37959.fb2 El embrujo de Shanghai - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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CAPÍTULO SEXTO

1

El Kim dedica la tarde a proveerse de ropa en los grandes almacenes Wing On de Nanking Road y a recorrer el núcleo central de la ciudad. Abarrotadas de viandantes en un frenético ir y venir, las calles más comerciales de Shanghai parecen ríos de grosella, de menta y de limón, de rubí y oro deslizándose sin cesar. Nunca había visto semejante animación multicolor, una actividad tan febril en locales públicos y tal abundancia y variedad de artículos en tiendas y puestos callejeros. En un escaparate lujoso y altísimo, decorado con una espectacular cascada incesante de estrellas de púrpura, se exhiben trajes de novia de color rosa. Veloces coolies acarrean a sus clientes en medio de la muchedumbre y del intenso tráfico con endiablado sentido de la orientación. Al norte, en las cercanías del río Suzhou, quedan huellas de los bombardeos japoneses de siete años atrás. Filas interminables de triciclos desbordados de flores pasan por su lado dejando en el aire húmedo una fragancia suavemente pútrida. El Kim requiere los servicios de un rickshaw y se hace llevar a Shantung Road para echar un vistazo al Yellow Sky, el club nocturno de Kruger. Está cerrado a esta hora. El nombre del local está escrito con letras amarillas en un gran farolillo de cristal rojo que cuelga sobre la puerta.

Al atardecer, cuando se encienden las primeras luces de la ciudad, el Kim está en su cuarto ajustándose sobre la camisa blanca recién estrenada los tirantes de la sobaquera con la Browning. Monta el seguro de la pistola y seguidamente comprueba el cargador. No quiere sorpresas. Poco después, embutido en un esmoquin impecable, conduce el Packard negro de Lévy camino del Cathay Hotel, en la confluencia de Nanking Road y los muelles. El trayecto es corto. Las luces del paseo del Bund se reflejan en el río. Chen Jing, muy elegante con su chipao de seda negra, ha querido sentarse a su lado para conversar: ¿qué peligro tan terrible es ese que corren ella y su marido, y desde cuándo, y por qué? El Kim no ha olvidado la recomendación que le hizo Lévy de no mencionar a Kruger/Omar para no alarmar a Chen Jing, y responde con evasivas.

– Soy un buen amigo de Michel, hemos compartido muchos peligros y algunos ideales, y por eso estoy aquí -dice el Kim-. Me pidió que viniera y me convirtiera en su sombra, y eso haré. Pero no me pregunte nada más, madame Chen, porque no sé nada más.

Deseando cambiar de tema, añade que la ciudad le gusta mucho y que su intención es quedarse a vivir aquí, trabajando seguramente en alguna empresa de Lévy, y expresa su deseo de comentarlo un día de éstos con Charlie Wong, el socio de su marido. Chen Jing no parece interesada en el tema. Ha sacado del bolso su espejito de mano y se mira en él, abstraída, retocando con la larga uña lacada del dedo meñique el carmín de las comisuras de la boca. Cuando termina guarda el espejo y dice sonriendo, mirando al frente a través del parabrisas: «Así que no piensa usted soltarme ni un momento.» El Kim observa de reojo su perfil delicado, su ojo oblicuo y engañosamente adormilado bajo la gravidez tensa y estática del párpado. «Yo no he dicho eso.» Y ella añade: «Me dejará ir sólita al lavabo de señoras, supongo».

El Kim se echa a reír y piensa: una muestra de humor demasiado occidental, impropio de una china, pero es tan joven y bella, le gusta coquetear y bromear y sin duda aprendió a hacerlo con Michel… Pero Chen Jing no bromea ni coquetea, como tendremos ocasión de comprobar más adelante. De pronto, llegando ya al hotel, recuerda que tiene una buena noticia que darle: su marido la ha llamado desde París para comunicarle que ayer superó con éxito la primera intervención quirúrgica. El Kim se alegra sinceramente, pero ha captado una impaciencia mal controlada en la voz de Chen Jing, como unas ganas irreprimibles de soltar la noticia rápidamente y pasar a otra cosa.

El cóctel del Cathay Building, organizado por los capitostes industriales y financieros de la concesión francesa, se da en honor de la gendarmería y las autoridades del sector, donde por cierto la policía está corrompida hasta las cejas y donde quien manda en realidad es un gángster chino sin escrúpulos llamado Du Yuesheng, más conocido como Du Grandes-Oreilles… pero éste no es el momento de hablar de él. La fiesta, decíamos, se celebra en el suntuoso salón verde del piso octavo y reúne a lo más selecto de la colonia extranjera de Shanghai. El intenso aroma a jazmín que proviene de la terraza se mezcla con los perfumes más diversos y refinados de las damas. En un ángulo del salón, sobre una tarima y frente al micrófono, una muchacha china enteramente vestida de verde, sosteniendo en sus manos enguantadas de verde una larga boquilla verde con un cigarrillo verde, canta I Get a Kick Out of Yon con voz afilada y la mirada un poco bizca, acompañada al piano por un negro con traje blanco. Un norteamericano obeso y con algunas copas de más se acerca tambaleante a la vocalista ofreciéndole un vaso de pipermint en medio de grandes risotadas.

