Creíamos, eso sí, que nunca llegaría a ser una leyenda como ya lo era el Kim, en cuya banda Forcat había militado o todavía militaba. Tenía partidarios y detractores a partes iguales, unos opinaban que era un hombre culto y educado que luchó por sus ideales, un honrado anarquista criado en la Barceloneta, hijo de pescadores, que se pagó la carrera del Magisterio trabajando de camarero, y otros decían que no era otra cosa que un delincuente, un atracador de bancos que probablemente había traicionado a sus antiguos camaradas y al que, ahora que volvía, más de uno tendría ganas de ajustarle las cuentas. Y que precisamente por eso le costaba tanto salir de casa. Puestos a imaginarlo, los Chacón y yo preferíamos entonces al hombre de acción, el que se jugaba la piel con el revólver en la mano y siempre en compañía del Kim, espalda contra espalda, protegiéndose el uno al otro…

Durante cuatro días, Nandu Forcat no salió a la calle y ni siquiera se asomó al balcón. Frente al portal flotaba noche y día el olor a gas y ahora una sensación doblemente excitante se adueñaba de uno al pasar por allí, como si el gas y el pistolero hubiesen establecido una alianza peligrosa. Al atardecer del quinto día, el capitán Blay compró el diario Solidaridad Nacional y le prendió fuego detrás del quiosco, muy cerca del portal. Dos mujeres que pasaban por allí fueron presa del pánico y echaron a correr chillando, pero no se produjo ninguna explosión.

Al día siguiente, hacia las cuatro de una tarde que amenazaba lluvia, se presentó inesperadamente una brigada de obras de la Compañía del Gas, dos hombres y un capataz, y manejando picos y palas levantaron la acera y abrieron una zanja frente al número 8. Su trabajo despertó expectación en la plaza. Dejaron medio al descubierto una maltrecha red de tuberías como tripas herrumbrosas, pusieron vallas, y a modo de puente tendieron tablas desde el portal hasta el bordillo de la acera para facilitar el paso de los inquilinos. Y eso fue todo lo que hicieron. La verdad es que aquello parecía una chapuza; levantaron seis o siete metros de acera, pero el hoyo que cavaron no tendría más de dos metros de largo y era poco profundo. Y ya no cavaron más. Uno de los obreros se acercó al bar con una botella de gaseosa vacía, pidió que se la llenaran de vino tinto, pagó, volvió junto a sus compañeros y los tres se sentaron en las baldosas apiladas en la acera y se pasaron el resto de la tarde empinando el codo y contemplando medio adormilados el movimiento en la parada de tranvías y en torno al quiosco. El capataz, de vez en cuando, escupía en la tierra negruzca amontonada junto a la acera y echaba una fría mirada a la zanja. Al oscurecer levantaron una pequeña tienda de lona y guardaron allí las herramientas. Luego se fueron.

Al sexto día de la llegada de Forcat, la inactividad de la brigada se hizo aún más ostensible. Ninguno de ellos cogió un pico ni una pala absolutamente para nada. Frecuentaban el bar de uno en uno, para mear o para llenar de vino la botella, y sin entablar conversación con nadie. En otra ocasión, el más joven de ellos, un tipo hosco y fornido con boina calada hasta las cejas, se acercó al vestíbulo del cine para mirar las fotos clavadas en el panel; las miraba ceñudo, como si no entendiera. A ratos también se le veía pegado a los flancos policromados del quiosco, las manos en los bolsillos, entretenido en descifrar las cubiertas de los tebeos colgados con pinzas.

En el bar se comentó que estaban esperando la llegada del técnico de la Compañía, pero Finito Chacón y yo pensábamos en algo muy distinto. Transcurrieron sábado y domingo y los obreros volvieron el lunes a primera hora de la mañana, y luego pasaron dos días más y todo seguía igual, la zanja abierta y los tres hombres mano sobre mano haciendo guardia junto a ella, esperando nadie sabía qué, y entonces alguien en el bar dijo coño, esto es muy extraño y aquí hay gato encerrado, y otro parroquiano le contestó que no había de qué extrañarse: aquellos obreros no eran de la Catalana de Gas, sino del Ayuntamiento, ¿nunca habéis visto gandulear a los empleados de obras públicas?, lo raro sería verles trabajar, comentó riendo. Para nosotros, sin embargo, aquello era un enigma y sólo tenía una explicación: no eran empleados de la Compañía del Gas ni del Ayuntamiento, no habían venido a reparar ningún escape ni estaban esperando la llegada de ningún técnico ni nada de eso. Saben que este refugiado ha vuelto, saben que está en casa y que un día u otro ha de salir por este portal. Todo eso de la zanja es teatro, un pretexto para estar ahí de guardia sin levantar sospechas. Esta zanja, en realidad, podría ser la tumba de Forcat.

