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a Laurence Gueguen
… más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total…
Hf.rodoto, IV, 18
De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormíamos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entrever por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito -el primero, en mi caso- y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones -que eran también consecuencia de la miseria- me puse en campaña para embarcarme como grumete, sin preocuparme demasiado por el destino exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversaciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
No fue difícil. En los puertos se hablaba mucho, pero cuando el momento del embarque llegaba, eran pocos los que se presentaban. Más tarde comprendería por qué. Lo cierto es que obtuve el puesto de grumete, en la nave capitana, la principal de las tres que constituían la expedición, sin ninguna dificultad. Cuando llegué a conchabarme, se hubiese dicho que estaban esperándome; me recibieron con los brazos abiertos, me aseguraron que haríamos una excelente travesía y que volveríamos de Indias unos meses más tarde, cargados de tesoros. El capitán no estaba presente; trabajaba en ese momento en la Corte, y llegaría el día de la partida. El oficial que reclutaba me asignó una cama en el dormitorio de los marineros y me dijo que me presentara más tarde para recibir instrucciones sobre mi trabajo. En la semana que precedió a la partida, bajé casi todos los días a tierra a hacer mandados para los oficiales e incluso para los marineros, sin demorarme en calles ni en tabernas porque el empleo de grumete me llenaba de orgullo y quería cumplirlo a la perfección.
Por fin llegó el día de la partida. La víspera, el capitán había aparecido con una comitiva discreta, inspeccionando, con su segundo, hasta el último rincón de las naves. Cuando estuvimos en alta mar reunió a marineros y oficiales en cubierta y profirió una arenga breve exaltando la disciplina, el coraje, y el amor a Dios, al rey, y al trabajo. Era un hombre austero y distante, sin rudeza, y de vez en cuando se lo veía trabajar en cubierta con el mismo rigor que los marineros. A veces se paraba, solo, en el puente, con la mirada fija en el horizonte vacío. Parecía no ver ni mar ni cielo, sino algo dentro de sí, como un recuerdo inacabable y lento; o tal vez el vacío del horizonte se instalaba en su interior y lo dejaba ahí, durante un buen rato, sin parpadear, petrificado sobre el puente. A mí me trataba con bondad distraída, como si uno de los dos estuviese ausente. La tripulación lo respetaba pero no le tenía miedo. Sus convicciones rigurosas parecían sabidas de memoria y las hacía aplicar hasta en los más mínimos detalles, pero era como si también de ellas estuviese ausente. Se hubiese dicho que había dos capitanes: el que transmitía, con precisión matemática, órdenes que emanaban, sin duda, de la corona, y el que miraba fijo un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrificado sobre el puente.
En ese azul monótono, la travesía duró más de tres meses. A los pocos días de zarpar, nos internamos en un mar tórrido. Ahí fue donde empecé a percibir ese cielo ilimitado que nunca más se borraría de mi vida. El mar lo duplicaba. Las naves, una detrás de otra a distancia regular, parecían atravesar, lentas, el vacío de una inmensa esfera azulada que de noche se volvía negra, acribillada en la altura de puntos luminosos. No se veía un pez, un pájaro, una nube. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de color azul. El sol atestiguaba día a día, regular, cierta alteridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero era poca realidad. Al cabo de varias semanas nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento suficiente. Mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido. Cuanto más rugosas eran la soga o la madera en el interior de los barcos, más ásperas las velas, más espesos los cuerpos que deambulaban en cubierta, más problemática se volvía su presencia. Se hubiese dicho, por momentos, que no avanzábamos. Los tres barcos estaban, en fila irregular, a cierta distancia uno del otro, como pegados en el espacio azul. Había cambios de color, cuando el sol aparecía en el horizonte a nuestras espaldas y se hundía en el horizonte más allá de las proas inmóviles. El capitán contemplaba, desde el puente, como hechizado, esos cambios de color. A veces hubiésemos deseado, sin duda, la aparición de uno de esos monstruos marinos que llenaban la conversación en los puertos. Pero ningún monstruo apareció.
En esa situación tan extraña le esperan, el grumete, adversidades suplementarias. La ausencia de mujeres hace resaltar, poco a poco, la ambigüedad de sus formas juveniles, producto de su virilidad incompleta. Eso en que los marinos, honestos padres de familia, piensan con repugnancia en los puertos, va pareciéndoles, durante la travesía, cada vez más natural, del mismo modo que el adorador de la propiedad privada, a medida que el hambre carcome sus principios, no ve en su imaginación sino desplumado y asado al pollo del vecino. Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en ponerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida. Dos o tres veces estuve a punto de quejarme al capitán, pero las amenazas decididas de mis pretendientes me disuadieron. Finalmente, opté por la anuencia y por la intriga, buscando la protección de los más fuertes y tratando de sacar partido de la situación. El trato con las mujeres del puerto me fue al fin y al cabo de utilidad. Con intuición de criatura me había dado cuenta, observándolas, que venderse no era para ellas otra cosa que un modo de sobrevivir, y que en su forma de actuar el honor era eclipsado por la estrategia. Las cuestiones de gusto personal eran también superfluas. El vicio fundamental de los seres humanos es el de querer contra viento y marea seguir vivos y con buena salud, es querer actualizar a toda costa las imágenes de la esperanza. Yo quería llegar a esas regiones paradisíacas: pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas ocasiones el comercio con esos marinos -que tenían algo de padre también, para el huérfano que yo era- me deparó algún placer: y en ese ir y venir estábamos cuando avistamos tierra.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a orillas desconocidas que atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, monótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena árida, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de selvas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, vegetal y animal de la tierra excesiva y generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar nuestro delirio. El capitán, que nos observaba desde el puente, no participaba, sin embargo, de nuestro entusiasmo, como si no le incumbiese. Contemplaba, al mismo tiempo, sin ver una ni otro, la tripulación y el paisaje, con una sonrisa ajena y pensativa insinuada, no en su boca, sino más bien en su mirada. En su cara comida por la barba, las arrugas alrededor de los ojos se volvían, a causa de su expresión, un poco más profundas. A medida que íbamos acercándonos a la orilla, la euforia de la tripulación aumentaba. Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. El capitán dio orden de anclar y de preparar embarcaciones para dirigirse a tierra. Muchos marinos -e incluso algunos oficiales- ni siquiera esperaron que las embarcaciones estuviesen listas: se echaron al agua desde la borda y ganaron a nado la orilla. Llegaron antes que las embarcaciones. Mientras nos aproximábamos nos hacían señas, saltando en la orilla, sacudiendo los brazos, chorreando agua, semidesnudos y contentos: era tierra firme.
Al llegar, nos dispersamos como animales en estampida. Algunos se pusieron a correr sin finalidad, en línea recta y en todas direcciones; otros en círculo, en un espacio limitado; otros saltaban en el mismo lugar. Un grupo encendió una inmensa fogata y se quedó contemplando el fuego, cuyas llamas empalidecían en la luz de mediodía. Dos viejos, al pie de un árbol, se burlaban de un pájaro grande que no se decidía a partir y que chillaba, saltando de rama en rama. Hacia el fondo, tierra adentro, al pie de una loma, varios hombres perseguían a una gallinácea de plumaje multicolor. Algunos se trepaban a los árboles, otros escarbaban el terreno. Uno, parado en la orilla, orinaba en el agua. Algunos, incomprensiblemente, habían preferido quedarse en el barco y nos contemplaban desde lejos, apoyados en la borda. Al anochecer, estábamos todos reunidos en la playa, alrededor del fuego a cuyas brasas se cocinaban los productos de la caza y de la pesca. Cuando llegó la noche, las llamas iluminaban las caras barbudas y sudorosas de los marinos sentados en círculo. Uno, un viejo, se puso a cantar. Los otros lo acompañábamos golpeando las manos. Después, poco a poco, el cansancio nos fue ganando, mientras el fuego se consumía. Había quienes cabeceaban ya de sentados, quienes se recostaban de lado en la arena tibia, quienes iban a buscarse un lugar al abrigo del sereno, al pie de la loma o bajo un árbol. Diez o doce tomaron una embarcación y se fueron a dormir a las naves. El silencio fue instalándose en la playa. Aprovechándose de la oscuridad, y por pura broma, un marinero se tiró un largo pedo que fue recibido con risotadas. Yo me estiré boca arriba y me puse a contemplar las estrellas. Como no se veía la luna, el cielo estaba lleno; había amarillas, rojizas, verdes. Titilaban, nítidas, o permanecían fijas, o destellaban. De vez en cuando, alguna se deslizaba en la oscuridad trazando una curva luminosa. Estaban como al alcance de la mano. Yo le había oído decir a un oficial que cada una de ellas era un mundo habitado, como el nuestro; que la tierra era redonda y que flotaba también en el espacio, como una estrella. Me estremecí pensando en nuestro tamaño real si esas estrellas habitadas por hombres como nosotros no parecían, vistas desde la playa, más que puntitos luminosos.