Querida por todos y admirada, Chen Jing Fang responde amablemente a quienes se interesan por la salud de su marido y, en algunos círculos de amigos, presenta a su acompañante como Joaquín Franch, un español amigo íntimo de Michel que acaba de llegar de París. Pero el Kim no desea agobiarla con su presencia y pronto la deja en compañía de sus amistades para acercarse a la barra en busca de una copa. Allí encuentra a Wong y tiene ocasión de plantearle algunas cuestiones referentes a su futuro laboral en la empresa textil. Wong está al corriente de sus pretensiones y sugiere que lo más conveniente es esperar la vuelta de Lévy y estudiar juntos el asunto. No habrá el menor problema, y puede contar con su ayuda: «Michel me dijo que posee usted estudios de ingeniería y, sobre todo, que es usted como un hermano para él». Más tarde, en algún momento de esta sofocante noche de julio, después de localizar a Chen Jing al otro lado del salón hablando con dos altos dignatarios orientales, luego tal vez de admirar su belleza fría y distante a través de la concurrencia y mientras escucha una canción que le recuerda horas felices con tu madre, entonces podemos pensar que seguramente el Kim se disculparía con Charlie Wong y saldría a la terraza con un vaso de whisky para contemplar desde lo alto de la torre el paseo del Bund y la hermosa ciudad bajo la noche estrellada, los muelles y el río silencioso donde se reflejan las luces de neón como luciérnagas de colores. Siente en la axila la leve presión de la sobaquera con la pistola, un roce familiar que le une a un pasado violento y a un compromiso moral: matar a un hombre que no merece vivir y rehacer su propia vida en esta remota ciudad, eliminando así de un disparo y para siempre la presión en el sobaco y la pesadumbre en la memoria. La ocasión es buena, se dice para animarse, apretando el vaso helado en la mano y acodado en el alféizar de la magnífica atalaya del Cathay, estimulado por la música y por el perfume del jazmín, se está tan bien aquí, se siente uno tan joven y lleno de vida todavía, tan conformado a ese recodo último de su destino, tan confiado a su suerte y hasta puede que tan guapo y elegante con su esmoquin, buena ocasión para volver un momento la vista atrás a lo largo del camino, Kim, nuestro pobre camino de la esperanza sembrado de trampas y mentiras al término del cual te has cruzado, afortunadamente para ti, con el viejo camarada Michel Lévy: verás entonces, si es que te pones a pensar en ello, que lo que has dejado a tu espalda no es sólo la interminable derrota y tantas ilusiones perdidas, no sólo los camaradas muertos sino también los que aún han de morir, intrépidos e imprudentes muchachos de Toulouse y de otros puntos del sur de Francia que fatalmente volverán a cruzar la frontera empuñando las armas con la misma loca determinación que te empujó a ti un día, y verás derramada la sangre pasada y la futura, la que ya está encendiendo las venas de otros hombres, y pensarás seguramente en el Denis y en su Carmen intentando también ser felices en algún rincón de Francia, y recordarás a Nualart y a Betancort y a Camps pudriéndose en la cárcel o quizá fusilados, en tantos sacrificios inútiles que jamás quedarán registrados en ninguna parte, tanta generosidad y tanto coraje que al cabo no remediará nada ni beneficiará a nadie, y quién sabe si se acordaría también de mí y mis arduas falsificaciones, aquel pobre Forcat siempre con los dedos manchados de tinta, este muerto regresado a la ciudad de los muertos… Pero hay otros aún más desesperados, se dice, que ya se han rendido y no esperan nada salvo que el tiempo pase y borre su rastro y llegue un día en que por fin el olvido se los trague a todos ellos y a sus hijos para siempre. Porque si estuvierais habituados como yo a leer en la mente del Kim, sabríais que ahora está pensando especialmente en los que se han quedado aquí esperando una oportunidad: desde el otro lado del mundo, lo que él nos quiere decir es sencillamente que no hay que dejarse llevar por el desaliento, la mala suerte o la enfermedad, y ni siquiera por el humo negro de esta chimenea. La vida resulta a veces una carga pesada, y es bueno que uno se engañe un poco a sí mismo, que cultive secretamente alguna ilusión… En todo eso discurre el Kim en la terraza del Hotel Cathay con el vaso de whisky en la mano, asomado a la noche de Shanghai, sintiendo la transpiración húmeda y caliente de la ciudad como el vaho de un animal sumiso y soñoliento, cuando hace ya un buen rato, por cierto, que no ve a Chen Jing.

Pero es poco probable, piensa, que Kruger ande por ahí, y aunque así fuera, no sería tan loco como para atentar contra ella en medio de tanta gente.

Una mano se posa en su hombro y es requerido cordialmente: se trata de Lambert, un francés dicharachero, propietario de sederías y grandes almacenes, que le ha sido presentado poco antes y que viene a ofrecerle conversación; enseguida se les unen cuatro invitados más, en el instante en que uno de ellos, muy locuaz, comenta irónicamente la diabólica suerte de Michel Lévy, casado con su chinita de ojos dorados, tan joven y atractiva, y además pariente del general rojo Chen Yi, del cual se dice que se dispone a avanzar por Manchuria con sus tropas comunistas para luego proseguir a lo largo del río Yang-tsê hasta llegar a Shanghai… Según advierte el Kim, no pocos extranjeros empiezan a temer por sus empresas y negocios en Shanghai: la derrota del Kuomintang y el triunfo de los comunistas podría culminar con la abolición de las concesiones extranjeras. Pero aunque le interesa mucho el asunto, no es eso lo que retiene su atención, sino un comentario que no tiene nada que ver con lo que se habla, lanzado inesperadamente por uno de los contertulios, el norteamericano con bastantes copas encima que antes había bromeado con la vocalista china. Sudoroso y congestionado, ahora golpea con el codo al invitado que tiene al lado, un hombre de cabello negro planchado y rasgos angulosos, y le dice con la boca torcida y la voz gangosa:

– Aprovechando que Lévy está en París para ver si le pueden enderezar el espinazo, y, de paso -añade con una risotada-también la pilula, apostaría que esa putita de Chen Jing Fang buscará otra vez consuelo en brazos de ese capitán mercante, ese cantonés del diablo, Su Tzu o como se llame…

La inesperada grosería ha cortado la conversación y el Kim se dispone a replicarle adecuadamente cuando, a su derecha, el hombre de cabellos planchados se le anticipa con la musculosa sonoridad de su voz, agarrando al yanqui por la solapa del esmoquin:

– Stapleton -le dice-, es usted un majadero y un borracho. Retire inmediatamente lo que acaba de decir sobre esa dama o le juro que voy a darle motivos para lamentarlo.

Visiblemente asustado, Stapleton se apresura a farfullar una disculpa y se retira del grupo observando su vaso de whisky al trasluz con una mueca de estupor, como si viera en su interior algún bicho raro. Poco después la conversación languidece y el corro se disgrega, el Kim vuelve a quedar a solas con monsieur Lambert y durante un buen rato satisface gentilmente la curiosidad de éste sobre la actual situación política española, pero la maledicencia del yanqui borracho no se le va del pensamiento. ¿El capitán Su Tzu y la mujer de Lévy? ¿Era del dominio público esa relación? ¿Lévy lo sabía? Con la mayor discreción del mundo, el Kim indaga, y el francés dice no saber si el rumor es infundado o no, pero que desde luego ha circulado por Shanghai.

Seguidamente le pregunta a Lambert quién es el invitado que ha salido tan enérgicamente en defensa de madame Chen Jing, aunque en el fondo de su corazón, antes de que el francés le responda, por alguna de esas extrañas sintonías del Kim con el lado oscuro de las personas, ya sabe la respuesta:

– Se llama Omar Meiningen, es alemán, propietario del Yellow Sky Club y de los dos burdeles más selectos de Shanghai -dice Lambert, y añade en tono de afable complicidad-: Dicen que es un tipo decidido y peligroso, monsieur, aunque también dicen, especialmente las señoras, que es todo un caballero. Pero yo creo que, en realidad, es un comunista.

2

A partir de no sé qué momento los paseos y visitas de Forcat al puerto y a la Barceloneta se hicieron más frecuentes, alguna vez en compañía de la señora Anita pero casi siempre solo, y yo no sé a qué gente trataba allí ni cómo se las ingeniaba, pero nunca volvía a la torre sin unos kilos de harina o de arroz o unos litros de aceite de estraperlo.