2

El jueves por la mañana lloviznó un buen rato y el montón de tierra de la zanja se esponjó, se oscureció aún más y finalmente se amazacotó. Al mediodía estábamos merodeando alrededor del quiosco para ver de cerca a los tres hombres sentados en el bordillo de la acera; se pasaban el uno al otro la botella de morapio y hablaban poco. La abuela Sorribes, que vivía en el número 8 y venía de la compra, se disponía a entrar en el portal pisando cuidadosamente las tablas enfangadas, cuando resbaló y estuvo a punto de caerse. Una mandarina saltó de la bolsa repleta y fue a parar al fondo de la zanja. La vieja tenía mala uva.

– ¡¿Cuánto va a durar esta puñeta?! ¡A vosotros os digo, gandules! ¡¿Es que nunca vais a tapar este dichoso agujero?!

– Cuando nos lo manden, abuela -masculló el capataz-. Seguramente habrá que ahondarlo aún más.

– ¡¿Y a qué esperáis entonces?! ¡Vagos, más que vagos! -Despotricando sobre las tablas resbaladizas la vieja entró en el portal-. ¡Qué asco! ¡Cómo lo han puesto todo!

– ¡Eh, señora, que esa mierda ya estaba ahí cuando llegamos! -protestó el más joven-. ¡No te jode la abuelita!

A la hora de comer sacaron sus fiambreras abolladas y sus navajas y servilletas. Yo tenía que acompañar al capitán Blay a su casa, pero ese día no quiso seguirme. Dijo que vendría a buscarlo su mujer, más tarde, y lo dejé en la taberna con el señor Sucre. Me fui con los Chacón y al pasar junto a los obreros, el más alto, de cabeza rapada, nos llamó.

– Eh, chavales. -En su fiambrera se veía una masa pejuntosa de arroz hervido-. Hacedme el favor, acercaros uno de vosotros al bar a por un pellizco de sal, hombre. Que no sé en qué estaría pensando hoy la parienta, pero esto no hay quien se lo coma… Anda, chico, tú mismo.

Juan echó a correr hacia el bar. Su hermano y yo le esperamos sin movernos de allí, viendo comer al otro peón y al capataz; éste, potaje de garbanzos con bacalao; el otro, lentejas con tocino. Masticaban deprisa y con semblante aburrido, y el capataz nos miró una sola vez, pero fue como si no nos viera; tenía ojos de agua y los párpados enfermos, y con la mano yerta, sin mirar lo que hacía, tanteó la botella de vino que su compañero le ofrecía. Desde la zanja llegaba hasta nuestras narices un suave olor a mierda de gato. Juan volvió corriendo con un puñado de sal en un trozo de papel y el peón rapado le dio las gracias. Entonces Finito, como si hubiera estado esperando este momento, se atrevió a preguntarle por qué no terminaban de cavar la zanja y por qué no buscaban el escape de gas.

– ¿Quién te ha dicho que hay un escape de gas? -gruñó el hombre esparciendo la sal en el arroz.

– Todo el mundo lo sabe -dijo Finito.

– ¿Ah sí? Se ve que sois muy listos en esta plaza. Lo único que hemos encontrado es una calavera.

– ¿Una calavera?

– Eso he dicho. -El hombre de cabeza rapada cambió una mirada con sus compañeros y añadió-: Una calavera y algunos huesos. Y por eso hemos parado de cavar, de momento. Tiene que venir alguien a mirar eso, un catedrático… Debajo de esta plaza hay un cementerio lleno de muertos, chaval. Cientos, miles de muertos. Son huesos antiguos de gran valor, huesos muy importantes, ¿comprendes? Que digan aquí mis colegas si miento.

– No miente, no -dijo el más joven.

– ¿Y dónde está la calavera? -preguntó Finito-. ¿Podemos verla?

– Claro que no. La están estudiando.

No tragamos, por supuesto. Podía ser una broma y esperábamos la risotada de un momento a otro, pero siguieron comiendo como si tal cosa, rascando con sus cucharas el fondo de las fiambreras y trasegando vino.

– Y por eso -prosiguió el peón de la cabeza pelona- creéis oler el gas. No hay ninguna fuga de gas. Ese pestucio es el que sueltan los huesos de los muertos cuando se juntan muchos. También echan al aire una luz verde como de fósforo, yo la he visto a veces en los cementerios, de noche… El olor se parece mucho al del gas, mismamente es un gas, el gas de los difuntos. Por mi madre que sí.

No dijimos nada. Esa patraña confirmaba nuestras sospechas; estaban allí para otra cosa, la obra no era más que una tramoya. Yo miraba con ansiedad la fosa y el portal y entonces noté los ojos de agua del capataz clavados en mí.

– ¿Qué te preocupa, muchacho? -murmuró con una voz rota.

– ¿A mí? Nada.

Me miró en silencio con sus ojos tristes y fatigados, un buen rato, y finalmente dijo:

– ¿Tienes miedo?

– ¿Yo? De qué.

