37960.fb2
– ¿Vosotros sabíais del engaño? -preguntó Buonarroti.
Tono se encogió de hombros.
– Depende de cuál engaño, Gaddo.
– Depende del engaño del que estemos hablando -repitió Carmen con ironía-. Del del origen familiar de Beth, de la enfermedad que acabó con su marido, de los títulos universitarios. De los principados de Prusia, de los ducados de Toscana o del dinero que le iba a caer a Lavinia cuando muriera un hipotético abuelo americano… Ya ves, del único engaño del que no podemos hablar, porque nunca supimos, fue del amor que te tenía o no te tenía… Bien pensado, ni siquiera somos capaces de afirmar (nosotros, que en este pueblo tenemos un ojo maligno para adivinar estas cosas) que Lavinia llegara virgen al matrimonio…
Gaddo hizo un triste gesto negativo.
– … Por no ser -dijo Juan Carlos-, no somos siquiera capaces de afirmar que Lavinia sea el verdadero nombre de Lavinia…
– ¿Por qué nunca me dijisteis nada? -preguntó Gaddo, alzando repentinamente el tono de voz con una excitación muy visible que, acentuada por el deje italiano con que hablaba castellano, resaltaba sus equivocaciones constantes y sus giros gramaticales, tan equivocados que hasta resultaban cómicos-. Si no queríais decírmelo de un golpe, al menos me lo podríais haber dicho de forma escayolada.
– Escalonada -murmuró Juan Carlos.
– ¿Y quiénes éramos nosotros para decir nada? Eso era cosa vuestra, tuya y de Lav -contestó la Pepi con irritación-. Además, nunca supimos nada con certeza. Si Lavinia volvía de una temporada en América y nos contaba que había terminado un doctorado en Historia, ¿íbamos a exigirle que nos enseñara el título?
– Y encima -recordó Tono-, te trajiste una batería de abogados…
– … razza di inutili -dijo Gaddo-, pandilla de inútiles.
– … Vaya, una batería de abogados para que se enteraran de todo, no creas que no nos dimos cuenta. ¿Y qué querías que hiciéramos? Incluso si hubiéramos sabido cualquier cosa, que no, ¿eh?, que no, ¿te la hubiéramos contado? ¿Nosotros, la parte contraria, los pueblerinos paletos frente al gran divo?
– Ebbé, me Vavete fatta bella -dijo Gaddo-, buena me la hicisteis.
– Bueno, Gaddo -dijo Carmen, abriendo seriamente las hostilidades-, de eso hace veinte años, ¿no?… ¿Cuánto hace que os casasteis? Veinte años, ¿no? Pues veinte años. Si quieres, puede que fuéramos culpables entonces, que estuviera mal que no le contáramos a… á… ¿cómo lo llamábamos, Tono?
– Buitre Primero.
– Eso, Buitre Primero… que no le contáramos a Buitre Primero toda la historia tal como la veíamos, que tampoco era mucho… oye, ¿y por qué no iba Love a embellecer su personalidad para conseguir casarse contigo? ¿Qué había de malo en ello? Bueno, puede que aquello estuviera mal, vale, de acuerdo, pero ¿y tú? ¿Y tú estos pasados veinte años? Y descuida, que no se te ocurre reunirnos hasta ahora para que te contemos toda la historia, hasta ahora, ¿eh?, cuando Lavinia se ha divorciado de ti, te ha sacado hasta la hijuela con El Mirador incluido… Porque hasta ahora estabas encantado.
Gaddo levantó las manos en un gesto teatral para suplicar que pararan el ataque. No parecía enfadado con ellos. Y es que contrariamente a lo que se sabía de él, a su fama de irritabilidad, a sus violentas explosiones de carácter, se hubiera dicho que hoy estaba dispuesto a aceptarlo todo, que se había impuesto la paciencia como recurso necesario en esta larga y esclarecedora conversación con el coro de cotillas.
– Levanta las manos, anda -dijo la Pepi-, que bien llegaste hace veinte años con un equipo de abogados a que te organizaran el divorcio futuro. Pues ahora lo pagas, qué quieres que te diga. Justo castigo.
– iNo! Scusatemi… Esto es demasiado, demasiado. Yo soy inocente. Sólo os he reunido para pediros consejo, a vosotros que conocéis a Lavinia mejor que nadie. No quiero acusaros de nada. Sólo busco explicaciones…
– ¡Si no las hay! ¿No ves que nunca hay explicación a un desastre matrimonial? ¿Dónde se estropearon las cosas? ¿Qué día dijo quién algo irremediable?