A primeros de julio, casi tres meses después de la llegada del huésped a la torre, la señora Anita dejó de beber y de fumar. Al principio se irritaba por nada y discutía con Susana, y hasta me pareció que rehuía la mirada estrábica pero siempre discreta de Forcat, pero después su carácter mejoró y estaba muy cariñosa con su hija, receptiva y atenta con Forcat y hasta se reía con los Chacón, cuyas artimañas con las verduleras del Mercadillo para conseguir comida la divertían mucho. No tardaríamos en saber que ese cambio se debía a la influencia benéfica de Forcat; últimamente ella se había aficionado a un blanco muy barato que adquiría a granel en la taberna, un matarratas tan potente, según Forcat, que incluso él se había negado a ponerlo en algunos guisos especiales que de vez en cuando preparaba para Susana. Pero un buen día la garrafita que solía presidir la mesa del comedor, y que con tanta frecuencia nos mandaba a rellenar a mí o a los Chacón en la taberna de la calle Cardoner, desapareció y no volvimos a verla. Al mismo tiempo, Forcat la ayudaba en los quehaceres domésticos; cambiaba las sábanas de la cama de Susana, limpiaba de ceniza la estufa y lavaba los platos, enjalbegó los muros del jardín, la animó a regar las plantas y a cuidarlas y le enseñó a entretenerse cocinando algunos platos sencillos y baratos. Se la veía más contenta y a la vez más comedida, dándose incluso ciertos aires de señora, un toque distinguido en el vestir y en los andares; pero las malas lenguas del barrio siguieron cebándose en ella tanto si la veían achispada como si no, y pusieron en circulación un afilado comentario que se atribuía al doctor Barjau y que al capitán Blay le gustaba mucho, tal vez porque enfurecía a doña Conxa: «La señora ha dejado de beber, pero la puta sigue mamando lo mismo que antes».

Una tarde llegué a la torre más temprano que de costumbre, Susana dormía la siesta y su madre aún no se había vestido para ir al trabajo. Después de comprobar desde la galería que Finito y Juan aún no se habían instalado junto a la verja, la señora Anita me dijo:

– Daniel, guapo, ¿me haces un favor? -La vi tan nerviosa que pensé que iba a mandarme a la taberna a escondidas de Forcat, que estaba en su cuarto-. Se me han acabado las aspirinas… La farmacia aún está cerrada. ¿Quieres acercarte a la taberna a ver si tienen… y podrías traerme de paso un cuartillo de coñac…? No, no, solamente quiero aspirinas.

Cuando volví con el encargo, Forcat estaba en la galería y ella ya iba vestida de calle, otra vez a su manera desenfadada y algo provocativa: zapatos color violeta de tacón alto, medias negras muy finas, una de sus falditas plisadas de colores suaves que tanto le gustaban, blusa blanca escotada y ancho cinturón verde manzana de plexiglás. Su corta melena rubia, siempre un poco alborotada, acentuaba su aire juvenil y la traviesa expresividad de su cuerpo. Tenía un tizne de ceniza de cigarrillo en la mejilla, muy cerca de la boca, y pensé que fumaba a escondidas y que Forcat la reñiría por ello; pero nada le dijo. Besó la frente de su hija, cogió el bolso y antes de irse se tomó dos aspirinas y un vaso de gaseosa.

– Desde que no bebo, me duele la cabeza -dijo-. Ya no me duele la rodilla, ahora es la cabeza. ¡Vaya una lata! ¿Será la gaseosa?

Sentado en el borde de la cama, a los pies de Susana ya despierta, Forcat la miraba beber la gaseosa sonriendo levemente. Sobre sus rodillas cruzadas, las manos largas y manchadas colgaban yertas como las de un preso esposado, pero ni aun así parecían inofensivas o rendidas a su suerte. Algo ardía constantemente dentro de aquellas manos. Esperó que ella terminara de beber y dijo con su habitual tono persuasivo:

– No tienes ni rastro de dolor de cabeza. Tu cabeza piensa que te duele la cabeza. Eso es todo.

Susana se echó a reír y tosió. Entonces su madre, a punto ya de irse, dejó el vaso y el bolso sobre la mesa camilla, susurró: «Puñetero», y acto seguido se descalzó, empujó a Susana hacia el lado contrario de la cama donde se sentaba Forcat y se recostó boca arriba pero con los pies en la cabecera y la nuca apoyada en el regazo de Forcat; cogió con ambas manos la mano derecha de él y la apoyó sobre su frente, la apartó y la volvió a apoyar, varias veces, suavemente, como si se aplicara paños calientes. Cerró los ojos y suspiró aliviada, y Susana y yo nos miramos.

– Creo que no es el momento, Anita -dijo Forcat.

– Pues si no me alivio, no podré ir a trabajar -dijo ella-. No sabes cómo me duele.

– Que no te duele, mujer. -Levantó un poco la mano y la mantuvo extendida unos centímetros por encima de la frente. Ella seguía presionando esa mano con las suyas, pero Forcat mantuvo la distancia. Probablemente, he pensado luego muchas veces, la eficacia del tratamiento consistía no tanto en el contacto directo de sus manos como en el fluido que emanaba de ellas, el calor controlado o como diablos se llame lo que transmitía aquella piel maltrecha, y que anulaba el dolor o lo aliviaba. Duró aproximadamente diez minutos, y la señora Anita pareció que se dormía. Abrí mi carpeta y revisé mis lápices, o mejor dicho simulé hacerlo; en realidad no quería perderme detalle. Observaba sobre todo el espacio de dos o tres centímetros bajo la palma de la mano de Forcat por si podía captar el trasvase del fluido, algún chisporroteo o Dios sabe qué, pues indudablemente era allí, en ese pequeño hueco entre la mano y la frente, donde tenía lugar el prodigio. Por su parte, Susana se negaba a mirar a su madre yacente y fingía indiferencia, pero en el fondo desaprobaba lo que hacía.

Lo cierto es que la señora Anita se levantó como nueva y en absoluto sorprendida por ello; no debía ser la primera experiencia. «¿Lo ves? -dijo-, ya me encuentro mucho mejor.» Se atusó el pelo, se calzó, cogió su bolso y sonriendo feliz, con un gesto rápido y espontáneo, despeinó a su huésped con la mano, luego volvió a besar a Susana, suspiró y, repentinamente, allí de pie en medio de la galería, con el bolso colgado al hombro y la vista en el vacío, se echó a llorar en silencio, sin dejar de sonreír. No supe entonces qué le pasaba, pero hoy sé que la estremecía uno de esos instantes de plenitud que la vida debió concederle en contadas ocasiones.

– ¿Por qué lloras, mamá? -dijo Susana arrodillándose en la cama, y en tono crispado le pidió -: ¡Por favor, no llores! ¡Por favor!