De nuevo guardó silencio, y era como si renunciara a hacerse entender, no sólo conmigo, sino también consigo mismo. Lo percibí en sus ojos y en su voz:

– Anda, vete a casa. Tu madre te estará esperando para comer. Y vosotros también. Largo de aquí.

No me dolieron sus palabras, sino sus ojos anegados. Dejó de mirarnos y se quedó pensativo y cabeceó un poco con una mezcla de autoconmiseración y de impotencia, y masculló con voz casi inaudible mierda puta sin que pudiera uno saber a quién se dirigía ni qué ofensa pasada o futura evocaba o presentía. Un gato negro se encaramó al montículo junto a la zanja para husmear los grumos oscuros de tierra, y las ruedas de un tranvía girando frente al cine chirriaron en las vías y dentro de mi cabeza. Recuerdo todavía los ojos de aquel hombre y la jodida sensación de negligencia y confusión que me invadió, como cuando me saluda muy amistosamente un conocido cuyo nombre y afecto por mí he olvidado.

Nos fuimos para casa y convinimos que, de todos modos, aun pareciendo inofensivos vistos de cerca, aquellos tipos escondían sus intenciones, cualesquiera que fuesen. Y acordamos juntarnos en la plaza después de comer para seguir espiando sus movimientos.

A media tarde se levantó viento, soplaba a rachas y era húmedo, arremolinó las hojas amarillas contra el costado del quiosco y las sepultó en la zanja, y yo me puse a pensar en los hombres encogidos y mudos que se frotaban las manos a mi lado tras los cristales de la taberna, en tantas tabernas del barrio y de la ciudad a esta hora, hombres oscuros y retraídos que bebían de pie mirando la calle o junto al mostrador o arrimados a los toneles de vino como si la vida les hubiera acorralado allí, sobre una sucia alfombra de serrín y escupitajos. Y más tarde llegaron Finito y Juan y estábamos mirando una paloma que aleteaba inmóvil sobre la fuente de la plaza, como suspendida de un hilo invisible, cuando, inesperadamente, Nandu Forcat apareció en el portal de su casa, al borde de la zanja, con una gabardina gris echada sobre los hombros, gafas oscuras y un cigarrillo sin encender en los labios. Lucía una vistosa corbata, de un fulgor anaranjado y malva, y era un hombre alto, cargado de hombros y de barbilla prominente. Miró durante unos segundos el quiosco y la parada de tranvías y, todavía inmóvil, encendió el cigarrillo con un mechero, y en ese momento yo no pensé que la llama podía hacer volar la plaza entera, sino en los tres hombres que estaban sentados en un banco pasándose, una vez más, la botella de vino. El capataz le vio en el acto, pero no hizo el menor movimiento ni alertó a sus compañeros.

Antes de disponerse a salir pisando las tablas, Forcat miró el fondo de la zanja que se abría ante él, vio seguramente el amasijo de tubos y cables eléctricos retorcidos y roídos por la humedad, vio las hojas muertas y la mandarina podrida, y luego abarcó con una lenta mirada circular la plaza macilenta y tranquila que se abría ante él, sin fijarse ni un segundo en los tres hombres sentados en el banco; sus ojos escudados en las gafas negras se demoraron solamente en un punto del vacío, en no sabíamos qué, en la derrota de su vida tal vez, en algo que más tenía que ver con su sombrío corazón que con lo que podía verse ahora en torno al quiosco y la parada de tranvías bajo un cielo plomizo, esa luz sobresaltada del atardecer y la gente transitando como sombras furtivas, los niños con sus gruesas bufandas y sus rodillas moradas de frío correteando de la churrería a la fuente y dos o tres palomas que picoteaban en el charco.

Por más que no dejamos de observarle en su inmovilidad un poco envarada, por mucho que nos fijamos en sus manos largas y oscuras y en su boca tensa, no pudimos captar ninguna señal que estableciera una alianza entre muerte y escenario, ningún gesto que delatara fugazmente su conciencia cercada y condenada. Parecía, eso sí, un poco al acecho y en tensión, pero era más bien un efecto de sus hombros alzados y felinos. Dispuesto por fin a traspasar el umbral de nadie sabía qué, le dio un par de caladas al cigarrillo pero luego, inesperadamente, lo arrojó a la zanja, dio media vuelta y le vimos desaparecer al fondo del zaguán.

Dos días después, los obreros echaron paladas de tierra a la zanja y la cubrieron con las mismas gastadas baldosas, cargaron las herramientas y las vallas en una furgoneta y se fueron para siempre. Entonces advertimos algo que se nos había pasado por alto: durante todo el tiempo que la acera permaneció desventrada, mostrando las tuberías herrumbrosas y los cables despellejados, ningún olor especialmente tóxico se percibió en el entorno, como no fuera el suave tufillo a mierda de gato que exhalaba la tierra removida. Pero una vez cubierta la zanja y sus podridas entrañas, el olor a gas volvió a emponzoñar el aire frente al portal número 8, y no sólo allí; la fétida atmósfera parecía expandirse cada día más y más, y llegó un momento, acaso porque se te había pegado a las ropas y a la piel, que podías detectar el jodido olor en calles distantes de la plaza e incluso más lejos, en barriadas remotas.