Al otro día, me despertó un tumulto de voces. De pie o acuclillados, capitanes y marineros discutían en la playa. Estaban diseminados sobre la arena y hablaban en voz alta y sin embargo contenida, como si reprimieran la cólera. El sol teñía de rojo el mar y ennegrecía las siluetas de los barcos que resaltaban contra sus primeros rayos. De la nave principal había venido la orden de zarpar de inmediato, poniendo proa hacia el sur. Las tierras que habíamos abordado no eran todavía las Indias sino un mundo desconocido. Debíamos bordear esas costas y llegar a las Indias, que estaban detrás. Dos grupos se oponían en la discusión; el primero, mayoritario, se plegaba a las órdenes de la nave capitana. El segundo, compuesto de dos oficiales y de una quincena de marineros, sostenía que había que quedarse en la tierra sobre la que estábamos parados e iniciar su exploración. En ese tira y afloje estuvieron casi una hora. Cuando los ánimos se caldeaban, las manos iban, rápidas, como por instinto, a las empuñaduras de las espadas. Las voces, contenidas a duras penas, dejaban escapar, de tanto en tanto, insultos y exclamaciones.
Cuando los del primer grupo hablaban, los del segundo los escuchaban sacudiendo la cabeza en signo de negación desde las primeras frases, sin dignarse a escuchar sus argumentos. Cuando eran los del segundo los que tenían el uso de la palabra, los del primero se miraban entre sí y sonreían despectivamente, adoptando aires de superioridad. En un momento dado, los rebeldes, tres o cuatro de los cuales estaban sentados en la arena, se incorporaron y retrocedieron unos, pasos, echando mano a las espadas. Los del otro grupo, sin avanzar, prepararon también las armas. El sol hacía relumbrar bronce y aceros. Los cascos de metal destellaban, fugaces, cuando los hombres, coléricos, sacudían la cabeza. Después de esa bravuconada, los dos grupos quedaron inmóviles, a varios pasos de distancia, contemplándose con las armas en la mano. Las largas sombras matinales de los que querían hacer cumplir las órdenes se estiraban, escuálidas, sobre la arena, y sus puntas se quebraban entre las piernas de sus adversarios.
La batalla parecía inminente cuando uno de los rebeldes, cuyo grupo daba la cara al mar, envainando su espada exclamó: ¡el capitán!, y comenzó, distraído pero no sin rapidez, a darse palmadas en las nalgas y en el resto del cuerpo para sacudir la arena adherida asu vestimenta.
El capitán venía parado rígido, con las piernas abiertas, en la embarcación, entre los remeros,, digno y sosegado, la mano derecha en la empuñadura (de la espada que pendía contra su flanco izquierdo. Si su cuerpo oscilaba, lo hacía con el mismo ritmo que la embarcación, como si sus pies estuviesen clavados en el fondo. Pudo verse que no era así cuando la embarcación llegó a la orilla: tieso y ágil, el capitán, pasando por sobre las cabezas de los remeros, puso pie a tierra y, sin detenerse un instante, comenzó a caminar con paso decidido sobre la arena. Sus botas, sus armas, sus joyas y sus doblones producían ruidos metálicos rítmicos y repetidos. Su sombra larga lo precedía, deslizándose sobre el suelo amarillo. Los que estábamos en la playa viéndolo avanzar, esperábamos que llegara hasta nosotros y se pusiera a declamarnos una de sus arengas distraídas pero, inesperadamente, al llegar al punto en que nos encontrábamos, en lugar de detenerse siguió de largo, sin modificar para nada el ritmo de su marcha, y entonces pudimos comprobar que su mirada, inalterable y digna, que había parecido estar posándose sobre nosotros desde que la embarcación se empezó a distanciar de la nave, en realidad iba fija en los árboles que crecían al pie de la loma, donde terminaba la playa y comenzaba la selva. Tan fija iba en ese punto que, cuando comprobamos que el capitán seguía de largo, muchos de los que estábamos en la playa giramos curiosos o sorprendidos la cabeza mirando en la misma dirección, pero por más que escudriñamos e incluso escrutamos el punto en cuestión, no logramos ver nada fuera de lo común, nada como no fuese la franja verde de vegetación y la loma verde y poco prominente que iniciaban la selva. Con su paso solemne y regular, el capitán continuó caminando un buen trecho todavía, hasta que por fin, de un modo brusco, y sin cambiar de actitud, se detuvo, adoptando una inmovilidad completa. Al principio pensé -y sin duda muchos de los que estaban en la playa reaccionaron del mismo modo- que el capitán había venido, mientras
avanzaba, ultimando los detalles de su arenga, redondeando las frases que tenía pensado dirigirnos y las ideas que nos iba a comunicar, y que el hecho de pasar de largo no tenía otra finalidad que la de ganar tiempo y terminar de pulir su discurso que comenzaría a ser proferido cuando hubiese alcanzado el punto máximo de su desplazamiento, después de girar gallardo los talones y ponerse a recorrer su camino en sentido inverso; pero, a pesar de nuestra expectativa, el giro de talones no se produjo, y el capitán se quedó inmóvil, como un poste, dándonos la espalda y mirando sin duda sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaban en el borde de la selva. En esa actitud debió permanecer por lo menos cinco minutos. Los de la playa, leales o rebeldes, se olvidaron por completo de la polémica que había estado oponiéndolos hasta un momento antes y, después de unos minutos de espera, empezaron a interrogarse unos a otros con la mirada. Unos metros más allá, la espalda del capitán seguía firme y tiesa. Yo miraba, alternadamente, esa espalda inmóvil, los dos grupos de marinos, separados por un espacio de arena vacía sobre la que se imprimían las sombras largas de los que estaban más cerca de la orilla, y detrás de éstos, en el agua, la embarcación en la que esperaban, impávidos, los remeros, y más lejos, en lo hondo, las tres naves cuyas velas empezaban a relumbrar en la luz matinal. No soplaba ninguna brisa y, a pesar de su aparición reciente, el sol empezaba a arder en esa costa vacía. Tampoco se oía ningún ruido, aparte del de la ola, demasiado monótono y familiar como para que le prestásemos atención, que venía a romper a la playa, formando una línea semicircular de espuma blanca y sacudiendo, rítmica y periódica, la embarcación con los remeros. La expectativa aunaba a los marinos, inmovilizados por la misma estupefacción solidaria. Por fin, después de esos minutos de espera casi insoportable, ocurrió algo: el capitán, dándonos todavía la espalda, emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado, que resonó nítido en la mañana silenciosa y que estremeció un poco su cuerpo tieso y macizo. Han pasado, más o menos, sesenta años desde aquella mañana y puedo decir, sin exagerar en lo más mínimo, que el carácter único de ese suspiro, en cuanto a profundidad y duración se refiere, ha dejado en mí una impresión definitiva, que me acompañará hasta la muerte. En la expresión de los marinos, ese suspiro, por otra parte, borró la estupefacción para dar paso a un principio de pánico. El más inconcebible de los monstruos de esa tierra desconocida hubiese sido recibido con menor conmoción que esa expiración melancólica. Acto seguido, el capitán realizó, por fin, su esperado giro de talones, y empezó a recorrer en sentido inverso su camino, pasando junto a los marineros sin siquiera advertir su presencia, sacudiendo como para sí la cabeza, la barba corta hundida en el pecho, dirigiéndose hacia la embarcación. Cuando estuvo arriba, pasó por sobre las cabezas de los remeros y se quedó parado en medio de ellos cuando empezaron a remar. Con sacudones lentos, la embarcación comenzó a alejarse de la orilla, o a aproximarse, si se quiere, a las naves inmóviles. Sin hacer el menor comentario, los marinos se olvidaron por completo de su diferendo y envainando las espadas, sin hablar, sin atreverse a mirarse a los ojos, se pusieron a caminar hacia las embarcaciones vacías que se balanceaban en la otra punta de la playa.