Se le pasó enseguida. Dijo hasta luego a todos y se fue apresuradamente. Pero aún no había llegado al pasillo cuando regresó, cogió a Forcat de la mano obligándole a levantarse y a seguirla cruzando deprisa el comedor y luego el pasillo corriendo siempre hasta la puerta de entrada, donde -supongo, siempre me gustó suponerlo-se despediría de él hasta la noche con un beso. Nunca lo vi, pero el recuerdo de la escena es tan vivo que suelo olvidar que nunca lo vi: sus bocas buscándose y chocando, de pie los dos y abrazados estrechamente en la penumbra del recibidor.

Horas después, cuando Susana hubo merendado su gran vaso de leche y su bocadillo y los hermanos Chacón llegaron de visita con sus bolsillos llenos de eucaliptos y sus fajos de tebeos y noveluchas atadas con cuerdas, desde la mágica y silenciosa galería ya encendida por el sol de la tarde volvíamos a viajar cogidos de la mano hacia la luminosa terraza del apartamento de Chen Jing Fang con vistas de los muelles y del río Huang-p’u, bajo la mirada estrábica de Forcat y al conjuro de su voz.

3

El Kim lleva tres días en Shanghai cuando Michel Lévy llama por teléfono desde la clínica Vautrin de París y habla largamente con su mujer. Luego pide hablar un momento con el Kim y ella le pasa a éste el teléfono en la terraza. El Kim está hojeando el periódico sentado bajo un parasol, y espera a que Chen Jing se retire de nuevo al salón para hablar con Lévy: Bonjour, amigo, ¿cómo va ese ánimo? Excelente, dice Lévy, ¿y tú qué tal? Bien, sin novedad. Tengo muy buenas noticias, Kim: la primera operación resultó un éxito y estoy muy animado; he de volver al quirófano, me queda la más difícil, pero tengo la suerte de cara y sé que todo saldrá bien y que muy pronto estaré de vuelta a casa. Y ahora dime: ¿cómo anda lo nuestro? ¿Hiciste lo que te pedí?

– Sólo en parte -dice el Kim-. Tengo el libro que querías, pero a Kruger nada más le he marcado, por el momento. Este asunto no puedo liquidarlo sin tomar muchas precauciones.

– Debes darte prisa -dice Lévy-. Kruger es listo y puede olerse algo.

– Correré ese riesgo -dice el Kim, y añade-: Te diré cómo veo el problema, capitán. Ahora más que nunca debo actuar de una forma limpia, desde la sombra y sin dejar rastro, porque una vez liquidado ese torturador del diablo quiero quedarme aquí, tal como te dije, trabajar contigo y traer a mi mujer y a mi hija… Quedamos en eso, ¿recuerdas? Otra cosa sería si después de darle a Kruger su merecido cogiera un avión y adiós Shanghai, si te he visto no me acuerdo. No quiero arriesgar mi futuro y el de mi familia. Tengo que preparar un plan y buscar la ocasión y luego quedar libre de toda sospecha, ¿me explico?

– Debes ser precavido, pero también rápido -dice Lévy-. El asunto no puede esperar. Y no pierdas de vista a Chen Jing, no me fío de este hijo de puta… Volveré a llamarte. Hasta pronto y suerte.

– Lo mismo digo, capitán. Suerte.

Nada más colgar el teléfono, Chen Jing sale de nuevo a la terraza seguida de su fiel sirvienta, que lleva una bandeja con bebidas.

– ¿Le apetece un té de jazmín, monsieur Franch? -dice la joven china sonriendo-. ¿O prefiere un martini seco? Sé prepararlos muy bien. Dice mi marido que mis martinis son los mejores que se pueden tomar en Shanghai… sin contar uno muy especial que prepara él, claro está.

– Seguro que Michel prefiere los que usted le prepara -dice el Kim-. A propósito, ¿tiene algún compromiso esta noche? ¿Va usted a salir?

– Mucho me temo que sí, monsieur. Lo siento.

– No diga eso. Siempre es un placer acompañarla.

Los ojos dorados de Chen Jing sonríen discretamente bajo la cadencia de un parpadeo indolente, de una frecuencia y un ritmo calculado, casi mecánico. Pero ese mismo ritmo inalterable, la sensualidad y la seda de los párpados moviéndose con lentitud, fascinan al Kim.

Escoltar a Chen Jing le ocupa ciertamente mucho más tiempo del que había pensado y en poco más de dos semanas ya conoce la vida nocturna y galante de Shanghai y toda la gama de la pintoresca fauna occidental y asiática que se halla aquí representada. Las notas de sociedad del North China Daily y del Shanghai Mercury recogen puntualmente la presencia de la señora Chen Jing Fang y del señor Franch en fiestas y recepciones. A ella le gusta además frecuentar los cabarets de moda y encontrarse con amigos en el Casanova, el Del Monte, el Little Club o el Ciro's. A veces la llama por teléfono algún matrimonio amigo para cenar juntos y luego ir al cine o a bailar, pero casi siempre prefiere salir sola, es decir, irremediablemente escoltada por el Kim, con el que suele bromear acerca de un emparejamiento que ya está dando que hablar en Shanghai más de lo que su marido, de hallarse aquí, habría consentido.

Una noche, en una recepción multitudinaria a orillas del lago del Oeste, en Hangzhou, el Kim se entretiene bromeando con Charlie Wong y su esposa y descuida un buen rato la vigilancia de Chen Jing, y de pronto, a unos cincuenta metros, entre el mar de cabezas de los asistentes, distingue a Kruger conversando con ella al pie de un abeto iluminado. El Kim se abre paso entre los invitados impetuosamente y antes de llegar junto a Chen Jing advierte que Kruger también le ha visto: sin apresurarse, pero obedeciendo clarísimamente a un impulso repentino, el alemán se despide de la hermosa china inclinándose para besar su mano y, acto seguido, da media vuelta y se pierde entre la concurrencia.

– ¿Conoce a este hombre? -El Kim ofrece un cigarrillo a Chen Jing, aparentando indiferencia-. Parece un tipo agradable.

– Quién no conoce a Omar en Shanghai -dice ella-. Pero le he tratado apenas un par de veces. Ha venido a saludarme y a interesarse por mi marido… ¿Por qué lo pregunta? ¿He corrido tal vez un serio peligro sin saberlo? -añade con una chispa irónica en los ojos.

En vez de enredarse en explicaciones, el Kim prefiere disculparse.

– Lo siento. Pero comprenda que, estando sola, cualquiera que se acerque a usted es para mí sospechoso…

– ¿Teme usted dejarme sola en medio de tanta gente, monsieur Franch?

– sonríe la joven china-. No debe usted preocuparse, estoy rodeada de amigos… Y ahora, ¿será tan amable de acercarse al bar y traerme una copa de champán?