3

También Forcat, después de permanecer unos días junto a su madre enferma, se iría de casa y del barrio y no volveríamos a verle hasta la primavera siguiente y en circunstancias aún más extrañas. Su partida fue tan discreta e inesperada como su llegada. Se comentó que nada le retenía aquí, salvo enterrar a su anciana madre cuando llegara el momento.

Poco tiempo después alguien dijo haberle visto fregando vasos detrás del mostrador de una taberna de la Barceloneta, propiedad de su otra hermana casada, pero eso parecía improbable porque llegaban otra vez cartas suyas desde Francia, según reveló el cartero en el bar, lo que suponía que había regresado nuevamente a Toulouse.

Más o menos por estas fechas, a primeros de año, los hermanos Chacón dejaron de frecuentar la plaza y ocasionalmente se les veía tirados en la acera frente al Colegio del Divino Maestro, en una esquina de la calle Escorial, exponiendo su mercancía de tebeos y novelas de segunda mano. Tres meses después, un sábado, los vi parados en el umbral de una tienda de legumbres cocidas de la calle Providencia. Barricas llenas de olorosas aceitunas invadían la acera y los Chacón las miraban y olfateaban con las manos en los bolsillos. Más sucios y desastrados que antes y más espigados, eran todo ojos y roña y parecían hallarse en tensión ante la presa. En la tienda, media docena de mujeres hacía cola para adquirir garbanzos y lentejas cocidas. Me acerqué a los Chacón por la espalda con ánimo de sorprenderles, pero al poner la mano en el hombro de Finito, éste se volvió hacia mí muy despacio con los ojos en blanco y, repentinamente sacudido por unos temblores muy fuertes, lanzó un grito y se desplomó sobre la acera, donde empezó a patalear y a soltar espumarajos verdes por la boca. Su hermano Juan se abalanzó a sujetarle la cabeza pidiendo ayuda y llorando. Se pararon algunos transeúntes, las mujeres salieron de la tienda y un corro de vecinos rodeó a los dos hermanos, pero nadie sabía qué hacer. De la garganta de Finito salían unos estertores espantosos que yo sólo había oído en el cine, su boca no paraba de segregar aquella espuma verde y asquerosa y las mujeres le compadecían y se lamentaban del abandono que sufren algunos niños, del hambre y la miseria de esos pobres charnegos que viven en barracas… Me quedé un rato paralizado por el estupor y el miedo, luego me invadió una gran tristeza al ver a mi amigo retorciéndose como si estuviera poseído por el demonio, y también me lancé al suelo para sujetarle y llamarle para que saliera de aquel pozo negro: «¡Serafín, Finito, qué te pasa!», y estaba abrazando sus piernas enloquecidas cuando, siempre sin dejar de aullar y babear, me guiñó el ojo, el muy cabrito…

Me incorporé y esperé a ver en qué paraba aquel truculento guirigay de gritos y aspavientos, aunque ya me lo figuraba. Asistido por Juan, que le apretaba la cabeza con ambas manos como para impedir que reventara, Finito se fue calmando y se arrastró de culo sobre la acera consiguiendo con grande y aparente esfuerzo recostar la espalda en la pared. Una de las vecinas, mientras le limpiaba la baba con un pañuelo, comentó que estos ataques de nervios se debían a la debilidad, al estómago vacío. «No comemos hace cinco días, señora», dijo Juan. Una abuela que vivía enfrente salió de casa con un bote de leche condensada y se lo dio a los famélicos cabileños. Cuando Finito se incorporaba trabajosamente, la vendedora de legumbres cocidas salió de la tienda con un cucurucho lleno de garbanzos humeantes, lo menos había dos kilos, se lo dio a Juan y dijo hala, iros a casa a comer. Juan solicitó mi ayuda y entre los dos sujetamos a Finito y nos largamos de allí en medio de los comentarios lastimeros de las vecinas.

Nada más doblar la esquina, Finito se enderezó sonriendo y me dio un coscorrón: «Eres un panoli», dijo. En este momento le odiaba y secretamente le envidiaba; en los tres meses que llevábamos sin vernos, él había aprendido artimañas para matar el hambre traficando con tebeos usados y fabricando espumarajos verdes con la boca, y en cambio yo no había aprendido nada salvo a jugar al billar. Sentados en un banco de la plaza del Norte, los Chacón dieron buena cuenta de los garbanzos calentitos, que yo rechacé, y con la punta de un cortaplumas hicieron dos agujeros en el bote de leche. Y mientras chupaban del bote, me explicaron el truco: antes de dejarse caer al suelo, Finito masticaba una pastilla verde de acuarela y se metía en la boca un puñado de sidral. El resto era la jeta que le echaba al asunto y sus dotes incipientes de embaucador. Me sentí idiota y engañado, rabioso por haberme dejado conmover por semejante patraña ideada por dos charnegos analfabetos y piojosos, y al verles allí riéndose de mí con la boca llena de garbanzos y de leche condensada, me largué sin decirles ni adiós, ignoraba entonces que otras mascaradas y patrañas, no tan inofensivas y mucho menos alimenticias, me aguardaban a la vuelta de la primavera y no lejos de allí, en la calle de las Camelias y en compañía del capitán Blay.