Bordeando siempre tierra firme, las naves se dirigieron hacia el sur. Por momentos, la costa, que divisábamos, constante, se retiraba un poco, arqueándose, transformándose en un semicírculo, o bien penetraba en el agua, pétrea y atormentada, empujándonos mar adentro. A veces divisábamos bestias y pájaros, cuadrúpedos peludos que ramoneaban, en la orilla, monos que pasaban, con desdén y agilidad, de un árbol a otro, pájaros multicolores que volaban rápido, como proyectiles, paralelos a las naves y que después, de golpe, cambiaban de dirección y desaparecían en la selva. De hombres, sin embargo, no percibimos ni rastro. Nadie. Si ésas eran las Indias, como se decía, ningún indio», aparentemente, las habitaba; nadie que supiese de sí, como nosotros, que tuviese encendida en sí mismo la lucecita que da forma, color y volumen al espacio en torno y lo vuelve exterior.
De distante, el capitán se volvió remoto: parecía flotar en una dimensión inalcanzable. En los días que siguieron al desembarco, casi ni se lo vio en cubierta. Sus subordinados se ocupaban de todo y él no salía de su camarote. Al principio pensamos que estaría enfermo, pero dos o tres apariciones fugaces y distraídas de su silueta robusta nos convencieron de lo contrario. Una noche en que, a causa de la enfermedad del marinero que lo hacía habitualmente, me mandaron de la cocina a servirle la cena, cuando volví para levantar la mesa estuve golpeando a la puerta del camarote sin obtener respuesta hasta que, creyéndolo ausente, (decidí entrar, y entonces descubrí que en realidad estaba todavía sentado a la mesa, solo, en el centro del camarote iluminado, observando con atención el pescado que le había servido un rato antes y que yacía entero sobre su plato. Ni siquiera me oyó entrar o, por lo menos, nada demostró en su actitud que me hubiese oído. La mirada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo, permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada.
Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cambiado, que ya la selva había desaparecido y que el terreno se hacía menos accidentado y más austero. Unicamente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo mitigaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a dorado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la orilla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulaciones ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con interés los gestos precisos y complicados del capitán, pero no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos desembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minutos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indiferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devorando incluso las que dejábamos con el fin de ser reconocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desvanecía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navegamos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primigenia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán aplazó el desembarco hasta el día siguiente.
De ese día me vuelve siempre, a pesar de los años, un gusto a madrugada: voces todavía un poco roncas por el sueño, ruidos primeros creando, en la oscuridad, un espacio sonoro, y el propio ser que emerge a duras penas de lo hondo, reconstruyendo el día inminente cuando una mano ya despabilada, en el alba inocente, lo sacude. Esa vez fue un marinero, un viejo lúgubre, el que me despertó: yo formaba parte de un grupo que bajaría a tierra con el capitán para una expedición de reconocimiento. Nos fuimos reuniendo, medio dormidos y acabándonos de vestir, en la cubierta donde el capitán ya nos esperaba, envuelto en la penumbra azul de la madrugada. Sobre los cables y los mástiles que se recortaban nítidos en esa penumbra brillaba, fija y enorme, la estrella de la mañana. Eramos once, incluido el capitán: en una sola embarcación nos dirigimos hacia la orilla del poniente y todavía puedo recordar que mientras remábamos, alejándonos de los barcos, íbamos alejándonos también de la mancha roja que teñía el cielo detrás de los árboles, en la orilla opuesta. Cuando tocamos tierra, era casi de día. Nuestra presencia en la orilla gredosa acrecentó el bullicio de los pájaros. Nos movíamos nítidos en la luz matinal. El capitán había depuesto toda actitud autoritaria plegándose, sin humildad, a nuestro asombro y a nuestra cautela. Desembarazar su entendimiento de la rigidez del mando, parecía dejarlo en un estado de disponibilidad animal que le permitiría afrontar mejor lo que pudieran guardar esas tierras desconocidas. Después de echar una mirada lenta y vacía a nuestro alrededor nos internamos en la maleza, dejando atrás el río en el que chapoteaba la embarcación. Por momentos, la maleza nos tapaba, por momentos, apenas si nos llegaba a la cintura, por momentos nos tocaba atravesar un bosquecito de árboles enanos entre cuyas ramas se entreveraban enredaderas florecidas y pájaros cantores. Al final desembocamos en un prado acuchillado y desierto, un poco amarillento y raleado a causa sin duda de los grandes calores. El sol alto iluminaba todo sin volverlo, sin embargo, más inmediato y presente. Los barcos, detrás, en un supuesto río, eran, a media mañana, un recuerdo improbable. Durante unos minutos permanecimos inmóviles, contemplando, al unísono, el mismo paisaje del que no sabíamos si, aparte de los nuestros, otros ojos lo habían recorrido, ni si, cuando nos diésemos vuelta, no se desvanecería a nuestras espaldas, como una ilusión momentánea. Habíamos andado dos o tres horas; como nos llevaría el mismo tiempo volver sobre nuestros pasos, pegamos la vuelta y empezamos a caminar en sentido opuesto, con el sol al frente, en silencio y sudorosos. Nuestro entendimiento y esa tierra eran una y la misma cosa; resultaba imposible imaginar uno sin la otra, o viceversa. Si de verdad éramos la única presencia humana que había atravesado esa maleza calcinada desde el principio del tiempo, concebirla en nuestra ausencia tal como iba presentándose a nuestros sentidos era tan difícil como concebir nuestro entendimiento sin esa tierra vacía de la que iba estando constantemente lleno. El sol único destellaba en un cielo de un azul tan intenso que por momentos parecía atravesado de olas cambiantes y turbulentas: astillas ardientes alrededor de un núcleo árido. El capitán parecía despavorido -si se puede hablar de pavor en el caso de una verificación intolerable de la que sin embargo el miedo está ausente. Las pocas palabras que pronunciaba le salían con una voz quebrada, débil, cercana al llanto. Y el sudor que le atravesaba la frente y las mejillas y que se perdía en el matorral negro de la barba, le dejaba alrededor de los ojos estelas húmedas y sucias que evocaban espontáneamente las lágrimas. Ahora que soy un viejo, que han pasado tantos años desde aquella mañana luminosa, creo entender que los sentimientos del capitán en ese trance de inminencia provenían de la comprobación de un error de apreciación que había venido cometiendo, a lo largo de toda su vida, acerca de su propia condición. En la mañana vacía, su propio ser se desnudaba, como el ser de la liebre ha de desnudarse, sin duda, para su propia comprensión diminuta, cuando se topa, en algún rincón del campo, con la trampa del cazador.