El Kim le devuelve la sonrisa y le roza suavemente el codo con la mano.

– Será un placer acompañarla al bar y provocar la envidia de todos los hombres… Mire, ahí están Wong y Soo Lin con los Duprez.

– Pues vaya una diversión -Chen Jing suspira resignada-. Pero usted manda. Esta imprudente chinita jura solemnemente no alejarse ni un metro de su guardián… salvo si madame Duprez se empeña en contarme por enésima vez su famosa noche loca en París con Jean Gabin y la perrita Lulú.

– Es usted una mujer malvada -sonríe el Kim.

– ¿Lo cree de veras? Lo tomaré como un cumplido.

– ¿Y eso por qué?

– Porque siempre quise ser una mujer malvada.

En su recorrido habitual por los clubs nocturnos, Chen Jing no ha incluido ni una sola vez el Yellow Sky de Omar, de lo cual el Kim se alegra; desea conocer el refugio del ex nazi, pero naturalmente solo, en cuanto disponga de una noche libre.

La ocasión se presenta un domingo muy caluroso, poco antes de sentarse en la terraza de Chen Jing sobre el Bund, al comunicarle Deng que madame pide disculpas por no acompañarle en la cena: una fuerte jaqueca la ha obligado a acostarse y hoy no piensa salir, por lo que ruega a monsieur que disponga de la noche para sí mismo como mejor le parezca.

Después de cenar, servido ceremoniosamente por el criado chino, el Kim se hace llevar por un coolie al Yellow Sky Club, en Shantung Road. El local, muy concurrido, es grande y lujoso, decorado en amarillo y rojo, con una resplandeciente pista de baile y sala de juego. En la barra del bar el Kim pide un whisky y observa a la clientela, mientras la orquesta toca Siboney y algunas parejas bailan embelesadas. En todas las mesas alrededor de la pista hay una lamparita roja y una rosa amarilla de largo talle metida en un esbelto jarrón de cristal. Y también llama su atención, en una de las mesas al borde de la pista, una joven china muy elegante, de ojos rasgados y bonitas piernas, que está sola: vestida enteramente de rojo con un ceñido chipao de cuello alto y cortes laterales en la falda, se mira displicente las uñas de púrpura encendida y fuma un cigarrillo del mismo rojo color, sentada frente a un largo vaso de grosella. Tras ella, al fondo del local y alrededor de la ruleta, se oyen voces de júbilo, una suave explosión de alegría y de sorpresa.

Entonces ve a Omar al borde de la pista saludando de pie, sonriente y calmoso, a unos clientes sentados. El Kim puede ahora observarle mejor que en el Hotel Cathay y en Suzhou. De unos treinta y ocho o cuarenta años, el hombre que ahora se hace llamar Omar es muy alto, tiene afilada y aguileña la nariz, impertinente la mirada y, a pesar de la blanca sonrisa, un rictus amargo endurece su boca grande y bien dibujada. Sus modales son suaves y distinguidos. Al pasar junto a la china vestida de rojo, el apuesto Omar coge la rosa amarilla que adorna su mesa y la huele sonriendo a la muchacha, besa a ésta en la mejilla y se despide con una reverencia, llevándose la rosa cogida con ambas manos y dirigiéndose acto seguido, mientras consulta su reloj, hacia una pequeña puerta azul con adornos de laca y marfil situada a un extremo de la barra. La abre, se distinguen los primeros peldaños de una escalera iluminada, y Omar vuelve a cerrar la puerta tras él.

Piensa el Kim que no le ha visto, o que no ha querido verle, pero que sin duda sabe muy bien quién es; después de dejarse ver acompañando a Chen Jing en tantas recepciones y locales públicos de Shanghai, sus funciones de guardaespaldas no pueden haberle pasado por alto.

Transcurre media hora y en vista de que Omar no reaparece, el Kim pregunta al barman si el dueño volverá, pues desea hablar con él acerca de un importante negocio. El barman, un chino con triste cara de luna y lacios bigotes, le responde que el patrón se ha retirado a sus habitaciones ordenando que no se le moleste para nada. ¿Sus habitaciones?, dice el Kim, ¿es que el señor Omar vive aquí en el cabaret? Aquí mismo, monsieur, su apartamento está encima del club… Muy práctico, opina el Kim, aunque supongo que dispondrá de otra entrada desde la calle. Por supuesto, monsieur: en King Loong, un callejón trasero. Su vaso está vacío, monsieur, ¿desea otro whisky?

Se dispone a contestar cuando una voz artificiosamente cordial se le anticipa a su espalda:

– Tal vez monsieur prefiera compañía.

El Kim se vuelve despacio y ve a un chino gordito y sonriente con traje azul claro, camisa negra y corbata blanca.

– Prefiero el whisky -dice el Kim.

El barman le sirve mientras el desconocido insiste:

– Perdone que le moleste. ¿Es usted el honorable monsieur Franch?

– Sí.

– Du Yuesheng, mi jefe, desea hablar con usted y sería para él un gran honor que aceptara usted tomar una copa en su mesa.

– ¿Hablar de qué? -dice el Kim-. No le conozco.

– ¿Monsieur no ha oído hablar de Du Grandes-Oreilles?

– Algo he oído -impaciente el Kim-. Está bien. ¿Qué quiere?

Sin dejar de sonreír, el chino le hace una reverencia:

– Sígame, por favor.

Rodea la pista de baile y cruza la sala de juego, seguido de cerca por el Kim. Du Grandes-Oreilles está sentado en una mesa de espaldas a la pared, en una zona intermedia a la sala de juego y a otra barra muy concurrida. Lleva un traje blanco impoluto, sombrero blanco y corbata color salmón. Su mandíbula prominente, agresiva, contrasta con la quietud socarrona de los párpados pesados y la boca sin labios. Tiene entre las manos una copa de champán esmerilada de frío. Sus manos son como dos bolsas de agua caliente. Sentado junto a él, el ala del sombrero tapándole la mitad del rostro chato y taciturno, su guardaespaldas filipino deshoja lentamente la rosa amarilla que adornaba el centro de la mesa. El Kim sólo necesita echarle un vistazo para saber que se trata de un tufei profesional, un pistolero a sueldo. El mensajero se sienta al otro lado de su jefe y el Kim permanece de pie, con su vaso de whisky en la mano.

– Es un placer conocerle, monsieur Franch -dice Du Yuesheng-. ¿No quiere sentarse a la mesa de este humilde servidor? Parece usted cansado. Tal vez ha dormido poco últimamente…

– Tal vez.

– Tengo entendido que llegó usted a Shanghai invitado por monsieur Lévy y en uno de los barcos de su compañía naviera. -Sonríe pensativo Du

Grandes-Oreilles y prosigue-: Resulta un poco extraño, ¿no le parece? Podía usted venir tan cómodamente en avión…

– El avión me marea -dice el Kim.