– … sólo quiero comprender por qué tutto questo me ha costado tanto dinero… y la felicidad…
– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó Juan Carlos en voz baja, con aire inocente, como si no importara.
– ¿Qué? -Gaddo se volvió hacia él. Después frunció el ceño y dijo-: Una locura… un millón de dólares por año de matrimonio. ¡Ah! Diecinueve millones de dólares… y la felicita. Ése fue el acuerdo al que llegó mi flamante equipo de abogados carísimos. Derrotados por una piraña de ojos inocentes. Non é troppo?, ¿no es demasiado? Dímelo tú que eres escritor y escribes de sentimientos. Non es demasiado?
Juan Carlos bajó la mirada y sacudió la cabeza.
– No sé, Gaddo, no lo sé.
– Pues yo te digo que sí es demasiado. -Dio una fuerte palmada sobre la mesa. Francisca se sobresaltó y por un momento dio la impresión de que se pondría a llorar-. ¿No cuidé a Beth cuando enfermó de Alzheimer? ¿No le puse las mejores enfermeras?…
– Bueno -dijo Tono-, en realidad, el que la cuidó todo el tiempo fue Augustus…
– ¡Yo tenía que cantar! Tenía contratos, el mundo que me necesitaba… la ópera…
– Y Augustus tenía que escribir y estrenar -dijo Tono con severidad desconocida.
– Y Dan el sueco -añadió Carmen-, no olvidéis a Dan el sueco, que cuando Augustus no tenía más remedio que ausentarse, Dan el sueco se sentaba en el jardín al lado de Beth, la cogía de la mano y le hablaba sin parar.
– Es verdad -dijo la Pepi-. Que cuando se cansaba de decirle tonterías en inglés, se ponía a contarle historias en sueco. -Rió.
– ¡Pero ellos habían sido amantes! Tenían que ser leales. Era lo menos. Yo no tenía esa obligación. Era sólo mi suegra…
– Mira, en eso tiene razón -dijo Carmen-. Gaddo no tenía más obligación que ésa: asegurarse de que Beth tenía todas las comodidades. El amor y los cuidados tenían que ponerlos ellos y su hija.
– Hombre -dijo Guillem-, lo cierto es que Lavinia se portó bien también. Hasta que murió la pobre Beth, Love fue una buena hija. Estaba aquí al menos una vez al mes; venía desde donde estuvierais a pasar unos días con su madre… eso estaba muy bien.
– Qué menos -dijo Carmen-. Y durante el tiempo en que éste -señaló a Guillem con la barbilla- estuvo haciendo los trabajos de acondicionamiento de El Mirador, el ala nueva y la piscina, las habitaciones de huéspedes y la restauración de la capilla, menos mal que Love se vino a estar con su madre en la casita del pueblo…
– Y a echar un vistazo a las cuentas -dijo la Pepi.
– Huy -dijo Guillem.
– Venir a estar con su madre era lo menos, lo menos que podía hacer -apostilló la Pepi-. Pero vamos a ver, Gaddo, te lo hemos contado todo, desde el principio… de cómo llegó la Beth con esta niña que era chiquitina, tendría dos o tres años, todo te lo hemos contado. Y ahora resulta que hemos acabado hablando de cómo te portaste con tu suegra. Eso qué más da. ¿Pero y Lavinia? ¿Cómo te portaste tú con Lavinia?
– Claro -dijo Juan Carlos-, porque te hemos explicado todo lo que sabemos de la vida de Lavinia desde el principio, pero tú no nos has contado nada de tu vida con ella.
Gaddo volvió la cabeza para mirarlo y lo hizo con tanta fuerza y tanta seriedad que Juan Carlos bajó los ojos y tuvo un súbito ataque de tos.
– E a te, che te ne importa? Esa pregunta sobra, Juan Carlos. Esto no es una obra de teatro ni un juicio -dijo casi en voz baja pero con tanta pasión que se le hubiera podido oír desde el fondo del jardín. Hizo una pausa, se quedó como en suspenso, casi como si no supiera qué hacer y de pronto se levantó de golpe, tanto, que la silla cayó hacia atrás. Suspiró y los miró uno por uno como si pretendiera grabarse sus semblantes en la memoria y no volverlos a olvidar-. Llevamos horas hablando, os he dado mi confianza, me habéis contado lo que habéis querido pero nada de lo que me da satisfacción. ¿Y ahora me empezáis a pedir detalles de mi vida privada? ¿Quién os ha dado permiso? Basta. Se acabó. Adiós. No quiero volver a veros, mai più, nunca más.