En mi recuerdo, alcanzamos la costa alrededor de mediodía -sol a pique sobre los barcos y el agua, inmovilidad total en la luz ardua, presencia cruda y problemática de las cosas en el espacio cegador. Jadeantes y sudorosos, nos paramos sobre la greda húmeda, emergiendo bruscos de la maleza para los que nos contempiaban desde los barcos. Decepcionado tal vez por una expedición sin sorpresas, el capitán parecía indeciso y demoraba el embarque, mirando lento en todas direcciones y respondiendo con monosílabos distraídos a las frases que le dirigían sus hombres. Cuando ya estábamos casi al borde del agua, el capitán dio media vuelta y, retrocediendo varios metros, se puso a sacudir la cabeza con la expresión de la persona que está a punto de manifestar una convicción profunda que las apariencias se obstinan en querer desmentir. Mientras lo hacía, no dejaba de escrutar la maleza, los árboles, los accidentes del terreno y el agua. Nosotros esperábamos, indecisos, a su alrededor. Por fin, mirándonos, y con la misma expresión de convicción y desconfianza, empezó a decir: Tierra es ésta sin…, al mismo tiempo que alzaba el brazo y sacudía la mano, tratando de reforzar, tal vez, con ese ademán, la verdad de la afirmación que se aprestaba a comunicarnos. Tierra es ésta sin… -eso fue exactamente lo que dijo el capitán cuando la flecha le atravesó la garganta, tan rápida e inesperada, viniendo de la maleza que se levantaba a sus espaldas, que el capitán permaneció con los ojos abiertos, inmovilizado unos instantes en su ademán probatorio antes de desplomarse. Durante una fracción de segundo no pasó nada, salvo mi comprobación atónita de que todos los que acompañaban al capitán, salvo yo, yacían en tierra inmóviles, atravesados, en diferentes partes del cuerpo, pero sobre todo en la garganta y en el pecho, por flechas que parecían haber salido de la nada para venir a incrustarse exactas en sus cuerpos desprevenidos. El acontecimiento que sería tan comentado en todo el reino, en toda Europa quizás, acababa de producirse en mi presencia, sin que yo pudiese lograr, no ya estremecerme por su significación terrorífica, sino más modestamente tener conciencia de que estaba sucediendo o de que acababa de suceder. El recuerdo que me queda de ese instante, porque lo que siguió fue vertiginoso, se limita a representar el sentimiento de extrañeza que me asaltó. En pocos segundos, mi situación singular se mostró a la luz del día: con la muerte de esos hombres que habían participado en la expedición, la certidumbre de una experiencia común desaparecía y yo me quedaba solo en el mundo para dirimir todos los problemas arduos que supone su existencia. Ese estado duró poco. Una horda de hombres desnudos, de piel oscura, que blandían arcos y flechas, surgió de la maleza. Mientras un grupo se ocupaba de juntar los cadáveres, el resto me rodeó y, apretándose a mi alrededor y señalándome con el dedo, tocándome con suavidad y entusiasmo, en medio de risotadas satisfechas y admirativas, se puso a proferir, sin parar, una y otra vez, los mismos sonidos rápidos y chillones: ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! ¡Def-ghü También esto duró muy poco; la impresión de flotar, de estar en otra parte, era mucho más fuerte que el terror. Y antes de que me diese cuenta, de que pudiese girar la cabeza para echar una mirada hacia los barcos que, si no me equivoco, debían estar todavía ahí, en el centro del río, los hombres desnudos de piel oscura habían cargado los cadáveres y se dirigían, llevándome con ellos, hacia la maleza, ágiles y a la carrera, como si no les costara ningún esfuerzo, de modo que yo me vi obligado a correr durante no menos de una hora, flanqueado por dos indios robustos que iban sosteniéndome uno de cada brazo, con firmeza pero sin brutalidad, guiándome con destreza a través de los accidentes del terreno, pero sin dirigirme la palabra ni mirarme una sola vez. Parecían conocer de memoria cada árbol, cada sendero, cada matorral. Cuando al cabo de una hora se detuvieron, a la orilla de un arroyo tranquilo y a la sombra de unos árboles, ni siquiera jadeaban. Después de una hora de haber venido viendo un paisaje desconocido todo alterado por los saltos a los que me obligaba mi carrera ininterrumpida -de modo tal que todo lo visible a mi alrededor temblaba y parecía cambiante, deforme, capaz de desplazarse vertical y horizontalmente, como si cada cosa estuviese constituida por numerosas pátinas de forma idéntica mal superpuestas unas sobre las otras-, ver otra porción de ese paisaje desconocido en estado de reposo no me resultó menos extraño y singular.
Mientras un grupo se ponía a cabildear, con ademanes múltiples y mesurados, bajo los árboles que crecían a la orilla del arroyo, me eché al suelo respirando veloz y oyendo mi corazón golpear fuerte dentro del pecho. Los que discutían bajo los árboles parecían referirse a mi persona, porque de vez en cuando echaban miradas detenidas en mi dirección, como si estuviesen decidiendo mi destino. Todavía hoy me maravilla mi inconsciencia; en ningún momento se me ocurrió pensar -y el tiempo me daría la razón- que mi suerte sería semejante a la del capitán y a la de mis otros compañeros. Es verdad que lo singular de mi situación, en muchos aspectos análoga a las que atravesamos en los sueños, me hacía percibir los hechos como distantes y vividos por algún otro, y de la misma manera que cuando escuchamos aventuras ajenas o corremos, en los sueños, peligros que nos dejan indiferentes, yo veía ante mí esa horda de hombres desnudos y esos cadáveres acumulados como una imagen remota, sin relación con mi realidad propia ni con lo que yo había venido considerando hasta ese entonces mi experiencia. Cuando me repuse un poco de mi fatiga, me incorporé y me quedé sentado en el suelo, mirando a mi alrededor. Como siempre que mi mente se vacía empecé, de un modo mecánico, a contar: como estaban todos desnudos y se parecían entre sí, y algunos se movían sin parar, yendo hacia la orilla del río, aproximándose al grupo que deliberaba, dando una vuelta para inspeccionar los cadáveres del capitán y de mis compañeros, acercándoseme para observarme con atención cortés durante algunos minutos, a veces se me traspapelaban pero, retomando la cuenta varias veces, y sometiéndola a distintas verificaciones, concluí en que eran noventa y cuatro. Al día siguiente pude volverlos a contar, con el mismo resultado. Eran todos de sexo masculino, ni demasiado jóvenes ni demasiado viejos. Los que deliberaban bajo los árboles no pasaban de veinte. Los otros iban y venían a mi alrededor.
Otra razón de mi tranquilidad inusitada era la cortesía constante con que los salvajes se me aproximaban, me tocaban en general con la punta de los dedos extendidos, y me dirigían la palabra. Esta era una sola, dividida en dos sonidos distintos, fáciles de identificar, que empleaban para dirigirse a mí o referirse a mi persona. Ese vocablo, dicho una y otra vez con voz rápida y chillona -Def-ghi, Def-ghi, Def-ghi- iba en general acompañado de risas melosas o de risotadas, de toqueteos tiernos y risueños, en los hombros, en los brazos o en el pecho, de disquisiciones circunstanciadas de las que yo era el objeto si se tiene en cuenta que sus dedos oscuros no paraban de señalarme. A veces uno de esos hombres desnudos se acuclillaba frente a mí y comenzaba a dirigirme miradas insistentes y soñadoras. Algunos me traían agua, frutas que al principio miré con desconfianza y que terminé devorando. Otros me incitaron, con ademanes corteses y desmesurados, a sentarme a la sombra de unos árboles vecinos a los del conciliábulo, ya que los dos indios que me habían venido flanqueando durante la carrera me habían dejado bajo el sol de la siesta. Cuando comprendí la invitación y me dirigí hacia el árbol, uno de los indios cortó una rama y se puso a barrer el suelo con ella para que yo lo encontrara limpio al sentarme.
La discusión bajo los árboles duró varias horas: por momentos, los oradores se aletargaban, parecían perder el hilo de sus peroratas, se adormecían en medio de ellas, y volvían a retomarlas mucho más tarde, satisfaciendo la expectativa general que no había dado señales de decaer durante esos largos silencios. El letargo parecía enardecer a los oradores y agudizar la atención de sus interlocutores inmóviles y por fin, cuando el sol comenzaba a declinar, no propiamente a hundirse en el horizonte sino a mandar una luz adelgazada de un amarillo verdoso, el grupo dio fin a sus deliberaciones, dos o tres se pusieron a gritar para reunir a los hombres dispersos mientras los otros comenzaban a cargar los cadáveres y, después que los indios que me habían venido escoltando volvieron a apareárseme, uno de cada lado, recomenzamos la carrera.