– ¿De veras, monsieur?

– Puedo jurárselo.

– ¿Sabía usted que algunos cargueros de su honorable amigo monsieur Lévy trafican con armas para los comunistas que quieren apoderarse de Shanghai?

– No sé de qué me habla.

– Oh, cuánto lo siento. Tal vez me explico mal, mi francés es algo primario -dice el gángster chino bajando los ojos. El Kim intuye que detrás de su atildamiento, de sus maneras refinadas y de su piel fina y rosada se ocultan bastantes más años de los que aparenta-. Pero también lo es el suyo, monsieur. Porque usted no es francés, eso me han dicho.

– Le han dicho la verdad. Soy catalán y español, y créame si le digo que empiezo a estar harto de ser ambas cosas. Así que mi paciencia es escasa, especialmente ante un matón como usted disfrazado de vieja tortuga. ¿Qué quiere de mí?

Sin descomponer su sonrisa de porcelana, Du Yuesheng bebe un sorbo de champán y dice:

– No sea tan impulsivo, querido amigo. ¿Me permite una pregunta? ¿A qué ha venido a Shanghai?

– Si le digo que a comprarme un sombrero, como Shanghai Lily en 1932, no se lo va a creer.

– Tiene usted un curioso sentido del humor -sonríe Du Grandes-Oreilles-. Deberíamos entendernos. Vamos a ver… ¿Por qué mi honorable amigo no se sienta a mi mesa y acepta una copa de champán?

– Me gusta beber solo.

– Pasaremos por alto su falta de cortesía. De todos modos, quiero hacerle un favor.

– Veamos.

– He de sugerirle que se vaya usted de Shanghai.

– Eso ni lo sueñe.

– ¿Por qué no, monsieur? ¿Qué forma de hablar es ésa? -Du sonríe ampliamente-. Soñar es bueno. Se lo recomiendo.

– Nunca sueño despierto.

– No le creo. No estaría en Shanghai si no lo hiciera. Y bien, por lo menos ¿querrá usted cenar conmigo? Tenemos sopa de serpiente, raíces de loto y ju lai. ¿Sabe lo que es?

– Lengua de cerdo. No, gracias.

– Veo que ha hecho usted grandes progresos con mi lengua… En fin, ¿aceptaría usted un buen consejo, monsieur? -su tono es ya más crispado.

– No se moleste.

– En tal caso debo prevenirle: se va a meter en líos, monsieur.

– No suelo meterme en líos -dice el Kim fríamente-, pero si lo hago, sepa usted que voy hasta el final.

La orquesta toca ahora Amapola y, de repente, en los pliegues más vulnerables de la memoria, el Kim recupera por un instante a tu madre bailando en sus brazos muy despacio y como dormida, la cabeza recostada lánguidamente en su hombro: era su canción favorita y ella la tarareaba con frecuencia, una especie de abrigo contra la adversidad y los malos augurios. Mientras, Du Grandes-Oreilles observa atentamente la cara del Kim y con la voz suave añade:

– Le diré lo que va usted a hacer, monsieur Franch. Tomará usted un avión y regresará a Francia mañana mismo, vía Japón.

– Ya le he dicho que los aviones me marean.

– Entonces váyase en barco. Hay mil maneras de irse de Shanghai, monsieur, lo importante es que uno lo haga por su propio pie y no tengan que… empujarle -vuelve a sonreír y sus ojos se cierran casi del todo-. ¿Comprende?

– ¿Por qué ese interés en que me vaya, Du?

– Digamos que en Shanghai hay demasiados comunistas.

– ¿Es eso lo que piensa Omar?

– No sé lo que piensa este honorable caballero -dice Du, y su sonrisa se esfuma-. No es amigo mío.

– ¿De veras?

– Puede preguntárselo.

– Entonces, me informaron mal.

– En efecto -dice Du-. Y bien, monsieur, qué me responde. ¿Tendrá en cuenta mi consejo?

– Tengo otros planes. Y en ellos no entra perder mi tiempo con tipos como usted -dice el Kim. Y añade-: Jiax xì zhen zu.

Una expresión que en China se utiliza cuando alguien pretende engañarte mediante una comedia.

– Chang shou -le responde Du-. Larga vida, monsieur.

El Kim lanza una última mirada a los dos sujetos que custodian a Du Yuesheng, da media vuelta y vuelve a la barra cruzando la sala de juego y bordeando la pista de baile, saboreando los últimos compases de Amapola y el aroma errante e inmarcesible de los cabellos rubios de tu madre. Paga sus whiskis y abandona el Yellow Sky Club.

Decide volver a casa caminando y cuando llega son cerca de las dos y media. Chen Jing le dio tiempo atrás una llave, así que no necesita despertar a Deng, que ha dejado las luces del salón y de la terraza encendidas, como cada noche. En su cuarto, mientras se desnuda, el Kim piensa en Du Grandes-Oreilles: ¿qué había detrás de su amenaza? ¿Qué intereses servía, y de quién?

Hace mucho calor y antes de acostarse se mete bajo la ducha, luego cruza el salón enfundado en un albornoz y sale a la terraza a fumarse un cigarrillo. Oye ruido a su espalda y al volverse está Deng, respetuoso y mudo, indeciso durante unos segundos.

– ¿Monsieur necesita algo…? -dice finalmente el fiel criado.

El Kim le observa atentamente. Le pregunta por la señora, y Deng baja los ojos y dice que duerme desde que monsieur se fue.

– ¿Ha cenado? -pregunta el Kim.

– No, monsieur, no ha querido comer nada.

Deng mantiene la vista en el suelo, pensativo. Parece querer añadir algo, pero finalmente se retira.

El Kim duerme mal y se levanta al amanecer. Desde la ventana ve surgir del mar un inmenso sol rojo. Después de tomar un té en la cocina, cree que anoche olvidó los cigarrillos en la terraza y va a buscarlos, pero no están allí; vuelve a su cuarto y tampoco los encuentra. En este ir y venir cruza cuatro veces el amplio salón y, cada vez que lo hace, se para unos segundos mirando todo a su alrededor: los mullidos divanes y los cojines de seda, el piano de cola, la gran vitrina con abanicos y figuras de jade y de cristal, las plantas de lustrosas hojas verdes y los altos cortinajes; y lo hace con el vago presentimiento de una presencia nueva, una emoción furtiva agazapada allí cerca y que aún no acierta a detectar, la viva sensación de hallarse ante algo que antes no estaba en el salón. El piano está abierto y su teclado al descubierto, mudo y a la vez tan elocuente que parece querer anunciarlo…

El Kim siente que el corazón le avisa antes que la mente. Aún no ha advertido el objeto de su inquietud, pero intuye que ahora sí captará la señal, acaso porque esta vez es algo más que una señal o un aviso de peligro, es la expresión de un sentimiento y ahí está, sobre el piano precisamente: la rosa amarilla de largo talle que anoche, cuando él llegó, no estaba allí, y que ahora, un poco desmayada, a punto ya de rendir aquella lozanía y aquel vivísimo color de la víspera exhibidos en una mesa del Yellow Sky Club, se inclina en una esbelta copa de cristal como si quisiera mirarse en la pulida superficie del piano de cola, dejando caer su último aroma y su misterio.