4

Mi madre trabajaba en las cocinas del Hospital de Sant Pau y no comía en casa. Se iba antes de que yo me levantara dejándome la comida hecha, arroz hervido casi siempre o judías con bacalao, a veces sobras que se traía del hospital, y por la noche regresaba tan agotada que se acostaba enseguida. Vivíamos en un tercer piso muy pequeño en lo alto de la calle Cerdeña, tocando la plaza Sanllehy. Cuando yo volvía a casa más tarde que ella, pues algunas noches me demoraba en los billares del bar Juventud, abría un poco la puerta de su dormitorio y miraba dentro, sin ver nada porque todo estaba oscuro, pero me quedaba allí junto a la puerta esperando oír algo: su respiración, su cuerpo moviéndose entre las sábanas, un crujido de la cama o una tos, una señal cualquiera que me indicara que mi madre ya estaba en casa y descansaba.

Fue precisamente pocos días antes de la llegada de Nandu Forcat y del asunto de la zanja cuando se me encomendó la delicada tarea de vigilar al testarudo y estrambótico capitán Blay. Nuestra vecina doña Conxa, la mujer del capitán, había sugerido a mi madre que mientras yo no tuviera nada mejor que hacer podía dedicar las mañanas a acompañar al viejo soplagaitas en sus correrías por el barrio.

– Irás con él y cuidarás que no le pase nada -me ordenó mi madre-. Mucho ojo con los tranvías y los coches, y con esa pandilla de trinxes que le hacen burla en la calle. Que no vaya muy lejos, no bajéis más allá de la Travesera de Gracia. ¡Y no le dejes quemar periódicos, por Dios, qué animalada es ésa!

La señora Conxa le daba al capitán algún dinero para sus vinitos, pero me advirtió que no le dejara entrar en todas las tabernas, sólo en las que le conocían, ni meterse en líos ni en discusiones de borrachos y sobre todo que no hablara de política con desconocidos, no fuera a soltar alguna impertinencia de las suyas y tuviéramos que ir a buscarle a la comisaría… Respondí a ambas, a la señora Conxa y a mi madre, que bueno, que haría lo que pudiera, pero pensaba: ¿quién es capaz de cerrarle la boca al viejo pirado, o de llevarle por donde él no quiera ir?

Los primeros días pasé mucho miedo. Durante casi tres años, el capitán no había caminado cien metros seguidos en línea recta ni había salido de su casa para nada, escondido a ratos en un pequeño cuarto de baño inutilizado al que accedía a través de un armario ropero sin fondo que ocultaba la puerta. Cuando por fin se decidió a salir a la calle había perdido treinta kilos de peso, una guerra y dos hijos, el respeto de su mujer y, según todas las apariencias, buena parte del poco seso que siempre tuvo. Nadie entre el vecindario le reconoció al principio, pues su miedo era tal que salía camuflado bajo un aparatoso disfraz de «peatón atropellado por un tranvía», según le gustaba presentarse a sí mismo en las tabernas: un convaleciente anónimo del vecino Hospital de Colonias Extranjeras de la calle de las Camelias que ha salido un rato a estirar las piernas y a beber un vinito, naturalmente con permiso del médico y la enfermera; y mostraba a los borrachines matutinos y pugnaces que le escuchaban estupefactos su pijama a rayas bajo la amplia gabardina, sus zapatillas de fieltro y la altiva y enfebrecida cabeza completamente vendada, un gran huevo de gasas y deshilachadas madejas de algodón rematado con un penacho de alborotados cabellos canosos. Las gafas negras dejó de usarlas poco después, cuando ya era popular en el barrio y yo empezaba a acompañarle en sus paseos. Me dijo el capitán que durante su largo encierro había soñado que al salir vería edificios en ruinas bajo una lluvia de ceniza, y también un tráfago de muebles y enseres y ataúdes, el expolio tras la derrota y en medio de una gran tormenta: rayos y truenos y puertas y ventanas abriéndose violentamente y el huracán estrellando gotas de sangre contra el empapelado de humildes dormitorios que podían verse desde la calle a través de los boquetes en la fachadas… Tenía la impresión de haber vuelto a una ciudad despoblada, abandonada a la peste o a los bombardeos, eso me dijo el primer día desde lo alto del Guinardó, plantado en la puerta de una bodega con la vista perdida al frente y la memoria arrasada. Mi talante timorato, aprensivo y crédulo hizo que al principio me tragara todas las paridas del capitán, todas sus manías y extravagancias, pero poco a poco fui aprendiendo a lidiar al estrafalario personaje. Ahora, a cambio de estos servicios como guía y custodio, o tal vez porque doña Conxa se apiadó de mi madre al verla tan atrafagada, yo comía en casa del capitán tres días a la semana. Doña Conxa era una mujer rechoncha y pizpireta, de labios regordetes y largas pestañas untadas de rímel, mucho más joven que el capitán y de buen corazón. Los hermanos Chacón la llamaban la Betibú. Vivía con el viejo tarumba en el cuarto primera, encima de nuestro piso, pero durante mucho tiempo yo creí que vivía sola y del capitán Blay sólo conocía el nombre; aparentemente, la Betibú era viuda y no tenía otros medios de vida que las faenas de limpieza que hacía en algunas casas y sus primorosos encajes de bolillos, muy apreciados por las beatas de Las Ánimas y las señoras ricas de la barriada. También zurcía medias y cosía. Por alguna razón de antigua amistad y remoto parentesco que yo entonces ignoraba, mi madre le tenía mucho afecto, y cuando volvía de sus visitas al pueblo de los abuelos en el Penedés, con patatas y aceite y otras vituallas, siempre disponía una cestita para doña Conxa y me mandaba con ella a su piso: berenjenas, tomates y pimientos, alcachofas y nueces y a veces una butifarra. Y un día, hurgando en la cesta que le subía a la Betibú , al intentar coger una nuez, mi mano tropezó con dos caliqueños envueltos en un trozo de diario. ¡Ondia!, ¿es que la Betibú fuma caliqueños a escondidas?, le pregunté a mi madre, ¿o es que esos apestosos petardos son para alguno de los queridos que dicen que tiene, el sereno, el basurero…? Mi madre me miró severamente y meditó la respuesta: lo que llevas en esa cesta no es cosa que deba importarte, la señora Conxa es una buena mujer y desde que perdió al capitán y a sus dos hijos se encuentra muy sola… Merece respeto y ayuda, y los caliqueños son para ella, sí, todos tenemos algún pequeño vicio.