Durante esa carrera, la deferencia de los indios hacia mi persona se volvió a manifestar; los dos que me flanqueaban me agarraron, sin brusquedad y sin decir palabra, de los codos, y me levantaron a varios centímetros del suelo para que mis pies no lo tocaran, ahorrándome de ese modo el esfuerzo de la carrera. Sin darme cuenta bien de lo que querían, al principio me puse a patalear, pero cuando comprendí sus propósitos me mantuve rígido, con los antebrazos un poco elevados y los dedos encogidos, las piernas inútiles pegadas una a la otra, los brazos un poco separados del cuerpo de modo tal que los codos se apoyaban sin esfuerzo, y en forma por decir así natural, sobre las manos firmes que me soliviantaban. Tanta era la habilidad con que esos hombres me sostenían, que en algunos momentos el golpeteo de sus pies desnudos sobre la tierra ni siquiera se transmitía a mi propio cuerpo, de modo tal que ninguna alteración visual se producía, y el paisaje a mis costados iba deslizándose hacia atrás con tanta placidez como si estuviese desplazándome por una superficie sin accidentes. Cuando el golpeteo recomenzaba yo sentía, en mis codos, el movimiento de las manos férreas que trataban de corregir la posición, reacomodándose para evitar en lo posible la transmisión de las sacudidas que no parecían producir tampoco demasiado efecto en sus propios cuerpos. Esa carrera duró, sin una sola pausa, un día entero. A decir verdad, se trataba de un trote bastante apacible, a cuyo ritmo la columna de hombres parecía habituada, y del que nadie desentonaba; un trote diestro y uniforme, que al cabo de algunas horas se volvió monótono, a tal punto que al anochecer me dormí. Me despertó una superficie blanca y luminosa, que ondulaba como una llama fija, de la que tardé en darme cuenta que era la luna. En la oscuridad, mis portadores respiraban sin esfuerzo, de un modo casi inaudible. El ruido que los pies desnudos de los noventa y cuatro hombres producían al chocar una y otra vez contra la tierra, no era más que un chasquido que se desvanecía casi de inmediato en la oscuridad. Después vino la madrugada, y la luna inmensa desapareció a nuestras espaldas; el alba en seguida, la aurora, la mañana. El sol, subiendo por detrás, quedó fijo un instante sobre nuestras cabezas y empezó a bajar, lento, ante nuestros ojos, hasta que su luz fue adelgazándose otra vez, adquiriendo ese tinte amarillo verdoso, y entonces, en la orilla de un río inmenso, de aguas pardas o doradas, en lo alto de una barranca, nos detuvimos. El río era tan ancho que varias islas chatas lo interrumpían en el medio. El sol tardío cabrilleaba en el agua. Mis dos escoltas me soltaron y toqué tierra. Algo dentro de mi cabeza giraba despacio, se balanceaba, y todo lo exterior lo acompañaba en su vaivén de modo que, para no desplomarme, me senté. Si esa tierra pretendía estar en proporción con sus ríos, no le quedaba otro remedio que ser infinita, ya que sus ríos desdeñosos daban la impresión casi euforizante de serlo.
La tierra que habíamos atravesado al trote ininterrumpido era más bien alta, llena de ondulaciones armoniosas, atravesada de arroyos que se cortaban por momentos, plácidos, para dejarnos pasar. La que se avistaba desde lo alto de la barranca más allá del río cimarrón y de las islas enanas, parecía chata, sin accidentes visibles; era una planicie de un verde terroso que se extendía sin interrupción hasta el horizonte, sin otra diversidad ante ella que la del cielo. Me arrastré hasta el borde de la barranca, y me quedé un buen rato contemplando el paisaje y los hombres, que parecían recuperar aliento echados en el suelo, paseándose por la orilla del río que venía a morir abajo, al pie de la barranca. Ahí fue donde los volví a contar: eran noventa y cuatro. Un día después de haberlos visto por primera vez, ya estaba tan habituado a ellos que mis compañeros, el capitán y los barcos me parecían los restos inconexos de un sueño mal recordado, y creo que fue en ese momento que se me ocurrió por primera vez -a los quince años ya- una idea que desde entonces me es familiar: que el recuerdo de un hecho no es prueba suficiente de su acaecer verdadero, del mismo modo que el recuerdo de un sueño que creemos haber tenido en el pasado, muchos años o meses antes del momento en que estamos recordándolo, no es prueba suficiente ni de que el sueño tuvo lugar en un pasado lejano y no la noche inmediatamente anterior al día en que estamos recordándolo, ni de que pura y simplemente haya acaecido antes del instante preciso en que nos lo estamos representando como ya acaecido. A no ser por sus cadáveres amontonados al pie de la barranca, en la orilla del agua, el capitán y mis compañeros de expedición ya hubiesen desaparecido para siempre de mi vida. Hasta ese momento no había tenido tiempo de sentir compasión por ellos -ni por mí mismo, por otra parte. Me sentía liviano, casi inexistente; y los acontecimientos, tenues y fugaces, se encargaban de soliviantarme como lo habían hecho mis escoltas, impasibles y firmes.
La pausa duró poco, como si hubiesen condescendido a ella por consideración a mi persona o como si se hubiese tratado de una simple formalidad. Disimuladas entre el ramaje que crecía en el declive de la barranca que, a decir verdad, por su altura, era casi una colina, los indios habían guardado una multitud de embarcaciones hechas de troncos ahuecados, que echaron al agua con rapidez, distribuyéndose en ellas y repartiéndose los cadáveres. Esos hombres parecían moverse siempre a toda velocidad: en un día, después de haber asesinado al capitán y al resto de mis compañeros, habían recorrido una cantidad enorme de leguas al trote, descansando de un modo convencional durante algunos minutos, y en seguida, apenas terminaron de echar las canoas al agua, operación que realizaron casi a la carrera, se habían puesto a remar sin descanso con paladas vigorosas que nos hacían avanzar hacia el crepúsculo que enrojecía el agua. Al atravesar el río, me dieron nuevas pruebas de deferencia: una embarcación para mí solo, en la que remaban, impasibles y enérgicos, mis dos inevitables laderos.
Ese río, que atravesaba por primera vez, y que iba a ser mi horizonte y mi hogar durante diez años, viene del norte, de la selva, y va a morir en el mar que el pobre capitán llamó dulce. Ellos lo llaman padre de ríos. Y es verdad que, mientras viene bajando, engendra ríos a su paso, ríos que van multiplicándose en las proximidades de la desembocadura, que se separan a determinada altura del lecho principal, corren unas leguas paralelos a él, y vuelven a reunírsele un poco más abajo, ríos que a su vez engendran ríos que engendran otros a su vez, con esa tendencia a la multiplicación infinita que frenan a duras penas las barrancas comidas por el agua; río de muchas orillas, a causa de las islas sombrías y pantanosas que las forman. Los hombres que habitan en las inmediaciones tienen el color del barro de la costa, como si también ellos hubiesen sido engendrados por el río, lo que haría decir al padre Quesada años más tarde, cuando oiría mis descripciones, que yo había vivido durante diez años, sin darme cuenta, en la vecindad del paraíso, que en la carne de esos hombres había todavía vestigios del barro del primero, que esos hombres eran sin duda la descendencia putativa de Adán.
Esquivando o rodeando las islas, nos fuimos acercando a la orilla opuesta cuyos árboles quietos se recortaban nítidos en el anochecer. Yo oía, durante nuestra travesía, el ruido rítmico de nuestros remos al chocar contra el agua, que era como el eco invertido, es decir más próximo en vez de más lejano, del ruido semejante que iban produciendo los remos de las otras embarcaciones. De la costa que se nos aproximaba con rapidez, me llegaba, aunque ningún ser viviente era visible todavía, un relente humano. Fogatas dispersas entre los árboles me lo confirmaron. Pero como iba cayendo la noche, debimos tocar tierra para que yo percibiese la multitud oscura reunida en la playa: hombres, mujeres, criaturas y ancianos que iban llegando desde las hogueras, detrás de los árboles, al espacio vacío de la playa, y que yo adivinaba por el brillo de sus pieles oscuras, por su parloteo ininterrumpido y más tarde, cuando bajé a tierra, por el toqueteo dulce y mesurado de que fui objeto y del que me sustrajeron después de unos minutos mis dos guardianes aferrándome por los codos y conduciéndome hacia el espacio detrás de los árboles en el que ardían las hogueras. Del parloteo rápido y chillón que seguía resonando a mis espaldas me llegaba, de tanto en tanto, mientras me iba alejando, la única palabra referida a mi persona que yo podía reconocer hasta ese momento -Def-ghi, Def-ghi, Def-ghi- dicha con distintas entonaciones, en medio de sonidos de extensión diferente que eran las frases que intercambiaban, y proferida por diferentes personas. Conducido por los dos indios, atravesé los árboles y llegué adonde estaban las hogueras, que ardían entre los espacios libres dejados por un caserío irregular y bastante extendido. Tres viejas conversaban apacibles, sentadas cerca del fuego, contra el frente de una de las construcciones. Al vernos llegar se interrumpieron, y una de ellas dirigiéndose a mis guardianes con interés displicente, señalándome con la cabeza, lo interrogó con la expresión y con un ademán consistente en juntar por las yemas todos los dedos de una mano y sacudirlos varias veces hacia su boca abierta, aludiendo al acto de comer. Def-ghi, def-ghi, respondió, perentorio, uno de mis acompañantes. Al oírlo, las viejas abrieron desmesuradamente los ojos, con asombro complacido, y comenzando a sacudir la cabeza me dirigieron las mismas sonrisas melosas y deferentes con que me recibían en general todos los miembros de la tribu. Por fin, mis acompañantes, dando un rodeo por detrás de la construcción a cuya puerta conversaban las tres viejas, me introdujeron en una de las viviendas.
Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años. Y yo, que vengo más que otros de la nada, a causa de mi orfandad, ya estaba advertido desde el principio contra esa apariencia de compañía que es una familia. Pero esa noche, mi soledad, ya grande, se volvió de golpe desmesurada, como si en ese pozo que se ahonda poco a poco, el fondo, brusco, hubiese cedido, dejándome caer en la negrura. Me acosté, desconsolado, en el suelo, y me puse a llorar. Ahora que estoy escribiendo, que el rasguido de mi pluma y los crujidos de mi silla son los únicos ruidos que suenan, nítidos, en la noche, que mi respiración inaudible y tranquila sostiene mi vida, que puedo ver mi mano, la mano ajada de un viejo, deslizándose de izquierda a derecha y dejando un reguero negro a la luz de la lámpara, me doy cuenta de que, recuerdo de un acontecimiento verdadero o imagen instantánea, sin pasado ni porvenir, forjada frescamente por un delirio apacible, esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una simple convención. Muchos mueren sin haber nacido; otros nacen apenas, otros mal, como abortados. Algunos, por nacimientos sucesivos, van pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a interrumpirlos, serían capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de nacer una y otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de abandono. Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. Del otro lado de los árboles me fue llegando, constante, el rumor de las voces rápidas y chillonas y el olor matricial de ese río desmesurado, hasta que por fin me quedé dormido.
Algo tibio me despertó: como me había dejado caer boca arriba, la cabeza hacia el exterior cerca del hueco de la entrada y las piernas hacia el fondo del recinto, el sol mañanero rne daba de lleno en la cara. Me quedé un buen rato echado en el suelo, reconstruyendo de a poco la realidad, para ver si de verdad estaba despierto, y por fin rne incorporé. Las fogatas que había visto la noche antes estaban apagadas, el sol alto. Había luz de verano, canto de pájaros, rocío. En el pasto húmedo, la luz se descomponía en gotas de colores diferentes que, cuando movía la cabeza, destellaban, diminutas e intensas. Los ruidos sueltos que llegaban del caserío repercutían hacia el cielo, de un azul intenso y parejo, y demoraban en extinguirse. Más allá de los árboles se divisaba gente atareada: antes de empezar a caminar en esa dirección, me quedé un momento inmóvil, cerca del montón de ceniza que había sido la hoguera de la víspera, y me puse a mirar a mi alrededor: el caserío, disperso y endeble, parecía extenderse bastante tierra adentro, porque desde donde estaba parado podían verse fragmentos de paredes de adobe y de techumbres de paja que se perdían entre los árboles sin orden aparente. Aparte de los que venían de la playa, ningún otro ruido interrumpía el silencio tranquilo de la mañana. La luz del sol se colaba por entre el ramaje espeso de los árboles yestampaba, aquí y allá, entre las hojas, en la pared de una vivienda, en el suelo, manchas inmóviles y luminosas. Cuando me puse a caminar en dirección, a la playa, un hombre completamente desnudo que atravesaba el grupo de árboles en dirección contraria y que traía las manos y los antebrazos ensangrentados hasta más arriba de los codos, se detuvo un momento al verme y comenzó a dirigirme la palabra en su lengua incompresible, con la misma naturalidad de los marineros con lo que me cruzaba a la mañana encubierta, para intercambiar dos o tres frases convencionales. Cuando vio que yo entendía poco y nada de-lo que me estaba diciendo, el hombre me dirigió una sonrisa confundida y cortés y se dirigió al caserío. Yo seguí caminando entre los árboles, seguro ya de que estaba entre gente hospitalaria y abandonándome un poco a la perfección plácida de la mañana. Pero cuan-do dejé atrás los árboles, desembocando en el espacio abierto detrás del cual destellaba el agua, pude ver, de golpe, y en forma inesperada, cuál era la causa de los ruidos que había estado oyendo desde el momento en que abrí los ojos.
Los madrugadores de la tribu, una quincena de hombres desnudos, divididos en dos grupos, realizaban, de un modo rápido y preciso, tal como parecía ser su costumbre, dos tareas diferentes: el primer grupo construía, valiéndose de palos y de troncos, unos implementos de los que únicamente al observar el trabajo al que se dedicaban los hombres del segundo pude darme cuenta que se trataba de tres grandes parrillas porque, en efecto, los hombres del segundo grupo, al que sin duda debía pertenecer el indio ensangrentado y afable con el que me acababa de cruzar bajo los árboles, munidos de unos cuchillitos que parecían de hueso, decapitaban, con habilidad indiscutible, los cadáveres ya desnudos de mis compañeros que yacían en un gran lecho de hojas verdes extendido en el suelo. De los cadáveres, alineados con prolijidad, los cuatro que conservaban todavía la cabeza parecían mirar, con gran interés, el cielo azul, en tanto que las cinco cabezas ya seccionadas (la restante estaba en ese momento separándose para siempre, gracias al cuchillito de hueso, del cuerpo que había coronado durante anos), se alineaban también, dando la ilusión de apoyarse en sus propias barbas, sobre la alfombra de hojas frescas. Dos de los indios empezaban ya, munidos de cuchillos y de hachas rudimentarias pero eficaces, a abrir, desde el bajo vientre hasta la garganta, uno de los cadáveres decapitados. El que estaba decapitando al capitán -porque cuando miré con más atención pude comprobar que el aire ausente de ese cuerpo desnudo cuya cabeza, que estaba siendo seccionada en ese momento reposaba, para mayor comodidad, como la de un niño adormilado en el regazo de su madre, en las rodillas de su propio degollador, era el del capitán- se distrajo un momento de su tarea, alertado sin duda por la intensidad de mi asombro silencioso, y, dirigiéndome una sonrisa llena de simpatía y de simplicidad, sacudiendo la mano que blandía el cuchillo, exclamó Def-ghi, Def-ghi, y señaló con el dedo el cadáver que estaba decapitando. Algo ridículo debía haber en mi expresión, porque uno de los que estaban despedazando el primer cadáver hizo un comentario en voz alta, sin dejar de hundir su cuchillo en el pecho sanguinolento, y los que alcanzaron a oírlo se echaron a reír a carcajadas. Fue en ese momento en que la conciencia exacta de lo que se avecinaba me vino a la cabeza, de modo que me di vuelta y me eche a correr.
Al hacerlo me fui alejando, sin proponérmelo, de la playa y de las construcciones, desplazándome, por entre los árboles paralelo al río. Corrí hasta que empezó a faltarme el aire y mi respiración se hizo tan rápida y tan fuerte que al fin me paré, me apoyé contra un árbol, y por un momento quedé como ciego de cansan-
cio y de furor, y me tendí en el suelo, donde me fui tranquilizando poco a poco. Echado boca arriba podía ver las copas de los árboles en las que las hojas superiores destellaban al sol ya alto. Esto que está pasando, pensaba, es mi vida. Esto es mi vida, mi vida, y yo soy yo, yo, pensaba, mirando las hojas inmóviles que dejaban ver, aquí y allá, porciones de cielo. La impasibilidad con que los indios me habían visto echarme a correr indicaba que la posibilidad de que me escapase no se les cruzaba ni siquiera remotamente por la cabeza. En esa tierra muda y desierta, no debía haber lugar dispuesto a recibirme: todo me parecía arduo y extraño -y de esos pensamientos me sacaron, próximas y múltiples, voces infantiles. Me incorporé despacio y me quedé inmóvil, volviendo, atenta, la cabeza en la dirección de la que las voces parecían provenir. Después, gateando sin hacer ruido, avancé entre los matorrales, hasta que me detuve cuando pude verlos, en la proximidad del agua.