4

La noche y el perfume de la rosa habían penetrado en la galería sin darnos cuenta y me levanté para encender la luz. No era la rosa azul del olvido, muchachos, ojalá lo hubiera sido; era la rosa amarilla del desencanto… y aquí Forcat interrumpió su relato como si la luz eléctrica hubiese cortado bruscamente el hilo de sus recuerdos y se levantó del borde de la cama, dio algunos pasos de un lado a otro cabizbajo y con su aire fumanchunesco, las manos ocultas en las mangas y pegadas al vientre, luego acarició la cabeza de Susana y salió al jardín.

Volvió al cabo de un rato, pero antes de entrar, desde la puerta y con las manos a la espalda, me ordenó que apagara la luz. Lo hice y entonces entró con las manos en alto, mostrando las palmas completamente manchadas de luz, brillando colgadas en la oscuridad como si pertenecieran a otra persona.

– ¡Yo también quiero! -dijo Susana entusiasmada-. ¡Yo también!

– Abre la mano. -Forcat depositó cuidadosamente en su mano tres gusanos de luz-. ¿Quieres ser un fantasma en la oscuridad? Frótalos muy suavemente en tu cara, así, y por un ratito serás un fantasma.

– ¿Un ratito solamente? -dijo ella.

– Lo bueno dura poco, ya sabes. Gingiol

La cara de Susana emergió entre las sombras como una máscara luminosa, y entonces Forcat se fue a la cocina dejándonos solos; esta noche quería sorprender a la señora Anita, que estaba a punto de llegar del cine, con otro de sus platos especiales.

– Ven -dijo Susana en voz baja, arrodillándose en la cama-, acerca esa cara de bobo. Vamos, no tengas miedo, siéntate a mi lado…

Me senté en la cama y ella restregó las luciérnagas por mi cara y mi pecho con rápidos movimientos, abriéndome la camisa, los gusanitos eran fríos y daban un cosquilleo, luego Susana se desabrochó el camisón e introdujo los extraños dedos fosforescentes a la altura del corazón dejando en la piel fugaces estelas de luz. Sin dejar de mirarme, se me acercó un poco más avanzando de rodillas sobre la cama, la espalda doblada hacia atrás, tensa, y su mano encendida se demoró bajo la tela del camisón frotándose el pecho. Mi cara estaba muy cerca de la suya, cuya espectral fosforescencia se iba apagando rápidamente y me urgía pasar a la acción aprovechando no sé qué especie de enmascaramiento, anonimato o impunidad. Y sentía su respiración alterada y también la mía, pero estaba sobre todo fascinado por el pecho de luz que dejaba ver su escote y apenas oí el susurro de su voz:

– ¿Te gustaría besarme…? Si no pensaras tanto en mis microbios, podrías besarme. A que te gustaría, tonto. Pero un beso de tornillo, ¿eh? ¡Contesta! ¡Burro más que burro!

He revivido mil veces esa fosforescencia y ese ardor en la oscuridad, esa mórbida combinación de sexo enmascarado y enfermedad mortal y furor y timidez, y siempre me invade el mismo remordimiento, la misma duda: no sé si fue Susana la que sólo permitió que le rozara los labios o fui yo el que no quiso llegar más lejos. Por supuesto que deseaba besarla, y desnudarla y acariciar sus pechos y sus muslos de fiebre, y estaba dispuesto, si no había más remedio, a contagiarme con su saliva y su aliento y a recibir mi ración de microbios… Pero pensando en eso perdí otra vez unos segundos preciosos, y me agarroté, y ella lo notó y me apartó con las manos.

– Vale -dijo-. Ahora vete -y volvió a meterse entre las sábanas. Quedaban restos de luz en su cara y en sus manos, y enseguida se apagaron del todo.

– Qué poco dura -dije por decir algo, desolado.

– Sí, muy poco.

– Mañana, si quieres, buscaré más gusanos de luz en el jardín y nos pintaremos otra vez…

– Sí, mañana -me cortó-. Pero ahora enciende la luz y vete.

5

En alguna ocasión había oído fantasear al capitán Blay acerca de su auténtica vocación frustrada, la de fino carterista, esos que mueven el «pico» en los tranvías y en el metro con tanto sigilo y tanta maestría que hacen del oficio un verdadero arte. Me dijo que aún le quedaba en la mano cierta memoria táctil, una dormida nostalgia de billeteros de piel y de forros de satén caliente, pues siendo muy joven hizo prácticas y recibió clases de teórica del primer novio de doña Conxa, un murciano avispado que vivió un tiempo en el barrio, y al que él mismo acabaría birlándole no la cartera, sino la novia…

Bueno, me creí la historia a medias, como en tantas ocasiones, pero una mañana que le seguía cansinamente por los alrededores de Can Compte con un cálido viento de espaldas y mi carpeta de firmas bajo el brazo, tuve ocasión de admirar fugazmente sus habilidades. Ese día, el capitán estrenaba vendas limpias y su cabeza afilada y alta, con los pelajos enhiestos en la coronilla, parecía una zanahoria blanca. Y no sé por qué, acaso para darle un toque romántico a su cochambroso disfraz de accidentado, desde hacía un par de días llevaba el brazo en cabestrillo con una vieja bufanda de seda atada a la nuca. El artificio devolvía a su calamitosa figura una pizca del decoro y la prestancia que sin duda cultivó en el frente del Ebro, en los días en que su entendimiento, su responsabilidad y su coquetería aún estaban intactos. Habíamos alcanzado el tramo final de la calle de la Legalidad, donde las farolas habían sido rotas a pedradas y el rótulo de la calle era ilegible, y el capitán me esperó hasta que le alcancé, apoyó su mano en mi hombro y se quedó quieto un rato escuchando el rumor del viento en las palmeras. Entonces un coche frenó bruscamente a nuestro lado, el conductor asomó la cabeza por la ventanilla y, después de reparar, bastante sorprendido, en el aspecto estrafalario del capitán, le preguntó si la calle de la Legalidad quedaba cerca. Era un hombre corpulento, de nariz chata, labios gruesos y pelo negro y liso untado de brillantina. Llevaba una elegante sahariana azul que más bien parecía una guerrera, con altas hombreras y grandes botones, abierta sobre el pecho peludo y dejando ver una batería de formidables estilográficas prendidas en el bolsillo interior. El capitán le contestó que precisamente nos encontrábamos en la calle que buscaba, y me sorprendió que lo hiciera en catalán. Primera vez que le oía hablar en su propia lengua:

– Justament ens trobem en el carrer que busca, senyor, és aquest…

El hombre lo atajó secamente:

– No entiendo el lenguaje de los perros, tú. A mí me hablas en cristiano.