Mi madre mentía y no tardé en averiguar el porqué. Yo había estado varias veces en casa de la Betibú , pero nunca pasé del recibidor y aún no sabía que el difunto capitán Blay y el Hombre Invisible, aquel tipo desastrado que veíamos deambular por el barrio rodeado de un enjambre de chiquillos que le pedían a gritos «¡Desnúdate ya, Hombre Invisible, que nadie te verá!», eran la misma persona. Lo descubrí el día que mi madre me mandó a recoger unas medias que le zurcía doña Conxa y porque ésta, en vez de tenerme esperando en el recibidor como hacía siempre, me ordenó seguirla hasta el comedor y me hizo sentar mientras ella terminaba de repasar las medias. En el centro de la mesa cubierta con un hule se balanceaba la mitad de una sandía con un cuchillo clavado en su pulpa carmesí. La Betibú me dijo si quería una tajada y contesté que no -la otra mitad de la sandía me la había comido yo en casa-, y entonces me fijé en el vetusto armario ropero, negro y muy alto, arrimado a un ángulo del comedor. Parecía un tétrico confesionario como los de la Parroquia. Me pregunté qué pintaba un ropero allí en el comedor; aunque ya estaba acostumbrado a ciertas incongruencias en el uso y la disposición del mobiliario doméstico, pues mi madre y yo vivimos realquilados algún tiempo, con poco espacio y muchos trastos, la verdad es que nunca había visto un armatoste como aquél en sitio tan poco apropiado. Pensé que ocultaba tal vez una mancha de humedad o una grieta en la pared, y mientras pensaba en ello, súbitamente, las dos puertas del armario se abrieron con un chirrido, unas manos huesudas y renegridas apartaron los viejos abrigos y los apolillados trajes de difunto colgados en las perchas y, de una larga zancada, corvo y felino, con medio caliqueño apagado en los labios y su pijama a rayas y su larga gabardina marrón, pero sin vendajes en la cabeza, el capitán Blay se plantó ante mí impulsado desde su otro mundo ya devastado e irrecuperable, el de los hijos muertos y los ideales perdidos, el de la derrota y la locura.

– Su puta madre -dijo sin acritud, como si recordara algo de pronto.

5

Acosado constantemente por figuraciones y voces cuyo origen y significado yo aprendería a descifrar con el tiempo, el capitán permaneció un instante junto al armario con el espinazo doblado y la pupila alertada, tenso y diabólico, escuchando tal vez el eco del disparo retumbando en la otra orilla del Ebro y viendo a su hijo Oriol caer nuevamente entre las patas del caballo con la mochila y el fusil a la espalda, los prismáticos de campaña balanceándose colgados de su cuello…

Me miró sin verme. Su mujer no le hizo el menor caso, absorta en el zurcido de las medias. Con el pesado capote sobre los hombros, el capitán se irguió trabajosamente en medio de la espesa niebla que subía del río. Las puertas del viejo ropero, por dentro, estaban forradas de estampitas con oraciones y versos piadosos.