Eran una veintena de niños, varones y mujeres, de los cuales los mayores no tendrían más de diez años y los más chicos no menos de tres o cuatro. Todos estaban desnudos y se entretenían, saludables y felices, en la orilla del río. El juego al que jugaban era simple y extraño: primero se ponían todos en fila, unos detrás de otros, paralelos al río, hasta que, uno a uno, se dejaban caer al suelo, donde quedaban inmóviles, como muertos o dormidos. Cuando el último de la fila había caído, los demás corrían a ponerse detrás de él, que se incorporaba, y el juego recomenzaba. Más tarde la fila se convertía en un círculo pero, a diferencia de las rondas que había visto en mi infancia, los niños no se ponían unos frente a otros, mirando el centro del círculo, sino
uno detrás del otro, apoyando las manos en los hombros del que iba adelante, de modo tal que el círculo se formaba cuando el primero de la fila apoyaba sus manos sobre los hombros del último. A veces la fila, sin que sus componentes se dejaran caer, se desplazaba un largo trecho en línea recta hasta que, llegados a un punto determinado, los niños se dispersaban, golpeando las manos y riéndose o discutiendo entre ellos, como si una parte del juego hubiese terminado y se estuviesen dando un descanso rápido antes de recomenzar. Después se dispusieron de una manera más compleja, formando una figura de la que comprendí que se trataba de una espiral únicamente cuando se pusieron a girar. Estuvieron componiendo y recomponiendo durante un buen rato esas figuras, dispersándose de tanto en tanto en medio de la alegría general y de los comentarios más entusiastas y acalorados, hasta que por fin se dejaron caer en el pasto que bordeaba la orilla y descansaron, jadeantes y plácidos. Pasado un momento, uno de ellos, de no más de siete años, se paró y se quedó unos minutos apartado del grupo, reflexionando o concentrándose, hasta que volvió a acercarse, modificando sus gestos y su manera de andar, como si representara algún personaje; los demás lo recibieron con risas y exclamaciones que parecían estimularlo, ya que sus gestos y su andar paródico se volvían cada vez más exagerados, y en determinado momento comenzó a acompañarlos con frases o palabras que sus compañeros festejaban sacudiendo la cabeza y lanzando gritos que llegaban, debilitados, hasta el lugar desde el que yo estaba observándolos. Al final el actorcito pareció cansado, o el entusiasmo de su público decreció, de modo que volvió a sentarse en el suelo; se quedaron todos serios, tranquilos, descansando, y cuando por fin se levantaron y, bordeando el agua, desaparecieron entre la maleza y los árboles en dirección al caserío, permanecí todavía unos minutos contemplando el espacio vacío que habían estado ocupando, como si hubiesen dejado, detrás de su presencia bulliciosa, algo impalpable y benévolo que despertaba, en quien llegaba a percibirlo, no únicamente dicha sino también compasión por una especie de amenaza ignorada y común a todos que parecía flotar en el aire de este mundo.
Como si esos sentimientos me tironearan, dulces y convincentes, me incorporé y empecé a caminar, despacio, hacia la aldea, fortalecido tal vez por esa convicción de inmortalidad tan común en la juventud. Algo me decía que no me ocurriría nada grave. Y, en efecto, cuando comencé a divisar los primeros techos de paja medio ocultos entre los árboles y a cruzar los primeros indios que iban y venían, al parecer muy atareados, no me sorprendieron la cortesía y la satisfacción con que me saludaban. Algunos se acercaban para tocarme con la suavidad acostumbrada, otros se paraban al verme llegar y, gesticulando con entusiasmo, proferían un párrafo en esa lengua incomprensible, con sus voces rápidas y chillonas. Naturalmente, el sempiterno Def-ghi, Def-ghi resonaba, continuo, en la sombra soleada.
Al fin desemboqué en la playa: con alivio comprobé que ya no quedaba, en la pila de carne despedazada que yacía sobre el lecho de hojas verdes, nada que pudiese recordarme a mis compañeros de expedición. Las cabezas habían desaparecido. En cuanto a las parrillas de madera, parecían listas, del mismo modo que el montón de leña que habían ido trayendo durante mi ausencia. Me aproximé: uno de los hombres se acuclillaba en ese momento y, haciendo girar, con rapidez y pericia, frotándolo con la palma de las manos, un palito puntiagudo sobre un pedazo de madera medio tapado de hojas secas, produjo, después de unos minutos, un hilito de humo débil que empezó a subir de las hojas hasta que éstas dejaron ver, diminuta pero firme, una llamita azulada. Con satisfacción y cuidado los otros, que habían estado observando el trabajo del indio acuclillado, empezaron a arrimar, a la llama que iba en aumento, hojas y ramas secas hasta que, cuando la fogata pareció lo suficientemente avanzada, se pusieron a encimar, por sobre las llamas, pedazos de leña.
Del caserío, a medida que la hoguera iba creciendo, llegaban rápidos, hombres, mujeres, niños, y se ponían a contemplar las llamas. Algunos miraban, con deleite evidente, la carne apilada. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, hasta las criaturas que había visto jugando un rato antes en la orilla del río, participaban de la misma alegría sencilla y despreocupada que provocaba en ellos el espectáculo de la hoguera y de la pila de carne que yacía sobre el lecho fresco de hojas recién cortadas. Parecían nítidos, compactos, férreos en la mañana luminosa, como si el mundo hubiese sido para ellos el lugar adecuado, un espacio hecho a su medida, el punto para una cita en el que la finitud es modesta y ha aceptado, a cambio de un goce elemental, sus propios límites. No tardaría en darme cuenta del tamaño de mi error, de la negrura sin fondo que ocultaban esos cuerpos que, por su consistencia y su color, parecían estar hechos de arcilla y de fuego.
Con unos palos largos, tres hombres iban retirando las brasas que se formaban en el núcleo de la hoguera y las diseminaban bajo las parrillas, probando la temperatura con el dorso de la mano que pasaban, lentos, casi a ras del fuego. Por fin, cuando consideraron que el fuego era suficiente, comenzaron a acomodar los pedazos de carne: los troncos y las piernas habían sido divididos para facilitar la manipulación y la cocción; los brazos, en cambio, estaban enteros. Como me pareció ver que la carne traía pegados, aquí y allá, fragmentos de una materia oscura, induje que debían haber arrastrado los pedazos, por descuido, en el suelo, y que debían habérseles adherido hojas secas y ramitas, e incluso tierra, pero cuando me acerqué unos pasos para ver mejor comprobé que, no solamente la carne no había sido tratada con negligencia sino que, muy por el contrario, había sido objeto de una atención especial, porque lo que yo había confundido con adherencias extrañas debidas al contacto con la tierra no era otra cosa que una especie de adobo hecho con hierbas aromáticas destinadas a mejorar su gusto.