– Qué diu, senyor?

– ¡Contesta en español, cuando te pregunten! -y observó el brazo en cabestrillo del capitán, el raído pijama y la gabardina, el vendaje y las gafas, y añadió burlonamente-: ¿De dónde demonios sales con esta facha? ¿Te has escapado de un quirófano o de un manicomio?

– No n'has de fotre res, gamarús.

El capitán había comprendido, y yo también, que se las tenía con alguien que no sabía ni quería saber una palabra de catalán. El hombre echó el freno de mano y con gesto enérgico acabó de bajar el cristal de la ventanilla, insistiendo:

– ¡Me hables en español, te digo! ¡O te juro que te vas a enterar! ¡A ver ¿dónde para esa maldita calle de la Legalidad?!

El capitán Blay esbozó una sonrisa afable entre las gasas y se inclinó respetuoso ante la ventanilla del iracundo chófer, y en este momento yo supe que el disparate estaba servido. Había tardado lo mío en captar esas señales de alarma: un tic nervioso, la cabeza levemente ladeada, un carraspeo que solía anticipar una intensa meditación y una tensión muscular o un rechinar de huesos que a veces mis sentidos creían percibir, como si al enderezar el viejo pirado su espalda el crujido de sus vértebras me avisara del nuevo e inminente desatino. En realidad, nunca tuve claro ni me importó demasiado si lo que movía entonces al capitán, sobre todo en las situaciones más adversas, era un impulso estrictamente irracional, aquel demonio que llevaba dentro, o bien eran resabios mentales de la derrota, la última rabieta de un espíritu revanchista descarriado y ya sin fuelle. En tales situaciones, me limitaba a permanecer de pie a su lado, mudo y expectante. Ahora sus ojos escudados en las gafas oscuras fijaron el objetivo en el pecho del chófer: si en este bolsillo las estilográficas, debió pensar, en el otro la cartera.

– Sí, señor, usted perdone -entonó el capitán en el tono más servicial-. Es que lo hablo tan mal. Y no es por el acento, no, que uno tampoco pretende compararse con un señor de Madriz. Es por la sintaxis ¿sabe?, la natural fluidez de la lengua… ¡Qué soy burro! ¡No me haga caso…!

– ¡Ya está bien, coño, acabemos! ¡Dime dónde cojones está la calle Legalidad de una puñetera vez, si es que lo sabes, viejo carcamal, y luego vete al infierno!

– ¡Pues claro que lo sé! Mire, coja usted esta primera calle que viene a la derecha y enseguida verá una plaza, allí coge otra vez a la derecha y llegará a la Avenida del Generalísimo, antes llamada Diagonal, entonces siga siempre a la derecha y verá la estatua de mosén Cinto Verdaguer, poeta vernáculo y separatista de dudoso talento, como usted sabe…

– ¡Venga, venga, no me hagas perder más tiempo!

– Bueno, pues desde allí todo recto y no pare hasta pasado Pedralbes, por allí verá usted un letrero que dice San Baudilio, o sea Sant Boi, sigue un par de kilómetros más y se encontrará en la calle Legalidad, no tiene pérdida…

Mientras hablaba, el capitán apoyó el brazo en cabestrillo en la ventanilla y la otra mano en la capota del automóvil. En cierto momento hizo tamborilear los dedos en la chapa. Era como el ruido de gotas de lluvia, y el airado conductor alzó los ojos unos segundos. Fue suficiente. La mano yerta que colgaba en cabestrillo se movió con rapidez fulgurante hacia el costado derecho del conductor, con el índice y el corazón abiertos en forma de pico, y un billetero muy plano de piel marrón, visto y no visto, pasó de allí al hondo bolsillo de la gabardina del capitán, cuando añadía:

– De verdad que no tiene pérdida.

– ¿Lo ves, como sabéis hablar como Dios manda? -sonrió burlón el hombre girando la llave del contacto-. Lo que pasa es que no queréis, de mal nacidos que sois, coño.

– Que soy muy distraído, oiga -se excusó el capitán, compungido-. ¿Quién no va a querer hablar el idioma del imperio? Precisamente a mí me gustan los idiomas, el inglés, el francés…

– ¡Nos basta y sobra con uno! -no conseguía poner el motor en marcha-. Tú hablas todavía como un perro, pero ya se te quitará el acento con el tiempo.

– Con el tiempo, sí señor, eso espero -cabeceó sumiso el capitán-. Vamos haciendo lo que podemos, sí señor. Con el tiempo. No se olvide: todo recto hasta Sant Boi. No tiene pérdida.

– Oye, tienes bastante salero, abuelo. Antes de irme quiero que me hagas otro favor -miró al capitán con ojos burlones y conmiserativos-. De verdad que me has caído bien, imbécil. A ver, repite conmigo: dieciséis jueces comen hígado… ¿Cómo es eso? Dilo muy rápido.

– Es un verso patriótico de Joan Maragall.

– No lo sabía. Vamos, recítalo.

– Pierde mucho con la traducción. Se refiere a un hombre que colgaron por el cuello en la montaña de Montserrat, ya sabe, donde está la Morenita…

El hombre se impacientaba, riéndose. El motor del coche arrancó por fin.

– ¡Me lo traduces, venga, payaso!

– Sí, señor, a la orden. Dieciséis jueces comen hígado de un ahorcado. Tiene otro que también es muy bueno, el poeta Maragall: elástics blaus suats fan fástic. Está dedicado al glorioso ejército alemán.

– Tradúcelo al cristiano, mamón.

– Tirantes azules sudados fant… tásticos.

– Eres un tipo divertido, para ser catalán. Hala, que te den muy mucho por el saco, viejo chocho.

Soltó una risa asmática, soltó también el pie del freno y el coche arrancó bruscamente. Antes de verle abandonar la calle de la Legalidad y doblar la esquina, el capitán tiró de mi mano y nos escabullimos en dirección contraria. «Le hemos enviado al quinto coño», dijo.

La cartera contenía ciento cincuenta pesetas. El capitán me dio las cincuenta, prohibiéndome gastarlas en el cine y en los billares. «Te compras más papel de barba para dibujar», dijo, «y el resto para tu madre, que buena falta le hace».

Por la noche se lo conté a mi madre y ella se compadeció del capitán, me dijo que rogaría a la Virgen para que le concediera al viejo buena salud, claridad de ideas y muchos años de vida; y que no estaba bien lo que habíamos hecho. Enviar aquel pobre hombre tan lejos, qué barbaridad. Pero las pesetas bien que se las quedó.