– Voy a salir a la calle, Conxa -anunció en un tono tan bajo que parecía renunciar de antemano a ser oído. Y mientras revolvía vendas y algodón usado en un cajón del armario, con la voz aún más inaudible pero sin tristeza añadió -: ¿Dónde crees que lo habrán enterrado?

Su mujer no contestó ni le miró.

– Por lo menos -añadió él-podrían devolvernos sus prismáticos. Eran muy buenos.

– Vols parlar com Deu mana, brètol? -dijo la Betibú.

– Dios ya no manda nada, Conxa. Ahora mandan éstos.

Me miró como si acabara de verme por primera vez y dijo: «¿Y tú quién eres, chico?», y empezó a vendarse la cabeza girando sobre los talones como una peonza, y volvió a verse a sí mismo gesticulando rabioso mientras se ceñía otra venda igual de vertiginosa, larga y sucia, en la frente ensangrentada: se sobresaltó, su cabeza herida debió rozar la lona de la fantasmal tienda de campaña plantada junto al río y se agachó justo a tiempo de ver a Oriol caer abatido de un balazo por enésima vez. Alguien sollozaba siempre a su espalda, tendido en una camilla, quizá su otro hijo de diecisiete años que regresó del Ebro enfermo del tifus. El capitán blasfemó y le ordenó callarse:

– Prou, nen! Calla!

El soldado quería morir en su casa, pero se calló al fin, y el capitán lo miró compasivamente de reojo:

– Así me gusta -dijo-. Muérete como un pajarillo. Aquí o en casa, qué más da, hijo; pero muere como un pajarillo. No seas tonto.

– Qué dius? -gruñó su mujer.

– No hablo contigo -dijo él, y su cabeza febril volvió a chocar contra un cable de la tienda al salir y adentrarse en la niebla-. El mes pasado, dos balas perdidas silbaron sobre el río. Una para Oriol y otra para mi cabeza. La mala puta me llegó al cerebro, pero cuando entró yo no estaba pensando en nada importante. Así que voy a salir a dar una vuelta.

Ella cabeceó con su redonda faz de porcelana enmarcada en rizos negros y brillantes y frunció la boca respingona, más roja que el corazón de la sandía. Tampoco ahora lo miró y es probable que no le oyera, pues era muy sorda, pero sabía que él estaba allí a su lado urdiendo alguna insensatez. Desde siempre lo llamaba no por el nombre, sino por el apellido:

– Blay, ets un cap de cony -dijo en su catalán ostentosamente percutente y vindicativo-. Estás boig.

– Reina, voy a salir -anunció el capitán-. Y creo que a la vuelta, si paso por Las Ánimas, me comeré un cura. -Observó el efecto de sus palabras en la cara de ella y añadió -: Si es verdad que soy un rojo bolchevique sediento de sangre y un masón degenerado, debo comportarme como tal. ¿No crees, bonita?

Doña Conxa siguió increpándole en catalán, la lengua que siempre habían hablado ambos. Más adelante mi madre me contó que un día, años atrás, mientras el capitán discutía con su mujer, naturalmente en catalán, sufrió un ataque cerebral y se quedó repentinamente sin habla, cayendo al suelo; y que al volver en sí mucho rato después, sufría doble visión y además empezó a hablar en castellano sin que él mismo supiera explicar el porqué y al parecer sin poder evitarlo, por más que lo intentara. Y que desde entonces hablaba en esa lengua, aunque doña Conxa, tanto si le oía como si no, le contestaba siempre en catalán.

– Ja n'ets prou de ruc, ja.

– He dicho que voy a salir y salgo -insistió el capitán con una voz que ahora ella podía oír perfectamente-. Estoy más delgado, más zarrapastroso y más feo, nadie me reconocerá. Me he convertido en una alimaña al servicio de Moscú, lo admito, pero vestido de peatón atropellado por un tranvía pasaré inadvertido.

– A mi em parles en català! Cantamañanas! Capsigrany!

El capitán se abrochó la gabardina tranquilamente.

– Hasta luego, gatita. Volveré pronto.

– On vas ara, desgraciat? Ruc, més que ruc!

No sé si el capitán llegó a salir a la calle ese día, porque me anticipé a su intención. Doña Conxa había terminado de zurcir las medias y las volvió del revés en un visto y no visto con sus manos gordezuelas y rapidísimas, las enrolló y me las entregó, y yo escapé corriendo.