Y con eso, se dio la vuelta y anduvo con rapidez hacia el coche que lo esperaba desde hacía horas junto a la verja de entrada a El Mirador.
Hubo un largo silencio.
– Caramba -dijo Tono por fin-. Me parece que nos pusimos demasiado curiosos. Tampoco teníamos derecho. -Apretó los labios-. Se ha enfadado muchísimo.
– O sea que le vamos a contar todos los secretos del pueblo y él, que tiene la culpa de todo, no nos va a decir nada de su vida con Love -disintió Carmen.
Guillem soltó una risita breve.
– Hombre, yo quería que nos contara si era verdad lo de las cantantes.
– ¿Lo de las cantantes? -preguntó Francisca.
– Sí, mujer. Lo de las cantantes… aquello que contó el periódico inglés ese…
– No sé de qué me hablas.
– Verás, parece que lo que a él le gustaba era acostarse con sus partenaires, supongo que cuanto más gordas mejor. No sé qué truco les haría, pero parece que en el momento… o sea… el momento de cuando se corrían, vamos, lo que a Gaddo de verdad le gustaba era oírlas dar el do de pecho o lo que sea como se llame eso que dan las sopranos. Vamos, que hicieran un gorgorito lo más alto posible…
– Venga ya.
– Os lo juro. Parece que él buscaba el sonido más agudo o más perfecto de la gorda de turno y con eso… pues él también… eh…
Hubo un largo silencio seguido luego de una carcajada general.
– ¡Qué tontería! -dijo Tono, secándose las lágrimas.
– Palabra.
– Se non é…
– Se non é vero, é ben trovato, ya sabemos, Juan Carlos. Qué pesado te pones -dijo Carmen.
– Y parece que Lavinia los oyó cuando entraba una noche en casa a la vuelta de un viaje. Gaddo no la esperaba y le pillaron dando el do de pecho con los calzoncillos en los tobillos.
– Vaya tontería -repitió Tono.
– Sería, pero allí mismo lo plantó y se vino para el pueblo.
– No, hombre, no. Es una historia divertida, pero no es cierta -dijo Tono-. Al menos no es la que provocó el divorcio.
– ¿Y qué entonces? -preguntó Guillem.
– Fue por la cocaína.
– ¿Qué? -exclamaron la Pepi, Guillem y Francisca. Juan Carlos se arrellanó en la butaca para no dar la impresión de que no sabía de lo que hablaba Tono.
– La cocaína. Bueno, es un hecho conocido, no me fastidiéis. Caramba, Gaddo consume coca sin parar para mantenerse en forma… Y Love convivió durante años con esto, hasta que no pudo más.
– ¿Y ella no…?
– No sé. Yo creo que no. Bueno, si ella tomara, no le habría interesado el divorcio, ¿no?
– No sabéis, vamos, que no tenéis ni idea -dijo Juan Carlos-. Hace años que Gaddo tiene una amante en Milán, una de las directoras de la Scala, y otra en Nueva York, en el Metropolitan. Dos fijas, nada menos. Y Lavinia aguantó hasta que pudo y por fin se hartó.
– Por cierto, ¿y Lavinia qué va a hacer ahora?
Declaraciones en exclusiva de Lavinia de Lorena Buonarroti tras su divorcio
Texto, Princesa Luisa Genovés Romanovna
Fotografía, Max Gandahar
La princesa Lavinia de Lorena nos ha recibido en el palacio de sus antepasados en la costa más salvaje de Mallorca para hablar de su divorcio del famoso tenor Gaddo Buonarroti. La conversación tiene lugar al borde de la fantástica piscina de El Mirador, asomada al mar Mediterráneo en uno de los parajes más hermosos de la isla.
A sus 35 años, Lavinia de Lorena está en el cénit de la belleza y la elegancia. Contesta con gran amabilidad todas las preguntas que le hacemos.
– ¿Cómo se encuentra ahora?
– Muy bien. La vida sola después de muchos años de matrimonio siempre es desconcertante, pero así tiene que ser.
– ¿Quiere decir que se arrepiente de haberse divorciado?
– No, no. Es cierto que no se divorcia uno por gusto, pero evidentemente hay que hacerlo cuando la situación se ha hecho insufrible.
– ¿Por qué dice eso?