La disposición de la carne en las parrillas, realizada con lentitud ceremoniosa, acrecentó la afluencia y el interés de los indios. Era como si la aldea entera dependiese de esos despojos sangrientos. Y la semisonrisa ausente de los que contemplaban, fascinados, el trabajo de los asadores, tenía la fijeza característica del deseo que debe, por razones externas, postergar su realización, y que se expande, adentro, en una muchedumbre de visiones; no ardían, esos indios, en presencia de la carne, de un fuego menos intenso que el de la pira que se elevaba junto a las parrillas. A pesar de la expresión, semejante en todos, se adivinaba en cada uno de ellos la soledad súbita en que los sumían las visiones que se desplegaban, ávidas, en su interior, y que ocupaban, como un ejército una ciudad vencida, hasta los recintos más oscuros. Una criatura de dos o tres años que se acercó, bamboleándose, y, para hacerse alzar en brazos, comenzó a golpear con sus manitos el muslo de la que parecía su madre, fue rechazada, con un empujón suave pero firme, sin que su madre desviase, ni siquiera por un segundo, su mirada fija en los pedazos de carne que ya empezaban a chirriar sobre las brasas. Habían abandonado hasta la actitud deferente con que se dirigían a mi persona y, para aquellos en cuyo campo visual yo me encontraba, se hubiese dicho que me había vuelto transparente: si la interferencia de mi cuerpo ocultaba la parrilla, daban un paso al costado, dirigiéndome, por pura forma, una sonrisa rápida y mecánica, con esa concentración obstinada del deseo que, como lo aprendería mucho más tarde, se vuelca sobre el objeto para abandonarse más fácilmente a la adoración de sí mismo, a sus construcciones imposibles que se emparentan, en el delirio animal, con la esperanza.
Únicamente los asadores, que manipulaban sus palos largos con los que iban trayendo, de la hoguera del costado, brasas que diseminaban con cuidado, parecían ajenos al éxtasis general. Vigilaban, tranquilos y atentos, los detalles de la cocción, observando, por entre el humo que los hacía lagrimear, de lo más cerca que podían, la carne, alimentando con brasas nuevas la capa de ceniza en que se convertían las ya consumidas, apagando, con golpes cortos pero hábiles, las llamas que formaba a veces la grasa en fusión al gotear, escurriéndose por las parrillas, sobre el fuego. Recorrían, lentos y sudorosos, por todos los costados, las parrillas, observando los detalles, y a veces se paraban para lanzar una mirada entendida sobre el conjunto. Todos estaban ahí y eran, aparentemente, reales, los asadores tranquilos y expertos, la muchedumbre a la que algo intenso y sin nombre consumía por dentro como el fuego a la leña y, envolviéndolos, abajo, encima, alrededor, la tierra arenosa, los árboles a los que ninguna brisa sacudía y de los que pájaros, con vuelos inmotivados y súbitos, entraban y salían, el cielo azul, sin una sola nube, el gran río que cabrilleaba y, sobre todo, subiendo, lento, ya casi en el cénit, el sol árido, llameante, del que se hubiese dicho que esas hogueras que ardían ahí abajo no eran más "que fragmentos perdidos y pasajeros. Tierra, cielo vacío, carne degradada y delirio, con el sol arriba, pasando, desdeñoso y periódico, por los siglos de los siglos: así se presentaba, ante mis ojos recién nacidos, esa mañana, la realidad.
Una gritería me sacó, viniendo desde el río, de mi ensueño: más comensales llegaban por agua, en sus grandes embarcaciones. Al oírlos, muchos de los que contemplaban la carne corrieron a recibirlos a la orilla, agregando, al bullicio de los que llegaban, su propia gritería. Algunos empezaban su conversación desde la embarcación misma, sin preocuparse de saber si eran escuchados o no por los que atravesaban la playa corriendo, otros se empeñaban en bajar, a pesar de la escasa estabilidad de las embarcaciones, unas vasijas enormes que requerían la fuerza de varios hombres para dejarse manipular, otros saltaban, contentos y despreocupados, de la embarcación a tierra firme, sin in-
teresarse en los que venían a su encuentro, a tal punto que los que habían venido a recibirlos se cruzaron con ellos en medio de la playa sin intercambiar ningún saludo, de modo tal que un grupo corría del agua a las parrillas y el otro de las parrillas al agua, ignorándose mutuamente. En los primeros, el interés se centraba en los pedazos de carne; en los segundos, en las vasijas que los que se habían abocado a la tarea ponían tanto cuidado y esfuerzo en transportar. Los que habían saltado de las canoas, que eran unos quince, se pararon, de golpe, detrás de los asadores y se pusieron a contemplar las parrillas desmesuradas, con la misma expresión contenida y maravillada, un poco ausente, con que venían haciéndolo desde hacía un buen rato los habitantes de la aldea; en cambio, los otros, los que habían ido al encuentro de las embarcaciones, acompañaban ahora en su marcha a los que traían las vasijas, arracimándose en torno a ellos, mirando el contenido de los recipientes, medio inclinados hacia adelante y apretados entre sí, como si estuviesen reteniendo mutuamente su agitación, y sin proponer su ayuda, a pesar del peso evidente de las vasijas y del esfuerzo que hacían los que las transportaban para no volcar el contenido. Sin siquiera detenerse un segundo ante las parrillas ni dirigir una sola mirada a los que las contemplaban, hechizados, a su alrededor, los que transportaban las vasijas continuaron un trecho en dirección al caserío y depositaron en fila, con el mismo cuidado con que habían venido trayéndolas, las vasijas bajo la sombra fresca de los árboles. Después se dieron vuelta y, avanzando unos pasos, se mezclaron a la gente de la aldea y se pusieron a contemplar las parrillas.
La carne humeaba, despacio, sobre el fuego. Al derretirse, la grasa goteaba sobre las brasas, produciendo un chirrido constante y monótono, y por momentos formaba un núcleo breve de combustión, acrecentando la humareda y atrayendo la atención de los asadores que se inclinaban, interesados, y se ponían a remover el fuego con sus palos largos. El silencio de los indios era tan grande que, a pesar de la muchedumbre que rodeaba las parrillas no se oía nada más que la crepitación apagada de la leña y la cocción lenta de la carne sobre el fuego. De la carne que iba asándose llegaba un olor agradable, intenso, subiendo junto con las columnas de humo espeso que demoraban en disgregarse hacia el cielo. El origen humano de esa carne desaparecía, gradual, a medida que la cocción avanzaba; la piel, oscurecida y resquebrajada, dejaba ver, por sus reventones verticales, un jugo acuoso y rojizo que goteaba junto con la grasa; de las partes chamuscadas se desprendían astillas de carne reseca y los pies y las manos, encogidos por la acción del fuego, apenas si tenían un parentesco remoto con las extremidades humanas. En las parrillas, para un observador imparcial, estaban asándose los restos carnosos de un animal desconocido.
Estas cosas son, desde luego, difíciles de contar, pero que el lector no se asombre si digo que, tal vez a causa del olor agradable que subía de las parrillas o de mi hambre acumulada desde la víspera en que los indios no me habían dado más que alimento vegetal durante el viaje, o de esa fiesta que se aproximaba y de la que yo, el eterno extranjero, no quería quedar afuera, me vino, durante unos momentos, el deseo, que no se cumplió, de conocer el gusto real de ese animal desconocido. De todo lo que compone al hombre lo más frágil es, como puede verse, lo humano, no más obstinado ni sencillo que sus huesos. Parado inmóvil entre los indios inmóviles, mirando fijo, como ellos, la carne que se asaba, demoré unos minutos en darme cuenta de que por más que me empecinaba en tragar saliva, algo más fuerte que la repugnancia y el miedo se obstinaba, casi contra mi voluntad, a que ante el espectáculo que estaba contemplando en la luz cenital se me hiciera agua a la boca.
Durante el tiempo que duró la cocción, la tribu entera permaneció inmóvil, en las inmediaciones de las parrillas, contemplando con su semisonrisa ausente la carne que iba dorándose entre las columnas de humo, anchas y espesas, que subían sin disgregarse. Tan grande era la inmovilidad de esa gente, tan absortos estaban en su contemplación amorosa, que empecé a pasearme entre ellos y a observarlos en detalle, como si hubiesen sido estatuas; por no parecer descorteses, algunos me dirigían gestos rígidos y rápidos, sin desviar la vista de la carne; uno solo, molesto por mi merodeo inoportuno, murmuró algo y me lanzó una mirada impaciente. Anduve largo rato entre esos cuerpos desnudos y sus sombras encogidas que el sol de mediodía estampaba en la arena hasta que, en medio de ese silencio casi total, se oyó la voz de uno de los asadores, invitando a los indios a aproximarse sin duda, ya que de la muchedumbre se elevó, súbito, una especie de clamor, y, precipitándose todos al mismo tiempo, los indios, en un estado de excitación inenarrable, se amontonaron junto a las parrillas, empujándose unos a otros y tratando de ganar un lugar favorecido cerca de los asadores.