6

A mediados de marzo los Chacón trasladaron su tenderete de almanaques descosidos y maltrechas novelas del Oeste a una esquina de la calle de las Camelias, junto a la verja del jardín de Susana Franch, que llevaba año y medio en cama enferma de tuberculosis. Susana tenía quince años y era hija del Kim. La habíamos tratado poco, sabíamos que durante algún tiempo frecuentó Las Ánimas haciendo amistad con las chicas de la Casa de Familia, y cuando nos enteramos que había tenido vómitos de sangre y estaba tísica, no podíamos creerlo: precisamente ella, que parecía una chica tan saludable y tan alegre, y viviendo en aquella bonita torre con jardín, y con el dinero que dicen que su padre había tenido. Pero su madre, según doña Conxa, al quedarse sola con la niña fue de mal en peor y tuvo que vender sus joyas y ponerse a trabajar; ahora hacía turnos de tarde como taquillera del cine Mundial, en la calle Salmerón, y para redondear una magra semanada hacía también encaje de bolillos por encargo de la mujer del capitán. Aun así debía pasar apuros, y más ahora con la niña tuberculosa; se decía que su marido ya no le enviaba dinero desde Francia, y que seguramente ella no ponía reparos en aceptar de los hombres cierto tipo de ayuditas… Estos rumores sobre sus devaneos amorosos indignaban a la Betibú -ella tampoco se libraría nunca de la maledicencia-, que siempre sostuvo que no eran más que infundios de cuatro beatas de la Parroquia.

Susana se pasaba el día en la cama instalada en la galería lateral y semicircular que daba al jardín, y que parecía la estancia más alegre y soleada de la torre; desde la calle se la podía ver recostada entre muchos almohadones y rodeada de efluvios aromáticos que humedecían la atmósfera y emborronaban la vidriera, con su camisón lila o rosa y el pelo negro suelto sobre los hombros, entretenida en pintarse las uñas con esmalte nacarado o rojo cereza y leyendo revistas, a menudo escuchando la radio y recortando anuncios de películas en los periódicos con unas tijeras. En un rincón de la galería humeaba constantemente una olla con agua y eucaliptos sobre una aparatosa estufa de hierro que ardía con carbón, y cuyo retorcido tiro, como un siniestro garabato negro, se encaramaba casi hasta el techo y salía al exterior por un agujero perfectamente redondo practicado en la vidriera.

Reproché a los Chacón que hubiesen escogido aquella esquina de Camelias para espiar a Susana en la cama, y Finito dijo por quién me tomas, chaval, de eso nada, ¿no sabes que la pobre se va a morir pronto? Y que tampoco había elegido el sitio porque él y su hermano esperasen ver llegar algún día a su padre, al Kim, sino por algo menos emocionante pero más urgente: sencillamente por estar cerca del Mercadillo instalado en la misma calle, un poco más allá de la torre de Susana y en la acera opuesta, arrimado al largo muro del campo de fútbol del Europa. Había un colegio cerca y por lo tanto pasaban niños, y además los dos hermanos se turnaban para merodear de vez en cuando entre los puestos de frutas y verduras por si casualmente caía algún trabajito, acarrear cajas o limpiar la zona de desperdicios o llevar algún encargo. Y si no conseguían nada, Finito se tiraba al suelo sacudido por uno de sus formidables ataques epilépticos. Lo hacía de forma tan convincente que siempre, a pesar de conocerme el truco, la visión de sus revolcones y sus temblores y espasmos, con los ojos de ahogado y los espumarajos verdes en la boca, me causaban gran espanto. Había una churrería en la esquina de Cerdeña y casi nunca faltaba un alma caritativa que se compadecía del pobre cabileño y le compraba una bolsa de buñuelos, y alguna de las vendedoras del Mercadillo siempre le daba un par de manzanas o de plátanos.

Desde su tenderete junto a la verja, Juan y Finito habían establecido con la niña enferma una relación muda y afectiva, un código risueño de señales y referencias, y a menudo le prestaban tebeos y novelitas y la proveían de eucaliptos para la olla. La madre de Susana solía aparecer en el jardín para enviar a uno de ellos al Mercadillo a comprar fruta, o al carbonero o al panadero, y cuando por la tarde se iba al cine les pedía que vigilaran para que no entrara nadie en el jardín. Algunas veces me paré a hojear novelas en el tenderete y podía ver a Susana levantarse de la cama y saludar a sus guardianes desde el otro lado de los cristales con una sonrisa triste y agitando la mano.

Un atardecer inhóspito que pasé por la calle de las Camelias cuando los Chacón ya se habían ido, seguramente atosigados por el frío y la neblina que invadía la calle y desdibujaba el jardín y la torre, me pareció ver una mancha rosada girando como una peonza detrás de la vidriera, junto a la cama, y era la niña tísica que bailaba abrazada a su almohada. Fue sólo un momento, enseguida se dejó caer de espaldas sobre el lecho, luego se incorporó y vi con claridad su mano limpiando el vaho del cristal y seguidamente su cara pegada a él, pálida y remota, mirándome como si flotara en el interior de una burbuja. Pero creo que no me vio, porque agité mi mano y no respondió al saludo, y la cálida atmósfera de la galería no tardó en empañar nuevamente el cristal hasta emborronar su rostro.