– Bueno, porque la relación entre nosotros dos se había roto, habíamos dejado de entendernos y faltaba lo que siempre he pensado que es indispensable: el respeto mutuo.
– ¿ Cuáles son las razones que la llevaron al divorcio de Gaddo?
– No quiero hablar de eso.
– ¿Cómo es Gaddo en realidad?
– Es una persona muy dulce -Lavinia sonríe-, muy generosa, nada diva…
– Bueno, dicen que hace poco, en pleno concierto, rompió la partitura del director de la orquesta porque la música había entrado tarde en dos ocasiones…
– Cuando se vive de la voz y de la precisión milimétrica en la interpretación, cuando se es Gaddo Buonarroti, no se pueden permitir fallos reiterados… Entiendo que se enfadara. Aunque la verdad es que los enfados le duran poco.
– ¿Qué va a hacer ahora?
– Vivir dedicada a mí misma durante un tiempo. Quiero terminar la licenciatura de Historia que tuve que interrumpir cuando me casé. También quiero terminar de decorar El Mirador para así poder vivir en la casa de forma permanente. Tengo un proyecto que preparo desde hace años y que me gustaría mucho culminar ahora: crear una fundación de fomento de la cultura mallorquina y así recoger el testigo de mi tío bisabuelo…
– ¿Se refiere al príncipe Carolo von Meckelburg-Premnitz?
– Naturalmente. Carolo se apasionó con estas islas, vivió en ellas, compró este palacio único. Ha querido el destino que yo creciera en él. Pues yo quiero devolver todo lo que me ha dado esta casa, esta tierra, esta forma tan amable de vivir.
– Decía usted que quiere terminar la licenciatura que había empezado cuando se casó.
– Bueno, estaba a punto de terminarla en la Universidad de Washington cuando me enamoré de Gaddo. Y la verdad es que vivir con Gaddo es una actividad muy exigente -sonríe-, excluye casi todo lo demás. Por eso tuve que dejar de estudiar. Pero siempre he echado de menos el trabajo académico. Le debo a mi madre la curiosidad intelectual. Ella era doctora en Historia de la Música por la Universidad de California y me inculcó la pasión por el estudio. Entre ella y Bill Loden, el director del museo arqueológico de aquí, me empujaron siempre, me animaron. Por eso acabé colaborando con el British Museum en la producción de películas y documentales para el National Geographic.
– ¿Cómo conoció a Gaddo?
– En una cena privada en casa de los Kennedy en Martha's Vineyard. Él estaba allí, estuvimos sentados juntos en la mesa y fue un flechazo. Me pidió que me casara con él aquella misma noche.
– ¿ Y usted qué contestó?
– Oh, dije que sí. De pronto me sentí como la Cenicienta. Nunca pensé que me pasaría a mí.
– Su padre era banquero.
– No. Era diplomático. Hijo de banquero. Desgraciadamente murió siendo yo muy joven de unas fiebres tropicales que contrajo en uno de sus puestos diplomáticos.
– ¿Y su madre, que tan importante ha sido para usted?
– Mi madre murió hace dos años -sonríe tristemente-. También murió mi abuelo, el mismo año.
– ¿El banquero americano?
– Sí. Louis Trevor. Mi abuelo me ayudó mucho cuando yo era estudiante en Washington. Aunque estábamos algo distanciados porque él hubiera preferido que mi padre siguiera sus pasos en el banco, siempre me apoyó. Ahora podré cumplir su ambición de ver que su nieta obtiene un doctorado. Fue muy generoso conmigo: creó un trust para que no me faltara el dinero para estudiar.
– Se ha quedado usted sola en la vida. Nunca tuvieron hijos…
– No. No fue posible. Ésa es mi gran asignatura pendiente y mi tristeza. También Gaddo deseó tener hijos con verdadera pasión.
– Ésa tal vez fue la razón de la ruptura del matrimonio.
– Tal vez, pero no quiero hablar de ello ahora. Es demasiado triste…
– Se habla mucho del acuerdo económico del divorcio.
– Sí. Gaddo es un personaje muy rico y ha sido muy generoso.
– ¿Cómo era la vida con él?
– Muy agitada. Viajábamos continuamente y teníamos una actividad social intensísima. Los compromisos profesionales de Gaddo nos tenían ocupados prácticamente todos los días. Su agenda está cerrada con dos años de antelación. Imagínese lo que es eso… Pero ahora estaré tranquila una temporada.
– Se dice que alguien ha ocupado ya su corazón.
– Es muy pronto para hablar de eso.